Introducción
La crítica o la racionalización de la naturaleza
El eje central de mi curso sobre la ecosofía es el proceso de racionalización de la naturaleza. Trato de enseñarles cómo, en un largo proceso histórico, que según Max Weber no empezó con la modernidad, sino con las religiones monoteístas, nosotros los humanos fuimos, en una escala progresiva, racionalizando el mundo. ¿Y de qué se trata al final esa racionalización? Se trata de un desencantamiento del mundo, continuando con las palabras de Weber. Es decir, se trata de expulsar de aquel mundo todas las fuerzas misteriosas, todo aquello que es incontrolable, mágico, espiritual. Pensando con Guattari, se trataría de una desvitalización, esto es, quitar del mundo su fuerza vital, su exceso, su carácter incontrolable. Mircea Eliade lo analiza muy bien en términos de «sagrado» y «profano». Lo sagrado se manifiesta siempre como una realidad de un orden totalmente diferente al de las realidades naturales. En su libro de 1917, Lo sagrado, Rudolf Otto trata de entender los aspectos de esa experiencia religiosa que es terrorífica e irracional. Como afirma Mircea Eliade (1981):
Otto descubre el sentimiento de espanto ante lo sagrado, ante ese mysterium tremendum, [...] donde se despliega la plenitud perfecta del ser. Otto designa todas estas experiencias como numinosas (del latín numen, «dios»), como provocadas que son por la revelación de un aspecto de la potencia divina. Lo numinoso se singulariza como algo radical y totalmente diferente: no se parece a nada humano ni cósmico; ante ello, el hombre experimenta el sentimiento de su nulidad, de «no ser más que una criatura», de no ser, para expresarse en las palabras de Abraham al dirigirse al Señor, más que «ceniza y polvo» (Génesis XVIII:27) (p. 9).
En un mundo sagrado, toda la naturaleza puede revelar lo divino. Todo el cosmos puede convertirse en una hierofanía, es decir, todos los objetos pueden convertirse en otra cosa, sin por eso dejar de ser lo que son. Una piedra es todavía una piedra, aunque pueda también revelar algo del orden de lo sagrado. Tenemos, por lo tanto, un mundo dotado de vida, de espíritus, de dioses. Un mundo desde luego muy peligroso, donde tenemos que estar a todo tiempo negociando con esas fuerzas divinas. La realidad es por excelencia sagrada, no hay nada de la esfera de lo irreal o imaginario en esas concepciones; todo lo contrario, lo real, el ser de las cosas, pertenece a esa dimensión sagrada. Encontramos ese tipo de concepción en diferentes culturas, como entre los griegos «arcaicos», es decir, aquellos de los poetas y oráculos, donde la naturaleza se explicaba por las fuerzas divinas; en cada sector de la vida obraba un Dios: Deméter en la agricultura, Poseidón en el mar, Afrodita en el amor, Ares en la guerra, Artemisa en la caza, y así en adelante. Con los presocráticos encontramos un cambio a una explicación ya más racional de la naturaleza. Estamos en un momento de transición en el que todavía hay mitos; no obstante, estos filósofos buscan una explicación racional de la naturaleza, más allá de una explicación divina. Se llamará arché ese principio racional en la naturaleza. Para Tales de Mileto, ese principio era el agua, «aquello de lo cual derivan todas las demás cosas. [...] lo húmedo (τὸ ὑγρόν) es para Tales el estado originario a partir del cual se ha desarrollado el mundo múltiple, y es también la base permanente de su ser» (Tomar Romero, 2021, p. 172). Una naturaleza ya no explicada por Gaia, Eros, Caos, sino por un principio lógico (logos). Para Tales, ese principio era el agua, para Anaximandro era el ápeiron, para Anaxímenes era el aire. Vemos ahí un paso de una concepción mítica a una concepción lógica. El universo pasa del caos a un cosmos, pasa de ser un gobierno de caprichosos dioses para convertirse en un cosmos ordenado según las leyes de la naturaleza. Y eso va a consolidarse sin duda con las filosofías de Platón y Aristóteles. Si damos un salto en la historia y vamos al cristianismo, aunque se trata de una religión, la concepción de la naturaleza no es una concepción sagrada, tal como he mencionado. Ya tenemos explícitas en el cristianismo las condiciones para una actitud expoliadora de la naturaleza. Como afirma Pablo Rolando Cristoffanini (2017) en su artículo «Cristianismo y naturaleza: de la ideología legitimadora a evangelios verdes»:
Las narrativas de la creación judeo-cristiana son especiales: un todopoderoso y amoroso creador que gradualmente crea la luz de la oscuridad, las plantas, los árboles y finalmente a Adán y a Eva. El cristianismo en su versión occidental constituye la religión más antropocéntrica que el ser humano ha visto. Nada en la creación tiene otro objetivo que servir a los humanos, que han sido creados a imagen y semejanza de Dios (p. 25).
