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Revista de Neuro-Psiquiatría

versión impresa ISSN 0034-8597

Rev Neuropsiquiatr vol.78 no.1 Lima ene. 2015

 

Rutas ontológicas de la nosología psiquiátrica: ¿Cómo se llegó al DSM-5?.

 

 

Ontological routes of psychiatric nosology: How did DSM-5 arrive?.

 

Renato D. Alarcón G. 1,a; 2,b;3, Arthur M. Freeman, III 4,c;5,d, 6 e

 

1 Cátedra Honorio Delgado, Universidad Peruana Cayetano Heredia. Lima, Perú.

2 Universidad Peruana Cayetano Heredia. Lima, Perú.

3 Mayo Clinic College of Medicine. Rochester, Minnesota, Estados Unidos.

4 Escuela de Medicina, Tulane University, New Orleans.

5 Escuela de Medicina, Louisiana State University, Shreveport, LA, USA.

6 Escuela de Medicina, University of Tennessee, Memphis, TN, USA.

a Titular; b Profesor Emérito de Psiquiatría; c Profesor Visitante de Psiquiatría; d Past-Decano ;e Ex-Jefe, Dpto. de Psiquiatría.

 

 

 

RESUMEN

 

Se examinan las características fundamentales de la elaboración y desarrollo de un sistema nosológico desde la perspectiva ontológica. Aplicado a la historia reciente del Manual Diagnóstico y Estadístico de Trastornos Mentales (DSM-5), de la Asociación Psiquiátrica Americana, este análisis formula, luego de un breve esbozo histórico, los planteamientos de diversos pensadores e investigadores a lo largo de los dos últimos siglos. Temas de discusiones significativas han sido, entre otros, la definición de enfermedad mental, etiopatogenia, confiabilidad y validez, justificación y propósitos de eventuales cambios, aspectos éticos y tensiones persistentes entre ciencia y humanismo, teorías heurísticas en psiquiatría y la práctica clínica concreta. Se formula la esperanza de una deseable convergencia y resultados beneficiosos del proceso para pacientes, familiares, profesionales y la sociedad en su conjunto.

 

PALABRAS CLAVE: Ontología, Nosología psiquiátrica, diagnóstico, DSM-5.

 

 

SUMMARY

 

The main ontological features of the elaboration and development of a nosological system, from an ontological perspective, are examined and applied to the recent publication of the fifth edition of APA’s Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (DSM-5). After a brief historical description, the article reviews contributions from different authors and discusses topics such as definition of mental disorder, etiopathogenesis, reliability and validity, justification and objectives of eventual changes, ethical links and tensions between science and humanism, heuristic theories in psychiatry and concrete aspects of clinical practice. The hope is to reach a desirable convergence of viewpoints and beneficial results from the process in favor of patients, families, professionals and society as a whole.

 

KEW WORDS: Ontology, psychiatric nosology, diagnosis, DSM-5.

 

 

INTRODUCCIÓN

 

La ontología, en tanto que rama filosófica dedicada al estudio del proceso de desarrollo, realización y existencia de ideas o conceptos, o de cómo algo se concibe y llega a ser y a hacerse (1), tiene enorme vigencia en el campo de la nosología psiquiátrica. La base teórica de todos los esfuerzos de clasificación y diagnóstico médico a lo largo de la historia ha seguido lineamientos filosóficos nacidos no solo de la necesidad de “hacer algo” o “dar un nombre” al sufrimiento del paciente sino también del afán de poner fin a incertidumbres paralizantes e inducir alguna forma de intervención terapéutica. En sus aplicaciones prácticas, estos esfuerzos han marchado casi siempre en paralelo con el clima cultural, el nivel de conocimiento técnico de cada época y la subsecuente terminología sea ésta demonológica, religiosa, clínica, heurística o tecnológica (2). A manera de ejemplo, durante los siglos XVIII y XIX en los Estados Unidos, la nosología de nuestra especialidad usaba palabras tales como “vagabundo”, “ruidoso”, “ocioso”, indolente, etc. y términos o frases tales como “locura industriosa”, “melancolía religiosa”, idiocia, “nostalgia” o neurastenia para describir diversas condiciones clínicas (3).

 

La presente revisión intenta trazar el itinerario ontológico de los esfuerzos nosológicos en la psiquiatría de occidente, a punto de partida de afrontes filosóficos del proceso diagnóstico e hitos y personajes históricos vigentes a partir del siglo XIX hasta los pasos concretos iniciados en la segunda mitad del siglo XX y vinculados a la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE) de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y al Manual Diagnóstico y Estadístico de Trastornos Mentales (DSM) de la Asociación Psiquiátrica Americana (APA) (4). Dada la vinculación de los autores con la psiquiatría norteamericana, se prestará particular atención al desarrollo de las diferentes versiones del DSM, a las contribuciones más significativas de la literatura y, finalmente, a algunas de las discusiones más pertinentes que precedieron a la publicación del DSM-5 en mayo del año 2013.

