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Boletín de la Academia Peruana de la Lengua

versión impresa ISSN 0567-6002versión On-line ISSN 2708-2644

Bol. Acad. peru. leng.  no.75 Lima ene./jun. 2024  Epub 11-Sep-2024

http://dx.doi.org/10.46744/bapl.202401.004 

Artículos

De la inexistencia del lenguaje a la narración del pathos: Ricœur y Henry en torno a la Experiencia Literaria

From the non-existence of language to the narration of pathos: Ricœur and Henry on Literary Experience

De l’inexistence du langage au récit du pathos: Ricœur et Henry autour de l’expérience littéraire

Cesare Aníbal Del Mastro Puccio1 
http://orcid.org/0000-0002-3855-2770

1Universidad del Pacífico, Lima, Perú c.delmastropuccio@up.edu.pe

Resumen:

En este artículo, se presentan y se comparan las concepciones del lenguaje que subyacen a la fenomenología de la experiencia literaria de Paul Ricœur y Michel Henry. Por un lado, mientras que la teoría de la recepción de Ricœur responde a la noción de correferencia que vincula el lenguaje con el mundo, Henry se concentra en el acto de creación basado en el proceso de coimpresión, en virtud del cual una palabra es vista y simultáneamente resuena de modo invisible en el escritor según determinadas tonalidades afectivas. Por otro lado, si el núcleo de la hermenéutica ricœuriana radica en que el seguimiento de la intriga narrativa configura la identidad del lector y relanza su acción en el mundo, la fenomenología henriana de la vida sostiene que toda comprensión de uno mismo y toda relación con el otro están precedidas por la equivalencia más radical entre narración, pathos del sufrimiento y pathos del gozo. Este recorrido conceptual tiene como objetivo proponer, en la conclusión del artículo, una «hermenéutica de la vida» en cuanto marco teórico para el análisis de textos literarios cuyas figuras del afecto y de la fuerza vitales superan el modelo tradicional de la representación.

Palabras clave: hermenéutica; fenomenología del lenguaje; fenomenología de la experiencia literaria; Paul Ricoeur; Michel Henry

Abstract:

In this paper, the conceptions of language underlying Paul Ricœur’s and Michel Henry’s phenomenology of literary experience are discussed and compared. On the one hand, while Ricœur’s theory of reception responds to the notion of co-reference that links language to the world, Henry concentrates on the act of creation based on the process of co-impression, by virtue of which a word is seen and resonates in the writer invisibly according to certain affective tonalities. On the other hand, if the core of Ricœurian hermeneutics lies in the fact that the follow-up of the narrative intrigue shapes the reader’s identity and relaunches his action in the world, the Henrician phenomenology of life argues that every understanding of oneself and every relationship with the other is preceded by the most radical equivalence between narration, pathos of suffering and pathos of joy. In the paper’s conclusion, this conceptual journey aims at proposing a «hermeneutics of life» as a theoretical framework for the analysis of literary texts whose figures of vital affect and force go beyond the traditional model of representation.

Key words: hermeneutics; language phenomenology; phenomenology of literary experience; Paul Ricoeur; Michel Henry

Résumé:

Dans cet article, nous présentons et comparons les conceptions du langage sous-jacentes à la phénoménologie de l’expérience littéraire de Paul Ricœur et Michel Henry. D’un côté, tandis que la théorie de la réception de Ricœur répond à la notion de co-référence liant le langage au monde, Henry se concentre sur l’acte de création fondé sur le processus de co-impression, en vertu duquel un mot est vu et résonne simultanément de façon invisible chez l’écrivain selon certaines tonalités affectives. D’un autre côté, si le noyau de l’herméneutique de Ricœur réside en ce que suivre l’intrigue narrative structure l’identité de lecteur et relance son action dans le monde, le phénoménologie henryenne de la vie soutient que toute compréhension de soi-même et tout rapport à l’autre sont précédés par l’équivalence plus radicale entre narration, pathos de la souffrance et pathos de la jouissance. Ce parcours conceptuel a pour but de proposer, en conclusion de l’article, une « herméneutique de la vie », en tant que cadre théorique pour l’analyse de textes littéraires dont les figures de l’affect et la force vitaux surpassent le modèle traditionnel de la représentation.

Mots clés: herméneutique; phénoménologie du langage; phénoménologie de l’expérience litéraire; Paul Ricoeur; Michel Henry

1. Introducción

El potencial dialógico y educativo de la literatura no se añade desde fuera al fenómeno estético, como si a este se debiesen imponer principios morales ajenos a la experiencia misma de quien crea o lee textos literarios. La pertinencia de una aproximación fenomenológica a la experiencia literaria radica, precisamente, en reconocer dicho potencial en el seno mismo de los procesos de recepción y de creación tal como son vividos por el lector y el escritor. Si la originalidad de la fenomenología consiste en preguntarse «sobre lo que permite a un fenómeno ser un fenómeno» (Henry, 2003a, p. 197), estudiar el lenguaje y la literatura desde un punto de vista fenomenológico implica preguntarse por la realidad que fundamenta y efectúa su aparecer según su modo de fenomenalización más propio. Lejos de desarrollar un método capaz de describir el conjunto de los fenómenos, se trata de apuntar a «lo que hace de cada uno lo que es: su fenomenalidad considerada como tal -su aparecer, su manifestación, su revelación-» (Henry, 2004a, p. 326). En este sentido, podemos hablar de una fenomenología del lenguaje y de la experiencia literaria, siempre y cuando estos sean abordados desde su conexión originaria con las condiciones internas de la fenomenalidad, es decir, con el modo de aparecer de aquello que aparece:

En la medida que, más allá de la diversidad de sus estructuras y de sus propias reglas, todas las lenguas remiten a la posibilidad previa de hablar y de entender que ya no es un fenómeno, sino precisamente su posibilidad -puesto que algo es susceptible de ser dicho únicamente viniendo a la condición de fenómeno-, entonces hay que explicar en qué consiste esta venida, esta fenomenalización de la fenomenalidad pura que define conjuntamente el objeto de la fenomenología y el fundamento último de todo lenguaje posible. (Henry, 2004a, p. 327)1

En el marco de esta conexión esencial entre el lenguaje y el aparecer, nos proponemos analizar en este artículo, desde un enfoque comparativo, los modos de fenomenalización de la fenomenalidad que el lenguaje y la experiencia literaria presuponen en el pensamiento de Paul Ricœur y Michel Henry. En la primera parte de nuestro estudio, explicamos la manera como el «aparecer del mundo» constituye el fundamento del Logos (o lenguaje del mundo), cuyo modo de fenomenalización es la correferencia, según el tercer apartado («Narratividad y referencia») de la sección «Mímesis III» del primer volumen de Tiempo y narración: todo discurso se refiere al horizonte del mundo del que proviene y, a la vez, refigura y relanza nuestro padecer y nuestro actuar en el mundo (Ricœur 2000, pp. 148-155). En las antípodas de esta concepción del lenguaje como representación de la realidad, la Palabra (o lenguaje de la vida) -fundamentada en el aparecer de la vida subjetiva radical como afecto y como fuerza- se autoafecta y actúa bajo el modo de la coimpresión: toda palabra es vista y oída fuera de mí según su función referencial y es, al mismo tiempo, su resonancia o tonalidad afectiva e invisible en mí.