Tenemos una separación tajante entre humanos y el resto de la naturaleza, y un Dios ausente de la naturaleza. Dios no se presenta en la Tierra; no hay, como en las religiones griegas precristianas (así como de diversos pueblos originarios de América y otros lados), dioses que personifican a las fuerzas de la naturaleza. Cuando tenemos un Dios trascendente, vaciamos a la naturaleza de poderes, y la vaciamos también de significado en sí. Es el hombre, ayudante de Dios, quien da sentido a la materia. La creación entonces se vuelve sinónimo de cultura humana.
Damos un paso más allá en la historia, hasta llegar a la gloriosa modernidad. Momento en que el hombre recupera la confianza en sí mismo y ahora, viendo que asciende socialmente, cuestiona la jerarquía cósmica y social aristotélica que fue reafirmada por el cristianismo. Un cambio radical de paradigma que tiene un pilar fundamental: la conquista y transformación de la naturaleza. Francis Bacon, uno de sus emblemáticos representantes, defendió un nuevo método científico llamado la interpretación de la naturaleza, donde el hombre puede por fin hacer una ciencia práctica a fin de mejorar y transformar su vida. Bacon critica la tradición científica aristotélica al afirmar que no era capaz de realizar nuevos hallazgos; en vez de estar discutiendo quién tenía la razón, en vez de estar especulando por las causas primeras y finales, y en vez de mantener el saber como algo privado, la intelectualidad científica debería ser una red de cooperación dedicada a estudiar a la naturaleza y encontrar sus leyes, para así poder modificarla en provecho de la mejoría de la sociedad. Descartes sigue los pasos de Bacon, no tanto en la defensa de una ciencia experimental, sino en la defensa de un método científico capaz de llegar a ideas claras y distintas. Descartes es mucho más idealista que Bacon, instaura como primera certeza el cogito para a partir de esa primera verdad incuestionable llegar a una verdad del mundo exterior; a saber, que lo que no es res cogitans es una pura extensión. El cuerpo, la naturaleza, el cosmos, todo que no es el Yo pensante, es pura materia en movimiento que puede ser calculada. Los animales, plantas, minerales e incluso el cuerpo humano son tal como un reloj: no sienten y están compuestos de partes que pueden ser separadas y estudiadas separadamente. Descartes nombró su teoría de mecanicismo. El universo es simple, lógico y coherente, y podemos conocer sus leyes por medio de cálculos, por medio de las matemáticas; el mundo se torna algo puramente cuantitativo, no tiene ninguna cualidad, es sin olor, sin sabor, sin color; la naturaleza se torna un mundo opaco y silencioso que es puramente un entrechocar de materia, sin finalidad o motivo.
En ese inicio de la modernidad la naturaleza se vuelve el blanco principal para que el hombre se emancipe. Había una utopía vigente, según la cual este, al conocer, conquistar y dominar la naturaleza, transformaría su vida para mejor: sería el fin de todos sus males. Ese ideal utópico va a atravesar todos los siglos XVII, XVIII y XIX, hasta culminar en el positivismo de Augusto Comte; quien, con su lema «orden y progreso», pensaba en un progreso natural de las sociedades, es decir, en un proceso según el cual las sociedades evolucionan naturalmente de una sociedad teológica, a una metafísica y, finalmente, a una científica; así como nosotros vamos en una línea recta de la infancia, a la adolescencia, a la adultez, las sociedades también tienen estas etapas que avanzan solamente en una dirección.