 

Bases filosóficas del diagnóstico psiquiátrico

Diagnóstico (del griego diagignoskein, dia=aparte y gignoskein=reconocer, saber) significa básicamente “distinguir, discernir, conocer mejor”. Desde una perspectiva filosófica, el diagnóstico psiquiátrico puede ser concebido como un esfuerzo realista, adepto a la consideración de factores de aplicación general o “universal”, a la manera de Plato, Locke o Hume; como un afronte idealista que, en tanto que tal, presta preferente atención a las ideas que encaminan el proceso, como lo habrían planteado en su momento Berkeley o Kant; o como resultado de un enfoque nominalista, visión ontológica históricamente vinculada a William of Occam y concentrada fundamentalmente en componentes particularizantes del tema bajo estudio (1,5,6).

Un diagnóstico psiquiátrico que responda a sus propias expectativas y a las de la clasificación que lo sustenta, deberá ser capaz de facilitar uniformidad, sencillez o simplicidad y definitivismo asistiendo a clínicos y pacientes en la comprensión y tratamiento del evento evaluado, y a investigadores y administradores en la fluidez de enfoques idóneos (7). En un terreno aún más práctico e integral, característico de la época contemporánea, los diagnósticos deben tener valor predictivo en relación a respuesta a tratamientos y estimación pronóstica, reflejar factores genéticos y neurobiológicos de riesgo y evitar modelos etiológicos monocausales aun cuando las causas del trastorno pueden compartir rutas comunes. Kendler y Parnas resumieron este marco filosófico con la frase: “No más descubrimientos tipo espiroqueta, sino mas bien causas múltiples en múltiples niveles” (8). Así, el diagnóstico debe eludir toda elucubración de tipo metafísico o pronunciamientos que reflejen juicios de valor sobre su naturaleza y su aplicación en casos concretos.

 

Ruta histórico-ontológica de la nosología psiquiátrica

Emil Kraepelin es considerado el primer psiquiatra que planteó una propuesta nosológica definida, como resultado de sus estudios fundamentalmente en pacientes psicóticos crónicos de larga estada en hospitales o asilos, extendidos luego visionariamente a otras zonas del mundo con propósitos comparativos de clara índole científica que le permitieron también generar las primeras nociones de psiquiatría cultural (9). En las varias ediciones de su clásica obra Psychiatrie (10), que cubrieron la última década del siglo XIX y las primeras del XX, Kraepelin estableció tres grupos nosológicos: 1) psicosis orgánicas, nutricionales e infecciosas; 2) demencia precoz (más tarde llamada esquizofrenia por Bleuler) y locura maniaco-depresiva; y 3) psiconeurosis. Fue la suya una clasificación nominalista/descriptiva y realista que realzó el valor de la observación detenida, cuidadosa y sistemática de números más o menos grandes de pacientes.

 

La primera edición de Allgemeine Psychopathologie (Psicopatología General) de Karl Jaspers fue publicada en 1913 (11). Es bien sabido que fue solo 50 años después que se tradujo al inglés y aún después al español, cuando ya para entonces circulaba en el mundo hispano-hablante la primera edición del Curso de Psiquiatría (12), obra magna de Honorio Delgado, fiel y en algunos casos superior expresión del afronte fenomenológico-descriptivo instaurado por el maestro de Heidelberg. Jaspers propuso un grupo I de enfermedades mentales que llamó cerebrales en tanto que debidas a traumatismos encéfalo-craneanos, tumores, infecciones, etc.; grupo II, el de las psicosis mayores de etiología entonces no conocida; y grupo III, no consideradas enfermedades sino tipos de reacciones anormales, “neurosis” y anormalidades o trastornos de personalidad, genéricamente llamados “psicopatías”. Jaspers y Delgado rescataron la nosología psiquiátrica del denso abrazo psicoanalítico (13) que desde las primeras décadas del siglo XX preconizaba interpretaciones precoces e ingeniosas, altamente especulativas, con la coloración técnicamente seductora de un vocabulario nuevo y atribuciones etiológicas “inconscientes” sin basamento científico. Al detallar parcelas psicopatológicas definidas y asociaciones anamnésicas sistematizadas para nombrar entidades precisas, el afronte fenomenológico (nutrido inicialmente por las nociones existenciales de Husserl) (14) marcó indudablemente una ruta-guía de futuros esfuerzos nosológicos.

 

En los Estados Unidos, el primer intento de una clasificación psiquiátrica propia e innovadora fue el de Adolf Meyer, neuro-patólogo suizo que fue llamado de Chicago, en 1910, como jefe del Departamento de Psiquiatría de la nueva Escuela de Medicina de la Universidad Johns Hopkins en Baltimore, Maryland y Director del primer servicio de Psiquiatría en un hospital general a nivel mundial. Meyer asistió a las famosas conferencias dictadas por Freud en la Clark University de Worcester, Massachussetts en 1919, pero ya para entonces era conocido como un entusiasta propagador del afronte kraepeliniano. Gradualmente elaboró una escuela de pensamiento que llamó “psicobiológica” considerada por muchos predecesora conceptual del enfoque biopsicosocial en medicina, propuesto por Engel en los años 70 y elaborado en cuanto a su aplicación en psiquiatría, en 1980 (15). Sobre esa base, consideró que las enfermedades mentales eran “reacciones” a diversos factores causales, las llamó “ergasias”, categorías nosológicas monistas mas no reduccionistas, amplias por ser resultado de etiologías multifacéticas desplegadas a lo largo del ciclo vital e identificables en “tablas de vida” de naturaleza cronológico-evolutiva. Definitivamente pro-científico y anti-categórico en el área diagnóstica, el afronte meyeriano (16) era sin embargo claramente anti-reduccionista en cuanto al trabajo clínico y al manejo terapéutico y conllevaba un claro énfasis preventivo hasta entonces poco conocido o practicado.