En la segunda parte, la confrontación entre Tiempo y narración y la entrevista a Henry titulada Narrar el pathos (2016) nos permite pasar del rol mediador de la intriga narrativa para la conformación de la identidad del lector -así como para la ampliación de su horizonte del mundo- a la equivalencia entre literatura y pathos: en el ritmo de cada frase, en el poder del lenguaje para afectar por sí mismo, la vida se experimenta a sí misma y se acrecienta como sufrimiento y como gozo de uno mismo.

A la luz de este diálogo entre las perspectivas ricœuriana y henriana sobre el lenguaje y la experiencia literaria, sostenemos, en la conclusión de nuestro trabajo, la hipótesis según la cual es posible pensar una «hermenéutica de la vida». Esta constituiría el marco teórico de referencia para describir la manera como la dimensión no-figurativa -anterior a toda representación- del afecto y la fuerza vitales («la vida») consigue «narrar-se» y figurar («hermenéutica») no solo en expresiones artísticas como la pintura abstracta y la música, sino en poemas y novelas que rompen con el modelo de la mímesis y con la configuración tradicional de la trama, en favor de la realización y la intensificación literarias del pathos de la vida.

2. De la correferencia a la coimpresión

Lejos de la ilusión del conocimiento inmediato de uno mismo basado en la relación transparente entre la conciencia y el objeto, el programa hermenéutico de Tiempo y narración reivindica las nociones de mediación y distancia: el sentido se despliega en un espacio de antecedencia y de alteridad narrativas en el que el lector se descubre precedido por la tradicionalidad que vincula la puesta en intriga al tiempo. Inscritas en un movimiento incesante de sedimentación y de innovación, la analogía y la ficción constituyen modelos de nuestro sufrir y nuestro obrar en el mundo. En efecto, según el principio de discordancia concordante, la configuración narrativa permite refigurar la temporalidad del lector gracias a la manera como este aplica a sí mismo el «como si» de las contingencias y de las posibilidades a las que los personajes de ficción son confrontados: mediación que el lector necesita para responder a la exigencia de relato de la vida en él, conformar su identidad narrativa y relanzar su acción en el mundo.

Así, el modo de lo imaginario -gracias al que una historia contada es al mismo tiempo vivida- remite al punto de intersección entre la prefiguración del ámbito práctico («Mímesis I»), la configuración del sentido en la obra («Mímesis II») y la refiguración de la vida por el relato («Mímesis III»). De esta manera, se asocian el mundo del texto y el mundo del lector; lo real ocurrido (archê) y por desplegar (telos) es reconfigurado en virtud del poder que tienen las obras literarias para trascenderse a ellas mismas: la interpretación del texto se transforma en comprensión de uno mismo, y orienta y relanza el padecer y el actuar en el mundo, razón por la cual existe una dimensión ética en toda exposición a los relatos del pasado. Al exponerse al horizonte del texto, el horizonte de la vida del lector se comprende, se amplía y se abre a nuevas experiencias, debido a que quien lee elabora la síntesis de sus propias tensiones y expectativas a medida que sigue la intriga del relato. El lector vincula e integra una serie de elementos disímiles en la búsqueda de unidad de la propia vida ritmada por el desarrollo de acciones que conducen al desenlace de la intriga narrativa (discordancias concordantes o concordancias discordantes).

Dado que, lejos de ser definida sustancialmente, esta comprensión narrativa de uno mismo se realiza a través de variaciones imaginativas sobre nuestro propio yo, ella supera tanto las concepciones totalizantes de la identidad cuanto el relativismo que renuncia a la convergencia de lo divergente; se trata de «la estructura última de un yo que no sería ni exaltado, como en las filosofías del cogito, ni humillado, como en las filosofías del anti-cogito» (Ricœur, 1991, p. 399). Por ello, el nivel narrativo de la atestación implica, a la vez, la actividad y la pasividad de un cogito herido y capaz que, precisamente porque padece el peso de lo real, tiene la capacidad de transformarlo al seguir la intriga de un relato:

Cuando el agente de la acción se transforma en el personaje de un relato, su identificación se vuelve a su vez inseparable del tipo de identidad que la puesta en intriga confiere al relato. El personaje mismo puede ser considerado como puesto en intriga. Así, la acción narrada da testimonio del quién de la acción. (Ricœur, 1991, p. 392)2

Ahora bien, ¿qué concepción del lenguaje subyace a la afirmación ricœuriana según la cual todo relato está llamado a trascenderse para ampliar el mundo del lector?; de manera más precisa, ¿de qué modo de fenomenalización de la fenomenalidad depende la concepción del lenguaje propia de Tiempo y narración? En la sección titulada «Narratividad y referencia», Ricœur afirma que su estética de la recepción de las obras narrativas se basa en el vínculo entre sentido y referencia que caracteriza a los actos de discurso en general. En cuanto unidad del discurso, toda frase se orienta, más allá de sí misma, hacia ese «algo» sobre el que ella dice «algo», hacia el referente del discurso: el lenguaje «dice algo sobre algo» (Ricœur, 2000, p. 149). Lejos de constituir un mundo por sí mismo o de ser él mismo un mundo como lo pretenden las justificaciones inmanentes del lenguaje, este da significado a una experiencia cuyo horizonte es el mundo y cuyo destinatario es aquel con quien comparto dicha experiencia. La aptitud para comunicar y la capacidad de referencia son correlativas: «Por estar en el mundo y por soportar situaciones, intentamos orientarnos sobre el modo de la comprensión y tenemos algo que decir, una experiencia que llevar al lenguaje, una experiencia que compartir» (Ricœur, 2000 p. 149). Si algo puede ser significado y comunicado en el lenguaje es porque ese «algo» ha sido siempre ya comprendido «en el interior de un contorno estable» y según «relaciones potenciales con cualquier otra cosa bajo el horizonte de un mundo total» (Ricœur, 2000, p. 149). Así, el lenguaje que se sabe «en el ser para referirse al ser» presupone la experiencia de nuestro ser y estar en el mundo. Se trata, entonces, de identificar en todo acto de discurso la «moción previa y más originaria, que proviene de la experiencia de estar en el mundo y en el tiempo y que procede desde esta condición ontológica hacia su expresión en el lenguaje» (Ricœur, 2000, p. 150).

