SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
 número12El estallido social desde la prensa escrita concentrada en el Perú (2022-2023)La iglesia arcoíris: la apropiación LGBTI del espacio religioso en Lima índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

  • No hay articulos citadosCitado por SciELO

Links relacionados

  • No hay articulos similaresSimilares en SciELO

Compartir


Discursos del sur

versión impresa ISSN 2617-2283versión On-line ISSN 2617-2291

Discursos del sur  no.12 Lima jul./dic. 2023  Epub 05-Dic-2023

http://dx.doi.org/10.15381/dds.n12.27097 

Artículos Científicos Originales

Crisis y heterogeneidad en la representación temporal del sistema político español, 2008-20201

Crisis and heterogeneity in the temporal representation of the Spanish political system, 2008-2020

Juan Martín-Sánchez1 
http://orcid.org/0000-0002-0487-7593

1 Universidad de Sevilla

RESUMEN

El artículo tiene dos objetivos: primero, estudiar el papel que juega el tiempo en la representación política como emplazamientos en el desarrollo de los acontecimientos y como configuración del sistema político; segundo, analizar la simultaneidad de varios procesos recientes que afectan, de manera crítica, al desarrollo “normal” del sistema político en España. El periodo de análisis, entre la recesión económica del 2008 y el inicio de la pandemia de COVID-19, en febrero del 2020, gira en torno al desafío independentista del Gobierno de la Generalitat y la respuesta del Gobierno de España. El foco se pone en el análisis de una triple crisis: la territorial, la corrupción y la desigualdad. La simultaneidad de estas tres crisis crea problemas en los emplazamientos temporales del sistema político y en la capacidad de los actores políticos para proyectar sus estrategias más allá de la coyuntura. Ninguna de las tres crisis se ha resuelto y el sistema político español no ha alcanzado una situación de estabilidad equivalente a la anterior al 2008. De esto se concluye que, tal vez, no sea la crisis, como emplazamiento temporal, la noción que mejor represente la estructura política de España, sino la heterogeneidad.

Palabras clave: España; representación; sistema político; nacionalismo; corrupción

ABSTRACT

The article has two objectives: first, to study the role played by time in political representation as spaces in the development of events and setting for the political system; second, to examine the coincidence of a number of recent processes that are critical to the “normal” development of the Spanish political system. The period of analysis, between the 2008 economic recession and the beginning of the COVID-19 pandemic, February, 2020, revolves around the independence intent of the Generalitat government and the response of the Spanish government. The focus of the analysis is set in a triple crisis: territorial, corruption and inequality. The simultaneity of these three crisis causes problems in the temporal spaces of the political system and the capacity of political actors to envision their strategies beyond the context. None of the three crisis has been resolved and the Spanish political system has not reached a stability comparable to that prior to 2008. This leads to the conclusion that the crisis as temporal spaces may not be the notion that best represents the Spanish political structure, but its heterogeneity.

Keywords: Spain; representation; political system; nationalism; corruption

Aquí exploro algunos aspectos de la estructuración temporal de la representación política, a partir de los principales retos que vivió el sistema político español entre la gran recesión, en el 2008, y la pandemia de COVID-19, en el 2020. Sin forzar demasiado a Koselleck (1993), entiendo que los análisis teóricos y empíricos sobre el concepto de representación política nos muestran estos dos modos que son condiciones necesarias de sus definiciones respectivas: un modo sería la representación como narración de las actuaciones y los hechos más o menos sucesivos e interconectados, según materias, sujetos, audiencias, áreas o procesos, que forman los acontecimientos observables en sus evidential boundary (Goffman 1974). El otro modo sería la representación como descripción de las estructuras sociales y sus elementos estructurantes, que muestran la sintaxis institucional de las sociedades en sus diversas y solapadas temporalidades de largo, medio y corto plazo.

El objetivo de este ensayo es identificar y analizar, bajo la pregunta por los emplazamientos temporales en la representación política, un conjunto “representativo” de actuaciones y procesos del sistema político español en torno al desafío soberanista planteado desde Cataluña en el periodo 2008-2020. Este desafío fue liderado por el Gobierno de la Gerneralitat de Cataluña y la mayoría de su Parlamento, una parte importante de su clase política, varias organizaciones de su sociedad civil y un amplio entramado de su ciudadanía, frente al resto del Estado español y la mayoría de su clase política. Para este objetivo, pretendo un el análisis sociológico, en conexión con la teoría de la historia y de la política, de tres tipos de emplazamientos temporales que se pueden observar en el reciente desarrollo del sistema político español y que la coyuntura de septiembre-octubre del 2017 llevó a un momento crítico con efectos estructurales.

Utilizaré un tuit de Gaspar Llamazares2 del 2 de octubre del 2017, en el que enunciaban tres crisis simultáneas (territorial, corrupción y desigualdad) (Llamazares 2017), como indicios del periodo. También usaré el libro de Elster et al. (1998) como perspectiva para ordenar el conjunto de problemas que ese tuit indicaba, en la dialéctica entre transformaciones del sistema político y las estrategias por conducir, temática y temporalmente, esas transformaciones. Pero antes presento algunas delimitaciones básicas del marco de análisis que seguiré.

La representación política entre la crisis y la heterogeneidad

En primer lugar, hay que insistir en que la representación política y la democracia son realidades sociohistóricas en las que los conceptos que las hacen cognoscibles, para los participantes y para los observadores científicos, forman parte de la sedimentación semántica y pragmática que influye en la continuidad de esas realidades. En este sentido, es de gran utilidad la teoría de los conceptos y de la temporalidad histórica de Reinhart Koselleck, así como el planteamiento de Pierre Rosanvallon sobre el estudio de la política y la democracia.

Uno de los problemas de Pitkin (1985), cuando abordó el “concepto de representación”, es que usaba los debates históricos para sintetizar un concepto normativo de representación más allá de condiciones históricas concretas. En modo casi inverso, Manin (1997) analizaba la historia de las instituciones y reglas de la representación política como estructura histórica de la democracia moderna. En Pitkin, era fundamental el acento en la calidad de la acción responsable de quienes actúan como representantes frente a quienes actúan como representados. En Manin, esas actuaciones, que constituyen la representación, están insertas como partes y muestras, en arreglos y tramas de personas e instituciones que son las audiencias normativas y materiales en las que se resuelve sobre la calidad de la representación. En ambas aproximaciones, los tiempos de las acciones y de las estructuras son fundamentos recíprocos. Así, el lema “No nos representan”, que en España se hizo popular con el movimiento del 15M desde el 2011, tiene esta doble matriz de concepción normativa de la representación y de historia social en la que se disputa el sentido y la extensión de la representación como clave del régimen político.

En segundo lugar, es importante definir la noción de “emplazamiento temporal”. Para ello, es útil la perspectiva que sigue Pitkänen (2003)3 en el análisis de los textos de ficción en inglés. Este analiza cómo son usados diversos tipos de lo que llama “spacio-temporal setting” de una narración, desde el que al inicio del texto presenta y ordena la estructura de la trama a desarrollar, hasta el que se despliega con las actuaciones y trayectorias de los personajes. En nuestro caso, nos movemos entre unos emplazamientos espacio-temporales que son condiciones de partida del sistema político y otros emplazamientos que forman parte de los acontecimientos, de las actuaciones sucesivas y de las estrategias más o menos colectivizadas que los actores desarrollan. En unos u otros casos, con la información que se tiene sobre los contextos de la acción, sobre la acción en sí y sobre los actores involucrados, se puede distinguir entre los registros de lo espacial y de lo temporal. A esto nos referimos con la noción de “emplazamientos temporales”, no al tiempo histórico como tal, sino a las disposiciones temporales de las tramas4 sociales que ordenan, como recursos y como fines, la acción y la estructura política. Esos emplazamientos temporales serían recursos (Martín Criado y Prieto 2015) en la cooperación y la competencia política, cuyos sentidos y eficacia tienen vínculos selectivos con factores del tiempo social que están más allá de la situación concreta, el acontecimiento o la estrategia, algo que también señalaba Goffman (1974) y que nos remite a la noción de “regímenes de historicidad” de Hartog (2014).

