Introducción
La ética levinasiana no se puede entender desgajada de la antropología que le es inherente, al igual que la educación que siempre es deudora de una determinada concepción del ser humano. La interpretación levinasiana del hombre, y su relación con los demás y con el mundo, es una alternativa a la antropología y ética de la Ilustración dominantes en Occidente en los últimos siglos. La ética levinasiana como “filosofía primera” constituye una enmienda de la totalidad de la filosofía idealista cartesiana. El ser humano, como conciencia de sí, autónomo y autosuficiente de la ontología, se define en Levinas como ser abierto al otro, dependiente de él desde su radical alteridad. Para él, la conciencia no es un eterno retorno al yo, sino la urgencia de una asignación que lleva al otro1. Para Levinas, responder a la pregunta: ¿quién soy yo? exige dar un rodeo y responder a esta otra: ¿quién es el otro? Y aquí radica la fuente de la ética levinasiana: la radical dependencia del yo en su asignación ineludible al otro. Por ello, “es un lugar común referirse a la intersubjetividad como alteridad. La alteración es, en efecto, lo que ocurre cuando salimos al encuentro del otro y nos dejamos interpelar por él”2.
En Levinas, el ser humano es rehén y responsable del otro, sin posibilidad alguna de substitución. Por este motivo, “nadie puede quedarse en sí mismo; la humanidad del hombre, la subjetividad, es una responsabilidad por los otros, una vulnerabilidad extrema”3. Esta dependencia radical del otro es lo que constituye al ser humano en cuanto tal. La responsabilidad (responder del otro) es lo que define al hombre como ser constituido desde la “exterioridad”, desde fuera, desde el otro: “...es en la ética, entendida como responsabilidad, donde se anuda el nudo mismo de lo subjetivo”4. Existe, por tanto, una brecha insalvable entre las ideas sobre la subjetividad y algunos principios éticos dominantes en educación como son la autonomía, la virtud y el cuidado. Para resolver esta tensión se propone una ética de la acogida (hospitalidad) y se hacen propuestas sobre cómo esta ética podría llevarse a la práctica educativa.
Para Levinas, el otro, como infinitud, trastoca radicalmente la concepción de la subjetividad moderna propia de Descartes, Hegel y Husserl. Invierte la afirmación de Protágoras de que el hombre, en tanto que sujeto autónomo, es la medida de todas las cosas. Para Levinas, por el contrario, es el otro la medida de todas las cosas. La concepción levinasiana del yo como infinito, como absolutamente otro inaprensible, se aleja del yo que nos presenta la filosofía griega. En Levinas, el yo es apertura, no ensimismamiento. Hay una salida de sí, un movimiento abrahámico. En Levinas, el yo es responsabilidad, obligación de responder a la llamada del otro, y es precisamente esa respuesta al otro la que lo define como tal. Esta definición del yo se da en un plano ético, no en un plano representacional.
El concepto de responsabilidad (responder del otro) ocupa un lugar central en el pensamiento de Levinas, desplazando a la conciencia como fundamento de la ética. Es la piedra angular sobre la que descansa todo el edificio del filósofo lituano, y es el concepto que ha trastocado la ética y la antropología cartesianas. La ética levinasiana es responsabilidad que no proviene del Yo trascendental cartesiano, sino de un “afuera” del sujeto, “…de un imperativo ético que se confunde con el rostro mismo del otro. Es el otro, y solo él, quien me llama a la responsabilidad”5. Esta “nueva” filosofía ha irrumpido con fuerza en el debate sobre la educación moral, influyendo decisivamente en el discurso pedagógico y en la praxis educativa.
Levinas constituye hoy una fuente inagotable de inspiración para una educación más humana, que sitúe al educando, en su circunstancia, en el centro del proceso educativo. Incorporar la acogida al discurso y a la praxis educativa es ir a la fuente misma de la ética levinasiana y a su concepción del hombre como ser abierto al otro, dependiente del otro para existir como humano. La acogida nos lleva al núcleo mismo de la ética levinasiana como expresión de la responsabilidad hacia el otro, y nos remite a la esencia de todo proceso educativo.
1. La acogida en la ética de Levinas
En Levinas, la acogida es sinónimo de hospitalidad. Ambos términos tienen el mismo significado. “La atención a la palabra, la acogida del rostro, la hospitalidad son lo mismo en tanto que acogida del otro, allí donde él se sustrae al tema”6. El mismo Levinas identifica ambos términos: “La intencionalidad, la conciencia de... es atención a la palabra o acogida del rostro, hospitalidad, pero no tematización”7. Derrida también interpreta la hospitalidad como bienvenida y acogida en la obra de Levinas. “Aunque la palabra no sea frecuente ni subrayada en ella, Totalidad e infinito nos lega un inmenso tratado de hospitalidad. Esto se encuentra atestiguado no tanto por las ocurrencias concretas del nombre ‘hospitalidad’, en efecto más bien raras, como por los encadenamientos y la lógica discursiva que este léxico trae consigo”8, por ello los utilizaremos indistintamente en este trabajo.
Acoger “…es recibir del Otro más allá de la capacidad del Yo; lo que significa exactamente: tener la idea de lo infinito”9. En Levinas, recibir es sinónimo de acoger, hospedar, y solo se recibe en la medida en que se recibe más allá de la capacidad del yo. Para Levinas, la acogida no tiene sentido de transitividad del yo al otro; es, por el contrario, recepción, pasividad del yo. Es respuesta a la necesidad del otro. Es el otro el que se presenta al yo, suya es la iniciativa. “Pero eso significa también ser enseñado. La relación con el otro o el Discurso es una relación no-alérgica, una relación ética, pero ese discurso recibido es una enseñanza... viene del otro y me trae más de lo que tengo”10. Decir “acogida” es evocar, al mismo tiempo, el concepto de responsabilidad (responder del otro). No hay responsabilidad sin acogida, sería una palabra vacía, sin contenido. La acogida es un concepto que expresa la responsabilidad como respuesta a la demanda del otro. Sin la vinculación con la responsabilidad la acogida es un concepto carente de significado en el pensamiento de Levinas. La acogida no es una estrategia para la conducta ética, por el contrario, es la eticidad misma (responsabilidad), el todo y el principio de la ética. Es pasividad, recepción y sujeción al otro; es respuesta a la pregunta indeclinable del otro. La iniciativa está en el otro, no en el sujeto que acoge.
