Había un análisis de la sangre en aquellos tiempos, ¿no? Para ver, de verdad si somos de los chankas y pokras […]. Y total, que el resultado del análisis de la sangre dice que no somos de los chankas: somos amazonenses. Somos pueblos indígenas. […] Hubo un gran debate, con profesionales. Y ellos pidieron a los mestizos, porque nos habían contado esa historia. Hasta a la escuela nos habían enseñado esto, que somos raza chanka. Nosotros hemos creído, pues […]. Hubo un poco de resistencia. Unos apus decían: «¿Por qué solo ahora [los científicos] vienen y nos dicen esto?» […]. Pero la sangre no puede mentir. O bueno… así dicen, ¿no? No puede mentir la sangre: si somos de raza chanka, la sangre debe ser igual, ¿no? Yo, por ejemplo, tengo un hijo y mi sangre es la suya. La sangre no puede cambiar1.
En 2012, en la selva alta de San Martín, tuvo lugar un encuentro bastante inusual: un equipo de genetistas se puso en contacto con algunos líderes indígenas kichwa para definir los métodos de realización de una investigación biomolecular, que habría involucrado a varios clanes familiares nativos. Cuatro años más tarde, como se puede observar de la entrevista aquí citada, los indígenas de San Martín recibieron la noticia de la refutación de su propio mito de origen, es decir, de la historia que los ve como descendientes de los antiguos guerreros chankas y pokras.
Según esa narración mítica (contada por los mestizos de la zona y difundida en todo el Perú) este valiente y belicoso pueblo, originario del departamento de Huancavelica, en el año 1438 emprendió un largo viaje para escapar de la expansión del Tawantinsuyu. Liderados por el famoso general Anko Hallo, los guerreros chankas llegaron a la actual ciudad amazónica de Lamas donde, mezclándose con diversos grupos nativos, dieron origen al presente pueblo kichwa2. Según algunos, la ascendencia andina de los nativos de Lamas puede explicar por qué este pueblo, que vive en una región amazónica, habla una variante del idioma quechua, un idioma principalmente difundido en los Andes3.
Durante años, esta reconstrucción histórica ha sido cuestionada por varios antropólogos, médicos y lingüistas (Wiess, 1949; Scazzocchio, 1979; Figueróa, 1904; Doerty 2007; Calderón Pacheco, 2003), quienes están convencidos de que los actuales kichwa son, en realidad, descendientes de una serie de poblaciones amazónicas obligadas (por misioneros jesuitas y franciscanos) a vivir juntas en las llamadas «reducciones de indios»4, donde se vieron forzadas a aprender el quechua como lengua franca.
Ante la discrepancia entre una narración producida por una importante tradición oral y datos de origen histórico y cultural, los estudios genéticos intervinieron en el debate tratando de poner fin a la discusión. Mediante el análisis del ADN uniparental5 de los nativos de San Martín, y a través de su comparación con algunas muestras recolectadas en el departamento de Huancavelica y otras obtenidas de los pueblos originarios amazónicos vecinos6, los científicos pudieron demostrar que el mito del origen chanka no tiene ningún fundamento biológico7. Con este artículo me propongo identificar algunas de las consecuencias sociales y políticas de este singular encuentro entre los genetistas y la población nativa kichwa.
Son muchos los etnógrafos que, en los últimos años, se han dedicado a la observación de las derivaciones sociopolíticas de los resultados producidos por la biología molecular. La antropología médica, por ejemplo, se ha centrado en los mecanismos de producción de biosocialidades (Rabinow, 1996) y ha revelado cómo algunos datos de origen genético puedan forjar agrupaciones humanas que se autoidentifiquen como cerradas por fronteras biológicas. Al mismo tiempo, la antropología del parentesco ha analizado las poderosas implicaciones que las nuevas tecnologías reproductivas pueden tener sobre la percepción social de los lazos familiares. Finalmente, varios antropólogos culturales y sociales han centrado su atención en las políticas de la identidad, nacidas en contextos indígenas o locales, tras la difusión de los resultados producidos por la paleoantropología y la genética de poblaciones (Kent y Santos, 2012; Kent, 2013; Trupiano, 2013; Tamarkin, 2014; Solinas, 2015).
Aunque se hayan dedicado a diferentes aspectos de las relaciones entre genetistas y agrupaciones humanas, todas estas investigaciones etnográficas parten de una premisa fundamental: la de considerar el ADN como un objeto etnográfico cualquiera y analizarlo exactamente como se haría con una práctica social, una representación colectiva o un conocimiento tradicional. Por esa razón, los estudios aquí citados no se centran mucho en el producto científico en sí (es decir en el mismo resultado de los análisis biomoleculares), sino más bien en la forma como este producto es manejado, en un plano simbólico, por las poblaciones locales (Simpson, 2000, p. 3). De hecho, como demuestran diferentes autores, el ácido desoxirribonucleico, lejos ser un objeto neutral, puede contribuir a plasmar - o simplemente dirigir - las elecciones políticas de algunos actores sociales. En el caso de los kichwa de San Martín, por ejemplo, las investigaciones biomoleculares han sido recientemente empleadas como una importante herramienta estratégica, útil para ayudar a los nativos con sus reivindicaciones territoriales.
En este artículo propongo pasar por tres etapas diferentes. En primer lugar, deseo mostrar la centralidad del cuento genético-ancestral dentro del panorama político actual de la región San Martín. En las siguientes páginas mostraré cómo, mediante la participación en talleres ofrecidos por ONG y agencias locales o extranjeras, los líderes nativos tienden a adquirir el discurso biológico. Esto les sirve para contrarrestar la historia de su origen chanka y demostrar, de una vez por todas, que los kichwa no son migrantes y, por lo tanto, tienen derecho a utilizar sus propios «territorios ancestrales» ubicados en la selva de San Martín.