Todo eso cambia en el siglo XX, siglo que el historiador Eric Hobsbawm llamó «la era de los extremos» (1995), aunque son los pensadores del siglo XX quienes denuncian las ilusiones de la modernidad y el fin de los metarrelatos, así como los hijos monstruosos de la razón, el nazismo y el fascismo. Al final del siglo XIX tenemos la perspicacia de Nietzsche, quien ya anunciaba la catástrofe por venir. En su libro sobre el pensador alemán, Deleuze (2000) subraya un extracto del texto Schopenhauer, educador:
Nunca fue el mundo más mundo, nunca fue tan pobre en amor y bondad. Los estamentos cultos han dejado de ser faros o asilos en medio de toda esa mundanal inquietud; ellos mismos devienen cada día más inquietos, más carentes de ideas y de amor. Todo sirve a la barbarie venidera, el arte y la ciencia factuales inclusive (p. 69).
Y en un llamado desesperado por una posibilidad existencial, Nietzsche escribía en Así habló Zaratustra:
¡Mirad, yo os enseño el superhombre! El superhombre es el sentido de la Tierra. Diga vuestra voluntad: ¡sea el superhombre el sentido de la Tierra! ¡Yo os conjuro, hermanos míos, permaneced fieles a la Tierra y no creáis a quienes os hablan de esperanzas sobre terrenales! Son envenenadores, lo sepan o no. Son despreciadores de la vida, son moribundos y están, ellos también, envenenados, la Tierra está cansada de ellos: ¡ojalá desaparezcan! En otro tiempo el delito contra Dios era el máximo delito, pero Dios ha muerto y con Él han muerto también esos delincuentes. ¡Ahora lo más horrible es delinquir contra la Tierra y apreciar las entrañas de lo inescrutable más que el sentido de la tierra! (Nietzsche, 2011, p. 47).
Qué mal interpretado fue el superhombre... Para empezar, en algunas traducciones al español hay un error, ya que no deberíamos hablar de un superhombre, sino, como sugieren algunas versiones alternativas, de un ultrahombre. Figura anunciada por Zaratustra que, como podemos ver por la cita anterior, está más cerca de un indígena que valoriza a la Tierra que de un nazi que cree en una raza superior. Nos habla del sentido de la Tierra y hace una advertencia: ¡no crean en quienes nos hablan de las esperanzas sobre terrenales, son moribundos! Esa cita de Nietzsche me recuerda lo que dijo el filósofo indígena brasileño Ailton Krenak:
Creo que esa ilusión de una casta de humanoides que detiene el secreto del santo grial, que se atasca de riqueza mientras aterroriza el resto del mundo, puede terminar colapsando. Tal vez un indicio más reciente sobre eso sea aquella historia de los multimillonarios que están construyendo una plataforma fuera de la Tierra para ir a vivir, qué sé yo, en Marte. Deberíamos de decir: «¡vayan pronto y olvídense de nosotros acá!». Deberíamos dar un pase libre para ellos, para los dueños de Tesla, de Amazon. Pueden dejar la dirección que después les mandamos suministros (Krenak, 2020, p. 9).
Regreso al siglo XX. Fue con los teóricos de la escuela de Frankfurt que la denuncia a la razón instrumental se hizo todavía más aguda. En Dialéctica de la Ilustración, Adorno y Horkheimer se preguntan cómo es posible que aquello que empezó como un proyecto de emancipación haya terminado en una catástrofe como fue el nazismo. El nazismo y el fascismo, a su criterio, eran resultados del proyecto moderno. Hitler no era un lunático que engañó a la población alemana, se apoyaba en la razón, en la ciencia y en el arte. Para estos autores, el esclarecimiento puede ser totalitario, ¡el deseo de conocer y dominar todo! Y una vez que dominamos la naturaleza, estamos a un paso de un proyecto de dominar a otros humanos. ¿Dominar o eliminar? Para Horkheimer, el ideal de emancipación social fue sustituido a partir de la industrialización, del capitalismo, por un ideal científico de mero registro, clasificación y generalización de los fenómenos. Aunque sea indiscutible que la ciencia fue muy útil para su aplicación a la industria, no podemos decir lo mismo en términos de una aplicación a un progreso social.