En el sistema político español, las referencias y las disputas por los emplazamientos temporales están presentes en numerosas demandas de representación política, tanto en aquellas que pretenden ser aceptadas como marcos de interpretación de lo que ha ocurrido, está ocurriendo y podría ocurrir, como en las que promueven que alguien (persona jurídico-política) pueda actuar, autorizar, suplir y simbolizar a otros frente a una audiencia de terceros en el desarrollo del sistema político.5 Bastaría con una pequeña muestra tomada al azar entre publicaciones académicas, la prensa, reportajes de televisión o radio, declaraciones de políticos y ciudadanos, textos legales y procesos judiciales, para constatar las diversas y constantes apelaciones a los “tiempos” en que vimos y con los que vivimos.

Por último, algunas indicaciones sobre la aplicación que aquí se hace de las nociones de crisis y de heterogeneidad. De una parte, me interesa Dobry (1988) cuando defiende que es más productivo estudiar las crisis políticas en la propia dinámica histórica del sistema político, evitar concepciones teleológicas y mecanicistas de los procesos y sistemas, y analizar las constricciones y los encadenamientos recíprocos entre distintas actuaciones dentro de estructuras cambiantes. Este planteamiento, más sociológico, es compatible con el análisis de la noción de “crisis” como concepto clave en el lenguaje político moderno, que, para Koselleck (2012), integra tres significados: el de un dilema que requiere de un diagnóstico y una decisión; el de una coyuntura iterativa, cíclica, en el desarrollo del propio sistema; y el escatológico fin de la historia (ya sea como discurso de la historia, de una determinada sociedad o civilización, o como final de la existencia humana). De manera muy sintética, los acontecimientos entre el 2008 y el 2020 han sido presentados como una coyuntura de riesgo, incertidumbre, simultaneidad, desconfianza, deslealtad, urgencia y permeabilidad de las fronteras entre sectores de la sociedad (económico, cultural, político, territorial, demográfico, europeo, relaciones exteriores, etc.). En este análisis de “coyuntura”, la representación del sistema político hoy vigente se delimita, social y temporalmente, en el contraste con la representación canónica del orden alcanzado en la Transición, una especie de edad dorada del progreso en España, que va más allá de la reforma política y cubre el periodo entre 1977 y el 2008. Tal vez los debates sobre la Constitución de 1978 y sus posibles cambios, reformas o sustitución sean los que mejor enmarcan esos dos tiempos de la sociedad española: uno como espacio de experiencias ya realizadas y registradas que toca a su fin, y el otro como un horizonte de expectativas que se aceleran y se desconectan del pasado inmediato.

De otra parte, la situación que vive el sistema político español y el papel que en él juega el subsistema político catalán no pueden ser observados ni analizados sin referencias a la Unión Europea, al Mediterráneo y al incierto reacomodo de las potencias tras el desordenado derrumbe del siglo XX en la década de 1990. Este conjunto nos remite al aumento de la heterogeneidad de las sociedades nacionales y de la misma Unión Europea dentro del mundo, una heterogeneidad compuesta por la simultaneidad de procesos históricos distintos y solapados entre países con filiaciones culturales y jurídico-políticas diversas, estructuras productivas interdependientes con desigual distribución territorial, con distintas productividades y capacidades de adaptación según sectores, y con fronteras y relaciones internacionales de difícil convergencia. Se trata de un panorama para el que resulta útil la noción de heterogeneidad desarrollada en el debate latinoamericano sobre economía, historia, ciencias sociales, artes y filosofía, desde los economistas Raúl Prebisch y Celso Furtado, los sociólogos Fernando H. Cardoso y Enzo Falletto, el historiador Tulio Halperín Donghi, al filólogo Antonio Cornejo Polar.

Emplazamientos en la simultaneidad sociohistórica: las tres crisis sobre la mesa

El 2 de octubre del 2017, a las 12:17, Gaspar Llamazares publica el tuit: “Ya tenemos encima de la mesa todo el menú: la crisis social de la desigualdad, la crisis política de la corrupción y la crisis territorial”. El mismo texto aparecía en un artículo de opinión el día siguiente en el periódico ElDiario.es, con el título “La dinámica de la negación-represión”. Tanto el tuit como el breve artículo ofrecían una representación del sistema político en vías de colapso, no solo por las dilaciones y los errores de los Gobiernos de España y de la Generalitat en aquellos días, sino porque el reto independentista habría sorprendido a la democracia española en medio de dificultades estructurales importantes. Aquí no asumo el diagnóstico de Llamazares, lo tomo como una sinopsis de indicios y debates.

En términos más teóricos, el tuit nos sitúa frente a los dilemas de la simultaneidad de los cambios en y del sistema político, algo muy equivalente a lo planteado por Elster y otros (1998) sobre las sociedades poscomunistas, en un libro con el subtítulo Rebuilding the Ship at Sea (Reconstruir el barco en medio de la mar). Este es el emplazamiento temporal de la sociedad como estructuración histórica e historia estructurante, es el tipo de temporalidad que enfrentan y asumen los agentes políticos constantemente, pero que aparece como problema político fundamental cuando el sistema está en crisis, ya sea como efecto emergente de múltiples actuaciones sin que estas pretendan el cambio del sistema o como efecto de alguna fuerza política relevante que provoca opciones reales de cambio sistémico. Desde el punto de vista de la agenda, es el tiempo de la simultaneidad. Los actores se emplazan mutuamente en el desarrollo de los cambios del sistema que, al mismo tiempo, los habilita y constriñe. Desde el punto de vista del sistema político, es el tiempo del cambio de estructura o de las crisis como heterogeneidad estructural.

Un sistema político conlleva un arreglo histórico (en la descripción que lo muestra y en la narración que informa su construcción) entre los tiempos, los asuntos y las generaciones que definen la comunidad, el régimen institucional y el modelo socioeconómico. En estos tres niveles, las actuaciones políticas enfrentan y desarrollan emplazamientos temporales de largo, medio y corto plazo (en los sentidos de Koselleck o Braudel), así como fundamentos de legitimidad basados en la pasión, la razón o el interés. En el modelo teórico que planteaban Elster, Offe y Preus: en el nivel de la comunidad predominan los emplazamientos de largo plazo con pasiones sedimentadas; en el nivel del régimen institucional se encuentran los tiempos medianos de las razones “constitucionales” y los procedimientos más o menos reglados que hacen previsibles los comportamientos recíprocos, con sus incumplimientos e imprevisibles “audacias”; y en el nivel socioeconómico predominan los emplazamientos de corto plazo, propios de los intereses representados en los programas de gobierno y en el desarrollo de la políticas públicas. Las soluciones alcanzadas en cada uno de esos niveles estabilizan el sistema en sentido ascendente, desde el largo al corto plazo, y se convierten en condiciones y recursos para la acción; es lo que podríamos llamar una estructura política normalizada, en tanto que estable y previsible (lo cual no significa, ni mucho menos, exenta de conflictos o violencias). En este planteamiento, los dilemas de simultaneidad surgen cuando esa mutua contención de las soluciones alcanzadas en cada uno de los tres niveles se quiebra y se pierde el orden de prelación entre las mismas. En los casos extremos, se puede llegar a la pérdida progresiva de la capacidad del sistema político para ordenar la estructura social en que está inmerso, con el riesgo de desconfiguración de esta última (fue el caso de Yugoslavia); pero también se puede desarrollar una actuación política más o menos autoritaria o democrática que ordene la agenda y distribuya los costos en el tiempo (España entre la década de 1960 y 1980, con transición a la democracia tras una primera modernización de la estructura económica y con la proyección de una consolidación nacional como país de pleno derecho en la, ahora, Unión Europea); así mismo, una solución menos autónoma puede desarrollarse por la intervención exterior (los aliados en Alemania tras la II Guerra Mundial, con separación territorial y estatal incluida) o por los efectos estabilizadores de la inserción de la sociedad en una estructura social más amplia (la entrada de Portugal y España en la Comunidad Económica Europea en 1986, que les ayudó a estabilizar sus respectivas transiciones). Estos desarrollos posibles no son solo, ni mucho menos, opciones de la agenda en el menú del Gobierno y la clase política, son sobre todo constituyentes del sistema político en tanto historia de la sociedad.

