1. La felicidad para Mill
Las proposiciones de Mill sobre felicidad e infelicidad aparecen en su libro El Utilitarismo y dicen: “Por felicidad se entiende el placer y la ausencia de dolor; por infelicidad el dolor y la falta de placer”1. Estas dos proposiciones no son propias de Mill, él las adopta del postulado de Jeremy Bentham según el cual “la naturaleza ha puesto a la humanidad bajo el gobierno de dos amos soberanos: el dolor y el placer”2 y, por consiguiente, las consecuencias de las acciones en lo que respecta a estos “amos” son el factum que permite evaluar qué puede ser o no aceptado como felicidad o como parte esencial de la misma.
Lo que para Mill sean el placer y el dolor será un asunto que trataré más adelante; por lo pronto, veo necesario explicar dos cosas: primero, por qué para Mill la felicidad y la infelicidad se miden respectivamente por el placer y el dolor y, segundo, qué se busca declarar cuando se afirma que la felicidad es el placer y la infelicidad el dolor.
Placer y dolor son los puntos de referencia empíricos por los que se pueden observar las consecuencias de las acciones sobre el estado de ánimo de las personas. Esto ocurre fundamentalmente porque, para Mill, no existen otras fuentes de información con las que pueda contar un tercero (siguiendo el modelo inductivo de las ciencias positivas). Este material observable permite constatar que una acción goza de un sentimiento de aprobación o desaprobación por parte de las personas y puede someterse a verificación, ya sea a partir del lenguaje u otras capacidades para la comunicación con las que las personas cuenten. “Esto, sin embargo -afirma Mill en Un Sistema de la Lógica-, no llega al fondo de la cuestión, ya que la aprobación del hablante no es razón suficiente para que los demás deban también aprobar algo. Ni tampoco constituye una razón concluyente ni siquiera para el propio hablante”3. Lo que sí es concluyente para Mill del estudio de estas experiencias, y esto nos lleva a obtener una explicación para lo segundo, es que permiten reconocer tres aspectos por los que los seres humanos pueden resultar influidos materialmente por las acciones, a saber: “su aspecto moral, que se refiere a su bondad o maldad; su aspecto estético, que se refiere a su belleza; su aspecto simpático, que se refiere a sus cualidades amables”4. Estos tres aspectos señalan tres maneras en que las acciones pueden alcanzar a producir sensaciones de placer y dolor en las personas; además, dejan ver que ambos tipos de sensaciones varían dependiendo de los aspectos que cada agente logre percibir.
Esto último nos conecta con una parte muy importante del asunto de la felicidad para Mill y son sus afirmaciones de que “las acciones son correctas (right) en la medida en que tienden a promover la felicidad, incorrectas (wrong) en cuanto tienden a producir lo contrario de la felicidad”5. A partir de lo expuesto hasta ahora, es claro que el aspecto moral de las acciones es solo uno de los tres aspectos por los que los seres humanos resultan influidos materialmente por estas6, lo que hace forzoso concluir que solamente una parte de lo que es el placer o -lo que es igual- una parte de lo que es la felicidad parece ser relevante a la hora de considerar la moralidad de las acciones. Sin embargo, antes de adelantar algún tramo por la ruta recién señalada, hay una pregunta que parece pertinente: ¿pierde la felicidad parte de su carácter cuando se atiende a uno de sus aspectos en detrimento de los otros? Para Mill esta no es cuestión baladí y, a diferencia de Bentham, quien solamente se centró en la consideración moral de las acciones como si fuera lo único importante7, es necesario estimar siempre la felicidad en su conjunto, puesto que, de otro modo, se podría estar dando la espalda a dos terceras partes de lo que se busca promover. Es así que, para Mill, resulta inevitable considerar una variedad de criterios secundarios que permitan a quienes desean actuar o realizar juicios sobre la moralidad de las acciones, no perder nunca de vista todo lo que verdaderamente importa en lo que debería ser preservado, la felicidad, y, en caso de que esto no se pueda, evitar que aparezca lo contrario, la infelicidad.
Mill es consciente de que la felicidad “es un fin demasiado complejo e impreciso, como para ir tras él como no sea a través de una variedad de fines secundarios”8, y no existe una ruta invariable para que las personas puedan acceder a ella de forma efectiva. Por esta razón, formular un principio capaz de orientar las acciones hacia la felicidad, en tanto fin, es un desafío para el ingenio humano, dado que las acciones pueden involucrar varios de sus aspectos. Definir el carácter de tal principio, su posibilidad y las formas en que puede ser aplicado es a lo que Mill llama “la controversia utilitaria”9; este será el asunto de mis elaboraciones en la próxima sección. Por lo pronto, veo conveniente señalar que, aunque su índole es práctica, Mill la considera ante todo como una cuestión de organización y de subordinación lógica, esencial cuando se debe apelar a un criterio que ordene las acciones. Por consiguiente, para que nosotros podamos apreciar cómo él propone arreglar dicha controversia, debemos remitirnos a su obra Un Sistema de la Lógica, en particular al libro VI, capítulos III y XII, los cuales versan sobre la lógica del conocimiento práctico.
2. La felicidad como principio de las acciones
Debido a que las acciones tienen un carácter plural y a que estas se evalúan según el placer o dolor que generan, y que de ello depende la aprobación o el rechazo que las personas puedan hacer de las mismas, es perentorio que la mayor magnitud de placer -felicidad- represente lo más deseable. Con todo, indicar que esto es lo más deseable no es afirmar un hecho sino manifestar una volición. Mill explica que este tipo de expresiones corresponden al Arte, que es el conjunto de las expresiones sobre todas las acciones que manifiestan deseos humanos, siempre y cuando estén avaladas por la experiencia posible10.
En Un Sistema de la Lógica, Mill explica que el quehacer de la ciencia respecto al Arte consiste en suministrarle proposiciones frente a las premisas que este formula. Una proposición es un juicio atemperado por la experiencia sobre qué acciones es posible ejecutar y bajo qué condiciones; una premisa, por su parte, es una oración que manifiesta que cierta acción es deseable y suele estar acompañada de alguna razón, o segunda premisa, sobre su preferencia. Por ende, cuando la ciencia permite transformar en proposición una premisa del Arte, se accede a una verdad especulativa o teorema, que es avalada por el Arte cuando formula un precepto o regla que prescribe, como medios, aquellas circunstancias o hechos que los teoremas muestran como condiciones empíricas necesarias11. Siendo los teoremas específicos para un conjunto de circunstancias concreto, el Arte debería formular una regla por cada teorema que apruebe; sin embargo, como esto sería inabarcable en la práctica, Mill indica que, por razones de conveniencia, el Arte formula sus reglas intentando comprender las condiciones que han de tenerse en cuenta en las circunstancias más frecuentes, “[p]or lo que un ejecutante prudente considerará las reglas simplemente como algo provisional”12.
El Arte, con mayúscula, significa para Mill “la teoría científica del arte en general”13, constituido por el conjunto de las expresiones sobre todas las acciones que manifiestan deseos humanos, formuladas mediante reglas avaladas por los teoremas de la ciencia, en tanto el conjunto de las investigaciones internas al curso de la naturaleza14. Ahora, como para Mill todo deseo se refiere a un empuje que solo se mide en términos de la consecución del placer y la evitación del dolor, el Arte15 es el cuerpo doctrinal constituido por los tres aspectos que los seres humanos son susceptibles de experimentar frente a las acciones: su moralidad o bondad (rightness), su prudencia o cualidades amables (prudence or policy) y su belleza o nobleza (the beautiful or noble). Por lo tanto, el Arte es la teoría cuyo fin último será la felicidad (happiness) o la promoción de la mayor magnitud de placer en cada uno de estos tres aspectos, los cuales constituyen por sí mismos una parte específica de aquel y cuyos fines particulares están dados por lo que cada aspecto busca promover: lo correcto, lo conveniente (que a nivel singular corresponde a la prudencia y a nivel comunitario a la política) y lo bello. Tres fines y tres artes distintas que, no obstante, están subordinadas a un fin mayor que corresponde al Arte, de forma que la felicidad -en tanto mayor magnitud de placer- es el fin al que todos los tres deben ceñirse. Así, cuando con arreglo a los fines de una de las artes una acción es aprobada, pero al mismo tiempo condenada por el fin de otra, existe un fin mayor que procede como principio para decidir la controversia, de manera que solo hay que acudir a la felicidad cuando se trate de decidir el orden de preferencias entre fines distintos. Esta es la forma en que Mill resuelve la controversia utilitaria, indicando que la felicidad es un fin conformado por la triada de fines del Arte, que es el conjunto de conocimientos destinados a justipreciar las posibilidades de realización del deseo humano.