En un segundo momento intentaré resaltar que la relación entre los conceptos de «ascendencia», «indígenismo» y «territorio» no traduce una forma propiamente nativa (o amazónica) de ver el mundo. Por el contrario, esa es adquirida estratégicamente por los líderes locales, gracias al trabajo de algunos mediadores culturales (ONG, abogados y profesores bilingües). Estos últimos, al implementar un proceso de vernacularización (Marry, 2006) del lenguaje jurídico y científico, favorecen una conexión entre los nativos kichwa y una «red indígena transnacional» (Niezen, 2003, p. 2), que les permite acceder a circuitos supranacionales capaces de vincular a los estados y a las regiones a reconocer sus derechos específicos (Sapignoli, 2018).
En la última porción de este ensayo intentaré, finalmente, mostrar cómo una parte de la población indígena kichwa no parece adquirir acríticamente este discurso político-estratégico (basado en la retórica de la primacía temporal) y siga considerando sus propias reivindicaciones territoriales a través de una concepción «relacional» del medio ambiente (Ingold, 2000). Así, a pesar de haber asimilado el cuento genético-ancestral, muchos nativos de San Martín lo van remodelando a la luz de una concepción más amazónica del territorio. Este último, lejos de ser considerado una herencia transmitida de una generación a otra, es percibido como una compleja red de relaciones (presentes y activas) entre los individuos vivos, los antepasados y las plantas medicinales.
Este caso etnográfico pone de relieve un gran malentendido sobre los conceptos de «ascendencia» y «territorio», cuyo significado, en el ámbito indígena, supera los límites impuestos por la jurisdicción nacional y la terminología legal. De hecho, es en la presencia constante de la intencionalidad de los antepasados donde se puede identificar el real significado del vínculo ancestral entre los indígenas kichwas y su territorio.
EL DESCUBRIMIENTO DE LOS ORÍGENES Y LA DEFENSA DEL «TERRITORIO ANCESTRAL»
Ya, terminemos rápido esta reunión, porque quiero escuchar lo que piensan los científicos: quiero conocer mis orígenes. ¡Quiero saber en qué sentido soy indígena!8.
Unas semanas después de mi llegada a la región de San Martín, una organización sin fines de lucro de la ciudad de Tarapoto me invitó a participar a una asamblea nativa9. El 20 de marzo de 2018, a las nueve de la mañana, los miembros de la federación indígena CODEPISAM10 se reunieron en el barrio Wayku de la cuidad de Lamas11, en la sede de FEPIKRESAM12. A partir de este encuentro, el presidente de dicha organización quiso difundir los resultados de las investigaciones biomoleculares mencionadas en el párrafo precedente (Sandoval et al., 2016; Barbieri et al., 2017). De esta manera esperaba que los líderes de las federaciones nativas tomaran conciencia del discurso científico que refuta la existencia de un vínculo biológico entre los kichwa de San Martín y los actuales habitantes de Huancavelica, que se autoidentifican como descendientes de los guerreros chankas y pokras.
Unos meses más tarde, algunos miembros de la Cooperación Alemana GIZ13 propusieron una serie de seminarios de capacitación, dedicados a estos temas, y reunieron a los líderes indígenas del distrito de Chazuta14, del barrio Wayku y de la provincia de El Dorado15. El objetivo de dichos eventos se configuraba, según las perspectivas de GIZ, en la recuperación de una supuesta identidad indígeno-amazónica, a través de la difusión de los estudios realizados por historiadores, lingüistas y antropólogos. Para este propósito, los proponentes de los seminarios decidieron concentrarse en difundir «una historia indígena descolonizada»16, en recordar el pasado traumático de los kichwas y en señalar cómo el barrio Wayku de Lamas se formó a partir de la reducción de indios establecida en 1630 por los jesuitas17. Durante estos encuentros (titulados, de manera evocadora, «¿De dónde venimos?») se presentaron también, de forma simplificada, las investigaciones realizadas por los genetistas peruanos y extranjeros:
El patrimonio genético de los kichwas se parece al patrimonio de los awajunes, cocamas y jivaros y el origen de este pueblo es probablemente amazónico. El patrimonio genético andino, al contrario, es muy diferente […] así que se puede confirmar que entre los kichwa de Lamas no hay antepasados chankas. Esto es, por lo menos, lo que hoy en día se cree. Hay que seguir estudiando, pero según la ciencia actual, ustedes no descienden de los chankas. No hay afinidad18.
Parece natural, en este punto de la discusión, preguntarse por qué tanto entusiasmo ante una investigación que, de hecho, se limitó a certificar (bajo un punto de vista biológico) lo que ya habían postulado lingüistas, arqueólogos y etnógrafos19. Los mediadores culturales (ONG, antropólogos, funcionarios, abogados y profesores bilingües) que trabajan con el pueblo kichwa, están acostumbrados a dialogar con organismos regionales, estatales e internacionales: conocen, por tanto, el peso político que tienen los discursos que se centran en cuestiones «étnicas» o «indígenas». En ese tipo de panorama, los modelos de biosocialidad (Rabinow, 1996) que la genómica parece poner a disposición se transmutan en conceptos «no solamente buenos para pensar [sino también, en herramientas buenas] para actuar» (Palmié, 2007, p. 210). La nueva narración de los orígenes (propuesta por los genetistas) es captada, por esa razón, como una importante oportunidad para impulsar algunas estrategias de autoetnización que, durante los últimos años, se están promocionando entre los nativos kichwa:
Quisimos, con la organización, hacer un esfuerzo para que la gente empiece a recuperar su memoria ancestral. Y se empiece a comprender que no es que viene de otro lado: que esa tierra es suya. Porque, de otra manera, se empieza a pensar que «venimos del sur y que somos migrantes, como calquiera»: por eso ahora hay una crisis. Al contrario, ellos son indígenas. Y estudios que expliquen lo que dicen los genetistas pueden ayudar en las cuestiones políticas20.