Desde el anterior planteamiento, se puede hacer un análisis para cada una de las tres crisis que planteó el tuit de Gaspar Llamazares. En el último apartado de este artículo, regresamos a la noción de heterogeneidad con la que escapar de la retórica de la crisis y del deslumbramiento que el foco puesto en la agenda de la clase política puede causar.

La crisis territorial: emplazar la soberanía

Es fácil entender a qué se refería Gaspar Llamazares cuando resaltaba la “crisis territorial” en España el 2 de octubre del 2017, tras la conflictiva jornada del 1 de octubre en Cataluña. El mensaje era parte del debate político y referido a la legitimidad del orden político en todo el país, en términos de geografía humana, de ocupación del territorio con un recorrido histórico de largo plazo; es decir, estaba referido a los fundamentos de la comunidad y la soberanía política. ¿Cómo se representa esa legitimidad y su crisis? ¿Qué representaciones se ofrecen y qué éxito tienen? ¿Quiénes construyen esas representaciones, con qué elementos y para qué públicos? ¿Qué emplazamientos temporales podemos encontrar en esas representaciones? Veamos algunos casos.

Una representación recurrente -no estrictamente política, pero usada en la disputa política por lograr audiencias, competencias administrativas y presupuestos-, cuando se habla de la integración de la sociedad en España y en Cataluña, es el comentario de los mapas de infraestructuras de transporte. Pereciera que con un solo vistazo al mapa se muestra la “obvia” geografía humana de España. Esto es algo que se hace mucho, ya sea para señalar el centralismo en torno a Madrid o la diferencia de alguna región, así como para reivindicar la continuidad de la integración del país desde la Iberia romana y sus calzadas o la vertebración interna de alguna comunidad. En estas apelaciones a los mapas, hay una lucha por la audiencia política que está legitimada a reconocer a los representantes políticos y a sostener sus actuaciones. Ahora bien, esos mapas son registros cartográficos de relaciones históricas entre lugares, gentes y tiempos sociales, no son un mero instrumento técnico con una sola interpretación posible.6 En cierto modo, las naciones, como hechos modernos, están asentadas en las realidades materiales de sus infraestructuras, como los ferrocarriles, la electricidad, las ciudades, la velocidad del transporte y la vida cotidiana, los museos o los yacimientos arqueológicos, y en las palabras con las que nombrar esas naciones modernas y compararlas entre sí. Desde los proyectos ilustrados de sociedades nacionales, la asociación entre infraestructuras materiales y palabras es un elemento clave en las representaciones de las sociedades como identidad (pasión) histórica.

Además, el territorio muestra y forma otros tiempos que podemos calificar de “museos vivientes”, con experiencias inmersivas, realidades virtuales, catálogos y mapas, ya sea para el arte románico del Pirineo catalán y el modernismo de las ciudades industriales catalanas, del clasicismo de Castilla-Madrid o del barroco de Andalucía-Sevilla: todos promueven la compactación y la fijación de los tiempos de la identidad colectiva. El territorio aparece como representación cultural y política de las identidades colectivas, como prueba de la lucha por su historia. La infinidad de museos locales, regionales o nacionales (de España o de Cataluña), con sus luchas por las “reliquias” desplazadas de sus “orígenes”, se esfuerzan en registrar y mostrar esos emplazamientos de la historia colectiva en el territorio.

Junto a la fijación de los museos y las rutas históricas, el territorio es reivindicado como historia viva de tránsitos y asentamientos humanos, de continuidades milenarias con un sinfín de “irrupciones” migratorias. Algo que podemos encontrar en cualquier manual escolar de historia sobre Cataluña o sobre Andalucía. Además, se dibujan árboles genealógicos y se usa el análisis del ADN mitocondrial para mostrar la probabilidad de que una muestra de la población, estudiada hoy en un determinado territorio, tenga mayor o menor similitud genética, en términos estadísticos, a la de otra muestra de población que ocupa otro territorio en el presente, o el mismo territorio en el pasado si tenemos restos humanos suficientes que conserven información genética para el estudio. Algo parecido se puede hacer con las comparaciones entre lenguas y su distribución territorial como rastros de continuidad y discontinuidad que darían contenido material a los términos con que se nombra y (des)califica a la identidades colectivas.7 De este modo, las arqueologías, las genéticas y las filologías muestran indicios de continuidades y rupturas en la presencia humana, pero sin el sentido que le aporta el promotor de esos reclamos8 a la representación poco nos dicen de las comunidades políticas a las que se refieren las denominaciones nacionales. Es decir, el carácter político de esas observaciones, más o menos apoyadas en alguna prueba científica, lo aporta el reclamo que constituye su audiencia, así las migraciones (no solo los inmigrantes de un determinado momento y lugar) sirven como importantes emplazamientos temporales de una comunidad política: el apellido del presidente, sea Montilla9 u Obama, es un “dato-reclamo” a tener en cuenta en la competencia por la representación política, en tanto que pretende o denuncia la “integridad” temporal de la comunidad representada.

La crisis territorial de España no es la referida a la integración de las infraestructuras y las poblaciones (probablemente nunca ha sido mayor y mejor que hoy),10 sino a la composición, en cantidades y calidades, de la comunidad que forma el país, a la tensión entre la homogeneidad y la heterogeneidad histórica. La crisis afecta a los emplazamientos temporales de esa comunidad asentada en un territorio, de ese “nos” que definiría a España y/o a Cataluña, que conlleva emplazamientos a su formación, continuidad y futuro, a los lazos entre generaciones obligadas con esa identificación colectiva. No se trata de reducir los trayectos de viaje o de registrar la longevidad de tal o cual asentamiento prehistórico o fenicio, sino de si el viaje geográfico o histórico se hace dentro o no de la misma comunidad, dentro o fuera del territorio histórico y memorial, y si se reclama una comunidad homogénea o heterogénea.

