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Revista de Neuro-Psiquiatría

Print version ISSN 0034-8597

Rev Neuropsiquiatr vol.77 no.4 Lima Oct. 2014

 

Cine peruano actual y psicopatología.

 

 

Current Peruvian cinema and psychopathology.

 

 

Santiago Stucchi-Portocarrero1,2,a, Vanessa Herrera-Lopez1,2,a

 

1 Instituto Nacional de Salud Mental “Honorio Delgado-Hideyo Noguchi”. Lima, Perú.

2 Facultad de Medicina Alberto Hurtado, Universidad Peruana Cayetano Heredia. Lima, Perú.

a Médico psiquiatra

 

 

RESUMEN

La conducta humana anormal ha sido fuente inagotable para la industria cinematográfica, difusora muchas veces de prejuicios, mas también creadora de personajes memorables para la psiquiatría. En el presente artículo se presenta un análisis psicopatológico de cinco películas peruanas actuales: “Maruja en el infierno” (1983), “Caídos del cielo” (1990), “Bajo la piel” (1996), “Días de Santiago” (2004) y “La teta asustada” (2009).

 

PALABRAS CLAVE: Cine, Perú, psicopatología.

 

 

SUMMARY

Abnormal human behavior has been an inexhaustible source for the film industry, often disseminating prejudice, but also cinema has created memorable characters for psychiatry. A psychopathological analysis of five current Peruvian films are presented in this article: “Maruja en el infierno” (1983), “Caídos del cielo” (1990), “Bajo la piel” (1996), “Días de Santiago” (2004) y “La teta asustada” (2009).

 

KEY WORDS: Cinema, Peru, psychopathology.

 

 

INTRODUCCIÓN

 

El cine ha sido descrito como la “fábrica de sueños”, por su capacidad para plasmar en una pantalla todas las posibilidades imaginativas de la mente humana. Al combinar imágenes, sonido y movimiento, es la manifestación artística que más se aproxima a la experiencia de la vida real, no estando sometida a los límites que aquélla impone. Ninguna conducta humana le resulta ajena, y los sueños fabricados por el séptimo arte no siempre son una exhibición de lo sublime, sino también de lo anómalo y temible. De este modo, la psicopatología ha sido fuente argumentativa inagotable -gratamente redentora en ocasiones, prejuiciosamente maniquea las más de las veces-, siendo innumerables las películas que permiten un análisis psiquiátrico de sus personajes y del entorno en el que se desenvuelven. El carácter ficticio de las actuaciones no es necesariamente óbice para tal ejercicio; aunque abundan las actuaciones exageradas y poco verosímiles, que fomentan temores generalmente infundados en el imaginario popular, también el cine ha producido personajes memorables, que ilustran en forma creíble la psicología anormal.

 

La resonancia e influencia de la psiquiatría en el cinema se traduce a través del foco central en el análisis de problemas y trastornos mentales con énfasis en la conducta, pensamiento y motivaciones humanas (1). Asimismo, el análisis y estudio de las películas se constituye en un medio eficaz para enseñar la psicopatología a estudiantes de psicología, medicina, psiquiatría y ciencias de la salud en general, dada su accesibilidad, efecto motivador, así como la factibilidad de evitar el conflicto ético de exponer a la persona con trastornos psiquiátricos a grupos grandes. Las escenas cinematográficas no sustituyen a la anamnesis o al examen mental, mas pueden resultar didácticas para identificar algunos o determinados signos o síntomas de interés psicológico o psiquiátrico (2). Por otro lado, debido a su sustrato ideológico, el cine ha desempeñado un papel determinante y se manifiesta como expresión de los clichés, múltiples estereotipos, así como una amplia gama de modelado de todos aquellos asuntos que forman parte de la realidad histórica (3).

