Mis gritos no han parado, ni tampoco su espanto, rabia e indignación, o vibrar. Lo que pasa es que ahora no son solo míos. Forman parte de un entretejernos a gritos, interrumpiendo y transgrediendo los silencios impuestos e implosionando desde su acumular. Oiga, ¿no pueden escucharlos en su sonorizar y luchar?
Catherine Walsh,2016
1. Introducción: contexto del norte de Chile
Las regiones de Arica y Parinacota, Tarapacá, Antofagasta y Atacama son cuatro importantes zonas de lo que hoy conocemos como territorio chileno. En un pasado no muy lejano estaban circunscritas al Perú y Bolivia, países con los que hoy limitan, además de Argentina. Con una historia ancestralmente indígena que se perpetúa con sus habitantes con pertenencia étnica, lo que no cambia es el componente extractivista: el salitre, el guano, el cobre y el litio son los principales elementos extraídos y exportados por obreros desde tiempos inmemorables, y aportaron fuertemente en la bonanza económica que diferenció a Chile de muchos países de la región. La época salitrera, la nacionalización del cobre, la creación de instituciones como Codelco, Soquimich y Corfo, entre otros factores, han configurado el extractivismo como el principal motor económico de un país que adopta al capitalismo neoliberal como modelo de desarrollo. Es decir, no existen cuestionamientos gubernamentales hacia un modelo de negocio que no solo entrega mejores condiciones de trabajo para los nortinos, sino también fomenta la inversión, la innovación, los emprendimientos a gran escala y aumenta el PIB nacional.
Diversas autoras feministas que se abordarán en el presente texto (Calveiro, 2012; Cavarero, 2009; Segato, 2014) postulan la idea de que los cuerpos de las mujeres son vistos por el patriarcado como territorios a disposición. Desde esta premisa se puede relacionar el extractivismo de los recursos naturales con femicidios y violencia de género. Desde una mirada feminista, los cuerpos se vuelven objetos de posesión, despojo, violencia y cosificación, entre otros. ¿Cuál es la relación de la mujer con la minería? Las mujeres parecen ocupar una categoría diferente en estos territorios, donde se les visibiliza desde políticas empresariales ligadas al feminismo liberal, pero la vulnerabilidad a la que están expuestas, además de prejuicios hacia territorios (Ibacache-Corante, 2020) entregan un escenario de variables diversas que conjugan entre la violencia y la invisibilidad. En paralelo, sumado a cosmovisiones indígenas, la mujer acompaña al hombre, pero siempre prevalece las funciones de cuidado que puede ejercer. En las últimas décadas, por la cuarta ola feminista, el aumento de mujeres con mayor escolaridad y otros factores inciden en la promoción de su incorporación a la masa laboral minera, considerando a la mujer desde perspectivas liberales de género.
En relación con la población indígena, cerca de 9 % de la población se considera indígena o descendiente indígena (Grupo Internacional de Trabajo sobre Asuntos Indígenas, s. f.), lo que se traduce en una fuerte presencia de sus descendientes a nivel urbano por sobre rural. A pesar de la chilenización compulsiva del territorio (Ibacache-Corante, 2020), existen elementos propios de cosmovisiones andinas, donde son precisamente las mujeres indígenas quienes protagonizan diversas acciones que cuestionan la presencia minera. Las intersecciones políticas y culturales que forman parte de lo cotidiano establecen lineamientos opresores (Crenshaw, 1995); por lo tanto, las prioridades y vivencias de las mujeres racializadas no son las mismas de mujeres hegemónicas, considerando además el factor extractivista. Estas premisas son abordadas en profundidad, por ejemplo, por el feminismo comunitario. Para la autora xinka-maya Lorena Cabnal en UChile Indígena (2016), el cuerpo y la tierra se interpretan como una fusión que alojan violencias ancestrales. Es decir, también hay un reconocimiento de un patriarcado ancestral y otras formas de opresión. Acuñar la idea del cuerpo como un territorio también es una manifestación contra el modelo extractivista neoliberal.
En los siguientes apartados se busca entregar una aproximación teórica sobre la relación entre mujeres, extractivismo y violencia, apoyándose de planteamientos feministas, decoloniales y poscoloniales; además de la presentación de algunos casos de violencia de género a modo de ejemplo. En el apartado 2.1 se presentan las definiciones de conceptos bajo los cuales se sustenta el presente texto; en el 2.2 se menciona a la minería como el principal factor extractivista de la zona, sus orígenes, consecuencias y relación con mujeres de la zona; en el 2.3 se señalan las particularidades de la violencia de género, sus manifestaciones y presencia en el norte; y en el apartado 2.4 se ejemplifican las premisas anteriores mencionando los femicidios ocurridos en la localidad de Alto Hospicio en 2001 y en la actualidad en la región de Atacama. En las conclusiones se entrega el contraste de algunos aspectos que conforman el presente extractivista del norte de Chile, además de las nuevas interpretaciones y sugerencias desde los estudios de género. A modo de sugerencia se menciona la necesidad de abordar el extractivismo desde nuevas perspectivas, que permitan cruzar información para generar análisis interseccionales que develen asimetrías sociales en cuanto a género, extractivismo y territorios, al trasladar debates teóricos a soluciones en políticas públicas bien definidas.