La recepción de las obras narrativas amplía esta atestación ontológica del lenguaje a partir del principio según el cual toda referencia es correferencia; al recibir una obra, el lector recibe no solo «el sentido de la obra, sino también, por medio de éste, su referencia: la experiencia que ésta trae al lenguaje y, en último término, el mundo y su temporalidad que despliega ante ella» (Ricœur, 2000, p. 150). Puesto que proviene del aparecer del mundo y reconduce a él, el modo de fenomenalización propio del lenguaje es la correferencia. En virtud de este proceso, los discursos y las obras se trascienden a sí mismos en dos niveles: por un lado, desborde semántico de las relaciones internas entre significante y significado hacia el estado de las cosas del que la frase habla (entrelazamiento de las direcciones interna y externa o trascendencia en la inmanencia); por otro lado, desdoblamiento hermenéutico de la referencia al mundo (orientación externa), pues todo relato se refiere a la vez a la experiencia que él trae al lenguaje («atrás» del discurso), y al mundo que proyecta y refigura más allá de sí mismo («delante» del discurso). De esta manera, los elementos propiamente temporales que configuran la intriga en el mundo de un texto son inseparables de las maneras de habitar el mundo que preceden dicho texto, y que este despliega y propone delante de sí mismo: «Según la tesis que he defendido en La metáfora viva y que me limito a recordar ahora, también las obras literarias aportan al lenguaje una experiencia, y así ven la luz como cualquier discurso» (Ricœur, 2000, p. 150)3.

La estética de la recepción ricœuriana aborda el vínculo entre narratividad y referencia a partir del concepto de correferencia en reacción contra el modelo de la semiótica narrativa. Cuando subraya el «objetivo intencional orientado hacia lo extralingüístico», Ricœur rechaza la estricta inmanencia del lenguaje, es decir, el principio de la antirreferencialidad que reduce el lenguaje a una serie de unidades y de reglas de combinación ajenas a toda referencia al mundo. El filósofo reemplaza, así, «el significado correlativo de cada significante dentro de la inmanencia de un sistema de signos» (Ricœur, 2000, p. 149) por la intención del discurso: la correlación entre referencia, horizonte del mundo y funcionamiento dialogal4.

Si bien las maneras de hablar del mundo desplegadas por un relato existen en el texto y por su dinámica propia, ellas constituyen al mismo tiempo una forma de «trascendencia en la inmanencia» que hace posible la confrontación del mundo del relato con el mundo del lector. Dado que en Tiempo y narración el lenguaje presupone la correferencia como el modo de fenomenalización de su fenomenalidad, la configuración narrativa no busca separarse de lo real ni reproducirlo, sino refigurar aspectos de nuestro ser-y-estar-en-el-mundo para que podamos hablar de ellos, nombrarlos, contarlos, actuar en ellos. Gracias a este poder de referirse -de manera indirecta y no descriptiva pero más radical- a diversas dimensiones de nuestro ser en el mundo, el horizonte que la metáfora y la recepción de los relatos de ficción amplían es el de un mundo definido como

el conjunto de las referencias abiertas por todo tipo de textos descriptivos o poéticos que he leído, interpretado y que me han gustado. […] En efecto, a las obras de ficción debemos en gran parte la ampliación de nuestro horizonte de existencia. Lejos de producir sólo imágenes debilitadas de la realidad […], las obras literarias sólo pintan la realidad agrandándola con todas las significaciones que ellas mismas deben a sus virtudes de abreviación, de saturación y de culminación, asombrosamente ilustradas por la construcción de la trama. (Ricœur, 2000, pp. 152-153)

El comentario de Henry sobre el séptimo apartado de Ser y tiempo, en su artículo «Fenomenología material y lenguaje», permite explicitar el hecho de que la correferencia, tal como es definida por Ricœur, se inscribe en la hermenéutica postheideggeriana. Como vimos en nuestra introducción, según Henry, el aparecer -la fenomenalidad como tal- es la condición de todo lenguaje: su fundamento se encuentra en una manifestación o revelación primera, en un Decir primitivo que «descubre de antemano todo aquello de lo que este lenguaje habla, así como todo lo que dice y podrá decir al respecto» (2004a, p. 327). Podemos hablar de las cosas y de los fenómenos que vienen a nuestro encuentro porque ese Decir ha hablado siempre ya iluminando aquello que podemos ver. Ahora bien, en la medida que remiten a la percepción de objetos en el mundo, esta «venida» y este «ver» han sido reducidos a una sola concepción de la fenomenalidad, a saber, el aparecer del mundo; el lenguaje permite ver aquello de lo que hablamos, ya que lo representa en el horizonte de un mundo: «Esta confusión ruinosa del aparecer del mundo con la esencia de todo aparecer concebible afecta a la fenomenología en su conjunto y, en particular, a su teoría del lenguaje debido a que este se basa en el aparecer» (Henry, 2004a, p. 328).

La correferencia se basa precisamente en el principio según el cual el lenguaje hace ver lo que designa al nombrarlo. Cuando Ricœur sostiene que se debe reconocer en el «ser-como» propio de la referencia metafórica el correlato de un «ver-como» (2000, p. 152) -cuando la obra narrativa efectúa la ampliación icónica de nuestra visión del mundo a partir de un «alfabeto óptico»-, suscribe la equivalencia heideggeriana entre decir (lenguaje) y mostrar (surgimiento de un mundo) a la luz de la verdad extática del Ser: «El decir de la palabra se revela como el aparecer griego, esta salida en la que se nos da todo lo que vemos y todo aquello de lo que podemos hablar» (Henry, 2004a, p. 329). Pero ¿en qué sentido «los derechos de la conciencia intencional son salvaguardados» (Henry, 1985, p. 383, nota 58) en la concepción ricœuriana del lenguaje, a pesar de que según esta se reconoce en los textos narrativos un incremento de ser ligado a la acción humana, y que supera las representaciones puramente descriptivas y teóricas?

