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Derecho PUCP

versión impresa ISSN 0251-3420

Derecho  no.79 Lima jul./nov. 2017

http://dx.doi.org/10.18800/derechopucp.201702.003 

SECCIÓN PRINCIPAL

 

El formalismo jurídico: un cotejo entre Jori y Schauer

Legal formalism: a comparison between Jori and Schauer

 

Anna Pintore *

Università degli Studi di Cagliari

* Profesora Ordinaria de Filosofía del Derecho de la Università degli Studi di Cagliari (Italia). Traducción a cargo del doctor Félix Morales Luna. Código ORCID: 0000-0001-7974-8393. Correo electrónico: pintore@unica.it

 


RESUMEN

En este trabajo se examina y compara las ideas de Mario Jori y de Frederick Schauer en relación con el formalismo jurídico. A pesar de haber sido desarrolladas de forma independiente unas de las otras, dichas ideas presentan notables semejanzas ya que ambos autores utilizan el concepto de una norma o regla como punto focal para aclarar la noción de formalismo jurídico, y porque ambos lo defienden de las críticas que usualmente se le dirigen. La autora considera que el examen de las ideas de los dos autores puede contribuir a aclarar (y criticar) la controvertida noción de defeasibility (derrotabilidad) de las normas jurídicas y, de modo general, también a redimensionar, desde el punto de vista teórico-jurídico, las novedades que presentan los derechos de los modernos Estados constitucionales, y comprender mejor los mecanismos de su funcionamiento.

Palabras clave: formalismo jurídico, Mario Jori, Frederick Schauer, norma jurídica, razonamiento jurídico, texto jurídico, interpretación, derrotabilidad, Estado constitucional de derecho.

 


ABSTRACT

This essay examines and juxtaposes Mario Jori’s and Frederick Schauer’s ideas on legal formalism. Although developed independently of each other, these ideas show remarkable similarities: both focus on the notion of norm or rule as a tool for clarifying the notion of legal formalism; both defend legal formalism from the criticisms routinely moved against it. The author maintains that Jori’s and Schauer’s theories may contribute to shed light on (and criticize) the controversial notion of defeasibility of legal rules; they may also contribute to scale down, from a legal-theoretical point of view, the novelties of contemporary constitutional orders; finally, it may help to better understand their working machinery.

Key words: legal formalism, Mario Jori, Frederick Schauer, legal rule, legal reasoning, legal texts, interpretation, defeasibility, constitutional legal orders.

 


I. PREMISA

¿Cómo razonamos los juristas? ¿Sus argumentos y discursos presentan características peculiares o son, en cambio, equiparables a los argumentos y discursos adoptados en ámbitos ajenos al derecho? ¿La real o supuesta autonomía de sus razonamientos coincide con la real o supuesta autonomía del derecho? ¿En qué se diferencian, si se diferencian, los razonamientos jurídicos de los morales? ¿En qué medida los modos de razonar de los juristas están influenciados por cambios político-institucionales como aquellos que, en el mundo occidental durante en el siglo XX, han dado lugar al Estado constitucional de derecho? ¿En qué medida estos están influenciados por aquellos?

Son preguntas muy generales, y quizás también engañosas, en la medida que sugieren que habría un único tipo de razonamiento jurídico, un único tipo de jurista y también un único tipo de derecho y que, por ello, sería posible dar una respuesta unitaria a cada una de ellas.

Es claro, además, que afrontar tales cuestiones requeriría investigar sobre casi todos los mayores problemas de la filosofía del derecho, desde el problema de la interpretación hasta el del método jurídico y del concepto de derecho, lo que, además, sería temerario intentar hacer en una pocas páginas. En todo caso, son estas las preguntas a las que generalmente aspiran responder casi todos los filósofos del derecho.

En este ensayo quisiera, de un modo más modesto, revisar algunos aspectos del antiguo tema del formalismo jurídico. Ciertamente, este tema tiene un alcance muy amplio y, también, debido a lo equívoco de la expresión «formalismo», está tan ramificado que concierne, a su vez, a casi todos los principales problemas ius filosóficos. Quisiera analizar aquí un sentido específico de formalismo jurídico: el formalismo como característica precisamente del razonamiento de los juristas, característica vinculada al rol central de las normas o reglas en el razonamiento práctico-jurídico.

En los últimos tiempos, al menos dos autores han hablado de formalismo jurídico en este sentido, y lo han hecho con el propósito expreso de defender, al menos en una cierta medida, este aspecto del razonamiento de los juristas, situándose, por lo tanto, en curso de colisión con el mainstream que, hoy como ayer, carga la palabra «formalismo» de connotaciones negativas. Los autores a los que me refiero son el italiano Mario Jori y el estadounidense Frederick Schauer. Para ambos, el formalismo (en un sentido oportunamente redefinido por ellos) es la clave para comprender los modos habituales y las características del pensamiento jurídico. Tanto Jori como Schauer consideran que el razonamiento formalista no es un atributo exclusivo del ámbito jurídico, pero se encuentra en este último de un modo tan presente, arraigado y penetrante, que representa su elemento verdaderamente distintivo.

Finalmente, como fuera mencionado, ambos autores expresan un reconocimiento, incluso calificado, a este formalismo de los juristas.

Como se verá, los trabajos de Jori y de Schauer presentan, indudablemente, muchas similitudes, pero estas no deben ser sobrevaloradas. Considero, más bien, que profundizar en las no muy visibles diferencias de aproximación entre los dos autores ayuda a encuadrar mejor el problema que está en el trasfondo de estas páginas, es decir, si la transición ocurrida en el siglo XX, del Estado legislativo al Estado constitucional de derecho, ha determinado una transformación radical también del modo de razonar de los juristas, en particular de los jueces, que hoy ya no podría ser aprehendido por la etiqueta «formalismo», aunque fuera entendida en el sentido de Jori y de Schauer. Esta es una idea en boga en las últimas décadas. Hoy, muchos estudiosos sostienen que el surgimiento del Estado constitucional, debido a su arquitectura institucional y de sus contenidos de valor, ha impuesto a los jueces un cambio radical en su propio modo de razonar, argumentar y decidir. El padre espiritual de esta orientación es, naturalmente, Ronald Dworkin, primero con su teoría de los principios, y luego con su teoría interpretativa del derecho como integridad (véase Dworkin, 1977, 1984, 1986, 1988).

Como diré, considero que esta es una tesis unilateral e ideológica. Unilateral, porque descuida ciertos mecanismos del derecho que permanecen invariables a pesar de las grandes transformaciones jurídicas que, sin duda, ha introducido el Estado constitucional; ideológica, porque tiene la declarada pretensión de proveer una reconstrucción racional de las prácticas jurisprudenciales efectivas, cuando en realidad apunta ocultamente a promover algunas de estas prácticas y favorecer su difusión.

Mi conclusión es que el formalismo no está para nada muerto, ni está a punto de morir, y que, más bien, las técnicas formalistas de las que se vale el derecho podrían ser provechosamente adoptadas para detener las actuales derivas jurisdiccionales que amenazan con trasformar la jurisprudencia en un verdadero poder salvaje.

II. LAS NORMAS COMO GENERALIZACIONES BLINDADAS, PERO NO DEMASIADO

Empezaré por Schauer y, por tanto, iré hacia atrás, pues los trabajos del estudioso norteamericano sobre el formalismo son posteriores a la publicación del principal escrito de Mario Jori sobre el formalismo jurídico, el cual se remonta a 1980. Ese proceder es posible pues Schauer no tiene conocimiento de los trabajos de Jori ni de la discusión italiana en torno al formalismo jurídico en el que se mueve el análisis de Jori. Desde esta perspectiva, lamentablemente, también Schauer se adecua a los hábitos de la filosofía del derecho English speaking que, debido a límites lingüísticos pero especialmente culturales, ignora casi por completo la filosofía del derecho «continental», procediendo de forma separada y tendiendo a la autorreferencia1.

En opinión de Schauer, los argumentos usados en el derecho no son distintos de los que encontramos en otros sectores de la experiencia humana. Lo que caracteriza el razonamiento de los juristas es, si acaso, la decisiva importancia que en él se atribuye a las reglas, que entiende como generalizaciones prescriptivas que conectan consecuencias jurídicas a casos, situaciones e individuos descritos de una manera altamente selectiva; diríamos, general y abstracta2. Esto quiere decir que los juristas normalmente deciden y justifican las propias decisiones apelando a estándares normativos generales y, por ello, inevitablemente selectivos, y lo hacen incluso, cuando tomar en cuenta todas las peculiaridades del caso concreto, conduciría a decisiones más plausibles, más justas, más satisfactorias, en suma, mejores.