2. Aspectos teóricos
2.1. Algunos conceptos
Se puede iniciar el debate con reflexiones que nos orientan hacia el origen del extractivismo y la desigualdad, términos que se justifican en la búsqueda de la modernidad y el desarrollo. La colonización de Abya Yala (América) promueve la explotación y el saqueo de recursos naturales que consolidan a los imperios europeos. La propuesta de colonialidad del poder de Aníbal Quijano (2013) entrega respuestas a situaciones actuales cuyo origen se remonta a 1492. La inestabilidad e inequidad, entre otros, tienen un origen que nace en el «descubrimiento de un nuevo mundo», pero cuyas consecuencias se extienden y se vuelven más palpables. Las ideas que reflexionan sobre un avanzado Europa como modelo de desarrollo permean fuertemente, y configuran a la modernidad como un modelo deseado, sustentado en jerarquías expresadas en la dominación social; la raza y el género son factores que permiten perpetuar el proceso de colonización (Ibacache-Corante, 2020).
Adicionalmente, la idea de patriarcado también permea relaciones sociales. María Lugones (2014) agrega al concepto de Quijano la definición de colonialidad de género, donde se propone que el fortalecimiento del patriarcado también es una consecuencia de la colonización. Esto tiene repercusiones en la precarización de la vida y en los estereotipos que pueden existir sobre las mujeres (por ejemplo, las relacionadas con prostitución y tráfico de drogas, que marcan experiencias de vida).
La extracción de minerales, la forma de extractivismo más potenciada en Chile, acarrea consecuencias más allá del daño ambiental. Sus múltiples aristas generan el término de «zonas de sacrificio», un área donde el gobierno autoriza la actividad de industrias contaminantes (Contardo, 2022). Construir estas megaestructuras implica contar con mano de obra, lo que produce una alta movilidad y migración de personas hacia zonas que deben readecuar sus servicios ante el aumento de demandas de todo tipo: alojamiento, transporte, entretención, etc. La disrupción que genera en las comunidades más desamparadas se realiza con la idea de desarrollo, cuestionada por la baja capacidad de distribución de recursos y la poca participación e inclusión de las comunidades afectadas (Romero-Toledo, 2019).
Este proyecto o idea de extractivismo tiene un origen capitalista, donde hay una mercantilización desenfrenada. Los gobiernos latinoamericanos promueven la inversión extranjera y entregan importantes concesiones y beneficios fiscales a transnacionales y corporaciones. Estas formas de desarrollo se promueven bajo la idea de una mejora en las condiciones de calidad de vida, al construir una narrativa donde las transnacionales entregan oportunidades genuinas para el surgimiento de una América Latina «más moderna»; sin embargo, se siguen replicando relaciones de poder e inequidades, donde hombres blancos imponen sus prácticas, destruyendo e ignorando cosmovisiones o formas ancestrales de extracción (Pineda y Moncada, 2018). La explotación de recursos suele coincidir con territorios habitados ancestralmente por indígenas.
Llanos (2010, citado en Salazar, 2017, p. 38) menciona al concepto de territorio como la forma simbólica donde los humanos se relacionan con la naturaleza. Es un concepto interdisciplinario acorde al contexto y que demuestra la dimensión espacial, el concepto clave de toda cosmovisión indígena. Comprender al territorio como un todo, en vez de la tierra, no solo es una diferencia de opinión, sino también de percepción de mundo, lo occidental que considera a la tierra como un objeto de pertenencia, versus lo indígena que considera el espíritu de todos sus componentes. Desde esta premisa es comprensible la oposición de comunidades al extractivismo, también con el apoyo de organizaciones medioambientales, con las cuales se comparten objetivos, pero con razones diversas.
Estos temas conjugan con nueva terminología, como territorialidades diversas, naturalezas, ambientalismos y cuerpos-territorios, como núcleos que están resignificando las geografías feministas (Ulloa y Zaragocin, 2022). Las discusiones sobre lo que acontece en la región enlazado con temas de género permiten hablar de la dualidad cuerpo-territorio, considerando su espacialidad diversa y situada, donde las ecologías feministas caracterizan a la geografía como un lugar de múltiples luchas.