Para responder a esta pregunta, es necesario comprender la manera como el concepto de correferencia se inscribe en la concepción intencional del lenguaje y, por ello, en la dialéctica de ausencia y presencia que caracteriza a la percepción. Esta dialéctica constituye el telón de fondo de la concepción ricœuriana del lenguaje: el «hacer ver original de las cosas en la percepción» (Henry, 2004a, p. 329) se erige en patrón de la fenomenalidad y del lenguaje. En efecto, (1) si toda situación analítico-hermenéutica contradice la ilusión de un saber inmediato de sí mismo en favor de los sentidos subyacentes y fundamentales llamados «inconscientes» -y (2) si todo discurso articulado temáticamente presupone un «sentido en acción» efectuado por un comportamiento-, es porque en la percepción misma «toda presentación efectiva aparece irrisoriamente limitada respecto del fondo sobre el que se levanta» (Henry, 2003b, p. 170). Percibir es apuntar hacia un objeto sobre el fondo de un horizonte indefinido de apariciones potenciales y ausentes -fondo de lo «co-apuntado», de lo «co-significado»-; del mismo modo, «hablar es hacer duelo por el objeto, renunciar a una presencia efectiva […] para encontrarla bajo la forma de ausencia en el signo» (Henry, 2003b, p. 170). Si bien se puede tener la impresión de que el lenguaje alcanza los objetos y las situaciones que designa, estos últimos no están en el discurso; en este sentido, el lenguaje está radicalmente separado del horizonte del mundo que lo precede, sobre el cual se levanta y hacia el que apunta, refigurándolo sin tocarlo en realidad. Toda formulación lingüística efectiva se dice a partir del fondo de un mundo precomprendido y por desplegar: un mundo que está en otro lugar, un sentido que se mantiene a distancia, con anterioridad y con posterioridad al lenguaje mismo. En la medida que el discurso se limita a significar cosas y situaciones ya vistas y, en consecuencia, ausentes, el lenguaje cuya fenomenalidad depende del hacer-ver de la intencionalidad es un lenguaje irreal.

Pero a fuerza de identificarse con la dialéctica de presencia y ausencia, el lenguaje del mundo se presenta no solo como irreal, sino como inexistente. Puesto que apuntan a un referente ausente -obstinadas en hacer-ver un mundo sin alcanzarlo realmente-, las palabras se ausentan, devienen invisibles. Imaginemos -nos propone Henry en su entrevista de 1991, Narrar el pathos- que viajamos en un tren y observamos el paisaje. ¿Qué rol desempeña el cristal respecto del paisaje? En su transparencia, solo es un medio del que nos servimos para mirar aquello que se encuentra más allá, fuera de él. El cristal se borra, desaparece en esta visión que lo atraviesa para dirigirse directamente hacia el paisaje. Si, como ocurre en la función referencial del lenguaje, no prestamos atención a las palabras empleadas en la frase «el perro que ladra me molesta», estas palabras son el cristal transparente del tren. Al remitir al perro que ladra, pese a que no se trata del perro real, la palabra perro se borra; dicho por esta palabra, el perro no existe: «la palabra nombra al ser retirándoselo, ella ofrece la cosa pero como una cosa que no es […]. De manera que, mientras solo exista en y por esta designación, la cosa nombrada no existe realmente» (Henry, 2004a, pp. 332-333).

Dedicado a hacer ver -reducido a la presentación y la percepción de un mundo-, este lenguaje

no es en modo alguno lenguaje de sí mismo; siempre es lenguaje de otra cosa y se difumina ante esta referencia, ella sí muy poderosa. Si usted está en un tren y mira el paisaje, no mira el cristal. El lenguaje solo es este cristal transparente. (Henry 2016, p. 386)

Si la correferencia pretende hacer del lenguaje y de las obras narrativas «una “ventana” cuya estrecha abertura da a la inmensidad de un paisaje» (según la imagen de Eugen Fink; Ricœur, 2000, p. 153), si el lenguaje es esta ventana-cristal, entonces las palabras son exteriores e indiferentes a todo lo que dicen: el lenguaje es un «medio neutro destinado a transmitir un sentido ya constituido» (Madou, 2012, p. 233).

Mientras que Ricœur se aleja de la semiótica narrativa a través del concepto de correferencia basado en la orientación del lenguaje hacia el mundo, Henry cuestiona esta atestación ontológica del discurso y constata la inexistencia del lenguaje cuando este es reducido a su función referencial. Pero lejos de volver al lenguaje autorreferencial de la poética contemporánea, Henry busca enraizar el lenguaje en el modo de fenomenalización que corresponde a su plena realidad, en las antípodas de toda ilusión referencial: un aparecer distinto al del mundo, una fenomenalidad liberada de los derechos de la conciencia intencional, así como del hacer-ver característico de la percepción. En efecto, dado que, según la tesis fundamental de La esencia de la manifestación (Henry, 2015), el aparecer es doble -aparecer del mundo como sentido y distancia, aparecer de la vida como fuerza y afecto- y la estructura del lenguaje corresponde a la del aparecer, el lenguaje mismo está marcado con el sello de la duplicidad -lenguaje del mundo (Logos) y lenguaje de la vida (Palabra)-:

si […] la fenomenalidad se fenomenaliza originariamente según un modo de fenomenalización radicalmente diferente al del mundo, a saber la vida misma comprendida en su esencia fenomenológica pura como autorrevelación, entonces debe existir, tributario de este modo de fenomenalización propio de la vida y en la medida que este se opone rasgo por rasgo al aparecer del mundo, un lenguaje distinto al del mundo, distinto a este lenguaje hecho de significaciones noemáticas ajenas a la realidad de su referente y al que se limita en general el concepto de lenguaje. (Henry, 2004a, p. 335)

La experiencia interna que la vida subjetiva tiene de su propia expresión cuando, expresándose, se experimenta a sí misma como este viviente-que-habla, antes de remitir al aparecer del mundo, está fundada en un aparecer más originario, en una revelación que abre a ella misma, en una afección no por el mundo, sino por sí mismo: la autoafección de la vida. En la medida que realiza e intensifica el poder de la vida subjetiva de experimentarse a sí misma, el lenguaje de la vida habla en un espacio de inmediatez invisible en el que ningún signo se difumina ante su referente, sino que cada palabra es la resonancia de la vida en mí, la reconducción por ella a mí mismo, al deseo de sentirme como esta subjetividad radical que habla y que narra. Antes que su inscripción en el aparecer de un mundo del que estarían separadas, las palabras dan testimonio del aparecer de la vida autoafectiva en ellas mismas. Si existen signos que designan un contenido objetivo o ideal, es porque todo acto de discurso ha tomado siempre ya posesión de sí mismo: en él se da una revelación de la vida a ella misma.

Dado que el lenguaje está marcado por el carácter doble del aparecer, su modo de fenomenalización es la coimpresión. En virtud de este proceso, cada palabra aparece como la palabra exterior y visible que leo o escucho allí, fuera de mí, en el mundo, y, a la vez, como la palabra interior e invisible, como su impresión en mí, del mismo modo que «un color, por ejemplo, una sensación de color, siempre es experimentada y se experimenta a sí misma al mismo tiempo que es vista» (DufourKowalska, 1996, p. 189). Como el «color noemático», que solo es la proyección de la impresión pura propia de la pintura, las palabras encuentran su «materia fenomenológica original en la vida» (Henry, 2004a, p. 346); ellas resuenan en nosotros según su tonalidad interior: la vida de las palabras es esta vibración, este estremecimiento de la nuestra, su sonoridad profunda.