3. El placer y la concepción de la felicidad para Mill
Sabemos que para Mill la felicidad radica en la mayor magnitud de placer, pero es necesario mostrar esto con más amplitud para poder explicar dos cuestiones que han quedado anunciadas en la sección anterior y que se desprenden del modo en que Mill resuelve la controversia utilitaria: primera, cómo la felicidad puede ser deseable por los seres humanos y, segunda, de qué manera les es asequible. Brindaré aquí las elaboraciones para responder la primera cuestión.
Del placer hay que iniciar por señalar que consiste en una sensación que excita a las personas en diferente grado de acuerdo con su susceptibilidad nerviosa y que todas consideran generalmente agradable. Debido a las diferencias en la susceptibilidad nerviosa, parece difícil valorar intrínsecamente el placer, por lo que muchas veces se acude a métodos que reparan únicamente en aspectos extrínsecos o circunstanciales, que lo miden en cantidades respecto a su costo, durabilidad, seguridad, etcétera16. Sin embargo, estos métodos no determinan la calidad del placer, porque no indican su valor en sí mismo. Mill sostiene, entonces, que de la misma manera que al examinar las cosas importantes es una costumbre arraigada tener en cuenta tanto la cantidad como la calidad, son esenciales estas dos variables a la hora de evaluar el placer17. Los placeres que constituyan la felicidad han de tener en cantidad y calidad un signo característico. La manera en que Mill usa estas dos variables para tipificar el placer será lo que tendremos que analizar para apreciar su concepción de la felicidad.
Si partimos de definir cada variable, encontramos que la cantidad es la porción de una magnitud concreta y la calidad es la propiedad o conjunto de propiedades inherentes a la misma que permiten juzgar su valor. Es sabido que la magnitud de la que se trata es el placer y que, para medirlo, toda persona tendrá que poder identificar estas dos variables y comunicarlas con la mayor exactitud posible a los demás. Como ya se anotó unos párrafos antes que la aprobación por parte de una persona no constituye un motivo para que las demás consideren que está en lo correcto, es necesario que esa persona justifique su aprobación mediante indicios a los que todos tengan que recurrir indefectiblemente en el momento de experimentar el mismo placer, estando bajo condiciones parecidas y en una identidad muy cercana de circunstancias. Dado que las proposiciones que reúnen todos estos rasgos son de difícil recordación y el modo de aplicarlas resulta intrincado para la mayoría de las personas, Mill postula en su libro El Utilitarismo un precepto o regla general que permite establecer comparativamente qué placeres son más deseables y, por consiguiente, contribuyen mejor a la consecución de la felicidad, dice: “De entre dos placeres, si hay uno al que todos, o casi todos los que han experimentado ambos, conceden una decidida preferencia, independientemente de todo sentimiento de obligación moral para preferirlo, ese es el placer más deseable”18.
Antes de introducirnos en su análisis, cabe anotar que esta regla no es de seguimiento estricto para acceder a los placeres que conducen a la felicidad. Por el contrario, intenta solamente brindar un criterio para resolver conflictos cuando dos o más placeres se contraponen en circunstancias concretas.
Lo primero que salta a la vista en el análisis de la regla para determinar la decidida preferencia entre los placeres es la elisión intencional de la idea de obligación moral, lo cual indica que, para Mill, no debe haber prevenciones en favor o en contra de algún placer porque despierte censuras ante lo correcto o incorrecto. Se trata de un elemento de imparcialidad que va en procura de evitar que quienes apliquen la regla atiendan a ventajas circunstanciales relacionadas con sus consecuencias en términos de recompensa y castigo.
Si observamos con detenimiento la regla objeto de este análisis, notamos que alude directamente a las propiedades del placer y no hace mención explícita a porciones determinadas. Por lo tanto, parece lícito concluir que dicho precepto está dirigido a detectar el valor característico del placer y, solo de forma secundaria, su cantidad. Esta prioridad de la calidad sobre la cantidad se refrenda si añadimos que, unas líneas antes de postular dicha regla o precepto, Mill reconoce que las fuentes del placer son diferentes para los seres humanos y los demás animales, por lo que una de las propiedades para la deseabilidad de un placer sobre otro está determinada por las fuentes de las que proviene. Atendiendo a esto, se distinguen dos tipos de fuentes por las que el placer puede excitar a los seres humanos: por un lado, están las que tienen en común con los animales, que son todas las relacionadas con las necesidades y exigencias físicas que dan lugar a los placeres propiamente sensitivos; por otro lado, están las que se vinculan con las facultades que obedecen a una ordenación racional y Mill identifica básicamente con los sentimientos, el pensamiento consciente y la imaginación19. Esto último le permite a Mill realizar una distinción conceptual que tendrá una marcada influencia en su concepción de la felicidad y consiste en que una cosa es la felicidad y otra muy distinta es el contento. Los seres humanos pueden experimentar ambos tipos de sensaciones, pero los animales lo máximo que logran es estar contentos20.
Podemos observar que el núcleo de la regla sobre la elección de los placeres está en la idea de la decidida preferencia. Nótese que este es un término compuesto: la primera palabra transmite la noción de que el placer que se prefiere no obedece a criterios arbitrarios, sino a ponderaciones conscientes, mientras que la segunda demarca que existe una primacía, ventaja o peso que no puede eludirse entre las cosas que están sujetas a preferencia. Por lo pronto, sabemos que los placeres exclusivamente sensoriales21 están en situación de desventaja respecto a los que involucran las facultades que tienen contacto con la razón. Surge aquí esta pregunta: ¿cómo permite la idea de la decidida preferencia una elección entre placeres que tenga en cuenta las variables de calidad y cantidad?
La respuesta hay que buscarla en los medios que para Mill permiten realizar la comparación entre las dos variables. La experiencia juega aquí un rol determinante, porque solo quienes han sentido, conocido o presenciado en sí mismos los placeres en disputa son los que pueden aplicar rectamente el precepto, pues para juzgar sobre algo que depende de las capacidades sensoriales no existe más opción que sentir. En el caso de los placeres exclusivamente sensoriales o vinculados a la naturaleza animal, el punto límite en cuanto a la cantidad se encuentra en la satisfacción. Con relación a los placeres que están emparentados con las sensaciones que involucran las facultades racionales, la cantidad está mediada por los elementos peculiares que producen la sensación y no por la sensación en sí misma; es decir, está mediada por aquello que en concreto nos lleva a sentir, a pensar o a imaginar. Esto significa que lo importante frente a este tipo de sensaciones en cuestiones de cantidad es que exista la variedad de situaciones y la prerrogativa de que estén dadas las condiciones para que estas puedan proliferar en su mayor diversidad.