La clínica o las líneas de fuga
Si el problema en la primera mitad del siglo XX era el de las guerras mundiales, de la barbarie de ciertas naciones contra otras, o incluso la amenaza del fin del mundo por la bomba atómica, en la segunda mitad del siglo XX e inicios del XXI otra amenaza se suma a estas. Desde luego que las guerras no acabaron, desde luego que pueblos siguen queriendo eliminar a otros pueblos y que la bomba atómica todavía es posible. Pero parece ser que hoy la teoría crítica en su amplio espectro tiene que enfrentar un problema inédito: la inminente catástrofe planetaria. Dicho escenario apocalíptico nos obliga a repensar nuestros aparatos conceptuales, que parecen actualmente insuficientes. Y es eso lo que va a hacer Guattari a finales de los años 80. Como buen inventor de conceptos que era, en su libro Las tres ecologías formulaba una propuesta ecosófica, que buscaba ir más allá de una ecología única, al plantear que el cuidado que debemos tener no se limita a aquellos que llamamos «naturaleza», sino que debe incluir todas las dimensiones de la vida: por eso, debemos hablar de muchas ecologías: mental, social y ambiental. Todas esas ecologías entran bajo el concepto de ecosofía. En el libro publicado recientemente por Stéphane Nadaud bajo el título ¿Qué es la ecosofía?, contamos con diferentes artículos de Guattari sobre ese problema.
[Yo] Llamo ecosofía tal enlace de la ecología ambiental, de la ecología científica, de la ecología económica, de la ecología urbana y de las ecologías social y mental, no para englobar todos esos abordajes ecológicos heterogéneos en una misma ideología totalizante o totalitaria, sino para señalar por el contrario la perspectiva de una elección ético-política de la diversidad, del diseño creador, de la responsabilidad respecto de la diferencia y de la alteridad (Guattari, 2015, p. 31).
Guattari no está solo en ese proyecto, aliados no le faltan. Cito a algunos de ellos: Arne Næss -así como Fritjof Capra- propone, antes que Guattari, una ecosofía o ecología profunda, una visión ecológica holística donde el mundo es un todo integrado, y no partes discontinuas (visión mecanicista)1; tenemos también las obras de James Lovelock y Lynn Margulis, que hablan de esa coparticipación entre vida y mundo e introducen la hipótesis Gaia de un sistema autoequilibrado entre los vivos y el planeta. No podemos olvidar en esta lista a Humberto Maturana y Francisco Varela, que introdujeron el concepto de autopoiesis para pensar la vida que se autogestiona como proceso infinito de creación; recientemente, además, tenemos las tesis de Bruno Latour, referidas a que la realidad de las cosas depende de nuestros modelos de conocimiento y que las pretensiones de la modernidad son una ilusión; y, por último, cabe nombrar a dos amigas de Latour, Isabelle Stengers y su teoría de una Gaia enfurecida e incontrolable, y Donna Haraway, con su libro reciente Seguir con el problema, donde nos regala el concepto de Chthuluceno, en combate a los nihilismos de los términos Antropoceno o Capitaloceno.
Una de las reformulaciones que se destaca en todas estas teorías apenas citadas es aquella que busca resignificar las relaciones entre seres humanos y naturaleza, los seres vivos y su mundo. Contra un dualismo rígido que separa la naturaleza de lo humano, las teorías ecosóficas sostienen una relación de porosidad, integración, complicidad, entre la Tierra y sus habitantes. La Tierra pasa de ser considerada desde un punto de vista objetivado -recurso a ser explotado- a ser considerada un ser vivo o un entramado de relaciones vivas codependientes que debe urgentemente ser cuidado.
