SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.79 número4Cuando la psiquiatría no libera ni alivia: la dramática vida de un psiquiatra escritorPsicosis instrumental: a propósito de dos probables casos índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

  • No hay articulos citadosCitado por SciELO

Links relacionados

  • No hay articulos similaresSimilares en SciELO

Compartir


Revista de Neuro-Psiquiatría

versión impresa ISSN 0034-8597

Rev Neuropsiquiatr vol.79 no.4 Lima oct./dic. 2016

http://dx.doi.org/10.20453/rnp.v79i4.2980 

ARTÍCULO ESPECIAL

Una historia memorable: las aventuras peruano-mexicanas de La Monja Alférez.*

A memorable story: The Peruvian-Mexican adventures of the Monja Alferez.

 

Héctor Pérez-Rincón García 1

1 Instituto Nacional de Psiquiatría Ramón de la Fuente Muñiz. Ciudad de México, México.

* Conferencia Anual Honorio Delgado, Setiembre 16, 2016.


RESUMEN

Se presentan datos biográficos y análisis de la vida de Catalina de Erauso, conocida en la historia como la Monja Alférez, personaje transvestista que sirvió en varias ocasiones en el ejército español durante el periodo inicial de la Conquista, en particular en diversas zonas de los actuales Perú, Chile y México. Protagonista de una agitada vida aventurera, violenta y pertinaz, y poseedora de rasgos anormales de personalidad y conductas explosivas, Catalina de Erauso asumió también honestamente, en muchos casos, su condición de género, y contó por ello con el apoyo y aun la admiración de muchos personajes notables de su época en España, Europa y América. Después de su muerte, la leyenda ha generado numerosas interpretaciones de su historia personal y de sus acciones, con datos e informaciones que han continuado emergiendo. Se plantea la necesidad de estudios antropológicos adicionales con eventuales implicaciones socio-culturales, nosológicas y clínicas.

PALABRAS CLAVE: Transvestismo, antropología sexual, problemas de género, identidad.


SUMMARY

Biographical data and an analysis of the life of Catalina de Erauso, known in History as the Liutenant Religious Sister (Monja Alférez), are presented. A transvestite who served in the Spanish Army and fought in many battles during the Conquest period in América, in territories that now are part of Perú, Chile and México, Catalina led anadventurous, violent and tenacious life, and showed abnormal personality traits as well as explosive behaviors. On many occasions, however, she assumed honestly her gender problems and, for such reason, was admired by many distinguished figures of her time in Spain, Europe and America. After her death, legend has generated numerous interpretations of her life and actions with continuously emerging data and different kinds of informations. The need of additional well designed anthropological studies with eventual socio-cultural, nosological and clinical implications is postulated.

KEY WORDS: Transvestism, sexual anhropology, gender problems, identity.


INTRODUCCIÓN

Una de las características más notorias del siglo XXI es la introducción de los estudios de género, la aparición de movimientos que cuestionan los aspectos ideológicos que han condicionado tanto la normatividad jurídica como las taxonomías médicas en esta campo, y la irrupción de las llamadas minorías sexuales en el discurso social. Dentro de este proceso adquieren relevancia los enfoques psicohistóricos que, auxiliados por el estudio de las mentalidades, pueden permitir la comprensión cabal de una realidad siempre más compleja que los rubros de un manual diagnóstico y estadístico. En este terreno, el análisis de casos individuales paradigmáticos adquiere relevancia para la reflexión socio-médica cuando existen documentos autobiográficos en los que el personaje expresa su verdad y su vivencia pudiendo incluso oponer su discurso al de la autoridad académica, y cuando los historiadores y cronistas muestran facetas adicionales y describen la reacción social que generaron sus acciones.

Por eso resulta pertinente que evoquemos aquí a un personaje muy complejo que ha sobrevivido en el imaginario colectivo de los países de habla española por más de tres siglos y en el que están presentes los ingredientes psicológicos, etológicos, históricos, literarios e incluso pictóricos, que permiten un fructífero abordaje multidisciplinario del tema. Sus acciones en España y en diferentes países de la América española son, además, un símbolo del carácter bicontinental del Siglo de Oro.

La vida de Catalina de Erauso es, además, un ejemplo de que la realidad puede ser en ocasiones más rica que la imaginación de los novelistas, al grado que algunos historiadores pensaron en algún momento que se trataba más bien de un personaje ficticio (Figura 1).

 

a08f1.jpg

Bosquejos biográficos

En la Historia de la Vida y Gestas del célebre Monarca Don Felipe III, escrita por Gil González Dávila, el autor relata lo siguiente:

“Una mujer natural de San Sebastián en la provincia de Guipúzcoa, dejando su patria, cambiando su atuendo y su nombre de Catalina de Arauso, para tomar en el ejército el de Pedro de Orive, y siguiendo el destino de su estado […] pasó al Perú, ocultando su sexo por su valor y guerreando con un raro arrojo llegó a ser porta estandarte o teniente (alférez) del capitán Alonzo Rodríguez, tomó parte en la batalla de Paicabí, en todas las expediciones que tuvieron lugar en cinco años de guerra y finalmente en la famosa batalla de Puren. Después pidió permiso para dejar las armas, descontenta porque el gobernador no le dio una compañía. Vino a Lima, subió al Potosí, pasó al país de los chiriguanos con el gobernador Don Pedro Escalante y Mendoza […]. Tomó parte en el asunto de los Chunos, cuando el maestre campo Juan de Álava combatió a los alzados, y en el combate naval que Don Rodrigo de Mendoza libró a los ingleses en el Callao. Regresó a España y llegó a Madrid en el mes de diciembre de 1624 cuando vino a mi casa en traje de soldado. Vi sus heridas y escuché su historia por boca de sus capitanes, uno de ellos me dijo que ella era de los primeros en todas las ocasiones. Solicitó del rey una recompensa conforme a la cualidad de sus servicios y me dijo que si el rey la honraba con el título de capitán reformado, retomaría el oficio de las armas hasta morir combatiendo al servicio de Dios y de su rey”.

