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Derecho PUCP

Print version ISSN 0251-3420

Derecho  no.79 Lima July/Nov 2017

http://dx.doi.org/10.18800/derechopucp.201702.001 

SECCIÓN PRINCIPAL

 

Neoconstitucionalismo y argumentación jurídica*

Neo-Constitutionalism and Legal Reasoning

 

Alfonso García Figueroa**

Universidad de Castilla-La Mancha

* El primer borrador de esta contribución se sometió a discusión en el IV Curso de Especialista en Justicia Constitucional, Interpretación y Aplicación de la Constitución, celebrado en Toledo, el 5 de julio de 2017. Allí se benefició de las observaciones críticas formuladas singularmente por Laura Clérico, contraponente invitada por Javier Díaz Revorio y María Luz Martínez Alarcón, con quienes también quedo, por tanto, en deuda. Mi agradecimiento debe extenderse además a las observaciones posteriores de José Juan Moreso, Luis Prieto y de dos árbitros anónimos designados por la PUCP durante el proceso de evaluación del trabajo previo a su publicación. Si bien he tratado de responder a todas las objeciones, la responsabilidad por los errores seguirá siendo exclusivamente mía.
** Profesor acreditado al Cuerpo de Catedráticos de Universidad y Titular de Filosofía del Derecho de la Universidad de Castilla-La Mancha en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de Toledo (España). Código ORCID: 0000-0002-0548-7175. Correo electrónico: alfonsoj.gfigueroa@uclm.es

 


RESUMEN

Este trabajo pretende explorar las funciones de la teoría de la argumentación jurídica (TAJ) en los Estados constitucionales y se concentrará en subrayar las funciones políticas y autorreflexivas de la TAJ en el marco de una teoría del Derecho neoconstitucionalista. La primera parte incluye una definición de la TAJ y un examen de sus funciones generales. En la parte final, el autor ofrece un programa para el desarrollo de una teoría neoconstitucionalista.

Palabras clave: neoconstitucionalismo, teoría de la argumentación jurídica, teoría del Derecho.

 


ABSTRACT

This paper aims to explore the functions of the theory of legal argumentation (TLA) on Constitutional States and will especially focus on the political and self-reflective functions of the TLA within the framework of a neo-constitutionalistic legal theory. The first part of the paper includes a definition of the TAL and an analysis of its main functions. At the end of the paper the author provides the bases for the development of a neoconstitutionalistic legal theory.

Key words: neoconstitutionalism, theory of legal argumentation, legal theory.

 


I. COSAS DE LA CATÓLICA

Se cuenta que, cuando a la reina Isabel de Castilla le presentaron la gramática de Nebrija, lo primero que preguntó fue que para qué servía tal cosa. La reina católica ⎯cuyo sentido práctico nadie habrá de poner en cuestión a estas alturas⎯ había caído en la tentación de pensar que, al fin y al cabo, hasta entonces los hispanohablantes habían usado nuestra lengua sin necesidad de conocer las reglas que la rigen. Sin buscar especial rigor en ello, este episodio histórico guarda una cierta semejanza con la cuestión a cuya elucidación otra católica insigne nos convoca en el primer centenario de su feliz fundación: la Pontificia Universidad Católica del Perú. Seguramente, en los últimos tiempos la mayor contribución de la filosofía del Derecho al razonamiento jurídico lo constituya la teoría de la argumentación jurídica (TAJ en lo sucesivo), que se presenta a sí misma, en buena medida, como la gramática del razonamiento jurídico a la que los juristas de nuestro tiempo se ajustan en mayor o menor medida sin necesidad de una especial conciencia de tal fidelidad.

¿Qué utilidad cabe entonces esperar de la explicitación y el análisis de unas reglas que los participantes en la práctica jurídica pueden aplicar preteóricamente incluso antes del nacimiento formal de nuestra disciplina? En lo que sigue, voy a tratar de mostrar algunas de las razones de la utilidad de la TAJ y me voy a referir especialmente a su virtualidad para distinguir la actividad del activismo jurisdiccional en los Estados constitucionales. La dimensión política de la TAJ se hace patente cuando asegura la viabilidad de esa distinción, máxime cuando advertimos que los presupuestos y fines ideológicos de la TAJ están vinculados a la posibilidad de controlar racionalmente el poder en los Estados constitucionales de Derecho. Naturalmente, para poder abordar esta cuestión es necesario precisar previamente qué entiendo por la TAJ. Entre otras cosas, una buena definición de la TAJ debe anticiparnos ya algo sobre sus funciones y, por tanto, su utilidad. Como vamos a ver, la TAJ será considerada aquí un concepto histórico vinculado a una determinada estructura jurídico-política, el Estado constitucional de Derecho, que constituye la misma apoyatura institucional de la teoría del Derecho neoconstitucionalista que se ha venido imponiendo en las últimas décadas. Finalmente (apartado VI), se mostrará cómo la TAJ está íntimamente vinculada también a este modelo justeórico, para el que propondré un breve programa.

II. UNA DEFINICIÓN DE LA TAJ

Para aproximarnos a la noción de la TAJ, cabe desarrollar al menos dos estrategias: una, digamos, criteriológica, que consiste en mostrar sus rasgos característicos en una definición (la intensión de nuestro concepto), y otra paradigmática, consistente en señalar el modelo que representa típicamente la TAJ dentro de la amplia extensión de teorías de la argumentación que podemos hallar en el panorama de la filosofía del Derecho contemporánea. Siguiendo la primera estrategia, propongo definir la TAJ del siguiente modo: la TAJ es la parte de la filosofía del Derecho que se ocupa de describir, conceptualizar y guiar el discurso justificativo de los operadores jurídicos, así como de garantizar la legitimidad de la actividad jurisdiccional y promover la autorreflexividad en los operadores jurídicos de los Estados constitucionales.

Si seguimos la segunda estrategia, entonces cabe señalar, como modelos paradigmáticos de la TAJ, los de Alexy y MacCormick, en los que Atienza (1991, p. 132) reconoce la «teoría estándar de la argumentación». Abundemos ahora en la primera estrategia, que desarrolla y amplía algunos de los argumentos que aduje en un debate previo sobre la utilidad de la TAJ con los profesores Atienza, Ferrajoli y García Amado (García Figueroa, 2016a, 2016b).

Mi definición establece cinco funciones de la TAJ: empírico-descriptiva, analítico-conceptual, normativa, política y autorreflexiva. En su primera función, empírico-descriptiva, la TAJ recopilaría, seleccionaría y sistematizaría decisiones y argumentos de los operadores jurídicos en general y de los jueces en particular. Este catálogo meramente tópico puede ser un punto de partida para un análisis estadístico o sociológico; pero, sobre todo, sirve de base para elaborar un esquema conceptual, una reconstrucción, que es el objetivo de la TAJ en su segunda función, es decir, la analítico-conceptual. Esta es una función esencial de la TAJ, puesto que necesitamos esquemas conceptuales para poder conocer el Derecho y cualquier otra práctica cultural en general.

