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Derecho PUCP

versión impresa ISSN 0251-3420

Derecho  no.79 Lima jul./nov. 2017

http://dx.doi.org/10.18800/derechopucp.201702.009 

SECCIÓN PRINCIPAL

 

Subsidiariedad y tribunales internacionales de derechos humanos: ¿deferencia hacia los estados o división cooperativa del trabajo?*

Subsidiarity and International Human Rights Tribunals: Deference to States or Cooperative Division of Labor?

 

Marisa Iglesias Vila **

Universitat Pompeu Fabra

* Este trabajo ha sido presentado en el Congreso SELA (Quito, 10 de junio de 2017) y realizado gracias al proyecto de investigación DER2016-80471-C2-2-R (MINECO).
** Profesora Titular de Filosofía del Derecho, Universitat Pompeu Fabra, Barcelona (España). Código ORCID: 0000-0001-6487-0433. Correo electrónico: marisa.iglesias@upf.edu.

 


RESUMEN

En este trabajo desarrollo una teoría normativa del principio de subsidiariedad en la adjudicación internacional que pretende ofrecer una respuesta equilibrada a la pregunta de hasta qué punto es legítimo para un órgano como el Tribunal Europeo de Derechos Humanos interferir en el criterio estatal cuando valora una denuncia por violación de derechos convencionales. Frente a las demandas de una mayor deferencia hacia los Estados que encontramos tanto en Europa como en Latinoamérica, basadas en una idea estatista de la subsidiariedad, articulo una concepción «cooperativa» de los derechos humanos y del principio de subsidiariedad, uniéndolas a la idea de legitimidad ecológica sugerida por Buchanan. La propuesta que defiendo conduce a una división del trabajo institucional dentro de los sistemas regionales de derechos humanos que aumenta la legitimidad de todas las instituciones involucradas. Al mismo tiempo, desarrollo una forma de implementar esta concepción cooperativa, por una parte, mostrando la importancia de una lógica incremental en la protección efectiva de derechos humanos y, por otra parte, ofreciendo una versión racionalizada de la doctrina del margen de apreciación estatal.

Palabras clave: derechos humanos, Tribunal Europeo de Derechos Humanos, Corte Interamericana de Derechos Humanos, subsidiariedad, legitimidad ecológica, incrementalismo, doctrina del margen de apreciación.

 


ABSTRACT

In this article I develop a normative theory of the subsidiarity principle in international adjudication, which seeks to offer a balanced answer to the question of to what extent is it legitimate for a body such as the European Court of Human Rights to interfere with the national criteria in the face of a complaint on conventional rights violation. In contrast with demands for greater deference to states in both Europe and Latin America, based on a statist idea of subsidiarity, I articulate a «cooperative» understanding of the ideas of human rights and the principle of subsidiarity, linking them to Buchanan’s notion of ecological legitimacy. The proposal I defend leads to a division of institutional labor within regional human rights systems that increases the legitimacy of all the institutions involved. At the same time, I devote the last part of the paper to implement such cooperative view, on the one hand, showing the importance of an incremental logic in the effective protection of human rights and, on the other hand, offering a rationalized version of the national margin of appreciation doctrine.

Key words: human rights, European Court of Human Rights, Inter-American Court of Human Rights, subsidiarity, ecological legitimacy, incrementalism, margin of appreciation doctrine.

 


I. INTRODUCCIÓN

En «Contestation and Deference in the Inter-American Human Rights System», Jorge Contesse (2016) reflexiona en torno a la transformación de los asuntos sometidos a la jurisdicción de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH), que corre en paralelo a la evolución política en la región. Una de sus principales observaciones es que los casos de violaciones masivas de derechos humanos perpetradas desde regímenes autoritarios van siendo sustituidos por asuntos relativos a violaciones más cotidianas que se producen en el seno de sistemas democráticos estables. Contesse defiende que este cambio haría aconsejable que la Corte IDH replanteara su lógica de razonamiento en tanto tribunal internacional, que tiende al intervencionismo y al maximalismo (2016), y adoptara el principio de subsidiariedad y, como corolario, la doctrina europea del margen de apreciación nacional, en el momento de valorar si un Estado firmante del Pacto de San José de Costa Rica ha incurrido en una violación de derechos humanos. Este estándar es, en su opinión, un instrumento adecuado para obtener una Corte más deferente con el criterio de las autoridades nacionales cuando hay discrepancia entre niveles, deferencia que estaría justificada por razones de legitimidad democrática dado el nuevo contexto político.

La conexión entre el principio de subsidiariedad y una mayor deferencia hacia las autoridades nacionales no es, sin embargo, obvia, en la medida en que depende de cómo concibamos este principio. Sin llegar a desarrollar una teoría de la subsidiariedad, Contesse utiliza dos distinciones que ayudan a clarificar su perspectiva. Por una parte, este autor contrasta una concepción descriptiva de la subsidiariedad, que solo informa de una determinada relación entre dos instituciones en la que una suplementa a la otra, con una concepción normativa que propone una prioridad por lo local; «the rebuttable presumption for the local», utilizando los términos de Andreas Føllesdal (2016). Por otra parte, en el marco de la concepción normativa, Contesse acoge la distinción entre una forma débil y una forma fuerte del principio de subsidiariedad (véase esta distinción en Jachtenfuchs & Krisch, 2016, p. 8). En la primera, la presunción a favor de lo local puede ser vencida por cualquier razón que haga más ventajosa la acción centralizada. En la segunda, en cambio, hay una presunción fuerte a favor de lo local que solo puede ser vencida cuando se dan razones especialmente sólidas y, por tanto, en casos excepcionales. El autor colombiano parece entender que la Corte IDH debería transitar hacia esta concepción normativa fuerte como proyecto de futuro y que esta sería una buena forma de garantizar su propia legitimidad institucional frente a las democracias consolidadas que forman parte del sistema interamericano de derechos humanos1.

Una posición más matizada sobre esta cuestión es la que mantiene Roberto Gargarella (2016) en «Tribunales internacionales y democracia: enfoques deferentes o de interferencia», donde rechaza tanto el enfoque deferente que atribuye a Contesse como el enfoque de interferencia que, en su opinión, queda reflejado en la sentencia de la Corte IDH en el asunto Gelman c. Uruguay (§§ 229 y 239). Gargarella considera, desde una concepción exigente de la democracia, que el argumento de la legitimidad democrática de la medida nacional solo debería resultar decisivo en el caso de decisiones democráticas fuertes que poseen la suficiente amplitud y profundidad deliberativas. En otras palabras, la interferencia del tribunal internacional dejaría de estar justificada cuando la medida cuestionada satisface los requisitos de inclusión social y discusión pública. No obstante, Gargarella relaciona las decisiones democráticas fuertes con los momentos constitucionales ackermanianos —la regulación nacional en el asunto Gelman c. Uruguay sería para él asimilable a uno de estos momentos (sobre todos los elementos deliberativos que acompañaron a la Ley de Caducidad uruguaya, véase Gargarella, 2016)—, los cuales contrastan con la vida política normal, donde el grado de implicación política de la ciudadanía es mucho menor. Aunque este autor percibe los momentos constitucionales y la política normal como un continuo, su tesis parecería implicar que el argumento democrático tiene un peso más reducido cuando la medida impugnada forma parte de la actividad legislativa cotidiana. Aquí, aunque la decisión nacional se produzca en el seno de un sistema democrático estable, quedará, por lo general, lejos de los ideales deliberativos de inclusión social y discusión pública. Por esta razón, Gargarella observa que en las decisiones de política normal, los tribunales internacionales:

deberían declarar la existencia de una violación de derechos o procedimientos si las ven, en lugar de asumir una actitud pasiva y deferente. Al mismo tiempo, no deberían simplemente tratar de imponer su propia visión sobre el tema —adoptando, así, una actitud de interferencia como si estuvieran lidiando con países no democráticos—. Deberían utilizar los medios a su disposición con el fin de promover, en lugar de socavar o reemplazar la democracia de los diferentes Estados miembros (Gargarella, 2016, p. 14).

Tanto Contesse como Gargarella utilizan un enfoque democrático para responder a la cuestión de cómo deberían resolverse los conflictos de criterio institucional entre los Estados y la Corte IDH. A pesar de ello, sus perspectivas difieren en un punto importante. El primero mantiene que el carácter democrático del Estado es central como razón para la deferencia, el segundo opina que lo relevante es la calidad deliberativa de la medida particular que ha sido impugnada (argumento, este último, que también está adquiriendo protagonismo en el debate paralelo en torno a la aplicación del Convenio Europeo de Derechos Humanos). A mi juicio, ninguna de estas dos perspectivas resulta satisfactoria cuando nos preguntamos si, y cómo, el principio de subsidiariedad debería guiar a los tribunales internacionales de derechos humanos en el momento de valorar una denuncia por violación. A diferencia de Contesse, defenderé que la subsidiariedad no equivale a deferencia. En contraste con Gargarella, me aproximaré al principio de subsidiariedad en la adjudicación internacional en derechos humanos de una forma amplia que también se aplica a la valoración de las decisiones nacionales de política normal que afectan a derechos de autonomía — Gargarella (2016, p. 11) indica que el principio democrático no tiene el mismo peso cuando están en juego las reglas básicas del juego democrático o cuestiones de moralidad privada—. Al mismo tiempo, defenderé que la calidad deliberativa de la medida impugnada no es el único factor que un tribunal internacional debe considerar para hacer efectivo este principio en el marco de un sistema regional de protección.