Acoger implica salir de sí, la deposición del yo, el “heme aquí” incondicional ante el rostro vulnerable del otro. Acoger al otro no es más que un acto de obediencia. La definición misma de sujeto en Levinas está unida al lazo que le vincula al otro desde la responsabilidad, es decir, desde la dependencia. Solo soy sujeto por el vínculo que me ata al otro, por la responsabilidad indeclinable que me hace rehén del otro. Nadie es sujeto si no es a través del otro, por el otro; y solo la relación de responsabilidad hacia el otro nos hace humanos. La acogida al otro está en la misma entraña del ser humano. No es algo accidental que le cualifica, sino que le define en cuanto ser responsable, radicalmente abierto al otro para existir como humano: “El hombre libre está consagrado al prójimo, nadie puede salvarse sin los otros... Nadie puede quedarse en sí mismo: la humanidad del hombre, la subjetividad, es una responsabilidad por los otros, una vulnerabilidad extrema”11. La acogida define al ser humano en cuanto tal que no puede dejar de estar abierto al otro y acogerlo para existir como humano. Así como el beso entre enamorados es expresión del amor, la acogida es expresión, experiencia de la responsabilidad, de hacerse cargo del otro.
La responsabilidad, expresada en la acogida, no es una “cualidad” que sobreviene al sujeto ya constituido; no es “conciencia” de la obligación moral que nos hace responsables del otro, es “una respuesta que responde a una provocación no tematizable y, de este modo, se convierte en no-vocación, en traumatismo; responde... de una deuda contraída antes de toda libertad, antes de toda conciencia, antes de todo presente”12. La acogida responde a un mandato, a una orden que viene “de fuera” significada en el rostro vulnerable del “extranjero, del huérfano y de la viuda”, figuras de cualquier ser humano que se nos hace presente en la desnudez de su rostro: “Despojado de su forma, el rostro está aterido en su desnudez. Es miseria. La desnudez del rostro es indigencia y ya súplica en la lealtad que me señala. Pero esta súplica es exigencia. La humildad se une a la grandeza”13.
La acogida, la hospitalidad, el encuentro son conceptos fundamentales en la ética de Levinas. “La noción de encuentro como un en-frente de rostros tiene una seria importancia que se ve reflejada en su forma de comprender la otredad. Esta disposición a la hospitalidad y a la acogida se alejan de toda pretensión de subordinación o de tiranía”14. No se puede dar hospitalidad y acogida a la mera idea del otro, para el encuentro es necesaria la presencia real del acogido y el amor que este propicia. Afirma Levinas: “El sujeto que acoge al dar-se en hospitalidad se desnuda, se muestra en una obstinación por la relación humana sincera y honesta que implica abrirse al otro que llega para ser tratado con la dulzura y la exigencia de la alteridad”15.
La acogida en Levinas no tiene como referente a un ser imaginario, por el contrario, hace referencia a un ser vulnerable, necesitado, “el extranjero, el huérfano y la viuda”, no al ente universal de la ontología. La fragilidad, la vulnerabilidad, definen al ser humano en Levinas. “Todos pertenecemos al colectivo de los ‘extranjeros, huérfanos y viudas’ de los que habla Levinas para expresar, a través de estas figuras, la vulnerabilidad, la fragilidad de todo ser humano, necesitado de compasión. El hombre es un ser estructuralmente necesitado de compasión. El hombre es, en sí mismo, necesidad y demanda de compasión”16. Pero la vulnerabilidad del ser humano no ha de entenderse en un sentido sociológico. Cuando Levinas habla del “extranjero, del huérfano y de la viuda” no se está refiriendo a los pobres y abandonados de la sociedad. Levinas utiliza esos términos como expresión de lo que el ser humano es en su esencia: debilidad, pobreza, necesidad, contingencia; y encuentra en la “desnudez del rostro” su mejor expresión. “El descubrimiento del rostro es desnudez, no-forma, abandono de sí, envejecimiento, morir; más desnudo que la desnudez, pobreza, piel a jirones... huella de si mismo”17. El otro necesitado, significado en la desnudez del rostro, carece de toda referencia sociológica; es solo significación. Así, según Levinas, “…el rostro es señorío y lo sin-defensa mismo. ¿Qué dice el rostro cuando lo abordo? Ese rostro expuesto a mi mirada está desarmado. Sea cual sea el contenido que se dé a sí mismo... Este rostro es siempre lo mismo, expuesto en su desnudez”18. Con la expresión “desnudez del rostro”, Levinas está definiendo al ser humano como ser dependiente del otro, rehén del otro. Asimismo, afirma que “…en la proximidad se escucha un mandamiento que procede de algo como un pasado inmemorial, un pasado que jamás fue presente, que no ha tenido comienzo en ninguna libertad; este modo del prójimo es el rostro. El rostro del prójimo significa para mí una responsabilidad irrecusable que antecede a todo consentimiento libre, a todo pacto, a todo contrato”19. Levinas expresa esta dependencia de un modo contundente: “Hay en la aparición del rostro un mandamiento, como si un amo me hablase. Sin embargo, al mismo tiempo, el rostro está desprotegido; es el pobre por el que puedo todo y a quien debo todo”20. Aquí radica la extrema indigencia del hombre: en su radical dependencia del otro para su existencia como humano.
La acogida o “la bienvenida no es un gesto que busque reducir la naturaleza independiente del Otro a través de la dominación, la identificación, la comprensión o incluso el cuidado; busca no “envolver”21. La responsabilidad, expresada en la acogida, es siempre una deuda pendiente con el otro, una exigencia, nos cuestiona permanentemente; es la pregunta que constantemente nos interpela: ¿dónde está tu hermano? El otro rompe nuestra voluntad de dominio, nuestro yo impositivo. “El otro, en su rostro, no es una proyección de mí, sino todo lo contrario, es lo que resquebraja todas mis proyecciones, todas mis intenciones, todos mis proyectos”22. El ser humano siempre está en deuda con el otro, siempre debe una respuesta al otro que “lleva dentro”; está fracturado en su misma estructura antropológica, “habitado” por la presencia del otro23; es rehén del otro al que está llamado (elegido) a acoger. Estar definido por otro, existir como humano por el otro es la expresión de la mayor debilidad. Levinas la expresará en la “desnudez del rostro”.
2. La acogida, expresión de la responsabilidad hacia el otro
La acogida es la expresión de mi reconocimiento de la santidad del otro a quien todo le debo; no es un ejercicio intelectual el que me lleva a acogerlo, sino una orden, un imperativo que viene de la “autoridad” del otro. Para Levinas defiende en la caridad y la santidad reside lo humano, a pesar de que vivimos en un mundo que privilegia la idea de justicia. En sus propias palabras “el hombre no es solamente el ser que comprende lo que significa el ser, como quería Heidegger, sino el ser que ha entendido y comprendido el mandamiento de la santidad en el rostro del otro hombre”24. Es la responsabilidad hacia el otro la que me ata a él antes de toda elección. No es un acto de justicia que ponga en cuestión la preeminencia del otro. “El ‘para otro’ se eleva en el Yo como un mandamiento comprendido por él, como si la obediencia fuera el estar a la escucha de la prescripción. La intriga de la alteridad nace antes del saber”25.