En tercer lugar, la función normativa ya no nos dice cómo deciden los órganos jurisdiccionales, sino cómo deberían hacerlo. En cuarto lugar, en su función política, la TAJ contribuye a proporcionarnos una justificación de la legitimidad política de la actividad jurisdiccional en el Estado democrático de Derecho. Aunque no sea la más explícita, esta cuarta función es muy relevante y en ella van implícitos presupuestos muy importantes de la propia TAJ: el presupuesto de la posibilidad de control racional de las decisiones, la posibilidad de una separación de poderes efectiva y, muy singularmente, la posibilidad de un control de constitucionalidad. El presupuesto de la posibilidad de estas instituciones se explica porque la TAJ sirve para actualizar esa posibilidad, contribuyendo a reforzar la «legitimidad argumentativa» de los órganos jurisdiccionales, que Robert Alexy (2003, p. 39) contrapone a la legitimidad democrática del poder legislativo. Por tanto, con su mero desarrollo, la TAJ es un instrumento teórico que asienta la legitimidad argumentativa de los órganos jurisdiccionales en los Estados de Derecho y, en especial, en los Estados constitucionales. Por poner un ejemplo, la TAJ ha constituido en la cultura jurídica finesa un contrapunto a la marxista precisamente por esa función política (Garzón Valdés, 1997, p. 10).

A estas cuatro funciones de la TAJ, cabría añadir la quinta, que deriva de la condición de juristas tanto de los cultivadores como de los destinatarios de la teoría: la función autorreflexiva, es decir, la función que despliegan las cuatro anteriores en los propios juristas cuando la TAJ los hace conscientes en un plano teórico de su propio quehacer. El tránsito de una conciencia preteórica a otra teórica sobre la propia actividad jurídica da lugar entre los juristas, más específicamente, a una autorreflexividad teórica (cuando devienen conscientes de su propio quehacer gracias a las funciones empírico-descriptiva y analítico-conceptual de la TAJ) o bien a una autorreflexividad práctica (cuando devienen conscientes de la dimensión normativa y valorativa de su propio quehacer gracias a la función normativa y política de la TAJ).

No todas las funciones de la TAJ tienen el mismo estatus. Sin duda, son esenciales la analítico-conceptual y la normativa. La empírico-descriptiva presenta un carácter marginal, porque su componente empírico se justifica por servir de base a la función analítico-conceptual y, por razones conceptuales, no puede servirnos sino complementariamente a la hora de desarrollar la función normativa (esto es, sólo puede procurarnos premisas empíricas útiles pero insuficientes para desarrollar tesis normativas). Además, como vamos a ver más adelante, el análisis sociológico y psicológico al que se prestaría idóneamente la TAJ en su función empírico-descriptiva es expresamente excluido de su área de reflexión por la propia TAJ en cuanto parte del contexto de descubrimiento de los actos jurisdiccionales. Ello reduce sensiblemente la relevancia de una función empírico-descriptiva, que sólo puede aspirar a ocupar un lugar subordinado con respecto a las funciones analítico-conceptual y normativa.

Por otro lado, las funciones política y autorreflexiva también son funciones complementarias y no principales de la TAJ. Es decir, se desarrollan como consecuencia o como presupuesto de las funciones analítico-conceptual y normativa. Todo parece indicar que la TAJ sólo puede adquirir pleno sentido en un determinado contexto jurídico-político, el del Estado constitucional de Derecho, y sólo bajo él puede contribuir a reforzar ese modelo jurídico-político y a promover su adhesión a él por parte de los propios juristas y aplicadores del Derecho. Esta particularidad se halla íntimamente ligada a la naturaleza histórica del concepto de TAJ, a la que me voy a referir algo más adelante.

Además, estas dos últimas funciones complementarias (política y autorreflexiva) guardan una íntima relación entre sí, puesto que cabría plantearse si, fruto de ese ejercicio de autorreflexión (y más allá todavía de los reparos que la reina Isabel manifestaba con la gramática), el cultivo de la TAJ pudiera resultar no sólo superfluo, sino incluso perjudicial. Es decir, el problema es si resulta pragmáticamente oportuno que los juristas desarrollen con la TAJ tal autorreflexión, puesto que no hay que excluir que ella pudiera llegar a ser contraproducente. Desde esta perspectiva, la TAJ supone una apuesta arriesgada, porque nos arroja a una alternativa delicada: Cuando tal autorreflexión nos lleva a considerar la argumentación jurídica como una práctica racional, entonces tal autorreflexión resulta deseable. Pero si tal autorreflexión nos condujera por la senda del escepticismo, entonces podría resultar contraproducente por sus consecuencias políticas de deslegitimación de la actividad jurisdiccional. En pocas palabras: la función de autorreflexión anularía entonces la función política de la TAJ. Si puedo decirlo así, por su compromiso con la racionalidad y con el modelo constitucional de Derecho y de Estado, la TAJ no puede permitirse la clase de razonamiento que el obispo de Worcester escuchó de su mujer al ser informada sobre la teoría de Darwin: «¡Descender de los monos! Querido, esperemos que ello no sea cierto, pero si lo es, recemos para que no se entere de ello todo el mundo». Desde esta perspectiva y en vista de su función política, la TAJ debería rezar para que nadie se enterara de sus eventuales conclusiones escépticas sobre la racionalidad de la argumentación jurídica, pero, de nuevo, la TAJ se halla intrínsecamente vinculada a un modelo jurídico-político comprometido a su vez con la racionalidad y no con el escepticismo práctico: el Estado constitucional de Derecho. Sólo así es posible distinguir entre actividad y activismo judiciales. Esta dicotomía —a la que me he referido en trabajos anteriores (García Figueroa, 2016b, p. 27) para caracterizar el modelo de juez activo, pero no activista, del neoconstitucionalismo (García Figueroa, 2009, p. 51)— corre paralela en el nivel institucional de la función jurisdiccional a la distinción entre interpretación e invención en el nivel de la teoría de la interpretación y la epistemología jurídicas (Iglesias, 1999, pp. 159ss.)

Por otro lado, la función política y la función autorreflexiva de la TAJ en el Estado constitucional resulta también armónica con la tesis del deber de obediencia prima facie al Derecho que sostiene Aleksander Peczenik (2000, pp. 14ss.). Después de todo, si el Derecho es una práctica argumentativa vinculada a la razón práctica (una actualización del lex est aliquid rationis), entonces merece prima facie la adhesión de los ciudadanos y, de manera cualificada, la de los operadores jurídicos. Esta tesis a veces se (mal)interpreta como una forma de ciega legitimación acrítica del poder, pero no tiene por qué ser interpretada así. Más bien, sostener que existe un deber prima facie de obediencia al Derecho, como práctica argumentativa, significa que es un deber derrotable por razones que pueden aducirse en el seno de esa misma práctica.