Además del nombre que señala González Dávila, Catalina utilizó los de Francisco de Loyola, Antonio de Erauso y Alonzo Díaz Ramírez de Guzmán.

Durante su estancia en España, y para convencer al rey, que ya lo era Don Felipe IV, que le otorgara la pensión solicitada, Catalina de Erauso escribió una autobiografía con el relato sucinto, sobrio, frío, de su vida y acciones. Dos siglos después, en la tercera década del siglo XIX, en una acción en la que poco a poco el elemento bibliófilo y literario se mezcló con la novela de esa vida, un emigrado español, originario como ella de Guipúzcoa de donde había sido diputado, refugiado en Francia huyendo de la persecución de Fernando VII, encontró y publicó ese texto, casi simultáneamente, en tres idiomas: español, francés y alemán: “Historia de la Monja-Alférez, Doña Catalina de Erauso, contada por ella misma y enriquecida de notas y documentos por don Joaquín María de Ferrer”.

Viaje a América

Según ese relato autobiográfico, Catalina abandona España y pasa a América en donde a lo largo de veinte años habría de llevar una vida de penalidades y aventuras innúmeras, siempre bajo una identidad masculina. Ya sea como criado, comerciante, paje o secretario, repite una y otra vez la conducta que marcó el primer capítulo de su biografía: Tras algún tiempo de relativa estabilidad, huye de una colocación aparentemente segura cuando se aburre, cuando sus patrones quieren casarlo con una hija o sobrina, o cuando tiene algunos de los constantes altercados que jalonan su vida relacional, llevándose, en cada ocasión, las monedas o la mercancía que estaban a su alcance. A la menor provocación, Pedro, Francisco o Antonio, jugador empedernido, sacaba la espada con grave riesgo de sus ofensores reales o supuestos.

Es comprensible que su destreza con la espada, su valor o su ausencia de miedo, favorecieran su fama y el éxito de las acciones militares en las que participa en el Perú, en la provincia del Plata, en Cochabamba, y en las dilatadas tierras del Arauca, donde en el siglo anterior una cruel Inés de Suárez, conquistadora junto a Pedro de Valdivia, había fundado Santiago de Nueva Extremadura tras decapitar personalmente al cacique Quilicanta y a varios más. Como soldado al servicio de la corona, Catalina toma parte, en el territorio de la futura Capitanía General de Chile, en la guerra contra los araucanos y es ascendida al grado de alférez, título proveniente del árabe al-faris (el jinete) que se otorgaba al oficial que llevaba la bandera en la infantería y el estandarte en la caballería.

Las páginas de este memorial son sorprendentemente sinceras. Sin la menor culpa ni preocupación de carácter moral, Catalina relata con la misma objetividad escueta sus hechos de armas y sus constantes querellas, duelos y encarcelamientos. De manera prodigiosa, como en un filme de aventuras, siempre encuentra compatriotas vascos que la ayudan a escapar de la justicia que en varias ocasiones la persigue o la apresa tras esos frecuentes hechos de sangre. En uno de esos duelos, estando ya en Chile, en la oscuridad de la noche y de la obnubilación de sus constantes raptus colericus, mató sin reconocerlo a su propio hermano, que había coincidido con ella en ese batallón, sin que él supiera nunca quién era su soldado. Miguel Erauso había partido de San Sebastián para América cuando ella tenía sólo dos años. Al final, estuvo conviviendo con él por espacio de tres años sin revelarle su identidad. Tras su muerte, Catalina se refugia, para escapar a la justicia, en el convento de San Francisco.

“Siendo muerto el capitán Miguel de Erauso se leenterró en el convento de San Francisco, mirándolo yo desde el coro, ¡Dios sabe con qué aflicción! Allí permanecí 8 meses mientras proseguía el proceso en rebeldía, sin que el asunto diera lugar a una comparecencia. Finalmente se dio la ocasión, con el auxilio de Don Juan Ponce de León, quien me dio un caballo, armas y el medio para salir de la Concepción y partí para Valdivia y el Tucumán.