Para comprender el significado de estas palabras, parece importante proponer el análisis de un enfrentamiento territorial que está involucrando, hoy en día, a la población indígena aquí analizada. El que se va a describir no es el único conflicto que la población kichwa de San Martín está afrontando; sin embargo, la discusión de este caso específico puede proporcionar un ejemplo etnográfico útil: analizada críticamente, esta disputa permite reflexionar sobre el papel de las investigaciones genéticas dentro de las arenas políticas.
Desde el año 2017, los nativos kichwa de diferentes comunidades están viviendo un conflicto territorial debido al establecimiento, en la región San Martín, del Área de Conservación Regional de la Cordillera Escalera (ACR-CE). Este Parque Natural Protegido cubre actualmente una superficie de 149 870 hectáreas y fue instituido el 25 de diciembre del año 200521, con el objetivo de preservar y «proteger los recursos naturales y la diversidad biológica de los frágiles ecosistemas que se encuentran en la Cordillera Escalera» (SERNANP, 2013, p. 35)22. Tras su nacimiento, algunas agrupaciones kichwas se sintieron despojadas de sus tierras, utilizadas tradicionalmente para realizar algunas de las principales actividades de subsistencia (la caza, por ejemplo, la cría de pequeños animales, el policultivo u, ocasionalmente, la pesca).
Una de las comunidades más afectadas por la presencia de dicha área de conservación regional es, sin duda, la de Nuevo Lamas de Shapaja, cuyos habitantes denuncian haber obtenido del gobierno regional de San Martín23 título de propiedad sobre un territorio fragmentado y considerablemente insuficiente. En el año 2016, en efecto, la Dirección Regional de Agricultura de GORESAM otorgó a la comunidad nativa de Nuevo Lamas título de propiedad sobre poco más de 31 hectáreas24, que corresponden al 1,95% del suelo tradicionalmente utilizado por la población nativa. Las restantes 1620 hectáreas de tierra (la mayoría de las cuales se superponen al Área de Conservación Regional de la Cordillera Escalera) fueron entregadas a los habitantes de Nuevo Lamas de Shapaja con un simple contrato de cesión de uso forestal lo cual, lamentablemente, desfavorece el pleno desarrollo del modus vivendi de dicha Comunidad Nativa25.
Por esta razón, en el mes de agosto del año 2017, Nuevo Lamas de Shapaja y el Consejo Étnico de los Pueblos Kichwa de la Amazonía (CEPKA) presentaron una acción de amparo ante el Primer Juzgado especializado en lo Civil, de la Corte Superior de San Martín. A través de esta demanda, CEPKA y la comunidad kichwa del distrito de Shapaja solicitaron al GORESAM26 el reconocimiento inmediato del título de propiedad sobre todo el territorio ancestral de Nuevo Lamas, incluidas las tierras otorgadas a la comunidad con simple contrato de cesión de uso forestal. Al mismo tiempo, acusaron al Ministerio de Agricultura de no haber dictado criterios nacionales unívocos para la concesión de los títulos de propiedad a las Comunidades Nativas y Campesinas, permitiendo que cada Gobierno Regionál definiera estos parámetros de forma independiente27. Finalmente, al gobierno regional, a las autoridades de la Cordillera Escalera y al Ministerio de Ambiente, CEPKA y Nuevo Lamas atribuyeron la responsabilidad de no haber garantizado el derecho de consulta previa antes la creación del Área de Conservación Regional.
Todo esto representó (según CEPKA y la comunidad interesada) una clara violación de algunos derechos constitucionales del pueblo kichwa; entre ellos, el derecho a la identidad y a la integridad (social, cultural y física), el derecho a la propiedad sobre un territorio ancestral y el derecho a la determinación de su propio modelo de desarrollo. El 15 de agosto de 2018, la Corte Superior de Justicia de San Martín declaró infundada esta demanda de amparo.
En medio de este conflicto, durante el año 2017, GORESAM promovió una campana mediática bastante violenta dirigida a presentar a los pueblos nativos como una amenaza para el medio ambiente, protegido por el ACR-CE28. En algunos casos, la propaganda describía a las autoridades indígenas como títeres de las compañías petroleras29. Varios actores involucrados en el conflicto, además, comenzaron a cuestionar la legitimidad de las peticiones territoriales del grupo kichwa, haciendo implícita o explícita referencia al presunto origen andino de la población nativa30. A pesar de que en el estudio justificatorio para el establecimiento del ACR-CE se citen ambas versiones de la historia del origen kichwa, la narrativa en torno a la leyenda de la migración andina se convirtió, para algunos, en un elemento útil para desacreditar el derecho al reconocimiento territorial de los nativos31. Incluso, en las redes sociales, ciertos exponentes del Frente para la Defensa de la Cordillera Escalera empezaron a utilizar el argumento de la ascendencia chanka de los kichwas, para representarlos como «enemigos del pueblo de San Martín y de la Cordillera Escalera que tienen la costumbre, típica de la sierra, de cortar árboles»32.