III. ACTIVIDAD Y ACTIVISMO JURISDICCIONALES. LA DIMENSIÓN POLÍTICA DE LA AUTORREFLEXIVIDAD EN LA TAJ

La TAJ nos ofrece, así, pues, un ejercicio de autorreflexión con el que trata de reconstruir racionalmente una práctica que, como sucede con la lengua castellana, los seres humanos habían desarrollado espontáneamente a lo largo de la historia en contextos diversos. Trata así de reconstruir la lógica de la argumentación, pero ello implica también que la obliga a reconocer sus propias limitaciones y a explorar las especificidades del razonamiento jurídico en un contexto determinado (el de nuestros Estados constitucionales) en relación con otros genera proxima (por ejemplo, la argumentación política, la moral o la legislativa). Como vamos a ver a continuación, si históricamente la TAJ sólo puede alcanzar su plenitud en un Estado constitucional, metodológicamente su suerte está ligada a una orientación matizadamente analítica y teóricamente a una concepción neoconstitucionalista de lo jurídico. Más allá de los límites de la TAJ, tal y como aquí es entendida, cualquier ejercicio de autorreflexión sobre la actividad jurisdiccional podría en principio conducirnos al menos a tres lecturas muy distintas: la escéptica, la hermenéutica y la analítica. Por razones conceptuales, la TAJ sólo puede prosperar bajo una orientación matizadamente analítica. Veamos por qué.

III.1. Autorreflexividad escéptica

La aproximación escéptica es aquella que concibe este ejercicio de autorreflexión sobre la racionalidad jurídica como una actividad carente de sentido. Al escéptico, el ejercicio de tal autorreflexión le resulta imposible, en línea con el realismo jurídico más extremo, porque las decisiones jurisdiccionales no son susceptibles de análisis racional. Si el Derecho sólo es política (Law is politics), si su significado es un enigma insondable (tesis de la indeterminación radical), si las sentencias sólo expresan una corazonada (hunches); entonces ya no podemos esperar de los jueces actividad jurisdiccional propiamente. A lo sumo, podremos aspirar al activismo judicial y a los ciudadanos sólo nos quedará confiar en la virtud de los jueces y de nuestros gobernantes. El movimiento del uso alternativo del Derecho defendió este activismo (por ejemplo, Barcellona, Hart & Mückenberger, 1977), que se ha tratado de modular con un «uso alternativo razonable» (véase, por ejemplo, Pacheco, 2017, pp. 165ss.). Ciertamente, no es un escenario ideal y, desde luego, no es armónico con los presupuestos constitucionales de nuestros sistemas jurídicos.

El escepticismo es una posición recurrente, pero en la que no podemos encastillarnos. Ni nuestro conocimiento puede orientarse simplemente a insistir en sus limitaciones, ni nuestra moral puede orientarse a insistir en su falta de fundamento. Cuando la conclusión de la autorreflexión es escéptica, entonces no sólo anula la función política de la TAJ. En realidad, la TAJ se anula a sí misma, porque la consecuencia inmediata en sus destinatarios sólo puede ser la acción irreflexiva. Una vez que prescindimos del escepticismo, entonces nuestra función autorreflexiva puede seguir una de las dos grandes orientaciones del pensamiento jurídico y filosófico: la orientación hermenéutica y la orientación analítica.

III.2. Autorreflexividad hermenéutica

La tradición hermenéutica parte de la constatación de un itinerario filosófico más general al que el estudio del Derecho no habría sido indiferente. A la «ilusión sobre la cosa», Descartes respondió con la primacía de la conciencia como último refugio de nuestra certeza. Después de todo, al menos sé que «soy una cosa que piensa». Sin embargo, los «filósofos de la sospecha» (como llama Ricoeur a Nietzsche, Marx y Freud) cuestionaron a su vez la fiabilidad de tal conciencia (Ricoeur, 1969, pp. 20ss.), promoviendo así un desplazamiento hacia la vivencia, la historia y el texto como lugares donde residenciar nuestro (auténtico) conocimiento. Con esta maniobra, que afecta típicamente al Derecho, la hermenéutica se sobrepone por elevación al tradicional complejo de inferioridad de las ciencias sociales en general, defendiendo que los métodos específicos de las ciencias sociales (tesis del dualismo metodológico) no nos ofrecen una mera cognitio circa rem (un conocimiento superficial, alrededor de la cosa, como harían las ciencias naturales), sino un conocimiento mucho más profundo: nada menos que una cognitio rei (von Wright, 1987, capítulo 1).

La hermenéutica, que tiene sus orígenes en la interpretación de los textos sagrados ⎯no olvidemos que el término «hermenéutica» aparece por vez primera en una obra de Dannhauer titulada Hermeneutica sacra sive methodus exponendarum sacrarum litterarum (1654) (Gadamer, 1992, p. 96)⎯, irá ampliando sus horizontes originariamente sacros, primero hacia una hermenéutica profana y, más tarde, hacia una hermenéutica filosófica que convierte la interpretación en el instrumento fundamental del conocimiento y en la que la interpretación jurídica se convierte en algo así como una filosofía primera que se puede extender a todos los aspectos de la realidad. La orientación hermenéutica tiende a una síntesis del razonamiento jurídico y a inscribirlo en grandes sistemas y relatos de carácter global, complaciéndose en subrayar aspectos de la interpretación y la argumentación que serán precisamente los que la tradición analítica se empeñará en arrumbar y reducir.

A título de ejemplo, para la tradición hermenéutica, la esencia de la interpretación queda vinculada a conceptos tales como los de «subjetividad», «intencionalidad», «individualidad», «valores», «ideales», «singularidad», «efectividad», «prejuicio», «precomprensión», «empatía», «sentimiento», «mediación», «adivinación», «genialidad del intérprete» (y «con-genialidad» de su interlocutor) (véase, por ejemplo, Dilthey, 2000, p. 83). Uno de los problemas fundamentales de la tradición hermenéutica es que su confianza en métodos no fácilmente contrastables intersubjetivamente puede lanzarnos al escepticismo que deseábamos evitar. Quizá la tópica jurídica de Viehweg (1964) ilustre bien esta deriva. Como teoría de la argumentación —apenas superado el estadio de la función empírico-descriptiva, en el que nos insta a compilar un catálogo de tópicos—, no puede fructificar en las cuatro restantes funciones de la TAJ aquí señaladas, singularmente en la analítico-conceptual y en la normativa de carácter crítico.

