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Boletín de la Academia Peruana de la Lengua

versión impresa ISSN 0567-6002versión On-line ISSN 2708-2644

Bol. Acad. peru. leng.  no.76 Lima jul./dic. 2024  Epub 28-Dic-2024

http://dx.doi.org/10.46744/bapl.202402.008 

Artículos

FACETAS DEL VÍNCULO LITERARIO DE JOSÉ MARÍA ARGUEDAS Y JAVIER SOLOGUREN: EPIFANÍAS Y OTRAS CONCORDANCIAS EN LOS RÍOS PROFUNDOS (1958) Y ESTANCIAS (1960)

Facets of the literary link between José María Arguedas and Javier Sologuren: epiphanies and other concordances in Los Ríos Profundos [Deep Rivers] (1958) and Estancias (1960)

Facettes du rapport littéraire de José María Arguedas et Javier Sologuren: épiphanies et autres concordances dans Los ríos profundos (1958) et Estancias (1960)

Renato Guizado-Yampi1 
http://orcid.org/0000-0002-1200-3132

Enrique Sánchez-Costa2 
http://orcid.org/0000-0003-1440-819X

1Universidad de Piura renato.guizado@udep.edu.pe

2Universidad de Piura enriquesancos@gmail.com

Resumen:

Entre el narrador José María Arguedas y el poeta Javier Sologuren, dos de los escritores peruanos más relevantes de las letras hispanoamerica nas del siglo xx, se tendió un vínculo literario fructífero. Más allá de la amistad y la anécdota editorial, el pensamiento y la obra del andahuai- lino influyeron en la noción del limeño sobre la tradición literaria nacional en la que se inscribía su obra. En este artículo se indagan huellas más concretas de este nexo. Primero, se examina la peculiar interpretación que estatuyó Sologuren de un Arguedas que era narrador en tanto que poeta. A partir de ello, se analizan los paralelismos temáti cos y formales entre la novela Los ríos profundos (1958) y el poemario Estancias (1960), dedicado a Arguedas. Como se verá, hay concordan cias interesantes, y en ambas obras es importante la epifanía literaria como revelación de una realidad superior.

Palabras clave: José María Arguedas; Javier Sologuren; Los ríos profun dos; Estancias; epifanía literaria

Abstract:

A fruitful literary link was forged between the narrator José María Arguedas and the poet Javier Sologuren, two of the most relevant Peruvian writers of 20th century Spanish-American literature. Beyond friendship and editorial anecdotes, the thought and work of the Andahuaylas native influenced the Lima native's notion of the national literary tradition in which his work was inscribed. This paper explores more concrete traces of this nexus. First, we examine Sologuren's peculiar interpretation of an Arguedas who was a narrator as well as a poet. On this basis, the thematic and formal parallels between the novel Los Ríos Profundos [Deep Rivers] (1958) and the collection of poems Estancias (1960), dedicated to Arguedas, are analyzed. As will be seen, there are interesting concordan- ces, and in both works, the literary epiphany is important as a revelation of a superior reality.

Key words: José María Arguedas; Javier Sologuren; Deep Rivers; Estancias; literary epiphany

Résumé:

Entre le romancier José María Arguedas et le poete Javier Sologuren, deux des écrivains péruviens les plus importants des lettres hispanoaméricaines du XXe siecle, il s'est noué un lien littéraire fécond. Au-dela de l'amitié et de l'anecdote éditoriale, la pensée et l'reuvre de l'écrivain d'Andahuaylas ont influencé la notion du poete liménien sur la tradition littéraire natio- nale ou son reuvre s'inscrivait. Dans cet article nous recherchons les traces les plus concretes de cette relation. A partir de cela, nous analysons les parallélismes thématiques et formels entre le roman Los ríos profundos (Les fleuves profonds, 1958) et le recueil Estancias (1960), dédié a Arguedas. Comme nous le verrons, il se trouve des concordances intéressantes, et dans les deux ouvrages il faut noter l'importance de l'épiphanie littéraire, comme révélation d'une réalité supérieure.

Mots clés: José María Arguedas; Javier Sologuren; Los ríos profundos; Estancias; épiphanie littéraire

Introducción

El 28 de noviembre de 1994, Javier Sologuren publicó en El Comercio el artículo «Como un demonio feliz», en el que relata sus recuerdos de José María Arguedas, a propósito de los veinticinco años de su desapa rición (ocurrida el 2 de diciembre de 1969). En esta crónica de una amistad alimentada por hechos literarios y fortuitos, el poeta de Vida continua cuenta que Arguedas fue profesor de la Universidad Nacional Agraria La Molina al igual que él, y que hacia fines de la década del 60 se mudó a lo que fue el hotel Los Ángeles en Chaclacayo, donde él también vivía y donde materializaba el proyecto editorial de La Rama Florida (Sologuren, 2005b, p. 410).

El escritor de Agua ya había participado del proyecto para entonces. En 1959, dio al taller de La Rama Florida la traducción de la elegía quechua Ijmacha; en 1962, el famoso cuento La agonía de Rasu-Ñiti, y, en 1965, su Oda al jet. Pero el vínculo literario de ambos era más antiguo y radical, al punto que podría decirse que hubo una proyección literaria de Arguedas en Sologuren. El poeta lo vio por primera vez a fines de la década del 30, siendo todavía escolar, en una conferencia que brindó sobre la poesía quechua y que acrecentó el interés del muchacho por dicha tradi ción. Lo conoció en persona poco después, cuando Jorge Eielson lo llevó a la peña Pancho Fierro, punto de encuentro de artistas e intelectuales que regentaba la primera esposa de Arguedas. Ahí, José María leyó para Jorge y Javier el primer capítulo de lo que sería Los ríos profundos (Sologuren, 2005b, pp. 407-408), novela que se publicaría en 1958, pero cuyo segundo capítulo apareció en 1948 en la revista Las Moradas, que dirigía Emilio Westphalen y donde Sologuren colaboraba1.

