Introducción
Si bien la clase política y las élites intelectuales peruanas habían proclamado desde inicios de la Independencia que uno de los principales deberes del naciente Estado sería la expansión de la educación hacia todos los sectores de la sociedad, para finales del siglo XIX los avances reales en el campo habían sido casi inexistentes. Sin embargo, en la llamada República Aristocrática, la época de predominio de la oligarquía terrateniente en la política peruana, que Basadre ubicó entre finales del siglo XIX y las dos primeras décadas del siglo XX, una nueva generación de miembros del Partido Civil (el partido político de la oligarquía) promovió una nueva visión sobre el rol del Estado en la transformación de la sociedad. Testigos de las penurias de la época de la posguerra con Chile y conscientes de la importancia de reformar el Estado y la sociedad para evitar nuevos desastres, esta nueva generación del civilismo confiaba en el libre comercio como motor del desarrollo económico y en la necesidad de tecnificar a las élites económicas nacionales para que lideraran este proceso. Por ello, implementaron o impulsaron la Escuela de Agricultura (1902) y la Escuela de Ingeniería (1876) con el objetivo de crear una clase dirigente tecnificada y altamente educada que pudiera liderar el desarrollo económico del país. Pero, a diferencia de la anterior generación civilista, la que gobernó en la década de 1870, esta nueva consideraba necesario que el Estado asumiera un rol más activo en la regeneración de las demás clases sociales. En ese sentido, para algunos de sus líderes, una herramienta de cambio social sería la expansión de la educación pública.
La historiografía contemporánea peruana se ha centrado muy poco en la educación pública, y su estudio todavía presenta grandes vacíos. En los últimos años han aparecido nuevas investigaciones que han venido a esclarecer este tema, mostrando el panorama de luchas y aspiraciones que rodearon al proceso de expansión de las escuelas públicas en el Perú. El libro de Antonio Espinoza (2011), centrado en la educación peruana durante su primer siglo independiente, ha mostrado cómo los distintos grupos sociales vieron, o utilizaron, la educación pública según sus propios intereses y conveniencias: para la élite, como regenerador social de los sectores populares; y para los sectores populares, como herramienta de ascenso social. Uno de los aspectos más importantes de su investigación es el hincapié que hace en la existencia de una educación pública adscriptiva. En ese sentido, los objetivos educativos del Estado peruano difirieron según el grupo social al cual se dirigían y estuvieron condicionados por consideraciones raciales, de clase o de género, lo cual determinaba, según la clase dirigente de la época, sus aspiraciones y capacidades sociales.
Ahora bien, al hablar de educación rural a inicios del siglo XX, no se puede obviar el ya clásico texto de Carlos Contreras, Maestros, mistis y campesinos en el Perú rural del siglo XX (1994). En este, Contreras muestra las dificultades de la expansión pública en el campo durante la primera mitad del siglo XX, pero también demuestra el interés de distintos Gobiernos, incluido el civilismo, por utilizarla como un medio de regeneración social. La escuela se convirtió en el campo de batalla de distintas tendencias políticas e ideológicas, pero también de grupo sociales beneficiados o perjudicados por la aparición de nuevas escuelas en sus comunidades. Esta última afirmación es la base, también, de la investigación de Ximena Málaga en el escenario puneño de inicios del siglo pasado. Para Málaga, la educación no solo fue vista como una herramienta de regeneración social para la clase dirigente capitalina, sino que también presentaba la oportunidad de "construir un nuevo sujeto indígena que responda a las necesidades de definición de un Estado Nación y a la modernización en curso" (Málaga, 2014, p. 8).
Por otro lado, la conciencia de la existencia de consideraciones raciales en la educación pública fue un proceso de descubrimiento que fue madurando gracias a los estudios culturales y, especialmente, la teoría crítica racial, en el último cuarto del siglo pasado. Estas nuevas disciplinas centraron su mirada en la función del racismo dentro de las estructuras institucionales de la sociedad. Las investigaciones de Goldberg (1993) o Stocking (1988) demostraron cómo el concepto de raza modeló todos sus aspectos2. La existencia de un "estado racial", según Goldberg, no solo tenía que ver con las consecuencias de sus políticas, sino especialmente con la capacidad central del Estado de reproducir y mantener una visión racial en la sociedad. Paulo Drinot (2011) tomó como base estas consideraciones para afirmar la existencia de políticas laborales racializadas en la sociedad peruana de las primeras décadas del siglo XX. De la misma manera, Espinoza (2011) ha aplicado estos conceptos para el estudio de la política educativa peruana durante el siglo XIX.
Este artículo sostiene que la expansión de la educación pública de inicios del siglo XX tuvo como base una concepción racializada de la sociedad peruana, la cual definió el alcance y los contenidos que se enseñaron a cada grupo social. Esta diferenciación no obedecía tanto a impedimentos presupuestarios o burocráticos, sino a una concepción racial de la población campesina, especialmente la andina. La clase dirigente, educada según los postulados del positivismo social de finales del siglo XIX, pero imbuida también en los estereotipos y teorías raciales aún imperantes a inicios del siglo XX, construyó una educación limitada para aquellos: la llamada "educación indígena". Pero esta racialización de la educación no solo queda demostrada por las limitaciones impuestas en las escuelas rurales, sino también en el destino que los civilistas prefiguraban para el indígena ya educado: conforme al propósito de dar educación según "las capacidades intelectuales de cada uno" (Ministerio de Justicia, Culto, Instrucción y Beneficencia, 1906, p. 5), los jóvenes civilistas impulsaron una educación elemental del indígena enfocada en su desarrollo como obrero o agricultor moderno.