Los ejemplos aquí citados destacan hasta qué punto el discurso sobre los supuestos «orígenes étnicos» puede volverse central en las arenas políticas. Ante una narración -propuesta por ciertos exponentes del gobierno regional, que ven en la presunta identidad diferencial andina una razón suficiente para contraponerse a los reclamos territoriales kichwa-, algunos líderes indígenas se sienten, hoy en día, autorizados a utilizar el mismo discurso político-ancestral para reclamar su derecho a ser escuchados. Como ha sido evidenciado por diferentes antropólogos contemporáneos, en efecto, las investigaciones de biología molecular (reinterpretadas por un público no experto) parecen ser capaces de decir algo significativo sobre el presente y el futuro de las poblaciones involucradas (y, por lo tanto, también sobre sus opciones políticas), en virtud de la reconfiguración de su pasado compartido (Kent, 2013; Trupiano, 2013; Tamarkin, 2014). Refutar el mito de los orígenes chanka utilizando una nueva narrativa científica permite a la minoría discriminada asumir conscientemente su propia identidad diferencial como objeto de reivindicación política, comunicando públicamente un mensaje en el que se reivindica la la «legitimidad indígena» y la «irregularidad del Estado» (Mouriès, 2014) o, en este caso, del gobierno regional:
Mucha gente, desde GORESAM, dice que somos de los chankas. Pero si ves la cosa desde el punto de vista de los genetistas, eso te hace teorizar y te hace ver que no somos migrantes, tampoco. Que los nuestros son… son territorios ancestrales, ¿no? Que los abuelos y los tatarabuelos ya han estado aquí viviendo, hace muchos siglos […]. El hecho que queremos territorio no es de ahora. Lo que el Estado pretende es desconocer esta posición de los kichwas. Por eso dicen: «Ustedes son recientes. No viven aquí desde antes». Esto, al contrario, ya confirma que sí: estamos aquí desde muchos años33.
ANCESTRALIDAD, INDIGENISMO Y TERRITORIO
La cuestión de la legitimidad de los reclamos kichwa (basada en una supuesta ancestralidad genéticamente certificada) o, por el contrario, la negación de cualquier derecho sobre las tierras pertenecientes a la ACR-CE (por causa del origen andino tradicionalmente atribuido a los nativos de San Martín), plantea una serie de preguntas sobre las relaciones entretenidas entre los conceptos de «indigenismo», «ascendencia» y «territorio». En las palabras citadas, pronunciadas por un líder nativo que apoyó a los genetistas con la recolección de sangre y saliva, aparece una idea que conecta a todos estos términos y que, por lo tanto, merece la pena ser analizada. Se trata del concepto de «autoctonía». Este último se configura como la creencia según la cual las agrupaciones humanas derivan su derecho a vivir en un determinado ambiente en cuanto «siempre han estado ahí», y sus antepasados, que habitaban esos lugares antes que ellos, fueron quienes entregaron en sus manos el territorio que, legítimamente, reclaman34.
Esta idea, así como la referencia a una supuesta «autenticidad indígena», a una «cultura tradicional» o a un «idioma originario», es cada vez más presente en el contexto amazónico aquí observado. Es frecuente, por ejemplo, escuchar a profesores bilingües promover la recuperación de una lengua «ancestral» kichwa, o a autoridades locales apoyar encuentros entre los llamados «abuelos» nativos, con la finalidad de valorar sus «conocimientos y su cultura tradicional»35. Esto parece sugerir que tales elementos traducen una modalidad propiamente nativa de autopercepción y de representación del mundo. Sin embargo, la noción de «autoctonía» ha entrado recientemente a formar parte del horizonte político kichwa. Asimismo, la identificación indígena de los actores locales representa una novedad relativa: hasta la década de 1990, diferentes comunidades de San Martín renunciaron a numerosas ventajas políticas y territoriales para no ser catalogadas oficialmente, por el Estado peruano, como «pueblos indígenas»36. Siguiendo las reflexiones aquí reportadas, queda claro que todas estas narraciones, en la selva alta peruana, se configuren como el resultado de una adquisición estratégica de discursos para la defensa de los derechos humanos, nacidos en el escenario internacional y difundidos, posteriormente, en el contexto político local37.
Analizando algunas de las investigaciones propuestas por las Naciones Unidas, es posible, por ejemplo, identificar una primera referencia a la íntima relación entretejida entre los conceptos de «indigenismo», «territorio» y «ancestralidad». Al respecto, parece sumamente interesante observar un estudio elaborado por el ecuatoriano José Martínez Cobo, que propone una definición inicial y operativa de «pueblos indígenas»38. Leyéndolo atentamente, es posible observar cómo el idioma hablado, la cultura tradicional y la ascendencia compartida se consideran factores determinantes para la individuación de un grupo nativo. Además, en lo que concierne a los antepasados, Martínez Cobo plantea en este documento, por primera vez, la centralidad del dato biológico, relacionado con la idea de una «ocupación primordial» de las tierras39.
A pesar de que los análisis de este autor no pueden aplicarse a todos los contextos nativos y de que a menudo hayan sido cuestionados por los pueblos indígenas o por los organismos estatales40, el peso político e ideológico de sus reflexiones es indudable, en particular en lo que concierne a la identificación de criterios unívocos y compartidos para la individuación de una «subclase internacional […] de los pueblos indígenas» (Niezen, 2003, p. 11). Se considere, a modo de ejemplo, el Convenio 169 de la International Labour Organization, adoptada por las Naciones Unidas en 1989 y ratificada en el Perú en 1993. En este tratado se atribuye a todas las agrupaciones indígenas un cierto valor diferencial, fácilmente identificable en los elementos mencionados por Martínez Cobo en su informe41.
De acuerdo con lo que se acaba de decir, parece útil analizar el movimiento nativo, entendido como un «nuevo fenómeno global» (Niezen, 2003, pp. 1-28). En las batallas territoriales llevadas a cabo por los pueblos amazónicos y andinos, no es raro hoy en día observar líderes locales hacer uso de un discurso político-indígena que no indique simplemente la pertenencia a un grupo étnico-local42. Esto queda demostrado en las muchas referencias a la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Pueblos Originarios, al mismo Convenio 169 o a la Ley del Derecho a la Consulta Previa. Aunque, a menudo, los líderes indígenas reconozcan la importancia de encontrar su camino específico43, no se puede negar que muchas de sus reivindicaciones se refieren a una «subjetividad indígena general» (Mouriès, 2014, p. 22). Esta última concibe la «identidad ancestral» como un concepto ambivalente, cuyo significado puede mutar según el punto de vista adoptado.