La oposición a los proyectos extractivistas ha sido descalificada o criminalizada. No es menor la cantidad de activistas latinoamericanos cuyos asesinatos son un misterio, una cifra lejana al contexto chileno, pero no por ello lejana. Es decir, los intentos por desarmar políticas públicas que favorecen la explotación de la naturaleza con apoyo de los gobiernos tienen un fuerte rechazo de algunas comunidades e instituciones. Otra forma de frenar estos intentos es militarizar los territorios, como la denominada chilenización del norte de Chile, donde se promueven emblemas patrios en diversos actos oficiales luego de la anexión del territorio a Chile (Ibacache-Corante, 2020).
El tejido comunitario es comprendido como un entramado de relaciones en diversos ámbitos y niveles que denotan experiencias específicas sobre las formas de vida y comprensión del mundo. Esta misma concepción permite entender cómo las luchas por las defensas del territorio agrupan a comunidades completas, donde mujeres, asociaciones, ambientalistas e indígenas cumplen un rol de gran importancia (Salazar, 2017, p. 38).
2.2. El componente extractivista en el norte: la minería
El contexto histórico de lo que hoy conocemos como el norte de Chile, recordando que ancestralmente corresponde a Qollasuyu, uno de los suyus del Imperio inca, sirve como referencia para entender el impacto del extractivismo en la zona, el cual oscila entre la visión liberal de nuevas oportunidades laborales y una crítica hacia el despojo de la Pachamama o Madre Tierra. Existe una relación directa entre la colonialidad, racismo y violencia en este tipo de territorios, donde las relaciones sociales también se ven permeadas. El apoderamiento de territorios ancestralmente indígenas en función del extractivismo rompe la relación de la población con la tierra y constituye una de las primeras formas de violencia, un hecho que se refuerza cuando el Estado y parte de la población consideran que ese territorio debe ser «sacrificado», lo que contribuye con las zonas de sacrificio por el bienestar económico (Neyra, 2020).
Autores como Harvey (2005) hablan de la «acumulación por desposesión» para definir al extractivismo como el despojo de un territorio. La extracción de minerales o agua dulce por parte de la minería también considera el control directo del territorio, donde la relación que generan con las comunidades suele emplazarse dentro de sus programas de «Relaciones Comunitarias». La cooptación de líderes, división de comunidades e incluso el desplazamiento forzoso son algunas de las medidas implementadas (Salazar, 2017, p. 44).
Las desigualdades van en alza cuando los proyectos extractivistas mineros se cruzan con variables sociales que quedan al margen de la bonanza minera, como, por ejemplo, el aumento de campamentos o población migrante en situación irregular. Los conflictos sociales y la defensa de los recursos naturales dan vida a gran parte de las luchas sociales en América Latina. No es coincidencia que muchos de estos movimientos van de la mano con demandas por autonomía que, en términos simples, aboga por la decisión sobre el uso de territorio y recursos naturales por parte de comunidades indígenas, las Primeras Naciones; una demanda contraproducente para la protección de la soberanía de los actuales Estados-naciones. Sin embargo, parece ser una realidad muy específica a ciertos sectores y que no cuenta con mayores estudios.
Si bien los movimientos y organizaciones estructurados en torno a la defensa del territorio reconocen la importancia de las mujeres en las luchas frente al extractivismo, en los hechos se observa un rezago en el análisis y las acciones en favor de la igualdad de género en los marcos de investigación, los programas de lucha y las agendas de trabajo. Con frecuencia se considera que la inclusión de la perspectiva de género es tarea exclusiva de las organizaciones de mujeres o feministas, o bien se le confiere una importancia secundaria (Salazar, 2017, p. 43).
Es decir, existe una ausencia en la inclusión de enfoque de género en el análisis del extractivismo, lo que permitiría contar con mayores antecedentes sobre las condiciones de las mujeres, indígenas o no, y el impacto al que están expuestas como consecuencia de habitar un territorio extractivizado. Esto haría visibles la discriminación y la interseccionalidad frente a las modificaciones en las condiciones de vida más allá de lo ambiental. Desde la sociedad civil emergen informes con datos duros sobre violencia de género en estos territorios (Bustos, 2021; Errazuriz, 2002; Grupo Regional de Género y Extractivas, s. f.; Pollarolo, 2002), pero escasea la sistematización de un proceso estructural que favorece la opresión. Encontrar métodos para contrarrestar el despojo podría ser una problemática a debatir por las comunidades; sin embargo, las necesidades inmediatas pueden considerar otras formas de opresión.