Un excelente libro para pensar el problema del fin del mundo impuesto por el Antropoceno es ¿Hay mundo por venir? Ensayos sobre los miedos y los fines, firmado por el antropólogo brasileño Eduardo Viveiros de Castro y la filósofa, también brasileña, Déborah Danowski. En este libro de ensayos, Castro y Danowski hacen una especie de inventario de las ideas contemporáneas, sean filosóficas, tecnológicas, literarias, audiovisuales o etnográficas, que problematizan el fin del mundo antropocénico. Hay quienes conciben un mundo sin nosotros, ya sea en el pasado o en el futuro; hay quienes dicen que solo puede haber mundo futuro (el mundo inorgánico o de los demás seres vivos) sin nosotros; hay quienes creen que la tecnología va a resolver todo, así como hay aquellos que creen que ya es demasiado tarde.
Una de las interpretaciones problemáticas de Deleuze y Guattari, denunciadas en dicho libro, es aquella que considera a estos autores entusiastas de la tecnología. Debido a su famoso concepto de maquínico o máquinas, algunas lecturas -como las de Nick Land, Alex Williams, Nick Srnicek- podrían hacer de ellos aceleracionistas. Un gran error e injusticia con estos autores, pues se olvidan de que lo maquínico no es la tecnología, sino el funcionamiento del deseo, de la vida, de la naturaleza.
Desde la visión aceleracionista, cierto mundo que ya terminó debe terminar definitivamente. Debemos acelerar todavía más la producción, en una interpretación de lo que los filósofos de Mil mesetas decían sobre la desterritorialización absoluta: «poner la máquina capitalista en overdrive, acelerar la aceleración que la define, potencializar la destrucción creadora que la mueve hasta que termine por autodestruirse y nos recree (en) un mundo radicalmente nuevo. Después del apocalipsis, el Reino» (Danowski y Viveiros de Castro, 2019, pp. 101-102). Los enemigos del aceleracionismo son los ambientalistas que sueñan con un regreso al pasado, con un regreso a condiciones menos artificiales de existencia. Uno de los críticos a las posturas ecologistas es Alain Badiou, quien considera los movimientos ecologistas son de carácter reaccionario: una religión del miedo. Para estos pensadores, es como si tuviéramos que elegir entre el animal que fuimos y la máquina que seremos.
En 2013, Alex Willians y Nick Srnicek publicaron su «manifiesto aceleracionista», que tuvo cierto éxito en la blogosfera; en tal texto, los autores defienden
«una política prometeica de máximo dominio [mastery] sobre la sociedad y su entorno» como la única forma de derrotar al Capital. Esa mastery tiene por objeto «preservar las conquistas del capitalismo tardío», evitando «destruir la base material del neoliberalismo» (Danowski y Viveiros de Castro, 2019, pp. 105-106).
Isabelle Stengers, autora de las tesis sobre la «intrusión de Gaia», cuando fue cuestionada en una entrevista sobre la oposición entre su tesis sobre la cosmopolítica y las tesis del manifiesto aceleracionista, responde: «me niego a contrastar Cosmopolíticas, sean cuales fueran sus insuficiencias, con esa basura: ellos son cerdos chauvinistas, y punto. Solo lamento el hecho de que están mancillando la memoria de Félix Guattari» (Danowski y Viveiros de Castro, 2019, p. 106).
¿Si no es la tecnología aquella que nos va a salvar del apocalipsis planetario, dónde están las salidas? Creo que, si pensamos otra vez con Guattari, el cambio viene de una mutación subjetiva radical de nuestros valores. Como sabemos, él no era nihilista; así que, sí estamos todavía acá, hay tiempo, hay posibles. En un artículo publicado en ¿Qué es la ecosofía? (2015), dice:
Hay una suerte de carrera en velocidad entre la conciencia colectiva humana, el instinto de supervivencia de la humanidad y un horizonte de catástrofe y de fin del mundo humano en el plazo de algunos decenios. Perspectiva que a la vez vuelve a nuestra época muy inquietante pero también apasionante, puesto que los factores ético-políticos adquieren con esto un relieve que jamás han tenido antes en el curso de la historia (p. 38).