Ahora, con relación a la calidad, los placeres sensorio-animales no implican tantos miramientos; si es lograda la satisfacción, no habrá más que asegurar las condiciones propicias para repetir el proceso en el momento oportuno. Esto, en contraste con los placeres vinculados a las facultades anexas a la razón, no requiere en términos comparativos de la variedad de circunstancias que permitan la combinación de pensamientos, imaginaciones y sentimientos que, agregándose y sobrepujándose entre sí, den lugar a una superabundancia de percepciones agradables. Esto último, justamente, es en donde se cimienta la calidad de los placeres emparentados con las sensaciones que involucran las facultades racionales.
Las condiciones que demanda la regla para determinar la decidida preferencia entre placeres quedan así reveladas: 1) la neutralidad moral ante el placer, 2) el reconocimiento de que los factores externos al placer (llámese cantidad, seguridad, permanencia, precio, entre otros) son insuficientes para definir su preferencia, y 3) la aserción de que el placer humano cuenta con fuentes o determinaciones causales que son ajenas a la mera satisfacción de necesidades y exigencias físicas, lo que es subsidiario con una diferenciación entre cantidad y calidad de los placeres.
Estipuladas estas condiciones, hay que anexar que la regla para determinar los placeres más deseables exhibe dos características importantes y una suerte de análisis empírico que la sustenta, indispensable para su correcta funcionalidad y que Mill expresa en una proposición. Denomino estas características carácter intersubjetivo y articulación social; y la proposición consiste en la apelación a un sentido de dignidad que todos los seres humanos poseen22.
La primera característica, o el carácter intersubjetivo de la regla sobre los placeres deseables, consiste en que, dado el caso de que una persona prefiera un placer sobre otros, ha de ser posible que personas diferentes que se enfrenten al mismo proceso de elección obtengan resultados parecidos. Se reclama, pues, cierto grado de intersubjetividad en la aceptación y aplicación de la regla, como también en los rendimientos conquistados a partir de esta. El carácter intersubjetivo de la regla sobre los placeres deseables busca indicar que para que un placer sea deseable y pueda acercarse a la felicidad, tiene que ser de hecho deseado por las personas23.
No parece lícito concluir que para Mill exista una concepción de la felicidad limitada a un placer o a un conjunto de placeres concretos, de suerte que la sombra de un problema epistemológico sobre la verdad cubra de forma amenazante las posibilidades que tienen diferentes seres humanos de hallar la felicidad en escenarios distintos y ante una variedad de placeres diversos. El carácter intersubjetivo de la regla de la deseabilidad de los placeres revela la intención de Mill por evitar que su concepción de la felicidad exhiba un cariz de imputación, en la medida en que no es el experto quién juzga en qué consiste la felicidad, sino que son las persona en concreto, bajo la égida de la experiencia y su capacidad de volver reflexivamente sobre la misma, quienes lo determinan.
El carácter de articulación social de la regla de la elección de los placeres conecta con esto último, puesto que la felicidad ha de ser una experiencia vivida en y con los otros. La mejor manera de entenderlo es en términos negativos; es decir, para Mill es imposible tener acceso a la felicidad en las experiencias que aíslan al ser humano completamente de los demás. Para Mill, existen dos causas principales de la vida infeliz: en primer lugar, el egoísmo o individualismo, que son los padres de la envidia, el odio y la falta de caridad24, y, en segundo lugar, la carencia de cultura intelectual, que impide a los hombres extender sus intereses más allá de sí mismos25. Frente a lo último, Mill deja claro que no se refiere a la cultura intelectual de quienes se dedican -por ejemplo- a la filosofía, sino a la que puede adquirir cualquier persona para quien estén abiertas las fuentes del conocimiento y puede ejercer mínimamente sus facultades racionales.
En cuanto al sentido de dignidad que todos los seres humanos poseen y por qué para Mill está dado en términos de una proposición, radica en que mientras los seres humanos actúen bajo la conciencia de su reconocimiento, no aceptarán ningún tipo de placer que pueda acercarlos a la felicidad si no guarda alguna correlación -así sea imperfecta- con alguna de sus facultades más elevadas o vinculadas a la razón. Este sentido de dignidad no es para Mill un atributo ni un valor moral, aunque bien puede orientarse hacia ello. Por el contrario, consiste básicamente en un hecho fehaciente que indica la imposibilidad de que los seres humanos (a menos que tengan por vicio la indolencia o estén afectados por algún trastorno o enfermedad)26 deseen encontrar la felicidad en experiencias que impliquen un grado más bajo de existencia27. Da lo mismo para Mill si a este sentido de dignidad se le llama orgullo, independencia, amor a la libertad, al poder, etcétera, pues todas esas expresiones apuntan a lo mismo, a saber: que la felicidad no puede ser asequible a los seres humanos por ningún tipo de capacidad sensitiva independiente o que no tome en cuenta sus facultades racionales.
4. La felicidad y el valor moral de las acciones
En El Utilitarismo encontramos que “las reglas y preceptos de la conducta humana” constituyen el “criterio de la moralidad”, cuya intención es brindar una existencia conforme a lo más deseable, lo que nuestro autor identifica con la felicidad28. De la sección anterior ha quedado claro que los mejores placeres no se deciden por ventajas circunstanciales relacionadas con sus consecuencias en términos de recompensa y castigo, por lo que los placeres identificables con la felicidad no son necesariamente los mejores en término morales; por lo tanto, ¿qué significa y qué consecuencias supone que un placer sea bueno o malo, si ambas características son extrínsecas a los placeres y no determinan por sí mismas su decidida preferencia?
De esta pregunta hay tres cosas que pueden deducirse analíticamente y que aportan algunas coordenadas de respuesta: 1) el criterio de la moralidad es una característica extrínseca de los placeres, por lo que no existe ningún placer bueno o malo en sí mismo; 2) la mayor magnitud de placer -o felicidad- puede verse supeditada a una suerte de estequiometría (del griego στοιχειον, stoicheion, ‘elemento, parte o aspecto’, y µετρον, métrón, ‘medida’), que otorgue precedencia a alguno de sus tres aspectos; 3) siendo el caso de la moralidad, la mayor magnitud de placer ha de acotarse con preceptos o reglas que fijen la idea de la decidida preferencia.
La parte clave de El Utilitarismo para dar con la respuesta acertada a la pregunta recién planteada se encuentra en el siguiente pasaje del capítulo dos (las cursivas son mías):
Conforme al Principio de la Mayor Felicidad, tal como se explicó anteriormente, el fin último, con relación al cual y por el cual todas las demás cosas son deseables (ya estemos considerando nuestro propio beneficio o el de los demás), es una existencia libre, en la medida de lo posible, de dolor y tan rica como sea posible en goces, tanto por lo que respecta a la cantidad como a la calidad, constituyendo el criterio de la calidad y la regla para compararla con la cantidad, la preferencia experimentada por aquellos que, en sus oportunidades de experiencia (a lo que debe añadirse su hábito de autorreflexión y autoobservación), están mejor dotados de los medios que permiten la comparación. Puesto que dicho criterio es, de acuerdo con la opinión utilitarista, el fin de la acción humana, también constituye necesariamente el criterio de la moralidad, que puede definirse, por consiguiente, como “las reglas y preceptos de la conducta humana” mediante la observación de los cuales podrá asegurarse una existencia tal como se ha descrito, en la mayor medida posible, a todos los hombres29.
La primera parte de esta cita recapitula todo lo expuesto hasta acá: primero, que la felicidad es lo más deseable y por eso puede ser reconocida como fin último; segundo, que el placer y el dolor son las coordenadas por las que se pueden observar las consecuencias de las acciones sobre el estado de ánimo de las personas, por lo que son la mejor forma de reparar en su felicidad; tercero, que la felicidad es una experiencia que implica nuestro beneficio en conexión con los otros; cuarto, que los placeres con mayor magnitud en calidad y cantidad son los que consecuentemente representan la felicidad; quinto, que la calidad de los placeres prima sobre su cantidad porque regularmente implica el ejercicio de nuestras facultades propiamente humanas y destaca las cualidades intrínsecas de los placeres por sobre las extrínsecas o circunstanciales; y sexto, que la experiencia posible de las personas calificadas para la sensación de los placeres en discusión es el único vehículo para legitimar la preferencia de uno frente al otro, debido fundamentalmente a lo insondable que resulta explorar directamente el ánimo de las personas.