2.3. Violencia de género
En el contexto actual del norte de Chile, escasean estudios al respecto que expliquen la incidencia del extractivismo con respecto a las experiencias de las mujeres. Sin embargo, existen planteamientos que consideran factores interseccionales como parte de la descripción de las vidas de los habitantes del norte (Pineda y Mondaca, 2018). No se logra visualizar en profundidad cómo se producen las diferencias que son la encarnación de la opresión, reflejadas en la cotidianeidad de las mujeres. Estudios que mencionan la relación entre minería y liderazgos, por ejemplo, señalan la trayectoria de mujeres en escenarios históricamente masculino (Salinas y Cordero, 2015; Salinas, 2007). Se sostiene que la violencia de género también necesita considerar los contextos sociohistóricos de las mujeres, más allá de sus propias biografías.
La colonización construye la noción de racialización y el patriarcado construye a la mujer (Curiel, 2021). Esta distinción de atributos presentes promueve nuevas formas de opresión como el racismo y el patriarcado. El rol productivo de la mujer y su alejamiento de espacios públicos de administración son permitidos por la colonialidad. Sin embargo, existe el debate sobre los espacios de acción y poder de las mujeres: las miradas occidentales consideran que las mujeres deben salir de los espacios privados en busca de mayor visibilidad y acción política; en tanto las miradas indígenas priorizan otras temáticas ajenas al género, por lo que el espacio público, en muchas ocasiones, no se vuelve un escenario anhelado.
Las comunidades cercanas a territorios extractivizados no quedan ajenas al despojo de un territorio, a sus formas de vida, y a la cotidianeidad. Este proceso social podría ejemplificarse con la noción de «racismo ambiental»; la población, sus mujeres, resisten el abandono el Estado ante las desigualdades que genera la minería. Las particularidades de la población, la fuerte presencia indígena andina, la migración y la movilidad se vuelven diferencias que podrían justificar la opresión (Ibacache-Corante, 2020). En cuanto a la distinción de género, las complejas condiciones de vida para una mujer en América Latina se ven acentuadas al ser una mujer racializada que habita territorios rurales.
Son múltiples y diversas las formas de desigualad y violencia a las que se enfrentan las mujeres en estos contextos, las cuales pueden ser ejercidas por el Estado, por sus comunidades, por su grupo familiar, sus parejas e incluso por parte de otras mujeres; violencias que afectan no solo su vida desde una perspectiva económica, laboral, organizativa, habitacional y educativa, sino también interpersonal e individual. Las mujeres racializadas se enfrentan en primer lugar a las barreras que les son impuestas por el Estado ante la ausencia de consultas a la población en el proceso de instalación de proyectos extractivos, pero también mediante la invisibilización de sus respuestas, interrogantes y contribuciones en las pocas oportunidades cuando estas consultas se realizan (Pineda y Moncada, 2018, p. 7).
La violencia de la época colonial y republicana sigue presente y se replica en la «seudomodernidad» que pretende habitar América Latina.
El extractivismo favorece el desplazamiento de comunidades ante el deterioro de sus comunidades. Diversos relatos populares sostienen que la migración desde zonas rurales a ciudades por la escasez de agua impide el ejercicio de labores ancestrales agrícolas.
Un ejemplo de violencia se manifiesta en el comercio sexual: las mujeres son despojadas al igual que la naturaleza, hipersexualizadas y dispuestas como objeto de consumo. El extractivismo requiere mano de obra principalmente masculina, que promueve la existencia de diversas formas de comercio sexual, legales o no. Los imaginarios sexistas y racistas en torno a las mujeres de zonas extractivizadas favorecen un peligroso comercio sexual.
Estas prácticas se amparan en el hecho de que, dentro de la cultura minera, se concibe a la prostitución aledaña a las minas como un «servicio» inevitable y necesario, además de que la mayor parte de los mineros consideran importante la presencia del proxeneta y los tratantes para «proteger» a las mujeres prostituidas (Pineda y Moncada, 2018, p. 9).
La prostitución suele ser un servicio muy requerido, sobre todo en etapas de exploración minera, que requiere más mano de obra externa en la zona. El comercio sexual se vuelve uno de los mayores exponentes de la soberanía sobre cuerpos de mujeres. Al igual que la violencia sexual, puede interpretarse sociológicamente como la aniquilación de la voluntad de la víctima y la reducción del cuerpo a la voluntad de su agresor (Segato, 2016).
Diversas autoras (Bidaseca, 2012; Butler, 2010; Calveiro, 2012; Cavarero, 2009; Davis, 2005; Espinosa, 2010; Franco, 2016; Mendoza, 2010; Lugones, 2014) van más allá de la violencia y la colonización, y consideran incluir terminología sobre guerra, muerte y aniquilación de cuerpos. Segato (2016) sostiene que una nueva forma de guerra radica en el cuerpo de las mujeres, como una forma de desintegrar su identidad; la violación o feminicidios son la expresión de una estructura simbólica profunda que organiza actos y fantasías. Si bien la autora enlaza el concepto con el narcotráfico y la desaparición de mujeres en Ciudad de Juárez en México, resulta interesante ver cómo la construcción del patriarcado, la noción del cuerpo de las mujeres como territorio de conquista, son dinámicas muy idóneas para explicar la relación de mujeres con el extractivismo.