 

El inicio del cine en el Perú ha sido establecido en 1897, y su historia se ha descrito como intermitente, con episodios transitorios de auge, que no llegaron a consolidar nunca una industria fílmica como la de otros países (4). En cuanto a la temática predominante, se ha dicho que nuestra cinematografía se orienta hacia lo sociológico, muchas veces en desmedro de lo artístico (5). Específicamente, la psicosis y el manicomio no han ocupado roles protagónicos en nuestro medio filmográfico, más allá de presencias periféricas o episódicas, como es el caso de “Maruja en el infierno” (1984), en donde la locura provee el sustento para la trama, mas no llega a incorporarse en un personaje central. Carecemos pues de películas al estilo de las norteamericanas “Psicosis” y “Alguien voló sobre el nido del cuco”, la francesa “Betty Blue” o la italiana “Por las antiguas escaleras”, (por poner solo cuatro de muchos posibles ejemplos), en las cuales el insano y su medio se erigen como el núcleo del contenido fílmico. Como excepción en el cine peruano contemporáneo podemos mencionar la muy poco difundida “Marcados por el destino” (2009), que narra la progresiva pérdida de la razón de uno de sus protagonistas, aunque la actuación y el desenlace final no resultan muy convincentes. De todos modos, los personajes agobiados por la melancolía, la culpa o el odio, no son infrecuentes en nuestra cinematografía.

 

Particularmente influyente en las últimas décadas ha sido el conflicto armado del periodo 1980-2000; así, películas como “La boca del lobo” (1988), “Ni con Dios ni con el Diablo” (1990), “La vida es una sola” (1993), “Coraje” (1998), “Paloma de papel” (2003) y “Tarata” (2009), basan su argumento directamente en el conflicto, en tanto que otras como “Asia, el culo del mundo” (1996), “Días de Santiago” (2004), “La teta asustada” (2009) y “Cuchillos en el cielo” (2012), se centran en personajes atormentados por las secuelas de la violencia.

 

Para el presente artículo hemos escogido cinco películas del cine peruano de las últimas tres décadas, que consideramos propicias para un análisis psicopatológico, sin pensar por supuesto que sean las únicas; queda para una futura publicación un análisis más amplio.

 

MARUJA EN EL INFIERNO (Francisco Lombardi, 1983)

Maruja vive rodeada de explotación, miseria y locura. La fábrica clandestina de vidrio que administra su madrina es el infierno que la encierra pero a la vez le sirve de refugio. Pero no solo a ella, sino también a los enfermos mentales que trabajan ahí, bajo un régimen de evidente esclavitud. El “negro Malagua” -guardián, capataz y amante de la dueña, doña Carmen- ejerce el terror sobre esta población cautiva reducida a la cuasi animalidad, mientras que Maruja es el ángel protector que vela sus sueños narrándoles cuentos. Ambos sin embargo, ejercen el dominio y buscan a su manera domesticar la locura. En esta no intencionada metáfora del manicomio clásico, se juntan por un lado las cadenas y calabozos, y por el otro una benevolencia que recuerda (aunque muy vagamente) la terapia moral de Pinel. El “ejército monstruoso de lo irracional” (6) ha sido así completamente sojuzgado y despojado de su peligrosidad, de modo que ya no es temible. Los locos de la fábrica no inspiran pues miedo, solo lástima y desprecio. El proceso de domesticación de la locura se inicia desde que el candidato a peón es cazado en su hábitat natural: la calle. Pero en su estado puro y salvaje no puede aún ingresar a la fábrica, debe ser bañado y vestido de modo que adquiera algo de decencia,esto obviamente no le devuelve humanidad, solo lo adecenta para la venta, como una fiera preparada para el zoológico.