Si reparamos ahora en la segunda parte de la cita, que comienza con las letras que he destacado en cursiva, encontramos que Mill hace tres afirmaciones muy importantes: la primera es que el criterio del Principio de la Mayor Felicidad es “el fin de la acción humana” en general y no de esta o aquel tipo concreto de acciones, es decir, es el fin que prescribe la regla del Arte para cada uno de los aspectos de las acciones que la dividen y generan un arte de la moral, un arte de la prudencia y la política, y un arte de lo noble y lo bello. Si bien con la anterior afirmación Mill no nos adelanta algo nuevo sobre lo que ya sabemos, con la segunda sí lo hace, puesto que indica que este criterio “también constituye necesariamente el criterio de la moralidad”, y seguidamente define la moralidad “como ‘las reglas y preceptos de la conducta humana’ mediante la observación de los cuales podrá asegurarse una existencia tal como se ha descrito, en la mayor medida posible, a todos los hombres”30. Nótese que Mill no habla de un único precepto o regla para la moralidad, sino de varias y, lo que es quizá más importante, deja colegir con toda claridad que cualquier regla a la que se atribuya superintendencia en la moral tiene que reconocer que hace parte de un cuerpo más amplio de verdades que están englobadas en lo que Mill denomina Arte, cuyo precepto o regla máxima, última o jerárquicamente insuperable es el principio de la mayor magnitud de placer o felicidad; por ello, decir que este principio “también constituye necesariamente el criterio de la moralidad” es lo mismo que afirmar que el primer principio del Arte precede normativamente cualquiera de los principios de las demás artes subordinadas, incluidos los principios de la moralidad. Finalmente, la tercera afirmación que Mill hace patente es que la moralidad es la parte del Arte perteneciente a la evaluación de las acciones desde un punto de vista externo al agente, en tanto repara en la conducta o manera en que es percibido por otros los vínculos que aquel establece con su entorno, por lo que califica sus acciones en términos de lo que pueda ser considerado bueno o malo para los demás, siendo ambas características (bondad y maldad) extrínsecas a los placeres en sí mismos.
En el contexto de las elaboraciones precedentes, es claro que la lógica del arte moral o moralidad escapa de las consideraciones sobre la sensación subjetiva del placer, o aquellas que involucran exclusivamente el circuito de la relación entre el sujeto que siente el placer y el objeto que se lo causa, y llaman a una relación bicondicional con aquello que constituya los preceptos de la moralidad de las acciones. Teniendo en cuenta la categoría epistemológica que Mill establece entre el arte en general -o Arte- y el arte moral, el Principio de la Mayor Felicidad adquiere las características de un supra-principio, en tanto tiene una potestad normativamente justificada por su carácter “regente” de todas las acciones humanas. De este modo, el Principio de la Mayor Felicidad es la instancia máxima de apelación para las cuestiones morales en su integridad y frente al que cualquier principio de conducta posee un carácter subsidiario (al tener que presentarse consistente ante él).
Siguiendo este orden de ideas, en las primeras páginas del capítulo tres de El Utilitarismo, Mill hace aparecer una serie de preguntas que razonablemente se haría cualquier persona ante la necesidad de reconocer la felicidad ajena como una exigencia moral correlativa a la búsqueda de su propia felicidad, y escribe: “La persona que se encuentra en tal situación se dice a sí misma: siento que estoy obligado a no robar, no matar, no traicionar, no mentir, pero ¿por qué estoy obligado a promover la felicidad general? Si mi propia felicidad radica en algo distinto, ¿por qué no he de darle preferencia?”31. Para explicar esto, Mill acude a los presupuestos que definen su posición como filósofo de la corriente del empirismo inductivo y bajo la postura fundamental que define a esta filosofía, que consiste en que todo conocimiento humano está basado única y exclusivamente en datos que provienen de la experiencia32, ofrece una explicación para entender cómo la felicidad funciona como el supra-principio moral de las acciones. Abordaré esto a continuación.
Recurriendo a los datos que concede la experiencia, Mill afirma que es forzoso reconocer como un principio poderoso de la naturaleza humana que en los seres humanos existe “el deseo de estar unidos con sus semejantes”, el cual se desprende del hecho, que marca su destino desde el nacimiento, de tener que depender para su existencia y supervivencia de otros seres humanos33. Esta condición los lleva a desarrollar necesariamente unas disposiciones afectivas frente a quienes les son más próximos, que Mill reconoce como los sentimientos. Los sentimientos, ante el advenimiento de la razón y la ayuda de las sanciones externas adecuadas, provenientes principalmente de la educación, las influencias sociales y la cultura, adquieren fuerza y se fijan en la mente de cada hombre conforme estas sanciones sean efectivas, permitiendo que se origine correlativamente un sentimiento subjetivo del deber que puede subsistir luego sin objeto alguno, y que constituye la esencia de la conciencia como facultad de la razón destinada al discernimiento sobre el bien y el mal. De acuerdo con el sistema de conducta que reconozca cada ser humano, el sentimiento del deber puede hacerse depender de asociaciones que pueden cifrar su génesis en Dios, la religión, un sistema filosófico particular o cualquier otra idea que la libertad de conciencia permita a cada uno colegir. En última instancia, la idea de sentirse obligado a comportarse de una manera correcta hacia los demás, que dentro de la fraseología de la filosofía moral se denomina sentimiento del deber, es para Mill el producto de los sentimientos conscientes de la humanidad, que bajo el amparo de un objeto, una idea o una forma de pensar, generalmente adquirida mediante el razonamiento o aceptada por la sugerencia -meditada o no- de otro u otros, lleva a los seres humanos a tomar en cuenta las consecuencias de sus acciones en el bienestar de los demás. Así, como para Mill la felicidad es donde los seres humanos reúnen la idea de aquello que les es más importante, pues constituye lo que más desean, es esta lo que idealmente debería servir como el móvil de la moralidad, apuntando a lo cual afirma: “Exista o no exista algún otro fundamento de la obligación moral que no sea la felicidad general, los hombres efectivamente desean la felicidad y, por muy imperfectos que sean en su propia actuación al respecto, desean y recomiendan a los demás toda conducta hacia ellos mismos mediante la cual consideren que se promociona su felicidad”34.
Puestas así las cosas, la moralidad para Mill radica idealmente en mirar las consecuencias previsibles de las acciones y juzgar su impacto sobre la felicidad de las demás personas. En el caso de no tener acceso a la concepción de felicidad de los demás, una acción moralmente buena representa para Mill aquella que puede moldearse a la luz de un precepto o determinación para la conducta, que pueda ser aceptada por cualquier persona como beneficiosa para los intereses colectivos. Esto indica que, si bien idealmente debería exigirse a los agentes morales que se percaten de las consecuencias de sus acciones sobre la felicidad de los demás, lo que mínimamente se les exige es considerar su impacto frente al placer o dolor que probablemente puedan causarles35.