La literatura ha banalizado la acogida al otro reduciéndola a una actuación caritativa o una asistencia puntual en un momento de necesidad. Levinas se aparta de este concepto y sitúa a la acogida en el núcleo mismo de la identidad del sujeto. No hay sujeto sin responsabilidad. Y la responsabilidad se expresa en la acogida.
La acogida es la respuesta ética a la demanda del otro; es un “movimiento” del yo hacia el otro que no espera reciprocidad. La acogida (hospitalidad), para Levinas y Derrida, es un regalo, un don incondicional dado por un anfitrión que acoge al huésped. El don “es lo que interrumpe la lógica económica, lo que suprime el círculo del do ut des, lo que desafía la reciprocidad. Si de verdad hay don, lo que se da no puede ser correspondido, no puede circular, no debe ser sometido a la lógica del intercambio... El don reposa siempre en la gratuidad e incluso en la ausencia de razón”26. Este concepto de acogida marca una separación de otras concepciones de la acogida u hospitalidad basadas en la reciprocidad o el intercambio, en las que el huésped contrae una deuda al aceptar la hospitalidad. Derrida insiste en que es la llegada del invitado lo que permite la hospitalidad del anfitrión, ya que este último “primero es recibido por el rostro del otro a quien él quiere dar la bienvenida”27. La hospitalidad deja de ser un gesto ético de acogida del Otro cuando se convierte en una cuestión política y del derecho fundamentada en la obligatoriedad moral de tener que ser hospitalario con el Otro. El mismo Derrida defendía que “la hospitalidad no debe pagar una deuda, ni estar ordenada por un deber. Porque si practico la hospitalidad por deber... esta hospitalidad como pago ya no es una hospitalidad absoluta”28.
Una ética de la acogida no se basa en convenciones sociales de acogida, sino en la concreción de responder a un otro que llega y que confronta al anfitrión con su absoluta alteridad. “La hospitalidad no es hospitalidad si es estricto cumplimiento de un pacto o de un deber, si se da por deber, si no es un don ofrecido graciosamente”29. Para que la acogida sea una donación gratuita y desinteresada debe ser incondicional y, por tanto, ofrecida a un extraño al que no se le ha pedido que venga y que demanda atención. La hospitalidad absoluta requiere que yo abra mi casa y que, al Otro extranjero desconocido, anónimo, les ofrezca un lugar, sin esperar reciprocidad y sin preguntarle ni siquiera su nombre. Se ofrece un lugar al otro de manera incondicional sin exigir reciprocidad u otras garantías. Desde el primer momento de la bienvenida, el anfitrión es secundario, actuando en respuesta al otro. En este mismo sentido, Sharon Todd sostiene que “el aspecto de la generosidad que caracteriza la acogida sugiere que el don de la hospitalidad es la única respuesta al Otro cuya alteridad me desafía”30.
Con la acogida es el extranjero el que llama a nuestra puerta desde su diferencia, desde su radical alteridad. Y hay verdadera acogida cuando se ofrece a un otro que nos es extraño y su presencia nos incomoda. No es dar lo que sobra, sino todo lo que se tiene. Es una demanda de apertura a la llegada de alguien imprevisto. “La ética de la hospitalidad se basa en dar lugar a un invitado, sin siquiera saber cuándo este invitado llegará, en clara referencia a la costumbre judía de dejar una silla de más vacía en la mesa del Séder, durante la pascua hebrea”31. Para la ética de la acogida no es necesaria la invitación, el otro puede aparecer sin previo aviso y ser un extraño. Ofrecer acogida (hospitalidad) a un huésped invitado no comporta, generalmente, una tarea exigente. La verdadera hospitalidad “requiere que se reciba a este extraño, sin antes ni siquiera comprobar si se trata de un destinatario digno de mi hospitalidad”32.
3. La acogida al extranjero, al diferente cultural
La condición de “extranjero” no es un añadido a la condición humana es, por el contrario, una categoría antropológica. Todo ser humano es un ser “extraño” para sí mismo, es un extranjero en su propia tierra, alguien fracturado, quebrado en su misma estructura antropológica por la presencia del otro de quien no puede desprenderse y de quien debe responder. Pero el otro no es un ser “ideal”, solo existe en su diferencia, en su asimetría, en su radical alteridad. Y la acogida al otro se hace en todo lo que el otro es, en su diferencia y asimetría. No acogemos la diferencia cultural, sino al diferente en su cultura, en su forma de vivir y existir. No defendemos, por tanto, una ética de la diferencia, sino la ética de la radical alteridad o extranjería del otro diferente que nos constituye; la radical dependencia del otro para existir como humanos.
Es el otro quien nos constituye en sujetos humanos, la exigencia indeclinable de tener que responder de él. En este mismo sentido, Levinas sostiene que “ser sí mismo, condición de rehén, es tener siempre un grado de responsabilidad superior, la responsabilidad respecto a la responsabilidad del otro... El sí mismo en su plena profundidad es rehén de modo mucho más antiguo que es Yo, antes de los principios”33. Pero esta responsabilidad no se resuelve en el mundo de los universales abstractos, sino en la experiencia de vida de seres concretos.
La acogida al diferente cultural parte de la situación histórica que envuelve la vida del inmigrante o extranjero, con frecuencia víctima de la exclusión y la violencia; no reclama una pedagogía de los “grandes principios”, sino situarse en la experiencia de sufrimiento y exclusión del extranjero o inmigrante. A diferencia del enfoque intelectualista, predominante en la educación intercultural, aquí se apuesta por una pedagogía que tiene al otro diferente cultural como punto de partida y de llegada en la acción educativa. Es una educación que nace de la necesidad de responder del otro en su situación concreta, histórica. Una educación que “no se limita al conocimiento de las diferencias culturales en la pretensión de tener un conocimiento adecuado del diferente cultural para, a partir de este conocimiento, implementar unas estrategias educativas que permitan la integración del diferente en la sociedad de acogida”34. Exige más bien hacerse cargo del diferente cultural en toda su realidad, en la experiencia de su vida real, y hacer recaer la acción educativa en la aceptación, reconocimiento y acogida de la persona del diferente, sin confundirlo o diluirlo en categorías universales que enmascaran u ocultan su verdadera identidad.
Desde este enfoque de la educación intercultural, esta se presenta como un acto de hospitalidad y acogida, y contraria a toda prohibición de imponer “nuestra” propia cultura, a “los de fuera”. Si la educación es y se resuelve en una relación ética, “la imposición o cualquier forma de violencia ejercida sobre el otro ‘diferente’, no solo con los de ‘fuera’, sino también con los de ‘dentro’, queda deslegitimada”35. La educación intercultural, inspirada en la ética levinasiana, “huye de todo intento de dominarlo todo, de poseerlo todo, de reducir todo lo extraño a lo propio, de ‘matar’ al otro a manos del mismo. Es una pedagogía de la cordialidad en la que la ética no formula pregunta alguna sobre qué debo hacer, sino dónde está el otro”36.