Ahora bien, lejos de negar la correferencia, la coimpresión remite a la duplicidad misma de un aparecer que se fenomenaliza tanto en el «éx-tasis» de un mundo cuanto en la carne del afecto, condición de posibilidad del primero. Por ello, Henry precisa que el lenguaje de la vida y el lenguaje del mundo están relacionados a través de un vínculo de fundación: «Esta relación consiste en que el primero da fundamento al segundo, este no sería posible sin aquel» (2004a, p. 340). En lugar de apelar al silencio de las palabras en favor de una vida autoafectiva muda, se trata de remitir todo lo dicho al Decir de la vida, a una Palabra inseparable de la embriaguez y de la angustia sin las que nada puede alcanzar la luz de lo visible: «Quizá el lenguaje sea un cristal, pero lo que deja ver, a fin de cuentas, no es el perro que ladra y que me es indiferente: es el pathos» (Henry, 2016, p. 386). Mientras que el lenguaje del mundo apunta a referentes exteriores y ausentes -referentes de los que las palabras nos ofrecen configuraciones pálidas-, el lenguaje de la vida solo habla de sí mismo, es decir, de su autoimpresión en cada Sí-mismo viviente, de la manera como la vida se dice a ella misma en cada viviente. Las palabras son remitidas a su autorrevelación en el pathos de la vida:

Porque la manera como la vida revela es la manera como habla. […] A la impotencia de la palabra del mundo incapaz de hacer la realidad de la que habla, y obligada por ello a encontrarla como una existencia misteriosa que la precede y que no le debe nada, la Palabra de la vida opone su hiper-poder: el de generar la realidad de la que habla. La Palabra de la vida no «crea» la realidad -toda creación es creación de un mundo bajo cuyo aparecer todo lo que se muestra deviene irreal-. La palabra de la vida genera la realidad en la medida que revela como lo hace la vida -la vida que genera su propia realidad experimentándose ella misma en el Sí-mismo en el que se auto-revela-. Así, la Palabra de la vida revela la realidad de la vida y, al mismo tiempo, el Sí-mismo sin el que ninguna vida es viviente. En esta doble revelación consiste lo impensado de nuestra condición fenomenológica última, la de ser vivientes en la vida. […] La palabra que hace todo esto, que dice todo esto, es la palabra que habla en nosotros generándonos a nosotros mismos, revelándonos a nosotros mismos en su auto-revelación -es la Palabra de la Vida-. (Henry, 2004a, pp. 335-336, 343)

La fuerza y la tonalidad afectiva de las palabras remiten, en última instancia, al poder de que el yo se experimente a sí mismo en la auto- generación ininterrumpida de la vida; en consecuencia, un mismo Decir -el de la autodonación de la vida- subyace a todo lo dicho y lo relanza: podemos estar presentes ante las palabras porque estamos siempre ya, originariamente, presentes ante nosotros mismos. Por un lado, toda forma de cultura proviene de la experiencia que cada viviente tiene del vínculo incesante consigo mismo, del hecho de estar atado irremediablemente a sí mismo sin ninguna distancia ni separación posible -pathos del sufrimiento-, así como del deseo de sentirse cada vez más según una descarga siempre creativa y singular -pathos del gozo-. Por otro lado, puesto que todo viviente se ha recibido siempre ya de la

Vida, cada una de las manifestaciones culturales es engendrada en el «Dar-se» de la Vida y se identifica con él al mismo tiempo que lo intensifica; considerado como el conjunto de las actividades subjetivas de los seres humanos, el lenguaje cuenta ante todo esta reciprocidad interna entre la Vida y la individuación de cada Sí-mismo. Antes de toda mediación simbólica, el lenguaje narra la vida porque coincide con la praxis misma de la vida, en la que el acto y el contenido son idénticos. El lenguaje es lo que la vida elabora y transforma (la vida como sujeto de la cultura) y, simultáneamente, la vida es lo que el lenguaje elabora y transforma (la vida como objeto de la cultura):

Toda cultura es una cultura de la vida, en el doble sentido en que la vida constituye a la vez el sujeto de esta cultura y su objeto. Es una acción que la vida ejerce sobre sí misma y por la que se transforma a sí misma en cuanto que es ella misma la que transforma y lo que es transformado. (Henry, 1996, p. 19)

Mientras que el concepto de correferencia responde a la distancia tomada por Ricœur respecto de la semiótica narrativa, la coimpresión como modo de fenomenalización del lenguaje nace en rechazo a la inscripción de este último en el concepto heideggeriano de «mundo». En la medida que efectúan y relanzan el deseo de la vida de autoimpresionarse, las palabras explotadas en su fuerza rítmica e imaginativa se sienten en ellas mismas antes de referirse a una realidad externa. Por ello, podemos sostener que la correferencia está subordinada a la impresión de las palabras sobre el Fondo de la subjetividad: el ser de cada palabra es, ante todo, su impresión en nosotros. Si el lenguaje puede ser el correlato de un horizonte trascendente es porque la Palabra de la vida se ha dado siempre ya a sí misma sin ninguna distancia en la esfera de la inmanencia. El lenguaje es capaz de narrar y de intensificar el pathos debido a que apunta, antes que a la ampliación de nuestra visión del mundo según el hacer-ver de la percepción, al despliegue de la vida como fuerza y como afecto: «la sensibilidad de las formas, su poder de ser experimentadas por nosotros, la auto-afección constitutiva de todo ser sensible» (Dufour-Kowalska, 1996, p. 239-240).

3. De la configuración de la intriga narrativa al imaginario del pathos de la vida

Si, según hemos visto, la vida no requiere de mediaciones para darse a ella misma, sino que se experimenta en la inmediatez de su autoafección -si se distingue de toda configuración en el mundo-, ¿cómo narrar la vida sin perder la originalidad de su lenguaje, es decir, sin reducirla a la luz del sentido? En lugar de plantear esta cuestión como la disyuntiva entre la plena integración o el rechazo absoluto de los signos, los símbolos y los textos, es necesario escuchar la manera como, en ellos, la vida autoafectiva se efectúa y se intensifica cuando consigue ponerse ella misma en relato, es decir, cuando se cuenta a ella misma. Se trata de reconocer las realizaciones inmediatas del pathos no solo en la música o en la pintura abstracta, sino en el quehacer literario: la dirección del relato -lo que el texto mismo quiere decir desde su configuración narrativa interna- que el lector debe seguir está fundada en el movimiento originario de autoafección de la vida subjetiva radical.