En este trabajo me centraré en la polémica europea en torno al principio de subsidiariedad, con el convencimiento de que las claves de este debate pueden ser útiles para la reflexión que Contesse propone a la Corte IDH. La subsidiariedad está cobrando cada vez mayor protagonismo dentro del sistema europeo de derechos humanos, abandonando su lugar tradicional de principio procedimental o cronológico, vinculado a la exigencia de agotar los recursos internos para poder acceder a la justicia de Estrasburgo2. Un juez del propio tribunal, Robert Spano (2014), ha llegado a considerar que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (en adelante TEDH o tribunal de Estrasburgo) está entrando en una «era de la subsidiariedad». Sin embargo, este protagonismo creciente no está vinculado a la constatación de una mejora en la calidad democrática de los Estados miembros del Consejo de Europa (que pudiese hacer menos necesaria la interferencia de un tribunal externo), sino a razones diversas. Por una parte, obedece al riesgo de colapso del sistema por la enorme cantidad de casos sometidos a la jurisdicción del TEDH. Por otra parte, también es producto de la presión política que este órgano ha recibido cuando sus sentencias han disgustado a los Estados. Estos dos factores fueron centrales en las Conferencias de Alto Nivel sobre el futuro del TEDH en Interlaken (2010) y Brighton (2012), donde se gestó la necesidad de otorgar un espacio más prominente al principio de subsidiariedad en el razonamiento de Estrasburgo. El colofón de esta evolución lo encontramos en el Protocolo número 15 al Convenio Europeo de Derechos Humanos (Protocolo Nº 15 amending the Convention on the Protection of Human Rights and Fundamental Freedoms, en adelante Protocolo 15; asimismo, nos referiremos, en adelante, al Convenio Europeo de Derechos Humanos como Convenio Europeo o el Convenio), el cual está en este momento abierto a la ratificación de los Estados parte y que incluirá en el preámbulo del Convenio una referencia a que la responsabilidad primaria de asegurar los derechos convencionales recae en los Estados, y una mención expresa al principio de subsidiariedad y al margen de apreciación nacional en su aplicación3.

El Protocolo 15 ha sido muy criticado por algunas de las principales organizaciones no gubernamentales del panorama internacional, que en una declaración conjunta han mostrado su preocupación con que el preámbulo vaya a mencionar solo estos estándares y no otros principios básicos en la aplicación del Convenio como el de protección efectiva, el principio de proporcionalidad o la interpretación evolutiva (Joint NGO Statement, pp. 2-3). Su recelo es que este paso acabe debilitando el sistema europeo de protección de derechos humanos y que ello comporte un retroceso de estos derechos en la región. El temor de la ciudadanía ante este giro es comprensible teniendo en cuenta las expectativas que el Convenio Europeo genera. De un lado, la adhesión al Convenio comporta tanto la obligación internacional de respetar y proteger derechos humanos como la aceptación de la jurisdicción de Estrasburgo. De otro lado, el sistema europeo se percibe como un complemento a la protección nacional de derechos humanos que actúa cuando los mecanismos domésticos de las democracias constitucionales fallan —y que tiene que actuar, precisamente, porque fallan (sobre este punto, véanse Buchanan, 2013, pp. 213-214; Føllesdal, 2014; Mancini 2010, p. 25)—. Si el principio de subsidiariedad comportase ir aumentando la deferencia hacia los Estados con independencia de la calidad y mejora en el nivel de protección de derechos humanos en la región, se estaría minimizando la posibilidad de reacción ante estos fallos de las democracias constitucionales. Pero ¿va en esta dirección el principio de subsidiariedad?

Como indiqué más arriba, una de las razones de la nueva redacción del Preámbulo es el excesivo número de asuntos sometidos al TEDH. Aplicado a este problema, el enfoque en la subsidiariedad representa una llamada a los Estados a cumplir mejor sus obligaciones de respetar y proteger los derechos del Convenio para disminuir la cantidad de denuncias (Saul, 2015). Esta llamada es distinta de la que algunos Estados dirigen a Estrasburgo, también en nombre de la subsidiariedad, reclamando una menor interferencia en asuntos internos. La diferencia entre estas dos llamadas da pie a pensar la subsidiariedad como instrumento que contribuye a lo que Allen Buchanan ha denominado legitimidad ecológica del sistema institucional de derechos humanos. Para este autor, «the legitimacy of an institution is an ecological matter. One cannot determine whether a particular institution is legitimate simply by looking at the characteristics of the institution itself. Instead, one must understand how it interacts with other institutions» (2013, p. 219).

El objetivo del trabajo es defender una concepción normativa de la subsidiariedad que pueda resultar exitosa desde la legitimidad ecológica y que, a la vez, formule un estándar de adjudicación interno al Convenio que resulte operativo. Procederé como sigue. En primer lugar, destacaré dos concepciones alternativas del principio de subsidiariedad, la concepción estatista y la concepción cooperativa, y las conectaré con dos formas de comprender los derechos humanos y su rol como razones dentro de la práctica internacional. En segundo lugar, defenderé que la concepción cooperativa está mejor equipada en términos de legitimidad ecológica por su forma de entender la división institucional del trabajo en materia de derechos humanos que la efectividad del sistema europeo requiere. Por último, esta concepción me dará pie a destacar dos aspectos combinados en la división del trabajo que la subsidiariedad reclamaría, por una parte, la lógica incremental en la protección de derechos humanos, por otra parte, una forma racionalizada de entender y desarrollar la doctrina del margen de apreciación estatal.

II. SUBSIDIARIEDAD Y DERECHOS HUMANOS: ¿ESTATISMOO DIVISIÓN COOPERATIVA DEL TRABAJO?

En la literatura reciente se han ofrecido muchas lecturas del principio de subsidiariedad (para clasificaciones diversas véanse, por ejemplo, Besson, 2016; Føllesdal, 2013; Jachtenfuchs & Krisch, 2016; Mowbray, 2015), pero en este trabajo me interesa destacar dos posibles concepciones normativas que están involucradas en la discusión en torno a si la subsidiariedad implica deferencia. La primera es la que acompaña a las críticas que el Tribunal ha recibido en un fallo como el del asunto Hirst v. The United Kingdom (Nº 2), donde condenó en 2005 al Reino Unido por negar el derecho al voto a los reclusos, o en la sentencia de la Sala en el asunto Lautsi v. Italy, que condenaba a Italia por imponer la presencia del crucifijo en las escuelas públicas, sentencia que fue rectificada convenientemente por la Gran Sala en 2011 (Lautsi and others v. Italy). Estas críticas manejan una concepción «estatista» de la subsidiariedad, la cual proclama una prioridad fuerte a favor de lo nacional que no se fundamenta en razones instrumentales. Esta noción está detrás de la insistencia en que la legitimidad del TEDH es meramente derivada y que, por tanto, este órgano debe, por regla general, adoptar una actitud deferente ante el criterio estatal (sobre la visión de la subsidiariedad centrada en el Estado en contraste con otras perspectivas véanse, especialmente, Føllesdal, 2013, 2016; Letsas, 2006, p. 722). Aunque puede tener otros anclajes, esta visión suele poseer como fundamento una concepción también estatista de los derechos humanos, visión que los vincula a la relación de membrecía en la comunidad política. Desde esta aproximación, los derechos humanos constituyen exigencias mínimas de inclusión política que se justifican por la existencia del vínculo de membrecía y, también, para asegurar su continuidad (véanse, en particular, J. Cohen, 2004, 2006; J.L. Cohen, 2008; y también Besson, 2011). Ignorar los intereses asociados a estos derechos supone negar las condiciones mínimas que permiten ser ciudadano y, por tanto, es como expulsar a los individuos de su calidad de miembros de la comunidad nacional o, en la terminología de Hannah Arendt (1951), privarles de su derecho a tener derechos4. Cuando un Estado niega de este modo a su población, deja de poseer legitimidad para usar el argumento de la soberanía estatal como escudo en la esfera internacional.