5. Las restricciones a la búsqueda de la propia felicidad y la idea de utilitarismo extensional
Llegados a este punto, podemos decantar tres elementos que definen el enfoque de Mill respecto a la felicidad, determinantes para apreciar los argumentos sobre la posición que yo le atribuyo y que denomino utilitarismo extensional. El primero es que el placer y la liberación del dolor son los focos de información elegidos por Mill para observar las consecuencias de las acciones sobre el estado de ánimo de las personas, fundamentalmente porque son sensaciones a las que todos los seres humanos están sujetos y van unidas a todo lo que les es deseable, tanto estética, moral como prudencial y políticamente. Nótese que son las sensaciones de placer y dolor lo que se pondera, por lo que las actividades a las que estas se asocian quedan a discreción del agente y de cómo él administre sus rendimientos. El segundo elemento es que por la naturaleza eminentemente subjetiva de las sensaciones de placer y dolor, es necesario acudir a una regla para decidir sobre sus preferencias, una que preste especial atención a sus cualidades intrínsecas sobre las extrínsecas o circunstanciales, asociadas principalmente a las facultades que involucran el ejercicio de la razón. Cabe aclarar que esta regla no repara en las actividades como tal, sino en sus placeres y dolores concomitantes, por lo cual es un criterio decisionista para cuando existan conflictos de elección frente a los placeres en acciones concretas y no es, sin más, una pauta invariable para la elección generalizada de placeres. El tercer elemento es que la búsqueda del placer acaece en el mundo de la vida, en el que los seres humanos nacen y se desarrollan cotidianamente, en el que siempre aparecen acompañados y apoyándose en los otros; esto conlleva a que, en la búsqueda de su propio placer, deban observar algunas pautas de conducta frente a los demás, las que cada uno irá configurando de acuerdo con su contexto y circunstancias concretas.
Atendiendo a estos tres elementos, Mill postula dos grupos de preceptos que considera indispensables para la búsqueda de la felicidad por cada ser humano. Si bien no especifica sus detalles, sí ofrece las razones que justifican su inapelable postulación. Estos preceptos son los de la justicia y los de las libertades civiles, los cuales, una vez expuestos, nos permitirán observar que el utilitarismo de Mill es extensional en tanto en cuanto la búsqueda de la felicidad personal es contraproducente si no se atiende a estos preceptos.
5.1. Los preceptos de la justicia
En el capítulo cinco de El Utilitarismo, Mill intenta aclarar las conexiones existentes entre la idea de felicidad, como mayor magnitud de placer, y la idea de la justicia. Su tesis consiste en indicar que la última es una emanación directa de la primera, siendo una de sus partes insustituibles y no un elemento ajeno o independiente36. La idea de la justicia es, así, una parte muy importante de la felicidad total y ha de ser tenida en cuenta como una de las condiciones esenciales del bienestar humano, tanto de forma directa o individual como de forma indirecta o social37.
Mill parte de subrayar que, en su aspecto más primitivo, la justicia es un sentimiento que experimentan los seres humanos ante la constatación de un hecho que inadmisiblemente genera dolor. Este sentimiento se dirige en contra del agente del que proviene el dolor y llama a su castigo y al resarcimiento de quienes fueron afectados38. En esta instancia originaria, el sentimiento de justicia no radica en la conveniencia, sino que es una forma particular de responder a los dos comandos que operan sobre todo organismo sintiente, el placer y el dolor. Afirma Mill: “Considero que tal sentimiento, por sí mismo, no se origina a partir de nada que pudiese ser habitual o correctamente considerado como relativo a la conveniencia, aun cuando si bien el sentimiento no se origina así, aquello que tiene de moral sí cuenta con dicha procedencia”39.
El sentido de esta cita estriba en que para Mill el sentimiento primitivo de justicia40 que llama al castigo y al resarcimiento de los daños se genera, a su vez, a partir de dos sentimientos que él reconoce como instintivos: el impulso de autodefensa y el sentimiento de simpatía. En cambio, la justicia, en tanto sentimiento moral, aparece cuando los seres humanos por el uso de su razón son capaces de captar una comunidad de intereses entre sí y la sociedad de la que forman parte, reconociendo que, para la protección de sus propios intereses, es conveniente (expedient) que toda amenaza para la seguridad de los demás sea asumida como una posible amenaza para sí mismos. Así lo expresa Mill: “A mi modo de ver, el sentimiento de justicia es el deseo animal de ahuyentar o vengar un daño o perjuicio hecho a uno mismo o alguien con quien uno simpatiza, que se va agrandando de modo que incluye a todas las personas, a causa de la capacidad humana de simpatía ampliada y la concepción humana de autointerés inteligente. De estos últimos elementos deriva su moralidad dicho sentimiento; de los primeros deriva su peculiar energía y la fuerza de su autoafirmación”41.
Puestas así las cosas, para Mill la justicia como sentimiento moralizado depende tanto de la capacidad del ser humano de prever las consecuencias de las acciones, como de prever su influjo sobre los intereses y seguridad propia y de los demás. Mas, para hacerse efectivo y fácticamente operante, debe moldear nuestra conducta conforme a un conjunto de normas ostensibles que seres racionales puedan aceptar con beneficio para sus intereses colectivos42; pues, ante la ausencia de su positivización, los nombrados mecanismos naturales (a saber: el impulso de autodefensa y el sentimiento de simpatía) y el influjo de la razón quedan a merced de las insinuaciones de una voluntad que, tanto en el que la tiene fuerte como débil, puede ampliar los límites de la conveniencia hacia los de la indolencia y el egoísmo.
En este punto, Mill introduce una precisión importante para distinguir la obligación moral que se genera por el sentimiento de justicia de la obligación moral en general. De acuerdo con Mill, y usando la fraseología de los filósofos morales, la justicia es un deber perfecto porque su característica específica implica que no solo sea correcto hacer algo e incorrecto no hacerlo, sino que la acción demandada pueda sernos exigida por una persona individual por tratarse de un derecho moral suyo. A diferencia de los deberes morales imperfectos -caso de la caridad y la beneficencia-, los deberes de justicia, por ser perfectos, constituyen un derecho que tiene la persona, cuyo correlato es la obligación moral que adquieren los demás frente a ella, por lo que resulta conveniente (expedient) para los intereses individuales y colectivos de los seres humanos positivizarlos mediante leyes y normas (sean jurídicas o de otro tipo).
De lo expuesto en el párrafo anterior no se colige que Mill apele subrepticiamente a una noción de derecho abstracto; para él, la idea de tener un derecho reside explícitamente en la forma en que se envuelven estos dos elementos: el daño causado a alguna persona o personas determinadas y la exigencia correlativa de castigo, que toman cuerpo juntamente por la compaginación de una idea y un sentimiento. Adentrándonos en esto, para Mill la quintaesencia para que pueda existir un derecho de justicia es que, previo a la intervención necesaria de la razón, exista -de facto- un sentimiento intersubjetivo de rechazo hacia alguna acción o conjunto de acciones determinadas, originado por el instinto de autodefensa y el sentimiento natural43 de simpatía44. De no darse esta condición, es menester que, mediante mejoras en la educación, la opinión pública y el contagio de las simpatías, se advierta a los demás de la necesidad de establecer tal o cual derecho de justicia, para lo que habría que apoyarse -más temprano que tarde- en el forzoso aval que debe operar la razón sobre los sentimientos, pues, de lo contrario, se incurriría en sentimentalismos, o lo que Mill define como la acción de estimar los segundos por encima de la primera45.
En coherencia con todo lo anterior, Mill indica que, al promulgar una máxima de justicia, la idea de la conveniencia social (social expediency)46 desempeña un papel determinante, en tanto llama a considerar cómo sería fácticamente posible promover y hacer entrar en uso una máxima de justicia, de acuerdo con el contexto y las condiciones de una sociedad determinada47. Esto no significa que, para Mill, la justicia pierda su importancia en aras de las fluctuaciones de la conveniencia social; antes bien, significa que todas las personas tienen un igual derecho a las reivindicaciones de la justicia en una proporción y conformidad coherentes con las inevitables condiciones de la vida humana y el interés general, factores ambos anclados a la facticidad del desenvolvimiento de la vida humana en este mundo y no a nociones abstractas e intuitivas, que tienden a ser inflexibles ante estos factores. No en vano Mill indica que el Principio de la Mayor Felicidad como principio de la mayor magnitud de placer sería una forma verbal vacía y sin significado racional si la felicidad de una persona no contara tanto como la de otra cualquiera, siempre que sean ponderadas las fluctuaciones circunstanciales que acaecen en la experiencia.