El discurso pedagógico y la praxis educativa en la educación intercultural se ha inspirado, mayoritariamente, en la ética kantiana. Desde este paradigma, la situación real del inmigrante y del extranjero queda difuminada ante la imagen “ideal” del hombre que representa el idealismo kantiano. De este modo, su propuesta educativa resulta del todo ineficaz al hacer abstracción de las relaciones reales de desigualdad en las que se producen las relaciones del extranjero o inmigrante en la sociedad receptora. Hay preguntas a las que se deben responder en la educación intercultural: ¿Qué sujeto se quiere integrar en la sociedad de acogida?, ¿qué sociedad se pretende construir? Desde la ética levinasiana queda excluida toda medida que se proponga la supremacía de una cultura sobre otra, todo intento de subordinación del inmigrante o diferente cultural a la cultura dominante de la sociedad receptora. González- Arnáiz denuncia el que “gran parte de la historia de la humanidad se haya basado en el intento sostenido de reducir lo distinto y lo extraño a lo mismo de una cultura”37. Este mismo autor defiende que para que exista un verdadero diálogo intercultural es necesario que se den una serie de condiciones levinasianas como son la asimetría, el respeto, la no-indiferencia y la responsabilidad.
El multiculturalismo encierra en sí un larvado etnocentrismo que, en nombre de la reciprocidad y la simetría, ahoga toda posibilidad de reconocimiento práctico de la igual dignidad del diferente cultural y de su cultura. La clave para interpretar la igualdad “no puede ser ni la reciprocidad, porque entonces estamos otra vez en el etnocentrismo de nuevo cuño por la vía de la globalización, o de la superioridad; ni tampoco la igualdad de la discriminación positiva de las culturas minoritarias porque estaríamos al albur de la cultura predominante aun cuando hubiera simpatía o sentimiento de compasión. Se necesita la asimetría cultural para que la igualdad pueda ser leída en la clave moral de la dignidad cultural”38.
Pero la dignidad cultural que se demanda solo vendrá de la mano del reconocimiento del otro diferente cultural, irreductible a mi yo, desde su radical alteridad. Solo el reconocimiento de esta radical asimetría, fundamento de su dignidad, puede fundar el respeto a la dignidad de una cultura. Ésta no pervive sola, está unida indisolublemente al individuo o comunidad que la sustenta. Según Ortega y Romero, “nos fijamos en las diferencias de lengua, tradiciones, costumbres... al hablar de la cultura del inmigrante, y con ello pensamos que lo hemos abarcado todo. Nos olvidamos de la persona que tiene esa lengua, tradiciones, costumbres, creencias... Nos hemos ocupado del ‘envoltorio’, de las diferencias, pero hemos olvidado a la persona, al diferente cultural”39. De ahí un lenguaje que se ha instalado en nuestro discurso pedagógico cuando hablamos de inmigración y no de inmigrantes, de exclusión y no de excluidos, de diferencias y no de diferentes. Solo una ética material como la ética levinasiana nos permite ver al hombre en su relación histórica con el mundo y con los demás; nos permite descubrir su responsabilidad hacia el otro de quien depende para vivir y existir como humano.
La integración del inmigrante o extranjero en la sociedad receptora está vinculada a la construcción de una sociedad sobre principios éticos, y no de criterios de lengua, religión o etnia, si se pretende la integración y no la asimilación de los de “fuera” a “nuestra cultura”. “Acoger al diferente significa ampliar el ‘nosotros’ y conlleva superar toda tentación de pureza de raza o uniformidad lingüística, del deseo de preservar la propia identidad”40. Siempre hay un “tercero” en el lenguaje de Levinas quien, desde su existencia concreta, desde su cultura diferente, nos llama a la existencia humana, y nos prohíbe convertirlo en objeto de dominio desde su inviolable dignidad. Según Levinas, es indispensable “…apostar por un nuevo lenguaje, un nuevo discurso y una nueva práctica que estén más cercanos a la realidad del otro, que incorporen lo plural y diverso, lo mestizo y extraño, lo ‘otro’ para que sea también lo ‘nuestro’. En otras palabras: tomarse en serio la inevitable condición histórica del ser humano, impensable fuera o al margen de ‘su’ situación”41. Y es indispensable apostar por otro modelo educativo que sitúe al ser humano concreto en el centro de la acción educativa; que parta de la experiencia de sufrimiento y exclusión del extranjero y se haga cargo de él. Exige “abandonar toda tentación de pureza de la raza, del deseo de preservar la propia identidad; desistir de la búsqueda de la armonía social en el paraíso de una “Arcadia feliz”. Estas “grandes ideas”, basadas en “grandes principios” han generado, a través de la historia, grandes horrores”42. Desde la ética levinasiana, la acción educativa necesariamente es una respuesta al otro en su situación; es denuncia y resistencia al mal que oprime; es una práctica que, partiendo de la experiencia, se expresa en la promoción de la justicia y en la acogida al diferente cultural, al otro “extranjero” o inmigrante.
En la parábola del buen samaritano (Lc. 10, 30-38) encontramos la mejor explicación narrativa de la ética de la compasión levinasiana. En este relato evangélico se pone claramente de manifiesto que lo importante no es el deber moral, sino la respuesta ética. Los tres caminantes poseen moral, pero solo uno de ellos, el samaritano, es capaz de responder éticamente a la interpelación del otro, y lo que es más importante, de hacerlo en contra de su moral. De esta forma, queda puesto de manifiesto la enorme distinción que existe entre lo moral y lo ético y que detrás de toda moral puede esconderse una lógica de la crueldad. La moral es un marco sígnico y normativo que se enmarca en el seno de una determinada cultura y que prescribe normas y formas de comportamiento43. En cambio, la ética levinasiana no reconoce más principio que la indeclinable obligación de responder del otro, acogerlo en su situación. No invoca “principios universales”, como lo hace la ética kantiana, sino la experiencia de sufrimiento del hombre herido y su necesidad de ser ayudado y cuidado. Este concepto de la ética trastoca toda nuestra praxis en la educación intercultural, y nos obliga a poner en el centro de la acción educativa no las diferencias culturales, sino al diferente cultural, el otro que nos sale al encuentro.