Más aún, dicha diferenciación representó el constructo ideológico sobre el cual se concibieron las políticas educativas a inicios del siglo XX. Tal como lo ha señalado Espinoza, esta concepción racial fue parte importante de las discusiones sobre la educación pública en el siglo XIX (2011, pp. 135-138). Este artículo pretende contribuir con dicha idea al demostrar cómo, a inicios del siglo XX, el Estado mantuvo esta visión racial de la educación, la cual se constituyó, intrínsecamente, en la base de la política de expansión de la educación pública que pervivió durante la primera mitad del siglo XX. A su vez, esto condenaba a los indígenas a no poder tener una mayor participación en las esferas políticas. La reforma electoral de 1896, promulgada a inicios de la República Aristocrática, impedía el voto a los analfabetos, que eran mayoritariamente indígenas. Los argumentos que sustentaron esta reforma estuvieron centrados en la necesidad de apartar la democracia de los vicios públicos, lo cual, señalaba la élite, fue la razón de los devenires caóticos del Perú republicano en el siglo XIX. En la mente de la élite, la representación de los vicios públicos se encontraba en la población ignorante que asistía a las votaciones y que terminó degenerando el sistema. En ese sentido, la limitación de la educación indígena aminoraba las posibilidades de que las comunidades indígenas desarrollaran una voz política posteriormente. Para la nueva generación de civilistas, la educación indígena solo podía tener como objetivo regenerarlo en "factor del trabajo" para, así, convertirlo en "población consciente y activa" (Pardo, 1904, p. 4).
1. "Racializando" la educación
Ya durante la década de 1870, Manuel Pardo y la primera generación de civilistas habían centrado su mirada en la educación pública como un elemento central en el proceso de construcción de un ciudadano útil para el desarrollo económico del país (McEvoy, 2007, p. 261), pero la debacle económica de esa misma década y la posterior Guerra del Pacífico impidieron siquiera materializar dicha ambición. Más aún, la derrota en la guerra llevó a una amarga crítica por parte de las clases altas a la "utilidad" de la raza indígena en el desarrollo nacional. Según Marcone, en un primer momento las élites vieron a la población indígena como una raza inferior, casi imposible de mejorar si no era por el cruce con otras razas más vigorosas. Pero, en los años siguientes, fue cambiando la visión dentro de la élite civilista respecto a las posibilidades de regenerarla. Esta nueva visión consideraba la necesidad de expandir los servicios educativos y de salud para conseguir una revitalización de la población indígena (Marcone, 1995, p. 82).
En ese sentido, la nueva generación civilista, que gobernaría durante la República Aristocrática, vio a la educación popular como una herramienta indispensable de la redención económica y social del país, en especial de la población indígena3. Consciente de que esta última constituía la mayoría del país, y que parecía condenada a una economía premoderna dominada por el gamonalismo, el objetivo de la expansión de las escuelas era "transformar las siete octavas partes de la población indígena de la mísera condición social en que viven por su ignorancia, en factor de trabajo, como lo es para todo país su población consciente y activa" (Pardo, 1904, p. 4)4.
La cuestión radicaría, entonces, en cómo y para qué educar al indígena. Para la clase gobernante de la época, el máximo grado de educación por impartir dependía del sujeto racial al que se iba a educar. Esta diferenciación tenía como precepto la teoría racial que presupuso determinados límites en la capacidad de procesar conocimientos por parte de los grupos sociales que consideraban inferiores. Estas teorías tenían aceptación entre la élite intelectual y política que conformó la República Aristocrática y fueron la base del proceso de "racialización" de la educación pública. Pero ese cambio fue de la mano con otros proyectos de redención indígena que se fueron formulando dentro de la élite civilista. La "racialización" del trabajo en la primera mitad del siglo XX (Drinot, 2011, pp. 32 y ss.) fue la clara expresión de una nueva mirada, dentro de la élite, que ponía a la formación laboral como medio para superar las barreras culturales producidas por la herencia indígena. Esta apuesta brindaba la oportunidad de renovar la mirada sobre el problema indígena y centrar la solución en su progreso educativo, laboral y sanitario. De allí que la educación laboral como medio para civilizar al indígena se convirtiese, en los siguientes años, en el camino para redimir al indígena. Estos proyectos fueron elementos centrales en la concepción racial del llamado "problema indígena", pues representaron el paso de un discurso racial enfocado en los caracteres biológicos hereditarios -es decir, inamovibles- del indígena hacia otro enfocado en la transformación cultural (a través de la escuela, el trabajo y el aseo) como medio para redimirlo.
"La capacidad intelectual de cada uno"
En medio de las elecciones de 1904, Samuel Ortiz de la Puente (miembro joven del civilismo) envió una efusiva carta al futuro presidente José Pardo pidiéndole centrar su atención en la educación indígena. A los pocos días, Pardo respondió a Ortiz que la educación pública era uno de los principales medios para regenerar al país, lo cual, según Pardo, corregiría el error en que la élite decimonónica había caído al ignorar al indígena en sus programas de gobierno: "La raza indígena, abandonada a su propia suerte en épocas anteriores por gobiernos y legisladores, está llamada [...] a constituir el elemento que represente la fuerza y el verdadero valor material de la República" (Pardo, 1904, p. 4).
Llegado al poder, Pardo no olvidaría sus promesas de campañas respecto a la educación pública. Para organizar mejor los objetivos educativos del nuevo Gobierno civilista, se promulgó la Ley 162, la cual dividió la enseñanza primaria en dos unidades educativas: la "Escuela Elemental", donde se enseñaría el primer grado (dos años), y el "Centro Escolar", donde se enseñarían el primer y el segundo grado (cinco años). El propósito de la escuela elemental era enseñar "a leer, escribir y contar; sirviendo al aprendizaje de la lectura, para adquirir, a la vez, nociones de moral, de Historia y Geografía patrias, y de Higiene", mientras que el centro escolar incluiría aspectos más avanzados de educación primaria (Ministerio de Justicia, Culto, Instrucción y Beneficencia, 1906, p. 4). La ley también daba al Gobierno central mayor preponderancia sobre las municipalidades, ya que quitaba a estas últimas el cobro del tributo del mojonazgo, que servía para el mantenimiento de las escuelas. Por último, la ley declaraba también la gratuidad de la enseñanza con el objetivo de eliminar cualesquiera de las barreras económicas que habían dificultado el acceso a la escuela (Espinoza, 2011, pp. 162 y ss.).