Como contraparte de la fábrica se presenta el vagón de ferrocarril abandonado, en donde los locos han establecido su residencia, la cual no dudan en defender recurriendo a la violencia. Al margen de la verosimilitud de tal organización entre enfermos mentales callejeros, la imagen del loco libre y temible contrasta con la del sometido y temeroso. He aquí pues la doble actitud de la sociedad ante la insanía: miedo y desdén. Pero también curiosidad, de ahí que se esbocen hipótesis que intentan explicar el hundimiento de una mente previamente sana. “-La gente bien mosca, al día siguiente amanece con los chicotes cruzados, de un día para otro, parece brujería ¿no? Éste no nació así, ¿no? ¿no? –No, éste se loqueó por un calzón”; tal es el diálogo que se entabla entre el taxista y uno de los delincuentes. Maruja tiene una teoría menos “psicológica”: “los locos son locos porque tienen poquita sangre”, idea curiosamente opuesta a aquella que sugería sangrías para aliviar la plétora sanguínea. No obstante, ya sea reducidos a la esclavitud o libres en aquella suerte de stultifera navis inmovilizada, los alienados han perdido su derecho a integrarse a la sociedad, convirtiéndose en seres extraños obligados a llevar una existencia marginal. Lejos estamos pues de la “protección de los dioses” de la cual gozaba el loco de Erasmo (7); los locos limeños están desamparados, y eso que “Lima está llena de locos”.

Sin embargo, el sometimiento de la locura no es definitivo. Finalmente los oprimidos liberan su furia y dan muerte al agresor de su protectora. Paradójicamente, es un crimen el que los reivindica y devuelve a la libertad. Libertad salvaje, por cierto, que será probablemente compartida con los locos del ferrocarril. Libertad marginal en otras palabras, mas nunca integración plena a la sociedad.

 

CAÍDOS DEL CIELO (Francisco Lombardi, 1990)

Inicia la película con la historia de Humberto -“don Ventura”-, quien dirige un programa de autoayuda denominado “Tú eres tu destino”, en el cual predica lecciones de vida y absuelve conflictos o problemas de los oyentes como parte de un paquete optimista de citas, frases, pensamientos y respuestas que son vertidos a los radioyentes con aparente notable audiencia, en un contexto de crisis económica y social en el país (fines de la década de 1980). Así, ante la carta de una persona que se queja de su mala suerte, el locutor recomienda “coraje, decisión, empeño”, rememorando diversos personajes que “vencieron” a la adversidad. Él mismo parece ser un ejemplo viviente de superación personal, pues ha logrado sobreponerse a un terrible accidente que le desfiguró el rostro, y ostenta sin disimulo una gran cicatriz. Un día conoce a una mujer que oculta su identidad y a quien denomina Verónica, estando ella a punto de lanzarse de un barranco. Las diferentes manifestaciones depresivas de Verónica se develan a lo largo de su actuar: la vemos en la primera imagen vestida de negro, irritable y agresiva con un cómico ambulante. En el encuentro con don Ventura se le observa al borde del abismo, desesperanzada y con rostro depresivo, vociferando: “¡quiero morir, ésta es la única solución… tan terrible es mi vida!”. Desiste por el momento del acto suicida, mas a lo largo de la película son reiterativas en ella expresiones como “hay heridas que siempre duelen”; también demuestra arranques de ira e impulsividad, desgano persistente, así como un recurrente deseo de morir –llega a infligirse cortes en el brazo- y una falta de sentido vital, expresada en la frase “no sé para qué vivo”. Verónica se aloja en la casa de Humberto, y no tarda en surgir en él una atracción hacia ella. Pero una noche él intenta aproximarse sexualmente a su huésped y descubre horrorizado una enorme cicatriz en su abdomen, alejándose de inmediato. La prédica optimista se derrumba entonces ante esta prueba, y en los siguientes días le resulta difícil ocultar su rechazo hacia Verónica, quien irónicamente había comenzado a mostrarse más amable y animada. El trágico final se precipita: ella se arroja decepcionada desde el mismo barranco donde don Ventura la conoció y rescató. Como una suerte de epílogo, Humberto tacha las iniciales NN de la lápida y escribe “Verónica”. Nunca supo su verdadero nombre ni nada más sobre ella, pero ante la abrumadora soledad de una tumba sin nombre, él por lo menos le otorga una identidad; menudo consuelo ante su fracaso como salvador y adalid de la esperanza. El núcleo duro de la fatalidad de algunas vidas se muestra pues inmune a la buena voluntad. “¡Tú les mientes a las personas, tú crees que todo lo arreglas con palabras ¿no?!”, le había espetado Verónica en algún momento a Humberto. Él finalmente se desmorona y en un acto de sinceridad extrema se quita la máscara y le responde a un oyente inválido: “tú no eres tu destino”. Poco después otro locutor radial lo reemplaza.