Desde una perspectiva interna, la ascendencia sigue representando el conjunto histórico de los antepasados (con o sin nombre) de un grupo humano particular, que funcionan como verdaderos «puentes» capaces de mantener la cohesión de comunidades enteras (Zerubavel, 2004). Por otro lado, como señalan varios antropólogos contemporáneos (Niezen, 2003; Surrallés, 2009; Sapignoli, 2018), recurrir a una idea genérica de «ascendencia» (no importa que sea amazónica, andina o africana) hace que los actores sociales involucrados se sientan parte de una comunidad «glocal» (Favre, 2005). Contra «la gris uniformidad impuesta por los estados nacionales» (Niezen, 2003, p. 2), el indigenismo se presenta, entonces, como una categoría analítica transnacional, capaz de revelar algo significativo sobre las identidades locales.
Según el antropólogo Adam Kuper, es precisamente a partir de este particular posicionamiento del movimiento indígena (en constante tensión entre la dimensión local y global) que puede desarrollarse el mayor peligro de esencialización identitaria. Los mediadores culturales portavoces de los derechos nativos -afirma el etnógrafo- siguen luchando por «el reconocimiento de formas alternativas de entender el mundo, pero irónicamente lo hacen utilizando el idioma [típico] de la cultura occidental» (Kuper, 2003, p. 395). Se consideren los citados datos genéticos que, en los talleres ofrecidos a los dirigentes nativos, se convierten en una herramienta estratégica para individuar pistas sobre la legitimidad de los reclamos territoriales. Pistas escondidas dentro del texto nucleótidico44. En este contexto, la noción misma de «ancestralidad» corre el riesgo de convertirse en una manera de promover la vieja concepción de pertenencia territorial, entendida cómo blood and soil (Kuper, 2003, p. 395), «sangre y tierra».
Ante estas reflexiones, parece oportuno precisar lo siguiente. El autor está consciente de que los mediadores culturales y las federaciones indígenas están utilizando hoy este tipo de lenguaje esencialista y ancestral con el fin de abrirse un camino jurídico en el derecho nacional existente. El análisis crítico que se presenta en estas páginas no puede, por tanto, prescindir de una representación realista del escenario estratégico interactivo y debe tomar en cuenta a los destinatarios efectivos de la comunicación política. De hecho, es poco creíble pensar que los mediadores culturales, que trabajan en estrecho contacto con los pueblos indígenas, no sean conscientes de las grandes limitaciones y aporías que caracterizan las estrategias políticas basadas en los conceptos de «autoctonía» y de «territorio ancestral». Sin embargo, el uso de estas estrategias permite, realísticamente, mantener un diálogo con las autoridades regionales y estatales sobre cuestiones relacionadas con el acceso a los recursos.
A través del examen de este contexto etnográfico, por tanto, no se pretende argumentar que el uso político de los estudios biomoleculares sea la consecuencia de una representación ingenua del mundo y del territorio operada tanto por los líderes nativos como por las ONG (nacionales e internacionales). Por el contrario, estos últimos, insistiendo precisamente en el concepto de «primacía temporal», llevan a cabo una hábil operación política al revertir (y reutilizar como arma estratégica) una idea prestablecida por el derecho imperante en los estados nacionales. Más bien, lo que aquí se intenta argumentar es que dicha narrativa política no representa el único (y el más adecuado) horizonte de pensabilidad dentro del cual inscribir las investigaciones biomoleculares y los discursos ancestrales.
Por esa razón, el objetivo propuesto en el siguiente párrafo es identificar (a través de un caso etnográfico específico) algunas de las posibles articulaciones locales de las representaciones indígenas-ancestrales y observar la reelaboración nativa del discurso genético. Se considera necesario presentar una forma propiamente indígena de percibir y proponer este tipo de narración. Hoy, varias agrupaciones amazónicas son describidas a través de la retórica de la aculturación, retórica incorporada frecuentemente también por las mismas poblaciones nativas. Según este paradigma, el contacto con el occidente habría generado una cierta actitud pasiva que llevaría a los indígenas a incorporar en sus propias narrativas tradicionales, todo tipo de elementos proveniente de contextos ajenos. Esto, obviamente, se aplicaría también al uso (por los líderes nativos) de discursos políticos nacidos en el ámbito internacional o a la aceptación acrítica de las investigaciones biomoleculares. Esta pasividad, desmentida por varios autores contemporáneos (Gow, 1991; Belaunde, 2008; Chaumeil, 2010), tampoco encuentra espacio en las reflexiones aquí presentadas. De hecho, la población kichwa, lejos de importar acríticamente este discurso político-biológico, muestra una gran creatividad cuando se trata de remodelar tales narrativas a la luz de una concepción local de las ideas de «ascendencia» y «territorio».
PARA ENREDAR LOS ÁRBOLES GENEALÓGICOS45
Durante mi trabajo de campo tuve la oportunidad de visitar diferentes Comunidades Nativas. La familia con la que viví, en el Wayku, posee algunas chakras cerca de Sisa y San Miguel del Río Mayo. Además, junto con amigos y conocidos, viajé bastante buscando otros llaktakuna46 que me pudieran recibir. En el mes de mayo del año 2018, durante una de estas excursiones, conocí a una familia de curanderos que vive en una comunidad nativa cerca de la ciudad de Chazuta47. Me instalé en su habitación durante unas semanas y, posteriormente, decidí organizar mi investigación entre el Wayku y la pequeña comunidad.
La familia, desde hace algunas décadas, cuenta innumerables mitos de origen, con el objetivo de acreditar su pertenencia a una tradición chamánica ancestral. En estas páginas deseo recorrer una de estas leyendas: la que cuenta de un personaje mítico con poderes extraordinarios, al que todo el pueblo atribuye la fundación de la comunidad. Este cuento está claramente inspirado en la historia del origen andina de la población kichwa. Durante mi estadía tuve la oportunidad de escucharlo varias veces, antes y después de la divulgación (por los mediadores culturales) del trabajo de los genetistas.