Por lo tanto, según el autor estadounidense, para entender qué significa «thinking like a lawyer», es central la contraposición entre dos estrategias decisionales (véanse Schauer, 1988; 1991a, pp. 51ss.; 77ss., 2004a; 2009, especialmente el capítulo 1, 2013): una estrategia particularista que apunta a tomar la decisión, consideradas todas las cosas, que resulte mejor en las circunstancias de que se trate, y una estrategia generalizante, en la cual la decisión es siempre asumida con base en una regla, incluso en los casos en los que el decisor se encuentre ante experiencias «recalcitrantes», es decir, tales de quedar comprendidas en el tenor literal de la regla, pero frustrando su justificación, o bien, tales de satisfacer plenamente la justificación de la regla, pero excediendo su tenor literal. El ejemplo es el de la regla que, con el fin de tutelar la tranquilidad de los clientes, prohíbe el ingreso de los perros en los restaurantes, excluyendo así también al dócil perro-guía para invidentes y, por el contrario, consintiendo el ingreso de niños y otros seres molestos semejantes.

Aquí, sin embargo, es necesario destacar algo; en efecto, tal como es descrita por Schauer, la estrategia decisional particularsita no hace sino generalizaciones normativas que también pueden ser sensibles tanto a las reglas como a las buenas razones que sugieren recurrir a las reglas, es decir, la previsibilidad, la certeza y la fiabilidad que favorecen (Schauer, 1991a, pp. 97ss.). Lo que, sin embargo, la distingue de la estrategia generalizante, que en este punto podríamos denominar formalista, es la propensión de quien la adopta a modificar o apartar la regla cada vez que se presente un caso recalcitrante; en otra palabras, a tratar las reglas como indefinidamente maleables o, como hoy está de moda decir, derrotables3. Dicha estrategia sigue siendo particularista porque las generalizaciones sobre las que se basa no son tratadas como verdaderas reglas sino como máximas de experiencia (rules of thumb) carentes de fuerza normativa, pues siempre pueden ser apartadas cada vez que ello sea necesario para satisfacer de una manera más adecuada su justificación subyacente (por ejemplo, preservar la tranquilidad de los clientes, en el ejemplo de la prohibición de ingreso de los perros en los restaurantes).

Decidir sobre la base de una regla significa, por lo tanto, excluir del razonamiento consideraciones ajenas a su tenor textual; decidir de una manera particularista significa incluir en el razonamiento consideraciones que no se deducen del tenor textual de la regla, obtenidas del objetivo subyacente a la propia regla, o bien, eventualmente, de argumentos externos a la regla y a su justificación, por ejemplo, argumentos que conciernen a criterios de razonabilidad, oportunidad o justicia4.

Todo el discurso de Schauer está, por lo tanto, construido en torno a la oposición entre el tenor literal de una regla y su justificación o, por decirlo en términos más familiares a los juristas continentales, entre la letra y el espíritu de la ley (retornaré sobre esta oposición infra, sección IV)5. Para él, la estrategia particularista, que apunta a la mejor decisión, consideradas todas las cosas, es aquella que aplica directamente la justificación de la regla sin pasar a través del filtro de las palabras. La estrategia formalista es, por el contrario, aquella que trata la regla como «blindada» o «atrincherada» (entrenched), es decir, como opaca respecto a la justificación que le subyace. Por lo tanto, el formalismo, en el sentido en el que nos habla Schauer, consiste en tratar «la forma de una regla jurídica como más importante que su fin profundo o, más importante que lograr el juicio mejor, todas las cosas consideradas, en el contexto particular de un caso concreto» (Schauer, 2009, p. 30). Es el derecho mismo, nos dice, el que confiere prioridad al significado de la formulación normativa respecto a la obtención del objetivo de la norma y del mejor resultado. Por lo tanto, entendido en este sentido, el formalismo es un componente de la noción de estricta legalidad (legalism) (p. 31) que consiste, al menos en parte, en privilegiar el significado literal de la regla como criterio decisorio sobre una «determinación menos estricta del propósito, la razonabilidad o el sentido común» (p. 32; las cursivas son mías). En este sentido, el formalismo expresa una cierta distribución de poderes decisorios; ello es, esencialmente, una técnica de asignación —y, más precisamente de limitación— de poderes jurídicos lo que, a su vez, resulta instrumental para tratar como importante una serie de «valores del sistema e institucionales más amplios» (p. 35): previsibilidad, estabilidad, igual tratamiento de los casos iguales, temor de conceder una discrecionalidad demasiado amplia a los decisores, valores que es posible compendiar en la fórmula rule of law —una discusión detallada de estos valores se encuentra en Schauer (1991a, capítulo 7)—. Por lo tanto, el autor estadounidense sostiene que, a pesar de ser propenso a errores, las virtudes del razonamiento basado sobre reglas son tales que lo hacen, de modo general aunque con ciertas condiciones, preferible a la alternativa particularista6.

Por otra parte, Schauer admite que ambas estrategias, la formalista y la particularista, pueden coexistir en el interior de un mismo derecho, y que de hecho coexisten, al menos en el derecho estadounidense del que se ocupa, en la forma de la cohabitación entre el derecho legislativo y el common law. Este último está, al menos en algunos momentos de su historia, compuesto de reglas que son plasmadas una y otra vez con ocasión de cada decisión judicial.

Finalmente, considera que se puede continuar hablando de formalismo, de decisiones sobre la base de reglas, incluso donde la opacidad de estas últimas respecto a las justificaciones subyacentes o a consideraciones externas a ellas y, por lo tanto, su resistencia a los casos recalcitrantes no sea categórica sino solo presuntiva, es decir, que resulte para la generalidad de los casos, con excepción de aquellos en los que la absurdidad, la injusticia o la irrazonabilidad que se derivaría de la decisión adoptada sobre la base de la regla aplicable al caso sean de tal magnitud que justifique su apartamiento a favor de la justificación subyacente (o de cualquier razón externa a ella, en caso de que la justificación se considere inadecuada). En otras palabras, considera que el formalismo es compatible con un tratamiento ocasional, si bien calificado, de las reglas como derrotables, es decir, que pueden ceder ante consideraciones ajenas a su tenor textual, al menos ante circunstancias particularmente apremiantes. De este modo, toma partido en la discusión reciente, tan animada como confusa, en el tema de la derrotabilidad considerando a esta última como una modalidad de tratamiento de las reglas para nada necesario, sino solo eventual y contingente. El autor estadounidense considera poder así salvaguardar la autonomía del razonamiento jurídico y su dependencia de las reglas, conciliando su carácter vinculante con una limitada apertura a consideraciones extranormativas y, al parecer, extrajurídicas. Con este planteamiento, considera poder rebatir las objeciones de Dworkin al «modelo de las reglas» y al positivismo hartiano, acogiéndolas al menos en parte (véase Dworkin, 1977, especialmente pp. 14ss.).

Schauer denomina positivismo jurídico presuntivo a esta aproximación a las reglas. En este caso, el positivismo jurídico no sería entendido como una tesis conceptual o teórica acerca de la naturaleza del derecho, o como un tipo de aproximación al derecho, sino como una tesis empírico-explicativa sobre los modos habituales de decisión de los juristas (Schauer, 1991a, pp. 196ss.). El positivismo jurídico presuntivo ofrecería una explicación atendible de la práctica difundida en el sistema jurídico estadounidense, en el que la aproximación formalista se combina con un particularismo sensible a las reglas, no solo en el ámbito del common law, sino también del propio derecho legislativo. Incluso de un sistema de este tipo se podría decir que está caracterizado por un limited domain, una relativa separación de otros ámbitos sociales, no obstante la apertura ocasionalmente admitida en ellos a consideraciones ajenas (Schauer, 2004b; Alexander & Schauer, 2007).

Las cuestiones que las ideas de Schauer plantean son numerosas y complejas. Teniendo que proceder selectivamente, mencionaré solo las más relevantes para mis fines, posponiendo su discusión a la sección IV del presente texto.

En primer lugar, uno puede preguntarse cuáles son precisamente los factores que determinan o favorecen el «blindaje» u opacidad de las reglas, en suma, su exclusividad como guía de las decisiones. El punto es importante, pero, a mi entender, no es tratado de forma totalmente clara por el autor estadounidense. En efecto, me parece que oscila entre tres criterios: la presencia de un texto canónico en el que se formula la regla (Schauer, 1991a, p. 68), el significado literal de la regla (plain or literal meaning) (p. 69), o un conjunto de significados compartidos como trasfondo, es decir, una comprensión compartida por parte de quienes, habiendo interiorizado la regla, la aceptan (pp. 70-71; sobre estas oscilaciones de Schauer, véase Barberis, 2002).

En segundo lugar, hay que preguntarse si resulta aceptable adoptar la oposición entre letra y espíritu de la ley como clave para establecer la distinción entre razonamiento formalista y razonamiento particularista (Schauer, 2009, pp. 24ss.). ¿Realmente ingresar en el ámbito de las razones justificativas subyacentes a una regla equivale a abandonar el formalismo y acoger un estilo de razonamiento particularista? Y, en consecuencia, ¿equivale a transferir el poder decisional de quien ha puesto la regla a quien está llamado a aplicarla? Ciertamente, si así fuese, deberíamos concluir que, contrariamente a todo lo que opina el autor, el formalismo, en el sentido en que él lo entiende, está, en realidad, poco difundido entre los juristas, ya que estos acostumbran a tomar en cuenta, junto y además de la letra de la norma, una multiplicidad de otros factores como el objetivo de la norma, su no absurdidad, su coherencia y consistencia con otras normas, etcétera, en suma, todos los distintos factores captados por los cánones interpretativos tradicionales (Luzzati, 1990, p. 275).