A modo de ejemplo, las diferencias generan desigualdad, pero incluso puede existir una desigualdad en las vulnerabilidades que se refleja en la mayor defensa de ciertas vidas; es violento explotar ciertas vulnerabilidades (Butler, 2020). Las millonarias inversiones de las mineras, operadas en su mayoría por compañías transnacionales, en temas como relaciones comunitarias o sustentabilidad, no logran ahondar en la vulneración de la vida de otros, ni en un impacto a largo plazo que logre aminorar el efecto extractivista. Las comunidades, por su parte, y dadas las falencias de diversos programas estatales de políticas públicas (Figueroa, 2018), parecen más adeptas a recibir beneficios de los programas comunitarios. Esto no amerita un juicio, sino más bien nos menciona la escasez de apoyo estatal en zonas rurales. Esto, entre otros factores, podría incidir en la falta de miradas críticas hacia el extractivismo.
Esta nueva forma de modernidad cruel, que se encuentra en territorios colonizados, vulnerados, racializados y extractivizados, permite la aceptación y justificación de situaciones desiguales, como la aceptación del racismo y la negación de lo indígena; descubrir que el afán de progreso no conduce a la mejora del ser humano genera un abismo (Franco, 2016). Cuando la violencia es puesta en cartografías, vemos que los cuerpos deciden la política de un Estado, como ejemplifica Mbembe (2011) con la noción de necropolítica. El despojo y la vulneración que habitan en los relatos de los nortinos deben incorporar al género como un factor preponderante que explique ciertos hechos de violencia en la actualidad. El contexto regional en Latinoamérica y la política de sus Estados permite dilucidar decisiones en torno a la administración y el control de la población.
Mbembe (2011) y Foucault (1979) profundizan en la idea de necro y biopolítica, respectivamente: estos cuerpos que no importan logran derrotar psicológica y moralmente a la sociedad, como exhibición de poder. Estas nuevas formas de crueldad se justifican en el proyecto de desarrollo que aspira asemejarse a la modernidad europea, donde nuevamente surge la colonialidad del poder (Quijano, 2013) como un concepto englobador de realidades. La etiqueta de tercer mundo con la que carga Latinoamérica permite idear proyectos que se asemejan más a una globalización imaginada (García Canclini, 1999). La crueldad y la violencia que vivió Latinoamérica durante diversas dictaduras prevalece, pero con otras características. La desigualdad tiene relación con el proyecto que tiene el Estado para su sociedad. La transición a la democracia solo transforma las violencias y las legitima, al mismo tiempo que la guerra contra el crimen organizado fortalece la idea de seguridad nacional e identidad (Calveiro, 2012). Gradualmente surge un seudoconsenso en relación con la hegemonía como una concepción de mundo aceptable.
2.4. Territorios y violencia de género
Las estadísticas en Chile nos mencionan que, de 2010 a 2021, los femicidios consumados fluctúan entre 34 y 49 casos por año; mientras que la cantidad de femicidios frustrados va en aumento, al presentarse 163 casos en 2021 (Programa de Apoyo a Victimas, Circuito Intersectorial de Femicidio, s. f.). Estas cifras tienen una explicación cualitativa que implica considerar otras acepciones que se trabajan en la región.
La problematización de estos conceptos sociológicos enfocados en las mujeres sigue viendo al territorio latinoamericano como referente. Rita Laura Segato (2014, 2016) investiga el femicidio de mujeres en Ciudad de Juárez en México; sus textos nos señalan algunas similitudes y puntos de referencias con femicidios, o incluso feminicidios, es decir, entregan responsabilidad directa al Estado ante estos crímenes. La autora destaca que en muchos casos de desaparición no existe la voluntad de irse por parte de las víctimas, a pesar de las precariedades en las cuales estas mujeres pueden estar expuestas. Afirmar que hay un éxodo voluntario de las víctimas se interpreta como un esfuerzo cruel de confundir. Son crímenes con una alta connotación simbólica. Tal como expresa la autora: el cuerpo de la mujer se vuelve un signo lingüístico y la familia y amigos de la víctima presencian el mensaje de la muerte. La muerte de estas mujeres representa la dominación del patriarcado. Para Segato (2014), la violación aniquila la voluntad de la víctima, se reduce el control sobre el cuerpo y su agenciamiento por la voluntad del agresor. Se trata de voluntad, por sobre placer sexual.