En la misma exposición ante el Congreso, el ministro establecía los parámetros sobre los cuales se decidiría qué grado de educación se debería impartir en cada zona del país:
[L]a mayor parte de nuestra población está muy retardada, intelectualmente [...] para esa población retardada se debe hacer solo la escuela elemental, [mientras que] para nuestras poblaciones más adelantadas, para nuestras ciudades, es necesario algo más, hay que establecer centros escolares. (Ministerio de Educación Pública, 1906, p. 5)
En ese sentido, esta diferenciación del grado de educación primaria que se enseñaría en determinado lugar estaba definida no solo por la vieja dicotomía urbano-rural sino también por una cuestión racial.
Polar establecía una diferencia radical entre la población citadina y la rural. Consideraba que la primera gozaba de una tradición intelectual, mientras que la segunda carecía completamente de ella. Aun cuando las clases populares urbanas todavía presentaban un marcado analfabetismo, para el ministro ello no significaba un obstáculo para que sus hijos accedieran al programa completo de educación primaria5.
Más aún, al fundamentar el proyecto, Polar señaló que, al hacer esta diferenciación, solo cumplía con "el precepto pedagógico que impone dar la enseñanza según la capacidad intelectual de cada uno" (Ministerio de Educación Pública, 1906, p. 6). Así, según el ministro,
[l]os niños de una raza de analfabetos -continuaba Polar-, sin la herencia, sin la acumulación intelectual, que en la gente que se instruye va formándose de generación en generación, no pueden recibir, no pueden asimilar sino una cultura muy elemental, una cultura de iniciación solamente, [ya que] [...] [l]os niveles intelectuales no pueden subirse de golpe, y, si se intenta hacerlo, traen desequilibrios". (Ministerio de Educación Pública, 1906, p. 6)
Al definir al indígena según la "herencia", Polar hacía referencia explícita justamente a los postulados del positivismo social en boga, como los de Gustave Le Bon o Jean Marie Guyau. Tanto Le Bon como Guyau definían dos estadios en el desarrollo del ser humano: uno determinado por cuestiones inamovibles (los hábitos hereditarios o el carácter) y otro por cuestiones maleables (los hábitos adquiridos o el pensamiento) (Quiroz, 2010, p. 42). Para ambos, la educación no podría afectar lo primero, pero sí lo segundo. Este fue el eje central de la diferenciación que estableció la joven generación de civilistas peruanos peruanos, educados a finales del siglo XIX y adscritos aún al positivismo, para abordar el llamado "problema del indio". Utilizando los postulados de Guyau y Le Bon, los jóvenes civilistas veían a la escuela elemental (con sus dos años de educación primaria) como el máximo grado de educación que podían recibir los niños indígena por el momento.
En resumen, si bien la escuela elemental parecía estar enfocada en los estratos inferiores en general, en términos específicos las estrategias eran distintas según la raza: el niño pobre de la ciudad tendría mayores posibilidades de acceder al programa completo de instrucción primaria de cinco años, mientras que el niño indígena, solo a los dos primeros años de instrucción primaria que impartía la escuela elemental. Este esquema racial, que sirvió de sustento para la creación del discurso de diferenciación de la élite limeña de inicios del siglo XX, proporcionó la base ideológica sobre la cual erigir un sistema inclusivo, pero limitado hacia el indígena, durante los siguientes años6.
Enseñar según sus capacidades
Esta diferenciación en la educación no solo se manifestó en los discursos de los altos funcionarios del Gobierno, sino que también intervino en la creación de las políticas educativas de la época, lo cual demuestra que el proyecto educativo civilista estuvo estructurado según esta diferenciación racial. Continuando con el proceso de modernización pedagógica, Pardo reabrió la Escuela Normal de Varones (ENV) en 19057, cuya dirección recayó en Isidore Poiry, uno de los integrantes de la misión belga que vino al Perú llamada por el Gobierno en 1903. La misión, en un principio, tuvo por objetivo la reforma de la enseñanza media, cuyo escenario fue el Colegio Nuestra Señora de Guadalupe. De allí fue llamado Poiry para ejercer el cargo de director de la Escuela Normal de Varones, donde se encargaría de formar a la nueva generación de educadores peruanos que renovaron la educación pública en los años siguientes8. Aunque no recibió todo el apoyo político y económico que hubiese deseado, Poiry llevó a cabo una labor renovadora enfocándose en la profesionalización y exigencia académica del educador.
Se debe recalcar que la ENV siempre tuvo como objetivo la formación de profesores para los nuevos centros escolares que se construirían en los años siguientes. Su ley de creación estipulaba que su objetivo era "formar preceptores de enseñanza primaria de segundo grado" (El Peruano, 1905a, p. 58). Pero los centros escolares, los cuales sí ofrecían el programa completo de educación primaria (esto es, primer y segundo grado), estaban ubicados mayoritariamente en el ámbito citadino. Entonces, los egresados de la ENV irían a ejercer la docencia especialmente a las ciudades y no al campo.