En este sentido, es muy significativo que buena parte de la discusión se haya dado en torno a la calidad histórica de la identidad colectiva, a su longevidad y las pruebas que atestiguan su continuidad. Ahí está la polémica sobre el carácter nacional de España y de Cataluña y de cuál de ellas es previa respecto de la otra y respecto de la formación del Estado español. El asunto tiene poco desarrollo retórico en la Constitución española de 1978 y apenas en el Estatut de Cataluña de 1979, pero sí lo tiene en el Estatut del 2006 (que fuera “rectificado” por el Tribunal Constitucional), en la Declaración de Independencia que firmaran la mayoría de diputados del Parlament fuera de sede legislativa,11 o en el Estatuto de Andalucía aprobado en el 2007 que señala: “Andalucía, a lo largo de su historia, ha forjado una robusta y sólida identidad que le confiere un carácter singular como pueblo, asentado desde épocas milenarias en un ámbito geográfico diferenciado, espacio de encuentro y de diálogo entre civilizaciones diversas” (Preámbulo del Estatuto de Andalucía del 2007).

Esta disputa por el emplazamiento temporal de largo plazo es una lucha por la prelación entre identidades constituyentes y la vinculación entre el territorio y la soberanía: frente a los 500 años de la integración de las coronas de Castilla y Aragón dentro de un Estado compuesto, se postulan los 131 presidentes de la Generalitat y sus casi 800 años de historia (Canal 2018) como pruebas de una identidad permanente y unitaria, o la patria andaluza, aunque en este último caso no pase del emplazamiento al pasional e inmemorial rastro civilizatorio.

La crisis por corrupción: la levedad de las razones jurídico-políticas

Apuntaba bien Gaspar Llamazares en su tuit del 2 de octubre del 2017, pues la corrupción deteriora las razones que legitiman las reglas y las instituciones de un “Estado social y democrático de derecho”, que es como se constituye España, según artículo 1.1 de la Constitución. Deteriora las razones de sus fundamentos de igualdad, libertad y solidaridad (por más controvertibles que sean estos en sus realizaciones), así como la eficacia de las soluciones políticas y jurídicas que esos fundamentos adquieren en la Constitución y las leyes que rigen las actuaciones públicas y privadas de todo tipo. Además, deteriora las razones semánticas y pragmáticas del debate político y del consentimiento respecto de las decisiones de los poderes públicos. En este último caso, la argumentación política pierde calidad, tanto en sus elementos sociales (los interlocutores malgastan prestigio y autoridad, y las situaciones de habla no delimitan los temas, las formas y las actitudes), como en sus elementos lógicos de verosimilitud, suficiencia, pertinencia y orientación (Quiroz et al. 1992).

El asunto afecta a la racionalidad de todas las áreas del sistema político, incluyendo a la sociedad civil, a la ciudadanía y a las estructuras sociales extrapolíticas, como las económicas, las internacionales y las interpersonales. En un breve artículo de opinión, el catedrático en derecho constitucional, Javier Pérez Royo, da la clave para entender estos encadenamientos:

Una sociedad democrática, que descansa en los principios de igualdad jurídica y libertad personal, es y no puede dejar de ser una cadena ininterrumpida de relaciones jurídicas. En una sociedad democrática los individuos no pueden dejar de relacionarse jurídicamente. Están siendo permanentemente partes de una relación jurídica (Pérez Royo, 2018).

Aunque solo una proporción muy menor de esas relaciones personales llegue a requerir de la intervención de la justicia, el comportamiento ajustado a derecho es el tipo ideal que prefigura al Estado y a la ciudadanía. A partir de ese principio jurídico-político y de la representación que se haga del mismo, se delibera y sanciona sobre el grado de su incumplimiento, con todas las calificaciones pertinentes según se trate de acción u omisión, de acción directa o subsidiaria, con conocimiento o desconocimiento, por interés propio o ajeno, etc. La corrupción aparece como incumplimiento buscado y, habitualmente, reiterado de ese principio jurídico-político, especialmente cuando involucra a quienes deben velar por su respeto y promover las condiciones de su cumplimiento y desarrollo. Es especialmente relevante cuando ocurre dentro del poder judicial y de las administraciones públicas, por cuanto afecta a la dimensión jurídica del fundamento; y también es grave cuando implica a la clase política, por traicionar la confianza de la ciudadanía que es la clave social del consentimiento democrático.

Del argumento anterior, podemos extraer que los emplazamientos temporales que la corrupción introduce en el desarrollo de la representación política tienen que ver, fundamentalmente, con esas dos dimensiones: la jurídica y la política. Esta doble cara de la legitimidad democrática es la que nos permite distinguir entre responsabilidad judicial y responsabilidad política, ambas con procesos, sedes, argumentos y agentes distintos por más entramados que puedan estar entre sí. En la primera, los emplazamientos básicos que afectan a la representación política son los de la denuncia, la investigación policial y judicial, la sentencia y su cumplimiento sobre el caso concreto. En la segunda dimensión, la política, son los tiempos del ocultamiento-descubrimiento, la duración de los escándalos en los medios y los calendarios electorales, gubernamentales y legislativos. Estos tiempos afectan a la continuidad y al cambio de las élites políticas y a la confianza-desconfianza en el régimen político, que despliega, de manera intrínseca, procesos de autorización, de vigilancia y de desautorización (Rosanvallon 2007).

El viernes 1 de junio del 2018, por primera vez en cuarenta años, un Gobierno fue reemplazado por otro en una moción de censura. El tema catalizador de la moción presentada por los diputados del PSOE (segundo grupo de la cámara con solo 84 escaños de 350) y Pedro Sánchez, como candidato, contra el Gobierno de Mariano Rajoy fue la corrupción. No por unos hechos que se hubieran conocido recientemente, sino por una sentencia judicial sobre hechos ocurridos hacía más de una década y cuya investigación judicial inició en el 2009. En esta ocasión parecía que los tiempos judiciales y políticos confluían, pero se trata de la imagen que nos deja el acontecimiento, ya que esos tiempos están institucionalmente separados. Los hechos ocurrieron, aproximadamente, entre finales de la década de 1990 y el 2007, año en que se hace la primera denuncia ante la Fiscalía General del Estado, luego asumida por la Audiencia Nacional en el 2009. Con muchas dificultades, demoras y ramificaciones, la investigación y el juicio no acabaron en mayo del 2018; en la actualidad continúan varias causas judiciales relacionadas. Durante el proceso judicial, las actuaciones políticas siguieron su curso, con nuevas mayorías electorales del Partido Popular en las Cortes y en parlamentos autonómicos. Solo desde el 2015, hubo una conexión más clara entre los tiempos jurídicos y los políticos, aunque siempre incierta y sometida a estrategias y efectos de corto plazo.

Ha sido habitual, en todos los partidos políticos señalados por casos de corrupción, que sus portavoces y dirigentes traten de distanciarse lo más posible de los acontecimientos y de sus protagonistas, primero negando su existencia, luego rebajando su relevancia a un asunto menor o particular y, finalmente, situándolo en un tiempo del pasado exento de relevancia para el presente y los comportamientos actuales, así como limitando sus efectos estructurales. En esa temporalización del relato sobre la corrupción, los escándalos, las luchas en las élites y los calendarios electorales se sitúan como secuencias separadas, pero fuertemente interdependientes. Así lo podemos ver en el caso de la acusación de corrupción en el cobro del 3% en comisiones por la contratación de obra pública que, en la sesión del Parlament del 24 de febrero del 2005, el presidente Pascual Maragall, del Partido Socialista de Cataluña, lanzó a Artur Mas, líder de Convergencia y Unión en la oposición en ese momento, y heredero de la hegemonía que Jordi Pujol había ejercido en las décadas anteriores. Ante esta acusación, Mas amenazó con romper toda colaboración con el Gobierno catalán y poner fin al principal objetivo de la legislatura, que era la redacción de un nuevo Estatuto. La afrenta marcaría las representaciones políticas posteriores. CiU, con Artur Mas como candidato, ganó las elecciones catalanas en el 2010 y en el 2012, pero los procesos judiciales siguieron adelante. En la previsión de una sentencia desfavorable, como sería el caso en febrero del 2018, en julio del 2016, Convergencia Democrática de Cataluña se liquidó como partido, aunque conservaría su personalidad jurídica, y se refundó en el Partido Demócrata Catalán (luego llamado Partido Democrático Europeo Catalán, PDeCat). Los juicios sobre casos de corrupción relacionados con Convergencia y con Jordi Pujol y su familia han continuado como foco relevante de los debates políticos y jurídicos. Muchos comentarios señalaban a estos asuntos de corrupción en la clase política catalana como causa de la “huida hacia delante” que habría supuesto convertir el nacionalismo catalán en un proceso independentista. También se ha señalado cómo el Gobierno central de España promovió una guerra sucia de investigaciones policiales y judiciales para desprestigiar a los líderes del nacionalismo catalán (Sánchez-Cuenca 2018).

