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Revista de Neuro-Psiquiatría

Print version ISSN 0034-8597

Rev Neuropsiquiatr vol.77 no.3 Lima July 2014

 

La Primera Guerra Mundial y su impacto en la psiquiatría.

 

 

World War I and its impact on psychiatry.

 

 

Santiago Stucchi-Portocarrero1,2,a

 

 

1Instituto Nacional de Salud Mental Honorio Delgado–Hideyo Noguchi. Lima, Perú. 

2Facultad de Medicina Alberto Hurtado, Universidad Peruana Cayetano Heredia. Lima, Perú.

a Médico psiquiatra.

 

 

 

RESUMEN

 

En julio del 2014 se recuerdan 100 años del inicio de la Primera Guerra Mundial, conflicto que tuvo un enorme impacto político y social en todo el orbe. Los casos de neurosis de guerra generados por las duras condiciones del frente de batalla suscitaron un gran interés para la psiquiatría y la psicología.

 

PALABRAS CLAVE: Primera guerra mundial, psiquiatría, psicología, fatiga de combate, neurosis de guerra.

 

 

SUMMARY

 

On July 2014 we commemorate 100 years since the start of World War I, a conflict that had enormous political and social impact around the globe. The cases of war neurosis generated by the harsh conditions of the battlefront aroused considerable interest for psychiatry and psychology.

 

KEY WORDS: World war I, psychiatry, psychology, shell shock, war neurosis.

 

 

 

INTRODUCCIÓN

 

El 28 de julio de este año se han recordado 100 años de la declaratoria de guerra del Imperio Austro-Húngaro a Serbia, en represalia por el asesinato del archiduque Francisco Fernando y su esposa a manos de un nacionalista serbio, un mes antes. Tal hecho fue el inicio de la mayor conflagración bélica desarrollada hasta ese entonces, la Gran Guerra -conocida luego como la Primera Guerra Mundial-, la cual duraría hasta noviembre de 1918 e involucraría a países de los cinco continentes. El impacto de este conflicto armado fue enorme, no solo por la cantidad de muertes (casi 10 millones) sino por el desastre económico que significó para todas las potencias europeas, por los cambios políticos (incluyendo la desaparición de cuatro imperios y el nacimiento de nuevas naciones) y por el auge de ideologías (fascismo y comunismo) que tendrían una notable influencia durante las siguientes décadas (1). El gran legado de esta guerra sería finalmente un conflicto mucho mayor: la Segunda Guerra Mundial. De este modo, con la “guerra que pondría fin a todas las guerras” comenzó en la práctica el siglo XX.

 

 

LA NEUROSIS DE GUERRA

 

Las repercusiones de los enfrentamientos armados sobre la salud mental de los combatientes eran conocidas desde mucho tiempo atrás. En el año 440 a.C. Herodoto había encontrado alteraciones mentales luego de la batalla de Maratón, y durante las guerras napoleónicas se había observado que los soldados caían en un estado de estupor luego de una explosión cercana, describiéndose el síndrome vent du boulet. Pero fue en la guerra de 1904-1905 entre Rusia y Japón cuando empezó a intervenir la psiquiatría en el mismo frente de batalla, al lado del comando militar ruso, debido a las dificultades para trasladar a los heridos a través de la Siberia (2). La Primera Guerra Mundial involucró una cantidad inusitadamente alta de combatientes, en escenarios no previstos y durante un tiempo excesivamente prolongado. Al iniciarse la contienda los dirigentes de ambos lados apostaban por una victoria rápida. En contra de sus pronósticos, las movilizaciones iniciales se estancaron en el frente –particularmente el occidental-, y los soldados debieron permanecer la mayor parte del tiempo en las trincheras, en condiciones sanitarias deplorables y bajo la amenaza omnipresente del ataque enemigo, con la presencia cercana de los cadáveres y cuerpos mutilados de sus compañeros de combate. Cabe recordar que en este conflicto se generalizó el uso de armamentos tales como las granadas, las ametralladoras, las minas, los gases venenosos, los lanzallamas, los tanques y los aviones, desconocidos o poco utilizados hasta entonces (1). Pero no solo la inseguridad resultaba traumática, también la culpa y la vergüenza por los propios actos de violencia podían tener un efecto emocional deletéreo; así, un soldado alemán se lamenta en una entrevista con las siguientes palabras, rememorando el momento cuando mató a un oponente francés utilizando su bayoneta: “Tuve ganas de vomitar. Me temblaron las rodillas y francamente me quedé avergonzado de mí mismo. (…) ¡Cómo quisiera haberle estrechado la mano y hacernos buenos amigos!” (3).