Para la educación rural, en cambio, se destinó a otro tipo de docente. En la misma ceremonia de inauguración de la Escuela Normal de Varones, Polar señalaba la necesidad de crear una escuela para docentes que sí irían al campo:
Pero, además de esta Escuela Normal, aspiro yo a otra, en la que se formen maestros para escuelas elementales, para las escuelas de leer, escribir y contar, para la escuela de la aldea, del caserío, del ayllo. A esos maestros no se les exigirá mucha ciencia, pero sí mucha bondad, mucha paciencia, un corazón piadoso, como que van a educar a niños de una raza retardada y abatida y mísera, y que necesita, por lo tanto, que le levante la frente y le calienten el corazón. (Escuela Normal de Varones, 1905, p. 13; los resaltados son nuestros)
Conforme a ese plan, Polar centró su mirada en las escuelas normalistas de mujeres, ya que, para inicios del siglo XX, las mujeres docentes ya constituían una parte importante de los preceptores a nivel nacional9. Más aún, su poca posibilidad de ascenso dentro del magisterio las hacía candidatas perfectas para ser enviadas a las escuelas elementales rurales (un puesto que para nada sería envidiado por los normalistas varones, a quienes habitualmente se envió a dirigir los nuevos centros escolares que se levantaban en las capitales de departamento).
En los años siguientes, Polar decretó la apertura de nuevas escuelas normalistas de mujeres en Arequipa, Trujillo, Puno y Cusco. Sin embargo, solo en Arequipa llegaría a establecer una de ellas. La Escuela Normal de Preceptoras para Escuelas Elementales y Centros Escolares Mixtos, ubicada en la ciudad de Arequipa, estuvo bajo la dirección de la también belga Luisa D'Heure, y estaría destinada a la formación docente, "de preferencia, en los Departamentos del Sur", pues -como lo ratificaba un ministro de educación a finales del gobierno de Leguía- "tal fue el objeto de su creación" (Ministerio de Justicia, Culto, Instrucción y Beneficencia, 1911, pp. 59 y ss.). Se contrató a la belga Adela D'Heure -probablemente familiar de la directora de la escuela- para dictar el curso de Trabajo Manual Educativo y Economía Doméstica (Ministerio de Justicia, Culto, Instrucción y Beneficencia, 1908, p. 625).
Esperando convocar un mayor número de normalistas, en abril de 1907 el Gobierno expidió un nuevo reglamento para la Escuela Normal de Mujeres: se extendía la edad de ingreso hasta los 22 años, se aumentó a 100 el número de alumnas y se modificó el plan de estudios, insertando los cursos de Lección de Cosas y Trabajo Manual Educativo y aumentando un año preparatorio a los dos de especialización. Así, en el nuevo Plan de Estudios, el primer año sería de repaso de lo supuestamente estudiado en la enseñanza primaria y recién en el segundo año se empezarían a dictar cursos específicamente de pedagogía. Solo en el tercer año las asignaturas eran netamente pedagógicas: Higiene Escolar y Economía Doméstica, Metodología General y Especial (Ministerio de Justicia, Culto, Instrucción y Beneficencia, 1907, pp. 611-613; 1910, pp. 59 y ss.). Más adelante, el nuevo reglamento, aprobado el 26 de enero de 1907, les daba cursos de Religión y Educación Cívica.
Raimundo Morales, designado por el ministerio como inspector de la Escuela, señalaba en su memoria al ministro del ramo su complacencia ante estos cambios:
El plan de estudios que desde el año pasado rige en la Escuela [...] era por ahora, el más adecuado y conveniente para transmitir los elementos de la instrucción primaria a nuestras poblaciones rurales e indígenas, cuya deficiencia intelectual es bien notoria. (Ministerio de Justicia, Culto, Instrucción y Beneficencia, 1905, p. 750)
Todos estos cambios dieron buenos frutos. Si para 1905 la escuela arequipeña tenía 43 alumnas y 7 profesores (El Peruano, 1905b, p. 166; 1904, p. 197), para 1907 ya eran 63 estudiantes y dos años después había 89; mientras que en la de Escuela Normal de Mujeres de Lima había 10010.
"Porque él no comprende lo que la educación vale"
Por otro lado, lograr que los alumnos ingresaran a las aulas fue la meta principal del Gobierno civilista. Cuando en 1905 se promulgó la Ley 162, el panorama de la educación primaria rural era deprimente, según advertía el inspector Raimundo Morales al ministro Polar:
Los datos estadísticos [...] prueban [...] [que] en el largo tiempo en que las profesoras normalistas han dirigido establecimientos de instrucción primaria en todos los Departamentos de la República, no han podido conseguir, que ni los Municipios ni los padres de familia consintieran en que los alumnos avanzaran una tarea más allá del antiguo segundo grado. Después, las labores domésticas, las faenas del campo y otras premiosas exigencias del penoso estado de esa población indigente, la apartan de la escuela para no volver más. (Ministerio de Justicia, Culto, Instrucción y Beneficencia, 1905, p. 751)
La posición del ministerio sobre el ausentismo indígena era clara: el indígena no va a la escuela porque no tiene los recursos ni las condiciones mínimas necesarias. Entonces, era tarea del ministerio brindar las facilidades para que el niño indígena fuera a las escuelas. De allí que una de las estrategias del Gobierno fuese brindar educación primaria gratuita, repartir útiles escolares y renovar los textos pedagógicos (Contreras, 1994, pp. 10 y ss).
Sin embargo, el civilismo también consideraba que otro de los principales obstáculos era la ignorancia y animadversión del indígena hacia la cultura occidental: "El indio no envía sus hijos a la Escuela porque no tiene cómo gastar en los libros y útiles; pero, aun cuando tuviera, no sería culpable en no hacerlo, porque él no comprende lo que la educación vale" (Ministerio de Justicia, Culto, Instrucción y Beneficencia, 1906, p. 6)11. Al afirmar que el indígena no sabía valorar la educación, Polar ignoraba -o prefería ignorar- los intentos por acceder a la educación que las comunidades indígenas ya estaban realizando en los rincones más alejados del país.