Como fundamento para una teoría de la subsidiariedad dentro de un sistema regional de protección de derechos humanos, esta concepción resulta problemática. Aunque unir estos derechos a una lógica de inclusión es muy atractivo, su foco en la relación de ciudadanía constriñe en exceso las preguntas acerca de cuál es el origen de estas demandas de justicia y qué actores institucionales adquieren responsabilidad directa por su respeto y protección. Al considerar que los deberes primarios recaen en los Estados, pero también que su responsabilidad básica es proteger los derechos humanos de sus propios ciudadanos, el estatismo acaba conduciendo a una priorización no instrumental del ámbito doméstico. La intervención internacional se concibe como un instrumento para asegurar la continuidad del vínculo de ciudadanía, la única relación de moralidad política que se reconoce como relevante. Asimismo, cuando esta idea se une a la asunción de que es en el seno de un Estado democrático donde los derechos humanos pueden florecer, el control externo es percibido como una interferencia sospechosa en la relación de ciudadanía5. La opinión de Samantha Besson expresa esta concepción cuando afirma que los tribunales internacionales de derechos humanos deberían tener el rol de «facilitators of the selfinterpretation of their human rights law by democratic States: they help crystallize and consolidate democratic States’ interpretations and practices of human rights» (2016, p. 100)6, y cuando enfatiza que «the justification of human rights subsidiarity is democratic, […] but not in the way subsidiarity is usually justified in a democratic polity of polities. There is indeed only one democratic polity at stake in human rights subsidiarity: the domestic one» (p. 107).

Como he indicado, la legitimidad ecológica valora la autoridad moral de cada institución en función de cómo interacciona con el resto de instituciones relevantes en una empresa con objetivos compartidos, en este caso un sistema regional de derechos humanos, y se pregunta por qué tipo de relación y distribución funcional contribuye a reforzar y mejorar la legitimidad de cada institución involucrada7. La concepción estatista, a mi juicio, además de promover la imagen westfaliana del sistema internacional, es demasiado sesgada para contribuir a este planteamiento por los siguientes motivos: a) coloca el foco solamente en una de las partes de esta relación institucional, y b) asume tanto que las autoridades nacionales poseen legitimidad primaria e independiente como que el elemento democrático es una condición necesaria para la legitimidad institucional —en sentido contrario, véase, en especial, Buchanan (2013, pp. 193-195)—.

Si la incorporación del principio de subsidiariedad en el Preámbulo del Convenio conduce a asignar al Tribunal un mero rol facilitador o cristalizador del criterio estatal o de los consensos existentes entre los Estados, el Protocolo 15 supone un giro importante en el sistema europeo, especialmente porque la función judicial del Tribunal de Estrasburgo en aplicación del Convenio quedaría visiblemente erosionada así como su carácter de actor significativo dentro la práctica internacional.

Sin embargo, podemos preguntarnos por la legitimidad ecológica dentro del sistema europeo de derechos humanos desde otra lectura del principio de subsidiariedad que voy a denominar «cooperativa». A diferencia de la anterior, la subsidiariedad cooperativa persigue la complementariedad institucional, condicionando la prioridad por lo local (más allá de su prioridad procedimental y cronológica) a un equilibrio entre autonomía del Estado y supervisión internacional que optimice el sistema en su conjunto. Concebido de esta forma, el principio de subsidiariedad está dirigida a una división del trabajo en la protección de derechos humanos que respete el pluralismo desde una vocación de unidad de propósito y, por lo que respecta a la relación mutua entre Estados parte y TEDH, «this implies a reciprocal duty of loyal cooperation» (Sauvé, 2015, p. 23).

Esta expectativa de complementariedad institucional tiene un reflejo textual en el propio Convenio Europeo desde el momento en que su Preámbulo nos habla de la garantía colectiva de derechos y afirma que el mantenimiento de las libertades y derechos básicos que contiene «reposa esencialmente, de una parte, en un régimen político verdaderamente democrático, y, de otra, en una concepción y un respeto comunes de los derechos humanos de los cuales dependen». Pero desde el punto de vista de su justificación, esta lectura de la subsidiariedad vendría avalada por una comprensión más amplia de los derechos humanos que la presupuesta por el estatismo, y que, en mi opinión, es más adecuada para dar cuenta del rol que estos derechos pueden desempeñar como razones para el uso del poder dentro de la práctica internacional. En el apartado siguiente presentaré las claves de esta concepción para regresar luego al principio de subsidiariedad — he desarrollado con mayor profundidad esta concepción política de los derechos humanos como alternativa tanto a una comprensión ética como a una concepción política estatista en Iglesias Vila (2016)—.

II.1. Una concepción cooperativa de los derechos humanos

Hoy en día pocos negarían que haya otras relaciones relevantes de moralidad política además de la relación de ciudadanía. La globalización y el pluralismo de entramados institucionales que actúan en todos los niveles (por encima, por debajo y paralelamente al Estado) también conforman estructuras sujetas a estándares de justicia relacional — sobre los diversos tipos relacionales y no relaciones de demandas de justicia véase Risse (2012, capítulo 1)—. Tales dinámicas de interacción, las cuales se imponen a los individuos, están tamizadas por una multiplicidad de actores e instituciones con objetivos muy diversos y cuyo efecto en la vida de las personas es obvio. Esta relación global institucionalizada ha sido utilizada por muchos autores como origen y fundamento de demandas de justicia global. Trayendo a colación algún ejemplo, Thomas Pogge (2002) la ha usado para justificar deberes de acción en el marco de la pobreza extrema, Charles Beitz (1979), para extender del principio de la diferencia más allá del Estado o Iris Marion Young, para globalizar la responsabilidad por las consecuencias de la opresión (2006).

Desde una visión institucional de los derechos humanos como la que sostiene Pogge (2002), no obstante, las demandas de protección de estos derechos están vinculadas a los daños injustos producidos por el funcionamiento del sistema de interacción mundial. Se trataría, empleando los términos de Kenneth Baynes (2009), de derechos que se activan por la imposición de estructuras globales injustas. La no satisfacción de bienes básicos pasaría a ser una vulneración de derechos humanos solo cuando estas estructuras entorpecen injustificadamente el acceso seguro a estos bienes —véase Pogge (2002, capítulo 2, especialmente pp. 44-46, 64-67)—. Pero esta asociación resulta débil. El vínculo que Pogge establece entre instituciones globales y derechos humanos mira el orden mundial únicamente desde su potencial para generar daños impuestos de los que se debe responder. La importancia moral de estas estructuras puede, sin embargo, ir más allá de la justicia compensatoria, fijándonos también en su potencial para mejorar el acceso a bienes básicos. Para ello, mi sugerencia es pensar los derechos humanos desde una base amplia de justicia relacional que permita definirlos como exigencias de inclusión en el sistema internacional como un todo8.

Este paso podemos darlo cuando consideramos que la interacción global posee una mezcla compleja de tres condiciones que involucran relaciones de justicia: interdependencia, institucionalización y cooperación (Cohen & Sabel, 2006). Tanto a nivel regional como planetario, estas condiciones se dan en un grado suficiente y con la estabilidad necesaria para dar cuerpo a algunas demandas de inclusión equitativa en el orden global. Quizá sea cierto, como muchos han argumentado, que estos niveles de interacción no bastan para justificar un esquema igualitario de justicia distributiva, pero sí pueden justificar exigencias suficientaristas de inclusión, esto es, niveles mínimos, razonables o decentes en términos de bienestar, oportunidades e intereses de todas las personas (Cohen & Sabel, 2006)9. Lo que propondría es entender los derechos humanos desde este tipo de demandas aunque, como explicaré, son exigencias basadas en un umbral de suficiencia que no tiene por qué quedar fijado en un punto determinado; puede ir aumentando en profundidad y extensión.

En esta visión más amplia, los Estados desempeñarían un papel instrumental básico en la protección de derechos humanos. En un orden mundial dividido en Estados, garantizar la membrecía nacional es indispensable para la satisfacción de derechos humanos. Pero el sistema internacional y transnacional como un todo, que incluye también a las instituciones nacionales, no constituye solo otro instrumento de protección. La existencia de un orden mundial sería el origen de los derechos humanos como razones de justicia global, y este orden y sus actores también serían destinatarios de las responsabilidades de satisfacción.

Si bien en el trabajo me preocuparé de la distribución de responsabilidades entre los actores del sistema europeo de derechos humanos, me interesa destacar que si estas responsabilidades se ignoraran sistemáticamente, la consecuencia para los individuos no sería solo su expulsión de la membrecía nacional, se les estaría negando la inclusión en el orden global en tanto estructura con elementos de interdependencia, institucionalización y cooperación. De este modo, el rol justificatorio que los derechos humanos desempeñan en la práctica internacional, en tanto ámbito de moralidad política, va más allá del que una visión estatista asumiría. Su función es asegurar las condiciones mínimas de membrecía y standing de las personas en el orden global, no solo a través de su vínculo doméstico, sino desplegando todos los mecanismos de garantía disponibles. Las personas son tratadas como miembros de un orden global que se les impone y les afecta cuando sus intereses cuentan, y las razones de derechos humanos identifican, tomando prestada la idea de Joshua Cohen (2004), bienes que son socialmente fundamentales porque son exigencias de inclusión. Cumplir con estas demandas asegura tratar a todas las personas como sujetos de derecho dentro de un contexto asociativo tan amplio como es la humanidad en su conjunto10. Por esta razón, la no satisfacción de tales intereses pasa a ser un problema de derechos humanos cuando erosiona la inclusión de los individuos en el orden global.