Se dice que, tras la persecución inca, los antepasados de la familia de curanderos, junto a otros miembros de la población chanka, emprendieron una larga migración que, desde Huancavelica, los condujo a la ciudad de Chachapoyas y, posteriormente, a la selva alta. Según este mito, los antiguos viajeros lograron evitar la dominación del Tawantinsuyu en dos ocasiones: la primera tras la guerra chanka-inca del año 1438, y la segunda en el siglo XVI, cuando el Tawantinsuyu conquistó la fortificación de Kuelap, expulsando y dispersando la célebre civilización de los chachapoyas. Cuando llegaron en la actual ciudad de Tarapoto, los curanderos migrantes enfrentaron y derrotaron a las poblaciones autóctonas encontradas y, finalmente, pudieron establecerse, formando el mawka llakta («pueblo antiguo»). Sin embargo, la paz para ellos tardó en llegar: después de algunas décadas tuvieron que abandonar estos lugares, debido a la presencia de los colonizadores españoles.
Entonces mis padres y mis abuelos vinieron cerca de Chazuta, en busca de un lugar donde nadie les va a molestar, porque sabían que al mawka llakta, en cualquier momento, llegan los esclavizadores. Cuando mis ancestros llegaron acá, por esta parte de la quebrada, pues, es un lugar bien tranquilo: la selva, los animales, los peces en el río, decidieron quedarse para formar su chakra48.
Esta larga y tortuosa travesía solo pudo realizarse gracias al valiente guía de C.C., «un tío abuelo»49 con poderes sensacionales. Él tenía la capacidad de transfigurarse en varios animales depredadores para proteger a sus familiares y proporcionarles comida. Una vez asentados en la pequeña comunidad cerca del río, con el paso de los años (y de los siglos), todos los miembros de la familia empezaron a envejecer y morir. Todos menos C.C., que solía transfigurarse en su animal favorito, el puma, para cazar. Con la llegada de la modernidad y de las armas de fuego, C.C. empezó a sentirse amenazado, porque sabía que algún cazador le habría disparado, un día u otro, encontrándolo en el bosque con la apariencia de un peligroso depredador. Así decidió transformarse, de una vez por todas, en un elemento del paisaje: «decidió que su alma y sus conocimientos los iba a poner en un árbol de lupuna, un árbol milenario que hoy está aquí en nuestra chakra»50. Hoy en día, los habitantes del llakta que descienden de C.C. suelen comunicarse con él, rindiendo homenaje a la centenaria lupuna y participando en ceremonias chamánicas a través de las cuales es posible ver a este mítico ancestro con la apariencia de un puma.
Regresando una segunda vez a la pequeña Comunidad Nativa, tuve la oportunidad de escuchar nuevamente esta historia de migración y fundación. En ese momento, GIZ y la organización sin fines de lucro de la ciudad de Tarapoto ya habían tenido la oportunidad de difundir los resultados de la investigación biomolecular, a través de reuniones, talleres y seminarios de formación. Para mi sorpresa, me di cuenta de que, a pesar de un rechazo inicial de la nueva narrativa histórico-biológica, la «verdad» propuesta por los genetistas fue involucrada dentro del sistema mítico de la familia nativa. Las ramas ascendentes de su árbol genealógico se multiplicaron y la historia de la migración sufrió una especie de bifurcación, útil para incluir ambas las versiones del origen kichwa: la tradicional y la científica.
C.C., en esta nueva versión de la historia, en 1438, guió a sus familiares desde la selva ecuatoriana (exactamente cómo suponen los genetistas de las poblaciónes). Simultáneamente (y sin aparente contradicción), un nuevo personaje mítico, el Ayanku, los condujo desde el departamento de Apurímac hacia la selva de San Martín (de acuerdo con el cuento tradicional).
Acá hay muchas historias que parecen mitología, pero que son historias reales. Por ejemplo, la historia del puma. […] Según nuestros abuelos, o sea… mi abuelo me contaba que su tatarabuelo le contaba, que había un personaje, un tío, que se llamaba C.C., que ha sido un superdotado que se transformaba en una pantera. Nosotros hemos migrado del Ecuador gracias a la habilidad de este personaje. […] Y pasaban los años, y ese no se envejecía. La población empezaba a crecer y se sintió amenazado […] Entonces decidió convertirse en un árbol. C.C es la lupuna, y la lupuna es la pantera. Venimos del Ecuador, gracias a él, y venimos de los chankas. Pero en esta historia hay otro personaje, que llamamos el Ayanku y que probablemente no era descendiente de alguien de este mundo51.
El Ayanku fue, en su vida, un ser extremadamente solitario, y desapareció durante una noche tormentosa, dejando en su memoria una especie de piscina natural que la familia suele llamar el Ayanku uchku, el «agujero del Ayanku».
Esta historia nos obliga a reflexionar sobre una serie de cuestiones que intentaremos abordar brevemente en el transcurso de las siguientes páginas. La primera cuestión, la más macroscópica, se refiere a la posibilidad de manipular (sin ningún problema aparente) los árboles genealógicos. Esta puede remontarse a un rasgo interesante de la ascendencia indígena. Una característica que la distingue radicalmente del concepto de «ancestralidad», utilizado como herramienta estratégica en las arenas políticas (y conectado a las ideas de «herencia» y de «autoctonía»). Para investigar estas cuestiones nos podría ayudar el análisis del antropólogo Tim Ingold, quien en su obra The Perception of the Environment (Ingold, 2000) establece una primera distinción entre los que él define como «modelo genealógico» y «modelo relacional».