A modo de ejemplo mencionaremos dos casos de femicidios ocurridos en la zona norte de Chile. Uno de ellos es probablemente el caso más emblemático y conocido por la cantidad de muertes, y cuenta con material diverso de estudio. El segundo caso tiene menor bibliografía, debido a su temporalidad cercana. Si bien no existen registros que posicionen a estas mujeres con alguna pertenencia étnica o que las relacione con la industria minera, sí podemos considerar algunas características que permiten iniciar una problematización o aportar en la conceptualización entre términos decoloniales y la contingencia.
2.4.1 Femicidios de Alto Hospicio (1999-2001)
De 1999 a 2001, la desaparición de mujeres jóvenes en la comuna de Alto Hospicio no solo genera interés, sino también devela condiciones de vulnerabilidad de una desconocida zona de la región de Tarapacá. La comuna, de más de 131 000 habitantes, cercana a Iquique, la capital regional, alberga a ciudadanos migrantes desde el sur, extranjeros, entre otros, que buscan mejores opciones laborales ligadas a la minería, industria portuaria y otros comercios que emergen cerca de la zona franca. Durante aquellos años, de forma sistemática comenzaron a desaparecer mujeres, en su mayoría adolescentes, cuyos rastros se perdían al no regresar a sus casas desde el colegio. El caso no solo conmueve por la cantidad de desapariciones, sino por el escaso interés que generó en un principio en las autoridades. Diversos archivos que relatan este suceso mencionan a un factor aporofóbico presente en la investigación; es decir, se pensaba que la situación socioeconómica de estas mujeres servía como argumento para dilucidar que no fueron desaparecidas, sino que se fueron de sus casas voluntariamente, escapando de situaciones de vulnerabilidad o buscando mejores expectativas de vida. Las familias denunciaron un trato desigual por parte de diversos niveles jurídico-políticos (Silva, 2002), lo cual también se expresa en la falta de protocolos por parte de las autoridades para mantener en secreto ciertos detalles de la investigación, como informarle a la familia oportunamente de avances. Usualmente las familias se informaban por medios de comunicación u otros vecinos del sector que buscaban mantenerse al tanto. La búsqueda de pistas en basurales era habitual.
Se la llevó Investigaciones [la ropa]. Recolecté como siete uniformes nuevos, como recién comprados, limpiecitos, había jerseys marca Pingüino, calzones con sangre, encontré varios, todo eso lo junté en una sola pila, una polera grande hombre, una polera blanca llena de sangre, llena, entera... ¿Se lo entregó a la Policía? Sí, se lo entregamos y nos vinimos... (Inés, mama-abuela de Patricia Palma) (Silva y Chávez, 2002, pp. 120-121).
Julio Pérez Silva, un taxista de la zona, termina siendo declarado culpable y condenado en 2004 a 40 años de reclusión, la pena más alta en el derecho chileno (Montes, 2020). Se concluyó que actuaba de manera solitaria ofreciendo trasladar a las mujeres, a quienes llevaba a un sitio eriazo para violarlas y asesinarlas. Los cuerpos fueron encontrados gradualmente en piques mineros de la zona. Una de las víctimas pudo escapar con vida, y fue la principal testigo que permitió encontrar al femicida.
A 20 años de uno de los casos más dolorosos de la historia reciente del norte, aún es posible indagar en factores simbólicos y sociales que dejan entrever la profundidad de estos crímenes. El testimonio de esta última víctima se considera como el hecho que quiebra las mentalidades patriarcales de las autoridades, las creencias sobre la ligereza femenina; las instituciones involucradas y el propio asesino están hechos de la misma materia que un sistema violento de dominación masculina (Errázuriz, 2002).
Qué forma más brutal de negación de la persona y de su identidad. Seres que fueron definidos de antemano por su lugar de residencia, por su vivienda, por su pobreza. Negadas en el derecho a ser consideradas desde su propia y específica identidad. Despojadas por ello del derecho a ser escuchadas, a que se respetara su versión y sus sospechas, a que se recogieran los datos e información que poseían y que pudieron ser decisivos para la investigación (Pollarolo, 2002, p. 136)
2.4.2 Desapariciones de mujeres en la región de Atacama (2020-2021)
En los últimos años, una serie de femicidios e intentos de secuestros preocupan en la región de Atacama. Si bien son casos no resueltos, llama la atención un patrón ya conocido: la deficiencia en investigaciones. En la nota de Bustos (2021) se mencionan algunos casos. La desaparición de Mariana Cabrera en febrero de 2019, el hallazgo de su cuerpo en un pique minero y la burocracia presente al momento de entregar sus restos son hechos que relatan un femicidio que no solo preocupa a las agrupaciones feministas de Chañaral. El único imputado por la muerte de Mariana también es apuntado como responsable de la muerte y desaparición de otras dos mujeres, lo que dio paso a que la prensa local comenzara a llamarlo el «psicópata de Copiapó». El sujeto ya había estado en la cárcel por violación, pero salió con libertad condicional en 2017. Sumado a esto, se presenta un aumento en casos de violencia de género en toda la zona.