Aunque esta idea de los derechos humanos (a la que también voy a denominar «cooperativa») tiene un carácter muy abstracto, casa bien con los documentos internacionales que proclaman el objetivo de la comunidad internacional de asegurar, de forma cooperativa, la protección efectiva y el respeto universal de los derechos humanos, algo que va más allá de establecer límites a la soberanía estatal para preservar la relación de ciudadanía (Lafont, 2012; Salomon, 2007). Al mismo tiempo, podemos extraerla de una racionalización de la propia dinámica del orden global cuando asumimos que esta práctica se ha ido moviendo desde una lógica de coexistencia entre Estados a una lógica de equidad cooperativa a partir, por una parte, de «new forms of international life which are based on the duty of states to cooperate, and on the existence of an international community ruled by law — founded on the idea and the manifestation of the interdependence of states» (Salomon, 2007, p. 22) y, por otra parte, de la emergencia de múltiples niveles y redes de interacción estructurada que acarrean efectos profundos en la vida de las personas y que involucran a otros actores globales tanto públicos como privados (en una línea parecida véase Risse, 2008).

Mi objetivo es utilizar esta concepción de los derechos para dar cuenta de las exigencias de legitimidad ecológica dentro de un contexto de fuerte institucionalización como es el sistema europeo de derechos humanos. Mostraré cómo esta visión de los derechos, además de otorgar un fundamento robusto a la lectura cooperativa del principio de subsidiariedad, ofrece una guía interesante para canalizar su implementación como estándar de adjudicación.

II.2. Subsidiariedad cooperativa y división convencional del trabajo

Una buena forma de avanzar en el principio de subsidiariedad es contestar afirmativamente a la pregunta de si la subsidiariedad es una moneda de dos caras (a two-sided coin), pregunta que se planteó en el seminario organizado en 2015 desde el Tribunal de Estrasburgo a propósito del inicio de su año judicial («Subsidiarity: a Two-Sided Coin?», 2015). La idea de las dos caras presupone que todas las instituciones involucradas en la estructura del Convenio Europeo tienen la responsabilidad compartida de mantener el sistema regional de protección, y que la cuestión central es cuál es la división del trabajo más adecuada para desplegar esta responsabilidad compartida. De este modo, cuando el Preámbulo afirma que «the High Contracting Parties, in accordance with the principle of subsidiarity, have the primary responsibility to secure the rights and freedoms defined in this convention», estaría afirmando dos cosas respecto a cómo Estrasburgo debe orientar sus respuestas a las denuncias de violación del Convenio: la primera, que corresponde a las autoridades nacionales actuar en primer lugar; la segunda, que las decisiones del Tribunal deben reflejar el ejercicio de una responsabilidad compartida en la protección de derechos humanos en la región. En virtud de ello, el principio de subsidiaridad, cuya función primaria sería garantizar la efectividad del sistema en su conjunto, abre paso a deberes tanto de no interferencia como de intervención —en esta línea, véase, por ejemplo, Sauvé (2015, p. 29)—. Siguiendo a Ken Endo (1994) o Paolo Carozza (2003), este estándar incluiría dos dimensiones. Una es negativa. La institución internacional no puede arrogarse aquellas funciones que la institución más cercana a los individuos puede realizar adecuadamente o con mayor eficacia. Otra es positiva. La institución internacional adquiere el deber de actuar cuando la institución nacional no puede lograr los fines relevantes de modo satisfactorio o cuando se enfrenta problemas que trascienden la escala doméstica.

La dimensión negativa del principio de subsidiariedad debería dirigir al Tribunal de Estrasburgo, por una parte, a no interferir en las formas nacionales de protección de derechos convencionales cuando la no interferencia vaya en beneficio del sistema europeo de derechos humanos. El Estado está más cerca de la realidad cotidiana de los individuos y, como volveré a apuntar, en un conflicto concreto puede estar mejor situado para valorar cuál es el curso de acción adecuado dada su coyuntura interna. Por otra parte, esta dimensión negativa también exige al Tribunal, en el momento de juzgar una posible violación de derechos, tener presentes otros fines valiosos que el Estado persigue en tanto estructura compleja, algo que ya contemplan, por ejemplo, las cláusulas de limitación de los artículos 8 a 11 del Convenio11.

La dimensión positiva del principio de subsidiariedad, en contraste, refuerza la responsabilidad judicial de Estrasburgo en la protección efectiva de los derechos convencionales —en consonancia con el artículo 13 del Convenio, el cual prevé el derecho a un recurso efectivo—. La refuerza en aquellos casos en los que el Estado resulta incapaz de satisfacer mínimamente estos derechos, pero también cuando las instituciones nacionales no están atendiendo sus responsabilidades compartidas en el mantenimiento del sistema europeo (ya sea porque falta la imparcialidad necesaria para una adecuada protección, porque las autoridades internas tienen poca cultura de la justificación, o porque estas instituciones no adoptan una perspectiva convencional). Aquí, una declaración de violación del Convenio puede expresar esta dimensión positiva de la subsidiariedad.

Como ha observado recientemente Alastair Mowbray (2015), aunque el principio de subsidiariedad está adquiriendo protagonismo en el razonamiento del TEDH desde Interlaken y Brighton, ello no implica que Estrasburgo lo esté utilizando simplemente para restringir sus poderes frente a los Estados. Este autor aporta muestras de que el Tribunal también está usando el principio para fijar las responsabilidades de las autoridades nacionales en el marco del Convenio, en línea con esta idea de la subsidiariedad como moneda de doble cara. En el asunto Fabris v. France, por ejemplo, en el que un hijo calificado como ilegítimo no pudo hacer valer sus derechos de herencia, Estrasburgo acude a la subsidiariedad para resaltar que los tribunales internos no cumplieron sus obligaciones convencionales al priorizar razones de seguridad jurídica frente al artículo 14 del Convenio (no discriminación) en relación con el artículo 1 del Protocolo 1 (protección de la propiedad) (Fabris v. France, § 72). Por esta razón, la inclusión de este estándar en el Preámbulo del Convenio no tiene por qué suponer un retroceso de los derechos humanos en Europa. Al contrario, puede conllevar una mejor división del trabajo en su protección efectiva si tomamos en serio como base una concepción cooperativa de los derechos humanos.

El fundamento cooperativo del principio de subsidiariedad y la pregunta por la legitimidad ecológica también dan pie a desarrollar dos aspectos combinados en la división del trabajo convencional. Por una parte, el éxito del sistema y el compromiso de protección efectiva conducen a una lógica incremental en términos de exigibilidad protectora. Por otra parte, el factor del pluralismo y la dualidad axiológica que expresa el

Preámbulo del Convenio (democracia y comprensión unitaria de derechos) conducen a una forma racionalizada de entender y desarrollar la doctrina del margen de apreciación estatal. En el próximo apartado me ocuparé del primer aspecto.

III. SUBSIDIARIEDAD E INCREMENTALISMO

La comprensión de los derechos humanos que se ha sugerido, además de propugnar una división del trabajo entre lo local, lo regional y lo global, contribuye a entender la importancia de una dinámica incremental en las exigencias de protección efectiva. La presencia estabilizada (no puntual) de relaciones de interdependencia, institucionalización y cooperación otorga forma a un discurso universal de los derechos humanos, abriendo paso a una lógica de inclusión en el orden global como un todo. Pero estas razones de moralidad política se alimentan mutuamente. A una interdependencia cada vez mayor corresponde la necesidad de una mayor institucionalización, la cual posibilita, a su vez, mejorar la cooperación para este propósito. Por su parte, el incremento de las posibilidades de cooperación institucional justifica elevar de modo progresivo nuestras exigencias en torno a la capacidad del sistema para asegurar los intereses básicos de las personas. Ello origina nuevas responsabilidades de justicia vinculadas a derechos humanos, lo que permite consolidar y ampliar demandas de respeto y protección.

Este razonamiento se incardina bien en un orden global complejo y diversificado, en el que encontramos niveles muy distintos de protección y estructuración institucional, así como diferentes tiempos en el desarrollo de una cultura pública de los derechos humanos. Explica, de un lado, por qué los documentos internacionales atienden a esta realidad compleja, graduando tiempos, formas de cumplimiento y niveles de responsabilidad. Esa implementación gradual es también esencial en términos de equidad dado el pluralismo existente. Impide que la agenda de los derechos humanos esté dominada solamente por unos países o partes del mundo en función de su perfil histórico, circunstancias y condiciones sociales (Brems, 2009). De otro lado, permite sujetar el orden global a una dinámica inclusiva que es path-dependent en lo que atañe a derechos humanos. Orienta normativamente la práctica internacional hacia una exigencia progresiva en la realización de estos derechos que no desconozca las realidades regionales y la diversidad cultural o política existente, pero sin que la comunidad internacional deje de impulsar ese pluralismo hacia mejores consensos y reformas estructurales.