La segunda historia nos presenta a la pareja Díaz Canseco -don Lizardo y doña Cucha-, representantes de una aristocracia decadente y arruinada económicamente, pero que no ha perdido el orgullo por el linaje ni sus modales refinados. Todo su devenir se centra en supervisar la construcción de un mausoleo en el cementerio; es ésta su misión principal en la vida que les queda, y no dudan en dedicarle todos sus esfuerzos, en desmedro inclusive de su calidad de vida presente. El mausoleo sería el punto de reencuentro con el único hijo -perdido prematuramente-, el broche de oro para sus biografías, marcadas primero por la fatalidad de la expropiación de sus bienes durante el gobierno del Gral. Velasco, y luego por la muerte del hijo amado; el monumento funerario adquiere así el significado de una reivindicación post mortem ante la injusticia de una vida que les ha negado lo que ellos creen haber merecido, dejándolos sin herencia y sin heredero. Don Lizardo es un señor malhumorado, quejoso y altanero, que no cesa de enfatizar su estatus social, recurriendo al desprecio hacia quienes considera inferiores pero que ahora se atreven a colocarse a su nivel (“a esos indios mi padre los compraba por soles”, recuerda en una escena). Doña Cucha es más bien temerosa, profundamente religiosa y benevolente con las rabietas de su esposo.

 

La tercera historia se basa en el cuento “Los gallinazos sin plumas” de Julio Ramón Ribeyro (8), y nos muestra a doña Mercedes, una anciana ciega que vive en condiciones muy precarias cerca del acantilado, lugar en donde recibe un monstruoso cerdo como regalo de sus ex patrones: los Díaz Canseco. El enorme animal significa la oportunidad de acceder a una cirugía que podría devolverle la vista, pero para tal propósito debe obligar a sus nietos -Tomás y César- a que recojan basura para alimentarlo, prometiéndoles que con el dinero de la venta los enviaría de viaje con su madre, a los Estados Unidos. Las ambiciones de la abuela tropiezan para su desencanto con el deterioro de la salud de sus nietos, que al final ya no pueden seguir hurgando en los basurales para proporcionar el sustento al siempre hambriento animal. Doña Mercedes se sume en la desesperación; “¿qué quieren, que se muera de hambre?” recrimina a los dos enfermos, postrados en sus camas, al escuchar los gritos de la bestia hambrienta, que amenaza con engullirlo todo. Su ceguera –física y psicológica- no le permite ver el estado de salud de aquellos a quienes dice cuidar; en nombre de un mejor porvenir, no duda en sacrificarlo todo. Cuando finalmente cae al chiquero al ser empujada por su nieto menor –quien ha descubierto el asesinato de su perra-, doña Mercedes termina siendo víctima del monstruo en el que ella cifró todas sus esperanzas.

Las tres historias se entrelazan: don Ventura es inquilino de don Lizardo, doña Mercedes ha trabajado en la casa de los Díaz Canseco, y tanto don Ventura como doña Mercedes viven cerca del acantilado, de donde termina matándose Verónica. Clase media, aristocracia y pobreza extrema conviven en una ciudad variopinta como Lima, donde hasta la basura tiene dueño, y donde la discriminación y los prejuicios sociales afloran a cada momento: “aquí no ha habido putas, maricones, drogadictos, ni siquiera comunistas”, sentencia una vecina cucufata ante Humberto. Por otro lado, la incomprensión ante el acto suicida se hace patente en las frases de los curiosos que presencian el primer intento de Verónica: “¡no sea loca!”, “¿no sabe que esto es un delito?”, “¡y todavía llora! (con sarcasmo)” “¡tiene que ir a la iglesia a pedir perdón!”. La película nos muestra también diversas imágenes de pobreza, viviendas reducidas, hacinamiento y crecimiento urbano desordenado, todo aquello evidencia de una realidad nacional en crisis, cuyos determinantes sociales y contexto definen las relaciones y síntomas evidenciados en los personajes; uno de los inquilinos deudores de los Díaz Canseco es bastante explícito: “no tengo plata, ¿qué quiere que haga si no tengo?”. Pero el destino final para todos, ricos y pobres, de alcurnia o plebeyos, es el cementerio.