En tercer lugar, debe quedar claro quién o qué controla la fuerza de la presunción en favor del razonamiento sujeto a reglas y, además, en qué medida esta presunción es efectivamente controlable. A veces Schauer deja entender que el poder de evadir los vínculos normativos sería conferido a los órganos de decisión por metarreglas especiales —así lo interpretan Ferrer Beltrán y Ratti (2012a, p. 25)—, otras veces, se refiere genéricamente al sistema —véase Schauer (2012, p. 87), donde el autor subraya que la derrotabilidad depende de «cómo un sistema de toma de decisiones decida tratar a sus reglas»—, al entorno jurídico7, o bien a la práctica jurídica (Schauer, 1991a, p. 210). Hoy, muchos teóricos del derecho tienden a representar las reglas como indefinidamente derrotables, es decir, que si su aplicación condujese a un resultado absurdo, irrazonable o injusto, es posible que, en el momento de la decisión, las consideraciones dictadas por ellas podrían ser legítimamente enmendadas o bien apartadas en favor de la decisión más razonable, justa, adecuada (véase, entre otros, Tur, 2001; MacCormick, 2005; Atienza & Ruiz Manero, 2012). Ellos plantean criterios alternativos al formalista de Schauer para racionalizar tales operaciones, llamándolos, por ejemplo, ponderación o razonabilidad. Si tuviesen razón, significaría que el formalismo, tal como es entendido por el autor estadounidense, no tiene más curso, al menos en el ámbito de los derechos modernos.

Para afrontar (de un modo necesariamente sumario) estos problemas, es necesario repasar las ideas de Mario Jori, de las cuales será posible obtener elementos que nos ayudarán a esbozar algunas respuestas.

III. EL FORMALISMO PRÁCTICO Y EL DERECHO COMO MÁQUINA PARA LAS ELECCIONES PRÁCTICAS

Comparado con el discurso de Schauer, el de Jori sobre el formalismo parece, como veremos, más descarnado, pero también de un mayor alcance explicativo. Jori se inspira en la noción de norma como razón excluyente de segundo grado elaborada por Raz (Jori, 1980, pp. 4ss. y 86ss.; 1992)8. Partiendo de esta última, contrapone una técnica de elección práctica basada en normas, o «al por mayor», a una técnica de elección vez por vez, o «al detalle». Esta última se basa en el cálculo de las razones a favor y en contra de una determinada elección en cada una de las circunstancias analizadas en sus peculiaridades idiosincráticas9. Por el contrario, las normas, como razones excluyentes de segundo grado, son instrumentos de elección «al por mayor» porque proveen criterios decisorios (razones) estandarizados, válidos para todos los casos que presentan las características indicadas en ellos, por lo tanto, son instrumentos selectivos, es decir, generales en tanto que válidos para cada caso que presente las mismas características consideradas relevantes por las normas. Por esta razón, esta técnica es denominada por Jori formalismo práctico: formalismo, por su carácter selectivo respecto a la real complejidad de los «casos de la vida», y práctico, por el hecho de estar al servicio de elegir cómo actuar y cómo justificar las decisiones propias o ajenas. Para Jori, el formalismo entendido en este sentido es el punto de partida y la clave para aclarar y analizar las críticas al formalismo, las cuales se dirigen usualmente e indistintamente al derecho y a los juristas, especialmente desde el sentido común.

En este punto es posible advertir que, a grandes rasgos, estamos en la línea de las ideas de Schauer, salvo por un aspecto. En efecto, es distinto el modo de plantear la elección que este último denomina particularista, y Jori, elección vez a vez o «al detalle». Como se ha visto, para Schauer, el particularismo puede explicarse también en presencia de una regla, en caso de que el decisor la trate como un simple filtro a través del cual remontarse hacia su justificación subyacente, adoptando esta última como razón, decidiendo de una manera distinta a como habría decidido si se hubiese dejado guiar solo por el tenor literal de la regla. Para Jori, en cambio, el razonamiento al detalle es aquel que sucede en ausencia de criterios generales preconfeccionados (exceptuando el tema de la indeterminación al que nos referiremos en breve). En todo caso, para él es verdadero que una regla que incluyese, por ejemplo, la cláusula ceteris paribus sería considerada solo como una buena razón, mas no como una razón concluyente y excluyente, pues es la regla misma la que se autocalificaría de ese modo (Jori, 1980, p. 77; es probable que también Schauer llegaría a la misma conclusión).

De otro lado, Schauer coincide con Jori en tratar, en definitiva, como particularista a la elección realizada sobre la base de normas totalmente indeterminadas: la indeterminación del significado del estándar normativo equivale, esencialmente, a la libertad de elegir las razones sobre cuya base decidir. Para Jori, la indeterminación de las normas reduce, hasta el límite de anularla, la distinción entre técnica formalista y particularista (1980, p. 9). Finalmente, ambos autores coinciden en criticar a quien niega y oculta esta libertad de elección, es decir, en criticar la pretensión de poder siempre recabar las reglas del texto, de recabar argumentos unívocos y resolutivos para cada uno de los casos a partir de las palabras empleadas en las reglas. En este sentido, se suele hablar también de formalismo, aunque en un modo radicalmente distinto: como formalismo interpretativo (Jori, 1980, pp. 25, 49)10. Para Jori, subsiste un antagonismo entre el formalismo interpretativo, que es una ideología, y el formalismo práctico, que es una técnica. En efecto, acreditando falsamente la imagen de un intérprete siempre sometido a las palabras de la ley, el formalismo interpretativo termina favoreciendo la máxima libertad de aquel, pues favorece subrepticiamente la evasión de los límites a su cargo, representados por las técnicas del formalismo práctico.

Pasando ahora a estas últimas, cabe decir que, también para Jori, el uso de las normas como instrumentos de elección práctica es todo menos peculiar del derecho, siendo más bien una modalidad de razonamiento, elección y decisión muy común en todos los ámbitos de la práctica. En el entorno jurídico, sin embargo, el formalismo práctico se complica por cuanto se ramifica y se generaliza. En efecto, en el derecho no solo se elige sobre la base de normas, sino que las normas mismas son elecciones tomadas a su vez sobre la base de criterios estandarizados, es decir, sobre la base de otras normas (metanormas); en pocas palabras, sobre la base de aquellas que se suele llamar fuentes del derecho. Tales criterios son esencialmente de dos tipos: de contenido y (ulteriormente) formales. En efecto, de un lado, las normas pueden ser seleccionadas sobre la base de su contenido, es decir, en la medida en que sean deducibles del contenido de una metanorma: es el caso del contenido de la sentencia que debe ser deducida del contenido de la ley. Del otro lado, las normas pueden ser seleccionadas sobre la base de factores ajenos a su contenido, típicamente sobre la base de la conexión que se establece por el derecho mismo entre ellas y ciertas actividades o acontecimientos (procesales) y/o ciertos individuos (competencias). Es el caso, por ejemplo, de las normas legales que son elegidas sobre la base de criterios procedimentales y de competencia establecidos por los reglamentos parlamentarios y por la Constitución. En pocas palabras, y como se suele decir, en este caso las normas son creadas, puestas o producidas sobre la base de ciertos procedimientos de órganos competentes que, en cuanto tales, actúan como autoridades jurídicas. Es el pedigrí de recuerdo dworkiniano (Dworkin, 1977, pp. 17ss.).

El recurso a estos últimos métodos formalistas se justifica, de modo general, porque mediante la distribución de poderes jurídicos es posible poner fin a las disputas, sean estas en torno a la mejor elección de las normas generales a ser adoptadas, sean en torno a la mejor aplicación de tales normas generales a casos concretos (Jori, 1995, pp. 125-126). Se trata, por lo tanto, de una exigencia de certeza en sentido amplio.

Esto aparece especialmente claro si se tiene en cuenta el hecho de que, en el derecho, el formalismo de tipo deductivo-contenido y el de las competencias-procedimientos generalmente se encuentran entrelazados de diferentes maneras. Mientras tanto, el derecho puede establecer que la deducción de una norma del contenido de la metanorma tenga valor jurídico solo si se lleva a cabo por ciertos individuos dotados de competencia normativa, generalmente con el auxilio de ciertos procedimientos. Esto determina una limitación a la «libre razón práctica» que opera a través de deducciones de contenido, es decir, a través de una operación lógica que cualquiera está en capacidad de hacer, ya que en estos casos solo tendrá valor jurídico la norma deducida por las autoridades competentes sobre la base de los procedimientos previstos. Asimismo, tendrá tal valor también en caso de que la operación de deducción realizada sea por alguna razón defectuosa (salvo impugnaciones, revisiones, declaraciones de inconstitucionalidad, etcétera, todas ellas, a su vez, realizaciones de las técnicas formalistas). Aquí la exigencia de certeza pasa a un primer plano, posponiendo exigencias antagónicas de justicia sustancial, equidad y similares.