En cualquier caso, la corrupción produce una representación global de la crisis del sistema al mostrar, de manera conjunta, los muchos casos que han afectado a los más altos niveles de todos los poderes y órganos del Estado, incluyendo a la familia del Rey, con especial foco en Juan Carlos I, y a un presidente del Consejo General del Poder Judicial.12 Así, la corrupción propició el inesperado éxito de una moción de censura en el Congreso de los Diputados y aparecía como posible acuerdo para una reforma parcial de la Constitución a fin de restringir o eliminar el aforamiento jurídico de diputados y senadores.

Sin embargo, esa prioridad de la corrupción parece posponer, más que incentivar, una reforma constitucional ambiciosa que muchos estiman necesaria, en especial en lo que se refiere a la organización territorial del Estado,13 pero también respecto a la Jefatura del Estado y la elección y permanencia de quienes forman el Consejo General del Estado y el Tribunal Constitucional. La largamente debatida y siempre pospuesta reforma de la Constitución introduce otra estructura de emplazamientos temporales en la acción y la representación política. Los propios artículos de reforma que la Constitución incorpora, del 166 al 169, establecen los actores y los procedimientos a seguir según los artículos a reformar si se trata de una reforma parcial o de sustitución. Esos procedimientos conllevan plazos distintos que podrían solaparse y constituir parte de las estrategias políticas y de las demandas ciudadanas: unas semanas, como la reforma del artículo 135 en el 2011; un tiempo no necesariamente muy largo, pero sí indeterminado, que conllevaría una reforma sustancial de la organización territorial del actual Estado unitario con descentralización a otro federal; y un conjunto de emplazamiento aún más incierto y dilatado en el caso de un proceso de sustitución de la Constitución por otra en que se discuta el régimen político de España, si monarquía o república, o para la secesión de alguno de los “territorios” que hoy la forman. Sin duda, en el caso de iniciarse una reforma constitucional importante, estos emplazamientos temporales reordenarían cualquier curso temporal y temático de todo el sistema político, y no solo de su régimen jurídico e institucional.

El acuerdo que parece suscitar la corrupción para reformar la Constitución tiene mucho que ver con el objetivo de restaurar la legitimidad de la clase política en el sistema, con lograr que las representaciones políticas que protagonizan los partidos tengan mayor consentimiento. Sin embargo, una reforma más ambiciosa supone buscar el consentimiento para una nueva representación del sistema en su integridad con dos objetivos fundamentales: respetar el principio jurídico-político de la democracia como gobierno de personas libres, iguales y solidarias, y lograr que las normas sean recursos prácticos y legítimos para la cohesión social frente a la heterogénea y cambiante composición de la sociedad. Aquí se proyecta el tiempo excepcional -sin confinar, sin certidumbre- del poder constituyente.

La crisis por desigualdad: la política (a)normal de la socioeconomía.

El tuit de Gaspar Llamazares señalaba al crecimiento de la desigualdad en España desde el 2007 como el principal reto social, económico y político del país. Ahora bien, ese reclamo de la atención y la acción política no está exento de historia, ni como declaración que participa de unos acontecimientos, ni como representación de la mediana y larga duración del país.

La propuesta de Elster y otros (1998) entiende que el nivel socioeconómico del sistema político, vinculado con los intereses sociales y las luchas de clase, es el espacio “normal” de la acción política en el que tiene efecto la representación ideológica respecto de las instituciones económicas y el papel del Estado. Por tratarse del nivel en el que el sistema político interviene en la producción y distribución de la riqueza y en los efectos que esta tiene en la estructura social general, se entiende que es el espacio adecuado para las actuaciones de corto plazo con las que ajustar y orientar el desarrollo de la sociedad hacia dentro y fuera de sus fronteras nacionales. Sería el nivel en el que el emplazamiento temporal inscrito en la representación política trata de vincular la autorización de quienes asumen la representación con la rendición de cuentas de sus actuaciones y responsabilidades. Son emplazamientos que un régimen democrático basado en la competencia partidaria y en la regularidad de las elecciones, como España, tiene muy pautados tanto en los periodos de gobierno como en las instituciones y actores que intervienen en los mismos. Un rasgo importante de dicho régimen en España es que son las cámaras legislativas a nivel de todo el Estado o de las autonomías las que nombran la presidencia de sus respectivos Gobiernos y mantienen la posibilidad de reemplazarlas mediante una moción de censura, pero esas presidencias tienen la facultad de disolver dichas cámaras y convocar elecciones según calculen más conveniente. Aunque los indicadores socioeconómicos no son los únicos relevantes en esos procesos electorales y de autorización-revocación del Gobierno, como ha ocurrido en el desarrollo del procés en Cataluña o en el Congreso y el Gobierno de España con la corrupción, sí que son elementos fundamentales en lo que la representación vincula a la clase política con la vida cotidiana de las personas y los agregados sociales.

La desigualdad no es equivalente a crisis económica, ni los modos en que una y otra se experimentan en la mediana y larga duración de las sociedades son fáciles de comparar. La dureza de la desigualdad y la recesión tras la Guerra Civil mantienen un fuerte efecto en la retórica social y política y en la memoria de las personas. Incluso el difícil periodo de 1973 a 1986, con el posterior crecimiento económico y la más importante reducción de la desigualdad de la historia contemporánea, están presentes en la “canonización” de la Transición y el ingreso a la Unión Europea. De ahí que la crisis económica con crecimiento de la desigualdad, que se inició en el 2008, tenga efectos distintos en la representación política a lo largo de la década transcurrida, ya fuera en la fase más difícil e intensa, hasta el 2015, como en la mejoría de los indicadores a partir de esa fecha, hasta la recuperación global que se vivía en torno al 2020, antes de la pandemia de COVID-19.

La intensidad política del reclamo que hacía Llamazares en su tuit del 2017 no se mantenía a comienzo del 2020. La compilación de textos que recoge el libro editado por Juan Jesús González Rodríguez sobre el Cambio social en la España del siglo XXI nos da pistas para ubicar sociológicamente el recorrido de la desigualdad y de la propia crisis económica en una estructura social que, con muchas continuidades, ha cambiado respecto a los procesos sociales del último tercio del siglo XX. Por ejemplo, pese a que, como en las décadas de 1980 y 1990, el paro y la pobreza por tramos de edad afecta más a menores de treinta años, los contingentes son muy distintos y la composición de las familias aún más, sobre todo en el menor número de hijos por familia y en las expectativas-inversiones recíprocas entre generaciones. Si en las movilizaciones estudiantiles del curso 86-87 o en la huelga general del 1988 la cuestión juvenil era muy relevante, en las movilizaciones del 15M o del mismo independentismo catalán, más que una cuestión juvenil lo que ha habido es un salto a otra generación social y política.

