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Derecho PUCP

Print version ISSN 0251-3420

Derecho  no.79 Lima July/Nov 2017

http://dx.doi.org/10.18800/derechopucp.201702.011 

SECCIÓN PRINCIPAL

 

Exigibilidad de los derechos sociales: algunas aportaciones desde la teoría del derecho

Social Rights Enforcement: Some Contributions from Legal Theory

 

Miguel Ángel Pacheco Rodríguez *

Universidad de Castilla-La Mancha

* Profesor de la Universidad de Castilla-La Mancha, Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de Toledo (España), Doctor en Derecho. Código ORCID: 0000-0002-6075-6366. Correo electrónico: miguel.pacheco@uclm.es.

 


RESUMEN

En este trabajo se exponen algunas de las principales contribuciones de la teoría del Derecho a la exigibilidad de los derechos sociales. La primera parte está dedicada al concepto de derecho subjetivo y especialmente a las propuestas de Robert Alexy y Luigi Ferrajoli. En la segunda parte, se analiza la relación de los derechos sociales con el principio de igualdad y, más concretamente, la propuesta de Luis Prieto. Finalmente, se exploran las posibilidades que tanto la teoría pospositivista del Derecho como la neoconstitucionalista ofrecen para un mayor grado de reconocimiento y eficacia de los derechos sociales.

Palabras clave: derechos sociales, derecho subjetivo, justiciabilidad, teoría del derecho.

 


ABSTRACT

This paper explores some of the main contributions developed by legal theory in favour of social rights enforcement. The first part is devoted to the concept of subjective right and particularly to the conceptions due to Robert Alexy and Luigi Ferrajoli. The second part includes the analysis of the relationship between social rights and the principle of equality. Special attention will be given to Luis Prieto’s theory. Finally, both post-positivistic and neo-constitutionalistic theories of Law will be evaluated in terms of their degree of recognition and defence of social rights.

Key words: social rights, subjective right, legal enforcement, legal theory.

 


I. INTRODUCCIÓN

La tradicional división de los derechos en generaciones ha favorecido una concepción devaluada de los denominados derechos sociales. En este sentido, suele sostenerse lo siguiente:

los derechos civiles y políticos son derechos absolutos, con eficacia erga omnes, en tanto que los derechos sociales serían derechos relativos u oponibles frente a un obligado concreto; que los primeros, los civiles y políticos, son derechos definitivos, en tanto que los segundos, los sociales, dependen de cierta forma institucional al no venir su contenido determinado de forma clara en su enunciado. Del mismo modo, los derechos civiles y políticos se presentan como derechos inmediatamente eficaces frente al Estado, mientras que la eficacia de los derechos sociales dependería de la implantación de medidas, generalmente costosas, por el Estado. Finalmente, y como consecuencia de todo lo anterior, los derechos civiles y políticos se conciben como derechos justiciables, en tanto que los derechos sociales permanecerían en algo así como un limbo jurídico, a la espera de su particular redención legislativa (Pacheco, 2017, p. 19).

En este trabajo me centraré en el último aspecto señalado en el párrafo anterior y, más concretamente, destacaré tres conjuntos de aportaciones que desde la teoría del Derecho pueden contribuir a la superación de la tesis que concibe a los derechos sociales como derechos de tutela debilitada. En primer lugar, me detendré en exponer, a partir de las teorías de Alexy y Ferrajoli, una nueva dimensión del concepto de derecho subjetivo: en el caso de Alexy, una concepción de los derechos como mandatos de optimización que precisan ser ponderados con carácter previo a su reconocimiento; en el caso de Ferrajoli, una nueva concepción que pretende ser superadora de aquella otra que tiende a confundir las acciones procesales con los derechos. En segundo lugar, analizaré el camino que, para el reconocimiento de determinados derechos sociales, supone una adecuada interpretación judicial del principio de igualdad. En este sentido, algunos tribunales constitucionales —como el canadiense, el sudafricano, el italiano o el español— han reconocido determinados derechos sociales no establecidos previamente por los órganos legislativos, pero que pueden derivarse del citado principio de igualdad en combinación con la prohibición de discriminación arbitraria. A tal fin, tomaré como referencia la experiencia del Tribunal Constitucional español y los argumentos desarrollados sobre esta cuestión por Luis Prieto. Finalmente, en tercer lugar, me limitaré a proponer una vía aún no muy explorada y que podría suponer un nuevo avance para los derechos sociales. Me estoy refiriendo a las denominadas teorías neoconstitucionalistas y pospositivistas del Derecho. Ciertamente ninguna de ellas, al menos de una forma intensa, se ha encargado particularmente del problema de los derechos sociales, sin embargo, como tendremos ocasión de analizar, algunos de los presupuestos teóricos que sostienen —pensemos, por ejemplo, en la derrotabilidad de las normas, la principialización de las reglas del sistema, la ponderación, el derecho como argumentación, etcétera— podrían favorecer que los órganos aplicadores del derecho reconocieran determinadas pretensiones subjetivas vinculadas a derechos prestacionales. Evidentemente, estas estrategias parecen exigir un cierto «activismo» judicial, o cuando menos una actividad por parte de los jueces que, de alguna manera, nos recuerda al llamado «uso alternativo del Derecho».