 

Una importante influencia de orden teórico-filosófico en la psiquiatría norteamericana y sus elaboraciones nosológicas fue la ejercida por Carl Gustav Hempel, filósofo alemán que migró a los Estados Unidos, creador del llamado “empiricismo lógico” (17). Sus postulados nosológicos incluyeron un fuerte apoyo a la confiabilidad del diagnóstico, reforzada primariamente por la descripción precisa de las manifestaciones “superficiales” del trastorno; la perspectiva clínica solo podría ser claramente etiológica con un proceso ordenado de maduración de la ciencia cuyo objetivo, en todo caso, no es clasificatorio o nosológico ya que la investigación descubrirá, en su opinión, mecanismos causales cada vez más complejos, no simplemente reduccionistas: el propósito de una clínica de sustento científico es pues ofrecer explicaciones causales, desplegar intervenciones efectivas y ser capaz de predicciones sólidas, y la clasificación que resulte de este proceso tendrá que ser mucho más que una “fenomenología social y subjetiva” (18). Algunos autores ven en la obra de Hempel un casi genial anticipo del concepto de “marcadores biológicos” (19).

Los requerimientos lógico-empíricos de una clasificación científica son, pues, exigentes. Aparte de una descripción adecuada de su objeto de estudio (en este caso la enfermedad mental y sus manifestaciones), la clasificación debe permitir el establecimiento de leyes generales o teorías por medio de las cuales eventos particulares (¿síntomas, síndromes, entidades mórbidas?) puedan ser explicados, previstos y científicamente comprendidos. Que los hallazgos deben ser objetivos significa que sean “intersubjetivamente certificables”, independientes de opiniones o preferencias y basados en información obtenida por expertos y/o mediante observaciones apropiadas. Estas últimas deben ser “operacionales”, es decir resultado de la aplicación nada ambigua de principios y términos descriptivos que definan claramente los procedimientos y el proceso diagnóstico global (18,20).

 

Conceptualización de los sistemas nosológico-diagnósticos contemporáneos

Fue a partir de la segunda mitad del siglo XX que emergió a nivel mundial la necesidad de organizar sistemas diagnósticos que uniformizaran la catalogación de enfermedades con fines académicos, terapéuticos, legales, administrativos y financieros. El llamado de Stengel (21) en pro de un sistema diagnóstico moderno tuvo relevancia histórica y características proféticas. La APA publicó en 1952 la primera versión del DSM, un volumen breve con lenguaje predominantemente psicoanalítico en sus etiquetas diagnósticas (22). No fue hasta 1967, sin embargo, que la OMS incluyó un visible capítulo de enfermedades mentales en la octava edición de la CIE, gracias a la labor de Norman Sartorius al frente de la oficina de Salud Mental de la Organización (23). Un año después apareció DSM-II con marcada influencia de CIE-8 pero también con la inclusión de varias de las “reacciones” del léxico meyeriano para designar categorías nosológicas conocidas (por ej., “reacción esquizofrénica” en lugar de esquizofrenia, o “reacción ansiosa” en lugar de “neurosis de angustia”).

Una figura notable en la psiquiatría mundial durante las décadas de 1950 y 1960 fue sin duda Aubrey Lewis, Director del Instituto Maudsley de Psiquiatría de la Universidad de Londres. Su posición en cuanto a diagnóstico psiquiátrico enfatizó confiabilidad más que validez y descripción fiel de hechos y fenómenos observables más que etiología (24). Como tal, su influencia en la publicación de la versión 9 de la sección VI de la CIE en 1978, y aun en la de la versión 10 en 1992, fue visible. Aún bajo el liderazgo de Sartorius en la OMS, la CIE ha utilizado mayormente un estilo descriptivo y categórico con presentaciones breves de 99 tipos de enfermedades mentales agrupadas en la correspondiente sección (25) y, por lo tanto, parte limitada de un volumen mucho más amplio de nosología médica general.

Los años precedentes a la década de los 1980s fueron sumamente fructíferos en cuanto a discusiones y debates sobre cómo debería estructurarse una nosología psiquiátrica moderna. Para empezar, no había acuerdo unánime en la definición misma de las afecciones mentales: ¿eran o deberían llamarse enfermedades, dolencias (illness), trastorno, disfunción?; se trataba indudablemente de un problema dualístico eminentemente cartesiano (26). Había cierto acuerdo únicamente en cuanto a su carácter estresante e incapacitante, su desviación de normas poblacionales comunes y de un abstracto diseño evolutivo y la falta de “comprensibilidad” de su naturaleza real, de su causalidad.