 

 

En este escenario de peligro perpetuo, donde “incluso las ratas se volvían histéricas” (3), muchos soldados comenzaron a presentar síntomas tales como confusión, amnesia, cefalea, nerviosismo, pesadillas, temblores, sensibilidad extrema al ruido, parálisis, mutismo y otros. El inglés Charles Myers reportó tres casos de este cuadro en 1915, denominándolo shell shock (choque de bombardeo) (4). Inicialmente muchos de los afectados fueron tildados de cobardes o desertores, siendo ejecutados 306 británicos por dicho motivo (en comparación con solo 25 alemanes y ningún norteamericano). Pero el mal fue aumentando, y en la batalla del Somme, en 1916, el 40% de las bajas británicas correspondió a dicha patología (5); al finalizar el conflicto se reportaron oficialmente unos 200 mil casos en Alemania y cerca de 80 mil en Inglaterra, aunque es muy probable que se haya dado un subregistro (1). Los altos mandos militares se preocuparon entonces por esta alarmante epidemia que amenazaba la moral de las tropas, y convocaron a especialistas para que dilucidaran la verosimilitud de tales manifestaciones y desenmascararan a los simuladores. La desconcertante enfermedad también recibió otros apelativos, tales comosíndrome del corazón del soldado, choque de las trincheras o fatiga de combate.

 

 

Los síntomas se clasificaron en dos tipos: neurasténicos e histéricos, afectando los primeros preferentemente a los oficiales y los segundos a los soldados (6). Aldren Turner hizo la siguiente descripción en 1915: “Los casos de choque nervioso y mental pueden contarse entre los productos clínicos más interesantes y poco comunes de la guerra actual. Los casos con estas características comenzaron a llegar a Inglaterra poco después del comienzo de las hostilidades (…). Se reconoció pronto que un tipo de caso se debió a la explosión de grandes proyectiles en las cercanías del paciente, aunque él mismo no recibiese algún daño físico detectable o herida corporal. Conjuntamente con los casos de esta naturaleza, se encontraron también casos de carácter neurasténico general, cuyos síntomas eran atribuibles al agotamiento del sistema nervioso inducido por el esfuerzo físico, la falta de sueño y otras condiciones de estrés asociadas a la campaña” (7). Algunos encontraron lesiones anatomopatológicas, como F.W. Mott, quien describió congestión, daños vasculares y hemorragias en los cerebros de dos víctimas de commotio cerebri, atribuyendo dichas lesiones al efecto compresor-descompresor de las ondas explosivas, admitiendo no obstante que los casos no fatales tendrían un origen emocional (8). Las explicaciones somáticas se alternaban de este modo con las teorías psicogénicas, y el shell shock fue cediendo el paso al concepto de neurosis de guerra.

 

 

La Primera Guerra Mundial fue particularmente destructiva de las estructuras previas que daban significado a la vida de muchos de los combatientes. Los entusiasmos iniciales hacia la patria, el rey o el emperador, la creencia en la justicia de la propia causa o la fantasía romántica de una gran aventura, alentada por la masiva propaganda gubernamental, se estrellaron contra la cruda realidad de una matanza interminable, despiadada y carente de sentido, en la cual el soldado no pasaba de ser una parte minúscula de una gigantesca e incomprensible maquinaria bélica (6). “¿Qué era eso por lo que nosotros los soldados nos apuñalábamos unos a otros, nos estrangulábamos, nos cazábamos como perros rabiosos?” –se pregunta un veterano alemán- “¿Qué es eso por lo que combatimos hasta la muerte sin tener nada personal los unos contra los otros? Al fin y al cabo éramos gente civilizada”. Un excombatiente inglés parece responderle: “El barniz de civilización ha desaparecido” (3). Otro soldado refiere: “(Al terminar la guerra) yo tenía solo 21 años, pero era un hombre viejo, cínico, irreligioso, amargado y desilusionado” (9). No sorprende entonces que el número de deserciones fuese bastante elevado, particularmente en el frente oriental; así, el ejército ruso perdió a 1 millón de hombres como prisioneros en 1915, y a más de 2 millones en 1916, en tanto que en 1917 habían desertado más de 300 mil turcos (1). La decepción de una guerra percibida como ajena fue, entre otros factores, el caldo de cultivo para que en 1917 estallara la revolución rusa que depuso -y finalmente ejecutó- al zar, y que poco después firmó la rendición ante Alemania.