II. HACIA UNA NUEVA DIMENSIÓN DEL CONCEPTO DE DERECHO SUBJETIVO: ALEXY Y FERRAJOLI

Queda muy lejos aquella discusión entre franciscanos y dominicos a propósito de la legitimidad de la propiedad privada y su adecuación, o no, a la idea de pobreza evangélica y que suele considerarse como el origen prehistórico del concepto de derecho subjetivo1. Durante los siglos XVII y XVIII se consolidará una concepción moderna de los derechos: Hugo Grocio (1583-1645), en De iure belli ac pacis (1625) (Grocio, 1987, p. 54), establece tres definiciones de ius. Precisamente, la primera de ellas corresponde al concepto de derecho subjetivo, entendido como qualitas moralis personae competens ad aliquid juste habendum vel agendum (una cualidad moral de la persona en virtud de la cual puede hacer o tener algo lícitamente).

Las reacciones contra el pensamiento iusnaturalista desde finales del siglo XVIII y especialmente en el siglo XIX van preparando el terreno al positivismo jurídico. En este contexto, los juristas solo concebirán los derechos subjetivos como derechos jurídico-positivos (Cruz Parcero, 2007, p. 26), si bien limitados por la idea de que un derecho subjetivo básicamente es un poder de la voluntad. Será «a partir de la crítica de Ihering al voluntarismo y del aparato analítico ofrecido por Hohfeld cuando pudimos empezar a concebir los derechos subjetivos de forma más amplia y más acorde con el uso habitual que se había ido desarrollando en el lenguaje jurídico» (Hierro, 2000, pp. 355-356).

Uno de los principales problemas con los que se enfrentan los derechos sociales, también en los ordenamientos en los que con mayor o menor intensidad se encuentran constitucionalizados, es el de su exigibilidad ante los tribunales. Esto provoca que tanto en la práctica como en la teoría haya calado la idea de que los derechos sociales no son auténticos derechos subjetivos. Aquí voy a exponer dos propuestas sobre la idea de derecho subjetivo que quizá nos sirvan para ampliar los estrechos horizontes conceptuales en los que tradicionalmente se ha movido la teoría del Derecho.

II.1. Alexy o la pretendida corrección del mínimo vital

La propuesta de Alexy parece clara: los derechos sociales constitucionalmente reconocidos se sustraen del regateo político, de modo que «su otorgamiento o no otorgamiento no puede quedar librado a la simple mayoría parlamentaria» (Alexy, 1993, p. 494). Por otra parte, y como muy certeramente señala Liborio Hierro, «Alexy prescinde de las tradicionales distinciones entre derechos individuales y derechos sociales para ofrecer una clasificación de los derechos fundamentales basada en su estructura deóntica y no en los avatares de su aparición histórica» (2007, p. 263). Así, para Alexy, estos derechos fundamentales pueden ser: 1) derechos a algo, 2) libertades y 3) competencias. Dentro del primer grupo, Alexy incluye los «derechos de defensa» (a acciones negativas) y los «derechos a la acción positiva del Estado», que incluirían (a) derechos a protección, (b) derechos a organización y procedimiento y (c) derechos a prestaciones en sentido estricto (Alexy, 1993, p. 430). Por tanto, los derechos sociales se configuran en la propuesta de Alexy como derechos a prestaciones en sentido estricto, esto es, como derechos del individuo frente al Estado, derechos a algo que, si dicho individuo tuviera recursos financieros suficientes y hubiera oferta en el mercado, también podría obtener de particulares. Por ejemplo, el derecho a la previsión, el trabajo, la vivienda y la educación son, para Alexy, referencias a prestaciones en sentido estricto (p. 482).

En el esquema de Alexy, las normas que confieren derechos sociales (como derechos a prestaciones en sentido estricto) se despliegan en un amplio abanico de posibilidades (ocho) que surgen del establecimiento de tres criterios: 1) según la norma confiera un derecho subjetivo o solo obligue objetivamente al Estado; 2) atendiendo a la distinción entre normas vinculantes (bajo control judicial) o normas no vinculantes (normas programáticas); y 3) en función de que las normas puedan fundamentar derechos definitivos, o prima facie2. Por tanto, no hay una concepción unitaria de los derechos sociales fundamentales en Alexy, sino que su estatus es gradual. En definitiva, su fuerza como auténticos derechos subjetivos depende de la combinación de los criterios señalados. En palabras de Alexy, «el problema de los derechos fundamentales sociales no puede tratarse de una cuestión de todo o nada» (1993, p. 486). El 271cuadro resultante, ofrecido por Alexy, es el siguiente (p. 484):

En las normas de estructura (1) encontraríamos la protección más fuerte, esto es, normas vinculantes que garanticen derechos subjetivos definitivos a prestaciones. A este nivel, Alexy sitúa el derecho al «mínimo vital», entendido, al menos, como un derecho social fundamental tácito, o lo que es lo mismo en este caso, basado en una norma adscrita interpretativamente a las disposiciones de derechos fundamentales. La configuración de este derecho al «mínimo vital», se establece, según Alexy, por las decisiones del Tribunal Constitucional Federal, en concreto: sentencias sobre la asistencia social de 1951 (BVerfGE 1, 97) y de 1975 (BVerfGE 40, 121). La protección más débil del abanico, la tendrían las normas no vinculantes que fundamentan un mero deber objetivo prima facie (8) (Alexy, 1993, p. 484).