El contacto con Arguedas tuvo consecuencias palpables sobre la obra de Sologuren. Y es que Arguedas y Westphalen formaron un discurso artístico nacional mestizo, cuya modernidad permite actualizar valores estéticos precolombinos aprovechando los aportes univer sales, y este discurso fue la base sobre la que Sologuren desarrolló su labor cultural (Rebaza-Soraluz, 2017, pp. 233-243)2. En Vida continua hay textos en los que se rescata el pasado peruano. En estos se establece una relación dialógica entre subjetividad individual y tempo ralidad histórica que es evidente en las colecciones breves Estancias (1960) y La gruta de la sirena (1961), y alcanza su cenit con el poema largo Recinto (1967), cuyo epígrafe es una cita de la traducción de Arguedas del Manuscrito de Huarochirí y es un texto que «presenta la historicidad de los exploradores arqueológicos europeo y peruano en actividades similares y paralelas que partiendo de la superficie se diri gen hacia abajo, al subsuelo y, al mismo tiempo, hacia el interior de la tierra» (Rebaza-Soraluz, 2000, p. 273).

Signo meridiano de la relación literaria descrita es que Sologuren dedicase a Arguedas los versos de Estancias, que no por casualidad empezó a escribir en 1958, año en que apareció Los ríos profundos, novela cuyo primer capítulo ya conocía y que consideraba la obra maestra del autor (Sologuren, 2005b, p. 354). Es interesante preguntarse si, más allá de la anécdota, existen otros puntos de contacto entre poemario y novela. El presente estudio se centra en dicha interrogante y analiza los paralelismos que hay entre ambas obras, tomando en cuenta los textos críticos que Sologuren escribió sobre Arguedas. Como se ve más adelante, comparten motivos y hay coincidencias en la actitud del narrador y la del sujeto lírico, puesto que la presencia de la epifanía como forma de penetrar el misterio de la naturaleza es transversal a ambas obras.

Narrador en tanto que poeta: el Arguedas de Sologuren

Américo Ferrari apunta que a partir de los años 40 hubo una tendencia en la novela a mezclar elementos épico-narrativos y líricos. Esto puede leerse en Miguel Ángel Asturias, Ciro Alegría, Gabriel García Márquez o Juan Rulfo, entre los que Arguedas ocupa un lugar privilegiado. Su obra armoniza una línea lírica de las vivencias entrañables y los trances ínti mos, con otra línea épica de la representación del choque entre pueblos en el ámbito contrastado del Perú. Lo épico, esa realidad conflictiva, podría ser registrado con solvencia por un autor realista o un historiador; pero el foco de la pluma arguediana no está puesto en lo histórico, sino en el alma de la comunidad que está imbuida en mitos ancestrales

y se proyecta en una visión mágica, unitaria y animista del universo, de modo que el poeta, que ha absorbido esa visión y esos sentimientos míti cos y mágicos en la experiencia profunda de la niñez, los integra en su obra al mismo tiempo como tema y materia de la narración y como elemento estilístico del lenguaje narrativo. (Ferrari, 1999, pp. 22-24)

Para Ferrari, Los ríos profundos es el ejemplo culminante del lirismo de la narrativa arguediana.

En esa línea que equipara mito y poesía, Ricardo Gullón, en su monografía La novela lírica, considera que Los ríos profundos es una novela poética en tanto que mítica, dado el funcionamiento lírico del mito en ella: «Traspone al mito sus temores y sus sueños, buscando en él un punto de apoyo para orientarse en el mundo» (1984, p. 131). En la mayoría de culturas, el mito funciona no tanto como explicación factual precientífica, sino como representación narrativa de arqueti pos humanos y modelos de conducta «que hay que actualizar (mediante ritos y acciones simbólicas) en el presente» (González Vigil, 2023, p. 332). Lo esencial de Los ríos profundos no es, según Gullón, el contexto histórico y social, sino «el mito: la novela existe como una experiencia de la imaginación que en el texto se convierte en pura poesía» (1984, p. 132). Y por ello se la ha emparentado con la veta del realismo maravilloso, que implica presentar esa otra idiosin crasia para la cual los mitos tienen carácter de verdad, no de fantasía (González Vigil, 2004, p. 50).

De hecho, ya que su fuente es autobiográfica, Los ríos profundos se compuso tomando en cuenta varios alcances formales de la novela lírica, que se popularizó con el experimentalismo de las vanguardias del siglo xx3. Este tipo de novelas está caracterizado no solo por el auto- biografismo en que el protagonista suele ser un alter ego del escritor, sino por la centralidad de la imagen frente a la trama; la hipertrofia de la descripción frente a la narración y el diálogo; la morosidad narrativa que detiene o ralentiza el tiempo; la interiorización de la experiencia; la relevancia del recuerdo, el sueño y la fantasía; la primacía del espacio, el paisaje y la atmósfera (se habla de novela espacial). Así mismo, con rela ción a la expresión, en la novela lírica priman el lenguaje poético, el impresionismo (la evocación, la sensación fugaz), la desautomatización (el arte como poiesis, más que mimesis, la mirada asombrada y nueva hacia el mundo), así como la trama de metáforas, símbolos y epifanías, cuya repetición y variación ritma la novela lírica, y que será central en Los ríos profundos.

Como en tantas novelas líricas, el protagonista es un alter ego del autor, «que desempeña el mismo papel estructural, generador de todo un cosmos, que el yo lírico» (Villanueva, 1983b, p. 10). En esta novela autobiográfica, Ernesto es el epicentro del relato, con cuya voz lírica se identifica el lector. Observamos el mundo desde su mirada subjetiva (más allá de las intervenciones esporádicas del otro narrador, externo y objetivo). Ernesto es, como tantos protagonistas de novelas líricas, un «“héroe pasivo”, entregado a la divagación del ensueño» (Gullón, 1984, p. 99). No se define por sus actos externos, sino por su contemplación interiorizada de la realidad, sus recuerdos y ensoñaciones. Así lo afirma él mismo: «Esperé, contemplándolo todo, fijándolo en la memoria» (Arguedas, 1958/2023, p. 53).

Lo externo resuena en la sensibilidad a flor de piel de Ernesto, a quien todo le conmueve y quien podría asentir, con el personaje de El profesor inútil (1926), novela lírica de Benjamín Jarnés: «Todo me hace vibrar» (citado en Gullón, 1984, p. 115). Y, en su introspección, en su vivir ensimismado, Ernesto todo lo interioriza: transformándolo y trans formándose. La tensión en Los ríos profundos pivota en el contraste entre la mirada inocente, tierna e hipersensible de Ernesto y la violencia de la realidad social que lo circunda. Su mirada es patética, la de una sensibili dad sufriente que se refugia en el canto, en los recuerdos idealizados de su infancia, la naturaleza divinizada y tutelar. De ese modo, la naturaleza es la otra protagonista de la narración. Valdría para Los ríos profundos esta aserción de Pedro Salinas sobre una novela lírica de Gabriel Miró: el paisaje se ha convertido «en personaje, en dramatis persona, en actor mismo de la vida. [...] Parece una experiencia personal; no es algo que ha visto, sino algo que le ha pasado, que le ha ocurrido, como una aventura o un amor» (citado en Miró, 1936, p. xvi).