Esto significa que, cuando Mill afirma que las máximas de justicia “se doblan (it bends) a la idea que todo el mundo tiene de la conveniencia social” y que, en este mismo orden de ideas, ni siquiera el Principio de la Mayor Felicidad puede ser mantenido o aplicable universalmente48, se trata de una cuestión de factibilidad ante los hechos, motivada básicamente por su posición como filósofo del empirismo inductivo49. Esto lo lleva a profesar un rechazo no caprichoso ante el trascendentalismo y las nociones abstractas del derecho, ya que para él resulta muy difícil sostener, de cara a la realidad y a las evidencias deductivas que se desprenden de esta, juicios de existencia óntica que mantengan la objetividad de nociones que no dependan de la mera realidad sino que, de alguna manera, la subsuman. Mill explica las razones que lo llevaron a asumir esta postura en el capítulo cinco de su Autobiografía, donde escribe:
A comienzos de 1830 había empezado a poner en papel las ideas sobre la lógica… Me di entonces cuenta de que una ciencia es o deductiva o experimental (inductiva), según que, en el área a que se refiera, la unión de los efectos de las causas sea o no la suma de los efectos que esas mismas causas producen cuando están separadas. De ello se seguía que la política tenía que ser una ciencia deductiva. Ello era indicio de que tanto Macaulay como mi padre [James Mill] estaban equivocados: el uno, por asimilar el método filosófico de la política al método puramente experimental de la química; y el otro, aunque acertado en adoptar el método deductivo, se había equivocado al seleccionar uno en particular, habiendo escogido como prototipo de deducción no el proceso apropiado -que es el de las ramas deductivas de la filosofía natural-, sino el inapropiado de la geometría pura, el cual, al no ser en absoluto una ciencia de causaciones, no requiere ni admite ninguna adición de efectos. Así, quedó en mi pensamiento la base de los capítulos principales de lo que después publiqué sobre la lógica de las ciencias morales. Y mi nueva postura quedó ahora perfectamente definida con respecto a mi anterior credo político. Si me preguntan qué sistema de filosofía política vino a sustituir el que, como filosofía, había abandonado, responderé que ningún sistema: solo la convicción de que el sistema verdadero era algo mucho más complejo y polifacético de lo que yo había nunca imaginado, y que su función no era proporcionar una serie de instituciones modélicas, sino principios de los que podían deducirse aquellas instituciones que resultaran apropiadas en una circunstancia dada50.
A partir de esta cita y lo expuesto en los párrafos precedentes, se hacen explícitos dos elementos explicativos de suma importancia, bajo los que debe suscribirse la afirmación de que la justicia se dobla a la idea que todo el mundo tiene de la conveniencia social.
En primer lugar, puede notarse cómo Mill busca enmarcar la filosofía política, y por extensión la filosofía práctica en general, en el ámbito de lo que es susceptible de que ocurra efectivamente en un mundo en el que es difícil, para los seres humanos, asir todos los efectos de sus múltiples cadenas causales. Con todo, esto no es para Mill entregarse ciegamente a la fatalidad: hay que proponer principios de los que puedan deducirse los acontecimientos que consideramos más deseables para nuestra existencia individual y social, ya que no se trata de prescindir de lo que consideramos valioso en aras de una realidad que nos supera, ni tampoco de reducir el nivel de lo que es deseable para poder obtener una respuesta más grata. Sencillamente, para Mill las bases de la filosofía práctica deben asentarse en el mundo tal cual es y, a partir de allí, apostar por una manera de asumirlo y apelar a lo mejor que se pueda hacer con él.
En segundo lugar, se infiere que para Mill, a diferencia de Bentham y de su padre -que asumieron el método deductivo de la geometría pura-, la preocupación por el interés de la comunidad y por el de cada uno de sus miembros no se trata de una suma aritmética de placeres, puesto que el método deductivo de la filosofía práctica, al ser igual al de las ramas matemáticas de la física o filosofía natural, opera mediante la adición de efectos cuyas causas siempre dependen de circunstancias dadas; circunstancias que hacen necesario estar atentos a diversos factores -siempre variables-, dentro de los cuales están los históricos, los ambientales, los socioculturales, entre otros51. En consecuencia, para Mill “la frase de Bentham ‘que todo el mundo cuente como uno, nadie como más de uno’ debería escribirse por debajo del principio de utilidad como comentario explicatorio”52, para que así, de acuerdo al contexto y los términos de apelación pactados para el caso -ya se trate de derechos de justicia u otra especie de utilidades sociales-, sean estimados con un valor igual y correlativo para todos y cada uno de los miembros de la sociedad, independientemente del saldo agregativo que se obtenga mediante su maximización53.
5.2. Las libertades civiles
Una vez enmarcados los preceptos de la justicia, Mill realiza una defensa consecuente de las libertades civiles caracterizándolas, primero, como posiciones54 que han de reconocerse a todos los seres humanos de forma individual, para que puedan salvaguardar frente a los demás los espacios suficientes para el disfrute de aquello que cada cual considera que contribuye a su placer y lo preserva del dolor, sin recibir daños ni causarlos a otros; así las cosas, segundo, las libertades civiles son valores humanos muy importantes y, en consecuencia, susceptibles de validación legislativa. Estas dos premisas aparecen supeditadas al plano de lo netamente axiológico, suponiendo la necesidad de reconocer un grado de utilidad que ha de ser adscrito a los seres humanos en las diversas formas de manifestación de su ser y estar. Esto implica que Mill debe brindar para estas dos premisas, con las que caracteriza a las libertades civiles, un conjunto de proposiciones que validen su aplicabilidad real y las de las condiciones necesarias para que entren en vigor. Esto significa que la defensa de las libertades civiles pertenece como objeto de estudio al Arte, específicamente a la rama de este destinada a abordar los aspectos políticos de las normas para la existencia y actividad humana (the policy).
Mill propone una filosofía práctica de carácter empírico, que pretende alejarse del planteamiento de modelos idealizados del comportamiento moral. Tras haber hecho esto, Mill subraya de manera enfática en su Autobiografía que desde joven llegó a comprender que “cualquier teoría general de la filosofía política supone una teoría previa del progreso humano”55. Esto lo lleva a indicar que tanto Bentham como su padre, James Mill, al igual que los filósofos intuicionistas, se habían equivocado por motivos parecidos aun cuando sus enfoques eran filosóficamente distintos: los primeros porque, aunque basándose en datos adquiridos por la experiencia, partieron a priori mediante razonamientos generales que pretendieron aplicar indistintamente a todas las circunstancias; mientras que los segundos porque, sin más evidencias que una presunción de objetividad basadas en la razón, pretendieron que esta legislara la realidad práctica a priori, al margen de toda experiencia56. Como consecuencia y en reacción a esto, Mill afirma que la idea de progreso debe ser la categoría fundamental para todas las propuestas normativas que se planteen desde la filosofía política. A partir de esto, pueden llegarse a comprender, en gran medida, los argumentos que expone Mill en favor de las libertades civiles.
Mill comienza su justificación sobre la defensa de las libertades civiles, indicando que la naturaleza y los límites del poder que puede ejercer legítimamente la sociedad sobre el individuo están lejos de ser una cuestión nueva, ya que ha dividido las opiniones de la humanidad desde las más remotas edades, e indica a continuación: “pero en el estado de progreso en el que los grupos más civilizados de la especie humana han entrado ahora, se presenta bajo nuevas condiciones y requiere ser tratada de manera diferente y más fundamental”57. Esto indica que la justificación de las libertades civiles estará mediada por las circunstancias puntuales de un momento histórico en el “que debido al crecimiento natural de la civilización, el poder pasa de los individuos a las masas; y el peso e importancia de los individuos, comparados con las masas, van hundiéndose más y más en una insignificancia cada vez mayor”; tal como lo expresa Mill en 183658 en su ensayo La civilización: señales de los tiempos59. Así las cosas, las libertades civiles responden a una idea de progreso que busca contrarrestar los efectos negativos a los que ha conducido la civilización.