Esta perspectiva permite describir la manera como, en cada procedimiento narrativo, la experiencia muda de uno mismo sobre el Fondo opaco de la vida fundamenta y conduce todo proceso de escritura. Como lugar de un sufrir y de un gozar de sí anteriores a toda decodificación de representaciones objetivas, este Fondo del que depende el gesto primero de la escritura no debe elucidarse desde la distancia de la interpretación, sino que se realiza y se ofrece en las resonancias sensoriales e imaginativas de las palabras: relatos que no son la vida, ciertamente, pero en los que el hablar de la vida se efectúa de la manera más inmediata e intensa posible. Para responder a su deseo de resignificarse a ella misma, la vida, que es perfecta adhesión a sí misma, busca el lenguaje que ha encontrado siempre ya para narrarse, un lenguaje del que no puede disociarse: el lenguaje como hablar de la vida.

En la medida que el lenguaje se experimenta como modificación interna del pathos de la vida autoafectiva, un «sufrir-se» más originario genera, a partir de sí mismo, el goce del imaginario narrativo de la vida. Ahora bien, cuando ya no soporta el peso de su propio pathos e intenta en vano descargarse de él, esta misma fuerza de autogeneración de la vida puede volverse contra sí misma y desvincularse de toda palabra. Por ello, tanto la incapacidad de contar cuanto el gozo de la creación literaria están fundados en la autoafección de la vida y en la posibilidad permanente del olvido de sí misma. Un mismo «sufrir-se» subyace a lo inenarrable, así como al acto de hablar y narrar; ambos se originan en la Noche abisal de lo que permanece fuera-del-sentido: la Noche inenarrable de la autoafección que, no obstante, puede y desea «hablar-se» y «escribir-se» según un registro que difiere radicalmente de la configuración tradicional de la intriga narrativa. Más que la integración dialéctica del relato proferido (praxis) y de lo inenarrable (pathos), se trata de describir la manera como este sufrir más antiguo -pathos originario y mudo de la vida- habla en toda manifestación cultural.

Si la tarea que consiste en escribir la vida exige «otra historia» (Ricœur, 1990, p. 194), esta última apunta al «fondo opaco del vivir, del obrar y del sufrir» (Ricœur, 2000, p. 114) desde el que se levanta toda obra. No obstante, el enfoque henriano no se limita a iluminar este Fondo a partir del horizonte perceptivo de lo copercibido ni de los rasgos prenarrativos de la acción configurados por las operaciones de puesta en intriga en virtud de las cuales un lector recibe una obra y «así cambia su obrar» (Ricœur, 2000, p. 114). La Noche de la institución de cada viviente en la Vida se narra a sí misma de un modo distinto al de la peripecia. Por lo tanto, en el pensamiento de Henry, la noción misma de narración no es cuestionada, sino su reducción a las estrategias hermenéuticas propias de toda configuración de sentido: «Michel Henry nunca ha cuestionado la posibilidad de narrar el pathos. El poder de contarse corresponde a la esencia de la vida» (Madou, 2012, p. 233).

Si bien las realizaciones de esta lengua de la vida real comprenden «toda forma de cultura» (Henry, 2004a, p. 345), presentamos a continuación tres hipótesis que permiten abordar el lenguaje verbal y la escritura novelesca a partir de una teoría general de los lenguajes del afecto y de la fuerza:

A. Más que la unidad narrativa de una vida concebida como el tejido de historias que el sujeto se cuenta sobre sí mismo según sus determinaciones biográficas (Ricœur, 1991, p. 393), la historia inmemorial de la vida se explica a partir de ella misma: la vida se narra como la posibilidad de que la embriaguez que está en ella se transforme en autodestrucción. Dado que todo relato remite al entrecruzamiento de los imaginarios individuales en el seno de una misma comunidad originaria, la «narración historial de la vida» que liga a los vivientes a través de las diferentes épocas consiste en esto:

¿Por qué la vida, movimiento de autodesarrollo, de autoacrecentamiento […] se invierte? […] ¿Cómo esta vida que, de cierta manera, se embriaga de ella misma, de su despliegue, de esta suerte de felicidad fabulosa, puede volverse contra ella misma y dejar de ser fuerza de construcción? ¿Cómo se realiza este vuelco? (Henry, 2016, pp. 376-378)

El imaginario narrativo del pathos dice el enraizamiento de las historias de los vivientes en una misma historia de la vida. Un movimiento in crescendo conduce, entonces, de la puesta en intriga ricœuriana -encadenamiento de acontecimientos que conducen al final de una historia según el principio de discordancias concordantes-, a la unidad tonal o al ritmo contemplativo de las novelas henrianas que revelan progresivamente la historia interna de la vida:

¿A qué apunta la historia que cuento? En modo alguno a devanar una sucesión de acontecimientos exteriores sino a una revelación. […] Pues se trata de la revelación de una esencia, esencia de la vida, esencia del sufrir y del gozar, susceptible de invertirse. (Henry, 2016, p. 381)

Habiéndose recibido siempre ya de la Noche de la autoafección según una pasividad anterior a toda reflexión, el escritor da testimonio de la historia de la vida común a todos los vivientes, historia en la que él se encuentra inmerso y cuya escritura debe guiar.

En lugar de decir mi inserción práctica en el mundo del obrar designándome a mí mismo como el agente de mis acciones y como el sujeto de mi sufrimiento (Ricœur, 1991, p. 391), el lenguaje de la vida realiza, efectúa e intensifica el ser de la fuerza y del afecto. Lejos de enunciar el obrar a través de la representación del sentido de mis acciones, el Decir de la vida es en sí mismo fuerza y acción; anterior a toda designación, su hablar es la donación de la vida en mí. Por ello, cada una de las descripciones de las novelas de Henry constituye el relato de un pathos. Así, la descripción de uno de los sueños del protagonista de la novela El amor los ojos cerrados no se limita a desarrollar la idea de la no-distancia entre el viviente y la vida a la que está atado irremediablemente; tampoco se limita a hacer ver esta intuición a través de la comparación entre la vida y «una ola que se siente a sí misma» (Henry, 2016, p. 386). Por el contrario, en la descripción de este sueño, las alternancias entre luz y oscuridad, condición efímera y eternidad, vacío y plenitud, ternura y violencia -gracias al dinamismo del campo semántico marítimo reforzado por la acumulación de verbos en pretérito imperfecto- son el pathos mismo: la corriente invisible de la donación incesante de la vida a ella misma. En las antípodas de la representación de un sueño pertinente para el desarrollo de la intriga en el marco de una secuencia narrativa -y lejos de aclarar un concepto filosófico-, las palabras de este fragmento de Henry afectan al lector porque son, a la vez, el ritmo de las olas sobre el cuerpo del nadador y la historia de los vivientes sumergidos en la vida. Este lenguaje está, pues, conformado por figuras que permiten experimentar inmediatamente la fuerza de la vida autoafectiva que las ha engendrado y que ellas intensifican. Estas palabras hacen resonar la historia inmemorial de la vida gracias al ritmo de su interioridad patética:

Era como si, en el fondo del océano, de un poder sin límite manaran las olas ininterrumpidas de estas playas de color y de sombra que, una tras otra, golpeaban la orilla y morían allí. Pero detrás de ellas, sin fin, otras se levantaban, avanzaban, y otras más, de modo tal que lo que estaba allí no eran estas formas que se deshacían sin cesar y se formaban siempre de nuevo, ni sus contornos efímeros, sino el movimiento de su advenimiento incesante; era esta fuerza misma la que desarrollaba sus círculos y me llamaba. […] Flotaba entre dos aguas, agitado a merced de las corrientes que subían del fondo. Un resplandor verduzco me rodeaba y yo lo percibía confusamente cuando entreabría los párpados. A veces me dejaba llevar hasta la superficie para retomar la respiración en medio del tumulto y de la agitación de las olas blancas que se rompían sobre mí y me inundaban el rostro. Cuando fue necesario al fin arrancarme del abrazo del medio amargo y, habiéndome puesto de pie, avanzaba en la playa, el agua corría aún de todas partes en mi cara. Estaba lleno de la exaltación y del contacto de esta presencia desnuda donde no hay ni laguna ni limitación de ningún tipo, y comprendí a quienes antaño, al dejarla, no pudieron sino huir al desierto. (Henry, 2009, pp. 141-142)

B. Lejos de ser lo que nos permite ver la vida, el lenguaje literario afecta por él mismo y remite al lector a la interioridad patética de las palabras: en la medida en que afectan por sí mismas, las novelas coinciden con el pathos de la vida autoafectiva. Así como ni la pintura abstracta ni la música ni la danza han pretendido imitar el mundo, sino que efectúan directamente la vida, el lenguaje que narra el pathos hace suyo el ritmo de la fuerza y del afecto; por ello, cuando el escritor escoge sus palabras, no se guía por su poder referencial, sino por sus tonalidades afectivas y sensoriales, es decir, por su capacidad para crear figuras que narran la esencia de la vida. Antes que imitar el obrar humano para ampliar nuestro horizonte del mundo, las novelas de Henry hacen resonar fuerzas y afectos «a-significantes» según el ritmo propio de las fluctuaciones del pathos:

Mis frases […] encuentran su estructura en mi manera de respirar. […] Así, cuando escribo rehago cada frase hasta que me satisfaga y coincida con mi respiración, pero sobre todo, más profundamente, cuando está animada por el pathos que busco. […] Por mi parte, he buscado espontáneamente un lenguaje que revele el afecto. Y para esto es necesario que, en último término, sea el lenguaje mismo el que afecte, es decir, que la revelación no sea un ver al que remite la palabra -o que la palabra nos deja ver-, sino que ella misma sea pathos. […] Por ello, en mi caso, el estilo es solo una respiración, con lo que esta implica patéticamente. […] El lenguaje mismo debería ser el decir de la vida, de la vida afectiva. (Henry, 2016, pp. 385-387)

La escritura novelesca realiza e intensifica la vida, ya que la presencia de las palabras en la página coincide con la proyección de un enunciado interno y dinámico que es del orden de una impresión musical invisible, de una respiración. En las antípodas de la distracción de la representación -hacer ver, aparecer del mundo-, esta escritura remite al lugar del que toda palabra surge: el Fondo inmanente de la autoafección. Como una obra de teatro no representada, sino leída -pronunciada hasta la resonancia de cada palabra, liberada del sentido y del «paisaje que nos haría ver»-, el lenguaje actúa en los campos sonoros de cada frase y efectúa, así, el sufrir y el gozar de la vida como ritmo, como música. Así, por ejemplo, antes que los significados asociados a los significantes pronunciados, la voz de Deborah permite escuchar las fluctuaciones del pathos de la vida:

El hombre y la mujer entablaron una conversación y entonces, sin ver ya los rostros, sin distinguir las palabras, percibiendo únicamente las voces, me sobrecogió el esplendor de este flujo áspero y tierno, inimitable susurro de la vida, venido de las fuentes más profundas, vibraciones que se extendían en el espacio para llenarlo de un soplo animado, capas sonoras que mantenían de su origen invisible algo de opaco, esta inflexión sorda y tenebrosa que escapaba a la inteligibilidad del sentido. […] La voz de Deborah se elevó de nuevo. En la corriente de su venida, vocales y consonantes, sílabas y silencios se desprendían con una nitidez perfecta, organizando el oscuro flujo que se desplegaba a través de ellos con la fuerza y la gravedad de un canto sagrado. (Henry, 2009, pp. 156-157)

El lenguaje verbal y la escritura novelesca encarnan, de esta manera, el grito primitivo de la vida, expresión «a-significante» que potencia el afecto y la fuerza, y arquetipo de una realización del pathos distinta de toda designación mundana, de toda correferencia::

La teoría de las reducciones sucesivas del lenguaje se refiere al lenguaje del mundo; pero ¿un grito puede ser reducido? -¿y por qué no? Si bien resuena en el mundo, el grito viviente es sin mundo, pura fonación subjetiva, puro dolor, pura acción que emana del exceso del dolor pero situado a su mismo nivel». (Nota preparatoria inédita a Henry, 2004a -Ms B 1738-, Fondo Michel Henry de la Universidad católica de Lovaina)

C. Lejos de la reivindicación de la alteridad de los signos necesaria para la comprensión de uno mismo -y en las antípodas de la ficción que pretendería distanciarse del pathos-, la imaginación debe ser entendida como la modelización interna que nace del deseo que la vida tiene de contarse a ella misma: un imaginario real, performativo y afectivo. Dado que su función no es la apertura del sentido ni la ampliación del mundo, dicho imaginario persigue la figuración del afecto, la única que puede orientar la fuerza y la acción.