Como muestran las bases de datos del Observatorio de Pobreza y Exclusión Social, OPEX-EAPN,14 en el ciclo 2008-2020, el crecimiento de la desigualdad y la pobreza -medidos en varios tipos de indicadores según ingresos, riqueza, consumo, edades, género y autonomías- alcanzó su máximo en el 2014, pero el decrecimiento posterior no ha recuperado los valores previos al 2008, sobre todo en cuanto a riesgo de pobreza y exclusión social. Más aún, la secuencia virtuosa entre democracia, Europa, crecimiento y reducción de la desigualdad aparece rota.

La evolución de la desigualdad y de la pobreza está asociada a la evolución del desempleo, las coberturas por desempleo, los recortes del gasto público, las pérdidas de patrimonio asociadas a la caída del valor de la vivienda, las peores condiciones laborales y la pérdida de ingresos salariales, especialmente entre las clases trabajadoras con peores rentas y con mayores obligaciones familiares (Cáritas 2013). Además, se insiste en subrayar las diferencias entre las autonomías y los sectores productivos, reproduciendo sesgos de largo plazo entre zonas más ricas y más pobres, y entre más y menos vulnerables a los ciclos económicos. La dureza de la crisis del 2008 y su simultaneidad con el desafío independentista, y la crisis de confianza por corrupción, han llevado a romper con la expectativa de crecimiento y convergencia que se había tenido en las décadas posteriores a la transición política, en la que los reproches por agravios entre comunidades se saldaban en positivo con nuevas transferencias de competencias, presupuestos, inserción en Europa y mayor riqueza global.

La información y discusión de todos los indicadores socioeconómicos se ha hecho habitual y recurrente en la prensa y los medios académicos en muchos momentos con mayor presencia que en los debates entre políticos o en los mensajes de estos para captar el apoyo ciudadano. Entre los partidos políticos que han tenido responsabilidad en el Gobierno central o en los Gobiernos de las autonomías importantes, como Cataluña y Andalucía, la retórica ha sido la de negar la crisis y aminorar la importancia de la desigualdad cuando se está en el Gobierno, para luego subrayar la crisis y denunciar la desigualdad desde la oposición. Estos cambios en las representaciones de la evolución socioeconómica incluyen emplazamientos temporales entre Gobiernos anteriores, presentes y futuros.

En el 2004, el PSOE se aupó en el crecimiento económico que venía de la década anterior, con el PP en el Gobierno, y negó la llegada de la crisis en el 2007 y el 2008, para luego decir que fue un error no reconocerla y no haber “pinchado” a tiempo aquel crecimiento basado en excesos y especulaciones.15 Tras la vuelta al Gobierno central en el 2018 y en medio de la gestión de la pandemia de COVID-19, saca pecho de políticas económicas y sociales más igualitarias, con el respaldo económico y político de la Unión Europea, y trata de romper toda posible continuidad con el Gobierno precedente. El PP, con Mariano Rajoy en el Gobierno de España, desde finales del 2011 a junio del 2018, achacó todos los males económicos al Gobierno de Zapatero, todo el milagro económico precedente al gobierno de Aznar y presentó una situación extrema para justificar una política económica regresiva.

Algo similar podemos encontrar en las representaciones de la crisis y la desigualdad que hicieron los Gobiernos de Cataluña, el presidido por José Montilla, del PSC, entre el 2006 y el 2010, y el presidido por Artur Mas entre el 2010 y el 2016. Este último incorporó a la representación de la crisis “el agravio” financiero que Cataluña estaría sufriendo respecto del resto de España, y la dificultad para diseñar y desarrollar una mejor política económica por la falta de autonomía o, en el extremo del argumento, de un Estado propio. El discurso del agravio parecía tener amplio respaldo en Cataluña, mientras que era contrarrestado con reproches a los catalanistas por insolidarios con el resto de España, en especial con aquellas regiones que tenía menor riqueza per cápita, más desempleo y una estructura económica menos competitiva y desarrollada, como Extremadura, Andalucía o Canarias.16

La equivalencia de retóricas y la inversión de papeles entre Gobiernos y oposiciones hicieron que, en términos globales, el conjunto de la representación que ofrecía la clase política perdiera consistencia y confiabilidad para la ciudadanía. Esto fue mostrado por el lema del 15M “No nos representan”, que señalaba el deterioro de la confianza hacia la acción de la clase política y hacia la interpretación que esta ofrecía de la realidad socioeconómica. El 15M catalizó los cambios sociales y de representación política que España venía viviendo desde el 2002, con un importante cambio generacional en los líderes civiles y políticos. La socióloga Belén Barreiro apuntó este tiempo de cambio generacional y de irrupción de nuevos partidos políticos en un artículo de prensa publicado en julio del 2012 (Barreiro 2012) en el que pronosticaba un sistema de cuatro actores políticos muy parecidos al que surgiría en las elecciones generales del 2015, compuesto por PP, PSOE, Podemos y Ciudadanos (hoy PP, PSOE, Vox y Sumar). Nada indica que se vaya a regresar a la situación previa de bipartidismo a nivel de España, con partidos nacionalista hegemónicos en Cataluña y País Vasco. Lo interesante aquí es cómo la crisis económica ha influido en la aparición de un nuevo conjunto de emplazamientos temporales para los actores de la representación política y para la estructura de esta representación. La alternancia entre dos partidos dominantes, ordenada por las elecciones al final de cada legislatura, ya no es un horizonte de expectativas realista: las elecciones generales del 2015 no sirvieron para formar Gobierno y hubo que convocar nuevas elecciones en el 2016 para dar continuidad al Gobierno del PP, con apoyo de Ciudadanos y PNV, Gobierno que sería sustituido por una moción de censura en el 2018 promovida por el PSOE y apoyada por Unidos Podemos, PNV, PdCat y ERC, a lo que siguió una falta de apoyo parlamentario para aprobar los presupuesto generales del 2019 y dos convocatorias de elecciones generales hasta arribar a la formación del primer Gobierno de coalición, PSOE-Unidas Podemos, en enero del 2020, acompañado de la importante subida en votos y escaños del partido de extrema derecha Vox, tanto a nivel nacional como en las autonómicas de Andalucía, Cataluña, Murcia, Madrid y, la última, Castilla León. En este derrotero electoral, la desigualdad de rentas y empleos no ha sido el único factor, pero sí ha sido el elemento fundamental de las experiencias sociales que sostiene a otros emplazamientos sobre la desigualdad, los derechos y las obligaciones de personas y “territorios”.

Además de este cambio en el horizonte temporal de los resultados electorales y las posibilidades de constituir Gobiernos estables, la incertidumbre socioeconómica trastoca algunos de los esquemas temporales mejor consolidados en la planificación económica pública y privada. Como argumentaba Esping-Andersen (2000), las diferencias entre los Estados sociales de bienestar en Europa se explican, fundamentalmente, por las distintas historias de sus instituciones nacionales y por las relaciones geopolíticas entre esos países, de lo que se deducía que una estructura industrial exportadora o un sistema fiscal eficiente requieren de un proceso de varias décadas, aunque puedan entrar en crisis en unos pocos años. El modelo de Esping-Andesen presentaba un espacio de experiencias y en un horizonte de expectativas consolidados con el que las ofertas de representación política podían confiar en que el regreso al crecimiento económico ocultase las falsedades dichas en campaña electoral o legitimase las políticas con menos respaldo ciudadano. Así había sucedido con el éxito socioeconómico de la España democrática. Pero la última gran crisis ha roto el marco de interpretación vigente, con importantes ajustes, desde la II Guerra Mundial hasta finales del siglo XX, dejando en la incertidumbre cualquier previsión de mediano plazo: la magra recuperación económica que España ha vivido desde el 2014 al inicio de la pandemia de COVID-19, en marzo del 2020, se reparte y legitima mal entre la pobreza estructural, la segmentación del mercado de trabajo, las disparidades regionales, las brechas entre generaciones, las emigraciones y las inmigraciones, etc.