Las escuelas libres permitían a las comunidades indígenas suplir la ausencia del servicio por parte del Estado, pero también permitían una menor influencia del Estado en sus currículos escolares. Por ejemplo, una de las primeras escuelas libres de Puno fue fundada por Manuel Zúñiga en 1904. En ella estudiaban niños de ambos sexos ("en un promedio anual de 60 a 70 alumnos"), a quienes se enseñaba a leer y escribir, además de "fomentar la higiene, la salud, la artesanía y las técnicas mejoradas de cultivo" (Kapsoli, 1980, p. 138).
La escuela de Camacho tuvo que cerrar al año siguiente por la presión de las autoridades, pero este no tardó en ponerse en contacto con protestantes de la zona de Bolivia, como Federico Stahl, para reiniciar su proyecto educativo. Y durante la siguiente década, de 1910, los adventistas iniciaron una amplia labor educativa que sería igualmente combatida por las autoridades políticas y eclesiásticas de la zona12.
Al parecer, en la expansión de los indígenas de Chucuito a la escuela de Camacho tuvo mucho que ver la utilización de una pedagogía más amigable con el educando13. El conocimiento del idioma nativo fue una de las bases del éxito del programa escolar de Camacho. El Estado no estuvo en desacuerdo con esta medida, pero nunca tradujo esa aprobación en algo parecido a un programa de educación bilingüe14.
Por otro lado, desde inicios del siglo XX se incrementaron los pedidos para la instalación de escuelas fiscales para indígenas. Por ejemplo, en enero de 1907, un comunicado de pobladores de Concho (Jauja), publicado en El Comercio, pedía una escuela fiscal para la zona, ya que la mayoría eran analfabetos. En su pedido hacían mención a que ahora contaban con "un gobierno verdaderamente paternal, que no ha podido extender su mano bienhechora por esta región, porque no se ha hecho conocer lo que ocurre" (Palacios et al., 1907, s. p.).
Sin embargo, las escuelas indígenas públicas enfrentaron problemas de presupuesto y oposición terrateniente. Un periodista cusqueño señalaba, en el año 1924, las pésimas condiciones del servicio educativo y la falta de asistencia de alumnos en épocas de faena agrícola. En distritos como Sicuani los "niños indígenas desempeñan en su totalidad el oficio de sirvientes y es natural suponer que los patrones se nieguen a hacer concurrir a las escuelas" (Acurio, 1924, p. 72). De allí que el autor haga referencia a la falta de una educación especial para el indígena:
Cualquier sistema educativo que se quiera implantar en las poblaciones de la sierra, fracasará como han fracasado las anteriores, toda vez que se implantan con criterio unilateral, sin tener en cuenta al indio, para quien es necesario crearle sistema especial que se adapte a su modalidad y a su población poco aglomerada. (p. 72)
La oposición del gamonal a la creación de escuelas en su localidad era, sin duda, uno de los obstáculos principales que enfrentaban los funcionarios del ministerio. Pero también lo eran los prejuicios de los indígenas mismos hacia sus educadoras. En una circular de 1907, el ministro Washburn advertía a los inspectores provinciales que
[pongan] de su parte cuantos recursos les sugieran su ilustración y celo para convencer a los padres de familia de la preferencia que merece la enseñanza que a la niñez dan las maestras sobre la que suministran los maestros; haciéndoles saber que en los países más adelantados y más fuertes se tiene en muy grande aprecio la educación que proporciona la mujer, y que es absolutamente infundado el juicio, muy generalizado en los pueblos de nuestra serranía, de que los niños que por preceptoras se crían con un carácter apocado e irresoluto [sic]. (Ministerio de Justicia, Culto, Instrucción y Beneficencia, 1908, p. 586)
Para el ministerio, el rechazo hacia las mujeres docentes por parte de la población era un problema capital. El profesorado estaba constituido mayoritariamente por ellas15. Es más, la institución destinada especialmente a la formación de docentes rurales era la Escuela Normal de Arequipa, ¡que estaba integrada solo por mujeres!
Por otro lado, fuera de la poca posibilidad del Estado para atender la demanda, la consolidación de las escuelas en estas localidades también chocaba con consideraciones que poco tenían que ver con los prejuicios de los padres de familia. A una consulta del inspector de instrucción primaria del departamento de Arequipa, Filiberto Ramírez, sobre la posibilidad de admitir a alumnos mayores de 14 años en las escuelas fiscales, la Dirección de Instrucción respondió lo siguiente:
[T]eniendo en consideración que nuestras masas populares no se encuentran todavía en un estado de cultura apetecible para implantar en la República la coeducación, el Supremo Gobierno, sobreponiéndose a la propaganda que últimamente se ha procurado hacer en favor de ese sistema, y que sin duda obedece al desconocimiento del estado verdadero en que a este respecto se encuentra nuestro pueblo, ha declarado que a las escuelas mixtas externas no pueden concurrir, en calidad de alumnos, varones mayores de catorce años, que es el límite de la edad escolar, [...] así como las mujeres mayores de 12 años. (Ministerio de Justicia, Culto, Instrucción y Beneficencia, 1912, p. 55; el resaltado es nuestro)
Es más, advertía a las directoras preceptoras de escuela mixtas que no podían admitir a alumnos hombres mayores de 14 años pues "a primera vista se advierte la inconveniencia de que a las Escuelas, que no se hallan bajo la dirección de preceptores sino de preceptoras, concurran alumnos varones que ya han salido de la niñez" (Ministerio de Justicia, Culto, Instrucción y Beneficencia, 1912, p. 56).
Nuevamente, los estereotipos propios de los funcionarios del ministerio restaban a los alumnos mayores de 14 años la posibilidad de acceder a las escuelas elementales, dicho grupo constituía una parte importante de la población escolar, pues, como figura en la reseña de un joven periodista en la zona de Canchis, en muchos lugares de los Andes peruanos los niños indígenas accedían a la educación recién pasados los 11 años, si no después (Acurio, 1924, p. 72). Estas limitaciones cimentaron las barreras que tenían los indígenas para acceder a la educación.