Los argumentos empíricos con los que Mill procura lograr que sus dos premisas (las indicadas al inicio de este apartado 5.2.) adquieran las características de una proposición, consisten en dos tipos de razones que responden a un único fin: la consecución de la felicidad por cada uno de los individuos. La primera razón apunta al siguiente hecho: “cada uno es el guardián natural de su propia salud, sea física, mental o espiritual”60; nadie más que el individuo mismo conoce mejor sus propios pensamientos, sentimientos, afecciones y demás, por lo que de nadie más que del individuo pueden esperarse las acciones más efectivas frente a lo que él piensa, siente y valora. De aquí que para Mill sea expedito que “es solo el cultivo de la individualidad lo que produce, o puede producir, seres humanos bien desarrollados”61. Para Mill, solo basta una razonable cantidad de sentido común y de experiencia para asentir con que el propio modo de arreglar la existencia es el mejor, no porque sea el mejor en sí, sino porque es el que uno mismo ha elegido para sí62. Por consiguiente, es perentorio que se reconozca a cada ser humano un conjunto de posiciones privilegiadas frente a la búsqueda de su propio bienestar, pues es la mejor forma de asegurar que cada persona tenga acceso a la felicidad.
La segunda razón está basada en la siguiente certidumbre: “[l]a única parte de la conducta de cada uno por la que él es responsable ante la sociedad es la que se refiere a los demás. En la parte que le concierne meramente a él, su independencia es, de derecho, absoluta”63. Con esto Mill busca refrendar las razones por las que considera que su anterior premisa ha de volverse una proposición, aportando, además, un recurso fidedigno para instituir las libertades como derechos reconocidos. Mill considera que en todo lo que puede afectar a una persona directamente y en primer lugar64 deben ser promulgados derechos inalienables que protejan su individualidad, incluso en el caso de que la sociedad en su conjunto considere que el realizar o evitar determinados actos fuera mejor para él, quizá porque lo haría más feliz. Ni siquiera las más nobles intenciones de alguien ajeno al propio individuo están justificadas si él mismo no las consiente. Para Mill, “la única libertad que merece este nombre es la de buscar nuestro propio bien, por nuestro camino propio, en tanto no privemos a los demás del suyo o les impidamos esforzarse por conseguirlo”65. Esto implica la promulgación y protección jurídica de tres dominios para la libertad individual, los cuales Mill identifica como las razones propias de la libertad humana, a saber: 1) la libertad de conciencia en el más comprensivo de sus sentidos, 2) la libertad en nuestros gustos y en la determinación de nuestros propios fines y 3) la libertad de reunirse para cualquier fin; todos tres bajo el límite de que no sean nunca para perjudicar directa y en primer lugar a otras personas66. Ahora, para evitar la objeción de que todas las acciones que son jurisdicción del individuo y que conciernen a su propia individualidad, pueden siempre llegar a afectar a otros cercanos a él, Mill argumenta que tales daños deben juzgarse estrictamente bajo los límites que establecen los tres dominios para la libertad recién indicados, ya que, de lo contrario, se seguiría como obligatoria la aceptación de las definiciones del bien y del mal que son propias de la(s) persona(s) que se considera(n) afectada(s), lo cual conllevaría a conflictos entre opiniones privadas que podrían promover el despotismo y el paternalismo67. La única opción que Mill contempla como viable ante esto es que, por un lado, cuando se trate de asuntos de moralidad individual que colisionen, las partes en disputa se ofrezcan razones que les permitan mutuamente cambiar de juicio; también pueden recurrir a exhortaciones que fortalezcan la voluntad del otro, refrendadas, si es del caso, por el apoyo de una o varias personas68. Por otro lado, cuando se trate de asuntos de moralidad social o de costumbre, la opción que Mill estipula es la de ejercer presión mediante la opinión pública, que ejerza una presión social no violenta, en la medida en que no cause daños a quienes intentan hacer cambiar de rumbo de acción y no contradiga expresamente ninguno de los tres dominios o razones para la libertad individual69.
Es por estas razones que Mill considera la libertad individual como uno de los elementos principales del bienestar, pues es la única que permite a los seres humanos desarrollarse en cualquiera de las direcciones por las que se vea motivado por su deseo, siempre que en ello tenga en cuenta no causar daño a ninguno de sus semejantes. Por eso la protección de las libertades civiles es una condición necesaria para que las personas puedan acceder a su propia felicidad.
5.3. La idea de utilitarismo extensional
Siguiendo la lectura que he presentado hasta este punto, la concepción de la felicidad expuesta por Mill no implica una apelación exclusiva a la moralidad, ya que esta constituye solamente uno de los tres aspectos por los que los seres humanos pueden resultar materialmente influidos por las acciones y experimentar placer o dolor; siendo la obtención del primero y la evitación del segundo lo que conduce mayormente a la felicidad. Si bien una acción es moralmente aceptable si redunda en la promoción del placer o en la evitación del dolor, no es en esto en lo que se fundamenta nuestra moralidad.
Lo que sí es cierto es que nuestros juicios morales toman su contenido por medio de una actividad reflexiva sobre nuestros impulsos, deseos, inclinaciones y disposiciones, los cuales ponen en movimiento nuestro aparato motor y nos van permitiendo percibir que las acciones generan consecuencias en términos de placer y dolor, por lo que la comprensión de esto, a través de la razón, nos permite reformar y transformar su contenido. En este orden de ideas, el reconocimiento del placer y el dolor como fuentes para la determinación material de nuestras acciones constituye un aspecto de nuestra facultad moral del que sería erróneo prescindir, puesto que resulta psicológicamente imposible considerar algo como deseable o indeseable sin que la sensación de placer o dolor acompañen -respectivamente- su representación pasiva70.
Atendiendo a esto es que identifico el utilitarismo de John Stuart Mill como “extensional”71, puesto que todas las normas morales -en tanto aplicaciones de la razón práctica- constituyen uno de los conjuntos a los que se aplica el Principio de la Mayor Felicidad, no siendo este, en sí mismo, el fundamento de la moralidad, sino el criterio para la justificación, control y probación de todas las reglas o preceptos de la acción, necesario especialmente para cuando dos o más de estos entran en conflicto. La palabra “utilitarismo” designa el lugar que ocupa la felicidad en la formulación y ponderación de las normas o preceptos en cada uno de los tres aspectos en los que se divide la filosofía práctica, pero no indica un modo particular de aplicarlos ni de fundamentarlos, lo único que establece es que sean coherentes con la búsqueda que cada individuo pueda hacer de la felicidad y la secunden72. Por eso para Mill la justa manera de pensar en los detalles de la moral no depende de la expresa afirmación del Principio de la Mayor Felicidad, depende es de que las consecuencias que las acciones produzcan alcancen fuerza y eficacia mediante su ponderación en la manera en que tienden a aumentar, conservar o producir felicidad73.
Así, el adjetivo “extensional” intenta indicar el rol de la felicidad frente a todas las normas o preceptos prácticos, en la medida en que, con independencia del sistema doctrinal al que se suscriban, va en procura de avalar su eficacia en la proporción en que tiendan a evitar el dolor y a producir el placer, si no en términos absolutos, por lo menos en términos comparativos, en lo que median las condiciones inevitables de la vida humana y el interés general; interés que se pondera para Mill otorgando un valor proporcional al interés de todos y cada uno de los individuos que, en virtud de las leyes de la lógica y no de ningún criterio abstracto o intuitivo, atiende a la identidad de su constitución emocional, es decir, a su igual susceptibilidad de sentir dolor y placer.