4. Pedagogía de la acogida
Si, como afirma Levinas “el sujeto es para el otro, su ser desaparece para el otro, su ser muere en significación”44, la relación educativa necesariamente es una relación de servicio, de diaconía; la educación, entonces, empieza y acaba en el otro, no reclama al educador como agente principal del proceso educativo, ni siquiera le atribuye la iniciativa del mismo. Desde la concepción levinasiana del ser humano, la educación es acogida, acompañamiento y servicio (diaconía); es respuesta a la demanda indeclinable del otro desde su situación de ser necesitado. Si es así, el sujeto de la educación es el propio educando, es él quien determina su propio proceso educativo. Lo contrario deviene inevitablemente en una imposición más o menos encubierta. Y cada sujeto es singular, único en su experiencia de vida, y cada uno tiene una manera también singular de integrar en su vida la “circunstancia” que le acompaña y condiciona siempre. Son las experiencias de cada sujeto las que se convierten en contenidos indispensables del proceso educativo, si se pretende educar45. Por ello, es incoherente pensar siquiera en homogeneizar la acción educativa cuando el contenido de la misma es la experiencia singular, única de cada educando; cuando hay tantos modos de educar como seres humanos, porque cada uno tiene su propio camino en el proceso de construcción de su proyecto de vida.
Implementar la ética de la acogida en educación es un reto para los educadores porque la educación formal está impregnada de la lógica del intercambio, mientras que la acogida (hospitalidad) es una donación, un puro regalo. Esta ética de la acogida es radicalmente distinta de otros enfoques morales utilizados frecuentemente en educación, como la inclusión educativa46. La diferencia entre la inclusión y la ética de la acogida u hospitalidad es que la primera presupone un todo en el que se puede incorporar alguien. La acogida, por el contrario, no busca “encajar” al invitado en el espacio del anfitrión, sino que acepta que la llegada del invitado puede cambiar el espacio en el que es recibido. Un ejemplo de esto último lo constituye la respuesta educativa que le damos a los estudiantes extranjeros que llegan a nuestras escuelas en busca de escolarización. La actual educación intercultural se centra en conocer las diferencias (de costumbres, lengua, tradiciones, modos de vida de los inmigrantes), pero se olvida realmente de reconocer, aceptar y acoger al otro en la realidad de su identidad cultural. Por ello, “sin descubrir la historia de vida que hay detrás de cada inmigrante, sin tener en cuenta la nueva situación de extrañeza o exclusión en la que se encuentra, se hace imposible la integración y la acogida del otro, se hace imposible educar”47. La verdadera acogida se sitúa en contra de unas políticas de la tolerancia que te abren la puerta, pero que al mismo tiempo te imponen una serie de condiciones que necesariamente tienes que cumplir. Se trata, entonces, de una asimilación a la cultura dominante, pero no de una integración, desde la diferencia, en la sociedad de acogida.
La acogida u hospitalidad en educación no se ha tratado en términos de emoción y afecto. El discurso, los argumentos han eclipsado la empatía y la proximidad al otro. La experiencia de conductas de acogida ejerce un poder de atracción en los educandos que generan sentimientos y emociones de aceptación y amor entre los alumnos48 más que sesudos discursos sobre los derechos humanos. La acogida no es objeto de instrucción o enseñanza, se expone, se muestra. Es la función principal del educador: acoger, acompañara al educando en el proceso de construcción de su proyecto de vida. Desde la pedagogía de la alteridad “los alumnos esperan de mí (como profesor) una actitud de acogida, acompañamiento y respeto, una relación en la que cada alumno se sienta reconocido como «alguien», no como un desconocido en la multitud”49.
La acogida constituye para el educador un desafío ético en la medida que le “obliga” a responder al otro de modo que le permita seguir siendo “otro”. Una respuesta que se ofrece desde el respeto más profundo a su singularidad y alejada de todo deseo de dominación o manipulación. “Pero someter a programación y cálculo es precisamente lo que la actual educación basada en resultados se propone hacer. La educación busca predeterminar no solo lo que harán los estudiantes, sino también lo que aprenderán en los espacios educativos en los que sean recibidos”50 .
La educación como acogida es respuesta a la interpelación del otro, nunca es imposición. Nace de la llamada o demanda del otro, como la ética, y se manifiesta de modos muy diversos. La presencia del rostro vulnerable del otro es, en sí misma, una llamada, una súplica de ayuda. Solo es necesario estar atento para escuchar su demanda de ayuda, acogerlo en su mundo, asumir su experiencia de vida. Hacer nuestra la experiencia del otro (educando), responder del otro es condición indispensable para que se inicie el proceso educativo. De lo contrario estaríamos ante un sujeto ficticio, no ante alguien que espera una respuesta a sus preguntas, a los interrogantes sobre su proyecto de vida.
Pero la acogida en educación se hace a alguien concreto, único, singular, diferente. La relación ética acontece entre seres corpóreos, históricos, no entre seres ideales, ficticios: “La corporeidad rompe con la idea de un ser humano autónomo, autosuficiente, amo y señor de sí mismo, plenamente responsable de su forma de ser y de vivir. Todo eso no deja de ser un resto metafísico, una quimera que la llamada ‘filosofía de la sospecha’ ya se encargó de deconstruir”51. El sujeto del que habla Levinas es un sujeto histórico, susceptible de ser inscrito en una “nueva” fenomenología, no en la metafísica cartesiana de la que se aparta de un modo radical. La responsabilidad en Levinas solo se puede entender entre sujetos históricos. Así, cuando afirma: “Para mí el sufrimiento de la compasión, el sufrir porque otro sufre, no es más que un momento de una relación mucho más compleja, y también más completa, de responsabilidad respecto del otro. En realidad, soy responsable del otro incluso cuando comete crímenes, incluso cuando otros hombres cometen crímenes”52, no se refiere a seres imaginarios, sino a sujetos concretos relacionados por los lazos de la ética que los constituye en seres humanos. En esta misma línea, afirma: “El yo, de pie a cabeza, hasta la médula de los huesos, es vulnerabilidad”53. La corporeidad no puede ponerse entre paréntesis; es aquello que hace posible la ética y, por tanto, la misma existencia humana. Acoger al otro implica hacerse cargo de él como ser histórico en su cultura, en su forma de vivir, si no se quiere caer en un esencialismo que solo existe en un mundo trascendental, metafísico.
Se constata una tendencia en el discurso pedagógico y en la praxis educativa a homogeneizar y diluir al educando en el anonimato del dato estadístico, hurtando la historia que hay detrás de cada sujeto. Y no son las ideas las que nos conmueven, las que reclaman de nosotros compasión y acogida, sino los individuos concretos sometidos a experiencias de sufrimiento, necesitados de ayuda y cuidado: “El desafío es hacer a las personas sensibles a las injusticias y al sufrimiento del otro, esto es, la construcción de una sensibilidad ética capaz de responder a la interpelación del otro como acontecimiento, comporta una educación que traduce la alteridad como justicia anamnética”54.