Con todos estos inconvenientes, era lógico que el proyecto educativo indígena del civilismo tuviera magros resultados. Aun cuando la cantidad de escuelas creció de una manera considerable16, las tasas de población escolarizada y alfabetizada aumentaron muy poco entre el primer Gobierno de Pardo y los inicios de su segundo Gobierno17. Por otro lado, para inicios de la década de 1910, la proporción de escuelas por región natural varió muy poco, y fue en desmedro de la Sierra frente a la Costa, aun cuando la primera seguía teniendo mayor población18.
2. Educación para el trabajo
Como lo ha señalado Drinot, en la primera mitad del siglo XX un nuevo discurso empezó a asentarse entre la élite limeña: la regeneración del indígena mediante la acción modernizadora del trabajo. Al proyectar un camino de progreso económico con base en la expansión de la industria19, los arbitristas de la época empezaron a señalarla como uno de los pasos importantes para la solución del problema del indio (Drinot, 2011). Espinoza ha detectado un patrón similar para las escuelas públicas en el último cuarto del siglo XIX. Para los liberales del primer civilismo, la educación vocacional estaba destinada, en los sectores populares, a ser una herramienta para la formación de ciudadano-artesano, con valores tales como "la laboriosidad, perseverancia y modestia" (Espinoza, 2013, p. 64). La Guerra del Pacífico y el posterior colapso del sistema estatal peruano interrumpieron el desarrollo de esta visión adscriptiva de la educación. Fue con el debate provocado por la expansión de la educación pública durante el gobierno de Pardo que el tema volvió a agenda.
Para inicios del siglo XX, la escuela seguía siendo vista como un "medio inventado para acelerar el perfeccionamiento de las gentes civilizadas", pero los jóvenes civilistas criticaban la expansión de la escuela tradicional sobre el ámbito rural, ya que, según ellos, no ayudaba en el camino de la readaptación del indígena. Entonces, centraron sus esfuerzos en una educación técnica como medio de modernización social. En su discurso ante el Congreso, Polar defendía la introducción de una visión positivista sobre la educación pública: "A la escuela de palabras debe suceder la escuela por las cosas, por la acción, la escuela que ejercita los sentidos, que forma el espíritu de observación, fundamento del sentido práctico" (Ministerio de Justicia, Culto, Instrucción y Beneficencia, 1906, p. XXII). La educación vocacional se convertiría en la solución para satisfacer los deseos por una educación centrada en la formación laboral de los sectores populares.
Ya algunos años antes, Javier Prado, en su libro La educación nacional (1899), había abogado por una educación popular enfocada en la práctica tecnificada:
Para el hijo del obrero, es inexacto el concepto de instrucción primaria. Es este un prejuicio general, contra el que conviene reaccionar. La escuela del obrero es independiente, debe afirmarse por sí, no es su enseñanza primaria ni secundaria, sino íntegra, completa, centralizada dentro de su órbita. [...] Instrucción general y práctica, el libro y el taller, el concepto de la vida y de las cosas, y la aptitud y los instrumentos de oficio que hacen al obrero factor útil para sí y para la sociedad. (Prado, 1899a, p. 12)
Prado confiaba en la práctica laboral como "elemento de orden, honradez y de vida", de allí que confiase en la creación de escuelas-talleres como "una de las más grandes atenciones del Estado en la educación del obrero". Una educación laboral adecuadamente dirigida llevaría a "instruir, atraer, atraer, despertar las aptitudes y familiarizar al niño, en forma educativa y recreativa, con los instrumentos rudimentarios de los oficios, que más tarde debe manejar" (Prado, 1899a, p. 12).
Prado reafirmaba, entonces, el ya establecido precepto de la predestinación social del educando según su clasificación racial, una noción fundamental del pensamiento educativo elaborado por la élite. Para esta, el obrero tenía un lugar ya determinado dentro de la estructura social, el cual estaba definido por su "limitada" inteligencia. Por lo tanto, la educación debía ayudarlo a conseguir "realizarse" en su ubicación predestinada y también a desempeñar adecuadamente dicha función, en beneficio propio y del país.
Debe atender -sostenía Prado-, por tanto de preferencia a suministrar los conocimientos más importantes y más útiles en las ciencias de la naturaleza y el hombre; y que conduzcan a este a resultados y aplicaciones prácticas en las industrias, en el comercio, en las profesiones, en las diversas manifestaciones positivas de la actividad y de los intereses individuales y colectivos. (Prado, 1899a, p. 15)
Las apuestas por una educación enfocada hacia la formación técnica eran básicamente el complemento de la ansiada expansión de la industrialización. Si bien ya desde finales del siglo XIX se hacían llamados a crear escuelas para artesanos (las cuales llegaron a materializarse en algunos pocos casos), recién con el Gobierno de Pardo se observa una política efectiva encaminada hacia la introducción de la educación laboral en la política educativa del Estado. Basta con ver cómo el plan de estudios de la Escuela Normal de Varones incluyó entre sus cursos el de Trabajo Manual Educativo, el cual introdujo técnicas de trabajo manual como dibujos o figuras. Después de la salida de Poiry y la renovación del plan de estudios por McKnight, este mantuvo el curso dentro del currículo. Más aún, en 1907 se estableció una Escuela Central de Trabajo Manual Educativo, bajo la dirección de Federico Bierau, quien también enseñó junto con Ernesto Bejerke y Juan N. Ekstrand (Ministerio de Justicia, Culto, Instrucción y Beneficencia, 1908, p. 633). Y, en 1908, el nuevo Reglamento General de Instrucción Primaria, que clarificó y específico los alcances de la ley de 1905, afirmó, entre sus primeros artículos, que uno de los objetivos principales de la instrucción primaria era "proporcionar conocimientos de utilidad práctica" (Ministerio de Justicia, Culto, Instrucción y Beneficencia, 1908, p. 4). Por último, el reglamento, al referirse a la educación rural, ordenó a los maestros que se concentren en "aquellos conocimientos que se relacionan con las condiciones e industrias especiales del lugar" (Ministerio de Justicia, Culto, Instrucción y Beneficencia, 1908, p. 131).
