Quien se adentre en las páginas del más reciente libro de Marcel Velázquez Castro, Cuerpos vulnerados. Servidumbre infantil y anticlericalismo en el Perú (1840-1920), no dejará de encontrarse con algunos de los rasgos más notorios de su sostenida producción académica: el diálogo entre la literatura y la historia, la indagación en un archivo decimonónico y de entresiglos largamente ignorado, la importancia de las visualidades para el campo periodístico y revisteril de la época y la mirada crítica y cuestionadora hacia las instituciones de poder. Son estas las coordenadas que han guiado a Velázquez Castro en sus trabajos anteriores, como El revés del marfil (2002), Las máscaras de la representación (2005), La mirada de los gallinazos (2013) e Hijos de la peste (2020), y son las que ahora le permiten desplazarse por episodios cruciales de nuestra vida republicana.
Es posible leer Cuerpos vulnerados como dos ensayos relativamente independientes, cuyo vínculo más firme es la investigación de los mecanismos sociales que posibilitaron el ejercicio de la violencia contra las infancias y las representaciones que sobre este tema surgieron entre 1840-1920. Así, el libro se estructura en dos largos capítulos. En el primero, Velázquez Castro se aboca al estudio del tráfico de niños -de origen primordialmente andino- con fines de servidumbre, un término amable para lo que en realidad fue una práctica que reprodujo formas agazapadas de esclavitud. En el segundo capítulo, se encarga del fenómeno del anticlericalismo peruano, un movimiento que congregó agentes intelectuales y redes revisteriles, el cual se enfrentó a la larga influencia de la Iglesia católica en el Perú y que, entre las muchas batallas que libró, fue la denuncia contra los abusos sexuales perpetrados por sacerdotes una de la más relevantes. Estos dos capítulos interactúan con un tercer apartado, un dossier iconográfico en el que se reproducen fotografías, caricaturas, dibujos y recortes de diarios y revistas, un repertorio ineludible de un período caracterizado por la germinal prensa de masas y las demandas de los nuevos lecto-videntes.
Para abordar el problema del tráfico de niños, Velázquez Castro recurre a una serie de textos e imágenes que constituye «la huella codificable de una migración forzosa del espacio rural al urbano de cuerpos vulnerables, vidas en tránsito entre los residuos coloniales y las emergentes promesas de igualdad republicana» (p. 27). La extracción de niños de las comunidades a través de fórmulas pseudolegales, negociaciones desiguales o raptos violentos garantizó una provisión de cholitas y cholitos para satisfacer los requerimientos de las clases altas urbanas, fundamentalmente limeñas. Aunque destinados al servicio doméstico, al acompañamiento de otros niños y a la realización de labores menores dentro del hogar, la tenencia de niños indígenas constituía, simultáneamente, un simulacro de distinción, una presencia que permitía alimentar la «fantasía del pongo» (p. 22) entre las nuevas élites; en suma, se trataba de un recordatorio vivo de su posición social y un medio para tender lazos de amistad y clientelismo -los cholitos eran obsequios bien valorados entre las familias de clase alta-. La violencia simbólica que mediaba estas transacciones -los niños eran frecuentemente exotizados, deshumanizados y sometidos a humillación constante- se conjugaba con una violencia real, pues los cuerpos infantiles recibían maltrato físico que llegaba a momentos de crueldad extrema y, en el caso de las niñas, gravitaba también la posibilidad de agresiones sexuales, por lo que eran frecuentes las fugas. En efecto, una de las fuentes de Velázquez Castro son los avisos publicados en el diario El Comercio, en los que se anunciaba la pérdida de estos niños y, bajo compromisos de gratificación o amenazas de multa, se solicitaba su restitución -eran propiedades, objetos, no personas-.
Estas fugas son reinterpretadas por el autor como formas activas de resistencia, actos subversivos que permitían a los cuerpos fugados recuperar, aunque breve y precariamente, su libertad y autonomía. No obstante, este modo de resistencia no fue el único, ya que las fuentes consultadas evidencian que los aparatos de dominación encontraron a veces una oposición violenta, la cual promovió un imaginario de sublevación y de muerte del amo. El autor analiza las distintas facetas de un caso paradigmático: en 1916, Alejandrino Montes, un joven empleado doméstico de origen ancashino, asesinó a sus patrones tras soportar años de maltratos. Este crimen concitó el interés de la prensa durante varias semanas y se convirtió incluso en motivo de discusiones psiquiátricas, criminológicas y médicas. El primer capítulo cierra con un apartado de enorme fuerza evocativa en el que el ensayista explora pasajes de su propia historia familiar en busca de esas figuras furtivas y evanescentes, a saber: las empleadas domésticas, herederas reales del período estudiado. Su interpelación final nos obliga a repensar la posición de estas trabajadoras en el Perú de nuestros días.