En la novela lírica lo esencial no es el acontecimiento externo, sino cómo lo percibe y lo procesa el contemplador en su interior. En Los ríos profundos, sobresalen el recuerdo y la ensoñación. Ernesto es «un ser enteramente consagrado a la tarea de recordar, pues el pasado es su mejor estímulo para vivir» (Vargas Llosa, 2019, p. 220). Por un lado, el protagonista retiene todo en su memoria: «Grababa en la memoria la letra y la música de los cantos» (Arguedas, 1958/2023, p. 32). Por otro lado, todo lo externo incita los recuerdos de Ernesto, quien se recrea en estos. La campana principal de la catedral de Cuzco, la María Angola, «abría las puertas de la memoria» (1958/2023, p. 16); también los ríos «despiertan en su memoria los primitivos recuerdos, los más antiguos sueños» (1958/2023, p. 28).

La novela lírica, como se dijo, es una novela espacial y descriptiva. Todo ello resalta en Los ríos profundos. Se describe la naturaleza, personificada y adolorida por la crueldad de los hombres. Un árbol de cedrón es «el más desdichado de todos» (Arguedas, 1958/2023, p. 20), porque los niños «debían de martirizarlo» (1958/2023, p. 5). Hay un «árbol que canta solo» (1958/2023, p. 30) y un «tábano zumbador e inofensivo» al que «los niños lo persiguen y le dan caza» (1958/2023, pp. 84-85). Muy lírico es el pasaje en el que Ernesto lamenta cómo la gente mata a los grillos alados, «aplastándolos, sin tener en cuenta su dulcísima voz, su inofensiva y graciosa figura. A un mensajero, a un visitante venido de la superficie encantada de la tierra» (1958/2023, p. 242). Al igual que los románticos, Arguedas se propone reencantar un mundo desacralizado, rescatar el universo natural y humano, profa nado por la violencia y la explotación. Revalorar el mundo cultural andino, despreciado por el individualismo tecnocrático que es ciego a las tradiciones y la vida comunal. Un símbolo de ese anhelo de pureza primigenia es el ruiseñor de la sierra: «Dio alegría a mi corazón, casi detenido [...]. ¡Ni un río, ningún diamante, ni la más noble estrella brilla como aquella madrugada los ojos de ese ruiseñor andino!», señala el protagonista (1958/2023, p. 275).

Con todo, el peso significativo que asume en dicha novela la reali dad social, la trama de acontecimientos y el diálogo la diferencian de la novela lírica ortodoxa, y hacen que, en general, sea una novela realista. Otros comentaristas precisan que hay una alternancia entre lirismo contemplador y narración de la realidad. Javier Sologuren tuvo también su opinión, una bastante peculiar, sobre este asunto. A su ver, Arguedas fue narrador en tanto que poeta, porque «el soplo recóndito de sus rela tos estriba en la sensibilidad poética con que los asume, de ahí que posea esa ingente capacidad de hacernos partícipes de los hechos que cuenta y de emocionarnos notablemente» (Sologuren, 2005b, p. 356). Lo narrativo, pues, debe a la poesía su eficiencia pragmática: el lector capta los hechos en función de la emoción que lo hacen partícipe. En la base de ese comentario está una de las nociones principales de la poética de Sologuren: que el texto lírico transmite la emoción de una vivencia personal por obra del lenguaje (Guizado-Yampi, 2024, p. 67).

Sologuren se explaya en un artículo de 1976 titulado «La estela grande de José María». Observa una visión poética presente en todos los relatos del andahuailino,

ya desprendiéndose del seno de esta, porque la informa; ya desde una perspectiva formal y técnica, como huaynos, jarahuis, jayllis: las canciones que dejan oír los acentos de la desolación más amarga y el gozoso arrebato de los personajes. (2005a, p. 413)

Comenta que Arguedas confirmó que su expresión se nutría de una rica emotividad al escribir, entre 1962 y 1968, los poemas quechuas de Katatay (1972), porque en dichos versos, al igual que en los relatos, el mito es un constituyente axial. Como explica Sologuren, la experiencia vital y el conocimiento del quechua son herramientas de la fabulación arguediana; permiten acceder y recobrar la dimensión real y profunda del mundo andino, donde la magia y el mito yacen. Así, las piezas quechuas que Arguedas inserta en sus relatos refuerzan el contenido mítico en la prosa (Rebaza-Soraluz, 2000, p. 114).

Sologuren abre su artículo con un breve comentario a un párrafo del segundo capítulo de Los ríos profundos en el que Ernesto y su padre contemplan la aparición de una estrella sobre el río. Pone dicho fragmento como ejemplo de poeticidad y destaca de este, primero, el senti miento intenso de la naturaleza que se expresa «con una vibración tan estremecedora y poderosa que alcanza a transmutar en canto a la pala bra» (Sologuren, 2005a, p. 398)4; segundo, su simbolismo mítico: la luminosidad de la estrella manifiesta el prodigio del alumbramiento, que es creación, y, tercero, la importancia que tienen los símiles en la expresión. A su ver, ese aspecto metafórico es muy principal, pues en la novela hay una metáfora matriz que el título designa:

Los ríos profundos revelan su visión inmediata a la par que dicen, con activa sugestión, del tenaz labrado de sus aguas sobre la roca andina, y soterradamente pero con igual fuerza, de la milenaria vida de un pueblo que ha labrado su tierra y su cultura con indoblegable voluntad de perma nencia. (Sologuren, 2005a, p. 413)

Esos tres aspectos son útiles para apreciar otros pasajes de la novela, y además se presentan en la propia poesía del crítico, particularmente en Estancias.