Eva Brems (2009) resalta con acierto que una de las principales dificultades en la protección internacional de derechos humanos es que muchos órganos supranacionales con funciones de monitorización y supervisión tienen la tendencia, por una parte, a controlar las violaciones desde el umbral de un estándar mínimo mientras que, por otra parte, son indiferentes al grado de protección de derechos humanos tanto por encima como por debajo de este umbral12. Tal tendencia no motiva a los Estados a hacer más de lo que es internacionalmente exigido y la falta de incentivos puede redundar en un estancamiento de los derechos humanos, no solo por falta de recursos o porque los Estados también persiguen otros bienes valiosos, sino por resistencias culturales internas que frenan el progreso de los derechos humanos. En este escenario internacional, a los Estados les resulta fácil evitar el coste político de reducir las resistencias culturales. Para Brems, la alternativa a este enfoque «violación/minimalista» no es adoptar el maximalismo en el control de violaciones, sino dirigirse hacia una dinámica de realización progresiva.

Me interesa usar este razonamiento para concretar las exigencias de legitimidad ecológica dentro del sistema europeo de derechos humanos (de nuevo, un contexto de fuerte institucionalización), y para un órgano judicial con la función de controlar violaciones de derechos desde un estándar común. Para una concepción estatista de la subsidiariedad, la idea de progreso paulatino resulta difícilmente aceptable si se adelanta a los consensos domésticos. Por esta razón, el estatismo buscaría una visión de mínimos, claramente pactados, y con un control externo deferente con el criterio nacional. Para la subsidiariedad cooperativa, en cambio, una visión de mínimos, pero incremental, ayuda al equilibrio del sistema.

El principio del incrementalismo se refleja en una dinámica ponderada de aplicación evolutiva del Convenio y es uno de los instrumentos centrales para que el TEDH pueda descargar sus responsabilidades institucionales compartidas como actor significativo en la práctica internacional13. El éxito del sistema del Convenio como motor regional en la protección de derechos humanos depende, en buena parte, de un principio cooperativo de subsidiariedad que incorpore el valor de la realización progresiva como alternativa al razonamiento maximalista y que, por tanto, busque armonizar pluralismo y unidad —sobre el incrementalismo como un factor de éxito en la adjudicación internacional de derechos humanos véanse, especialmente, Gerards (2013), Helfer y Slaughter (1997, pp. 314-318) y Krisch (2010, capítulo 4).

De hecho, el Tribunal de Estrasburgo sigue esta línea de realización progresiva de derechos convencionales en ámbitos importantes. La sigue, por ejemplo, en todo lo que afecta a los derechos de las personas transexuales y homosexuales. Aquí el Tribunal ha ido aumentando gradualmente los estándares de protección, atento al estado del consenso europeo, pero también impulsándolo hacia adelante con un garantismo que se va acrecentando con cada nuevo fallo14. Esta forma de proceder en la fijación del estándar europeo tiene un efecto importante para la inclusión de estos grupos sociales dentro del marco protector del sistema europeo de derechos humanos.

Una vez presentadas las claves de la subsidiariedad cooperativa y del enfoque incrementalista en la aplicación del Convenio, dedicaré la última sección del trabajo a conectar estos principios con la cuestión de cómo deberíamos concebir y articular la doctrina del margen de apreciación nacional cuando nos preocupa la legitimidad ecológica.

IV. UNA VERSIÓN RACIONALIZADA DE LA DOCTRINA DEL MARGEN DE APRECIACIÓN ESTATAL15

Desde los inicios de su andadura, y ya con mayor articulación desde el asunto Handyside v. The United Kingdom, el TEDH ha adoptado la doctrina del margen de apreciación para otorgar cierta deferencia al criterio de los Estados en la protección de los derechos del Convenio (para una caracterización general de la doctrina del margen de apreciación, véanse Arai-Takahashi, 2002; Brauch, 2005; Legg, 2012). El Tribunal ha ofrecido varias razones para justificar esta deferencia. Por una parte, ha observado que el sistema de protección de derechos humanos en Europa es fruto de una división del trabajo entre los Estados y el TEDH. Los Estados son los responsables primarios de esta protección y el Tribunal de Estrasburgo solo interviene de forma subsidiaria, por vía contenciosa y una vez que se han agotado los recursos judiciales internos. Por otra parte, en ámbitos tan sensibles como la moralidad o la religión, no hay consenso entre los Estados en los modos de regulación, y las autoridades nacionales, al estar en contacto directo con las fuerzas vitales de su país, se hallan habitualmente mejor situadas para conocer su coyuntura social y valorar situaciones conflictivas. No obstante, según el propio TEDH, este margen es limitado, sujeto a supervisión y variará en función de lo sensible que sea la cuestión a decidir, el derecho que esté en juego, el carácter del interés alegado por el Estado y la evolución del consenso europeo en la materia (Handyside v. The United Kingdom, §§48-49).

Con esta doctrina, el Tribunal suele renunciar a efectuar análisis abstractos de compatibilidad entre las medidas estatales y el Convenio, centrándose en revisar si el Estado se ha extralimitado en su margen de apreciación en la protección de derechos. Esto conduce a una supervisión particularizada o en contexto de la medida estatal impugnada, la cual atiende a la coyuntura interna de cada país y a sus circunstancias jurídicas, políticas y sociales. Tal examen contextual de compatibilidad con el Convenio hace posible que el TEDH ofrezca respuestas distintas a casos similares que se producen en coyunturas nacionales diferenciadas.

La doctrina del margen de apreciación ha ido siempre acompañada de controversia; muy criticada por afectar la seguridad jurídica, provocar incoherencias estructurales y debilitar el sistema de protección; pero también alabada por aportar flexibilidad argumentativa, mejorar la legitimidad del TEDH y reflejar el pluralismo democrático existente en Europa (para las críticas, véanse, por ejemplo, Brauch, 2005, pp. 113-150; Hutchinson, 1999; Kratochvíl, 2011; en sentido contrario, Gerards, 2011; Mahoney, 1998, y especialmente McGoldrick, 2011). Lo cierto es que la doctrina del margen ha tenido un impacto importante en algunos ámbitos. Su uso en materia de libertad religiosa, por ejemplo, ha hecho que el Tribunal dejara una amplísima autonomía a los Estados para interferir en la libertad religiosa con leyes seculares, diera vía libre a la sobreprotección estatal de los sentimientos religiosos mayoritarios frente a la libertad de expresión, refrendara las normativas que imponen la presencia de un crucifijo en las escuelas públicas y no pusiera objeciones a las restricciones nacionales al uso de velos y otras prendas religiosas (sobre esta jurisprudencia véanse, por ejemplo, Solar, 2009; Martínez-Torrón, 2012).

Viendo el aplauso que esta doctrina ha recibido en el Protocolo 15, es fácil augurar que todavía penetrará más en el razonamiento del Tribunal de Estrasburgo, y no solo en lo que afecta a la aplicación de derechos con cláusulas de limitación, sino en tanto estándar general en la valoración de denuncias de violación para la mayoría de derechos convencionales. Sin embargo, la cuestión que cabe plantear es si el protagonismo de la doctrina del margen de apreciación (en adelante, la doctrina) supone necesariamente una mayor deferencia al criterio nacional como parece asumir Contesse (2016) cuando la reclama para la Corte IDH. A mi entender, la doctrina es un modo de desarrollar la dimensión normativa del principio de subsidiariedad —para diferentes aproximaciones a la relación entre el principio de subsidiariedad y la doctrina del margen de apreciación véase, en especial, Christoffersen (2009, pp. 236-238)—. Así, más que ser un principio jurisdiccional, refleja una comprensión de cómo el TEDH debería ejercer su jurisdicción una vez que le corresponde actuar conforme a la dimensión procedimental o cronológica de la subsidiariedad. Por esta razón, cuando unimos la doctrina a un enfoque estatista de la subsidiariedad, buscaremos una deferencia fuerte. Si, por el contrario, la vinculamos, como yo propongo, a la concepción cooperativa de la subsidiariedad y nos preocupa la legitimidad ecológica, el efecto de la doctrina será diferente.

En esta línea, mi propuesta es racionalizar la doctrina del margen de apreciación percibiéndola como el resultado de efectuar un balance entre los valores que dan sentido al Convenio como instrumento jurídico (para diferentes versiones de esta doctrina, todas ellas rastreables en la jurisprudencia del TEDH, véanse, Letsas, 2006; Iglesias Vila, 2014). Desde esta perspectiva, el razonamiento del TEDH en aplicación del Convenio consiste en examinar si la medida estatal impugnada consigue alcanzar un balance equitativo entre derechos individuales y valores democráticos, atendiendo al dualismo axiológico entre democracia y derechos que imbuye el propio Convenio. De esta guisa, el valor convencional de la posición y voluntad del Estado será funcional al éxito de las autoridades nacionales en conseguir este equilibrio axiológico inherente a una sociedad democrática. La finalidad de la doctrina, entonces, no sería simplemente la justificación de la «deferencia» al Estado, sino el reconocimiento equilibrado de los valores democráticos en el sistema de protección de derechos humanos en Europa.