Es la experiencia de sufrimiento del otro, de su necesidad y vulnerabilidad la que despierta en nosotros la “mala conciencia” de no haber sido lo suficientemente responsables ante el dolor del otro, la que hace posible el retorno de lo humano a nuestra conducta. La acogida al otro acontece siempre en una “circunstancia” vinculada a una experiencia, no se produce en el vacío. Separar al sujeto de su circunstancia es tanto como negarle su existencia humana. Pero la “circunstancia” es muy distinta en cada individuo. Cada uno tiene su tiempo y su espacio. No hay una circunstancia igual para todos. Cada uno se apropia, en distinta medida, de su situación y contexto, que va a moldear o configurar una determinada manera de ser y estar en el mundo, un modo diferente de vivir y existir. Ello nos lleva a rechazar de plano toda propuesta educativa fundada en una supuesta homogeneidad de los educandos: “En educación no hay procesos educativos iguales, ni lenguajes iguales que sirvan para todos, porque tampoco existe un hombre (y mujer) universal y abstracto... No hay un mundo ‘objetivo’ igual para todos. Este es un mundo siempre interpretado en la forma peculiar de cada cultura”55.
Reivindicar el carácter histórico del ser humano en la educación puede parecer extemporáneo, pero hoy constituye una exigencia. Insertar el proceso educativo en “el aquí y en el ahora”, en el contexto socio-familiar del educando es la condición indispensable para educar. La acogida acontece siempre en “el aquí y en el ahora”; siempre se acoge a alguien. Y siempre se educa, no en un contexto que ha de venir, sino en éste, en el que tenemos. Es imposible acoger (educar) si se prescinde del contexto que acompaña al educando, pues no existe sujeto sin contexto. No se acogen ideas o principios, sino individuos concretos condicionados por su circunstancia. “Es necesario bajar el telón del “teatro metafísico” en el que se ha instalado el discurso y el lenguaje en la educación, y dar paso a la entrada en escena del ser humano histórico, inexplicable sin los lazos que le vinculan con el mundo y con los demás”56
5. La experiencia, punto de partida
Implementar la acogida en el ámbito escolar exige al educador identificar experiencias de acogida, empezando por él mismo: ser experiencia de acogida. Ello implica centrar (hacer girar) la acción educativa en torno a la experiencia de acoger. La acogida es refractaria a la pedagogía del discurso, exige referentes que sean garantes de la experiencia de acoger, implica una acción educativa que transmita una experiencia de proximidad y de acogida al otro. Este modo de educar no pretende enseñar “cosas”, ni elaborar discursos sobre la importancia de los valores éticos para la convivencia, no dice a nadie lo que tiene que hacer, tan solo se limita a mostrar una experiencia de una manera de ser próximo del otro, de acogerlo: “El maestro muestra, da testimonio. Es entonces cuando el discípulo aprende, aprende ‘por contagio’, por mímesis, y descubre lo que el manual no puede enseñar”57. La educación es acogida que se expresa en la experiencia del que acoge. Sin un referente de la acogida hay discurso, pero no educación.
La ética es una respuesta provisional y situada a alguien, ser único, singular. Rechaza, por tanto, su extrapolación a otros sujetos en situaciones análogas. Por ello no se puede pensar en una programación educativa en la que esté señalado, en el tiempo y en el espacio, “aprender” a acoger como valor ético. Solo cabe hablar de la creación de un clima educativo (ethos) que favorezca la apertura al otro, asumiendo que la “llegada” del otro a mí es siempre un acontecimiento imprevisto para el que nunca se está debidamente preparado. De aquí que la acción educativa, inspirada en la ética levinasiana, sea siempre provisional. Ello obliga a los educadores a estar siempre vigilantes, a la espera de responder del otro que se presenta sin previo aviso. Si esta es la condición del hombre nómada, la educación no puede ser cosa distinta, será siempre aventura y riesgo. Por ello, la “mala conciencia” acompaña siempre a la respuesta ética al otro, el temor de no haber sido lo suficientemente responsable.
La ética levinasiana cuestiona los esquemas por los que, hasta ahora, hemos transitado en educación. Entender la educación como respuesta ética al otro supone una enmienda a la totalidad del discurso pedagógico. Nos obliga a desprendernos de nuestros viejos hábitos y empezar de nuevo. La ética levinasiana nos obliga a distinguir claramente entre ética y moral. La moral hace referencia a los códigos de conducta “valiosa”, deseable en una determinada sociedad. Esta conducta moral debe ser promovida y enseñada en las aulas porque sin ella la vida en sociedad se torna imposible. No podemos vivir sin normas, y estas deben ser enseñadas y aprendidas. Aprender a ser tolerantes, solidarios, respetuosos del medio ambiente... son aprendizajes indispensables que acompañan a todo ciudadano responsable. Es lo que entendemos por “educación del carácter” en la que se utilizan estrategias concretas para el aprendizaje de hábitos, competencias que faciliten la práctica de una conducta moral. La ética, por el contrario, rebasa el marco de la moral para situarse por encima o al margen de los códigos morales imperantes. Su referente no es la norma o código de conducta, sino el otro en su situación de necesidad. Hay “zonas oscuras” en las que no entra la moral, y la respuesta se hace inaplazable. El ejemplo paradigmático es la parábola del samaritano del pasaje evangélico. El samaritano actúa “por encima” de la ley atendiendo al hombre herido, haciéndose cargo de él; o la situación de extrema necesidad de los inmigrantes, abandonados a su suerte en aguas del Mediterráneo, o de los que deambulan por nuestras calles y plazas (los llamados “sin papeles”) que esperan que alguien les tienda una mano de ayuda y cuidado. Estos no esperan que se cumpla la ley, sino una respuesta responsable, compasiva. La ética entra en estas “zonas oscuras” de la vida humana para las que la moral no encuentra respuesta. Y para estas zonas oscuras la respuesta solo puede ser ética, no moral: “Todos somos hombres o mujeres asaltados en el camino y necesitados de ayuda, de acogida. Y todos somos estructuralmente «extranjeros, huérfanos y viudas», a la espera de que alguien se fije en nosotros y nos ayude a seguir caminando”58
Pero la respuesta compasiva también puede darse en otras situaciones distintas a las zonas oscuras o situaciones límite de la vida de un individuo: La respuesta ética, compasiva forma parte de nuestra vida ordinaria sin que tengamos que actuar al margen de los códigos morales establecidos. Atender y cuidar a un anciano, ayudar a alguien a sobrellevar la crisis económica, escuchar y acompañar al otro en su vida de aislamiento y soledad, ayudar al compañero en un momento de dificultad... son conductas para las que no estamos obligados por ningún código moral, pero que se hacen indispensables para hacer que la vida en sociedad sea más humana. Estas conductas compasivas son la argamasa que une todas las piezas sobre las que se construye el edificio de una sociedad, el alma y nervio invisible que la orienta y mueve en una determinada dirección. Porque hay muchos “buenos samaritanos” la vida en sociedad se torna más llevadera, más reconocible como “casa común” para todos los que la habitan.