Por otro lado, sin embargo, los procedimientos y las competencias pueden ser usados también para conferir, a alguna autoridad jurídica, poderes total o parcialmente discrecionales. Esto ocurre cuando el titular del poder discrecional no está obligado a producir normas/ decisiones dotadas de contenidos normativos predeterminados, o bien, cuando está obligado, pero de un modo extremadamente indeterminado («actúa en el interés general» o similares). Lo que puede justificar, aunque de hecho no siempre lo justifica, esta concesión de discrecionalidad es la idea de que el resultado que se quiere perseguir es demasiado indeterminado o variable como para que resulte posible/ oportuno prescribirlo directamente y en detalle, por lo que es preferible orientar indirectamente su búsqueda recurriendo, por así decirlo, a las medidas laterales de las competencias y de los procedimientos.

De este modo, tanto para Jori como para Schauer, las reglas son instrumentos de distribución de poderes decisorios. Jori, sin embargo, subraya que esta distribución puede ser modulada, operando sea en el sentido de restringir o en el sentido de ampliar dichos poderes, los cuales son en cada caso adscritos a las autoridades jurídicas, todas ellas instituidas y actuando según las técnicas del formalismo práctico.

El derecho, dice Jori, es el mayor afectado por el cargo de formalista, no porque sea el ámbito en el que se adopta esta técnica de manera exclusiva, pues ella, efecto, se emplea en otros ámbitos, especialmente en algunas religiones institucionalizadas y en ciertas organizaciones políticas burocráticas. Sin embargo, el derecho es «el campo en el cual esta técnica ha tenido su máximo, sistemático y visible desarrollo» (Jori, 1995, p. 125). El hecho de que la imputación de formalista tome como blanco elegido al derecho se explica si consideramos que tales técnicas, en el ámbito jurídico, se presentan de una manera más acentuada, transparente y pública. Por ejemplo, el rol decisorio de las autoridades no es ocultado tras su presunta infalibilidad, como sucede en la Iglesia católica.

El ordenamiento jurídico puede ser, entonces, concebido como un conjunto de normas y de metanormas vinculadas entre sí a través del empleo de las distintas técnicas formalistas antes indicadas. Visto así, esto se presenta para Jori como un mecanismo de justificación de elecciones de acción, una enorme y complicadísima maquinaria mental que guía la realización de elecciones «al por mayor», ciertamente, para quienes acepten dejarse guiar por ella11. Esta es la perspectiva desde la que lo tratan los juristas, quienes, precisamente de manera predominante, razonan y deciden formalistamente y justifican sus propias elecciones remitiéndose a normas y a metanormas. Luego, en su calidad de productores de «ciencia jurídica», los juristas elaboran descripciones de este mecanismo decisorio en las que ilustran, volviendo a recorrer, los aspectos selectivos y las concatenaciones normativas. Sin embargo, como veremos en breve, esto no quiere decir que la actividad de la doctrina y de la práctica del derecho, para Jori, tenga un rol solamente notarial.

En conclusión, advierte Jori que «en especial el derecho contemporáneo y moderno está determinado no solo por aquello que contiene, sino también por aquello que excluye, por el hecho de ser un sistema cerrado de justificaciones (normativas); por el hecho de que cualquier argumento, a favor de cualquier elección de acción, no sea sin más asumido en el derecho sobre la base de sus méritos (aun cuando sean mesurables), sino tan solo si responde a criterios de acceso en el ordenamiento jurídico» (1992, p. 125). Es la tesis que, como ha sido dicho, Schauer denomina el limited domain. Sobre la base de esta tesis, no todas las fuentes, normas o argumentos que socialmente se pueden emplear serán también del derecho, sino solo aquellos que el propio derecho admite como tales. El derecho, en suma, funciona como un mecanismo de razonamiento, elección y decisión, basado en la selección de las razones admitidas y la exclusión de todas las demás.

No obstante, como habíamos visto, en el caso de Schauer, la idea del positivismo jurídico presuntivo sirve para atenuar el aislamiento sistémico del derecho, dado que, en ciertos casos, aunque excepcionales, será posible salirse del limited domain, es decir, apartarse de los argumentos que el derecho considera relevantes, en favor de otros externos a él12. En esto, la teoría de Schauer parecería más equipada que la de Jori para dar cuenta de la realidad de los derechos contemporáneos, al menos si se toma en cuenta el modo en el que esta última es representada por muchos teóricos de los derechos modernos, desde Dworkin en adelante. En efecto, la teoría de Jori parece invocar una exclusividad de las normas-razones (recordemos su referencia a Raz) y una clausura del derecho que ya parecen características obsoletas e inadecuadas para dar cuenta de la realidad de los derechos constitucionalizados.

Sin embargo, incluso la rama de olivo que Schauer le extiende a Dworkin bajo la forma del positivismo jurídico presuntivo podría ser considerada una concesión aún demasiado tímida a la luz de los desarrollos del derecho contemporáneo, del papel cada vez más central que desempeñan en ellos las Constituciones y los principios, explícitos e implícitos, desbordantes de valores morales: todos ellos, elementos que parecen refutar toda pretensión de exclusividad de las razones jurídicas y de limited domain, y parecen llevar al jurista hacia horizontes argumentativos más amplios y, a la vez, más dúctiles. Mas precisamente, los ordenamientos occidentales, a través de los principios, los derechos y la mención de grandes valores como la libertad, la igualdad y la dignidad humana, habrían sumergido, de un modo que se proyecta como irreversible, el derecho en la moral (o, más bien, en la Moral), entendida como el depósito, sea de contenidos preceptivos, sea de métodos de razonamiento (ante todo, razonabilidad, ponderación, proporcionalidad). Por el contrario, la imagen ofrecida por Schauer es la de un jurista todavía fuertemente alineado con las normas que controlan su libertad decisoria, incluso cuando se la conceden, es decir, incluso cuando lo autorizan a trascender las normas mismas para tomar criterios externos a ellas y, quizás, externos al propio derecho13.

Por lo tanto, ambas teorías del formalismo jurídico podrían ser catalogadas como expresiones de un pensamiento jurídico (¿paleo-postivismo?) ya superado por la historia y por la cultura jurídica, las cuales habrían decretado la operatividad también en el derecho de una razón práctica libre de condicionamientos formalistas, que trata a las reglas como meras razones, eventualmente buenas razones, o incluso razones de peso, pero no invencibles, y que siempre se pueden sopesar y ser apartadas con el fin de obtener la respuesta correcta a las cuestiones jurídicas.

IV. EL TEXTO, EL CONTEXTO, LOS INTÉRPRETES

Antes de pasar a los temas anteriormente indicados, es necesario partir desde una consideración general de las teorías de Jori y de Schauer. Entre ellas hay una evidente semejanza de familia, no solo como representación de las elecciones basadas en normas y su centralidad en el derecho, sino también porque, sobre el plano del método, ambas están motivadas por el principal intento de describir el modo efectivo de operar de los juristas14. Sin embargo, existe una discrepancia fundamental entre las dos perspectivas que es importante señalar ahora aunque sus implicancias serán destacadas más adelante. En efecto, la teoría de Jori se presenta como una teoría general del derecho —y, más precisamente, una teoría general del ordenamiento/razonamiento jurídico— orientada a dar cuenta, si no de todo derecho pasado, presente y futuro, al menos del derecho occidental históricamente conocido, aunque a menudo haga especial referencia a los derechos modernos y contemporáneos, diríamos, desde el derecho napoleónico en adelante (Jori, 1980, pp. 35ss.). La teoría de Schauer, en cambio, se presenta como una teoría general de las normas —del razonamiento basado en normas— que, en cuanto tal, tiene muy silenciada la dimensión ordinamental y nomodinámica (por usar el léxico kelseniano) del derecho que, en todo caso, apunta declaradamente a dar cuenta solo de un cierto tipo de entorno jurídico, como es el norteamericano contemporáneo, cuya estructura organizativa está inspirada en los principios del rule of law.

En mi opinión, este distinto enfoque general alberga también una diferencia significativa en el modo mismo de entender el formalismo jurídico como técnica de razonamiento basado en normas. Esta divergencia concierne al modo de entender las características del vínculo al razonamiento práctico que opera con las reglas, es decir, los factores de los que depende su subsistencia y operatividad.

Decir que los juristas, cuando deciden y justifican sus decisiones, están vinculados por las normas jurídicas es una evidente obviedad —claro está que es también una concentración de problemas filosóficos—, pero ¿de dónde obtenemos que lo estén de forma exclusiva, es decir, que no sean libres de desplazar a placer las normas relevantes para llegar a la mejor solución sobre la base de argumentos libremente elegidos? En suma, ¿de dónde obtenemos que las normas jurídicas sean razones excluyentes, como sostiene Jori y como sostiene también Schauer, aunque sea dejando abierta la vía de escape del positivismo jurídico presuntivo?

Hemos visto que, además del significado literal y de la comprensión compartida, Schauer menciona como fuente de exclusividad del vínculo normativo la presencia de un texto canónico en el que son expresadas las reglas. Me parece que con esta indicación señala un elemento importante, en realidad un aspecto del derecho tan arraigado y penetrante que puede resultar ya casi invisible, y para profundizar en este punto necesitaremos el auxilio de la teoría del formalismo práctico de Jori.