Es, pues, la urgencia de nuestro presente que puede activar una máquina revolucionaria nunca vista. Me gustaría plantear, por último, una alianza del pensamiento de Guattari y su propuesta de cambio radical de valores y mentalidad con el pensamiento de pueblos originarios. Más allá de la tecnología, nuevas alianzas con la Tierra. Quisiera brevemente presentar a dos pensadores, sobrevivientes, militantes brasileños, que siguen una lucha que se arrastra por más de 500 años. El primero es Ailton Krenak, autor de libros como Ideias para adiar o fim do mundo, A vida não é útil e O amanhã não está a venda. El escritor pertenece al pueblo Krenak, los cabezas de tierra2, hoy ubicados el estado de Minas Gerais en Brasil; quienes, además de toda la persecución que su pueblo ha tenido en los últimos cinco siglos, hoy viven en una región donde el río que les alimenta -el río-abuelo, como lo llaman- está completamente contaminado por los residuos de la minería, debido a que varias catástrofes ambientales recientes han roto las barreras que los contenían. Estas catástrofes tuvieron una magnitud que ha devastado el río, así como poblaciones, vegetaciones, ciudades e incluso arrecifes, pues, aunque el estado de Minas Gerais no tenga litoral, todo río termina en el mar. En sus escritos, Krenak denuncia esos conceptos vacíos de «humanidad», progreso, ciencia e instituciones. Por experiencia, sabe que las instituciones bien consolidadas en el siglo XX, como el Banco Mundial, la Organización de los Estados Americanos (OEA), la Organización de las Naciones Unidas (ONU) o la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, Ciencia y Cultura (Unesco), son fachadas que pactan con una inmensa exclusión y depredación capitalista. En su ensayo Ideas para posponer el fin del mundo, narra cuando quisieron construir una reserva de la biosfera en una región de Brasil y tuvieron que justificar a la Unesco por qué era importante detener la minería. «Para esa institución, es como si bastara mantener solamente algunos lugares como muestra gratis de la Tierra» (Krenak, 2019, p. 8).
Otro pensador que me gustaría mencionar es Davi Kopenawa, chamán y uno de los portavoces más conocidos del pueblo Yanomami, quien recientemente escribió A queda do céu (La caída del cielo), una obra prima contraantropológica junto al etnógrafo Bruce Albert. Ese libro de casi 800 páginas, publicado primero en francés y después en portugués, es un escrito etnográfico y biográfico de Kopenawa, en el cual encontramos una detallada narrativa de la cosmovisión Yanomami, así como la historia de cómo Davi perdió su familia por las enfermedades que llegaron con los blancos, cómo vivió entre los blancos por muchos años y cómo redescubrió su persona Yanomami con las enseñanzas chamánicas. El libro también relata toda la historia de violencia y destrucción que han sufrido en estos siglos de conquista. Y más: trae un análisis sobre ese ser blanco en una especie de contraetnografía «astuta y sarcástica», en las palabras de Viveiros de Castro, autor del prólogo del libro publicado en portugués. Para Bruce Albert, encontramos en este escrito una «crítica chamánica de la economía política de la naturaleza» (Kopenawa y Albert, 2015, p. 27). Los Blancos (napë = enemigos)3 son espíritus caníbales que se olvidaron de sus orígenes y cultura, son aquellos que solo sueñan consigo mismos, con las mercancías, o con lo que dibujan en pieles de papel (escritura). Son, en las palabras de Kopenawa, el pueblo mercancía. Están encerrados en ese sí mismo narcisista, completamente desconectados del mundo y la vida. Una completa inversión de las acusaciones modernas al animismo, pues si para los modernos, el animismo -concepción según la cual el mundo está vivo y poblado de espíritus- es una proyección del ego sobre el cosmos, para los Yanomamis son los modernos, o herederos de esa modernidad, quienes no logran ver más que simulacros de sí mismos en el espacio de verdad y exterioridad que es el sueño.