¿Qué hacer? Desde la ética levinasiana no es posible programar un curso de actuaciones concretas para la respuesta y acogida al otro en su situación, solo es posible facilitar a los educandos experiencias de acogida con las que puedan sentirse identificados. Es, en cierto modo, un “aprendizaje” propedéutico del valor ético de la acogida. El relato de la experiencia vivida por los sanitarios durante la pandemia de la covid-19 es más eficaz para promover una conducta responsable (ética) con los más necesitados que cualquier discurso o mensaje transmitido sobre la fraternidad humana. Poner al alcance de los educandos experiencias de vida valiosa contribuye a generar aprecio y atracción por conductas que merecen la pena ser imitadas, aunque conlleven renuncia y sacrificio. En la narración “el otro puede aprender de mi experiencia a condición de que él mismo haga la suya... porque el objetivo del narrador no es comunicar un hecho... sino la transmisión de una experiencia”59. De igual modo, las imágenes del exilio de multitud de hombres, mujeres y niños, huyendo de la guerra, de la miseria y de la muerte genera el rechazo a “lo que no debe ser”; el Museo del Holocausto en Jerusalén sitúa al visitante ante la experiencia del Mal Absoluto y suscita en él una pregunta desgarradora: ¿por qué tanta barbarie?, y una respuesta ética: Nunca Más. La experiencia es la de cada uno, por lo que solo puede ser narrada por quien la ha vivido. En el relato la experiencia cobra nueva vida al ser revivida en la experiencia del otro. Es el “misterioso” magisterio de la experiencia.
Pero la experiencia en educación ha de ser presentada como algo que acontece en el escenario de la vida cotidiana de personas “normales” con las que compartimos un mismo espacio. La pedagogía del “héroe” genera admiración, a la vez que distanciamiento de la persona que protagoniza la experiencia por la dificultad de estar a la altura del héroe. El aprendizaje vicario puede hacer que las experiencias narradas sean también las del educando, siempre que sean percibidas como conductas posibles, a su alcance. Este recurso a la experiencia debe ir acompañado de una reflexión, aunque sea mínima, que incida en el sentido de la alteridad, pero nunca eclipsar a la experiencia que habla por sí misma. Las imágenes de las víctimas de la guerra, el dolor de los exiliados que huyen de la miseria y de la muerte acercan al educando a una realidad frecuentemente tratada como un producto para el consumo, y no como vergüenza de la que todos, en alguna medida, somos responsables. “Todos los hombres son responsables unos de otros, y yo más que los demás”, escribe Levinas60, citando a Dostoievski. Pero no solo se deben llevar a las aulas experiencias “límite” de la vida de los seres humanos, también aquellas que constituyen el tejido de la vida cotidiana en las que vamos dejando las huellas de nuestras creencias o valores éticos. La respuesta ética a la demanda del otro es un acontecimiento con el que, afortunadamente, nos topamos cada día, solo nos falta mostrarlo. Es el magisterio insustituible de la experiencia.
La experiencia de la acogida no está reservada a la experiencia vicaria, es decir, a la acogida en “los otros”. También los educandos son capaces de acoger, y lo hacen en su vida diaria. Pero se ha utilizado un concepto mitificado de la acogida, como si este valor ético no formase parte de nuestro modo de vida. Ha faltado un análisis de la vida diaria del educando, de su relación ética con los otros y con su entorno; no hemos enseñado a nuestros alumnos a “leer” su vida desde una óptica distinta a aquella centrada en la culpa; ha habido una grave carencia en la propuesta a los educandos de un modo ético de vida como si este propósito, por “extraño”, estuviese alejado de las aulas. A subsanar esta carencia podría ayudar el relato de la propia experiencia del alumno de un día normal en su vida, facilitaría el descubrimiento de la acogida como una conducta integrada en su vida, sin los atributos de heroicidad que, con frecuencia, le acompañan; ayudaría al educando a descubrir su mundo interior, quizás para él desconocido; ayudaría al encuentro necesario entre educador y educando al convertir el relato de su experiencia de vida en el centro de la acción educativa61.
La práctica del relato de la propia vida exige un clima educativo (ethos) en el aula en el que las relaciones entre alumnos no estén guiadas por la competitividad y la recompensa individual62, sino por el reconocimiento del otro como alguien no ajeno a mí de quien debo responder. Profundizar en el sentido de la responsabilidad como lazo ineludible que nos une a todos es la vía obligada para crear un clima en el aula y en el centro escolar que favorezca la acogida al otro. Y para ello, el magisterio de la experiencia es insustituible.
El clima educativo en el aula no nace por generación espontánea, no viene solo. Es necesaria la actitud de acogida en el educador y “despojarse de una manera de entender la educación que, al primar el desarrollo intelectual, se ha desentendido del individuo en la urdimbre de su vida”63. La pedagogía cognitiva ignora que educar “es fijarse en cada alumno, es buscar la complicidad con él, es pensar que solo tengo a éste o a ésta a quien atender y cuidar, es escuchar y estar atento a la situación de cada uno. Es renunciar a uno mismo para alumbrar una existencia humana en el otro, es cargar con la responsabilidad del otro”64.
La actitud favorable por escuchar al otro, inherente al clima educativo en el aula, favorece el reconocimiento del otro, ajeno a toda “comprensión intelectual” o connotación cognitiva. No es, por tanto, una respuesta intencional en la que el yo tenga la iniciativa. El reconocimiento es, más bien, dejarse interpelar por el otro desde su situación de necesidad; es deposición del yo soberano; es el “heme aquí” levinasiano que se convierte en responsabilidad: “Reconocer al otro es dejar que su rostro me afecte, me hable”65. El acceso al rostro que se da en el reconocimiento no se produce desde la fenomenología, sino desde la ética: “Pienso, más bien, que el acceso al rostro es de entrada ético”66. El reconocimiento podría describirse como una conmoción interior que nos permite situarnos ante el otro como alguien de quien debo responder. “Si alguien mira lo que hay a su alrededor, puede ver una mesa, libros, una lámpara, una planta..., pero el momento en que ve los ojos de otro que lo está mirando se produce el reconocimiento, la conciencia de no-cosificación posible que está implícita tanto al asomarse a la trascendencia de otro como saber que él está haciendo lo mismo conmigo... es esta capacidad de reconocer y respetar al otro lo que habría que educar”67. Para que el rostro nos interpele, nos hable y reconozcamos al otro es indispensable una actitud de apertura, de escucha. Y esta actitud se puede y se debe promover en el aula.