Comencé a caminar a lo largo de la costa, sufriendo grandes fatigas y la falta de agua, porque yo no la encontraba en todos esos parajes. Encontré en camino dos otros soldados de mala marcha [es decir, como ella fugitivos por algunos delitos], y continuamos juntos, determinados a morir antes que dejarnos aprehender. Teníamos caballos, armas de fuego, armas blancas, y la alta providencia de Dios. Nos pusimos a escalar la Cordillera por una pendiente de más de 30 leguas, sin encontrar en este espacio, ni en las 300 leguas que hicimos, un bocado de pan, y ninguna otra cosa que un poco de agua muy rara vez, algunas hierbas, algunos pequeños animales, algunas raíces que nos servían de alimento y algunos indios que huían. Nos vimos obligados a matar uno de nuestros caballos para comerlo y llevar las piezas, pero sólo le encontramos la piel y los huesos. De la misma manera, y caminando poco a poco, matamos los dos otros, quedando a pie y apenas pudiendo sostenernos. Entramos en una tierra de tal modo fría que nos congelábamos. Percibimos dos hombres apoyados en una roca, lo que nos causó una gran alegría; corrimos hacia ellos, saludándolos antes de llegar, y preguntándoles lo que hacían allí; no respondieron. Nos aproximamos, y estaban muertos, congelados, la boca abierta como si hubiesen reído, lo que nos dio un miedo horrible. Proseguimos el camino y la tercera noche después, al acostarnos contra una roca, uno de nosotros, no pudiendo ya más, expiró. Continuamos los dos, y al día siguiente, hacia las cuatro de la tarde, mi camarada se dejó caer llorando, no pudiendo más caminar, y expiró. Encontré en su bolsa ocho piastras, y continué mi camino sin saber por dónde, cargado de un arcabuz y de un pedazo de caballo que me quedaba, esperando la misma suerte que mis compañeros. Se puede juzgar mi aflicción, fatigada como estaba, sin calzado y los pies destrozados. Me senté contra un árbol y me puse a llorar, y creo que fue la primera vez en mi vida”. [Como habría de señalar José María de Heredia, Catalina sólo utiliza el género femenino en su relato, en los momentos de mayor tribulación]. Rescatada in extremis, Catalina, con su admirable suerte en medio de sufrimientos y penalidades que parecían conducirla indefectiblemente a la muerte, rehace su vida de aventuras bajo la protección de capitanes y oficiales reales, religiosos solícitos, damas linajudas algo abandonadas, comerciantes confiados, vascos solidarios. Por un lado, guerras sin fin contra los indios, repetidas defensas portuarias contra ingleses y holandeses; por el otro, querellas y tumultos constantes entre habitantes, soldadesca, autoridades virreinales, órdenes religiosas y señores principales. Las Memorias de Catalina de Erauso son una radiografía indispensable para conocer la vida de buena parte del inmenso territorio sudamericano en el siglo XVII.

En el Virreynato del Perú

Esta vida azarosa, que debería conducirla más temprano que tarde a una muerte violenta y anónima, sufrió un vuelco inesperado entre 1619 y 1620 cuando en la ciudad de Guamanga [el actual Ayacucho, en los Andes peruanos], queriendo escapar una vez más a la justicia que la perseguía por sus acciones homicidas, intenta huir violentamente, a sangre y fuego, de los alguaciles que la buscan, auxiliada como siempre por otros vizcaínos. A la mitad de esa nocturna y encarnizada lucha multitudinaria, habiendo heridos y muertos en ambos lados, hace una súbita e inesperada aparición, en medio del tumulto, alumbrándose con cuatro antorchas, el obispo de esa ciudad, Fray Agustín de Carvajal. Con firmeza y valor, el prelado se interpone con su séquito entre los contendientes.

Se aproxima al belicoso alférez y dirigiéndose a él con gran dulzura, logra desarmarlo. Lo conduce a su palacio en donde le ofrece asilo, ropa limpia y alimento. El bondadoso agustino empieza entonces un minucioso interrogatorio. Como en los muchos de que ha sido objeto a lo largo de su vida, el alférez repite su versión falseada. Algo ocurre entonces. Ya sea porque considera que la justicia real permanecerá a su acecho, sin tregua, a las puertas del palacio episcopal y que habrán de prenderla esta vez sin escape, ya sea porque la dulzura del anciano remueve como nunca antes sus fibras más íntimas, Catalina se entrega a una confesión general. Descubre su verdadera naturaleza e identidad, sus hechos y sus delitos: “Partí allí y acullá; me embarqué, aporté, trajiné, maté, herí, maleé, correteé, hasta venir a parar en lo presente y a los pies de Su Señoría Ilustrísima”. El obispo queda atónito y llora en silencio. Hace acudir a un grupo de comadronas que llevan a cabo la exploración física. Esta revelación no sólo anula los procesos judiciales abiertos sino que transforma de pronto al soldado en un personaje admirable y protegido. Fray Augustín la conduce al convento de Santa Clara, el único con que cuenta la ciudad y, en solemne ceremonia pública, Catalina es ahí depositada y acogida con entusiasmo por las religiosas. Su fama recorrió rápidamente los dominios de su Católica Majestad. Cuando poco después fallece el obispo Carvajal, el arzobispo de Lima la hace trasladar a esa opulenta ciudad y parte de Guamanga en una litera, acompañada de seis sacerdotes, cuatro religiosos y seis hombres armados. Su llegada a Lima es el inicio de una carrera triunfal. El público se agolpa para verla. El arzobispo la alberga una noche en su casa y al día siguiente la recibe el virrey, don Francisco de Borja, príncipe de Esquilache, en cuyo palacio cena. Un día más tarde, el arzobispo, don Bartolomé Lobo Guerrero, le da a escoger el convento en el que desee permanecer tras concederle el permiso de verlos todos y el de alojarse cuatro o cinco días en cada uno. Eligió finalmente el de la Santa Trinidad, de la regla de San Bernardo, en donde había 100 religiosas de velo negro, 50 de velo blanco, 10 novicias, 10 conversas y 16 criadas. Allí permaneció dos años y cinco meses hasta que llegaron de España los documentos que probaron que no era ni nunca había sido religiosa profesa. Pudo entonces abandonar el convento y entre los lamentos de todas las monjas, que se habían habituado a ella,se puso en camino hacia España. En su ruta recibió el aplauso de las autoridades civiles y religiosas y del pueblo en Santa Fe de Bogotá, en el entonces Virreynato de Nueva Granada, antes de embarcar en 1624 en la nave almirante de la flota del general Tomás de Larraspuru, otro paisano que la acogió con grandes deferencias (1).