Puede decirse de nosotros, entonces, lo que dice el narrador de los malos cazadores yanomamis, esos que suelen quedarse con las presas que matan (y por eso los animales las evaden), que «a pesar de tener los ojos abiertos, no ven nada». De hecho, si las profecías justificadamente pesimistas de Davi se hacen realidad, solo comenzaremos a ver algo cuando no haya nada más que ver. Entonces podemos, como el poeta, «evaluar lo que hemos perdido» (Kopenawa y Albert, 2015, p. 14).
Como afirma Viveiros y Danowski (2019) en su libro, es posible que estos pueblos tengan mucho que enseñarnos sobre el fin del mundo, pues el apocalipsis llegó para ellos hace ya unos cuantos siglos. Haciendo una analogía con la película Melancolía, de Lars von Trier, el encuentro del Viejo con el Nuevo Mundo es como el choque con el planeta Melancolía o, mejor, el planeta Mercancía.
En materia de concursos de apocalipsis, es cierto que el genocidio americano de los siglos XVI y XVII -la mayor catástrofe demográfica de la historia hasta el presente, con la posible excepción de la peste negra- causado por el choque con el planeta Mercancía siempre tendrá garantizado su lugar entre las primeras posiciones, por lo menos en lo que concierne a la especie humana, e incluso si considerarnos las grandes posibilidades futuras de una guerra nuclear o del megacalentamiento global (p. 190).
Conclusión
Sea desde una perspectiva ecosófica de los pensadores occidentales, formados en las academias científicas o filosóficas, sea desde la perspectiva de los pueblos originarios de América, encontramos nuevas herramientas conceptuales para lidiar con nuestro presente y porvenir antropocénico. Ambas líneas de pensamiento parecen coincidir en la ingenuidad de aquellos que creen que la solución vendrá «de la tecnología y del capitalismo». Como subraya Isabelle Stengers en su libro In catastrophic times. Resisting the coming Barbarism, y, tal como lo decía también Guattari, la idea de un capitalismo verde es un absurdo; si el capitalismo se interesa por el problema ambiental, por la producción de sistemas más autosustentables o energías alternativas, es con la finalidad de lucrar con esto. La intrusión de Gaia, en su real consideración, debe corresponderse con un freno en el crecimiento económico, con cierta limitación del mercado y sus acciones, sus explotaciones, y ya sabemos que esto es intocable. El capitalismo no va responder por los daños a Gaia, jamás frenará su máquina de producción financiera: esto no pertenece a su naturaleza. Hay una triple alianza de captura que la autora encuentra entre la figura del Empresario, el Estado y la Ciencia; captura que nunca es responsable por sus consecuencias. El capitalismo no da respuesta, no es lo suyo. Por su parte, la clase política no logra responder a los problemas que tenemos en nuestras vidas ni garantizar las condiciones mínimas de existencia digna; y lo que Stengers complementa es que la clase científica, la Ciencia con mayúscula, tampoco puede dar respuestas ni debería, ya que esta se encuentra también atrapada en el funcionamiento capitalista, al ser dependiente de las industrias privadas, de los financiamientos, etc.
Somos nosotros los que debemos crear las respuestas. Y crear es realmente fabricar, más que respuestas, las mismas cuestiones. Es este poder el que nos han quitado, que nos quieren quitar y es considerado subversión: que nosotros nos metamos donde no somos llamados. Que tratemos de construir los problemas, no aceptar respuestas. Se trata de una experimentación. Nadie necesita ser guiado, no necesitamos un poder pastoral fallido. Hay que crear un nosotros que sea capaz. Un nosotros que considere también las demás especies, lo inhumano, animal, vegetal, mineral, etc. Un nosotros que recupere su capacidad de cuestionar, es decir, de pensar y sentir, y que puede formular sus propias cuestiones de acuerdo con los problemas que le afecten. Un nosotros que, desde luego, no es una generalidad abstracta sino localidades, varios nosotros. Un tipo de agenciamiento, de micropolítica colectiva, de relaciones de resistencia que promuevan principalmente un cambio en la percepción, que se haga percibir como intolerable el proceso de racionalización capitalista.