III.3. Autorreflexividad analítica

Por su parte, la orientación analítica de la filosofía del Derecho, con su «divisionismo», no ha afrontado una síntesis omnicomprensiva de la dimensión interpretativa del Derecho, sino un análisis que ha aislado, mediante la aplicación de sucesivas dicotomías, aquella parte del razonamiento jurídico que no es susceptible de análisis racional, singularmente las pasiones, la psicología y la ideología (es decir, los dominios predilectos de los «filósofos de la sospecha»: Nietzsche, Freud y Marx, respectivamente). La secuencia de esta estrategia de arrinconamiento de la irracionalidad y de todos aquellos elementos que han atraído la atención de la tradición hermenéutica (por ejemplo, la interpretación como adivinación) es bien conocida: consiste en aplicar sucesivamente la distinción de contexto de descubrimiento/contexto de justificación y, a su vez, sobre esta, la distinción entre la justificación interna y la externa.

El propósito de esta estrategia queda claro cuando contrastamos lo que harían sus adversarios: un nietzscheano consideraría perentorio desarrollar una genealogía del razonamiento jurídico, un marxista lo sometería a una crítica ideológica y un freudiano nos llevaría por la senda del psicoanálisis. Es decir, dejando fuera el contexto de descubrimiento, la orientación analítica prescinde precisamente de aquellos elementos que los filósofos de la sospecha habrían considerado elementos esenciales para comprender el razonamiento jurídico. Por cierto, en cuanto perteneciente al contexto de descubrimiento, quedaría fuera también de nuestro horizonte de conocimiento racional la precomprensión y el prejuicio arraigado en la tradición que forma parte esencial del razonamiento jurídico en su conjunto para la tradición hermenéutica y, singularmente, de la tópica jurídica.

Y he aquí, ya ubicados more analytico en el contexto de justificación, donde la tradición analítica aplica una segunda decantación fundamental de la teoría de la argumentación jurídica. La tradición analítica debe concentrarse en el conjunto de argumentos (es decir, razones y no causas, propias del contexto de descubrimiento) que emplean los juristas. Sobre estas distinciones sucesivas volveré más adelante. Baste por ahora subrayar que este esfuerzo por ir arrinconando la irracionalidad, como si pretendiéramos introducir el razonamiento jurídico en una jaula de Faraday, difícilmente conseguirá librarlo de tal irracionalidad en el tráfico jurídico cotidiano, donde resulta inevitable el recurso a premisas basadas en la ideología. Pero he ahí la diferencia fundamental entre la tradición analítica, que confía en aislar ese tipo de problemas sin adulterar la práctica, y la hermenéutica, que con su espíritu sintético y holístico más bien contemplará en esa estrategia una inadmisible distorsión de la realidad de la argumentación jurídica, puesto que los elementos, aparentemente arrinconados por sucesivas dicotomías, resultan ser en la tradición hermenéutica más bien la manifestación de propiedades globales del ordenamiento jurídico. A pesar de todo, también existe un elemento que une la tradición hermenéutica y la analítica, a pesar de su diversa valoración del hecho: el reconocimiento de la prioridad del lenguaje a la hora de estudiar el Derecho. Esta coincidencia es la base de una divergencia (de un hiato entre ambas tradiciones, véase Sáez Rueda, 2002). Mientras el lenguaje natural ilumina el pensamiento del hermenéutico, oscurece el del analítico, que necesita formalizarlo. Por lo que a nosotros respecta, cabe concluir que, en la práctica, la TAJ sólo puede prosperar en un contexto mínimamente analítico. Veamos ahora cómo ha tenido lugar en los modelos paradigmáticos de las TAJ.

IV. LAS TAJ PARADIGMÁTICAS

La otra estrategia para aproximarnos a la TAJ y darnos una idea de lo que es consiste en atender a su modelo o a sus modelos paradigmáticos. El apunte sobre la autorreflexión de la orientación analítica que acabo de esbozar nos da pie para introducir los dos modelos paradigmáticos que, situados en esa línea, han gozado de un éxito sin precedentes en nuestra cultura jurídica y que es habitual identificar con la teoría de Robert Alexy y la de Neil MacCormick. Estas teorías presentan una metodología analítica similar, aunque también reconozcan sus limitaciones y, a veces, se conciban a sí mismas como teorías a medio camino entre las tradiciones analítica y hermenéutica. Sobre todo, la teoría estándar ha subrayado la vinculación del razonamiento jurídico con el razonamiento práctico general. No es el momento de recordar los pormenores de unas teorías bien conocidas, pero sí quizá de examinar qué podemos aprender de ellas en líneas generales y qué medidas deberíamos tratar de aplicar a la luz de sus conclusiones. En extremada síntesis, estas teorías pueden caracterizarse por un principio general, tres máximas metodológicas fundamentales y una diferencia de enfoque entre ellas.

El principio general consiste en que la TAJ es una actividad racional orientada a analizar y guiar una práctica racional: la argumentación jurídica. Desde este punto de vista, insisto en ello, la TAJ es incompatible con planteamientos escépticos, es decir, críticos —Critical Legal Studies (CLS), Uso Alternativo del Derecho (UAD)— y realistas. Merced a esa racionalidad, la TAJ aspira a ser una guía de la actividad jurisdiccional. En cambio, el realismo jurídico sienta los presupuestos teóricos para un activismo jurisdiccional, a cuyo desarrollo los CLS y el UAD contribuyen a manera de manifiestos impulsores de ese activismo jurisdiccional que la TAJ pretende erradicar. En relación con las teorías paradigmáticas de la TAJ, las tres máximas metodológicas que cabe aquí subrayar son las siguientes.

En primer lugar, la delimitación de su campo de estudio en el contexto de justificación con la expresa renuncia al contexto de descubrimiento. Como acabo de indicar, a la TAJ le interesan las razones que aportan los jueces en sus decisiones y no las causas (psicológicas, sociológicas, ideológicas) que pudieran dar lugar a tales decisiones. A la TAJ le interesa exclusivamente el producto o resultado de la actividad jurisdiccional y no los pormenores de esa actividad, singularmente los factores psicológicos, sociológicos o ideológicos que hayan podido condicionar la actividad jurisdiccional. Dicho de manera efectista, a la TAJ no le interesa investigar si la juez discutió esa mañana con su marido, si está de mal humor por una dieta hipocalórica o si militó en este o aquel partido político cuando joven. A la TAJ sólo le interesan los argumentos de su sentencia (para un contraste sobre el alcance de la distinción frente a M. Atienza, véase Pino, 2017, § 1).