De hecho, Kendell (27) criticó la “vaguedad” de la terminología usada en CIE y enfatizó la necesidad de definiciones operativas de enfermedad mental con reglas claras de aplicación, definidas como “constructos sociales normativos y evaluativos”. Rounsaville et al. (26) describieron cuatro maneras de definir trastornos psiquiátricos: socio-política, biomédica, operacional y combinada, siendo la última probablemente la más aceptable en consideración a su carácter pragmático. Aun hacia comienzos de los años 90, las críticas a lo que se consideraban limitaciones de los manuales imperantes de clasificación eran variadas y severas: carencia de información suficiente, de conceptos, destrezas y técnicas de acopio de información al alcance de los clínicos; enfoques “miopes”, sesgados y claramente reduccionistas además de ausencia de perspectivas contextuales acertadas (28).

 

Versiones modernas del DSM

Históricamente, se reconocen las contribuciones del grupo de la Washington University, la llamada “Escuela de San Luis” en Missouri (29), con autores como Robins, Guze, Winokur y Feighner, como precedentes de crítica importancia en la evolución del DSM. Los fundamentos de su enfoque residieron en una descripción clínica veraz y objetiva, el uso de algunos estudios de laboratorio (el test de supresión de la dexametasona aparecería alrededor de la misma época con un halo esperanzador, más tarde desmentido) (30), separación clara entre trastornos, estudios familiares e indagaciones de seguimiento, todo ello con el propósito de sustentar una validez más sólida. En tal contexto, no cabe duda que la publicación del DSM-III en 1980 (31) constituyó una suerte de revolución en el escenario de la nosología psiquiátrica mundial. La reputación de Spitzer, su inspirador, adquirió dimensiones legendarias hasta cierto punto justificadas si se toma en cuenta el esfuerzo, la tenacidad, claridad de miras y flexibilidad que imprimió a su equipo de trabajo (32). Los debates antes, durante y después de su publicación, hicieron del DSM-III, por un lado, un valioso documento de uniformización de criterios diagnósticos y etiquetas nosológicas dentro de un sistema manualizado más completo y más práctico que todos los anteriores; por otro lado, sin embargo, se erigió en una “Biblia” del conocimiento psiquiátrico que, aunque no necesariamente responsabilidad de sus autores, otorgó profundidad injustificada a un

mero manual diagnóstico, constituyéndose a veces en sustituto único e insuficiente de textos, capítulos y artículos presentes en la literatura científica pero ignorados por docentes, clínicos, estudiantes y aun investigadores.

 

Las características fundamentales del DSM-III incluyeron una posición “ateórica” supuestamente neutral, no comprometida y, por lo tanto, más objetiva que aquéllas sustentadas por principios de escuela. De hecho, la ruptura con los conceptos psicoanalíticos que rigieron DSM-I y II, fue más que evidente y el suscribir una causalidad multifactorial evidenció apertura y afán de integración epigenética. Estructuralmente, el establecimiento de criterios diagnósticos operacionalizados (orientados primero a una mejor confiabilidad y después a una mejor validez), el novedoso abordaje multi-axial y un enfoque categórico, aun cuando sin confines o límites distintivos, son puntos importantes. En general, la ampliación y mejora de la comunicación diagnóstica a todo nivel fue considerada como una de las más notorias ventajas del nuevo Manual.

La vigencia de DSM-III (ligeramente modificada para su versión revisada, publicada en 1989) no dejó de generar disputas a veces encendidas. Metodológicamente, Zachar criticó el que la confiabilidad entre los evaluadores (inter-rater reliability), aun medida por estadísticas tipo kappa, fue una modalidad “pobre” de arribo a criterios operacionalizados (33). Más agresivamente, Wakefield y First (34) y Hyman (35) señalaron las desventajas del Manual en tanto que fuente de “pseudoprecisión” y de reificaciones dañinas de conceptos aún revisables. Era pues innegable que etiología como concepto clave en la identificación de cuadros mórbidos permanecía (y permanece) elusiva, que las numerosas comorbilidades físicas y psiquiátricas de cualquier diagnóstico y la “inestabilidad diagnóstica” de muchas entidades, sobre todo a corto plazo, además de la inexistencia de auténticos marcadores biológicos (36, 37), se constituían en barreras imponentes a un avance nosológico genuino.

DSM-IV fue publicado en 1994 (38). Aparte de tradicionales objetivos clínicos, educacionales y de investigación, añadió decisivamente la necesidad de mejorar el nivel de información. Reconoció asimismo la tensión, no resuelta por su predecesor, entre una indispensable mejor facilidad de uso y una consistente validez científica y, en sustento de esta última, prestó mayor atención a la psiquiatría “basada en la evidencia”, al tiempo que calibró el peso de elementos diagnóstico-nosológicos abogados por defensores de una salud mental más socialmente orientada. Tras aceptar el valor relativo de diferentes factores de validación (incluidos respuesta a tratamiento y pronóstico), DSM-IV revisó criterios diagnósticos de un moderado número de entidades, añadió y eliminó algunos trastornos, caracterizó subtipos de otros, precisó su ubicación en grupos afines y señaló normas de interpretación y generalización de la información incluida.