 

 

Desafortunadamente para muchos de los sobrevivientes, la pesadilla no terminó en 1918, pues al retornar a sus hogares su medio social había cambiado, ellos mismos habían sufrido discapacidades físicas o seguían padeciendo los síntomas psicológicos como cicatrices imposibles de cerrar. Quienes habían sido dados de baja por neurosis de guerra debían afrontar por añadidura la deshonra por su “debilidad” o “falta de valor”. Algunos, como el literato británico Siegfried Sassoon, volcaron sus demonios en versos como el siguiente: “El fuerte hedor de aquellos cuerpos aún me persigue. Y recuerdo cosas que debería olvidar” (9).

 

 

PRIMEROS TRATAMIENTOS

 

 

En 1916 Myers planteó el tratamiento precoz de los casos de neurosis de guerra, instalando áreas especiales para los soldados británicos afectados en las cercanías del escenario bélico, en Francia, trasladándose a Inglaterra solo quienes no mejoraran al cabo de algunas semanas; como resultado, la cifra de retorno al frente de batalla subió del 50% al 90% (10). El mayor Thomas Salmon, del ejército norteamericano, afirmó también que “mucho se puede hacer a favor de estos casos si son tratados dentro de las primeras horas del inicio de los síntomas nerviosos severos”, planteando los cinco principios de un tratamiento ideal: inmediatez, proximidad, esperanza, simplicidad y centralismo (2). Sin embargo, no queda claro cuántos de los combatientes que retornaban a la línea de combate recaían en sus síntomas. Para William Rivers, resultaba patogénica la represión voluntaria de los recuerdos perturbadores, técnica frecuente entre las víctimas con el propósito de mantener la mente supuestamente libre de contenidos dolorosos, aunque ineficaz, pues la memoria no podía abolirse del todo y menos aún durante la actividad onírica; por tal motivo recomendó la re-experiencia bajo la forma de catarsis (11). A diferencia de estos métodos psicoterapéuticos, otros prefirieron técnicas netamente conductuales, como choques eléctricos, aislamiento y dietas restrictivas, con resultados dudosos (6) (aunque vale decirlo, ningún tratamiento había demostrado hasta entonces una eficacia irrefutable). Concluida la guerra, en 1920 en Viena un comité presidido por Julius Tandler evaluó la acusación en contra de algunos médicos, entre ellos Julius Wagner von Jauregg (famoso por la introducción de la malarioterapia en 1917, procedimiento que le valdría el Premio Nobel de Medicina en 1927), por haber aplicado choques eléctricos a personas diagnosticadas con neurosis de guerra. Sigmund Freud fue invitado a participar como experto en dicho comité, y aunque su declaración fue crítica contra el procedimiento mencionado, Von Jauregg fue exonerado de toda culpa (12).

 

 

Los seguidores del psicoanálisis encontraron en la neurosis de guerra un campo idóneo para aplicar sus ideas. Según Sándor Ferenczi, por ejemplo, los afectados estaban dominados “por la angustia, la pusilanimidad, la depresión hipocondríaca, la incapacidad de soportar un sufrimiento moral o físico, y una excitabilidad que explica los accesos de rabia”, explicándose aquello por una hipersensibilidad del yo que daría lugar a una regresión al narcisismo infantil. El mismo autor fue muy crítico con las teorías organicistas –especialmente con las de Hermann Oppenheim, quien en 1889 había descrito las neurosis traumáticas, explicándolas en base a desórdenes moleculares-, calificándolas como “extravagantes” y recordando a otro autor que hablaba de “mitología cerebral y molecular” (13).

 

 