 

BAJO LA PIEL (Francisco Lombardi, 1996)

En el pueblo norteño de Palle se han cometido cuatro crímenes, siguiendo un patrón similar a las ejecuciones de la antigua civilización Moche. El principal sospechoso es Catalino Pinto, un respetado profesor de arqueología experto en culturas preincaicas, resentido hacia las nuevas generaciones que no aprecian su labor. La identificación del victimario no es sin embargo el eje central.

A cargo de la investigación está el capitán Percy Corso, policía honesto pero insatisfecho, que no tardará en involucrarse sentimentalmente con Marina, la patóloga que realiza las autopsias. El amor que siente por ella lo obnubila y profundiza sus frustraciones. Como el profesor, él también se siente relegado y merecedor de un sitio más respetable en la sociedad. Pero debe soportar la prepotencia del alcalde del pueblo y tolerar las fechorías de su hijo, Gino Leyva. En la carceleta intenta interrogar al enmudecido preso, sumido en un aparente estado depresivo profundo que lo lleva finalmente al suicidio, pero el cuestionario termina siendo casi una confesión: “Es humillante ¿no? ser menospreciado por gente que es menos que uno. Yo conozco ese sentimiento, yo lo entiendo profesor. (…) Si hizo lo que hizo fue por algo, yo quisiera entenderlo”. El interrogado se convierte así en silencioso confesor, y pronto el capitán “entenderᔠplenamente al homicida. Al descubrir que Marina se ha involucrado con Gino, elegirá el crimen como mecanismo para superar sus odios. Bajo la piel de cualquier individuo hay un asesino en potencia esperando las condiciones propicias, pareciera ser el sombrío mensaje. Como también pareciera indesligable lo erótico y lo tanático. Es al fin y al cabo el amor frustrado el motor que impulsa al protagonista al homicidio (no en vano el subalterno de Percy le advirtió: “Nunca se enamore tanto capitán, la gente cuando se pone así, hace cojudez y media”). Amor que nace en medio de una investigación criminal y se consuma en un altar de sacrificios humanos y luego en una sala de necropsias.

Como contraparte a Percy se presenta el personaje de Gino. Si el primero desciende a los infiernos del crimen por enamorarse, el segundo se pierde como consecuencia indirecta de su sexualidad desenfrenada, ostentosa y carente de afecto. “Oye pero, ¿tú nunca te has enamorado de nadie?” –le pregunta Percy poco antes de asesinarlo. “Para mí, que se enamoren los cojudos” –responde con énfasis Gino, para agregar luego: “Mi querido Percy, yo no aguanto mucho tiempo con la misma hembra, algo se jode, me empiezo a hartar, me aburro de su voz, de su olor, me provoca pegar… ¿Meterla en el mismo hueco para siempre? Eso es contranatura”. La confesión descarnada de su encuentro íntimo con Marina es el desencadenante de la ira celotípica de Percy, que termina disparándole.

El crimen de Percy queda impune, y es además la base de su felicidad presente. En una escena que recuerda el diálogo final de “El Padrino”, él niega su acto ante Marina, fríamente y por última vez, sellando así su pasado vergonzante. Puede ahora vivir feliz, pues todo no fue más que “un mal sueño, una pesadilla de la que ya desperté”. Cualquier atisbo de culpa es borrado en aras del bienestar actual. La reflexión del epílogo es cínicamente clara: “A veces pienso que no tengo derecho a ser feliz, que todo lo que hice se puede volver contra mí algún día, pero entonces pienso en Pinto, en lo que decía de los Moche, ellos también hicieron cosas atroces, pero ahora ¿a quién le importa eso?”. Algunos han encontrado un paralelo entre la imagen final de la cámara descendiendo a la oscuridad subterránea del jardín y la dinámica de fosas clandestinas e impunidad que caracterizó al Perú de la década de 1990 (9).