Entre tanto, tratemos de aclarar la noción de texto canónico u oficial. El autor estadounidense usa esta noción para referirse, en general, a cualquier texto normativo dotado de una formulación fija como, por ejemplo, el habitual cartel «prohibido el ingreso de perros» puesto en la puerta de los restaurantes. Este, sin embargo, es un sentido demasiado amplio, especialmente porque no es adecuado para marcar la diferencia entre una regla cuya formulación se protege y una regla que, digámoslo así, se entiende como expresada mediante una determinada cadena de palabras que se mantiene inalterada por razones de comodidad, certeza, facilidad de uso intersubjetivo o similares, pero que podría ser expresada con otras palabras sin que de ello se derive alguna consecuencia significativa, ciertamente con la condición de que las dos formulaciones sean sinónimas15. En efecto, la noción de texto canónico adquiere su especificidad y su interés solo cuando está referida a un texto cuya formulación está, precisamente, protegida o blindada, es decir, tal que no pueda ser modificada ni siquiera para hacerla más utilizable, clara, etcétera, fuera del ejercicio de un poder normativo predispuesto para dicho fin16. Es este el sentido en el que Jori habla de texto canónico, es decir, como producto del uso de las técnicas formalistas de la competencia y del procedimiento, y producto no manipulable, salvo que se recurra a las mismas técnicas formalistas, obviamente, cuando ello esté previsto en el derecho (Jori, 1980, pp. 25ss.). Así, en el cuadro trazado por Jori, el texto canónico está ligado en un doble sentido a las técnicas del formalismo práctico.

Hay varios factores que pueden explicar por qué los contenidos normativos son encapsulados en textos dotados de tales características: el texto canónico es un modo bastante confiable para señalar que la norma proviene de una determinada autoridad jurídica; ello, además, garantiza, por igual, la facilidad de uso de sus contenidos normativos por parte de usuarios distantes en el tiempo y en el espacio, así como la persistencia de tales contenidos, al menos hasta que alguna autoridad competente decida modificarlo o eliminarlo. El texto (o, mejor aun, su publicación) sirve también como indicador del momento exacto de la entrada en vigencia de ciertos contenidos normativos.

Pero la función pragmática más destacada del texto canónico, su principal razón de ser, no es la mera comodidad o facilidad de uso, sino, justamente, la de sancionar la exclusividad de los contenidos normativos que en él se expresan17. Por decirlo de otro modo, el texto canónico tiene sentido solo si se presupone que el derecho que lo usa prescribe buscar en él, y solo en él, los contenidos jurídicos sobre cuya base realizar las elecciones prácticas y justificarlas. Es una banalidad, pero precisamente por ello cabe recordarla. Que un texto esté blindado y protegido quiere decir, esencialmente, que «se debe hacer precisamente lo que está escrito aquí». Por lo demás, la fórmula de la promulgación de las leyes expresa esencialmente esta idea, aunque de una forma un poco más solemne. Esta idea, desde el tiempo cuando los textos jurídicos comenzaron a separarse de sus autores18 y a ser protegidos mediante técnicas formalistas, se ha convertido en un elemento fundamental de la pragmática del derecho, además de ser un prerrequisito imprescindible de las organizaciones jurídicas que giran sobre la idea del Estado de derecho (Jori, 2009, pp. 218-219). En el derecho, especialmente el moderno y contemporáneo, esta modalidad de uso de las técnicas formalistas es tan arraigada, generalizada y penetrante que no suscita la más mínima atención. Todos, tanto juristas como legos, usan cotidianamente expresiones como «la ley dice», «las palabras de la ley», «el texto de la ley», etcétera, las cuales solo pueden tener sentido en este marco. Incluso en el derecho constitucionalizado, el cual es presentado a menudo como el triunfo de los contenidos sobre las formas jurídicas, las técnicas formalistas de la canonización de los textos encuentran su confirmación y plena aplicación, en la medida en que la constitución no es más confiada a reglas consuetudinarias que sancionan los usos y las leyes fundamentales, sino que, más bien, se vuelve Constitución, es decir, un texto protegido y, en algunos casos, inmodificable por medios jurídicos.

En conclusión, es ciertamente muy precipitado e impreciso decir, como lo hace Schauer, que son sus formulaciones las que se vuelven reglas atrincheradas. En primer lugar, no se debería hablar genéricamente de formulaciones, sino de calificadas formulaciones lingüísticas escritas, las cuales son elevadas a textos oficiales. En segundo lugar, no son las formulaciones en sí mismas consideradas las que van a producir este resultado, sino el valor jurídico que les atribuye el derecho mismo a través de las técnicas formalistas.

El derecho pretende, entonces, un control de la exclusividad de sus normas y de la rigidez de sus confines, y busca obtener este resultado especialmente a través del uso de los textos canónicos19. Cabe, sin embargo, subrayar que este control puede manifestarse no solo en la dirección de la clausura, sino también en la dirección de la apertura. En otros términos, este se presenta como un control de segundo grado de la gestión de tales confines. En la primera dirección interviene la minuciosa reglamentación de las fuentes admitidas y de las normas obtenidas de ellas, todas ellas, generalmente en los derechos modernos, incorporadas en textos canónicos, es decir, protegidos (entre ellos, dicho sea de paso, se incluye también a las decisiones jurisdiccionales). En los derechos occidentales modernos, encontramos también explícitos reforzamientos ulteriores de esta exclusividad, como sucede de manera directa con el principio de taxatividad de las normas penales de sanción y, de un modo indirecto, con las reservas de ley y con la separación de los poderes (los jueces solo están sometidos a la ley). Otros elementos que actúan en esta dirección son la previsión de una jerarquía de las fuentes y de metanormas sobre la interpretación así como otras técnicas orientadas a limitar la libertad del intérprete, como definiciones y normas interpretativas. Por el contrario, junto a este género de normas y de metanormas, se encuentran otras que igualmente operan en la dirección opuesta, de la apertura, es decir, que autorizan o prescriben atender más allá de los materiales jurídicos contenidos en los textos para buscar las fuentes o los contenidos de las decisiones (pensemos en las cláusulas generales) o que prescriben considerar la norma aplicable tan solo como una buena razón (la ya recordada cláusula ceteris paribus). Como ya se ha recordado, el mismo resultado puede ser perseguido a través de reglas formuladas de un modo notablemente vago o genérico o, incluso, a través de la concesión de una discrecionalidad en blanco. En definitiva, de todo ello resulta que la cuestión del grado de exclusividad y de limitación del limited domain del derecho no puede ser enfrentada atendiendo a la norma singular. No se puede prescindir de una perspectiva sistémica y pragmática, ni tampoco de un examen de los contenidos efectivos de los específicos ordenamientos jurídicos.

Ciertamente, lo anterior no prejuzga y deja abierto el problema de si la exclusividad y la clausura sean o no una buena idea y, en particular, no dice nada acerca de qué tasa de éxito pueda tener, a los ojos de los juristas y de cualquier otro de sus usuarios, esta pretensión del derecho de gestionar exclusivamente sus propios contenidos y sus propios confines.

Esta es, en efecto, solo una parte muy limitada del cuadro, el cual debe ser completado teniendo en cuenta las actitudes de los intérpretes, especialmente de aquellos autorizados en tanto que dotados de autoridad jurídica, actitudes con las que deben lidiar las determinaciones internas y los límites establecidos por un derecho. Sería, en efecto, muy simplista sostener que esta pretensión de control exclusivo por parte del derecho de los argumentos, a partir de los cuales se obtienen las decisiones judiciales, se realiza por sí misma. Esta es, más bien, la clásica representación ideológica que los juristas adoran proveer de su actividad, cuando la presentan como heterodirigida íntegramente por los textos y, por lo tanto, por sus autores.

En realidad, como sabemos, los textos, aunque oficiales, no se interpretan ni aplican por sí mismos, lo cual no significa que sean cáscaras vacías. Al respecto, Jori observa que «confiarse en las palabras provenientes de una autoridad […] para controlar las acciones sociales más importantes, quiere decir […] aceptar sustituir nuestra intuición de lo que es justo con nuestra intuición lingüística, en la esperanza, creo que justificada, de que la segunda sea menos subjetiva, incierta y variable que la primera» (1993, p. 117). Para suscribir esta idea es necesario, naturalmente, estar convencidos de que los textos jurídicos puedan tener un significado, en cierta medida preconstituido y relativamente independiente de cada una de las ocasiones de uso. Sin duda, tanto Jori como Schauer comparten esta perspectiva, remitiéndose ambos a Hart, aunque la atenúan de diferentes maneras.