En segundo lugar, una vez excluidos los factores empíricos, singularmente de naturaleza psicosociológica, entonces el análisis de la justificación de las decisiones que interesa a la TAJ debe restringirse de nuevo. Ya es habitual referirse a esta subdistinción mediante una dicotomía de Wróblewski: justificación interna (JI) y justificación externa (JE). La JI se refiere a la justificación basada en un razonamiento lógico-deductivo y la JE es la parte de la justificación que no se basa en un razonamiento lógico-deductivo. Cristina Redondo (1996, pp. 216 ss.) ha subrayado oportunamente la ambigüedad de esta dicotomía que puede aludir a una justificación lógico-deductiva (JIf) o no (JEf) (versión formal de la distinción) o bien a una justificación basada en normas jurídico-positivas (JIs) o no (JEs) (versión sustancial). Más allá de esta ambigüedad, existe un vínculo entre la versión formal y la sustancial de la dicotomía JI/ JE, puesto que el razonamiento jurídico basado en premisas no positivas (JEs) no admite una reconstrucción lógico-deductiva (JIf), si estas no se hacen explícitas. Por ello, la función de JIf (es decir, su versión formal) es más bien descubrirnos aquéllas (JEs). Así, por eso nos decía Alexy a su vez que era función prioritaria de la lógica jurídica hacer explícitas las premisas no jurídico-positivas (y entimemáticas) del razonamiento jurídico y, por tanto, era el análisis y examen de esas premisas no jurídico-positivas lo que de veras interesa a la TAJ. Después de todo, la TAJ pretende ordenar el espacio de lo que el positivismo jurídico considera discreción judicial, aunque calificarlo de este modo no puede excluir el carácter controvertido de esa denominación de base positivista para delimitar lo jurídico (-positivo) frente a lo que no lo es. En todo caso, la TAJ desarrolla con esta metodología una función de autorreflexión relevante para el jurista, que puede adquirir conciencia de cuándo está ejerciendo discreción judicial y de cuándo comienza la ideología y acaba la interpretación en su labor.

Una tercera restricción posible del ámbito de la TAJ es, me parece, la exclusión de la justificación de las premisas normativas del razonamiento, aunque no es una restricción indiscutible. Es decir, la TAJ no se ocuparía de la justificación de las normas jurídico-positivas, porque ello supondría ir más allá de su jurisdicción para internarse ilegítimamente en una teoría de la validez jurídica. Esta cuestión, sin embargo, más bien debe quedar abierta. Cuando asumimos una concepción interpretativa del Derecho, a la manera de Dworkin, por ejemplo, los límites entre una teoría de la validez y la TAJ comienzan a difuminarse y el neoconstitucionalismo constituye en realidad la teorización de ese fenómeno.

En cuanto a la diferencia de enfoque, la equilibrada articulación de la función empírico-descriptiva y la analítico-conceptual es distintiva de la obra de Neil MacCormick. Como con acierto subrayaba hace muchos años Manuel Atienza (1991, p.177), la teoría de MacCormick suele partir de los casos concretos para elevar su teoría general, a diferencia de Alexy, que parte de la abstracción de la ética discursiva para luego aplicarla al razonamiento judicial. Así pues, en relación con la articulación de la función empírico-descriptiva y la analítico-conceptual, cabría decir que, más allá de su coincidencia en tesis sustanciales, metodológicamente la TAJ de MacCormick procede bottom-up, mientras que la de Alexy lo hace top-down.

El hecho de que las teorías de Alexy y MacCormick —como modelos paradigmáticos— surjan simultáneamente constituye un indicio que sirve para introducir a continuación un elemento que me parece relevante aquí. Se trata del carácter histórico del concepto de la TAJ. Si la TAJ nace en una determinada coyuntura histórica y de determinada manera es porque cumple con una función muy importante en el contexto del Estado constitucional de Derecho y, desde ese punto de vista, queda fuertemente vinculada a una concepción neoconstitucionalista del Derecho (infra, apartado VI).

V. LA TAJ COMO CONCEPTO HISTÓRICO. ¿ES LA TAJ ETNOCÉNTRICA?

Una de las aportaciones más conocidas del jusfilósofo español Felipe González Vicén es su trabajo titulado «La filosofía del Derecho como concepto histórico». Allí, González Vicén (1979) distinguía dos tipos de conceptos: los formales y los históricos. Los conceptos formales son aplicables, por su propia abstracción, a cualquier momento histórico. Por ejemplo, clase o comunidad serían conceptos formales, porque podemos aplicarlos a la descripción de cualquier fenómeno social de la historia. Por el contrario, polis, Estado o revolución serían conceptos históricos, porque sólo existen a partir del preciso momento histórico del que son resultado. Así, no existe polis en un sentido estricto antes de la existencia de la polis griega, ni existe Estado antes de su configuración moderna. De manera análoga, pudo haber ciertamente sediciones y rebeliones a lo largo de la historia, pero sólo hay revolución a partir del preciso momento histórico en que el movimiento subversivo incorpora un proyecto de transformación profundo de las bases sociales y políticas. Pues bien, González Vicén sostenía que la filosofía del Derecho es un concepto histórico porque surge con una nueva dialéctica causada por un desplazamiento del interés teórico de los juristas hacia el Derecho positivo. En efecto, hasta el siglo XIX, la reflexión sobre el Derecho habitualmente se había concentrado en su ideal, el Derecho natural. Sin embargo, fue entonces cuando tres movimientos jurídicos en Europa de signo distinto coincidieron en concentrarse en el estudio del Derecho positivo. Me refiero a la escuela histórica alemana, la escuela de la exégesis francesa y la jurisprudencia analítica inglesa. Esta coincidente línea metodológica inauguraba una nueva dialéctica entre positivismo y jusnaturalismo que constituye lo que, en definitiva, es la filosofía del Derecho moderna hasta nuestros días. En otras palabras, dejando a un lado que podamos hallar sin duda manifestaciones de filosofía del Derecho avant la lettre, la filosofía del Derecho es una disciplina de los siglos XIX y XX.

De manera similar, la TAJ es también un concepto histórico. Se trata de una disciplina de la filosofía jurídica que nace con (y en respuesta a) los Estados constitucionales de Derecho. En rigor, sólo hay TAJ a partir de una determinada coyuntura histórica y no antes ni fuera de ella, como lo demuestra el hecho de que resulta difícil comprender el significado profundo de la TAJ con independencia del constitucionalismo contemporáneo del siglo XX que sirvió de marco a su nacimiento. Desde luego que existen contribuciones a la TAJ avant la lettre; pero, en un sentido estricto, la TAJ es producto de un modelo jurídico contemporáneo basado en un profundo cambio cultural, concretamente, el tránsito desde una «cultura de la autoridad hacia una "cultura de la justificación"» (Barberis, 2012, p. 20). ¿Tiene sentido la TAJ fuera de esa cultura? ¿Fuera de un Estado constitucional? ¿Lo tiene en un Estado totalitario? ¿Bajo una teocracia? ¿En el medievo? Si somos realistas, la respuesta es invariablemente negativa. La TAJ sólo puede nacer y prosperar bajo presupuestos racionalistas adscritos todos a una cierta filosofía del Estado, del Derecho y de los derechos humanos.