El lenguaje propio del imaginario de la vida revela la autoimpresión de esta última como sufrimiento y como gozo de sí mismo, ya que coincide con la subjetividad radical tanto en la violencia de su adhesión a ella misma cuanto en su deseo de acrecentarse en cada manifestación cultural. Siempre y cuando se haya recibido «aquí y ahora» con toda la carga del pathos -inmersión inevitable en el pathos del sufrimiento-, la vida subjetiva adviene como desborde y como creación orientada hacia el «allá» de nuevas variaciones imaginativas y de márgenes de acción inéditos -descarga liberadora propia del pathos del gozo-. Si el pathos consigue descargarse de su angustia, no es porque la irrealidad de lo imaginario introduciría una distancia entre el viviente y su vida -distancia que solo sería una ilusión porque la vida no se pone nunca a distancia-, sino porque las figuras de la imaginación son ellas mismas pathos. Por ello, pueden dar lugar a una

modificación que surge del interior de la vida misma […], que cambia la vida, que hace que el pathos del sufrimiento se transforme en pathos del gozo. […] El arte ha tenido por móvil este pathos cargado de sí mismo que quiere descargarse de su propio peso y que, al no poder hacerlo, se modifica profundamente por la alegría, por la felicidad […]. Porque la vida es siempre este esfuerzo que atraviesa el sufrimiento, el malestar, para ir hacia una cierta liberación. (Henry, 2016, pp. 379, 387)

4. Conclusiones

Si la reconducción del ser al sentido constituye una tesis central de la fenomenología, el gesto hermenéutico de Ricœur, tal como lo hemos recordado en nuestro estudio, añade a esta tesis la siguiente precisión: si el ser se da como sentido, esta donación no es una intuición según el «principio de los principios» de la fenomenología, sino que supone una configuración múltiple cuyo esquema ejemplar es la puesta en relato. En la fenomenología contemporánea, dicho gesto es cuestionado por los intentos de transgredir este encierro del sentido gracias a acontecimientos que exceden todo régimen de significación. ¿Qué ocurre, entonces, en una fenomenología de este tipo, con la tesis hermenéutica según la cual la experiencia solo es vivida si es configurada por estructuras narrativas, sobre todo si la subjetividad aparece íntimamente ligada al primado de aquello que excede toda significación? ¿Se trata del abandono del proyecto fenomeno-lógico en favor de un registro descriptivo cercano a la literatura, o del intento de construir una vía hacia otro lenguaje susceptible de decir o de expresar lo que está fuera del sentido?

Como hemos visto, la aproximación negativa que caracteriza el sentido como falsificación del pathos y distanciación de la realidad del afecto en un significado noemático, así como la aproximación positiva que concibe el lenguaje como Palabra de la vida, remiten a la confrontación entre Henry y lo que él considera «la desviación hermenéutica de la fenomenología» (1988, p. 8), es decir, a su crítica de la reconducción del ser al sentido, y de su encierro hermenéutico. No obstante, el análisis detallado del paso de la correferencia a la coimpresión desarrollado a lo largo de este artículo nos permite defender la hipótesis según la cual es posible pensar una «hermenéutica de la vida» a partir de la filosofía henriana -no como una interpretación del sentido de la vida, sino como la realización de sus afectos y de sus pulsiones-. Enraizada en una teoría del lenguaje propiamente afectivo y performativo (y, entonces, en una concepción inédita de la expresión del «afuera del sentido» en el sentido), esta hermenéutica es capaz de narrar el pathos y de vincularse, así, con la acción y con la creación literaria a partir de un sentirse y de un obrar distintos de todo Logos.

Ahora bien, dado que este lenguaje de la fuerza y del afecto abre al «afuera del sentido» propio de la autoafección en el que se engendra toda expresión verbal, no se puede comprender dicho lenguaje como la fuente prenarrativa de la experiencia que funda la precomprensión del obrar humano (Ricœur, 2000, pp. 115-130). El tema henriano de la Palabra de la vida o del lenguaje de los afectos no se puede comprender como la búsqueda de otro sentido, como si la duplicidad del aparecer aplicada al lenguaje se limitase a operar una ruptura en el reino del sentido -así como Husserl distinguía el «logos ante-predicativo» y el «logos predicativo»; Heidegger, el «logos hermenéutico» y el «logos apofántico»; Merleau-Ponty, la «Palabra hablante» y la «palabra hablada»; o Levinas, el «Decir» y «lo dicho»-. Por lo tanto, en la fenomenología del lenguaje de Henry, el fundamento de la génesis del sentido no remite a un «pre-sentido» o a un «casi-sentido», sino, negativamente, a un «afuera del sentido» que, positivamente, asume la doble figura de la fuerza y del afecto: la convertibilidad clásica del sentido y el ser es reemplazada por la del afecto y la fuerza. De esta manera, en el ámbito de la no-significación propio de la vida, resuenan figuras irreductibles a toda estructura narrativa que dan cuenta de la cuestión del lenguaje, así como de la imaginación, concebidos no como una articulación del sentido, sino como la realización de la fuerza y del afecto que da lugar a una nueva filosofía del lenguaje «a-significante».

Pero, para que esta hermenéutica de la vida narre la vida misma, ella debe reconocer, como lo piensa Henry, que la fenomenología «llega demasiado tarde» (2004a, p. 347). Consciente del poder que ha recibido para pensar «después», esta hermenéutica de la vida consigue «devolver la palabra a la Vida» cuando «escucha esta palabra, allí donde ella habla y de la manera como lo hace» (Henry, 2004a, p. 348). De esta manera, la hermenéutica de la vida nos recuerda que

aquello que, en nosotros, no se soporta en ninguna parte del mundo, aquello sin lo cual estamos separados definitivamente de nuestro genio, no tiene nombre, no reside en ningún lugar, decide sobre la escritura y la palabra y es mudo, no se conoce, se sufre. (Duras, 2014, p. 474)

Se trata de la posibilidad de la crítica radical de toda hermenéutica y, para la fenomenología, de su capacidad de escucha del lenguaje literario. Acaso la literatura no llega demasiado tarde: en ella resuena la Palabra de la vida.

Referencias bibliográficas

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1 Salvo que se indique lo contrario en las referencias bibliográficas, las citas tomadas de obras escritas originalmente en francés han sido traducidas al español por el autor de este artículo.

2Cinco años después de la publicación del primer tomo de Tiempo y narración, Ricœur se propone pasar del análisis lingüístico a una ontología del acto y del poder. Para ello, el filósofo recurre a la «vehemencia ontológica del lenguaje […] que lo conduce más allá de él mismo y funda su insistencia en decir lo que es» (1991, p. 396).

3Ocho años antes de la publicación del primer volumen de Tiempo y narración, Ricœur ya había estudiado la manera como, en el marco de una concepción referencial del lenguaje poético, los enunciados metafóricos están ligados al plano de la referencia (ver Ricœur, 1980, pp. 299-343).

4En 1983, Ricœur retoma la crítica de la semiótica en favor de la semántica ya anunciada en La metáfora viva (ver Ricœur, 1980, pp. 293-332; 2000, pp. 153-154).

Recibido: 20 de Diciembre de 2023; Aprobado: 24 de Enero de 2024

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