Velázquez Castro afirma, en el segundo capítulo, que entre los siglos XIX y XX existió una intensa actividad anticlerical, de la cual solo se suelen rescatar algunas figuras ineludibles como la de Manuel González Prada. Se trata de una reducción que, sin duda, deja de lado la compleja red de políticos liberales e intelectuales de variadas tendencias -indigenistas, positivistas, librepensadores y anarquistas- que convergieron no solo en su oposición al poder de la Iglesia y su control social e ideológico, sino también en «una firme voluntad de entronizar la razón, la tolerancia de cultos, el matrimonio civil, la escuela laica: una vida plena fuera de los ojos y oídos de la Iglesia católica» (pp. 131- 132). Para estos propósitos, los agentes intelectuales se valieron de diversos medios de expresión, entre los cuales Fray K. Bezón se erige como una de las principales tribunas del anticlericalismo peruano. En efecto, fue una revista que, a través de la escritura satírica y crítica, las caricaturas y las denuncias de las agresiones sexuales de sacerdotes contra niños, «contribuyó significativamente con el resquebrajamiento parcial del poder y la legitimidad social de la Iglesia en el Perú» (p. 143), y cuya influencia se materializó con el establecimiento de toda una red anticlerical (las revistas Don Giuseppe, La Sotana, Fray Simplón y Fray K. Derón, entre otras).
Naturalmente, estas arremetidas encontraron respuesta en distintas organizaciones y publicaciones periódicas católicas que rivalizaron con la prensa anticlerical, lo que, de acuerdo con el autor, es una muestra de que no se puede estudiar la prensa anticlerical sin la clerical (p. 207). No obstante, el estado de abierta beligerancia no se limitó al soporte escrito, sino que llegó a propiciar acciones concretas como, por ejemplo, la quema de libros en espacios públicos organizada por la Liga de San Roque, un contraataque que, si bien fue materialmente insignificante debido a la alta circulación de libros calificados como «malos y perniciosos», revestía un impacto simbólico y una activa toma de posición. Otros métodos tentados por la Iglesia para contener el influjo de las publicaciones y los agentes anticlericales fueron la censura eclesiástica -como la que sufrió la revista La Luz Eléctrica, otro de los artefactos culturales de la edad de oro del anticlericalismo- y la excomunión -por ejemplo, la de Francisco Chuquihuanca Ayulo, un caso sumamente comentado en la prensa-, cuyos efectos fueron también mínimos e incluso devinieron contraproducentes, toda vez que, por una parte, incrementaron la visibilidad de las publicaciones «impías» y, por otra parte, no contribuyeron a mellar realmente las huestes irreligiosas, pues estas lucían sus anatemas como verdaderos galardones. Pese a la existencia de episodios que suponen respuestas agresivas por parte del bando anticlerical -como el incendio del convento de Ocopa en junio de 1900, atribuido a librepensadores huancaínos, o el apedreamiento del colegio Inmaculada y del templo de San Agustín en 1909-, Velázquez Castro concluye que:
[E]n el Perú los actos de mayor violencia (quema de “brujas”, apedreamiento de instituciones, intentos de linchamientos, acoso verbal, censuras, agresiones físicas, quema de constituciones, biblias protestantes, revistas, libros y efigies) fueron desarrollados mayoritariamente por pobladas católicas, instigadas por sacerdotes contra anticlericales, protestantes o adventistas, todos adversarios de la Iglesia. (p. 200)
Ahora bien, un acierto de Cuerpos vulnerados es la puesta en relieve de las trayectorias de Mercedes Cabello de Carbonera, Sara A. Bullón, Clorinda Matto de Turner, Margarita Práxedes Muñoz, Teresa González de Fanning y María Augusta Arana, mujeres que se involucraron en la lucha anticlerical y por la que sufrieron una represión aún más dura que la de los hombres. Aunque todas ellas vivieron distintas clases de persecución, censura y encierro en manicomios -como Mercedes Cabello y María Augusta Arana, esta última, un verdadero caso de patologización de la disidencia-, fue Clorinda Matto quien recibió las mayores heridas de la lucha anticlerical: su obra literaria propició las iras santas que la obligaron a renunciar a la dirección de la revista El Perú Ilustrado para ser posteriormente excomulgada y soportar la destrucción, por manos de hordas pierolistas -Matto fue defensora del gobierno del mariscal Cáceres-, de su casa y su imprenta, situación que la forzó a exiliarse del país. Paradójicamente, las victorias que obtuvo el movimiento anticlerical en la construcción de un estado laico -por ejemplo, la libertad de cultos, el matrimonio civil y el derecho al divorcio- fueron las que propiciaron su liquidación, pues el fervor anticlerical no pudo enfrentarse a los nuevos escenarios políticos, por lo que estos, sin órganos de difusión -el último número identificado de Fray K. Bezón data de abril de 1912- y hondamente mermados, «ya no fueron adversarios capaces de oponerse mediante la palabra impresa en el espacio público a esta creciente recristianización, promovida por la espada (Benavides, Odría) y la cruz» (p. 305).
Estas son solo algunas de las líneas argumentativas que Marcel Velázquez Castro ha desplegado en Cuerpos vulnerados, un texto fascinante, incómodo y ciertamente necesario para la comprensión de un período arduo de nuestra historia. Hoy que una sospechosa preocupación por las infancias ha sido instrumentalizada por las capas conservadoras de la sociedad, hoy que el periodismo de investigación ha ayudado a desmantelar organizaciones religiosas que alentaban nuevas vías de control ideológico y sometimiento corporal de niños y adolescentes, la presencia de este libro en el debate público se hace urgente.