La aproximación de Schauer al formalismo, como lo he recordado en la segunda sección de este texto, se focaliza en la oposición entre la letra y el espíritu de la ley. El filósofo americano hace un uso abundante de la noción de significado literal, representándolo como algo que prescinde siempre de consideraciones externas al texto, en particular, de las justificaciones de los contenidos normativos encapsulados en ellos. Parece creer, además, que si hay un significado literal, este representa la base normal, necesaria y suficiente para justificar las decisiones jurídicas, salvo casos excepcionales. Ciertamente, toma en consideración la eventualidad de que, cuando una formulación normativa sea indeterminada, para seleccionar uno entre sus múltiples significados posibles, se debe recurrir a consideraciones relativas al objetivo de la misma norma. Añade, además, que un legal environment podría atribuir a los órganos decisorios el poder de atender también, o solo, a la justificación subyacente a las reglas o bien a factores externos a ellas y, al parecer, al derecho mismo (Schauer, 1991a, p. 214; para una crítica a la ambigüedad de la noción de legal environment, véase Atria, 2001, pp. 115ss.). Pero, en definitiva, el formalismo en el sentido como él lo entiende parecería funcionar solo en los casos en los que el razonamiento de los decisores está guiado por el significado literal de las disposiciones normativas (Zorzetto, 2013). De este modo, sin embargo, me parece que comete el error de identificar la técnica formalista con una particular aproximación a la interpretación o, si se quiere, con una específica «teoría» de la interpretación, aquella que en el ámbito jurídico de la cual proviene se denomina textualismo y que ha tenido como su máximo abanderado al juez Scalia (1989, 1997). Se entiende, así, la razón por la cual trata al formalismo como íntimamente ligado a la estricta legalidad, objetivo a su vez perseguible solo a condición de que el intérprete permanezca vinculado al significado literal de los textos.

La de Schauer, sin embargo, es una aproximación algo problemática, de un lado, y demasiado exigente, del otro. Es problemática en la medida en que también lo es la noción misma de significado literal, la cual, lejos de ser un dato semántico que se pueda caracterizar de forma unívoca, es, a lo sumo, la etiqueta de un problema semiótico extremadamente controvertido. Recientemente Claudio Luzzati ha listado, y solo a título ejemplificativo, dieciséis nociones muy diferentes entre sí de significado literal (2016, pp. 268ss.; véase además Velluzzi, 2000). El hecho de que, en la economía del discurso de Schauer, el significado literal sea presentado en constante oposición a la justificación de las reglas ayuda indudablemente a circunscribir el alcance de esta noción, pero no disipa las dudas en torno a ella porque, como es bien conocido, también la noción de justificación de una regla es todo menos pacífica.

Es, también, una aproximación demasiado exigente porque implica que no se pueda nunca hablar de decisión basada en reglas y formalismo cuando no haya un significado literal, como sea entendido, o bien cuando el decisor no se atenga estrictamente a él (aun ateniéndose, pongamos el caso, a una orientación interpretativa totalmente consolidada y pacífica). Pero sabemos que esto sucede constantemente y que, por lo demás, la interpretación no puede funcionar sin recurrir a factores ajenos al texto, a elementos contextuales, tanto lingüísticos como extralingüísticos. Sabemos bien, además, que forma parte del sentido común de todo jurista y del modo usual de razonar en el derecho la idea de que el resultado interpretativo, incluso el obtenido con la más estricta fidelidad al texto, deba, como mínimo, respetar ciertas condiciones como son la no absurdidad (argumento apagógico), la no inutilidad (argumento económico), la no contradictoriedad, la no incongruencia con otras partes del derecho o con el sistema en su totalidad, y así sucesivamente.

Este enfoque demasiado exigente se explica, probablemente, además de con la sobrevaloración del significado literal a la que hemos hecho referencia, con la ambición de Schauer de querer producir una teoría del razonamiento normativo de alcance muy general, lo cual lo lleva a subestimar la especificidad del entorno jurídico. En primer lugar, subestima el carácter sistémico del derecho y, por lo tanto, el hecho de que, para llegar a la decisión, el jurista, a diferencia del cliente de un restaurante con un perro tras de sí, nunca concentra su atención sobre fragmentos de textos normativos aisladamente considerados, sino que examina —incluso debe siempre examinar— porciones más o menos amplias del material jurídico a partir de las fuentes que hacen jurídico al texto en principio relevante para la decisión del caso. En segundo lugar, subestima la circunstancia de que en el derecho la aspiración al control semiótico total de las operaciones de los juristas por parte del legislador debe lidiar con una variedad de factores que la obstaculizan y que presionan en la dirección opuesta. Estos son, ciertamente, factores de carácter semántico —clásicamente, la indeterminación de los textos jurídicos, tema sobre el cual Schauer llega, a mi parecer, a conclusiones sustancialmente hartianas, al igual que Jori—. Pero son también, y especialmente, factores de carácter pragmático, los cuales tienen que ver con el papel de las distintas autoridades, y no solo del legislador, en la gestión del lenguaje jurídico y con el entorno conflictivo en el que dicha gestión se lleva a cabo.

Jori, por su parte, no liga la suerte del formalismo práctico a una teoría o técnica de la interpretación específica. Si acaso, las vincula a una concepción de la pragmática jurídica en la cual el lenguaje del derecho es caracterizado como un lenguaje administrado, es decir, controlado y gestionado (a través de distintas técnicas formalistas), pero no por el legislador de manera exclusiva, sino también por las demás autoridades jurídicas, en especial, como es obvio, por los jueces (Jori, 2016, pp. 56ss.). Jori, además, no deja de recordarnos que dicho lenguaje está fuertemente influenciado, al menos en el mundo continental, por las ideas de los intérpretes dotados de su sola autoridad: la doctrina. Por parte de todos ellos nunca hay una recepción solo pasiva del contenido de los textos, lo que, en realidad, sería imposible incluso solo por razones semánticas.

La teoría del formalismo jurídico propuesta por Jori es una teoría del vínculo (representado para los juristas por las normas) que ya tiene en cuenta los límites en los que esta puede operar. Tales límites no dependen solo de las características semánticas del lenguaje jurídico que, tomando preponderantemente en cuenta el lenguaje ordinario, hereda de este todas las incertidumbres del significado. Ellos son también, y especialmente, límites que dependen de la pragmática del lenguaje jurídico: pragmática de un lenguaje hecho para permitir alcanzar soluciones unívocas, pero imposibilitado para alcanzarlas siempre en cada caso. Esta imposibilidad depende del entorno conflictivo en el que opera el derecho.

Jori nos enseña que es razonable reponer cierta confianza en la univocidad de los textos normativos20, sin por ello recaer en el noble dream estigmatizado por Hart (1983), el noble sueño dworkiniano de la respuesta correcta. Sin embargo, nos enseña también que dicha confianza está enmarcada en una semiótica realista del lenguaje jurídico, es decir, en una semántica consciente de sus límites en términos de rigor y de posibilidad de cálculo —límites que hacen precisamente necesaria la administración de este lenguaje incluso por más autoridades que el solo legislador, aunque siempre, sin embargo, con el uso de las técnicas del formalismo práctico—.

La necesidad de administrar el lenguaje jurídico, para Jori, deriva de su incapacidad de autorregularse espontáneamente, pues carece por parte de todos sus participantes en la empresa jurídica, incluidos los ciudadanos comunes, de una espontánea convergencia en torno a objetivos compartidos. Por el contrario, el entorno jurídico está dominado por agudos conflictos de valores y de intereses que hacen, por lo demás, imposible una solución algorítmica de las cuestiones jurídicas sobre la base de un método unánimemente compartido. Esto explica cómo la pretensión de control de forma exclusiva del lenguaje jurídico por parte del legislador, incluso en los ordenamientos jurídicos modernos y contemporáneos en los que se manifiesta del modo más patente y penetrante, debe llegar a un acuerdo con las fuerzas en la dirección opuesta, las cuales provienen de las otras autoridades jurídicas. Dichas autoridades tomarán, en el momento en el que deciden sobre las cuestiones jurídicas sustanciales, decisiones incluso sobre el lenguaje jurídico que pretende dirigirlos. Por ello, nada garantiza que tales decisiones sean precisamente aquellas que el legislador ha querido predeterminar.

En un contexto pragmático como el caracterizado por Jori, los límites normativos derivados de las fuentes del derecho y de las normas generales, y encapsulados en los textos canónicos, nunca pueden ser por ello una cuestión de todo o nada, sino siempre una cuestión de más o menos. Esto es así no porque la presunción de exclusividad de las normas sea dúctil en casos más o menos excepcionales, sino porque el poder semiótico del legislador está siempre en competencia con el sostenido por las demás autoridades jurídicas, y fuertemente condicionado por las ideas que circulan en la cultura jurídica.

V. FORMALISMO PRÁCTICO Y ESTADO CONSTITUCIONAL DE DERECHO

Tratemos de atar los cabos del discurso precedente. El derecho, es decir, el legislador ordinario (y el constitucional), pretende exclusividad y aspira a un limited domain, y el vehículo indicado y más emblemático de esta pretensión está en el uso masivo y generalizado de las técnicas formalistas diseñadas para encapsular los contenidos jurídicos en textos canónicos. El derecho, en suma, aspira a un control total de las operaciones de aplicación de sus normas generales o, mejor aun, aspira a un metacontrol que puede explicarse tanto en la dirección del límite como en aquella concesión de espacios de libertad decisoria más o menos amplios. Sin embargo, esta aspiración al (meta)control debe lidiar con las fuerzas que operan en una dirección opuesta por parte de los órganos de la aplicación, los cuales tiende, a menudo, a evadir incluso los vínculos legislativos totalmente claros —y esto, por las más diversas razones de carácter ideológico, intereses, o por la aspiración de alcanzar la solución que es percibida como más apropiada, más justa, etcétera—. Tienen, en suma, interés en incrementar sus propias cuotas de poder decisorio, incluso a través de la gestión y manipulación del lenguaje legislativo. Las vías de escape son múltiples. Ellas se ven ciertamente favorecidas por la mala legislación, pero son, en todo caso, imposibles de eliminar debido a la inevitable indeterminación del lenguaje jurídico y debido a la imposibilidad pragmática de ensamblar métodos interpretativos suficientemente rigurosos y capaces de garantizar resultados unívocos en cada caso.