 

A pesar de (o tal vez debido a) que el texto revisado (TR) de DSM-IV no representó cambio sustancial alguno, las críticas a la falta de operacionalización de los diagnósticos y a la reificación de muchas de las entidades en lista, fueron haciéndose más notorias. Se añadieron observaciones a la dificultad de su uso en consultorios de Atención Primaria y en centros de investigación (39), demandándose en muchos casos la creación de versiones del Manual específicamente destinadas a tales escenarios. Por otro lado, se criticó también el hecho de que abogados y administradores utilizaban el Manual a veces de manera imprudente y excesiva con interpretaciones antojadizas y erróneas debidas, precisamente, a porciones del Manual que se consideraban ambiguas o imprecisas.

 

Hacia el DSM-5: Principios ontológicos

Una clasificación psiquiátrica ideal debe caracterizarse por adecuación descriptiva, objetividad, operatividad, solidez empírica, relevancia sistémica y confiabilidad (40). Sus principales propósitos son, por supuesto, los de proveer una lista concisa y clara de enfermedades debidamente catalogadas, poseer conceptos y criterios capaces de crear una comunicación confiable, ser de igual utilidad para clínicos, investigadores, docentes y administradores, contar con amplia aceptabilidad y ser guiada por hipótesis o teorías coherentes (41-43). Asimismo, sus autores deben reconocer que, en muchos casos, cierta variedad de interpretaciones es inevitable (44) y que, por otro lado, una aceptación masiva puede reflejar una medida (no necesariamente deseable) de poder político por parte de aquéllos o de sus mentores (45).

Los principales problemas que una nueva clasificación ha de afrontar son los de confiabilidad (entre evaluadores y entre tests), validez (de credibilidad, conceptualización, predecibilidad y contenido), utilidad de sus propósitos y valor de sus

mecanismos etiológicos y patofisiológicos de base (46). Es indudable que dentro de todos ellos, es la validez (o validación) la que ha generado mayores debates y expectativas. En nosología, los esfuerzos de validación pueden ser conservadores, incrementales, audaces o, más realistamente, cautelosamente progresistas; es bien sabido, sin embargo, que las demandas de una validez consistente son de difícil logro dada la múltiple naturaleza conceptual de toda entidad diagnóstica: ocurre en una persona, es involuntaria, resulta en distrés y deterioro y presenta claras manifestaciones de disfuncionalidad (33,47). Y si se compara validez médica con validez psicométrica, a la necesidad de una etiología confirmada, un consistente curso clínico en el tiempo y una historia familiar bien documentada que caracterizan a aquélla, deben añadirse la obligatoriedad de consistencia interna y la validez predictiva y factorial indispensables en ésta.

 

En los inicios del trabajo sobre el DSM-5, resurgieron los principios de validez elaborados por Kendler (8,48), más allá de los propuestos con anterioridad (26,29). Estos principios incluyen información importante sobre personalidad premórbida, demografía, factores precipitantes, funcionamiento individual global y parámetros de tests psicológicos y biológicos, consistencia diagnóstica y respuesta al tratamiento. Esta etapa del proceso de desarrollo del nuevo Manual fue particularmente rica en pronunciamientos ontológicos (no necesariamente llamados así) que, agrupados en diferentes secciones, constituyen la parte final de nuestra revisión:

 

Declaración de objetivos

 Inicialmente, causalidad o etiología de los trastornos mentales, concebida en lineamientos fundamentalmente neurobiológicos, ocupó la atención del liderazgo del Comité nombrado por la APA para la ejecución de la tarea. Kupfer y otros miembros del equipo (46,49) señalaron la necesidad de una clasificación basada en causalidad como clarinada de acción y de integración de investigaciones en diferentes ramas neurocientíficas para cristalizar y enriquecer una base de datos legítimamente empírica. Confiabilidad y validez fueron también presentadas como contexto indispensable de la nueva clasificación, equiparable al que rige en el resto de la medicina. Los avances en investigación básica y clínica de las últimas dos décadas fueron citados con entusiasmo y su continuidad sería garantía –como se señaló luego de algunos años de trabajo- de una renovación periódica y sistemática del Manual, no en una serie basada en numeración romana sino en versiones actualizadas del DSM que ya entonces se designaba con números arábigos: DSM-5, a ser seguida por DSM-5.1 y más (50).