 

DÍAS DE SANTIAGO (Josué Méndez, 2004)

Santiago Román ha retornado de la zona de conflicto armado donde permaneció por más de tres años. Pero la ciudad no le ha dado la bienvenida, y desde un inicio se hace evidente el desfase entre su formación militar y el contexto donde debe sobrevivir ahora: “Subes al carro y también tienes que estar atento, ves a todos y los distingues: qué estarán pensando hacer, a dónde pensarán ir… ¿me estarán viendo también a mí? … Te dan ganas de hacerles algo, pero no puedes. Te controlas. Porque ya no estás allá, ahora estás acá. (…) Las ganas de hacerle algo a alguien, a cualquiera. Pero no puedes. Te tienes que controlar. Tienes que pensar: acá también todo debe tener su orden”. En un contexto de pobreza, arenales, urbe y construcciones de viviendas precarias, aparece la imagen de su esposa golpeada. El orden y el control que él se plantea no funcionan. Víctima y victimario de un sistema que no comprende y que no lo comprende a él. En su familia de origen reina el machismo más burdo, con un padre que insta a la hija adolescente a que se vista con ropa bonita para vender mejor y entren los clientes a la bodega; una madre sumisa, desaliñada y desgastada, y un hermano que también golpea a su mujer. Sus únicos amigos, excombatientes como él, planean robar un banco, y otro de ellos –discapacitado- se suicida.

Santiago intenta adaptarse. Trabaja como taxista y estudia computación en un instituto y con dificultad busca integrarse a una red de amigas que acuden frecuentemente a una discoteca. Pero el pasado no se olvida fácilmente: “Yo no puedo dormir, yo me acuerdo de todo, todos los días, no me deja dormir”. Las escenas en blanco y negro contrastan con el color del ambiente que lo rodea; pareciera que sus limitados moldes psicológicos no le permiten ver el medio de otra forma. “Siempre voy por una ruta distinta, yo sé que siempre hay alguien que me está siguiendo”. La desconfianza de la zona de guerra la traslada a la ciudad. Y como justiciero incomprendido, no puede evitar imponer sus patrones de comportamiento: agrede a un sujeto que intenta venderle droga a su amiga, intenta salvar a su cuñada en contra de su voluntad y golpea a la chica que le hace una insinuación sexual. La decepción por el ambiente que lo rodea no cesa. Su única amiga huye despavorida al mostrarle su arma de fuego, ante el rechazo masivo de todos sus compañeros de estudios, su cuñada se resiste a ser rescatada y descubre a su padre intentando abusar de su hermana menor. En la escena final se le ve apuntándose con un arma a la cabeza (en una escena que a algunos les recuerda al protagonista de “Taxi driver”, otro veterano de guerra perdido en la gran ciudad) (10).

Si nos ceñimos a la psicopatología, podríamos presumir que Santiago padece un trastorno de estrés postraumático, dada su incapacidad de adaptación en la sociedad, sus recuerdos perturbadores, su estado de perpetua alerta y suspicacia, las pesadillas que lo atormentan en las noches y su conducta violenta, relacionado todo con sus vivencias en las zonas de conflicto armado. Finalmente todos sus padecimientos lo llevan a plantearse el suicidio, que no sabemos si llega a consumar.

La película permite también una crítica hacia el rol de la mujer en la sociedad peruana. Así, la representación psicológica y visibilización de la actitud de las mujeres hacia el maltrato en esta película transita por varias facetas: se orienta desde la permisividad del acto violento, la participación en la violencia mutua hacia la pareja, la intolerancia del mismo acto que llega hasta el abandono de la pareja, hasta la ideación homicida.