El reconocimiento de este aspecto histórico, contextual, no debe interpretarse como la resignada asunción de una carencia. Muy al contrario, una vez reconocidas las limitaciones de la teoría, cabe explorar cuál sea su alcance de manera decidida, sin temor a la recurrente objeción de etnocentrismo que suelen soportar este tipo de teorías que se tienen por racionalistas. El mejor antídoto contra la objeción etnocéntrica es reconocer abiertamente su etnocentrismo. La aceptabilidad de la TAJ ⎯como la aceptabilidad de la democracia, los derechos humanos o el Estado constitucional⎯ depende hasta cierto punto de una decisión que no todos tienen que compartir. Quien no quiera compartir la oportunidad del Estado constitucional, de la filosofía de los derechos humanos o de la TAJ, puede hacerlo y se supone que tendrá sus razones para ello.

Una vez que la TAJ se reconoce como un concepto histórico, la cuestión que cabe plantearse no es ya si la TAJ es aplicable universalmente o no ⎯desde luego, no lo es en toda su extensión⎯, sino, más bien, si su éxito sobreteoriza con un efecto legitimador la parte de la realidad que conceptualiza ⎯la aplicación del Derecho en ciertos Estados constitucionales⎯. En otras palabras, la cuestión es si le estamos prestando a la TAJ una atención desmesurada que condenaría a otras teorías alternativas o a la manifestación de ese modelo en países periféricos al agravio comparativo de una subteorización que arrastraría consigo a aquella parte de la realidad que la TAJ deja fuera de su foco (véase, por ejemplo, de Sousa Santos, 2005, p. 29, para las ciencias sociales en general). La falta de atención es también una actitud valorativa, una desatención. Por eso, decía Jaime Balmes ⎯que poco tiene que ver con el profesor de Coímbra⎯ que «es bien notable que la urbanidad o su falta se apelliden también atención o desatención« (Balmes, [1845] 1963, p. 13). Prestar obsequiosamente demasiada atención a un modelo (sobreteorizarlo) o no hacerlo suficientemente con otro (subteorizarlo) presenta, junto a su obvia cara fáctica, otra valorativa, de la que convendrá ser conscientes, especialmente durante el desarrollo de la función empírico-descriptiva de la TAJ, si bien ello no tiene por qué ser un problema aquí, siempre que mantengamos la premisa de que, dentro de sus límites, la TAJ aspira a ser racional, pero no universal. Aspira a tener razones, pero no a imponerlas irracionalmente al que disienta.

VI. LA VINCULACIÓN DEL CONCEPTO HISTÓRICO DE LA TAJ AL NEOCONSTITUCIONALISMO

Hay un sentido en que toda TAJ es, en principio, el negativo (en sentido fotográfico) de una teoría del Derecho tradicional. Significativamente, este era el propósito originario (aunque corregido en el prólogo de su segunda edición; véase MacCormick, 1994, p. xiv) de MacCormick en Legal Reasoning and Legal Theory. Pretendía explícitamente ser «el complemento» (traduzcamos así «companion») de The Concept of Law de Hart (1994) en la colección jurídica Clarendon de Oxford University Press. La razón es que la TAJ se ocupa de teorizar y guiar el ámbito de la discreción judicial positivista. La TAJ comenzaría su labor allí donde termina el Derecho. Esta idea se plasma expresivamente en una imagen de Dworkin, cuando afirmaba que la discreción judicial es como «el agujero de una rosquilla» (Dworkin 1984, p. 84). Con ello, Dworkin pretendía significar que la discreción judicial debe su existencia negativamente a un cuerpo normativo preexistente. Desde este punto de vista, la teoría del Derecho y la teoría de la argumentación confluyen en los límites del ordenamiento, allí donde surgen los casos difíciles, y es en esa zona marginal donde la teoría del Derecho y la TAJ contribuyen a esclarecer, desde ángulos diversos, la naturaleza del Derecho. Por eso, la TAJ no sólo se halla íntimamente ligada a la teoría del Derecho y colabora con ella. En realidad, bajo una concepción argumentativa o interpretativa del Derecho, la TAJ tiende naturalmente a expandirse de manera imperialista (Barberis, 2014) y a ocupar o disputar o incluso usurpar (según se vea) el propio ámbito de la teoría del Derecho, que quizá debería convertirse en una teoría de lo jurídico o de la juridicidad, para expresar que acoge la concepción del Derecho como una práctica argumentativa y no tanto como un sistema axiomático de normas. La TAJ tiende a convertirse así en una especie de filosofía del Derecho primera y el neoconstitucionalismo es el paradigma jurídico que resulta más armónico con esta tendencia. Este imperialismo de la TAJ, en realidad, no es sino una manifestación más de un fenómeno más amplio de colonización por parte de la TAJ de otros ámbitos, como la metodología jurídica, la teoría de la legislación (véase, por ejemplo, Atienza, 1997; Galiana, 2008; Marcilla, 2005; Zapatero, 2009; García Figueroa, 2015) e incluso, en cierto modo, la filosofía moral (García Figueroa, 2016b).

En efecto, si el modelo jurídico-político al que se ajusta la TAJ en cuanto concepto histórico es el del Estado constitucional de Derecho, la filosofía jurídica a la que sirve específicamente la TAJ (hasta confundirse con ella en algunos de sus tramos) es la del neoconstitucionalismo. Bien sé que a un jusfilósofo tan influyente entre nosotros como Manuel Atienza (2017, capítulo V) no le agrada esta denominación (él prefiere hablar de «pospositivismo») y también soy consciente de una intrigante asimetría en nuestra relación teórica, la cual lo lleva a estar en desacuerdo conmigo precisamente en algunas de las tesis que compartimos al respecto. Sea como fuere, no entiendo bien su aversión a nuestra asentada etiqueta. Después de todo: si él está en desacuerdo con el neoconstitucionalismo, no sé a qué viene reconvenirnos a sus defensores para llamarlo de otro modo. Y si está de acuerdo en general con sus tesis, no sé qué importancia tendrá el nombre que le demos la mayoría y, sobre todo, no entiendo para qué cambiarlo a estas alturas. En cualquier caso, supongo que es un síntoma de la acelerada consolidación del movimiento el hecho en sí de que hayamos desembocado ya en discusiones manieristas acerca de cuál sea su nombre más apropiado.

Pues, en efecto, todo esto es de poca importancia cuando advertimos lo esencial. Primero, que la denominación «neoconstitucionalismo» está lo suficientemente extendida como para no necesitar multiplicar las etiquetas inútilmente. Y, en segundo lugar, que el neoconstitucionalismo se desarrolla de forma paradigmática en torno a la concepción del Derecho que hallamos en tres autores no menores que han coincidido sustancialmente en una serie de tesis elaboradas independientemente en cada una de sus culturas jurídicas respectivas: Ronald Dworkin en la cultura anglófona, Robert Alexy en la europea no anglófona y Carlos Santiago Nino en la iberófona. Desde luego, cabría añadir otros autores —como Gustavo Zagrebelsky— y no debemos olvidar que ciertas tesis muy importantes de Luigi Ferrajoli en Italia y de Luis Prieto en España han contribuido a su asentamiento, guardando la distancia que les da a estos dos últimos autores su concepción innegociablemente positivista del Derecho. Por cierto, el argumento de Atienza de que ninguno de estos autores referidos se llame a sí mismo «neoconstitucionalista» me parece endeble. Por las mismas razones, no podríamos discutir si John Stuart Mill es un utilitarista de las reglas o bien de los actos, porque esta clásica dicotomía se debe a Brandt (1982, p. 456) y es planteada en el año 1959. Tampoco me parece grave que la denominación surja entre los críticos genoveses de nuestras tesis. Por las mismas razones, no podríamos llamar «deontológica» a la teoría de Kant (la palabra «deontología» es inventada por el antideontológico por antonomasia, Jeremy Bentham).