Por lo tanto, son posibles, frecuentes y, sin duda, nada novedosas, las operaciones que hoy se designan con la expresión derrotabilidad. Si no se está convencido, es suficiente invocar la vieja, pero siempre en auge, teoría del abuso del derecho, que no es sino una justificación a gran escala del tratamiento como derrotable de sectores enteros del derecho21. Más importa aun, son operaciones que los juristas pueden llevar a cabo sin necesidad de perturbar la moral, la justicia o la equidad, es decir, sin la necesidad de invocar materiales ajenos a aquellos indiscutiblemente jurídicos. El arsenal del cual disponen es, en efecto, suficientemente grande como para permitirles reconducir incluso grandes decisiones bajo el paraguas justificativo del derecho vigente. La constitucionalización del derecho, lejos de restringirla, ha determinado una notable expansión de esta libertad. Así, basta apalancar expresiones vagas o formulaciones genéricas, o bien «encontrar» en el ordenamiento un principio jurídico implícito, mejor si está ya en circulación en la cultura jurídica, o asumir el poder obtener de una disposición constitucional argumentos en favor de una excepción implícita a una regla que textualmente no la prevea. No hay necesidad de recurrir a argumentos directamente morales (pero tampoco económicos, intereses, etcétera) que, por lo demás, parece suceder a menudo, al menos en las cortes constitucionales.

El problema no es si estas operaciones son nuevas o inéditas (no lo son en absoluto), pero sí es nueva, por así decirlo, su alta frecuencia y, especialmente, el nivel cualitativo al que se ubican, en el interior del ordenamiento, las normas y las fuentes así manipuladas.

Ahora bien, el Estado constitucional de derecho representa, sin duda, una novedad histórico-política cuyo alcance difícilmente puede ser sobrevalorado. Desde el punto de vista teórico-jurídico, sin embargo, es el resultado inédito de una combinación de elementos que no son para nada novedosos y que, por lo que más nos interesa, pueden ser íntegramente analizados en términos de formalismo práctico en el sentido entendido por Jori. En efecto, los mecanismos básicos son siempre los mismos: de un lado, tenemos la predeterminación, a través de normas generales, del contenido de las elecciones jurídicas, que en el Estado constitucional afecta también a las del poder legislativo; del otro lado, tenemos la confianza en la aplicación de estas elecciones a los casos individuales y del control de su corrección a las autoridades jurídicas, entre las cuales, he aquí la otra novedad, destacan las cortes constitucionales. Aquello que, si acaso, cambia en el Estado constitucional de derecho es la respectiva dosificación de estas técnicas y, en particular, el hecho de que, frente a una relativa determinación de las competencias de los órganos jurídicos y de los procedimientos que los identifican y que regulan su ejercicio de los poderes, los vínculos de contenido puestos en el nivel superior del ordenamiento, en el texto constitucional, se presentan fuertemente diluidos, controvertidos y, por lo tanto, escasamente vinculantes y resolutivos. En efecto, la constitución, analizada en términos de formalismo práctico, ha introducido ciertamente límites de contenido, incluso a cargo del legislador, pero dada su delgadez, lo ha hecho al precio de una inevitable y enorme ampliación de los poderes semióticos de los órganos de aplicación y del órgano de control de la legitimidad constitucional de las leyes. En suma, la mayor parte de los poderes de administración del lenguaje jurídico hoy se ha desplazado de la legislación a la jurisdicción, ordinaria y constitucional22.

Estas consideraciones me resultan obvias, pero hay una fortísima resistencia, por parte de la teoría del derecho, a tomar nota de la nueva realidad, lo que sería el primer paso para comenzar a discutir realistamente sus ventajas, los inconvenientes, y los posibles remedios a estos últimos. Hoy, por ejemplo, está muy difundida, con distintas graduaciones, la idea de que sea el propio derecho constitucionalizado el que imponga a sus usuarios nuevas, peculiares y más abiertas modalidades de razonamiento y decisión. Es el propio derecho constitucionalizado el que impondría a los juristas razonar moralmente, es la propia constitución la que ya habría incorporado y, por lo tanto, hecho vinculantes los dictados de la razón práctica (cual fuera que estos sean)23; son los principios constitucionales los que han hecho del derecho el lugar de la argumentación razonable, dúctil y abierta (véase Zagrebelsky, 1992, 1995). En realidad, hay una tendencia irresistible de los teóricos contemporáneos del derecho a presentar las propias conclusiones como impuestas por la naturaleza misma de lo jurídico —Luzzati se refiere, al respecto, al «disfraz de objetividad de las elecciones metodológicas» (2012, p. 40; véase también 2013)—.

El caso de la derrotabilidad es emblemático de esta tendencia: mediante dicho término/concepto, hoy tan de moda, se busca contrabandear, presentándolas como necesarias porque dependientes de la misma estructura lógico-semántica de las normas jurídicas, operaciones sobre normas que son, a lo más, tan solo posibles y, en un marco de estricta legalidad, no serían siquiera posibles, sino ilegítimas. En realidad, la presunta derrotabilidad inherente de las normas jurídicas es una tesis ideológica que, presentándose como descripciones de ciertas características «objetivas» de las normas, sirve para maximizar, enmascarándola, la libertad de los intérpretes y debilitar drásticamente los límites introducidos por los textos jurídicos24. En pocas palabras, se trata de una fachada para esconder la opción ideológica en favor de una jurisprudencia de manos libres. O, por decirlo mejor, de las manos aun más libres, dado que en el Estado constitucional de derecho existe ya una enorme libertad, siendo, me parece innegable, que el recurso a los principios constitucionales sea casi siempre de por sí escasamente resolutivo. Por eso se busca legitimar argumentos y conclusiones que no pueden ser extraídos de ellos de manera vinculante como los «justos» porque razonables o conformes a la razón práctica o a los dictados de la moral. Hoy se tiene la impresión de que estos vaporosos criterios/fuentes son invocados con mayor fuerza, precisamente para ocultar el golfo justificativo entre premisas y conclusiones jurídicas que derivan de la exigibilidad de los contenidos constitucionales sobre el plano semántico y de su carácter disputable sobre el plano pragmático.

No obstante las notables diferencias que existen entre sus ideas sobre el formalismo jurídico, de las que se ha intentado dar cuenta en las páginas precedentes, Jori y Schauer, como se ha subrayado muchas veces, concuerdan en tratar a las normas como instrumentos de distribución de los poderes jurídicos. Esta es una consideración fundamental. Ella presupone un enfoque constructivista a las instituciones jurídicas, es decir, la convicción de que pueden ser plasmadas a través de una acción intencional y de que es posible influir, dentro de ciertos límites, sobre los mecanismos de su funcionamiento, es decir, que se puedan modelar de modo que persigan, en la medida de lo posible, los fines deseados por quienes las diseñan. Significa, además, privilegiar modalidades públicas y controlables de intervención sobre instituciones, sustrayéndolas de la influencia de poderes ocultos que, en cuanto tales, siempre están en riesgo de transformarse en poderes salvajes. Esto vale, de un modo particular, para el poder semiótico de los jueces en los Estados constitucionales de derecho.

Así, las técnicas formalistas podrían ser adoptadas para buscar circunscribir tal poder, siempre que se considere este un objetivo digno de ser perseguido. Sin embargo, hoy sería ilusorio proponer nuevamente el ideal ilustrado de pocas leyes simples y claras. Al menos en lo que concierne a los textos constitucionales, no es viable el camino (también formalista, como se ha dicho) de la maximización del control de los contenidos a través de un mayor rigor del lenguaje jurídico. Parece un poco más realista, en cambio, apuntar al uso de instrumentos jurídicos que indirectamente puedan obligar a los jueces, incluso a los jueces constitucionales, al self-restraint, a una mayor independencia de la política, a un mayor rigor argumentativo y a una jurisprudencia que tienda a una mayor estabilidad en el tiempo. El poder semiótico de los órganos jurisdiccionales y de las cortes constitucionales puede ser, en efecto, en una cierta medida, controlado también de modo indirecto mediante las técnicas de las competencias y de los procedimientos, es decir, interviniendo sobre la composición de dichos órganos y sobre sus procedimientos decisorios. Pienso, en particular, en aspectos que inciden sobre las modalidades de selección de los componentes de tales órganos, sobre la duración en el cargo, sobre las incompatibilidades, sobre las modalidades decisorias, sobre el peso del precedente. Cuando la base de partida está representada por textos evanescentes como los constitucionales, no susceptibles de mayor precisión por imposibilidad pragmática, este último parece el único camino que se puede recorrer. Ciertamente, este no garantiza la solución más justa, pero al menos lleva a favorecer aquella más cierta. Además, sacando a la luz un poder soterrado, se podrá establecer, al menos, las bases para su control, forzándolo a un ejercicio regulado. No es, por supuesto, la panacea de todos los males, pero es el máximo a lo que podemos aspirar (pues lo aspiramos) en la condiciones dadas.