Emplazamiento final: ¿la representación de la heterogeneidad como historia?

En el libro de Elster y otros (1998) se analizaba cómo cuatro países europeos del derruido bloque socialista habían desarrollado agendas de reformas que afectaban a todos los niveles de sus sistemas políticos, desde la propia supervivencia territorial y la soberanía estatal, hasta el desarrollo de prácticas e instituciones democráticas o la implementación de una economía de mercado abierta. Las distintas agendas de reformas que esos cuatro países estaban desarrollando conllevaban ofertas de representación política del conjunto de la sociedad y diversas ofertas de representación política sobre actores implicados y actuaciones a desarrollar. Vinculando estas dos caras de las agendas estaban los emplazamientos temporales y temáticos del proceso político.

Las tremendas dificultades que los países del Este de Europa tuvieron que enfrentar durante la década de 1990, y aún en el siglo XXI, superan a las que debió enfrentar España durante la transición a la democracia, entre 1975 y 1986, que no fueron pocas ni pacíficas.17 Los retos del sistema político español, en la segunda década del siglo XXI, son más parecidos a los de aquella transición que a los cambios vividos en los países del Este. Sin embargo, las expectativas no son claras y, de momento, la política en España no ha encontrado una agenda con emplazamientos temporales y temáticos que vincule la representación colectiva y las representaciones de los diversos proyectos políticos en competencia. Alcanzar esa agenda no es sencillo y supone asumir que el tiempo está constituido de relaciones sociales de prelación y dominación, que los emplazamientos temporales no son socialmente neutros, ni siquiera cuando tienen una larga sedimentación en la estructura social. Aquí es importante el artículo de Lechner (1988), “El realismo político, una cuestión de tiempo”, y su reivindicación de la actualidad de Maquiavelo por su empeño en “vincular la innovación a la duración” (Lechner 1988, 69), lo que supone intervenir en la realidad social mediante la estructuración política del tiempo, con un plan que permita proyectar el futuro y evaluar lo ocurrido, y dirimir si las acciones de la representación en curso son consistentes con la representación resultante de los cambios en la estructura social.

Hemos visto que las disputas por la representación política se dan simultáneamente en los tres niveles del sistema político. En primer lugar, una disputa por la historia de la geografía y la identidad colectiva, la de España, la de Cataluña y la de ambas en Europa; disputa que pone en cuestión al titular de la “soberanía”, a la ciudadanía española, a la catalana, a la europea, a todas, pues las soberanías no se definen en términos ontológicos esencialistas, sino en la historia topológica de distinciones y prevalencias en la que las identidades colectivas son efectivas y reconocidas. Las violentas transformaciones en el ámbito geopolítico internacional, que están caracterizando el presente siglo desde la invasión de Irak en el 2003 a la de Ucrania entre 2014-2023, y la aún más compleja y acuciante “crisis” ecológica, limitan las capacidades de esas luchas por las representaciones históricas en España para vincular sus innovaciones con una duración razonable en el futuro próximo, lo que constriñe los debates y las estrategias al marco temporal de las tácticas propias de las coyunturas fluidas.

En segundo lugar, con el foco sobre la corrupción, se muestra una disputa por el ordenamiento jurídico-político que rige las relaciones entre los ciudadanos y las élites políticas, donde destaca el interdependiente pero bifurcado itinerario de los plazos judiciales y políticos que afectan a la competencia entre élites y a las ofertas y resistencias para reformar la Constitución. La persona y figura institucional de Juan Carlos I cataliza los diagnósticos y las expectativas en las que el orden jurídico y el orden político son emplazados a ese tiempo constituyente que permanece en la fundación y la práctica de un régimen jurídico-político democrático, basado en la solidaridad de personas iguales y libres que pretenden la soberanía sobre la vida en común.

Por último, continúa la disputa en torno a la desigualdad en la producción y distribución de la riqueza, el bienestar y la dignidad de las personas y de las colectividades que estas forman. No ha habido una refundación del capitalismo, ni siquiera contención significativa del papel de las grandes corporaciones financieras en los mercados (financiación, seguros, divisas, mercancías, bienes de capital o consumo, trabajo), ni en los Estados Unidos ni en la Unión Europea. La oscilación entre ajuste y liquidez ha consistido en acciones “normalizadoras” para salir de una recesión en la exceptiva de nuevos crecimientos y crisis, en un proceso de mayor digitalización global de las decisiones, del intercambio y de la concentración de la riqueza, y una mayor constricción y polarización material de la vida cotidiana. Intermón-Oxfam (2012) advertía de las coincidencias entre las actuaciones frente a la crisis en España y las vividas en la década de 1980 y 1990 en los países latinoamericanos, y señalaba las consecuencias de abandonar los objetivos de integración social basada en la reducción de la desigualdad económica, cultural y política.

Atendiendo a esos tres niveles de “crisis”, se lanzan reclamos de representación que van desde la recentralización territorial de Estado y la ciudadanía en torno a la triada monarquía, unidad nacional y empresa privada, hasta las independencias de las naciones que así lo manifiesten, la república y la economía social, pasando por opciones federales, monárquicas o republicanas, y una mayor acción gubernamental y social en los mercados. Unas propuestas que, en la larga duración de la historia en España, hacen eco de aquellos estados compuestos del Antiguo Régimen, de las disputas pluriculturales y los derechos colectivos que aparecen en las constituciones latinoamericanas desde la década de 1990, de los Gobiernos mixtos que analiza Manin (1997) o de las transformaciones del capitalismo del siglo XXI. Todo en un momento extraordinariamente difícil para la Unión Europea.

Quiero insistir en que la representación política y la democracia son conceptos y realidades históricas constituidas por interdependencias humanas de larga, media y corta duración. Las teorías y categorías científicas que usemos para observar y analizar esas realidades deben de tener un estatus epistemológico y metodológico distintivo, pero deben evitar la impostura de las supuestas categorías universales ahistóricas, sin referencias a la realidad que se quiera explicar. El proyecto de investigación que lideraron Elster y otros (1998) partía de un esquema genérico con el que orientar el análisis empírico y avanzar algunos pronósticos razonables. En ese proyecto había un sesgo de origen según el cual los sistemas políticos regresan a cierto nivel de equilibrio, en el que las representaciones recuperan sus emplazamientos temporales y abandonan la incertidumbre de la simultaneidad.