En cuanto a la adscripción de Manuel Atienza, como digo, no sé muy bien qué decir. A él, el neoconstitucionalismo (ya no sé si el término o el concepto) le parece un «espantapájaros conceptual». Por mi parte, y dadas mis tendencias pragmatistas (asimismo próximas a las suyas), esa imagen no me desagrada, siempre que los pájaros espantados sean los del juspositivismo y el jusnaturalismo tradicionales. En cualquier caso, me temo que él nunca aceptará que hable de él como el distinguido neoconstitucionalista que es. Ello me conduce a la extraña conclusión de que somos dos neoconstitucionalistas separados por las mismas tesis. Quizá deba recordarle de nuevo (García Figueroa, 2016a, p. 109) sus propias palabras, escritas en otro lugar: «no deberíamos tener ningún temor a las coincidencias» (Atienza, 2013, p. 823). Yo no tengo ningún temor a coincidir con él en esta afirmación, porque este tipo de temor me parece un miedo infundado. La originalidad en nuestra disciplina no es un fin en sí mismo.

VII. UN PROGRAMA NEOCONSTITUCIONALISTA

No sé si imaginando que yo padezca (como es el caso, dado mi temperamento conciliador) el temor contrario (el de que nadie coincida conmigo), Manuel Atienza me recuerda que soy el único sedicente neoconstitucionalista de España, aunque me consuela pensar que hay muchos más autores comprometidos con tesis neoconstitucionalistas en Latinoamérica, particularmente en Brasil (véase, por ejemplo, Quaresma y otros, 2009; Pereira de Souza Neto & Sarmento, 2007; Maia, 2009; Barroso, 2008; Ramos Duarte & Pozzolo, 2006; Moreira, 2008). Si bien disponemos de una óptima descripción del movimiento gracias a Luis Prieto (2013, capítulo I), en mi condición de único sedicente neoconstitucionalista en mi país me siento legitimado para proponer veinte artículos para un programa neoconstitucionalista aún por desarrollar en toda su extensión:

A. Dos lemas complementarios

(1) El Derecho como argumentación (Atienza, 2006). Esto es, la adopción de una perspectiva argumentativa o interpretativa (Dworkin, 1992) que contemple el Derecho desde su lado activo (como un sistema de argumentos y procedimientos) y no desde el pasivo y estático del sistema jurídico (García Figueroa, 2000).

(2) La moral como argumentación (García Figueroa, 2017, pp. 305ss.). Si el Derecho está vinculado a la moralidad argumentativamente, paralelamente, la moral también ha sido sometida a una perspectiva argumentativa que integra los distintos dominios de la razón práctica, caracterizada por las éticas discursivas como prácticas dialógicas u omnilógicas.

B. Tesis para la fundamentación pragmática de la unidad argumentativa de la razón práctica

(3) Tesis de la pretensión de corrección. Todo acto de habla regulativo erige una pretensión de corrección, cuya inobservancia conduce a una contradicción performativa, a una falla conceptual (véase Alexy, 1994).

(4) La tesis del caso especial que concibe el razonamiento jurídico prioritariamente como un razonamiento práctico general sometido a límites institucionales como la ley, los precedentes y la dogmática jurídica (Alexy, 1989, p. 39). Alexy (1985) contempla así el Derecho como un sistema de argumentos y procedimientos que se inscribe en el sistema de argumentos y procedimientos de la racionalidad práctica general.

(5) La tesis de la unidad de la razón práctica (Nino, 1994), que afirma que todo razonamiento práctico (singularmente el jurídico) comparte una racionalidad que impide separar la argumentación jurídica del resto de formas de argumentación que involucran juicios prácticos, como la moral o la política. Esta tesis y la anterior reflejan una misma idea desde perspectivas distintas. La tesis del caso especial es una explicitación de la tesis de la unidad de la razón práctica en la aplicación del Derecho («no insularidad del discurso jurídico», diría Nino, 1994, pp. 79ss.). La tesis de la unidad o «no fragmentación» de la razón práctica es el principio general cuyas especificidades son expresadas por la tesis del caso especial.

C. Tesis metaéticas

(6) Tesis general: objetividad moral. El neoconstitucionalismo requiere por su propia naturaleza alguna forma de objetivismo moral, sin la cual quedaría desvirtuada tanto la tesis del caso especial como la tesis de la unidad de la razón práctica.

(7) Metaética constructivista. Como bien señalaba Nino (1989, p. 67), la metaética naturalista subjetivista (por ejemplo, «bueno» significa «lo que prefiere la gente») conduce al relativismo ético; la no naturalista (por ejemplo, el intuicionismo, la teoría del mandato divino) al dogmatismo ético y la no descriptivista (emotivismo y prescriptivismo) al escepticismo. La metaética constructivista permite superar las limitaciones de estas metaéticas por separado, mediante la búsqueda de un equilibrio. El discurso moral es relativo en tanto involucra a los interesados; es objetivo, en tanto obedece a reglas racionales de participación. El constructivismo kantiano de Rawls, Habermas y Nino resulta ser así (como su base originaria, el contractualismo) la alternativa metaética idónea a la teológica en nuestras sociedades posmetafísicas — sobre la relevancia de la metafísica, Robert Alexy ha manifestado algunas reticencias, quizá debidas a las ambigüedades del propio término «metafísica» (García Figueroa, 2011a)—. La moral es un invento (Mackie, 2000), sí, pero un invento que exige seguir un procedimiento racional. El neoconstitucionalismo no debe excluir otras posiciones metaéticas, pero sí es especialmente armónico con el procedimentalismo discursivo del constructivismo ético que atiende a las posiciones prácticas de los participantes1.

D. Concepción del Derecho

(8) Una concepción no-positivista del Derecho, sin que ello implique adoptar una concepción jusnaturalista, como muchos autores interpretan erróneamente.

(9) No positivismo externo. Aunque la distinción positivismo-no positivismo tiene la ventaja de ser analítica, a diferencia de la distinción positivismo-jusnaturalismo, el neoconstitucionalismo debe presentarse como una concepción no-positivista, pero alternativa y externa a la dialéctica entre positivistas y no-positivistas, porque pretende poner en cuestión precisamente los propios presupuestos de esta dialéctica tradicional (dualismo, esencialismo, generalismo, objetualismo) (García Figueroa, 2013). Este es el modo correcto de interpretar la necesidad de «superar» las teorías tradicionales del Derecho.