La Primera Guerra Mundial sirvió también de inspiración al mismo Freud para que planteara su concepto de instinto de muerte. El fundador del psicoanálisis había observado entre los veteranos una propensión a repetir experiencias funestas, lo que aparentemente contradecía el principio de búsqueda del placer; esto lo llevó a postular la existencia en todos los seres vivos de una tendencia destructiva, opuesta al instinto de preservación de la propia vida. Tal tendencia podía dirigirse hacia el mismo ser, configurando comportamientos autolesivos, o hacia el exterior. Esta inclinación humana hacia la violencia queda claramente expuesta en el siguiente fragmento de su obra “El malestar en la cultura” (1930): “(…) el ser humano no es un ser manso, amable, a lo sumo capaz de defenderse si lo atacan, sino que es lícito atribuir a su dotación pulsional una buena cuota de agresividad. (…) Bajo circunstancias propicias, cuando están ausentes las fuerzas anímicas contrarias que suelen inhibirla, se exterioriza también espontáneamente, desenmascara a los seres humanos como bestias salvajes que ni siquiera respetan a los miembros de su propia especie. Quien evoque en su recuerdo el espanto de las invasiones bárbaras, las incursiones de los hunos, de los llamados mongoles bajo Gengis Khan y Tamerlán, la conquista de Jerusalén por los piadosos cruzados, y, ayer apenas, los horrores de la última Guerra Mundial, no podrá menos que inclinarse, desanimado, ante la verdad objetiva de esta concepción” (14). Muy atrás quedaba el entusiasmo inicial de 1914, que había hecho exclamar a Freud: “Por primera vez en 30 años me siento austriaco. Toda mi libido está dedicada a Austria-Hungría” (15).

 

 

Aunque el debate en torno al origen de este trastorno continuaría varias décadas después, la amarga experiencia de la Primera Guerra Mundial no dejó muchas dudas en torno a la importancia de los eventos traumáticos en la etiología de la patología psiquiátrica, tornando difusa aquella línea divisoria entre normales y enfermos que la teoría de la degeneración había delimitado en forma bastante precisa durante la segunda mitad del siglo XIX. La neurosis de guerra demostró para muchos que cualquier persona normal podía perder la cordura si el estrés padecido era lo suficientemente intenso, y esto fue un respaldo para las corrientes psicológicas –incluyendo al todavía joven movimiento psicoanalítico-, históricamente rivales de las biológicas. Dicotomía artificial, lo sabemos hoy (cuando es conocida la influencia del estrés sobre el eje hipotálamo-hipófisis-adrenal y la liberación de corticosteroides) (16), pero que marcó el devenir de la psiquiatría a lo largo del siglo XX. Posteriormente la neurosis de guerra sería incluida dentro del concepto más amplio de la neurosis traumática -herencia decimonónica de Oppenheim-, que serviría como sustento para el trastorno de estrés postraumático, introducido a partir de 1980 con la tercera edición del Manual Diagnóstico y Estadístico de la Asociación Psiquiátrica Americana (DSM III) (2). Tal diagnóstico enfatiza el carácter persistente de la psicopatología a través de pesadillas, recuerdos perturbadores, flashbacks y crisis disociativas, mencionando además comportamientos evitativos hacia situaciones que hagan recordar el evento traumático, y otras manifestaciones tales como irritabilidad, dificultad para la concentración e insomnio (17). En 1994 la cuarta edición de dicho Manual (DSM IV) diferenció entre el trastorno de estrés postraumático y el trastorno de estrés agudo (18), aquél como respuesta retardada y persistente ante el trauma, y el segundo como reacción inmediata y usualmente breve. Tal diferenciación ha sido compartida con la Clasificación Internacional de Enfermedades de la Organización Mundial de la Salud (CIE 10) (19).

        

 

Finalmente, es pertinente mencionar el siguiente párrafo de un libro de texto de 1920, que revela el impacto que tuvo la Gran Guerra en la psiquiatría de aquel entonces: “La Guerra Mundial ha posibilitado a la psiquiatría oportunidades sin precedentes para obtener grandes progresos. El movimiento por la higiene mental está desarrollando una dirección, organización y fuerza. Los psiquiatras ya no limitan sus actividades a los muros de las instituciones para enfermos mentales, sino que están constantemente organizando conexiones con los hospitales generales, escuelas, organizaciones caritativas, tribunales de justicia, instituciones penitenciarias, etc.” (20).

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

 

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4. Myers CS. A contribution to the study of shellshock. Being an account of the cases of loss of memory, vision, smell and taste admitted to the Duchess of Westminster’s War Hospital, Le Touquet. Lancet. 1915;1: 316-20.         [ Links ]

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20. Rosanoff AJ. Manual of Psychiatry. Fifth Edition. New York: John Wiley & Sons, Inc.; 1920.         [ Links ]

 

 

 

 

Correspondencia:

 

Santiago Stucchi-Portocarrero

Instituto Nacional de Salud Mental “Honorio Delgado – Hideyo Noguchi”.

Jr. Eloy Espinoza 709. Urb. Palao.

San Martín de Porres. Lima. LIMA 31.

Teléfono: (051) 614 9200 - Anexo 1042

Correo electrónico: stucchi@amauta.rcp.net.pe

 

Recibido: 07/07/2014

Aceptado: 29/08/2014

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