El primero, según la reconstrucción de Ingold, se configura como una forma típicamente occidental de percibir los lazos sociales y territoriales. Esta se caracteriza por una representación arbórea, capaz de captar e identificar gráficamente el concepto de «ascendencia» entendido como un elemento ahistórico y natural. Dentro de un modelo de este tipo, la identidad común, lejos de ser elegida por los actores sociales involucrados, se basa en la transmisión de «sustancias biogenéticas anteriores a la vida en el mundo» (Ingold, 2000, p. 133). Los ejemplos proporcionados en las páginas anteriores destacan el poder (político, simbólico y social) de este tipo de narrativas, en las que también la experiencia ancestral (representada por el idioma tradicional, los valores y la cultura inmaterial) se identifica como un elemento transmisible y heredable.
Por lo contrario, un «modelo relacional», con el rizoma en lugar del árbol, según el antropólogo inglés, puede describir con mayor precisión el sentido que los nativos tienen de sí mismos y de su lugar en el mundo. Esta imagen permite, a quien la utiliza, reflexionar «sobre las personas y las relaciones de una manera que se aleja de la linealidad estática y descontextualizada del modelo genealógico, concibiendo un mundo en [constante] movimiento» (Ingold, 2000, p. 140).
En lo que concierne el concepto de «ascendencia», es importante subrayar lo que sigue. La imagen del árbol se basa en la idea de que la existencia de cada individuo termine con su propia muerte y «colapse en un solo punto, que está conectado a otros puntos similares a través de linajes» (Ingold, 2000, p. 142). El rizoma, en cambio, permite describir las relaciones ancestrales en términos más complejos. Este tipo de representación no se configura como un movimiento de arriba hacia abajo, del pasado al futuro. Más bien, «las líneas de vida de diferentes seres se cruzan, se interpenetran, aparecen o desaparecen [...] en una profusión de conexiones transversales» (Ingold, 2000, p. 142). Dentro de una definición de historia familiar de este tipo, «antiarbórea» (Deleuze y Guattari, 1988, p. 21) y rizomática, no parece problemático que los seres humanos generen nuevos antepasados (como sucedió en el caso de la mítica figura de Ayanku) o que los progenitores míticos adquieran nuevos significados dentro de los relatos de sus descendientes (como ocurrió al «tío abuelo» C.C.).
Todo esto puede tener consecuencias directas también sobre las relaciones que los nativos entretejen con las llamadas «tierras ancestrales». En una concepción genealógica del territorio, el ambiente es considerado como un simple teatro, «una superficie que sirve de soporte a sus habitantes» (Ingold, 2000, p. 133). No se percibe como un espacio complejo de relación que sitúa al ser humano «en la historia, en el medio ambiente, en la economía y en la sociedad» (García Hierro y Surrallés, 2004, p. 12). Pensamos, por ejemplo, en la citada idea de «autoctonía» en nombre de la cual, a menudo, se invoca la recuperación de los llamados «recursos estratégicos»: el agua, los animales, las plantas y los paisajes, son considerados como simples legados materiales, transferidos a lo largo de una cadena genealógica. Por lo contrario, una representación rizomática de las relaciones humanas y familiares es capaz de ofrecer una percepción diferente del territorio. Ni el ambiente, ni los animales o las plantas que lo pueblan son considerados meros recursos, transmitidos de generación en generación.
Desde este punto de vista, puede ser útil recordar algunas teorías etnográficas recientes, que ven en la perspectiva ecológica un importante punto de apoyo para el análisis antropológico de algunos contextos indígenas (Viveiros de Castro, 1992; Fausto, 2002; Rival, 2004; Descola, 1992; 2005; Belaunde, 2008; Aluli-Meyer, 2014). En las últimas décadas, son muchos los etnógrafos que sienten la necesidad de analizar las instituciones políticas y familiares de los nativos, teniendo en cuenta que sus fronteras se extienden mucho más allá de los límites de la sociabilidad humana. Las investigaciones realizadas por Philippe Descola (1992), Eduardo Viveiros de Castro (1992) y por el ya mencionado Tim Ingold (2000) representan, desde este punto de vista, esfuerzos teóricos distintos, pero compatibles.
Por razones de espacio y de coherencia del texto, no es posible ofrecer aquí un examen completo de estas teorizaciones antropológicas. Sin embargo, es fundamental recordar que cada uno de estos autores ha sabido destacar cómo las agrupaciones de los Andes, de la cuenca amazónica, del bosque boreal y de las islas del Pacífico no adhieren al «dualismo estanco que, en nuestra cosmovisión, rige la distribución de los seres» (Descola 1997, p. 63). Más bien, comparten una peculiar concepción sistemática del ser y la biosfera, dentro de la cual los seres humanos, los animales, las plantas, los artefactos y algunos elementos del paisaje parecen constituir un único y vasto continuo relacional.
Como fue posible observar leyendo la historia de fundación de la pequeña Comunidad Nativa, la familia de curanderos kichwa no legitima su pertenencia al territorio a través de una retórica de la «autoctonía», entendida como «primacía temporal». Para ellos, no importa nada quién vino primero en la selva cerca de Chazuta: tanto la historia del origen ecuatoriano como la del origen andino admiten una migración e, incluso, certifican la antigua presencia de asentamientos humanos en los territorios conquistados. Lo que garantiza el «vínculo ancestral» entre el grupo kichwa y su territorio es la relación (presente y activa) que los individuos vivos entretejen con el medio ambiente y los seres no humanos que lo habitan.
Entre ellos también aparecen los ancestros, cuya existencia se actualiza, precisamente, a través del paisaje. Los hombres de la familia de curanderos a menudo afirman que pueden interactuar con C.C. y con los otros ancestros míticos52, pero lo hacen solo en lugares significativos. Por ejemplo, cerca del árbol de lupuna, del Ayanku uchku o dentro del tambo en el que los tatarabuelos solían ofrecer ceremonias a los visitantes.