La gran duda surge cuando observamos que la simultaneidad pierde los rasgos del acontecimiento, la coyuntura o la crisis, y aparece como estructura de mediana a larga duración: ¿qué ocurre a la representación política, y a las acciones y actores que ampara, cuando la historia en curso reproduce, de manera permanente, emplazamientos temporales, geográficos y sociales desequilibrados o contradictorios, en términos de identidades, de instituciones jurídico-políticas y de productividades socioeconómicas que afectan a su inserción en los contextos regionales e internacionales? El sistema político español no está en una situación equivalente a países como Argentina o Colombia (por citar los dos más fáciles de comparar), como tampoco al Reino Unido o Italia, ni la Unión Europea es asimilable a América Latina o a los Estados Unidos. Sin embargo, sí que se podría aprender mucho de los retos políticos que los latinoamericanos discutieron entre las durísimas décadas de 1970 y 1990, en las que, entre la revolución y la reacción, autores como Norbert Lechner se plantearon las posibilidades de la democracia para construir innovaciones en la incierta representación del orden a compartir. Es conocida la tesis de Lechner sobre la necesidad de partir del desacuerdo sobre el sentido y la práctica de la democracia y de la necesidad de buscar el acuerdo posible como parte del Gobierno colectivo, como construcción de un horizonte de expectativas compartido en el que participen las experiencias y las estrategias particulares. Lechner se preguntaba “¿Cómo instituir lo colectivo en sociedades que se caracterizan por una profunda heterogeneidad estructural?”. Y contestaba señalando que “No se puede concebir el acuerdo sobre las ‘reglas de juego’ como un pacto entre sujetos constituidos ex ante”, algo que sí le parecía que tenían resuelto los sistemas políticos europeos plenamente institucionalizados, frente a la permanente crisis de los países latinoamericanos. Hoy, desde los procesos analizados en España y Cataluña, pero también lo que podemos ver en Países Bajos, Bélgica, Italia, Reino Unido, la ampliación de la Unión Europea hacia el Este, etc., esa confianza en una sedimentación histórica de los sistemas políticos pierde fuerza. También en Europa es obvio que el acuerdo democrático “no sería algo exterior y posterior a los sujetos, sino la institucionalidad por medio de la cual y junto con la que se constituyen las identidades colectivas” (Lechner 1988, 38-39).

La representación estructural de la historia europea ya no presume de esa secular estabilidad de los Estados-nación industrializados (estereotipo muy cuestionado) en la que se distorsionaba la imagen histórica de América Latina que refería Lechner. Tal vez, como apuntaba Morse (1982) refiriéndose a los Estados Unidos, ahora desde un país netamente europeo como España sea interesante mirar en la experiencia latinoamericana como laboratorio (Rosanvallon 2007) en el que estudiar y probar los aciertos y los fracasos de las representaciones políticas (como acciones de representación y como estructuras representadas) cuando la simultaneidad de emplazamientos temporales se hace estructural.

Referencias bibliográficas

Barreiro, B. 2012 (1 de julio). Regreso del futuro. La fractura generacional y la crisis institucional amenazan el futuro de la democracia. El País https://n9.cl/1mehqLinks ]

Blanco, P. R. 2018 (9 de octubre). Las cifras que rebaten la imagen idílica de la Transición. El País. https://n9.cl/2xomdLinks ]

Cagiao, J. y Conde, G. F. (Coord.). 2016. El encaje constitucional del derecho a decidir: un enfoque polémico. Madrid: La Catarata. [ Links ]

Cáritas. 2013. De la coyuntura a la estructura. Documentación Social, 166. https://n9.cl/ps8xlLinks ]

Cavalli-Sforza, L. L. 2010. Genes, pueblos y lenguas. Barcelona: Drakontos. [ Links ]

Castaños, F. 2018. La representación democrática (texto inédito, discutido en seminario de investigación). Ciudad de México: IIS-UNAM. [ Links ]

Elster, J., Offe, C. y Preuss, U. (Ed.). 1998. Institutional Design in Post-Communist Societies: Rebuilding the Ship at Sea. Cambridge: Cambridge University Press. [ Links ]

Esping-Andesen, G. 2000. Fundamentos sociales de las economías postindustriales. Barcelona: Ariel. [ Links ]

Giori, P. 2016. El actor aglutinante: Nacionalismo y sociedad civil en Quebec. REAF, 24: 80-114. https://doi.org/10.2436/20.8080.01.10Links ]

Goffman, E. 1974. Frame Analysis. An Essay on the Organization of Experience. Nueva York: Harper & Row. [ Links ]

Goffman, E. 2006. Estigma. La identidad deteriorada. Buenos Aires: Amorrortu. [ Links ]

González Rodríguez, J. J. 2020. Cambio social en la España del siglo XXI. Madrid: Alianza Editorial. [ Links ]

Hartog, F. 2014. El nombre y los conceptos de historia. Historia Crítica, 54: 75-87. [ Links ]

Intermón-Oxfam. 2012. Crisis, desigualdad y pobreza: Aprendizajes desde el mundo en desarrollo ante los recortes sociales en España. Informe de Intermón Oxfam N.º 32. https://n9.cl/84y31Links ]

Jaria i Manzano, J. 2015. La independència com a procés constituent. Consideracions constitucionals sobre la creació d’un estat català. REAF, 22: 184-218. https://n9.cl/4gn9cLinks ]

Koselleck, R. 1993. Representación, acontecimiento y estructura. Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos. Barcelona: Paidós. [ Links ]

Koselleck, R. 2012. Historias de conceptos. Estudios sobre semántica y pragmática del lenguaje político y social. Madrid: Trotta. [ Links ]

Lechner, N. 1988. Los patios interiores de la democracia. Santiago de Chile: FLACSO. [ Links ]

Llamazares, G. 2017 (3 de octubre). La dinámica de la negación-represión. ElDiario.es. https://n9.cl/jhvdoLinks ]

Manin, B. 1997. Los principios del gobierno representativo. Madrid: Alianza Editorial . [ Links ]

Martín Criado, E. y Prieto, C. (Coord.). 2015. Conflictos por el tiempo. Poder, relaciones salariales y relaciones de género. Madrid: CIS-Universidad Complutense. [ Links ]

Martín-Sánchez, J. 2007a. ¡No nos falles!: reclamos por la representación justa, México 2000, España 2004. Sistema, 199: 79-98. [ Links ]

Martín-Sánchez, J. 2007b. Lo que el brillo electoral oculta: la representación política como problema teórico y práctico del cambio político en el México actual. En F. Castaños, J. Labastida y M. A. López. El estado actual de la democracia en México. Retos, avances y retrocesos (pp. 201-237). Ciudad de México: IIS-UNAM . [ Links ]

Morse, R. M. 1982. El espejo de próspero. Un estudio de la dialéctica del Nuevo Mundo. Ciudad de México: Siglo XXI Editores. [ Links ]

Nadal, J. F. y Wolff, P. 1992. Historia de Cataluña. Barcelona: Oikos-tau. [ Links ]

Pérez Royo, J. 2015. La reforma constitucional inviable. Madrid: La Catarata . [ Links ]

Pérez Royo, J. 2018 (4 de octubre). Un vídeo sobrecogedor. ElDiario.es. https://n9.cl/eiiakLinks ]

Pitkin, H. F. 1985. El concepto de representación. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales. [ Links ]

Quiroz, G., Apothéloz, D. y Brant, P. 1992. Argumentación y refutación. Discurso, 12: 65-74. [ Links ]

Rosanvallon, P. 2007. La contrademocracia: la política en la era de la desconfianza. Buenos Aires: Manantial. [ Links ]

Sánchez-Cuenca, I. 2018. La confusión nacional. La democracia española ante la crisis catalana. Madrid: La Catarata . [ Links ]

Saward, M. 2006. The Representative claim. Contemporary Political Theory, 5(3): 297- 318. https://doi.org/10.1057/palgrave.cpt.9300234Links ]

Schwab, K. (ed.) (2017). The Global Competitiveness Report 2017-2018. Ginebra: World Economic Forum. https://n9.cl/m2pr0Links ]

1234567891011121314151617

Recibido: 05 de Marzo de 2022; Aprobado: 03 de Octubre de 2023

Correspondencia jmartinsanchez@us.es

Creative Commons License Este es un artículo publicado en acceso abierto bajo una licencia Creative Commons