¿Qué hay que evitar en el camino? Todo tipo de idea que conduzca la impotencia (no había de otra..., no teníamos otra opción, la ley del mercado no puede ser alterada), toda creencia ciega en la ciencia y los saberes «oficiales», la ilusión de que el progreso sanará las consecuencias de sus desarrollos en la Tierra, de que este proceso pasará quién sabe cómo, etc. ¿Qué se puede hacer? Todo pasa por una pragmática, por un acto de creación colectiva, como para la instauración de una nueva sensibilidad que logre actualizarse suficientemente a modo de cuestionar los modos de vida capitalista y las leyes del mercado. Stengers desarrolla algunos ejemplos, tal como la situación de prohibición de los OGM en Europa y la movilización social que generó el tema, los consejos o jurados ciudadanos que se formaron para justamente pasar a lo público aquello que es público, aquello que es un problema común a todos: el futuro común.
Lo que sugiere Stengers, y es una continuación de las propuestas ecosóficas de Guattari, es justamente una recuperación de la política. Haciendo una diferenciación entre gobernanza y política, ella dice que el capitalismo es un sistema de gobierno, y en cuanto gobierno, gestiona; gestionar es justamente evitar que la producción de capacidades colectivas se involucre con cuestiones que afectan el futuro común y en las cuestiones que están siendo formuladas. La política, o el sistema político, es justamente la responsabilidad colectiva con el futuro, nuestro y de las demás especies, que el gobierno capitalista trata de capturar.
Tenemos que recuperar lo que la autora destaca y desarrolla como el arte de tener cuidado, el pharmakon, aquello que el capitalismo -al ser la instauración de un derecho de no tener cuidado- ha negado desde su misma «esencia». El arte de tener cuidado es justamente un arte porque tiene que aprender a dosificar. No se trata de negar aquello que es irracional, aquello que no está probado, porque los riesgos no pueden ser privados hasta que acontecen. Esta es la actitud que niega la idea del pharmakon, del importante cuidado con la dosificación, pues un mismo material puede curar o puede envenenar. Es en la experimentación que podemos, desde luego, con todos los riesgos de envenenamiento, encontrar curas, en plural; volver a apropiarnos de la capacidad creativa y política de la colectividad.
¿Es posible componer con Gaia un escenario donde sobreviviremos? Gaia sigue viva, siempre, con los microorganismos. Gaia es más allá del organismo, es un cuerpo sin órganos. Nosotros, si no nos recomponemos como agenciamiento, si no creamos nuevas percepciones, nuevas maneras de relacionarnos con aquello que consideramos objeto, cosa, tierra, irracionales, nuevas maneras que no sean de explotación, de captura, de lucratividad, poca chance tenemos de escapar a la barbarie de lo inevitable, al proceso irreversible, a la extinción de nuestra especie y tantas otras.
Esta nueva percepción, desde luego, no es universal, no se siente igual, no se trata de unirse a una causa universal. Se trata de que cada quien, en su territorio, en su común, en su espacio de acción, resuene con las diferencias de otras producciones, científicos, usuarios, filósofos, artistas, etc. Lo que une estas prácticas tan lejanas, Stengers y Kopenawa, no es una causa única, sino un arte de tener cuidado, una pragmática que, al desplazar al hombre y a la razón de su lugar privilegiado, al dar lugar a la intrusión de la irracionalidad, de la naturaleza en su más enfurecida forma, trata de componer otra vez con ella, de tratarla «como los chamanes y pajés brasileños» con todo cuidado, para que ella nos tolere una vez más.
Que no me pregunten qué «otro mundo» será posible, quien se haya vuelto capaz de contemporizar con ella. La respuesta no nos pertenece, pertenece a un proceso de creación cuya terrible dificultad sería insensato y peligroso subestimar, pero que sería suicida considerar imposible. No habrá respuesta si no aprendemos a acoplar lucha y compromiso en ese proceso de creación, tan vacilante y balbuceante como sea (Stengers, 2020, pp. 61-62).