Del mismo modo, son muchos los informantes nativos que hablan de encuentros (en su mayoría desagradables) con los espíritus de los muertos (los llamados ayakuna53). Estos individuos mantienen su intencionalidad volitiva activa incluso después de la muerte, pudiendo así volver sobre sus pasos e interferir en el mundo de los vivos, enfermándolos o incluso matando a infantes o animales54. El uso de la frase «volver sobre sus pasos» no es casual. Entre los kichwas se cree que un difunto solo puede transitar por los lugares conocidos en vida: su llakta, su chakra o los caminos visitados antes de su partida. Esta creencia es compartida por otras agrupaciones del Perú, que enfatizan que las almas de los muertos solo visitan los lugares a los que acudieron al menos una vez en su vida (Gow, 1991, p. 185).
Mientras me quedaba unos días en el pueblo de Huapo (a pocos kilómetros de la Comunidad Nativa Wayku), falleció una anciana que había conocido unos meses antes. A mi regreso, su hija me preguntó cómo pude dormir tranquila allá, sabiendo de su muerte, y aun así, decidiendo acampar tan cerca del bosque: su madre quizá me hubiera visitado por la noche, enfermándome o generando terribles pesadillas. Su marido, al oír la conversación, la corrigió inmediatamente: «¡No digas tonterías! Tu madre nunca caminó por Huapo cuando estaba viva. Si Laura vio a alguien por la noche en el bosque, fue un demonio… ¡pero no tu madre!»55.
La particular propensión de los fallecidos a andar solo por los lugares que conocieron en vida parece fundamental en el marco de la presente discusión. Uno de los objetivos de estas páginas es interpretar la ancestralidad indígena como una relación activa entre humanos, ex humanos y territorio. Este último, lejos de representar un área delimitada por fronteras jurídicas, es considerado como «una red de relaciones, un tejido en proceso de construcción y reconstrucción constante» (García Hierro y Surrallés, 2004, p. 21). En este espacio, la memoria nativa adquiere la apariencia de un producto tangible de la relación entre el hombre y el ambiente.
Si, de hecho, en el llamado «modelo genealógico» los contenidos de la memoria (conocimiento ancestral, lengua nativa, antepasados) se consideran como datos objetivos, prexistentes al acto mismo de recordar, en el paradigma relacional (más cercano a la sensibilidad amazónica) emerge todo el peso creativo del recuerdo: los objetos de la memoria son generados en el presente y dependen del mismo acto mnemotécnico.
Entonces, caminar en el bosque y en la orilla del río con los nativos de San Martín, identificando elementos materiales que recuerden a sus ancestros, no significa simplemente «traer a la memoria los tatarabuelos». Cada elemento del entorno, indicado como significativo, constituye el nudo de una relación activa y presente con el propio pasado. Dicho con diferentes palabras, «el paisaje no solo evoca la memoria, sino […] se convierte en memoria» (Santos-Granero, 2004, p. 203).
CONCLUSIONES
En la introducción a un importante volumen dedicado a las nociones de «tierra» y «territorio» (García Hierro y Surrallés, 2004), los editores preguntan provocativamente si es creíble afirmar que «con su título en mano, los pueblos y comunidades indígenas podrán […] desenvolver sus visiones territoriales» (García Hierro y Surrallés, 2004, p. 9). La pregunta es, por supuesto, retórica. Como se ha demostrado a través de la presentación del caso de Nuevo Lamas de Shapaja, la atribución del título de propiedad a las Comunidades Nativas, a menudo ha sido insuficiente. El sospecho con lo cual, en el contexto analizado, numerosos líderes nativos consideran la titulación de tierras genera conflictos y malos humores entre las mismas federaciones indígenas, las autoridades locales y los mediadores culturales, que proponen proyectos orientados a facilitar el mismo proceso.
En estas páginas se ha sugerido la siguiente hipótesis: la incapacidad del gobierno estatal o regional para satisfacer plenamente las necesidades de las agrupaciones indígenas es el resultado de un gran malentendido sobre los conceptos de «ascendencia» y «territorio». Por un lado, las circunstancias políticas obligan a los líderes nativos y a los mediadores culturales a dialogar con los organismos estatales y regionales utilizando un discurso genealógico-estratégico, generado en el ámbito internacional de la protección de los derechos humanos y asimilado a través de un proceso de vernacularización. Simultáneamente, muchos individuos nativos siguen pensando sus propias reivindicaciones políticas mediante un concepto relacional del territorio.
Con la presentación de un caso etnográfico específico, además, ha sido posible observar cómo una familia nativa pudo reinterpretar creativamente el discurso genético-ancestral. Sus miembros (al sacar la narrativa biológica del paradigma genealógico) pueden, hoy en día, leerla a la luz de la singular forma indígena de concebir las relaciones humanas y territoriales. Esto permite demostrar cómo la idea de «ancestralidad» no puede ser descartada por los antropológos empeñados en el análisis de los conflictos politicos y territoriales como una mera trampa esencialista (Niezen, 2003). Por supuesto es difícil negar que, en algunos contextos políticos y culturales, los movimientos de defensa de los derechos indígenas conducen a una exacerbación de las «ficciones étnicas locales» (Kuper, 2003, p. 395). Sin embargo, las reflexiones presentadas en estas páginas resaltan cómo la esencialización de las identidades representa un problema solo para aquellos sectores políticos (indígenas y no indígenas) que persisten en promover una interpretación genealógico-occidental del discurso genético-ancestral56. Lo que se tiende a olvidar y a elidir, dentro de tal narrativa57, es la compleja red de relaciones (presentes y activas) que los actores locales tejen con los elementos del paisaje, con los objetos de la memoria y con sus antepasados. Estos últimos, actuálizandose en el ambiente e interactuando (en lugares específicos) con los seres humanos vivos, constituyen la verdadera esencia del nexo ancestral entre los nativos y su territorio.