E. Tesis metodológicas en la construcción de un concepto de lo jurídico por las que se rechazan los presupuestos compartidos por positivismo y jusnaturalismo en su dialéctica tradicional (García Figueroa, 2009, capítulo 6)

(10) Antiesencialismo. No existe una esencia del Derecho que descubrir a través de un concepto unívoco e incontrovertible de Derecho (véase, por ejemplo, Nino, 1991, capítulo 1).

(11) Antiuniversalismo. El fenómeno jurídico carece de la universalidad que presupone su tradicional estudio por parte de las tradiciones positivista y jusnaturalista en pos de un «concepto general de Derecho» (véase, por ejemplo, Kelsen, 1991, p. 15).

(12) Antiobjetualismo. El Derecho es una práctica argumentativa dinámica sujeta a argumentación y no un objeto estático (véase, por ejemplo, Barberis, 1990; Villa, 1999, pp. 137-139; Sastre, 2001, pp. 581ss., Lifante, 2000, pp. 726 ss.)2.

(13) Antidualismo (gradualismo). Si el jusnaturalismo defendió un dualismo jurídico (Derecho positivo/ Derecho natural) y el positivismo un monismo jurídico (sólo existe el Derecho positivo), el neoconstitucionalismo sostiene un monismo práctico, un gradualismo entre justicia sustantiva y validez institucional, si se quiere. Mediante la argumentación se produce una gradualidad entre los criterios de pertenencia puramente institucionales del positivismo y los sustanciales de las teorías jusnaturalistas (García Figueroa, 2009, pp. 208ss.). Existe un sentido en que se tiende a una indiferenciación de los órdenes normativos, «la revancha de Grecia contra Roma» (Barroso, 2008, p. 40), pero necesariamente modulada por el racionalismo de la TAJ (García Figueroa, 2011b).

(14) Una premisa de corte pragmatista: la centralidad paradigmática del Derecho del Estado constitucional en la reconstrucción conceptual de los fenómenos jurídicos, los cuales, así, duplican sus vínculos con la razón práctica, puesto que tienen lugar por razones conceptuales (como lo demuestra la vinculación del Derecho en general a una general pretensión de corrección en el sistema de Alexy), pero también se confirman y reafirman por causas históricas (la incorporación de los principios generales de la moralidad de la Modernidad y la filosofía de los derechos humanos a los textos constitucionales).

F. Rasgos de la teoría resultante

(15) Transacción entre constitucionalismo y constructivismo. El nuevo discurso de la filosofía jurídica tiene lugar porque la teoría del Derecho y la teoría moral se han aproximado mutuamente y, con ello, han aproximado los conceptos de Derecho y de moral en una relación no dual sino gradual. El constitucionalismo ha aproximado el Derecho a la moral porque los textos constitucionales han positivizado la filosofía de los derechos humanos. El constructivismo ético ha aproximado la moral al Derecho porque la moralidad se ha hecho procedimental. Adela Cortina se lamentaba de ello cuando afirmaba que eso supone convertir «la moral en una forma deficiente de Derecho» (Cortina, 1988). También advertía esta transacción, ocasionada por el constructivismo kantiano, José Luis López Aranguren, desde el lado de la filosofía moral, cuando reparaba en «(l)a primacía actual de la filosofía del Derecho, la centralidad del concepto de justicia, y, anejo a ella el predominio, también actual, de lo procedimental, es decir, de lo procesal» (Aranguren, 1988, pp. 26 ss.).

(16) Transición a un nuevo paradigma, un concepto histórico nuevo. En realidad, el neoconstitucionalismo no puede ser simplemente una teoría del Derecho al uso. No puede instalarse, sin perder sentido, en la dialéctica abierta por positivistas y no positivistas que nos descubría González Vicén. Con sus fuertes disensos, aquí es bueno recuperar la idea de Ferrajoli (2011) de que el constitucionalismo (por usar su terminología) expresa más bien un nuevo paradigma encendido por la «mutación genética» (Zagrebelsky, 1995, p. 33) experimentada por el Derecho constitucionalizado. Sé que se ha abusado del término «paradigma», como de muchos otros, así que lo más importante es advertir más simplemente que el neoconstitucionalismo pretende sustraerse del dualismo indicado más arriba. Positivistas y no positivistas han discutido secularmente si hay relaciones entre Derecho y moral, pero plantear así las cosas ya es someterse a unos conceptos no indiscutibles.

Cuando asumimos el principio de la unidad de la razón práctica y la tesis del caso especial rechazamos que esa dialéctica tenga algún sentido. Quizá tuvo un sentido (histórico) en el pasado, pero no lo tiene ahora bajo los sistemas constitucionalizados en sociedades posmetafísicas.

G. Teoría de la argumentación jurídica

(17) El lema fundamental (pues me remito a la primera parte de este trabajo en cuanto a las funciones de la TAJ en el marco del Estado constitucional) sería el siguiente: Máxima actividad jurisdiccional. Nulo activismo judicial. La optimización (Alexy, 1991) es una propiedad de la forma de aplicación del Derecho constitucionalizado sin que ello implique vulnerar el principio de legalidad, que se transforma en principio de constitucionalidad.

(18) La TAJ como nueva filosofía del Derecho primera. Expansión y colonización por parte de la TAJ de la metodología jurídica, la teoría de la legislación y la teoría del Derecho (véase supra, apartado VI).

H. Tesis relativa a la obediencia al Derecho

(19) Deber prima facie de obediencia al Derecho en los Estados constitucionalizados (Peczenik, 2000, pp.14ss.). Esta es una consecuencia de la asunción del constructivismo epistémico de Nino (1989). Si la democracia es una vía de acceso a verdades morales, entonces es lícito establecer un deber, no absoluto sino meramente presuntivo, prima facie, de obediencia.

I. Tesis relativa a la formación de los juristas

(20) Recentralizar la filosofía jurídica, la filosofía política, la filosofía moral y la teoría de la argumentación en la formación del jurista para que deje se ser un elemento meramente periférico de su aprendizaje (Kennedy, 2012).

 

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1 Debo esta última matización a una observación formulada por José Juan Moreso.

2 Probablemente, la denominación castellana de nuestra disciplina, «teoría del Derecho», contribuya a asentar el prejuicio objetualista de aludir al Derecho prioritariamente como sistema normativo, como un objeto cultural acabado. Cuando sostenemos, en cambio, que lo que estudiamos es más bien una práctica, sería quizá más apropiado hablar a la manera inglesa de «Legal Theory», es decir, teoría jurídica o teoría de lo jurídico o teoría de la juridicidad.

 

Recibido: 31/07/17
Aprobado: 09/10/17

 

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