 

LA TETA ASUSTADA (Claudia Llosa, 2009)

Fausta padece la “teta asustada”. Su madre fue ultrajada durante los años de violencia política, cuando la llevaba en su útero. El médico examina a Fausta luego de un desmayo e informa a su tío que ella lleva una papa en su vagina, la cual debe ser extraída. El tío se muestra escéptico y contradice al profesional. El médico es categórico: la “teta asustada” no existe. La confrontación es evidente. Para el médico la patología reside únicamente en el cuerpo. El tubérculo insertado es fuente de infecciones, por lo cual el tratamiento es mecánico y relativamente simple. Para el tío el problema es más complejo: Fausta recibió a través de la leche materna toda la experiencia nefasta sufrida por su progenitora, generándole un miedo perpetuo y una vida “sin alma”. La papa es para Fausta un medio de defensa contra la amenaza masculina de la violación, “como un escudo de guerra, como un tapón, porque solo el asco detiene a los asquerosos”, por lo cual no acepta la recomendación médica y se retira del hospital. Al no comprender el trasfondo de tan aparentemente extraña conducta, la actuación de la medicina formal deviene entonces en inefectiva.

El film de Claudia Llosa no es explícito al referirse al conflicto armado del periodo 1980-2000; no sabemos de aquél más que por el brutal relato inicial de Perpetua -la madre de Fausta- en su lecho de muerte. El terror (subversivo y contrasubversivo) no constituye una amenaza actual, pero su presencia fantasmal se ha incorporado en la psiquis de la protagonista, llevándola a un miedo constante a repetir el padecimiento de su madre. Nadie más quiere recordar la violencia; “ahora es otro tiempo”, refiere el tío de Fausta a su sobrina, y la vida transcurre de manera normal y hasta festiva a su alrededor. Pero para ella el tiempo se ha detenido; aunque no fue testigo presencial de los hechos, los rememora con claridad: “yo lo vi todo desde tu vientre, lo que te hicieron, sentí tu desgarro. Por eso ahora llevo esto”, le dice a su madre muerta. Kimberly Theidon habla de la “transmisión intergeneracional de las memorias tóxicas, en sentido literal”, en su libro que sirvió de inspiración a la película (11). No pretendemos presentar aquí argumentos que refuten o avalen la existencia de la “teta asustada” como entidad nosológica, ni tampoco creemos que haya sido el objetivo de la directora de la película. Pero sí creemos que vale la pena enfatizar las consecuencias del estrés materno sobre los hijos. Los estudios al respecto han encontrado parto prematuro, bajo peso al nacer, retardo en el desarrollo psicomotor, trastornos emocionales e inclusive enfermedades cardiovasculares y obesidad en los hijos de madres expuestas a estrés severo durante el embarazo, los mismos que persisten hasta la vida adulta (12-14). La misma Theidon cita al respecto las patologías de niños nacidos tras la matanza de Accomarca y durante la dictadura castrense de Chile (11). La explicación, sin embargo, sigue siendo hipotética. No es de sorprender que las madres víctimas de la violencia desarrollen trastornos emocionales que perturben la relación con sus hijos desde temprana edad, haciéndolos a ellos también vulnerables a la patología afectiva. También se ha planteado que el estrés intenso genera una hiperactividad del eje hipotálamo-hipófisis-adrenal, que se traduce en niveles elevados de cortisolemia, cuyos efectos deletéreos sobre el sistema nervioso son igualmente conocidos (15). El feto sometido al estrés materno sería así “programado” para un estado de alerta permanente, que lo llevará en su vida adulta a una conducta persistentemente maladaptativa (12).

Fausta encuentra finalmente la redención. El jardinero juega aquí el rol de un guía, que le enseñará a perder gradualmente el miedo, hasta que el “escudo de guerra” resulta inútil. Recién entonces la medicina oficial puede cumplir su objetivo netamente quirúrgico. La película no nos permite conocer el devenir de la protagonista, aunque la escena final de la papa floreciente es una metáfora alentadora.

 

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

 

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Correspondencia

Santiago Stucchi-Portocarrero

Parque Villena 196 Lima 18 Perú,

Correo electrónico: stucchi@amauta.rcp.net.pe

 

 

Recibido: 22/07/2014

Aceptado: 17/11/2014

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