A continuación ofreceré algunas pinceladas del funcionamiento de esta doctrina racionalizada como expresión de la subsidiariedad cooperativa. Partiré de que la finalidad del Convenio es consolidar un umbral mínimo de calidad formal y sustantiva en la protección de derechos humanos en la región. Ahora bien, este mínimo no se determina en abstracto y, en consecuencia, tendrá cierto grado de movilidad, estará sujeto a una dinámica incremental y sus contornos seguirán dependiendo de un equilibrio entre democracia y derechos (véanse, sobre este punto, Hutchinson, 1999, pp. 642-644; Brems, 2009). También partiré de que la identidad y alcance de cada derecho convencional, mirado desde el plano justificatorio, depende de su fuerza como razón para justificar una limitación jurídica a la autonomía estatal16. En este sentido, no cabe asumir una idea de los derechos convencionales como triunfos. Justificar esta limitación no solo depende del contenido del derecho convencional afectado, sino de otras consideraciones de valor formal y sustantivo. A la vez, muchas cláusulas del Convenio no encajarían con la idea de que los derechos convencionales son triunfos frente al interés colectivo.

Desde estas dos premisas, la valoración de una posible violación del Convenio requiere efectuar un escrutinio de proporcionalidad, el cual examina la adecuación, necesidad y balance comparativo de la medida nacional restrictiva de derechos (sobre el test de proporcionalidad véase, en general, Alexy, 1993, pp. 111-115). En algunos ámbitos, el Tribunal de Estrasburgo —cuando ha acogido una aproximación estatista— ha rehuido entrar en un examen independiente de proporcionalidad de la medida impugnada. Si racionalizamos la doctrina desde la subsidiariedad cooperativa, en cambio, el Tribunal no puede inhibirse de la valoración de proporcionalidad. Ahora bien, este examen no se guía solamente por el tipo y contenido de los derechos e intereses en juego, y por consideraciones particulares de adecuación y necesidad de la medida impugnada. En los diversos pasos de este examen, también deben incorporarse razones o consideraciones sistémicas, vinculadas al sentido y dinámica general del sistema europeo de protección de derechos humanos, lo que exige emprender en cada asunto un balance entre razones de primer y segundo orden (Legg, 2012). Apuntaré cinco de estas consideraciones y me detendré especialmente en la cuarta.

En primer lugar, es razonable que en el examen de proporcionalidad el Tribunal tenga presente el marco general de protección que el Estado ofrece al derecho individual que ha restringido. Esta consideración adquiere trascendencia cuando asumimos que la protección de derechos convencionales es fruto de una división del trabajo entre los Estados y el TEDH. Si en términos globales el Estado facilita un acceso seguro y equitativo a este derecho o muestra una clara progresión en el estándar general de protección, en casos donde la restricción al derecho no sea muy intensa, podría entrar en juego una «teoría de la neutralización» como la que Estrasburgo usó en el asunto Lautsi, donde destacó aquellos aspectos en los que el sistema educativo italiano era equitativo en su apertura al pluralismo religioso en las escuelas para contrarrestar su falta de neutralidad con la religión mayoritaria respecto a la simbología (Lautsi and others v. Italy; véase Andreescu & Andreescu, 2010, p. 210) —ahora bien, a mi entender, en Lautsi este argumento no bastaba para justificar la sentencia absolutoria—. Cuando, por el contrario, este nivel general de protección es bajo y el Estado no muestra ninguna progresión al respecto, el Tribunal debe reforzar su supervisión como garante de la protección efectiva de derechos, supliendo la inacción estatal en el cumplimiento de sus compromisos internacionales. El resumen de esta idea es que, a medida que las autoridades nacionales vayan mostrando un mayor nivel de protección general del derecho en cuestión, su criterio se vuelve más confiable.

En segundo lugar, el Tribunal puede recurrir al método comparativo al valorar hasta qué punto era viable para el Estado obtener sus fines con una medida menos restrictiva de derechos (Arai-Takahashi, 2002). Dado que el Convenio surge para mejorar en conjunto la calidad en la protección de derechos humanos en Europa, el hecho de que otros Estados hayan conseguido la misma finalidad con medidas menos restrictivas es una razón para dudar, salvo prueba en contrario, que la medida impugnada fuera realmente necesaria.

En tercer lugar, el estado del consenso europeo en una determinada materia también puede ser relevante para relajar el juicio de proporcionalidad, aunque condicionado a la presencia de un vínculo entre la formación de consensos y la dinámica de un progreso paulatino en el sistema general de protección (sobre la relación entre interpretación evolutiva y consenso europeo, véase Dzehtsiarou, 2011). La falta de consenso es un argumento importante para evitar el efecto «sorpresa» que una aplicación alejada del estado de la cuestión en Europa podría provocar. De esta forma, su relevancia depende de un balance entre razones de seguridad jurídica y consideraciones sustantivas en un ajuste mutuo que favorezca la consolidación de derechos humanos. Atender a la falta de consenso para ampliar la libertad del Estado resultaría, en cambio, cuestionable si ello acabara redundando en una paulatina disminución del estándar de protección en la región17.

En cuarto lugar, la cuestión de si el Estado está realmente mejor situado para decidir es clave para orientar el juicio de proporcionalidad18. Esta es seguramente la principal razón para priorizar el criterio nacional desde un principio cooperativo de subsidiariedad (Spielmann, 2012). Cuando el TEDH percibe que una situación conflictiva no puede ser adecuadamente resuelta sin un conocimiento profundo de las circunstancias particulares de una determinada sociedad, tiene una razón fuerte para ejercer un nivel de escrutinio menor del balance axiológico alcanzado por el Estado. Sin embargo, la fuerza de este argumento está condicionada a que el Estado muestre su capacidad de satisfacer la parte que le corresponde en la división del trabajo dentro del sistema del Convenio. Más allá de los deberes genéricos de respeto y protección efectiva, esta fuerza está condicionada a que los Estados satisfagan las tres responsabilidades convencionales que mencioné. Aunque estas responsabilidades de las autoridades nacionales están interrelacionadas, vale la pena analizarlas por separado.

  1. La primera es una responsabilidad de imparcialidad o neutralidad, la cual se ve comprometida cuando el Estado, por ejemplo, tiende a privilegiar a un determinado grupo social, adopta doctrinas comprehensivas (usando la terminología de John Rawls) o cede ante la presión de la moralidad dominante. En estos casos, el Estado deja de estar mejor situado que un órgano internacional para resolver la conflictividad interna que esta falta de imparcialidad pueda comportar19. La acción del Estado restrictiva de derechos requiere aquí una fiscalización estricta por parte del Tribunal de Estrasburgo.

  2. La segunda es la responsabilidad de adoptar lo que se ha denominado una «cultura de la justificación» que sujeta a cualquier institución pública (administrativa, legislativa o judicial) a una demanda de justificación centrada en el objetivo de proteger derechos humanos y fundamentales (Dyzenhaus, 2015; Cohen-Eliya & Porat, 2011). Esta cultura tendría dos dimensiones: una dimensión pasiva, en la que el poder político se compromete a justificar que su programa de gobierno no es incompatible con los derechos básicos; y una dimensión activa, en la que el poder político se compromete a justificar que sus políticas públicas e instrumentos jurídicos contribuyen a mejorar estos derechos.

    En el nivel europeo de la subsidiariedad cooperativa, una buena cultura de la justificación (que va más allá de constatar el carácter democrático del Estado o de que la medida cuestionada provenga de un órgano democrático) contribuye a la confiabilidad de las autoridades nacionales20. Por esta razón, en una línea parecida a la que defiende Gargarella (2016) para la Corte IDH en el asunto Gelman c. Uruguay, algunos autores y jueces del TEDH sugieren que la calidad deliberativa de la medida impugnada, es decir, el grado de intensidad y amplitud del debate interno que acompaña a la decisión nacional, debería convertirse en un factor central tanto para ampliar como para reducir el margen de apreciación del Estado21. El Tribunal ha utilizado este razonamiento en los dos sentidos22. Para poner dos ejemplos centrales, en el asunto Hirst v. The United Kingdom (Nº 2), la falta de calidad deliberativa tanto en el nivel parlamentario como por parte de las autoridades judiciales contribuyó de modo importante al fallo de violación del artículo 3 del Protocolo 1 del Convenio (derecho a elecciones libres) (Hirst v. The United Kingdom (Nº 2), §§ 79-80)23. En cambio, la situación en el asunto Animal Defenders International v. The United Kingdom era la inversa. En este caso se valoraba si la no autorización a una organización no gubernamental para publicar en televisión un anuncio de concienciación sobre el maltrato animal por tener carácter político vulneraba el artículo 10 del Convenio (libertad de expresión). La consideración de que los fundamentos de la regulación habían sido revisados detenidamente tanto por el parlamento como por la judicatura atendiendo a la jurisprudencia de Estrasburgo contribuyó al fallo favorable al Estado. Contrariamente a algunas opiniones, sin embargo, no diría que la calidad deliberativa de la decisión nacional tiene que contemplarse como el factor determinante para una doctrina del margen de apreciación, y no como un factor que, aun cuando sea importante, es uno más a considerar (en defensa de esta centralidad, véase, en especial, Lazarus & Simonsen, 2013). Por una parte, este razonamiento puede funcionar en casos obvios de buena o mala calidad deliberativa, pero resultará débil en los supuestos intermedios, los cuales podrían ser la mayoría en la vida política normal. Por otra parte, la valoración de la calidad deliberativa interna no es algo previo o independiente del examen de proporcionalidad que deba reemplazarlo si el Estado posee un buen registro en este aspecto (en sentido contrario, Lazarus & Simonsen, 2013, pp. 392, 401); es, más bien, una razón fuerte para un examen más flexible o superficial. Al mismo tiempo, la relevancia de este argumento en el caso concreto dependerá también del resto de factores sistémicos que he mencionado y del tipo de derechos e intereses que estén en juego24.