La epifanía literaria y su alcance arguediano

A ese momento de iluminación, de intensa compenetración del sujeto con la naturaleza y de riqueza expresiva que Sologuren subraya se lo puede catalogar de epifanía literaria. La epifanía literaria surgió en el seno del movimiento romántico de Gran Bretaña. En una sociedad cada vez más urbana, capitalista y secularizada, los poetas buscan nuevas fuentes de trascendencia y de sentido artístico y vital. Y las encuentran en los momentos fugaces de revelación, cuando el poeta experimenta una manifestación de lo espiritual, o del sentido de la existencia, a través del contacto con la naturaleza o el sentimiento más puro (Taylor, 2006, p. 572). Se intenta escapar del ruido y el caos social volviéndose hacia la naturaleza y privilegiando la interioridad. El poeta deviene visionario capaz de descubrir manantiales de sentido ocultos a los demás.

Aunque será Joyce quien dé nombre a la epifanía literaria, su primer introductor es Wordsworth. En el prefacio a las Lyrical Ballads (1798), Wordsworth habla de puntos en el tiempo que retienen una virtud vivificante (Tigges, 1989, p. 14). Esos puntos en el tiempo en los que se revela algo invisible en lo visible (sucesos de infancia, encuentros con la naturaleza, eventos cotidianos) no solo suponen una revelación súbita, también forjan la identidad y la visión del mundo de modo duradero. William Blake desarrolla esa idea e insiste en la concentración temporal, como se lee en el poema Milton (1810): «The Great / Events of Time start forth / and are conceived in such a Period, / Within a Moment, a Pulsation of the Artery» (citado en Nichols, 1987, p. vii).

Por su parte, Percy Shelley, en A Defense of Poetry (1821), define la poesía como la plasmación necesaria de los momentos más felices y deleitantes, por cuanto estos surgen de manera imprevista y son evanes centes. Aunque en general no hay correlación entre poesía y alegría, sí suele haber conexión entre epifanía literaria y felicidad, pues nace en un contexto de felicidad o es portadora de gozo. Shelley señala el carácter evanescente de esas visitaciones poéticas que llegan y concluyen de modo imprevisto, dejando un regusto agridulce. De ahí que se las haya comparado con la anunciación del ángel a la Virgen en los relatos evan gélicos. La epifanía, pues, no puede ser convocada a voluntad, ni rete nida artificialmente. Shelley subraya que esas visitaciones o bien se asocian a lugares o personas (lo espiritual encarnando en lo material y lo corporal), o bien se asocian a procesos mentales (a la meditación o la ensoñación, por ejemplo).

Las definiciones de los momentos epifánicos del siglo xix conver gen en la imprevisión, la brevedad y el carácter extraordinario de esos momentos de manifestación de sentido. Pero difieren en el entendi miento de qué se manifiesta y cuál es su origen último. Algunos poetas anglófonos enfatizaron el carácter religioso de esas intuiciones trascen dentales. La huella teológica que atisban en toda epifanía es un camino para superar la inmanencia. En 1838, Ralph Waldo Emerson apuntaba que, si el contemplador no ha perdido su capacidad de maravillarse, vislumbrará fulgores de lo divino incluso en los hechos ordinarios (Nichols, 1987, p. 8). Toda epifanía es en realidad una teofanía para él: momentos en los que el espíritu supera las constricciones del tiempo cronológico (chronos) e instaura un tiempo extraordinario (kairos), vivido como plenitud de ser, en el que en el lapso de una hora se abre una ventana a lo sagrado y a la eternidad. Otros escritores del siglo xix se referirán también al momento epifánico desde una aproximación no religiosa. Robert Browning habla del momento infinito; Matthew Arnold, de momentos resplandecientes (gleaming moments). Tales momentos cargados de sentido se interpretan de forma más abierta: bien sea en términos espirituales difusos, de trascendencia indefinida, bien sea en términos psicológicos (como proceso mental inmanente). Las apreciaciones oscilan de lo teológico a lo psicológico, pasando por un estado intermedio de inspiración, de asombro maravillado ante un mundo transido de espiritualidad.

James Joyce será el primero en emplear el término epiphany para denominar esos spots of time singulares que describió Wordsworth y, en su estela, otros autores del siglo xix. Hasta Joyce, la palabra griega epiphaneia (‘manifestarse', ‘aparecer', ‘mostrarse') se había aplicado a manifestaciones de lo divino (teofanías), como cuando en la Ilíada se refieren a las intervenciones de dioses. Con la irrupción del cristia nismo, se usó el término para referirse sobre todo a la manifestación de la divinidad de Cristo a los magos de oriente. Joyce introduce el término, resignificado, en el manuscrito de Stephen Hero, base de la novela lírica A Portrait of the Artist as a Young Man (1916). En esta, el protagonista cuenta su deseo de coleccionar incidentes de apariencia trivial, pero de alta intensidad significativa, en un libro de epifanías, refiriéndose con epifanía «a una manifestación espiritual repentina, ya fuera en la vulga ridad del habla, en un gesto o en una frase memorable por sí misma» (Joyce, 1944, p. 188)5. Utiliza el término spiritual no en un sentido sobrenatural, sino inmanente: como aprehensión intelectual, estética o psicológica. Es decir, en la epifanía se produce un exceso de ser, de signi ficado, que rebasa la materialidad del objeto que la estimula.

Puesto que el arte singulariza las cosas por medio de la oscuridad de la forma, el aumento de la dificultad o de la duración de su percepción (Shlovski, citado en Asensi, 2003, p. 70), el éxito de la epifanía como recurso literario se debe a que produce un extrañamiento del objeto. A través de un nuevo modo de percepción y representación, la epifanía transforma lo pedestre en extraordinario; estatiza o abole el tiempo cuantitativo, creando «un instante de eternidad hacia el que sólo cabe una actitud contemplativa» (Villanueva, 1983a, p. 20); por ello, las epifanías son fundamentales en la construcción de la novela lírica (Gullón, 1984, p. 95). En muchas novelas líricas, «la obra ya no es concebida como una entidad férreamente trabada, sino como la suma de momentos felices, de “epifanías”» (Villanueva, 1983a, p. 18), y en Los ríos profundos ocurre de esa manera.

Y, todavía más, el sexto capítulo, en un preámbulo lingüístico, explica lo que sería una suerte de epifanía para el pueblo nativo. Se discute el significado de los sufijos -illa e -yllu, que refieren a la propa gación de la luz no solar y a una música que penetra el alma del hombre, respectivamente. Aclara que -illa «denomina la luz menor: el claror, el relámpago, el rayo, toda luz vibrante. Estas especies de luz no total mente divinas con las que el hombre peruano antiguo cree tener aún relaciones profundas, entre su sangre y la materia fulgurante» (Arguedas, 1958/2023, p. 88). Precisa también que hay comunidad de sentido entre sufijos, e intenta demostrarlo con la narración subsiguiente6. Es este el capítulo del famoso zumbayllu, en cuyo girar Ernesto, en expe riencia epifánica, halla la belleza de la música, la luz y la vida natural.