 

Tensiones dentro de la nosología psiquiátrica

La elaboración de un nuevo DSM fue presentada como expresión de tensiones entre el pasado y el futuro del ser y quehacer científico de la nosología psiquiátrica, y no sólo de la vieja controversia entre trabajo clínico e investigación, menos aún de la rivalidad psiquiatría vs. psicología/ciencias sociales (51). Se dijo también que era una oportunidad de confrontar más profundamente el dilema descriptivismo-etiología o, más estrechamente, el de una fenomenología superficial y una profunda. En última instancia, se trataba de reivindicar un realismo esencialista frente a un socio-constructivismo nominalista, laborar consistentemente en pro de un pragmatismo superior a formulaciones idealistas, teoricistas, metafísicas o teleológicas y enarbolar las banderas del cambio frente al pendón de un statu quo paralizante (5,8,26,28,36,48,49).

 

Críticas al DSM-IV y precedentes

 Se ha mencionado ya a Hyman como uno de los críticos más articulados del DSM-IV y, por extensión, de las versiones que le precedieron (35). La reificación de las entidades psiquiátricas es una de las objeciones más reiteradas y la “asfixia” a serios esfuerzos de investigación, tal vez la más dura ya que, dice, “DSM es realidad, no heurística”; por lo mismo, todo nuevo manual debe expandir las áreas y el potencial de investigación conducida a base de su contenido. En la práctica, esto se justifica aún más porque sin duda la industria farmacéutica usa y usará criterios de DSM en su búsqueda de nuevas drogas y la realidad era que DSM-IV TR no ofrecía una disección farmacológica apropiada habiéndose convertido en la fuente más nutrida del fenómeno de la “polifarmacia”, hoy casi indetenible (52).

Las críticas al DSM procedentes de los campos psicoanalítico, psicológico y científico-social son sumamente conocidas; reflejan posiciones sustentadas en principios más o menos dogmáticos, frustración frente a lo que se percibió como indiferencia, negligencia y hasta desprecio y cuestionamiento de carácter socio-político. En plano diferente, la perspectiva teleológica o de valores (incluidos principios éticos) ha colisionado en no pocas ocasiones con el élan del DSM en su terreno. Fulford, postula que, por ejemplo, Hempel en lo frondoso de su posición tiene poco que decir en relación a ciencia y valores; el mismo autor dice que “ciencia y valores son tan inmiscibles como agua y aceite” (1,17,41) y cita a otros que, con diferentes argumentos pero con igual agudeza, se pronuncian sobre el tema. Wright, por ejemplo (53) señala que la falta de confiabilidad en determinados sistemas puede no ser un error cognitivo sino un problema valorativo. Las provocativas críticas de Szasz y su modalidad de realismo, puntualizan que, por el contrario, es la vigencia de algunos valores la que mina los alcances de una objetividad bien entendida (54). Williams (55) critica los alcances de una “concepción absoluta” (que tal vez deba llamarse mejor “absolutista”) y, por último, McDowell (56) desmenuza los vínculos entre ciencia y lo que él llama “perspectiva local o subjetiva”.

 

¿Por qué y cómo se llegó al DSM-5?

Las elaboraciones precedentes sentaron indudablemente las bases de cambios en cada etapa del desarrollo del DSM, probablemente a partir del DSM-II. Seis años después de su publicación y coincidiendo con la versión TR del DSM-IV, la APA anunció el comienzo de una nueva revisión del Manual con abundancia de explicaciones (otros pueden llamarlas fundamentaciones o justificaciones) y presentación de una estrategia cuidadosa en el terreno racional y principista (57). Los párrafos que siguen intentan resumir el juego de ideas (no los debates, discusiones y colisiones que marcaron su más o menos ruidosa historia), la fase ontológica final de un proceso que culminó formalmente en mayo del 2013. No cabe duda de que defensores y críticos del DSM-5 continuarán blandiendo argumentos a favor y en contra del Manual en los años por venir.

 

Significado de la revisión

¿Por qué es importante la revisión de un sistema nosológico?. La respuesta simple es que se requiere uno más preciso que, a base de una validez mejor concebida y documentada, permita a los clínicos una formulación más temprana del diagnóstico, cualquier que él sea, y conduzca a un tratamiento igualmente precoz, integral y más efectivo. Una revisión que, se asume, ha de resultar en esa mayor solidez diagnóstica proveerá también mejores guías a todo tipo de esfuerzos de investigación y protocolos estandarizados que favorecerían colaboración efectiva en el ámbito internacional. Al mismo tiempo, la revisión es crucial en aspectos tan variados como cobertura y reembolso de seguros médicos a poblaciones diversas en países y regiones diferentes.

 

El persistente tema de la validez diagnóstica

La mejor garantía de una validez diagnóstica genuina en psiquiatría es el uso de criterios de objetividad a toda prueba. Tal fue uno de los pronunciamientos más pertinaces en esta etapa del proceso (58). La pregunta inmediata, sin embargo, era: ¿Qué es lo que va a ser medido en la evaluación clínica: el trastorno mismo o los criterios que intentan describirlo? De otro lado, el tema de los llamados trastornos “sub-umbral”, de baja intensidad o de sintomatología incipiente (identificada precisamente por la mejor estructuración de los criterios diagnósticos) abre debates vinculados tanto a cobertura por parte de las compañías de seguros como a si las entidades financiadoras de investigación proveerán fondos adecuados. No debe olvidarse que aún hasta hoy, fondos para investigación de temas de salud mental no han sido precisamente abundantes, lo cual ha hecho que varios trastornos psiquiátricos, en muchos casos, sean considerados de facto como entidades clínicas que requieren las llamadas “drogas huérfanas” a la manera de escleroderma, fibrosis quística o esclerosis lateral amiotrófica, por citar solo algunas (59).