  3. La tercera responsabilidad es la adopción de una perspectiva convencional. Que el Estado esté mejor posicionado para decidir también debería condicionarse a la capacidad de las autoridades nacionales para adoptar una perspectiva externa en su actividad institucional cotidiana —el punto de vista del Convenio, podríamos decir—, esto es, una capacidad de autorregulación convencional. En la idea de subsidiariedad que estoy manejando, la perspectiva del Convenio no es patrimonio de Estrasburgo, sino una perspectiva que comparten todos los actores que cooperan para la efectividad del sistema europeo. Los Estados, observa Jean-Marc Sauvé, requieren poseer un punto de vista doble: «national characteristics and traditions, and also European standards and consensus» (Sauvé, 2015, p. 25).

Hay varios modos en los que las autoridades nacionales, en sus respectivos ámbitos de competencia, muestran poseer una óptica convencional. Se muestra, por ejemplo, en la disponibilidad hacia el control externo para corregir déficits del mayoritarismo democrático, en el esfuerzo por recabar información empírica sobre el impacto en términos de derechos humanos de las medidas nacionales —véase, en este sentido, la crítica de Brems (2016) al razonamiento de Estrasburgo en el asunto S.A.S. v. France—, en el interés por recibir asesoramiento de comités y organismos expertos en derechos humanos y, como observa Spano (2015), en no usar argumentos ad hoc o ex post facto para defender la posición del Estado en Estrasburgo. La perspectiva convencional es exigible tanto al parlamento como a los órganos ejecutivos y al poder judicial, pero me centraré ahora en este último. En lo que atañe a la judicatura nacional, el TEDH ha subrayado claramente esta responsabilidad en los asuntos Fabris v. France o Hirst v. The United Kingdom (Nº 2), donde reclamó una perspectiva convencional al juez interno. Además de usar la jurisprudencia de Estrasburgo como recurso interpretativo, tal exigencia puede concretarse en la presencia de un control interno de convencionalidad de la actividad reguladora, al menos como deber de resultado (que deje en manos del Estado, en función de sus tradiciones jurídicas y estructuración interna, la decisión sobre los medios adecuados para llevarlo a cabo)25.

En definitiva, dadas las tres responsabilidades que he destacado, la idea de que el Estado está mejor situado para decidir solamente adquiere fuerza como razón en la doctrina del margen de apreciación si su posición institucional y prácticas previas le permiten ejercer confiablemente la parte que le corresponde en un esquema de subsidiariedad cooperativa.

Por último, y regresando de nuevo a las cinco consideraciones sistémicas que acompañan al examen de proporcionalidad, otro factor relevante es la coherencia de la jurisprudencia de Estrasburgo. El Tribunal debería ser coherente en la aplicación de la doctrina y ofrecer pautas generalizables que puedan servir de guía a los Estados y a sus ciudadanos. Es cierto que el examen de proporcionalidad requiere tomar en consideración el contexto de la medida impugnada. De ahí que el Tribunal no pueda limitarse a efectuar un análisis abstracto de compatibilidad entre el derecho individual y la disposición nacional. Pero también forma parte de la función de Estrasburgo moldear a través de sus fallos un marco general de comprensión de cada uno de los derechos convencionales. Siguiendo la terminología de Steven Greer (2003), podríamos distinguir dos formas de balance axiológico: a) un balance «ad hoc», donde la ponderación está plenamente centrada en el caso particular; y b) un balance «estructurado», donde la ponderación particular entre derechos e intereses públicos está mediatizada por la pretensión de asentar una doctrina general sobre estándares de protección de derechos en Europa. Quienes recelan de que un órgano internacional pueda tener la última palabra en materia de derechos, incluso cuando sus sentencias no posean el mismo valor jurídico que las de los tribunales internos, pueden percibir como una virtud que Estrasburgo se limite a buscar soluciones particulares razonables, desde una lógica del caso a caso, más que preocuparse por sentar doctrinas generales. Pero ello acaba erosionando su propia función jurisdiccional de intérprete del Convenio porque le acerca a un simple órgano de arbitraje. El TEDH solo puede mantener su legitimidad (ecológica) en tanto institución judicial consolidada si la producción de doctrina es tan importante como la producción de resultados particulares (en esta línea, véase McHarg, 1999).

V. CONCLUSIONES

Si las lecturas sugeridas del principio de subsidiariedad y la doctrina del margen de apreciación entraran a formar parte del razonamiento del Tribunal de Estrasburgo, su función jurisdiccional se ajustaría al parámetro de la legitimidad ecológica y reflejaría las exigencias de inclusión de una concepción cooperativa de los derechos humanos. Los ciudadanos de los Estados del Consejo de Europa son tratados como miembros de este marco regional para la protección de derechos humanos cuando sus intereses básicos cuentan, y el Tribunal contribuye a que sus intereses cuenten cuando sus fallos reflejan una distribución de responsabilidades que es equitativa para Estados y ciudadanos, equilibrando las razones relevantes en la axiología interna al Convenio. Mi impresión es que esta dinámica es la que permitirá al Tribunal encontrar el lugar que le corresponde en la división del trabajo para mantener y mejorar derechos humanos en Europa. Esperemos que Estrasburgo sepa leer el Protocolo 15 como una reforma que invita a la cooperación institucional mutua y no como una simple rendición a la facticidad política. Y si mis reflexiones resultan adecuadas para el razonamiento del TEDH, quizá también puedan serlo para el de la Corte IDH.

 

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1 Esta comprensión normativa fuerte de la subsidiariedad es la que está implicada en sus consideraciones sobre el papel de la Corte IDH en valoración de prueba, remedios y control interno de convencionalidad.

2 Cabe advertir que este cambio en la percepción del papel de la subsidiariedad en el marco del Convenio Europeo es reciente. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha mantenido generalmente una compresión procedimental de este principio, que ya expresó con claridad en el asunto Handyside v. The United Kingdom (§ 48). Ahora bien, podríamos decir que Estrasburgo ha hecho un uso implícito de la concepción normativa de la subsidiariedad con su desarrollo de la doctrina del margen de apreciación nacional. Esta doctrina es la que ha usado el Tribunal para ir gestionando la deferencia al criterio estatal en el ejercicio de su jurisdicción.

3 Como indica Paolo Carozza (2003, p. 57), el principio de subsidiariedad suele ser percibido como un recurso para distribuir competencias entre diferentes niveles de gobierno en el marco de una unidad política y, por tanto, serviría, como sucede en la Unión Europea, para distribuir autoridad soberana. Pero este principio también puede usarse de modo general en el derecho internacional de los derechos humanos como estándar de aplicación del Convenio. Para Sabino Cassese (2015, p. 14), la utilización de la subsidiariedad para el control judicial es un uso nuevo de este principio.

4 Desde esta perspectiva, el derecho a tener derechos sería el derecho humano básico cuya ignorancia implica la expulsión de la comunidad política, la pérdida de la condición de ciudadano que permite a las personas ser sujetos de derechos y no meros objetos. Para algunos defensores de una concepción estatista de los derechos humanos, este sería realmente el único derecho humano de carácter eminentemente internacional porque la responsabilidad primaria del orden internacional es garantizar que las comunidades políticas, en cuyo interior se hacen efectivos los derechos humanos, no excluyan a sus miembros de la condición de ciudadanos, exclusión que se produce cuando sus derechos son ignorados o despreciados de manera profunda y sistemática. Véanse, por ejemplo, J.L. Cohen (2008, pp. 586-588) y Besson (2011). Sobre la idea de un derecho a tener derechos, véase Arendt (1951, pp. 292-299).

5 Cabría efectuar otras críticas a la concepción estatista de los derechos humanos. De un lado, parece tener dificultades para dar cuenta de las obligaciones extraterritoriales de los Estados. Véase, en este sentido, Lafont (2012, p. 11) y, en sentido contrario, Besson (2011) y Montero (2013, pp. 474-476). De otro lado, tal aproximación diluye la distinción funcional entre derechos constitucionales y derechos humanos, lo que dificulta la comprensión del carácter global de estos últimos. Sobre la importancia de distinguir entre derechos constitucionales y derechos humanos, véanse Raz (2010, p. 330), Lafont (2012, pp. 20-21) y Rawls (1999, pp. 78-81). En sentido contrario véase, por ejemplo, Waldron (2013, pp. 14-15).

6 Besson (2016) también defiende que el consenso entre los Estados es el criterio que debería fijar el estándar mínimo de protección de los derechos convencionales. Pero esta idea es muy problemática por dos razones. Primero, no dice nada sobre cómo se determina un estándar convencional mínimo cuando este consenso europeo no existe y, por tanto, cuando poseerlo resulta más necesario. Segundo, imponer el consenso europeo a un Estado disidente sería contra mayoritario y, en consecuencia, difícilmente aceptable desde su propia perspectiva democrática.