Pero no solo el Ministerio de Justicia, Culto, Instrucción y Beneficencia se dedicó a la expansión del trabajo manual. El nuevo Ministerio de Fomento también tomó sus propias iniciativas. En 1902, dicho ministerio refundó en Lima la Escuela Artes y Oficios. El reglamento de la escuela señalaba su propósito de solo dar educación técnica media, en la medida en que la enseñanza técnica superior estaba destinada a la Escuela de Ingenieros:
Art 9.- La Escuela [de Artes y Oficios] podrá dar la enseñanza técnica elemental o primaria y en todo caso dará siempre, en todos sus géneros, la enseñanza técnica media o secundaria que forma su dominio especial en el ramo de la Educación Nacional, pero por ningún motivo dará la enseñanza técnica superior en alguno de sus géneros. (Ministerio de Fomento, 1908, p. 518)
El reglamento también señalaba su disposición a integrar cursos de instrucción básica si es que hacía falta. La tasa de educación secundaria era bajísima y solo llegaban a ellas los estratos superiores de la sociedad, los cuales se iban a dedicar a la enseñanza superior. De allí que la escuela solo pidiera primaria completa como requisito: su público objetivo eran los sectores populares de la sociedad, que a lo mucho habían terminado la primaria. Su plan de estudios era de tres años y estaba centrado en la enseñanza laboral: mecánica, electricidad, contabilidad, etc.; pero también incluía algunos cursos teóricos como Física, Historia de las Artes, Geometría, etc.
La Escuela de Artes y Oficios tenía como propósito formar técnicos "capaces de convertirse con pocos años de práctica suplementaria en maestros o jefes de taller, intermediarios entre los profesionales formados por los establecimientos de instrucción superior y los obreros o aprendices" (Ministerio Fomento, 1908, p. 502). Pero tanto la Escuela de Ingenieros como la Escuela de Artes y Oficios estaban destinadas a los sectores citadinos de la sociedad20. Para el sector rural, el Estado destinó otras escuelas con objetivos más reducidos que las escuelas urbanas. Así, el curso de Trabajo Manual también fue introducido en las escuelas normalistas para mujeres -cuyas egresadas irían a enseñar al campo-, pero este no tuvo tanta extensión como en la Escuela Normal de Varones de Lima.
Por esos mismos años, el Ministerio de Fomento fundó en el Cusco su propia Escuela Práctica de Agricultura, Artes y Oficios. La escuela fue encomendada a una orden religiosa, los hermanos salesianos, y se inició con 135 alumnos. Allí se enseñaban, además de instrucción primaria, cursos de agricultura y los oficios de carpintería, ebanistería, tipografía (imprenta) y sastrería. Al terminar sus estudios, se repartieron entre los egresados las ventas de lo producido por ellos mismos. "Estos ahorros deben ser aliento para los tiernos obreros que contarán al salir del plantel, no solo con el pan seguro de su oficio, sino con un pequeño capital que les prepare para un taller honrado" (Ministerio de Fomento, 1908, p. 469). Como se puede ver, el interés del Ministerio de Fomento por capacitar laboralmente a las masas era incentivado por un discurso que, al igual que el Ministerio de Justicia, Culto, Instrucción y Beneficencia, centró su atención en la redención del indígena a través de la capacitación laboral.
En 1908, Manuel Vicente Villarán, ministro de Justicia, Culto, Instrucción y Beneficencia de Leguía y hombre importante del civilismo, anunció en los diarios, antes de asumir la cartera ministerial, los objetivos de su gestión:
En toda escuela peruana, primaria o secundaria, debiera dedicarse la mitad del tiempo a estudiar, la otra mitad a trabajar y a endurecer el cuerpo [...] Imitemos a los ingleses que ponen como base educativa la formación del carácter por la influencia del campo de "sport". Por otra parte, en toda escuela y en todo colegio, el niño, grande o pequeño, debe trabajar. La escuela urbana ha de tener algo de un taller, la rural, de una pequeña granja: porque siendo nuestro mayor mal el ocio, parte esencial de la educación viene a ser el trabajo. (Villarán, 1908, s. p.)21
Ese mismo año, Villarán había publicado "El factor económico en la educación nacional" (1908). En el texto, el joven civilista discutía los principales puntos de la educación clásica. Proclamaba, junto con los otros pedagogos positivistas, que la creación de la cultura solo a través de la educación clásica (prescindiendo de su dirigimiento hacia el progreso económico) sería un esfuerzo inútil, ya que la educación por sí sola nunca "lograría sustituir el incesante esfuerzo intelectual y la fecunda disciplina moral que ocasionan, en el campo de la industria, las peripecias, las pruebas, los obstáculos que aquella ofrece a la actividad humana" (Villarán, 1954, p. 335). Así, respecto a la masa indígena, Villarán afirmaba que la escuela clásica no era para ellos el camino adecuado hacia la cultura, pues "la escuela primaria es un medio inventado para acelerar el perfeccionamiento de las gentes civilizadas, no para iniciarlas en los usos de la civilización". Para ellos, solo cabría "la educación objetiva del trabajo y del ejemplo" (Villarán, 1954, p. 331).