Por fin, en agosto de 1625, el rey Felipe IV le concede audiencia, recibe su documentación y le otorga una pensión de 800 escudos y el nombre con el que habría de ser conocida por la posteridad: La Monja Alférez.

Viaje a Italia

Al año siguiente se embarca para Italia. Aunque libre por el momento de su personaje travestido, ahora en calidad de novicia, alguna querella suscitada en la nave hizo que se liara de palabras con un francés al que echó por la borda, cosa que no tuvo mayores consecuencias a pesar de que aquél murió ahogado.

Así describe su estancia en Roma:

“Allí besé los pies a Su Santidad el papa Urbano VIII, y le conté brevemente y lo mejor que pude, mi vida, mis viajes, mi sexo y mi virginidad. Su Santidad se mostró muy sorprendido de tal historia y me acordó con bondad el permiso de vivir de ahí en adelante en traje masculino, recomendándome perseverar en mi castidad y abstenerme de ofender al prójimo, por temor de la venganza de Dios respecto de su precepto non occides.”

Maffeo Barberini, papa Urbano VIII entre 1623 y 1644, gran nepotista, temible recaudador de impuestos y munífico reconstructor de Roma, a pesar de no tener en estima a los españoles, otorga el permiso que solicita al personaje, haciendo a un lado la cita del Deuteronomio: “La mujer no llevará vestido de hombre, ni el hombre vestido de mujer, porque Dios aborrece al que hace tal cosa”. No sólo eso, tras la audiencia, los príncipes, obispos y cardenales de Roma rivalizaron en agasajarla, y durante el mes y medio que pasó allí, recibió homenajes y atenciones constantes. Por decreto especial del Senado de Roma fue inscrita en el Capitolio como ciudadano romano.

“El día de San Pedro, 29 de junio de 1626, me hicieron entrar en la capilla de San Pedro, donde vi a todos los cardenales y las ceremonias que se estilan para esa fiesta. Todos me hicieron gran acogida y caricias y la mayor parte de ellos me dirigió la palabra. La noche, encontrándome en sociedad con tres cardenales, uno de ellos, que fue el cardenal Magalon, me dijo que yo no tenía más que un defecto, que era el ser español. A lo que respondí: ‘me parece Señor, bajo el respeto debido a vuestra señoría ilustrísima, que esa es mi única cualidad’ ” (2).

La biografía de doña Catalina de Erauso concluye con su viaje a Nápoles, última etapa de su estancia europea. Paseándose un día por el puerto, vio a dos damiselas que reían y bromeaban con dos mozos mientras la miraban. Como ella les sostuvo la mirada una de ellas le dijo: “Señora Catalina, ¿a dónde se dirige?” a lo que respondió airada:

“Señoras putas, a daros cien bofetadas y cien golpes de espada a quien quiera defenderos”,con lo que huyeron. Si su personalidad sensitiva a lo Kretschmer seguía siendo la misma, esta vez obedeció el consejo del papa.

Nuevamente a América: México

Tras su estancia triunfal en Europa, Catalina regresa a América y vive los últimos 20 años de su vida en la Nueva España en donde, bajo el nombre de Antonio de Erauso, instala un negocio de transporte de mercancías entre Veracruz y México. Su conducta fue más estable y apacible, muy lejos de las aventuras de su juventud. Se sabe, no obstante, que desafió a duelo al futuro marido de una bella joven, de la que quedó prendada, que vino a casarse y cuya custodia le encomendaron, cuando éste le impidió visitarla. El novio rehusó el desafío y algunos amigos lograron aplacar al fogoso arriero. Catalina murió en Cuitlaxtla, cerca de Orizaba, en 1650. El célebre arzobispo de Puebla, Don Juán de Palafox y Mendoza le organizó funerales de alto rango y la calificó de “mujer ejemplar”.

La leyenda

Una vez sepultada nació su leyenda y la creación del personaje literario. Poco después de su muerte se publicaron en la Ciudad de México dos biografías, ahora perdidas, en donde se narraban algunas peripecias que no aparecen en la autobiografía, pero que fueron conocidas por Don Vicente Riva Palacio, que las describe en “México a través de los Siglos”.

Después de su partida de España, y basándose en el texto original de esa autobiografía que redescubriría Ferrer en 1829, Don Juan Pérez de Montalván, alumno de Lope de Vega y una de las víctimas del odio y las burlas de Quevedo, escribió “La famosa comedia La Monja Alférez”. En 1866 Carlos Cuello retomó la estafeta y compuso una zarzuela del mismo título que tuvo más éxito (3).