Desde la ética levinasiana solo cabe hablar de promover una actitud o disposición favorable a escuchar al otro que favorezca su acogida como alguien de quien se debe responder; pero no tiene cabida el aprendizaje de hábitos que nos haga competentes para la respuesta ética. Su carácter singular rechaza el aprendizaje de hábitos, destrezas o competencias, porque la respuesta ética es siempre excepcional, única y provisional, opuesta a toda generalización posible. Dada su naturaleza excepcional, siempre estaremos expuestos a una respuesta inapropiada ante la demanda imprevista del otro. Para la respuesta ética, singular e imprevista, nadie está debidamente preparado, nadie es competente. “No somos éticos porque nuestra respuesta “pueda convertirse en ley universal”, sino todo lo contrario, porque no puede”68. Educar para acoger al otro, desde la ética levinasiana, solo es posible desde la promoción de una actitud favorable a acoger la demanda ineludible del otro como ser necesitado de ayuda y cuidado.
Conclusión
Educar para acoger supone un cambio radical tanto en el discurso como en la praxis educativa. Conlleva acudir a “otra fuente” de pensamiento que ayude a entender al hombre no solo desde el logos, sino, también, desde el pathos, el ser encarnado, capaz de sentir como propios el sufrimiento y el gozo de los demás. Acoger, hacerse cargo del otro es la forma que el hombre ha encontrado para dar sentido a su existencia como humano. Una de las mayores estudiosas de Levinas, Catherine Chalier, ahonda en esta misma idea cuando afirma que “el logos, decididamente, no basta para expulsar la ignominia. Hay que constatar que en este siglo ha fracasado trágicamente en dar a los hombres el sentido de lo humano. Por ello es por lo que, en un mundo que ha heredado, en rebeldía o en aquiescencia, esas épocas de barbarie, y queda desde ellas tentado por el nihilismo y todas las formas, sutiles o brutales, de la desesperación, se hace necesario reavivar la memoria de otra fuente de sentido distinta de la racionalidad griega”69.
Otra forma de educar es posible, y otra escuela distinta de la que tenemos, volcada en la adquisición de conocimientos y competencias. El mismo Van Manen (2003) denuncia el modelo economicista y de racionalidad tecnológica en el que se ha subsumido la educación al afirmar que “el modelo industrial, la tecnología informática, el procesado de información y el pensamiento mercantil han penetrado con fuerza en la escuela y constantemente oímos a teóricos y administradores educativos que utilizan estos modelos para definir la práctica de la educación”70. Los sentimientos de proximidad al otro, de pertenencia a una comunidad, la actitud para acoger y compartir, el reconocimiento ético del otro se tornan contenidos extraños, ajenos a los planes de una escuela pensada para el éxito profesional. Y, sin embargo, nunca debemos apartar de nuestro objetivo una escuela con rostro humano. Basta que los alumnos encuentren a un solo profesor en su centro que sea para ellos acogida y acompañamiento. Él será el rostro humano que necesitan en el proceso de construcción de su proyecto de vida. “Nuestra época no se define por el triunfo de la técnica por la técnica, como no se define por el nihilismo. Es acción para un mundo que viene, superación que requiere la epifanía del Otro”71. Ayudar a encontrar el sentido ético a la propia existencia, en medio de la incertidumbre que ineludiblemente le acompaña, es una tarea de la educación. Y el sentido ético no se puede encontrar en el aislamiento del yo, encerrado en sí mismo, sino en la apertura al otro, en su llamada indeclinable a hacernos cargo de él. Acoger, hacerse cargo del otro es el modo en el que se plasma la tarea de educar. Lo humano del hombre solo aparece cuando se renuncia al dominio sobre el otro, cuando la relación con el otro se traduce en servicio (diaconía): “Lo humano solo se ofrece a una relación que no es un poder”72. “Necesitamos una razón que se atreva a liberarse de la metafísica, una razón atenta al tiempo, a la materialidad de los cuerpos y al devenir de la historia, una razón sensible a los excluidos, no indiferente a lo quede fuera de su gramática, una razón solícita con la alteridad y con la exterioridad que dé cuenta de lo radicalmente otro”73.
Educar para acoger implica dejar a un lado una práctica educativa en la que todo está programado de antemano en el supuesto de tener controladas todas las variables que inciden en un proceso educativo. Tarea imposible. La acción educativa, desde la ética levinasiana, acontece siempre en un sujeto singular, único, y su respuesta es siempre única, singular y provisional. No es, por tanto, extrapolable a otros sujetos en situaciones análogas. No cabe, por tanto, hablar de “aprender” a acoger como si se tratara del aprendizaje de hábitos o competencias, como lo hace la “educación del carácter”. La ética levinasiana marca unos límites a la acción educativa que rompen con el modo predominante de entender y llevar a la práctica la educación en valores. Si bien desde la moral cabe la propuesta de actuaciones que posibiliten la discusión de dilemas morales o el aprendizaje de normas y hábitos virtuosos que ayuden a la convivencia social, desde la ética levinasiana solo cabe la creación de un clima educativo que favorezca la empatía y la sensibilidad ética hacia el otro. La ética levinasiana es contraria a la programación férrea de actuaciones concretas, porque la respuesta ética siempre es singular, vinculada al aquí y al ahora de cada individuo. La ética levinasiana exige desprenderse de todos los elementos “extraños” que desnaturalizan la acción educativa y que no tienen que ver con esa respuesta al otro en la situación concreta de su vida. Es una ética radical que conlleva “otro modo” de educar, más apegado a la escucha atenta al otro y a la sensibilidad ética para ponernos en su lugar que al discurso abstracto alejado de la urdimbre de la vida del educando. No hay, por tanto, estrategias o pautas concretas para acoger, aplicables a sujetos distintos en situaciones análogas. La aventura y el riesgo acompañan siempre a la acción educativa mientras tengamos presente la condición humana del sujeto de la educación que se resiste a ser tratado como objeto de laboratorio.
En la educación siempre estamos en deuda con el otro, no podemos invocar el “deber cumplido” porque “cuando digo “cumplo con mi deber” no estoy nunca liberado frente al otro”74. La ética levinasiana obliga al educador a una constante referencia al otro de quien recibe legitimidad como punto de partida y punto de llegada en la acción educativa. “Pasar a la otra orilla”, instalarse en el otro, en su realidad histórica, es la seña de identidad de la educación como acogida que la distingue de un discurso ajeno a la experiencia de vida de cada educando. Y sin acogida al otro en su realidad no imaginaria, habrá discurso, pero no educación. Se hace indispensable que la vida de cada educando entre de lleno como contenido material de la educación, liberando a los procesos educativos del reduccionismo psicológico que, hasta ahora, le ha acompañado. Desde la ética levinasiana se entiende que educar es un compromiso ético con el otro, es decir, un hacerse cargo de él. La pedagogía exige una reflexión profunda “no solo sobre la vida dentro del aula sino también sobre lo que sucede en el contexto social e histórico en el que necesariamente deben insertarse la acción y el discurso pedagógico para que la vida real entre en el aula”75. La pedagogía que necesitamos hoy debe basarse más en la importancia del otro, en su existencia histórica.