7 Buchanan (2013, pp. 197-198 y 217) habla de una legitimación recíproca entre tribunales internacionales de derechos humanos y Estados porque la función que ejercen los primeros contribuye a la legitimidad de los Estados (refuerzan la implementación de derechos domésticos y mitigan defectos de las democracias), y estos últimos contribuyen a la legitimidad de los tribunales internacionales al participar en estas estructuras que mejoran su propia legitimidad. Al mismo tiempo, los Estados contribuyen a la legitimidad del control externo porque la externalización hacia los Estados tanto de la creación normativa como de las funciones de ejecución evita que estos tribunales vayan más allá de lo que son capaces de hacer, algo que disminuiría su legitimidad. En sentido parecido, véase, también Føllesdal (2014).

8 Esta idea más amplia de inclusión está latente en la concepción de Joshua Cohen, aunque este autor se acaba decantando, a mi modo de ver erróneamente, por vincular estos derechos a la relación de membrecía en la comunidad política. Véase J. Cohen (2004, 2006).

9 El alcance de la justicia igualitaria es una cuestión diferente y mucho más controvertida. Para estos autores, estas tres condiciones dan origen a exigencias de justicia que son más fuertes que las de carácter humanitario, pero no tienen por qué ser tan fuertes como las exigencias igualitarias de justicia distributiva que podemos justificar en el seno de la relación de ciudadanía (Cohen & Sabel, 2006, p. 161). La cuestión, no obstante, es si los límites de las demandas igualitarias de justicia distributiva coinciden con los límites fronterizos de los Estados.

10 Este fundamento permite ofrecer una lectura no estatista de la idea de Arendt (1951, p. 298) de un derecho a tener derechos, y a su afirmación de que «the right to have rights, or the right of every individual to belong to humanity, should be guaranteed by humanity itself». A la vez, se busca una fundamentación menos densa moralmente que la que plantea Seyla Benhabib (2007) desde una ética discursiva.

11 Como es bien sabido, cada una de estas cláusulas reconoce un derecho convencional en su primer párrafo, pero incluye un segundo párrafo donde se explicita en qué condiciones un Estado parte puede restringir este derecho sin violar el Convenio.

12 Desde esta concentración en el control de violaciones y de mínimos, una violación seria cuenta igual que una violación muy seria o una violación menos intensa. De forma paralela, por encima del umbral de violación, el Estado cumple con su obligación internacional sin importar el nivel de protección que alcance, lo que resta importancia a distinguir entre registros decentes, buenos y excelentes. Véase, Brems (2009, pp. 353-354).

13 El incrementalismo viene también apoyado por la doctrina del TEDH del Convenio como «instrumento vivo» que se remonta al asunto Tyrer v. The United Kingdom, § 31. Sobre esta doctrina, véase Letsas (2013).

14 Estrasburgo ha tendido, primero, a advertir al Estado denunciado que debería evolucionar a un estándar de protección más riguroso y, a medida que el consenso europeo ha ido progresando hacia ese estándar más alto (aunque sin necesidad de que hubiera un pleno consenso contrario), el Tribunal ha aumentado su exigencia con sentencias de condena. En esta línea, véanse, por lo que respecta a los derechos de las personas homosexuales, especialmente, los siguientes casos: Dudgeon v. The United Kingdom, Lustig-Prean & Beckett v. The United Kingdom, Salgueiro da Silva Mouta v. Portugal, Karner v. Austria, E.B. v. France, X and others v. Austria, y Vallianatos and others v. Greece. En lo que atañe a los derechos de las personas transexuales véanse, especialmente, B. v. France, Christine Goodwin v. The United Kingdom, Schlump. v. Switzerland, Identoba and others v. Georgia.

15 Esta sección retoma algunos pasajes de Iglesias Vila (2014).

16 Aunque no podré desarrollar esta cuestión, si comprendemos estos derechos jurídicos desde su fundamento en el discurso de los derechos humanos, solo una concepción ética de los derechos humanos apoyaría su carácter de triunfos. La concepción política que defiendo, por el contrario, pretende ajustar la noción de los derechos humanos a su rol de razones para la acción dentro la práctica internacional. Así, la identificación de estos derechos no depende solo de su contenido, sino, también, de contingencias y factores de viabilidad, efectividad y legitimidad institucional que son relevantes para limitar la soberanía estatal y justificar la actuación de otros actores. En este sentido, si los derechos convencionales son contemplados como razones para justificar la acción dentro del sistema del Convenio, la propia identidad de estos derechos incorporará un ejercicio de balance entre razones de diferente carácter.

17 Un ejemplo es la creciente falta de consenso europeo en la regulación de las prendas religiosas. En parte debido a la posición muy permisiva que el TEDH ha adoptado respecto a las prohibiciones nacionales, la actual heterogeneidad ha generado una disminución del estándar regional de protección de la libertad religiosa. Para una visión crítica con el uso del consenso como elemento relevante en la comprensión del TEDH, véase Letsas (2004, pp. 304-305); Brauch (2005, pp. 146). En sentido contrario, Hutchinson (1999, pp. 648-649); Besson (2016, p. 100).

18 Hay ámbitos en los que este argumento tiene un peso especial porque las decisiones que deben ser adoptadas dependen de factores técnicos, procedimentales y de estructura jurídica interna que son complejos y que un tribunal internacional no parece, en principio, el mejor posicionado para dirimir. Me refiero, por ejemplo, a la valoración de prueba y a la ejecución de fallos con medidas de reparación y prevención de futuras violaciones. Este razonamiento está en la base de la doctrina de la cuarta instancia y en la asunción del TEDH de que (bajo la supervisión del Comité de Ministros del Consejo de Europa) la articulación de estas medidas de ejecución queda a la discreción del Estado. En este último aspecto, una excepción serían las sentencias piloto del TEDH ante situaciones de violaciones estructurales. Contesse se refiere a estos ámbitos como ejemplo de la dinámica más deferente que propone a la Corte IDH. Pero en estos casos la prioridad fuerte hacia lo local tiene una justificación específica, que no es la legitimidad democrática, y que no se aplica en general desde la visión que he defendido.

19 Este razonamiento se aplicaría, por ejemplo, a la jurisprudencia de Estrasburgo en materia de simbología religiosa, donde, en muchas ocasiones, el Tribunal ha dejado prevalecer la perspectiva del Estado a pesar de que la regulación nacional mostraba claramente una falta de neutralidad o imparcialidad ante su pluralismo religioso interno. Son llamativos en este aspecto los asuntos Leyla Şahin v. Turkey, el ya mencionado Lautsi v. Italy, los números asuntos relativos a la prohibición del velo en el ámbito educativo francés y el reciente S.A.S. v. France.

20 Este factor también involucra aspectos procedimentales que contribuyen a la confiabilidad general del sistema nacional (por ejemplo, que el parlamento nacional haya incorporado mecanismos internos de supervisión para asegurar que la protección legislativa de derechos humanos resulta efectiva). Sobre la importancia de estos mecanismos véase, en general, Hunt, Hooper y Yowell (2015).

21 Lo que se valoraría aquí es si las autoridades nacionales han tenido en cuenta los derechos e intereses de todos los afectados (y si los afectados han podido expresarse) y si el balance de las razones en juego ha sido profundo y de buena fe. Sobre esta posición véanse, especialmente, Spano (2014, pp. 497-499); Lazarus y Simonsen (2013); McGoldrick (2016, pp. 33-36).

22 De hecho, en ciertas esferas, Estrasburgo parece estar moviéndose hacia lo que se está denominando «un giro procedimental» en su razonamiento, dando tanta o más importancia al proceso que ha acompañado a una medida nacional que a su propio contenido (Arnardóttir, 2017).

23 Un caso todavía más claro de falta de calidad deliberativa lo encontramos en el asunto Lautsi v. Italy, donde la normativa nacional provenía de reglamentaciones de los años veinte, del período fascista, carecía de confirmación parlamentaria y no había sido valorada por el Tribunal Constitucional italiano.

24 Cabe decir también que una medida nacional acompañada de un mal debate deliberativo puede ser convencionalmente aceptable en términos de proporcionalidad. Sobre las matizaciones que cabe realizar a la importancia convencional de la calidad deliberativa interna, véase el «democracyenhancing approach» sugerido por Spano (2014, p. 499). También se debe tener en cuenta que el argumento de la calidad deliberativa puede suponer una injerencia importante por parte del TEDH en el funcionamiento institucional interno sin conexión directa con los mínimos convencionales en este aspecto.

25 No podré entrar aquí en el control de convencionalidad y en la polémica que el activismo de la Corte IDH en este tema ha generado entre los académicos latinoamericanos. Véase, por ejemplo, las críticas que vierte Contesse (2016, pp. 128, 137-141). Para una visión diferente, véase Castilla (2013).

 

Recibido: 21/06/17
Aprobado: 01/08/17

 

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