Si el trabajo era el gran hacedor de la cultura, Villarán entendía a esta última en términos principalmente materiales: "La parte más vital de la cultura de la humanidad se halla incorporada en muebles y utensilios, [...] en costumbres domésticas y reglas sociales, y todo esto se adquiere fácilmente, espontáneamente, por obra de imitación y del contacto, no de la escuela", sentenciaba (Villarán, 1954, p. 330). Para Villarán, la cultura nacía del contacto con lo material y, esencialmente, de su esfuerzo por crear esta última, de allí que la economía fuese la base fundamental para el desarrollo de la cultura: "la riqueza vale no solo por lo que representa una vez producida, sino por las energías mentales y las virtudes que se desarrollan en el esfuerzo para producirla" (Villarán, 1954, p. 328). De allí que todos fueran capaces, en algún momento, de redimirse culturalmente, incluso los indígenas; la cuestión estaba en proporcionarles los medios para crear esa cultura material22.
La Comisión Especial de Instrucción que se conformó en 1909, y a la cual pertenecería Villarán después de dejar el ministerio, dirigiría sus propuestas en este sentido. Ratificó la apuesta por una educación práctica centrada en la exploración de la vocación técnica del educando (Comisión Especial de Instrucción, 1910, p 23). John Lockey, uno de sus integrantes23, defendía también estas propuestas. Lockey reafirmó la necesidad de una educación técnica que se impartiera dentro de las escuelas, aunque la estrategia de las escuelas-taller le parecía impracticable debido a lo costoso que era popularizar el modelo. Debido a esto último, Lockey proponía que, en vez de las escuelas-taller, fueran las fábricas las que proporcionaran la capacitación laboral:
El aprendizaje de un oficio se adquiría forzosamente en la fábrica misma. Y así es con muchas industrias. No puede el Estado suministrar directamente la preparación que demandan. Sin embargo, sería posible que los propietarios de tales industrias cooperasen a que sus aprendices dispusiesen de tiempo suficiente para completar en escuelas especiales, sostenidas por el fisco, la enseñanza cuya parte manual van adquiriendo en la fábrica, y en tal caso sería recomendable que dicha enseñanza se relacionara de un modo íntimo con las necesidades especiales de los operarios educandos. (Lockey, 1913, p. 264)
Sin duda, la propuesta de la Comisión no representaba un cambio radical frente a la del ministro Polar, sino que complementó a esta última. Sin embargo, el proyecto de ley orgánica de educación creado por la Comisión no llegó a ser promulgado y tuvo que esperar hasta el regreso de Leguía en 1919 para ser nuevamente revisado y aprobado (en 1920).
En síntesis, la propuesta educativa vocacional no ocultó, desde su creación hasta su implementación, la existencia de objetivos alternos según la condición racial del individuo al que se iba a educar. Para los indígenas, correspondía el camino del obrero agrícola tecnificado, capaz de ejecutar las órdenes del patrón con propiedad, donde la educación, según la clase gobernante, podía ayudarlo también a comprender el contrato que firmaba (evitando así la explotación y el maltrato). Para las masas urbanas, en cambio, correspondía el trabajo en las fábricas, y debían ser instruidas por la escuela para desempeñarse adecuadamente con las modernas maquinarias de dichos lugares. Incluso -o quizás por ello- con la llegada del Oncenio de Leguía, con nuevos aires indigenistas como nunca habían existido en el Gobierno, se mantuvo como base esta diferencia racial en la política educativa.
3. Conclusiones
Luego del desastre de la posguerra, el positivismo académico proporcionó las bases teóricas para entender el estado social del país. Junto con el positivismo, el liberalismo y otras doctrinas progresistas aportaron una propuesta para imaginar un desarrollo alternativo al modelo de desarrollo mercantil, preponderante en el caudillista siglo XIX, y se enfocaron, en cambio, en el desarrollo de la economía moderna (industria y agroexportación) y en la expansión de la educación (Castro, 2008, pp. 137-139). Esto último, la expansión de las escuelas hacia los sectores populares, se convirtió entonces en una de las principales propuestas de los intelectuales positivistas liberales de inicios siglo XX para reformar la sociedad.
Una nueva generación de civilistas -educados con las nuevas doctrinas del positivismo social, pero conscientes de la necesidad de una élite que promoviera un cambio trascendental en la sociedad peruana- impulsó la educación como la principal herramienta para transformar y potenciar las capacidades de la raza indígena, calificada por ellos como "ignorante" y "atrasada".
Sin embargo, los objetivos de la propuesta educativa que el civilismo llevó al medio rural estaban delimitados justamente por estas mismas doctrinas positivistas que imaginaban para las razas "inferiores", como la indígena, pocas potencialidades por desarrollar. Estas doctrinas y su aplicación en las políticas públicas crearon los parámetros sobre los cuales los políticos de principios del siglo XX iniciaron la inclusión del indígena en el Estado. Como resultado, para las comunidades fue ideada la educación elemental (acorde con su poca "tradición intelectual"), mientras que para el contexto citadino, supuestamente con más capacidades para un desarrollo intelectual, se llevaría la educación común.
Esta diferenciación se asentaba en modernas teorías que señalaban la existencia de hábitos heredables y otros maleables en las razas humanas. Tomando esto último como precepto, los jóvenes civilistas llevaron escuelas elementales al campo en la creencia de que este era el único tipo de educación que se podía dar a los indígenas. En cambio, reservaron los centros escolares (con todos los años de educación primaria) para el ámbito citadino. A pesar del fuerte impulso que estos civilistas dieron al proyecto, al final este resultó en un fracaso rotundo. Sea por problemas con los gamonales o prejuicios mismos de educandos o educadores, y a pesar del incremento de escuelas, que efectivamente se dio, la cuestión es que no variaron las tasas de analfabetismo y población escolarizada en la Sierra. Fue este resultado lo que llevó a los civilistas a asentar otro antiguo prejuicio sobre los indígenas: que no comprendían el valor de la educación.