Carácter y función de la epifanía en Los ríos profundos

En su reseña de la novela, Julio Ramón Ribeyro señala que en ella sobre salen la concepción animista del mundo y la elaboración con que el estilo intercala reminiscencias o describe un espacio. Los mejores momentos de la obra, pues, serían aquellos en los que se detiene la acción y, «liberado temporalmente de la pericia por narrar, su estilo encuentra el reposo y el espacio suficiente para emprender un deslum brante vuelo poético» (Ribeyro, 1976, p. 69). Esas descripciones serían deleitables para los lectores citadinos, ya que en ellas cada objeto de la naturaleza es un motivo de deslumbramiento y tienen para el narrador familiarizado «infinidad de matices, de secretos, de significaciones y de nombres» (Ribeyro, 1976, p. 67).

La abundancia de esos momentos genera que la novela parezca al cuentista más una sucesión de estampas que un argumento. En su estu dio sobre los narradores de Los ríos profundos, Kalkusová (2020) señala que, por ejemplo, Ángel Rama diferencia dos voces narrativas: la prin cipal, que cuenta la historia, y la secundaria, que comenta el mundo con una mirada etnológica, pero que tiene también una segunda pers pectiva de poeta contemplador, en la que hay una experiencia más íntima y espiritual, y en cuyo discurso el tiempo narrativo genera una sensación cósmica. Arguedas da la misma relevancia a ambos narradores para persuadir al lector occidental de la vitalidad de la cultura quechua y mestiza (Kalkusová, 2020, pp. 301-306). En ese sentido, las epifanías, conformadas por el narrador secundario poeta, tienen la función de reproducir en el lector la emoción y la vivencia de ese trasmundo mágico, de hacer verosímil la maravilla que, como se dijo, la otra cultura acepta como real.

No obstante, esa escisión entre lo que se cuenta y lo que se contem pla no es tan categórica. Las epifanías, fragmentos de alta poeticidad, son puntos de fusión. Los ríos profundos es una novela de aprendizaje en la que un Ernesto niño, arrobado de un profundo misticismo, debe madurar construyendo las referencias culturales con qué sobrellevar el mundo conflictivo en el que crece. Explica José García-Romeu (2014) que el personaje atraviesa un proceso de iniciación, culpa y redención en el que entran en juego la magia y la religión, por lo cual las epifanías cumplirían un rol fundamental para con el argumento. César del Mastro Puccio comenta que la novela articula «epifanías del otro» (concepto tomado de Emmanuel Lévinas) en los rostros de los que más sufren por la injusticia (el pongo, los colonos, la demente Marcelina), por las cuales Ernesto «se siente convocado a la solidaridad absoluta» (2004, p. 69). Los ríos profundos relata el crecimiento de un niño y el crecimiento de un pueblo que se logra por los valores comunitarios y real-maravillosos (González Vigil, 2004, p. 108).

Es menester acotar que la crítica previa interpreta las epifanías a partir de un concepto o muy flexible o muy acotado. Podría conside rarse epifanía a cualquier fragmento de detenimiento contemplativo, pero no todos son iguales en extensión, complejidad estilística o rele vancia argumental. Lo que precisa Sologuren de la compenetración subjetividad-naturaleza y la riqueza expresiva y simbólica permite distinguir la epifanía de una simple descripción impresionista. Las epifanías no son solo dilación del instante: en dichos puntos hay una revelación superior (o bien el efecto de ella), que se traduce a la percep ción infantil en un metaforismo complejo que el narrador vierte en prosa rítmica. En estos momentos no basta un símil, sino que de lo contemplado se despliega todo un sistema figurativo de imágenes de amplia sugerencia con vínculos entre sí.

Sirva un comentario del fragmento de la estrella repentina que cita Sologuren:

Ya debía amanecer. Habíamos llegado a la región de los lambras, de los molles y de los árboles de tara. Bruscamente, del abra en que nace el torrente, salió una luz que nos iluminó por la espalda. Era una estrella más luminosa y helada que la luna [énfasis añadido]. Cuando cayó la luz en la quebrada, las hojas de los lambras brillaron como la nieve [énfasis añadido]; los árboles y las yerbas parecían témpanos rígidos [énfasis añadido]; el aire mismo adquirió una especie de sólida transparen cia [énfasis añadido]. Mi corazón latía como dentro de una cavidad lumi nosa. Con luz desconocida, la estrella siguió creciendo; el camino de tierra blanca ya no era visible sino a lo lejos. Corrí hasta llegar junto a mi padre; él tenía el rostro agachado; su caballo negro también tenía brillo, y su sombra caminaba como una mancha semioscura. Era como si hubié ramos entrado en un campo de agua que reflejara el brillo de un mundo nevado. «¡Lucero grande, werak'ocha, lucero grande!», llamándonos, nos alcanzó el peón; sentía la misma exaltación ante esa luz repentina. (Arguedas, 1958/2023, p. 39)

Claro que la intervención de lo subjetivo es explícita por la metáfora del pecho como «cavidad luminosa», pero se llega a ello de forma gradual. Primero hay un marco temporal (antes del amanecer) y espacial (el bosque); segundo, se produce la aparición de la estrella que es el núcleo de la epifanía; luego, se describe con enfoque de detalle cómo la luz se posa en todo el bosque; después, la luz penetra en el corazón del contem plador que al final del párrafo reconoce este evento como una «exalta ción». La dilación narrativa de la luz entreteje las plantas, los accidentes geográficos, el padre, el caballo y el peón. La exclamación bilingüe del peón, única intervención digna de ese momento, cierra la epifanía reco nociendo que dicha estrella tiene un valor especial en su cultura7.

Sologuren ve en la estrella el símbolo de la creación. Después de todo, luego de la estrella aparece el río Pampas (el cual los personajes estaban buscando), cuando el agua es un viejo símbolo de vida. Con todo, la reunión de seres y objetos atravesados por la luz sugiere también la reunión cósmica que conduce a la conmoción interior. Sobre esto, nótese que el fragmento se ubica al final del capítulo8, como clímax de las diversas experiencias y vistas del viaje hacia Abancay. Asimismo, el plano figurativo tiende isotopías entre el espacio nevado de la salida de Huancapi y la impresión que da la estrella de «un campo de agua que reflejara el brillo de un mundo nevado». Algunos símiles de la epifanía (resaltados en la cita) se basan en el vínculo de la luz blanca y el helor, sensación que es más bien expresión del miedo ante lo desconocido, no frío táctil. Entonces, la epifanía no es un ensimismamiento paralelo al mundo o al curso de los hechos, sino un hito narrativo.