Durante su estancia en Sevilla, en 1630, Catalina fue retratada por Francisco Pacheco, maestro y suegro de Velazquez. El cuadro, que perteneció al embajador de Prusia en Madrid, está ahora perdido. Joaquín María de Ferrer obtuvo su permiso para hacer una copia que apareció en la edición española de la “Vida de la monja Alférez”, publicada en 1829. Riva Palacio reprodujo en su capítulo un retrato dibujado a partir del grabado de Ferrer. Uno más conocido es el retrato anónimo atribuido a Juan van der Hamen. Un tercer retrato es la versión romántica que poco tiene que ver con el original y que se encuentra en el Museo del Ejército en Madrid. En ese museo están también los retratos de otras dos mujeres soldado: María Mayor Fernández de la Cámara y Pita, quien colaboró en la defensa de las murallas de la Coruña en ocasión del asedio de Drake en 1589, y Agustina Saragossa y Domènech, quien manejó un cañón en el asedio de Zaragoza en 1808. Pero ninguna de estas dos mujeres se hizo pasar por hombre.

Como la versión inglesa de la biografía de Erauso, The Nun Enseign, sólo apareció hasta 1909, gracias al cuidado del hispanista británico Sir James Fitzmaurice-Kelly, Thomas de Quincey no pudo consultar el texto original cuando escribió en 1847, “The Spanish Military Nun”, elaboración literaria de una adaptación que Alexis de Valon había publicado a su vez en la Revue des Deux Mondes. Esto explica que la novela, escrita a partir de fuentes de segunda o de tercera mano, esté llena de errores de todo tipo. Para el fumador de opio, Catalina era el ejemplo de “la felicidad de los derechos naturales”, del “derecho imprescriptible a la libertad” y de la “felicidad extraña a este mundo”. Es comprensible que el autor de “Del asesinato considerado como una de las bellas artes” se haya identificado con la conducta sociopática del personaje.

En 1894, José María de Heredia, el poeta parnasiano francés nacido en Cuba, prendado de esta Conquérante (“ivre d’un rêve héroïque et brutal”), publicó en París una nueva traducción de la Vida de Catalina de Erauso.

Debió pasar medio siglo antes de que el tema llegara a la pantalla. En 1944, el director de cine mexicano Emilio Gómez Muriel realizó “La Monja Alférez” a partir del relato de sus aventuras hecho por el Cronista de la Ciudad, don Luis González Obregón, en su libro “Las calles de México. Leyendas y sucedidos”. El papel de Catalina se le confió a María Félix cuya opulenta belleza contrastaba con la imagen que tenemos del personaje. En esta película se intentó darle a la historia un toque heterosexual. Cuatro décadas más tarde, en 1986, se filmó en España una nueva versión, esta vez bajo la dirección de Javier Aguirre, en donde Catalina confiesa su atracción por las mujeres desde la infancia. La heroína fue representada por Esperanza Roy, actriz que está seguramente habituada a encarnar monjas adefesio puesto que también ha interpretado a Sor Jerónima de la Fuente en una notable caracterización muy apegada al retrato que le hizo Velazquez. Un año después apareció el filme de Sheila Mc Laughlin, “She must be seeing things”, en el que la Monja Alférez es el personaje de una película dentro de la película. Una de las protagonistas, Jo, que está realizando un filme titulado precisamente “Catalina”, en el que se toma ciertas libertades sobre su vida, se traviste en varón en un momento de la trama de la película original para provocar los celos de su amante, la otra protagonista.

La vida fuera de serie de Catalina de Erauso no sólo es un ejemplo sorprendente de libertad frente a las limitaciones impuestas a su sexo, también es un ejemplo de cómo el Siglo de Oro enfrenta el fenómeno de la diversidad. Ella pertenece al grupo de los personajes menores de esa época que, entre los grandes logros de la palabra y de la espada, la Literatura y la Conquista, intentaron forjarse un nuevo espacio para poder actuar fuera de las normas en uso. Personaje de antes de la medicalización de muchas conductas relativas a la sexualidad y a la conciencia del cuerpo, frente a las que habría que evitar el peligroso facilismo de los diagnósticos retrospectivos, este ser extraordinario pudo actuar sin límites la novela que otras sólo podrán habitar en los sueños, el delirio, la fantasía o el mundo simbólico.

Catalina de Erauso decide retornar a América a donde cree pertenecer y su historia muestra la influencia que este continente ejerció en todos aquellos que han contribuido a la elaboración de su leyenda y a su transmisión literaria: Joaquín María de Ferrer hizo en Sudamérica su juvenil fortuna antes de dedicarse a la política, José María de Heredia había nacido en La Fortuna, en Cuba, incluso Juan Pérez de Montalván tenía un rico admirador peruano que le enviaba regalos supuestamente suntuosos. La gran aventura transatlántica (“hacer la América” se decía entonces) marcó en muchos sentidos durante cinco siglos el alma y la imaginación de los peninsulares, deseosos de seguir el consejo de Juan de la Encina, tras la muerte del infante Don Juan, hijo de los Reyes Católicos:

“Triste España sin ventura todos te deben llorar, desprovista de dulzura, para nunca en ti tornar”.