¿Cuándo es que los criterios diagnósticos pueden (o deben) ser cambiados?. Es obvio (y la historia de los tres últimos DSM lo demuestra) que toda modificación de criterios diagnósticos trae consigo una carga de incertidumbre y confusiones. Los cambios han limitado la acumulación de data de investigación, particularmente de estudios longitudinales (los más relevantes en muchos casos) y su evaluación mediante meta-análisis (60). Igualmente, cuando se trata de entidades nuevas, ¿cómo es que van a ser aceptadas si no han sido debidamente estudiadas? En la práctica, todo tipo de documentos o records clínicos, así como algoritmos de tratamiento se basan en el sistema diagnóstico en uso, lo cual añade expectativas y exigencias a veces poco realistas. La magnitud y calidad de los cambios son también factores importantes: por un lado, si pequeños, los beneficios o ventajas pueden ser también limitados o intrascendentes; por otro, pueden no reflejar sustanciales diferencias y generar nuevas estructuras de entrevista e intervención sin asideros conceptuales probados. Por último, sesgos percibidos como de tipo político, social, institucional o profesional afectan el proceso aun si se incluyen ítems de advertencia, protección o salvaguarda. El riesgo mayor de estos cuestionamientos resulta ser, sin duda, el descrédito de todo intento de revisión, circunstancia a la que el DSM-5 no fue ajeno.

 

Principios rectores de la revisión hacia DSM-5

 Desde el comienzo, los voceros del Comité del DSM-5 enfatizaron el carácter prioritario del nuevo Manual para un quehacer clínico ordenado y actualizado. Otros principios rectores del proceso fueron debidamente difundidos y sancionados oficialmente: el uso de información “basada en la evidencia” de investigaciones serias y la continuidad con las versiones precedentes (61); esta declaración, sin embargo, exhibió alguna contradicción con otro principio: la declaración de que no habría restricciones a cambios cuya introducción se juzgaba relevante. Más adelante, se dijo que el DSM-5 sería un documento “viviente”, es decir sujeto a cambios en cualquier momento en que su evidencia los justificara plenamente (62). El máximo uso posible del modelo de diagnóstico dimensional fue igualmente publicitado con determinación clara, enfatizándose las dimensiones de distrés, discapacidad y severidad (39, 63). Finalmente, se insistió marcadamente en el uso de una perspectiva “desarrollista” (developmental), es decir la consideración de cada trastorno en función de las diferentes etapas del ciclo vital y su impacto en la configuración clínica (64); esto traía consigo también la necesidad de enfatizar factores de riesgo y protección como componentes esenciales de prevención, objetivo novísimo en la historia de la disciplina nosológica.

 

Neurociencias en DSM-5

 Las críticas de Hyman y otros al DSM-IV (35) representaron el argumento más contundente en favor de la vigencia de principios de evidencia heurística, perspectivas patofisiológicas y farmacológicas durante el proceso de creación del DSM-5. Se insistió, como ya se ha señalado, en la estipulación de fases del desarrollo y evidencias psicopatológicas concomitantes. Investigación neurobiológica (la primera en que se piensa cuando se habla de investigación en psiquiatría como “rama de la medicina” [65]) deberá estar presente –se dijo— en cualquier apéndice que se incluya en DSM-5 como base expandible de entidades clínicas debidamente comprobables y comprobadas. Y sin duda, el postulado más audaz, más cargado de futuro en este renglón fue el de que DSM-5 podría ser el engendro inicial de nuevos criterios “a lo Feighner” originados en investigación neurocientífica básica de dimensiones funcionales que, a punto de partida de genes, circuitos neurales y conductas relacionadas proveyera recursos suficientes a una investigación “translacional” efectiva. En este sentido, Hyman se adelantó sin duda a los provocadores pronunciamientos que poco tiempo antes del lanzamiento de DSM-5 hiciera Thomas Insel, Director del Instituto Nacional de Salud Mental (66).

Tópicos salientes

 

Son éstos una suerte de summa sumarum de las discusiones listadas arriba y conducidas, aun sin que muchos de los protagonistas lo advirtieran, con un celo y un sello ontológico definido. Por ejemplo, sería necesario en algún momento presentar una definición acabalada de enfermedad mental. El establecimiento de guías precisas para generar y luego aceptar o rechazar propuestas de cambios fue otro tópico concreto que insinuaba ya formalmente la necesidad de criterios y categorías diagnósticas debidamente validados. Se ha mencionado ya el carácter casi dilemático de la diada categórico-dimensional del modelo diagnóstico a adoptarse. Otros tres puntos en los que la discusión puede haber sido menos airada pero sí igualmente relevante fueron: la necesidad de mantener y hasta aumentar una compatibilidad nosológica, científica, institucional y política entre DSM-5 y el CIE-11 de la OMS (25, 49, 50, 67); la facilitación de evaluaciones y diagnósticos psiquiátricos en escenarios no-psiquiátricos (un salto cualitativo en la estimación de la llamada psiquiatría de enlace) (68) y la aplicabilidad de los nuevos criterios a grupos socio-culturales y étnicos diferentes a lo largo del mundo (69).