Otra epifanía que marca un punto de quiebre acaece cuando el motín de las chicheras es acallado:

Mientras repartían la sal sentí que mi cuerpo se empapaba de sudor frío. Mi corazón palpitaba con gran fatiga; un intenso vacío me constreñía el estómago. Me senté en el suelo enmelado de esa especie de calle y me apreté la cabeza con las manos. El rumor de la gente disminuía. Oí unos disparos. Las mujeres de Abancay empezaron nuevamente a cantar. El olor agrio del bagazo húmedo, de la melaza y de los excrementos huma nos que rodeaban las chozas se hinchaba dentro de mis venas. Hice un esfuerzo, me puse de pie y empecé a caminar hacia el parque de la hacienda, buscando la senda empedrada. En el cielo brillaban nubes metálicas como grandes campos de miel. Mi cabeza parecía navegar en ese mar de melcocha que me apretaba crujiendo, concentrándose. Vencido de sueño llegué junto a una de las columnas de las rejas de acero. Pude ver aún, en el jardín de la hacienda, algunas mari posas amarillas revoloteando sobre el césped y las flores; salían de la profunda corola de los grandes lirios y volaban, girando sus delicadas, sus suaves alas. Me eché bajo la sombra de la columna y de los árboles, y cerré los ojos. Se balanceaba el mundo. Mi corazón sangraba a torrentes. Una sangre dichosa, que se derramaba libremente en aquel hermoso día en que la muerte, si llegaba, habría sido transfigurada, convertida en triunfal estrella. (Arguedas, 1958/2023, p. 131)

Empieza con el mareo de Ernesto, que explica las visiones casi alucina- torias de la mitad del fragmento, y culmina con el desmayo del niño. A diferencia de otras epifanías, aquí se intercalan la percepción profunda y el progreso de la acción paralela de la lucha, ineludible dada su turbu lencia que reproduce la sucesión de oraciones breves sin marcadores textuales. Por otro lado, en las visiones del niño hay una insistencia en la coloración amarilla: el sol del día que hace que las nubes parezcan «grandes campos de miel», las mariposas9. Son imágenes que remiten a la melaza que ensucia el caserío descrito poco antes y a las naranjas que poco después su eventual cuidadora le dará para mitigar su malestar.

Esta epifanía resalta la compenetración de Ernesto ya no solo con el medio, sino con la acción paralela que busca remendar una injusticia10. La visión poética de las nubes de miel realza la dignidad del espacio que ocupan los indios, cuyo olor «se hinchaba» en las venas del niño. Además, este ha caído durante la lucha, como caerán los levantados después, solo que de fatiga y hambre, el hambre que aquejaba a los pobres. La epifanía, de ese modo, marca un clímax en la maduración de la conciencia política (en un sentido más amplio) del personaje, que siente que brota «sangre dichosa» de su corazón y que ese día el orden del mundo se equilibra y hasta la muerte se habría transfigurado en «triunfal estrella».

Los momentos epifánicos contienen los mejores fragmentos de ternura y de fantasía infantil, que se presta a la libre asociación, de un corte incluso de irracionalidad moderna. De esa forma, el personaje de Ernesto, distinguido del narrador adulto, adquiere mayor verosimilitud psicológica. Ya en la primera epifanía, la visión de su padre toma distan cia del éxtasis del muchacho y lo justifica de esta manera: «Tú ves, como niño, algunas cosas que los mayores no vemos» (Arguedas, 1958/2023, p. 13). Arguedas identifica la mirada del niño, curioso y amante de la naturaleza, con la del poeta. Opinaba Ribeyro que, aunque la obra tiene una postura sobre el tema indígena, los pronunciamientos ideológicos son anulados por la perspectiva infantil, de modo que no sería una novela social «que podría esperarse de un hombre que quiere entrañablemente a su pueblo y que conoce mejor que nadie la dura realidad que afronta» (1976, p. 69). Sin embargo, los momentos en los que más sentida y aun explícita es la consciencia de la injusticia y del valor de la cultura nativa se producen en las epifanías, en las cuales la mirada infantil es caracterís tica. La primera epifanía de la novela sucede en la contemplación del muro inca, cuya magia surge como consuelo ante la avaricia del Viejo y convence al niño de que el pasado de los incas no está cancelado, como se pretendía con la construcción colonial sobre el muro. Estas epifanías son vías de comprensión diferente, una comprensión emotiva, simbólica y mágica del problema de la injusticia, en general.

Se ha afirmado que en los pasajes líricos de Los ríos profundos hay un tiempo eternizado y cósmico (Kalkusová, 2020, pp. 303-304). La sensación es más nítida en las epifanías, pues en ellas aparecen afirma ciones categóricas y universales. Del canto del zumbayllu, el niño observa: «Todo el aire debía estar henchido de esa voz delgada; y toda la tierra, ese piso arenoso del que parecía brotar» (Arguedas, 1958/2023, p. 89). Cuando escucha el tañer de la María Angola, piensa: «La tierra debía convertirse en oro en ese instante» (1958/2023, p. 15). Otro rasgo de las epifanías que propicia ese tiempo eternizado y cósmico es la presencia de la luz que, en los momentos más intensos, deriva en fuego: en la contemplación del muro inca y en las imágenes que suscita el tañer de la campana. Esta luminosidad conlleva el simbolismo de revelación que, como se comentó, la novela atribuye en el sexto capítulo a la illa. Así, la impresión del muro convence al niño de que el pasado de los incas tiene todavía vida. Las epifanías de Los ríos profundos son los puntos en que el tiempo mítico irrumpe en el tiempo histórico, el plano simbólico y poético en que se manifiesta la esperanza en el cambio11.

La epifanía en Sologuren: Estancias y los motivos arguedianos

Los puntos de contacto entre las poéticas de Arguedas y de Javier Sologuren son radicales, si se considera que, especialmente en Los ríos profundos, la narrativa del andahuailino se inspira en los recuerdos personales, en la vivencia con el pueblo indígena, como bien destaca el poeta limeño (Sologuren, 2005a, p. 75). Según este, la escritura dependía del recuerdo, de manera que recordar era un proceso inhe rente a lo lírico, porque «es en la profundidad de lo vivido que las pala bras se cargan de significado y se vuelven poéticas» (Guizado-Yampi, 2024, p. 68).