La aventura americana representaba el mejor desafío para la sed de acción que desbordaba el valeroso pecho de la turbulenta novicia vizcaína. La época le ofreció además uno de los estereotipos masculinos más completos de la historia: el Conquistador. Hizo suyos los usos del soldado español en tierras conquistadas: el valor, la fortaleza, un agudo y desmedido sentido del honor, el orgullo, el vicio del juego. En cuanto al papel de seductor, parece ser que Catalina fue más prudente. Aunque Ferrer y Cafranga expresa en su exhaustivo Prefacio que gustaba de las mujeres “y entre ellas las bonitas y no las feas”, hasta donde sabemos su vida amorosa nunca se situó al mismo nivel de sus aventuras de espada.

DISCUSIÓN

La primera reflexión que suscita al lector contemporáneo la biografía de Doña Catalina de Erauso es de índole práctica: ¿cómo fue posible que viviendo en medio de la soldadesca, en el navío, en el cuartel o en campaña, nunca nadie haya sospechado la verdadera naturaleza de ese soldado? La historia dice que nunca se bañaba, lo que no debe sorprender para la época (recordemos que Isabel la Católica prometió no cambiarse de camisa hasta que tomaran Granada y que el Rey Sol nunca estuvo totalmente desnudo desde que nació). ¿Este mozalbete que algunos tomaron por un castrato no fue nunca víctima de proposiciones o tocamientos más o menos atrevidos por parte de sus compañeros de armas?

Su vida es un capítulo especial dentro de la historia de la conducta travestista, fenómeno bastante más amplio y complejo que lo que los modernos manuales diagnósticos consideran bajo ese rubro. Hay una larga tradición que va desde Santa Tecla, que adoptó la vestimenta masculina para seguir a San Pablo como un apóstol más, o Santa Perpetua, que en Cartago, antes del martirio junto a su esclava Felicidad, soñó que se transformaba en hombre y luchaba contra las fieras, hasta la castellana María Pérez de Villanañe quien en el siglo XII combatió, vestida de hombre, contra el rey de Aragón, al que capturó, recibiendo por su valor el apodo de “la varona”, y la doncella de Orleáns, Juana de Arco, que tuvo mayor renombre militar y mucha menos suerte con la Iglesia que la vizcaína. Igualmente trágico fue el destino de su contraparte, la aguerrida soldado indígena que peleó contra la conquista de Jalisco por Nuño de Guzmán. Según el historiador Orozco y Berra: “En la isleta peleó una mujer tan varonilmente, que puso admiración en los castellanos y fue la última que se rindió; inquirióse que era un hombre en hábito de hembra, que desde niño le habían acostumbrado a vestir así y a vivir en un tráfico infame; el general español mandó que le quemasen vivo” (3).

Catalina nada tiene que ver con las motivaciones de la pequeña Dorkión, quien gustando de los efebos de la Alejandría cosmopolita del siglo IV a. C., no encontró nada mejor para llamar su atención que vestirse como muchacho; y menos aún con la empresa del travestismo del teatro shakesperiano. La Monja Alférez nos recuerda más bien al Caballero d’Eon, aunque la similitud entre ambos sea algo superficial. Una, soldado, mataba con la espada, el otro, diplomático, con la palabra… ambos nos permiten contemplar las relaciones que se establecieron entre el sexo disfrazado y el Poder al que sirvieron. Felipe IV supo reconocer el valor y la habilidad militar de Catalina, en tanto que Luis XV, con el fin de alejarlo de las actividades públicas, ordena al Caballero vestirse para siempre de mujer. La virgen guerrera conquista el reconocimiento de su virilidad. El diplomático intrigante sufre la imposición de una feminidad que lo aniquila.

Es posible incluso encontrar un eco lejano de la vida turbulenta de la vizcaína en dos ejemplos de ambigüedad de género, uno histórico y otro literario, aunque su nombre no sea evocado ni por el descubridor del primero ni por la autora del segundo. Me refiero, en primer término, al trágico caso de “hermafroditismo” que publicó Michel Foucault en 1978 bajo el título de “Herculine Barbin llamada Alexina B.”, relato autobiográfico de un personaje femenino del siglo XIX quien, tras sufrir de mil escrúpulos y culpas por su arrolladora pasión física hacia una condiscípula de una institución religiosa, recibió luego de la exploración médica, el diagnóstico de una ambigüedad anatómica que llevaría a las autoridades religiosas y médicas a reasignarle una identidad masculina a la que no pudo adaptarse, conduciéndole, finalmente, al suicidio. El otro ejemplo, éste dentro del mundo de la ficción, es el de “Orlando”, la rara e inclasificable novela de Virginia Woolf, de 1928, inspirada, dicen los críticos, en la vida de Vita Sackville-West, virago coetánea suya con quien la unía una relación calificada de ambigua. En esa novela, que mereció una estupenda traducción al español de Jorge Luis Borges, el personaje cambia de sexo a lo largo de varios siglos, mostrando –según tales críticos- la “relatividad de los roles asignados” (haciendo alusión, por cierto, al remoto mito de Tiresias). [La novela de Woolf fue llevada a la pantalla por Sally Potter en 1993].