 

 

DISCUSIÓN Y CONCLUSIONES

 

Todo esfuerzo conceptual, por pequeño que sea, requiere una elaboración ontológica de justificación y explicación de las ideas básicas en su estructura. La elaboración y el desarrollo de un sistema nosológico o de clasificación en psiquiatría no es, por cierto, una tarea de escasos alcances, más aún porque la psiquiatría, a diferencia de otras ramas de la medicina entraña mayor complejidad sindrómica, se ha debatido en numerosas “guerras ideológicas” y ha marchado, hasta épocas recientes, un tanto a la zaga de otros campos en cuanto a un basamento heurístico sistemático (70). Las enfermedades mentales o psiquiátricas, se reconoce ahora más explícitamente, son resultado de múltiples etiologías y procesos patogénicos erigiéndose, por ello en las que más requieren un enfoque multidisciplinario a nivel diagnóstico y terapéutico.

Muchas veces sin recibir tal nombre, la ruta ontológica del diagnóstico psiquiátrico ha sido accidentada y hasta tormentosa. Es claro que hay que distinguirla de las escaramuzas de bajo calibre ideológico y con más de pasión tribal o de expresión de intereses estrechos pero poderosos que han primado a lo largo de su historia. Ésta, a su vez, ha sido más intensa en el último medio siglo debido, entre muchas, a dos causas no necesariamente vinculadas entre sí: la apreciación creciente de enfermedades mentales como problema crítico en el campo de la salud pública mundial (71) y el trabajo abierto y transparente sobre todo de las tres últimas versiones del DSM. Se ha hablado de “revoluciones” nosológicas, de cambios dramáticos en cifras estadísticas y epidemiológicas, de avances en modalidades de tratamiento y rutas de investigación. Y todo ello ha exigido la debida justificación ontológica, a despecho de las propias debilidades de esta clase de razonamiento (72). Ello no obstante, la fundamentación bien intencionada aun cuando a veces deficientemente presentada, discusiones alturadas y de los otros, tenacidad y pertinacia, plazos e itinerarios claramente establecidos no son sino el preludio de más intercambios dialécticos y científicos.

 

Este artículo ha intentado describir cómo es que se llegó al umbral de la quinta versión del DSM desde la perspectiva filosófico-ontológica. Las contribuciones de autores ilustres como Kraepelin o Hempel, Lewis o Guze, modalidades teóricas como la fenomenología o el enfoque psicoanalítico, el dilema categórico-dimensional de nosologías que pretenden llamarse tales e intentan ser auténticas y útiles han representado fases de un proceso fascinante. La perspectiva neurocientífica ha encontrado los obstáculos de un pragmatismo clínico indispensable pero no totalmente integrado o coherente y los cargos de una visión ética (no solo bio-ética) poco dispuesta a transar o a reconocer la vigencia de valores en aquellas ciencias. Las debilidades de sistemas precedentes y el impacto cultural en el proceso diagnóstico plantearon también demandas ontológicas válidas.

Esta historia continúa. El debate de confiabilidad vs. validez de DSM-5, DSM-5.1 y subsiguientes ha de continuar vigoroso y, se espera, útil y con apropiado sustento ontológico. Aun concluyéndose que DSM-5 no refleja ciencia en su totalidad, muchos aceptan que tiene la capacidad de incentivar tanto la investigación básica como la clínica. La diversidad de opiniones en torno a nosología psiquiátrica en general y DSM en particular continuará poblando la discusión en esta era post-moderna, plena de recursos tecnológicos. Ya se sabe de la existencia de Research Domain Criteria (RDoC), propuesto por el Instituto Nacional de Salud Mental de los Estados Unidos como la nosología del futuro (parte de una “medicina de precisión”, (73) basada en un enfoque estrictamente neurobiológico con genes, circuitos y sistemas neuronales y neuroimágenes como pilares instrumentales de singular ontología (74,75).

No cabe pues duda de que los intercambios ontológicos continuarán. Existe abundante munición filosófica en los dos campos que, a la larga, resumen los puntos más saltantes del debate: los intereses de la ciencia cuantitativa, explanatoria, objetiva, causal, reductiva y materialista alineados frente a los intereses cualitativos, pragmáticos, coherentes y basados en el “sentido común” de la clínica y los clínicos. Solo se puede esperar que, como resultados de este diálogo (51) tanto el conocimiento como la práctica psiquiátrica recogerán frutos valiosos y no engendros estériles.

 

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Recibido: 05/01/2015

Aceptado: 16/02/2015

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