Hacia 1947, Sologuren estaba escribiendo los poemas de su segundo libro, Detenimientos, cuyo título explica en términos que se ajustan al concepto de epifanía de la siguiente manera: «Esos momen tos de éxtasis en que uno parece que está saliendo y a la vez entrando» (1989, pp. 217-218). Entre 1958 y 1960 compuso los poemas de Estancias, un conjunto breve bastante importante dentro de su obra. Este es la recapitulación de la obra anterior, y reúne varios de sus temas más representativos (Gazzolo, 1991, p. 11), la mayoría de ellos proce dentes del ámbito natural. Al describir la estancia, Sologuren empleará términos cercanos a los de su comentario sobre el fragmento de la novela de Arguedas: «Es la exaltación de determinadas realidades de una manera lo más íntima posible; de ahí que la mayoría se valga de la forma vocativa» (2005c, p. 464).

En sintonía con esa definición, los poemas de Estancias pueden estudiarse en función de tres conceptos: himno, compenetración y epifanía. Estos poemas toman la pauta del himno porque cantan a enti dades naturales y existenciales superiores; sin embargo, anulan el aleja miento entre la voz que loa y el elemento que es loado, característico del género hímnico. Entonces, el lirismo brota de la compenetración total. Así, en un poema, la Noche se interna en las venas del sujeto; en otro, el sujeto, en vez de ser enunciante, es enunciado por el Mar (Guizado- Yampi, 2024, pp. 244-245). El autor precisa que en esa compenetra ción se dan epifanías, momentos iluminadores en los que el yo capta la revelación de los ritmos y normas del Universo:

Árbol, altar de ramas, de pájaros, de hojas, de sombra rumorosa; en tu ofrenda callada, en tu sereno anhelo, hay soledad poblada de luz de tierra y cielo. (Sologuren, 2016, p. 98)

Y esas revelaciones se relacionan en especial a la unión y la procreación, porque lo que celebra la hímnica de Estancias es la génesis de la vida (Guizado-Yampi, 2024, p. 256).

Es esclarecedor notar que Sologuren atribuía ese simbolismo de génesis vital al lucero del fragmento arguediano. Las coincidencias formales son también saltantes. El autor de Vida continua destacaba que en esos trozos poéticos de la novela el simbolismo revelador estaba acompañado del símil y la metáfora. A saber, los breves poemas reuni dos en Estancias fueron escritos siguiendo un mismo arquetipo compo sitivo: una enunciación en la que un elemento es invocado y se lo define por medio de una metáfora, en la que se introduce la subjetividad. Por ejemplo, la estancia 13 compara el pensamiento con un haz luminoso que une signos:

Pensamiento, contigo soy rápida atadura, nudo de luz, de signos, constelación oculta cuyo prodigio mido en instantáneo vuelo del dardo en que te libro. (Sologuren, 2016, p. 99)

En este caso, es notoria la asociación entre luz y revelación, así como se introduce el asunto de la fugacidad («rápida atadura»), también carac terística de lo epifánico.

Los versos citados sobre el árbol forman una sola invocación que lo compara con un altar. Se trata de una epifanía que

presenta una comunicación entre lo terrenal y lo supraterreno a partir de la contemplación de un árbol sencillo, natural en su pintura: este tiene sus raíces en el subsuelo (donde el agua las alimenta) y proyecta la ofrenda de sus ramas; correspondiéndole, el cielo le devuelve una luz unitiva. (Guizado-Yampi, 2024, p. 255)

Sin embargo, es interesante anotar que en Los ríos profundos hay una estampa semejante, en la que el árbol es unión del cielo con la tierra: «... quien busca sombra se acerca a ellos y reposa bajo un árbol que canta solo, con una voz profunda, en que los cielos, el agua y la tierra se confunden» (Arguedas, 1958/2023, p. 30).

No es el único paralelismo temático, en principio, porque Estancias canta a algunos elementos principales de la novela de Arguedas. Hay estancias dedicadas al río, a la estrella, al árbol, a la música, al hombre antiguo. Al igual que Ernesto sentía una elevación ante la música de los huaynos y del zumbayllu, el sujeto poético de Sologuren se eleva con la música:

Tocándolo tan sólo con invisible rayo, (al desnudo durmiente bajo signo ignorado) lo despiertas, oh Música, para extático alzarlo al intangible coro donde es tu imperio exacto. (2016, p. 98)

A propósito de la música, en Estancias el río canta en busca del mar, así como cantan los ríos de Arguedas:

Mueves tus largos miembros hacia el mar que te aguarda, musitando palabras al mar de tu desvelo; pero tus labios siempre buscándole la boca, Río, pero tú siempre con tu canción de sombra. (Sologuren, 2016, p. 100)

La estrella de Estancias tiene la misma cualidad de helor que tiene el lucero grande del segundo capítulo de la novela del andahuailino: «... en la absorción fría de tus ojos» (Sologuren, 2016, p. 96). Es una cualidad que en ambos casos parte de la asociación con el color blanco.

Existen otros paralelismos que atañen a un nivel más profundo, de cosmovisión, que no se quedan solo en la relevancia que tiene la animi- zación de la naturaleza en los sujetos de ambas obras. Por ejemplo, la estancia 12 «se estructura sobre una relación dialógica entre la subjeti vidad actual del hombre y su dimensión histórica en el pasado» (Rebaza- Soraluz, 2000, p. 273):

El Antiguo habla en mí. En mí despierta. Sus ojos son un agua cineraria. Un pálido nenúfar, su sonrisa. El Antiguo creyó saber, y su creencia fue sabiduría. Dobló la cabeza en el amor: Espuma es hoy blanquísima. (Sologuren, 2016, p. 99)

Sin precisar la cultura de procedencia del Antiguo, los versos señalan una prolongación de la sabiduría del pasado que se actualiza, de manera semejante a las epifanías de la novela de Arguedas en las que, como se dijo, lo mítico irrumpe en el tiempo histórico.