En 1989 aparecieron dos libros sobre el tema: “La tradición del travestismo femenino en la temprana Europa moderna” de los investigadores holandeses Rudolf M. Dekker y Lotte van de Pol en donde analizan 119 casos de mujeres que vivieron como hombres principalmente en Holanda, Inglaterra y Alemania en los siglos XVII y XVIII, época que parece haber sido pródiga en ellos, y citan muy brevemente el caso de la vizcaína. El otro, de título evocador, debido a la pluma de la británica Julie Wheelwright: “Amazonas y doncellas militares. Mujeres que se vistieron como hombres en búsqueda de vida, libertad y felicidad”, dedicada a casos de los siglos XVIII, XIX y XX.

La Monja Alférez y Sor Juana Inés de la Cruz

Pero hay otra figura que es la contraparte de la Monja Alférez en ese Gran Teatro del Mundo que fue la Nueva España: Sor Juana Inés de la Cruz. El misterioso corresponsal conocido bajo el nombre del Caballero del Fénix, le escribió un día:

Vive Apolo, que será Un lego, quien alabare Desde hoy a la Monja Alférez Sino a la Monja Almirante

En tanto que otro admirador las compara de esta manera:

Como hubo la Monja Alférez para lustre de las armas, para las letras, en vos hay la monja Capitana…,

La vida de estas dos mujeres que nunca se encontraron por la sencilla razón de que la poetisa nació un año después de haber muerto la soldado, muestra semejanzas y contrastes sorprendentes. Ambas fueron religiosas sin vocación, ambas de origen vizcaíno, gustaban de las mujeres “y entre ellas las más bellas” (los poemas de Sor Juana a la Condesa de Paredes son un alto ejemplo de poesía amorosa). Empero, sus caminos siguieron la dirección más opuesta: Catalina carecía de encantos, Juana era la belleza más delicada de la Corte virreinal. La primera construye su vida con la espada en medio de múltiples incomodidades silenciosas en la Arauca y el Perú. La mexicana construye su gloria con la pluma en medio de la admiración general en la rica Imperial Ciudad de México. Una sólo existe por la acción, la otra sólo gracias a las palabras: El Valle de Lágrimas y el Parnaso. La virgen de los sufrimientos de la carne y la virgen de los sufrimientos del espíritu. La tierra y las nubes.

Curiosamente, un admirador peruano pidió un día a Sor Juana “convertirse en hombre” a lo que ella respondió por un poema que es una verdadera confesión sobre la vivencia corporal y los apetitos de la genial monja:

“Yo no entiendo de esas cosas: sólo sé que aquí me vine porque, si es que soy mujer, ninguno lo verifique.

Con que a mí no es bien mirado que como a mujer me miren, pues no soy mujer que a alguno de mujer pueda servirle, y sólo sé que mi cuerpo sin que a uno u otro se incline, es neutro, o abstracto, cuanto sólo el Alma deposite”.

Tal vez Catalina hubiera suscrito ese manifiesto, de haberlo conocido y haber sido menos alexitímica. La diferencia más aguda de la biografía de estas dos monjas concierne, empero, a la respuesta que la Iglesia dio a cada una de ellas. Una vez descubierta su verdadera naturaleza, Catalina recibió el apoyo solícito de los obispos de Guamanga, de Lima, de Santa Fe de Bogotá, y a su muerte del de Puebla. En Roma recibe la acogida y la admiración del Sacro Colegio y la autorización solicitada al papa. A Sor Juana Inés los arzobispos de Puebla y de México logran imponerle el silencio cuando la jerónima demostró ser, además de una alta poetisa, una teóloga de gran sutileza. La cultura de las letras divinas y humanas, la libertad intelectual y la crítica erudita a las opiniones de algunos teólogos de su tiempo, fue para ella un delito más punible que el exceso en el uso de la espada y el travestismo en la otra.

Otras hipótesis

Pero hay otro aspecto de esta historia que acrecienta el misterio del personaje y que no ha sido suficientemente explotado por los historiadores y los novelistas. Don José María de Ferrer y Cafranga, su paisano y descubridor, hizo una cuidadosa investigación documental sobre cada uno de los datos que ella señala y pudo descubrir, a partir de una diferencia de fechas y de papeles de identidad que no coincidían, que esta historia de disfraz ocultaba otra no menos perturbadora. El político español emitió en 1830 la hipótesis de que la heroína de este relato no había sido en realidad la verdadera Catalina de Erauso. Habría sido otra mujer, una desconocida, la que habría usurpado el nombre de la novicia escapada. Vizcaína al igual que Catalina pero cerca de cinco años mayor que ella, habría escuchado de sus labios la primera parte de su historia, que hizo suya, y habría agregado después sus propios hechos de armas. Esto explicaría tal vez por qué en su estancia en la Corte de Madrid, no pensó en visitar San Sebastián de Guipúzcoa, donde la mistificación habría podido descubrirse. En este caso, que recuerda el de Martin Guerre ocurrido en Francia un siglo atrás, el drama de la mujer que habla en el relato sería el fruto de un doble ocultamiento, el misterio de una doble negación. La narradora, quien asume el Yo en esta historia, no sólo habría sido capaz de elegir qué ser en el mundo sino también quién ser. Después de transcurridos tantos siglos, el personaje que construyó la escritura para la leyenda, merece ser, como ella lo asumió y lo quiso, sólo uno y el mismo.