 

REFERENCIAS

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1 No sin una cierta dosis de Schadenfreude, observo que esta tendencia a la autorreferencia no aporta un gran beneficio a la calidad del debate filosófico-jurídico angloamericano moderno.

2 Schauer habla de reglas (rules), mientras Jori habla de normas (norme); en el texto me adecuaré a sus usos y trataré «norma» y «regla» como expresiones sinónimas.

3 En teoría del derecho, es objeto de controversia qué se debe entender por «derrotabilidad» (defeasibility) así como a qué entidades sea apropiado referirla. Generalmente se le identifica con la sujeción de las reglas a excepciones implícitas que no pueden ser enumeradas de un modo exhaustivo antes de su aplicación. Para una reciente discusión sobre el tema, y una extensa bibliografía, véanse, al menos, Ferrer Beltrán y Ratti (2012b) y Duarte D’Almeida (2015).

4 En sus trabajos, Schauer no aclara del todo, a mi parecer, si estos argumentos deben ser considerados externos o internos al derecho.

5 A veces Schauer usa esta terminología incluso al hablar de la tensión entre la letra y el espíritu de la ley, (2009, p. 29).

6 Esta idea la ha desarrollado sistemáticamente en el volumen Profiles, Probabilities, and Stereotypes, (Schauer, 2003). Los errores de los que se habla en el texto son aquellos que dependen de la nunca perfecta sobreposición entre la regla y su justificación, de la que derivan los fenómenos que Schauer llama de sobreinclusividad y subinclusividad (véase Schauer, 1991a, pp. 31ss.).

7 «No obstante, la intolerancia respecto de estos resultados absurdos ha producido un entorno jurídico en el que ordinariamente se otorgan potestades a los jueces para dejar de lado el resultado señalado por la formulación normativa más localmente aplicable cuando ese resultado sea absurdo» (Schauer, 1991a, p. 214). Pero, cabe preguntarse, ¿potestades otorgadas por quiénes?

8 Schauer también sigue, en una cierta medida, a Raz (véase Schauer, 1991a, pp. 88 ss.), pero le critica su caracterización de las reglas como razones categóricamente excluyentes que nunca pueden ceder ni siquiera ante factores particularmente apremiantes.

9 Jori hace notar que, en estos casos, se estará normalmente vinculado «por un conjunto más o menos coherente de principios prácticos que atribuyen a las razones prácticas consideradas como tales por un agente, precisamente, su estatus de razones para la acción» (1980, p. 45).

10 Esta expresión no es usada por Schauer, quien habla también, en tal caso, de formalismo tout court. Schauer resume así sus tesis: «existen dos formas distintas de pensamiento jurídico, a menudo designadas como "formalistas". En la primera, el decisor alcanza el resultado indicado por alguna norma legal, independientemente de su propio juicio e independiente del resultado que pudiera alcanzar mediante la aplicación directa de las justificaciones que subyacen a la regla. La segunda, se refiere a un estilo de decisión en el que el decisor niega haber hecho una elección cuando, de hecho, la hizo. En este último sentido, el formalismo, al tratar como inexorable una decisión que de hecho era abierta, es usualmente más merecedor de oprobio» (1991b, p. 664). Véase al respecto su crítica a Lochner v. New York (198 U.S 45 (1905)), la célebre decisión de la Corte Suprema en la que se pretende extraer del significado ordinario de la expresión «liberty» de la XIV enmienda de la Constitución estadounidense, la inconstitucionalidad de las limitaciones legales del horario de trabajo (Schauer, 2009, p. 30).

11 Dos precisiones: en primer lugar, la teoría de Jori no implica que todo derecho sea un (y solo un) ordenamiento en el cual todas las normas y las metanormas sean reconducibles a un único criterio justificativo último. En segundo lugar, el hecho de que hable de mecanismo mental puede sugerir que existe, por su parte, un enfoque psicologista al razonamiento jurídico. Pero esto será equivocado, y de hecho este es un punto que marca una fuerte diferencia con Schauer. Las razones, para Jori, no coinciden con motivos psicológicos, sino que son abstracciones semánticas que prescinden de cualquier influencia efectiva sobre la psique de las personas (véanse Jori, 1980, pp. 86ss. y Schauer, 1991a, pp. 51ss., 112ss.).

12 Pero estos no serán necesariamente morales; en efecto, lo no jurídico no coincide con la moral. Schauer se muestra considerablemente opuesto a la nefasta obsesión de la moderna teoría jurídica angloamericana por las relaciones entre derecho y moral (1991a, p. 198). Por lo que respecta a Jori, vale lo mismo, con mayor razón (véase Jori, 2010, p. 91, 2014b).

13 Sin embargo, como se ha dicho antes (véase supra, nota 4), esta es solo una posible interpretación de las tesis de Schauer, quien, finalmente, parece confiar la cuestión del limited domain y de los límites del derecho a las actitudes psicológicas y a las prácticas prevalentes (véase Schauer, en prensa), olvidando que no es posible siquiera comenzar a identificar estos factores sin tener en cuenta las reglas metodológicas que rigen las prácticas jurídicas.

14 No obstante, excavando un poco más en profundidad, creo que se encontraría diferencias notables sobre el modo mismo de concebir la metajurisprudencia descriptiva por parte de los dos autores. No puedo profundizar aquí sobre este punto.

15 Pensamos en el cartel que a veces se encuentra fijado en la entrada de los restaurantes con la inscripción «no podemos entrar» acompañada del dibujo de un perro. En el derecho se podría pensar en la colección de los usos y de las costumbres comerciales preparada en Italia por la Cámara de Comercio.

16 «[…] lo que distingue la verdadera disposición […] es que, en ella, la formulación precede y condiciona la norma, poniéndose como declaración vinculante e insustituible (y, en este sentido, constitutiva) de la norma, incluso si raramente sea de por sí suficiente para determinar íntegra y unívocamente el actual significado histórico» (Crisafulli, 1964, pp. 195ss.).

17 Barberis habla de la formulación canónica de las reglas como institutiva de una presunción de inderrotabilidad (2011, pp. 145-146; véase también 2002, p. 191).

18 Véase las finas consideraciones de Conte (2016, especialmente pp. 37ss.), quien ilustra cómo la estabilización del texto normativo, ligada al redescubrimiento del Corpus Iuris en el siglo XII, fue preparada en los siglos V y VI a partir del Código de Teodosio II y de la compilación de Justiniano.

19 Obviamente, afirmar que el derecho pretende algo no es sino una prosopopeya. Dado que hoy está de moda atribuir al derecho pretensiones de todo tipo (que, vaya casualidad, siempre coinciden, milagrosamente, con las ideas del teórico de turno), me he tomado la licencia de atribuirle una. Sin embargo, como espero que resulte claro a partir del texto, la mía es tan solo una manera concisa de indicar ciertas características pragmáticas del derecho.

20 «La práctica jurídica se basa en el hecho de que continuamente hacemos interpretaciones no arbitrarias» (Jori, 2014a, p. 268).

21 No por nada, entre los teóricos más resueltos a sostener la inherente defeasibility de las normas jurídicas están los autores de Ilícitos atípicos, Manuel Atienza y Juan Ruiz Manero (2000; véase también 2012). De la inmensa literatura sobre el abuso del derecho me limito a citar Velluzzi (2012, 2016).

22 Fioravanti (2016, pp. 15, 18) plantea una visión triangular de las relaciones entre poderes en el Estado constitucional de derecho, en cuyo vértice estaría situada la constitución, sometiendo a los poderes, igualmente ordenados, legislativo y judicial. Para Fioravanti, este sistema «de soberanía indecisa» garantizaría «niveles de certeza y de garantía que, solo articulado de este modo complejo, el nuevo tiempo histórico llega a asegurar», sin integrar una lesión de los principios fundamentales del Estado de derecho. Cabe mencionar aquí, al menos, otro fenómeno del cual deriva una disminución adicional de los poderes semióticos del órgano legislativo: me refiero a la proliferación de agencias gubernativas y de autoridades independientes con competencias sectoriales (corrupción, competencia, privacidad, etcétera), y funciones híbridas, normativo-administrativas-jurisdiccionales.

23 La Torre (2007, p. 72), resume así las ideas de Alexy y de Dworkin: «Es muy importante resaltar que las limitaciones sustantivas impuestas al discurso jurídico, derivadas de la práctica del discurso en general, están, de acuerdo con Alexy —como es el caso de Dworkin— integradas en la constitución del Estado democrático».

24 Schauer señala que la supuesta tesis conceptual acerca de la necesaria derrotabilidad de las normas jurídicas es, de hecho, una tesis prescriptiva sobre los poderes atribuidos a ciertos actores jurídicos, principalmente en los jueces, que conduce a debilitar drásticamente la importancia de las reglas y favorecer la discrecionalidad judicial (1998, p. 237). Véase además Luzzati (en prensa).

 

Recibido: 07/05/2017
Aprobado: 26/06/2017

 

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