Que Javier Sologuren dedicase a Arguedas las Estancias que empezó a escribir justo en el año de publicación de Los ríos profundos tiene diversos motivos. Parece oportuno que, en ese conjunto de poemas que sintetiza su trayectoria, el autor quisiera conmemorar una amistad que fue tan nutritiva en lo intelectual y lo estético en sus inicios como lo fuera la amistad con Emilio Westphalen, el otro a quien dedicó el poemario. Pero, además, Sologuren debió advertir las concomitancias literarias entre las dos obras que refrendan las consecuencias de lo amical sobre la sensibilidad y la cosmovisión, y la pertenencia a una misma tradición literaria.

Conclusiones

Se han abordado diferentes aristas del vínculo literario entre José María Arguedas y Javier Sologuren, que, como se ha visto, es variado en sus implicancias. En principio, habría que resaltar la peculiaridad de la visión crítica de Sologuren sobre la obra del andahuailino que presenta a un Arguedas que sería en esencia un poeta lírico cuyo acierto narrativo se funda en la poesía, interpretación que contrasta con otras que desta can en el novelista la capacidad para reportar con ojo etnográfico la realidad conflictiva del Perú. Con todo, esa lectura sologureniana y sus especificaciones técnicas permiten revisar, en torno de las epifanías y la función de lo poético, algunas discusiones que se daban por zanjadas sobre la novela.

Sologuren observa tres rasgos principales del lirismo de Los ríos profundos: compenetración con la naturaleza, revelación simbólica y metaforismo. Estos permiten entender las epifanías del libro y situarlas en la tradición de la epifanía literaria (que, como las obras de ambos, arraiga en el Romanticismo). Si bien tiene vigencia la teoría de que dicha novela alterna dos narradores, el dedicado al argumento y el que contempla etnográfica y poéticamente, se ha visto que tal escisión no es tan categórica, ya que las epifanías, los fragmentos más poéticos, no son detenimientos que escapan del flujo del mundo y sus hechos. Por un lado, las epifanías dan verosimilitud a la construcción del personaje infantil de Ernesto, y marcan puntos álgidos y cambios en la narración: hay epifanías en las que se sella la inmersión del niño con la comunidad. Por otro lado, gracias a su concentración simbólica y emotiva, las epifa nías son vías de comprensión del tema de la injusticia y manifiestan el sustrato mítico en que se valida la cultura quechua. Así pues, el análisis parece justificar (o quizás confirmar) la discutible aserción de Sologuren de que Los ríos profundos sea, en esencia, poesía.

La convicción en los mencionados valores líricos que Sologuren halló en Arguedas se registra también en el campo de la creación. Por ello, hay notables concomitancias entre Los ríos profundos y Estancias. En el poemario del limeño no solo hay un sujeto que se compenetra y animiza los elementos de la naturaleza, sino que estos procesos impli can también epifanías, epifanías luminosas y reveladoras, cuyo plan teamiento estilístico se funda en el uso de la metáfora, tal como nota su autor del lirismo del andahuailino. Estas epifanías son cantos a determinados elementos característicos de la obra sologureniana, muchos de los cuales resultan ser motivos importantes en la novela de Arguedas: el río, la estrella, la música, el árbol, el hombre antiguo, etc. Todo ello muestra cómo, producto de la amistad entre los autores, las voces de las dos obras comparten una sensibilidad y una noción sobre la continuidad del pasado.

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1 Se sabe que el narrador protagonista Ernesto de Los ríos profundos ya aparece en el cuento «Warma Kuyay» del libro Agua de 1935. Apunta González Vigil que es proba ble que hubiera una primera redacción de la novela entre 1942 y 1943 (2004, p. 70).

2Rebaza pone como ejemplo el proyecto editorial de La Rama Florida que prestó espe cial atención a la literatura quechua.

3Era lógico que, en una época de experimentación vanguardista, de desguace de la narración realista decimonónica, muchos escritores abrazasen este género híbrido. Así lo hicieron Azorín en su trilogía autobiográfica (1902-1904); Gabriel Miró en Las cerezas del cementerio (1910) y sus novelas posteriores; Rilke en Die Aufzeichnungen des Malte Laurids Brigge (1910); Valery Larbaud en A. O. Barnabooth (1913); Marcel Proust en A la recherche du tempsperdu (1913-1927); James Joyce en A Portrait of the Artist as a Young Man (1916); Benjamín Jarnés en El profesor inútil (1926); Virginia Woolf en To the Lighthouse (1927) y otras novelas, o Unamuno en San Manuel Bueno, mártir (1931).

4En otro texto, el poeta expresa sobre su amigo: «La naturaleza fue, pues, su invariable y constante horizonte vital, no [...] la ciudad. A su influjo, respondió todo él con temblor y arrebatada exaltación, ya que la índole de su experiencia fue siempre algo más adentrada que la surgida de la percepción puramente estética por más deslumbra dora que esta pudiera ser» (Sologuren, 2005c, p. 126).

5La traducción de la cita es propia de los autores de este artículo.

6A diferencia de otros capítulos, en este se marca una división entre el preámbulo de reflexión lingüística y el resto de episodios, más bien narrativos, todos hilados por el tema del zumbayllu.

7Esto lo termina de aclarar el narrador en el preámbulo lingüístico del capítulo sexto ya comentado.

8El capítulo cuenta el fragmento de un largo viaje a Abancay. Los fragmentos que siguen a la epifanía, menos de una página, son resúmenes de lo que faltaría por viajar y un comentario sobre los morochucos.

9De hecho, se describe el aleteo suave de estas mariposas. En el preámbulo del capítulo sexto se menciona que la música a que refiere el sufijo -yllu «representa en una de sus formas la música que producen las pequeñas alas en vuelo» (Arguedas, 1958/2023, p. 84).

10En las novelas de Arguedas es medular «la comunión entre el héroe y la comunidad, entre el mundo subjetivo y el mundo objetivo» (González Vigil, 2004, p. 65).

11Como detalla González Vigil, Arguedas articula el concepto de la revolución con lo real-maravilloso, pese a que son sistemas de pensamiento contradictorios, porque la visión marxista que inspira la revolución supone un tiempo lineal e irreversible, en el cual las creencias mágicas y religiosas se anulan. El novelista profundiza en los ele mentos mesiánicos y míticos, y los inserta en sus narraciones, bajo una idea de revo lución en que el tiempo ya no es lineal, sino una vuelta al origen (González Vigil, 2004, pp. 102-103).

Recibido: 18 de Marzo de 2024; Aprobado: 14 de Septiembre de 2024

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