CONCLUSIÓN

En los últimos veinte años ha habido una proliferación de reediciones de la biografía de Catalina de Erauso y de novelas históricas dedicadas a ella, en varios países y en varios idiomas. Entre éstas podemos mencionar la traducción francesa de la novela de Thomas de Quincey, en 1980, mi facsimilar de 1989 de la versión francesa de Ferrer y Cafranga, la que publicó Hiperión del original español, la traducción italiana en Palermo; la reedición de la versión de José María de Heredia, en 1991, con el prólogo de Elizabeth Burgos, cuajada de lugares comunes del léxico psicoanalítico más superficial; la publicación en 1994 de la Encuesta de Florence Delay, la hija del célebre psiquiatra, titulada precisamente “Catalina”; la publicación por Pedro Rubio Merino, en 1995, de dos manuscritos inéditos de la autobiografía encontrados en el archivo de la catedral de Sevilla, las novelas de Luis Castresana y Ricardo Ibáñez, y otras más (4).

Es de desear que la resurrección editorial del personaje permita que Doña Catalina de Erauso sea valorada más adecuadamente en un futuro próximo por los estudiosos de la teoría de género, por quienes habrán de construir una sexología antropológica que no sea la esquemática, geométrica y descontextualizada que está hoy en uso y por los movimientos que reivindican en nuestros días el derecho a la diferencia.

Podemos incluso imaginar si una vida semejante podría en nuestros días obtener de los poderes civiles y eclesiásticos una respuesta similar a la que recibió de ellos en su tiempo Catalina de Erauso.

Ferrer puso como epígrafe de su reedición una frase del Alférez en lengua vasca que es en cierto modo una síntesis del personaje:

Humantesa izáteco jâyo-ninzan

Bañan bídé gaitzean galdu-ninzan

Nací para ser heroína

Pero me equivoqué en tan difícil camino.

Interrogada al final de su vida sobre la causa de sus acciones se limitó a responder: “-¡Por mi puro gusto!”, desafiando para siempre a los historiadores y a los nosógrafos. He aquí una razón de más para respetarla y admirarla.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

1. Pérez-Rincón H. Catalina de Erauso, la monja alférez. Psicopatología (Madrid). 1998; 18(1):13-15.         [ Links ]

2. Pérez-Rincón H. Histoire d’une femme autre. Doña Catalina de Erauso, La Monja Alférez. Ludus Vitalis. 2006;14(26):103-116.         [ Links ]

3.Pérez-Rincón H. Histoire d’une femme autre- Vie de Doña Catalina de Erauso, la nonne enseigne, Facsimilé de l’édition de 1830, chez Bossange Père, Libraire, préparé par Don Joaquín María de Ferrer. México: Mettre de côté; 1989.         [ Links ]

4. Delay F. Catalina Enquête. Paris:Seuil; 1994.         [ Links ] 


Doctora Fabiola León Velarde,

Rectora de la Universidad Peruana Cayetano Heredia,

Distinguidos Profesores y Colegas,

Señoras y Señores:

Estoy profundamente emocionado por tener el día de hoy el honor de participar en esta ceremonia. Agradezco a mi admirado amigo, el profesor Don Renato D. Alarcón la invitación que me permite cumplir ahora con uno de los mayores deseos de mi vida: visitar éste que fue, junto con el de la Nueva España, el otro gran virreinato del Nuevo Mundo. Aquí vinieron, promovidos y premiados, algunos de nuestros virreyes y arzobispos. Me siento hoy, como ellos, promovido y exaltado. Al Perú huyó, en la segunda década del siglo XVI, esta vez perseguido tras escapar a la pena de galeras a que lo condenó un crimen, Bernardino Álvarez, el soldado originario de Utrera, de desarreglada conducta, que tras permanecer aquí 30 años regresó, dueño de una gran fortuna, a la Nueva España, en donde habría de sufrir una conversión súbita que lo llevó a emplear su caudal en la atención de los enfermos más desamparados, los locos. En 1566 fundó el Hospital de San Hipólito, la primera institución psiquiátrica del continente.

En muchos foros he dejado constancia de mi admiración por la brillante tradición psiquiátrica del Perú. En 1970 conocí en París al profesor Oscar Trelles, y más tarde, en España y México, tuve la oportunidad de tratar a Don Javier Mariátegui y a Don Germán E. Berríos quien publicó bajo el sello mexicano del Fondo de Cultura Económica, y bajo mi supervisión editorial, la traducción al español de su monumental “Historia de los Síntomas de Trastorno Mental”. Con Don Renato he colaborado en interesantes proyectos editoriales latinoamericanos de los que él ha sido infatigable promotor. El uno, peruano inglés, el otro, peruano norteamericano, han llevado a otros ámbitos la excepcional calidad intelectual de esta hermana República, como es el caso de un renombrado escritor peruano y español y el de un fabuloso personaje que quisiera hoy recordar y sobre el que escribí hace años un breve texto: el pariperuvien o peruparisien Ventura García Calderón, nacido y muerto en París, quien siempre se consideró, sobre todo, un escritor peruano. Su deliciosa pieza teatral “La vie est-elle un songe?” (“¿Es la vida un sueño?”), publicada por Gallimard, merecería ser representada en los países del dilatado orbe hispanoamericano, animada como está por el heroico espíritu de “Les conquérants” del cubano francés José Maria de Heredia.

Recibido: 18/10/2016

Aceptado: 21/11/2016