6. El lugar de la felicidad para Mill
Desde un punto de vista lógico, la felicidad debe tener el carácter de ser un bien último, en la medida en que en la escala de las cosas mejores ocupa el lugar más destacado. Formalmente hablando, para Mill la felicidad ha de dotar de sentido a la praxis humana, lo cual no es atribuirle el lugar de los fundamentos o el del punto de fuga que la dota de perspectiva, sino que significa afirmar -siguiendo esta comparación- que ella es la superficie sobre la que está ubicado dicho punto de fuga o fundamento. En últimas, para Mill no existen las acciones por causa de las normas sino las normas por causa de las acciones, lo que da a entender que el vínculo entre sensibilidad y razón preexiste, como condición óntica, la existencia de cualquier concepto moral y no otorga preeminencias exclusivas de alguna facultad sobre la otra.
Esto prueba que el modelo demostrativo de Mill es claramente empírico y no axiomático. La búsqueda de la felicidad como guía de nuestras acciones es una consecuencia que se conoce a través de la observación de los comportamientos de las personas. No aparece como un principio racional de demostración, sino como una consecuencia del actuar mismo.
Quizá lo más importante frente a esto es que la controversia utilitaria, instaurada por Bentham y disipada por Mill, consistente en indicar que a despecho de lo que sea aceptado como fundamento de la moralidad, en donde siempre reinará la controversia, es una cuestión de organización y de subordinación lógica necesaria e irrenunciable más que práctica, que la felicidad es el criterio último para direccionar la acción humana. Por lo tanto, no sería justo aquí desvincular a Bentham como quien intuyó la cuestión, pero es Mill quien renunció a la maximización directa de la felicidad, postuló una proposición para que cada individuo pudiese orientar sus preferencias, la hizo coherente con los principios de la justicia y la libertad y, finalmente, en palabras de John Gray, dejó evidencias de que “direct appeals to utility may even be self-defeating”74.
Un punto definitivo para Mill es que la felicidad es la prueba de todas las reglas de acción y el fin que se persigue en la vida, pero las personas solo pueden ser felices haciendo de la felicidad una meta indirecta y no el fundamento de su moralidad75. Desde un punto de vista negativo, la felicidad es aquello que, si bien ningún discurso moral podría asumir como fundamento, es frente a lo que cada uno de estos debe mostrarse consistente. Con relación a esto de la consistencia, la idea de utilitarismo extensional que he desarrollado hace patente, corroborándolo en Mill, que las justificaciones que deben brindar los discursos morales o políticos no tienen que ser sólidos respecto a un modelo específico de felicidad o a un modo preciso de abordar los problemas de la filosofía moral y política, lo importante es indicar con argumentos que puedan ser ampliamente aceptados por los miembros de una comunidad, que la felicidad (como promoción del placer y evitación del dolor) es ante lo que deben embonar todas las consecuencias de las acciones, procurando en el acto justipreciar equitativamente el valor de todas las individualidades, sin imponer comprensivamente la experiencia de un placer tipo o del algún criterio-base que vaya en contra de la libertad individual.
¿Cómo es entonces extensivo el utilitarismo de J. S. Mill? Exigiendo que cualquier precepto normativo en el ámbito de la moral y la política pueda indicarse como garante de la preservación de las personas frente al dolor y, por lo menos, de la no disminución de lo que debería ser su placer en detrimento del aumento del de otros.
7. Una adenda biográfica al argumento
Un argumento más, de índole biográfico, resulta pertinente, ya que nos permite comprender en algo más las razones por las que Mill asumió la postura que le he atribuido y que he denominado utilitarismo extensional.
En su Autobiografía, Mill relata cómo fue su educación desde los primeros años de su infancia y bajo qué propósitos le fue impartida. Explica que desde los tres años su padre James Mill, secundado por las recomendaciones de Jeremy Bentham, dedicó parte importante de su día a día a criar y educar al pequeño John Stuart, brindándole un acervo de conocimientos que incluían las matemáticas, la historia, la filosofía clásica y nociones de economía, entre muchas otras cosas. En este proceso ambos mentores privilegiaron por sobre todo los poderes analíticos de la razón, hasta el punto de alejar al niño de todo lo que pudiera estorbarlos. Fruto de ello, a la edad de 17 años, Mill era ya una persona ampliamente formada en cuestiones académicas y fue revestido con el propósito de ser un reformador del mundo, a partir de la defensa de las tesis utilitaristas concebidas tanto por su padre como por Bentham.
Sin embargo, a la edad de 20 años, en el otoño de 1826, Mill entró en una depresión nerviosa que lo condujo a un estado de abatimiento tan profundo, que le impedía experimentar sentimientos alegres o placeres de ningún tipo76. En este estado, Mill se percató de que la educación brindada por su padre y Bentham había fracasado en algo muy importante y básico: al estar centrada en los poderes del análisis racional, lo indujeron a pensar que los sentimientos y las cualidades morales eran solo el resultado de la asociación de ideas con sensaciones placenteras y dolorosas, pero que, más allá de esto, no había algo intrínsecamente valioso en estos dos tipos de sensaciones. De este modo, el aprecio que Mill sentía por el placer y la evitación del dolor era puramente instrumental, en tanto ambos coadyuvaban a moldear los propósitos que el hombre debía perseguir racionalmente en la vida práctica. Esta forma de concebir el placer y el dolor hacía a estos dos tipos de sensaciones vulnerables ante los poderes y el hábito del análisis, capaz de destruir las asociaciones tempranas que contribuyen a la génesis tanto de los sentimientos y cualidades morales, como también de los vicios. Mill se percata entonces de que estas sensaciones no deben cultivarse porque tengan un valor simplemente instrumental, sino porque son en sí mismas formas de vinculación importantes de los seres humanos con la realidad circundante, más allá de las asociaciones que realiza la razón y que el hombre utiliza a veces, de forma ingeniosa, para desligar su naturaleza del mundo de la sensibilidad.
Mill logra salir de su crisis nerviosa acudiendo a un contacto más directo con el mundo sensible, siendo en su caso la poesía y la contemplación de escenarios naturales vitales para su recuperación. Fue por el advenimiento de esta crisis nerviosa que Mill logró comprender de forma más vívida la importancia de promover para todos los seres humanos el acceso a las fuentes del placer a través de un orden político favorable al cuidado del cuerpo y la mente, componentes inseparables para la búsqueda y consecución de la felicidad. Así se instaló en Mill la convicción de que una visión adecuada de las sensaciones de placer y dolor, junto al aprecio que debería operar la razón frente a las mismas, no puede existir si se subestiman las primeras y se sobreestima la última; igualmente si sucede al contrario. Ambas capacidades -razón y sensibilidad- tienen un papel importantísimo en el desarrollo y florecimiento de la vida humana.
Este breve comentario biográfico quizá haga emerger preguntas que en este artículo no puedo agotar, sin embargo, es de un valor estimable para hacer más expresivas las razones por las que John Stuart Mill le atribuyó una importancia mayor a la felicidad, a partir de las coordenadas del placer y el dolor, sin restar atención a las capacidades racionales de los seres humanos. Para Mill esta es una obviedad que suelen pasar por alto las mejores doctrinas de filosofía práctica.
Finalmente, Mill señala que esta experiencia de depresión tuvo dos marcados efectos en sus opiniones y carácter, que lo alejaron del proyecto utilitarista tal como lo concibieron sus maestros. En primer lugar, le dieron la certeza de que la felicidad era la prueba de todas las reglas de conducta y el fin que se persigue en la vida, pero como algo que solo puede alcanzarse de manera indirecta y, en segundo lugar, le hicieron consciente de la importancia fundamental que tiene el mantenimiento de un equilibrio entre las diferentes facultades, tanto de la mente como del cuerpo77.