La región de Atacama, cuya capital es Copiapó, también pertenece al basto cordón de zonas mineras del norte de Chile. Localidades como El Salvador, por ejemplo, tienen como principal fuente laboral una faena minera del mismo nombre, propiedad de la Corporación Nacional del Cobre, Codelco; es decir, gran parte de su población trabaja ligada a la faena, de forma directa o como proveedores mineros. Factores geográficos, sociales y territoriales como puntos interseccionales que inciden en la violencia de género también son reconocidos por feministas de la zona. Las características del desierto permiten la desaparición de pistas y la sensación de abandono por parte de las autoridades debido al centralismo en la toma de decisiones también inciden en la dificultad en el acceso a la justicia; además, nuevamente surgen los prejuicios en torno a las mujeres que habitan estos territorios como su posible vinculación con la prostitución, lo que retrasa los procesos de búsqueda de las desaparecidas (von Jentschik en Bustos, 2021).
Ante estos antecedentes, surge la necesidad de renombrar a los femicidios como feminicidios, es decir, que se considere a las instituciones del Estado como entes que no protegen ni previenen estos delitos, sino más bien aportan en su propagación. No es solo el asesinato de mujeres, sino también la institucionalización de crímenes violentos, ya que las instituciones demoran en actuar y rara vez el femicida recibe altas condenas. Una excepción en el sistema judicial chileno es el caso de Antonia Barra, que incorporó el término de «suicidio femicida» ante un caso de violencia sexual y posterior suicidio de la víctima. Su victimario, Martín Pradenas, es condenado por diversos delitos consumados de connotación sexual a otras víctimas, un juicio que incorpora perspectiva de género (El Mostrador, 28 de julio de 2023).
El norte puede ser interpretado como un territorio que entrega una esfera de sentido y unidad significativa. El vacío, la nada, el silencio que ofrece el desierto, puede entregar un espacio totalitario que lo aparta de la sociedad. Para Segato (2014), los asesinatos se vuelven un sistema de comunicación que emiten un discurso, en el que muchas veces se reproduce la impunidad. A pesar del encarcelamiento de algunos culpables, los femicidios y la violencia de género siguen ocurriendo en territorios despojados de instituciones efectivas con políticas de prevención del delito. Para Ulloa (2016, en Pineda y Moncada, 2018), es usual que en territorios extractivizados exista trata y tráfico de niñas y mujeres racializadas, hecho que incluso puede ocurrir con el consentimiento de familiares o cercanos. Esto último podría justificar la tendencia previa, por parte de autoridades e incluso de la población, en asumir las desapariciones como éxodos voluntarios, al interpretar que son acciones propias de mujeres que provienen de contextos vulnerables. Este prejuicio dificulta la acción temprana de las autoridades, las cuales más bien proceden acorde a la cantidad de desapariciones, si la prensa local menciona los casos, y, aún más importante, a la movilización que generan familiares y agrupaciones feministas. En el caso de Alto Hospicio, muchas pistas fueron encontradas en basurales de la zona por las propias familias, tras irrumpir en los protocolos policiales donde el sitio del suceso debe ser inalterable, pero a la vez como un acto de reparación ante el cuestionamiento del actuar moral de las desaparecidas.
¿Qué relación tienen las chicas de Alto Hospicio y los más recientes femicidios en Atacama? Son casos concretos del despojo de territorios, que retoman la idea de sus cuerpos como objeto de posesión en parajes inhóspitos, bajo el silencio del desierto. No discutimos sobre lideresas ni defensoras de la Tierra ni personalidades reconocidas, son mujeres anónimas que reflejan el despojo, el olvido, la ineficiencia en la resolución de sus crímenes. La presencia de la industria extractivista en los territorios que habitaron impulsa cambios estructurales aún desconocidos en la realidad chilena. Toda la comunidad, con independencia del tipo de trabajo que realice, se ve afectada en los espacios más íntimos por una industria que justifica su presencia bajo el alero de la bonanza laboral, amparados por el modelo económico del Estado chileno. La violencia machista, la gran cantidad de población flotante masculina, la centralización en la toma de decisiones, entre otras situaciones, fomentan lógicas patriarcales aún más destructivas e invisibles.
Las mujeres, en general, y especialmente mujeres jóvenes, populares, urbanas, campesinas, indígenas y afrodescendientes, no son solo desechables hoy, son además blancos de eliminación, subordinación, captura, silenciamiento, destierro y desterritorialización ante el sistema buldozer-excavador-arrastrador del capital y su matriz -patriarcal/moderno/colonial- del poder (Walsh, 2016).
3. Conclusiones
Para García Canclini (1999), la globalización imaginada genera la ilusión de progreso. Es la globalización la que genera la ocupación de territorio en nombre del extractivismo. Por ello, resulta necesario ampliar el concepto de territorio, pues debe considerar los cambios en prácticas sociales e incluso la transformación en la identidad de las personas. El territorio va más allá de una porción de tierra, también considera a sus habitantes, particularmente a mujeres que pueden restringir las prevalencias de las asimetrías sociales; es decir, podemos ver su presencia o ausencia en las organizaciones y movimientos que resisten y luchan (Salazar, 2017).
Considerar a perspectivas que promuevan derechos humanos e incluir una perspectiva de género permitirá la distinción de problemáticas futuras, teniendo en cuenta también la experiencia de territorios ya extractivizados. Aminorar el impacto e incluso el intento por detener el avance de las faenas no debería ser solo una tarea de dirigentes sociales, sino también una preocupación social. El empoderamiento de las mujeres no pasa por programas de fortalecimiento de emprendimientos financiados precisamente por minera, sino por la difusión de ideas que enfrenten al patriarcado presente en los contextos extractivistas.
En los círculos ligados a los derechos humanos, habituados a trabajar sobre las consecuencias de las dictaduras en América Latina, cae la esperanza de que puedan entregar soluciones jurídicas bien definidas antes los actuales dilemas morales que genera el extractivismo. Un ejercicio crítico y reflexivo pueden entregar propuestas eficaces ante discusiones abiertas y de conocimiento más allá de la academia, para fortalecer capacidades colectivas de acción (Rodríguez Garavito, 2016).
La creación de estrategias frente a los procesos extractivistas debería surgir desde las comunidades. Las acciones que despliegan las mineras con las comunidades buscan aminorar el impacto generado en el territorio, pero no permite un diálogo igualitario. Las asimetrías sociales que se generan, además de la interseccionalidad en las mujeres, requieren de bases metodológicas e investigaciones actualizadas. «Cruzar» los análisis de género y de medioambiente también necesitan considerar el impacto en la vida cotidiana de la población de las empresas mineras, más allá de los índices favorables de desarrollo económico.
La realidad centroamericana nos expresa una violencia extrema, pero no por ello lejana a la realidad del Chile. Guatemala, El Salvador, México y Colombia son solo algunos de los países donde la institucionalización de la violencia hacia mujeres y defensores de territorios extractivizados ha tenido consecuencias inabordables desde la justicia. Relatos de tortura, secuestro, esclavitud sexual, descuartizamientos, entre otros, solo obedecen a una pedagogía de la crueldad (Segato, 2016), que buscan reproducir un sistema de opresión extremo. En Chile, la necesidad del reconocimiento y reparación de crímenes de lesa humanidad parece solo incluir crímenes cometidos durante la dictadura, pero amerita considerar nuevas formas de guerra, donde la crueldad y el despojo se muestran de otra forma (Calveiro, 2012). Con acciones ejemplares por parte del Estado, como sentencias adecuadas o reparación comunitaria, podría recomponerse un quebrajado tejido social. Para Freire (2010), la resistencia de los oprimidos se basa en la rebelión contra las injusticias, considerando diversas formas de expresión. Los actuales procesos sociales, expresados como estallido social en América Latina, hablan por sí solos; hay una búsqueda de reparación, de justicia, de equidad, que armoniza en territorios extractivizados y racializados. En todos está resonando, aunque con diversa intensidad, una herida colonial que desespera y que debería considerar todos los contextos (Walsh, 2016). Las temáticas abordadas son complejas, y probablemente no exista una vía única ni expedita que termine con los femicidios. Se necesita la voluntad por parte del Estado para cambiar paradigmas, ya que el feminismo emplaza al Estado y su rol ante una forma particular de crímenes asociados con género. No solo se espera un cambio en las políticas públicas, ya que es algo más profundo que va desde las raíces de nuestros territorios hasta la impronta digital; todos estos procesos no bien abordados pueden ir acompañados de rasgos de violencia. La sensación de abandono por parte de algunas comunidades, la sensación de injusticia ante casos delictuales y otros componentes, al ser tratados considerando la perspectiva de género, amplían ese rango de análisis y eventualmente de acción.
Los casos de desapariciones y asesinatos de mujeres en el norte de Chile son casos vigentes, contemporáneos, incluso cotidianos. El desierto sigue albergando historias secretas, pero no todas quieren ser silenciadas.