En conclusión, como en la concepción del profesor alemán «los derechos fundamentales tienen naturaleza de principios y los principios son mandatos de optimización» (Alexy, 2004, p. 13), solo mediante la ponderación podremos establecer cuáles son los derechos sociales fundamentales. Los principios a ponderar serían, de un lado, el principio de libertad fáctica, de otro, el principio democrático de decisión, la división de poderes y la libertad jurídica de otros, así como los otros derechos sociales y los bienes colectivos (Alexy, 1993, pp. 486-489). La justificación del mínimo vital es fruto de la ponderación de los principios señalados, concretamente, sostiene Alexy, si la libertad fáctica se ve seriamente afectada y requiere de una determinada prestación y los principios opuestos son afectados de forma relativamente reducida, cabe afirmar que está garantizado ese derecho «a un mínimo vital, a una vivienda simple, a la educación escolar, a la formación profesional y a un nivel estándar mínimo de asistencia médica» (1993, p. 495)3.

Posiblemente me encuentre entre quienes creen que la propuesta de Alexy es algo anémica o tímida, que avanza «demasiado poco»4. Creo que tiene razón Liborio Hierro, el origen del problema está en la interpretación que Alexy realiza del principio de igualdad. Sostener que «no puede haber ninguna duda de que el principio de igualdad de iure no puede ser sacrificado en aras de la igualdad de hecho» (Alexy, 1993, p. 406) supone suscribir una filosofía del Derecho y del Estado que asume acríticamente tres axiomas notoriamente conservadores: 1) que la igualdad de de iure no pueda ser sacrificada en aras de la igualdad de hecho, ya que si esta presunción es solo prima facie, entonces cabe argumentar en favor de sacrificios de la igualdad formal en aras de la igualdad material; 2) consiste en asumir que la libertad fáctica sea el fundamento principal de los derechos a prestaciones en sentido estricto y no el principio de igualdad o, dicho de otro modo, de igualdad de oportunidades para la libertad fáctica; 3) que los derechos a prestaciones en sentido estricto sean derechos a bienes que uno podría adquirir en el mercado si tuviera recursos suficientes. En este punto hay «una cierta petición de principio pues se da por supuesto, sin argumento alguno, que un sistema educativo público o un sistema sanitario público solo se justifican como remedio subsidiario para solucionar carencias del lado de la oferta o del lado de la demanda mientras que es perfectamente argumentable que se justifican para satisfacer derechos fundamentales y que es la iniciativa privada la que tiene un mero papel subsidiario en la creación de estos servicios» (Hierro, 2007, p. 268).

II.2. Ferrajoli o los derechos como expectativas

Para Ferrajoli, considerar que «un derecho formalmente reconocido pero no justiciable —y por tanto, no aplicado o no aplicable por los órganos judiciales con procedimientos definidos— es tout court, un derecho inexistente» (Zolo, 1994, p. 33)5, un flatus vocis del legislador. Es un error que deriva de la inoportuna confusión del derecho formalmente reconocido con sus garantías. El autor italiano distingue entre garantías negativas y positivas, por un lado, y entre garantías primarias y secundarias, por otro. La distinción entre garantías negativas y positivas está claramente unida a las diferentes concepciones políticas del Estado, en concreto, del Estado liberal y del Estado social de derecho. «En la tradición liberal se concibió el Estado de derecho como limitado solamente por prohibiciones, en garantía de los derechos del individuo a no ser privado de los bienes pre-políticos de la vida y de las libertades […]» (Ferrajoli, 1995, p. 860). Así, «las garantías liberales o negativas consisten únicamente en deberes públicos negativos, o de no hacer […] que tienen por contenido prestaciones negativas o no prestaciones» (p. 860). «Junto a los tradicionales derechos de libertad, las constituciones de este siglo han reconocido […] otros derechos: […] derecho a la subsistencia, a la alimentación, al trabajo, a la salud, a la educación, a la vivienda, […] [al medioambiente] y similares» (p. 861). «La noción liberal de "Estado de derecho" debe ser, en consecuencia, ampliada para incluir también la figura del Estado vinculado por obligaciones además de por prohibiciones» (p. 861). Estas nuevas obligaciones de hacer constituyen el núcleo de las denominadas garantías sociales o positivas6 . En el nivel constitucional y en relación con los derechos fundamentales, las garantías negativas consisten en la prohibición de derogar; las garantías positivas consisten en la obligación de realizar lo dispuesto en las normas constitucionales (Ferrajoli, 2006, p. 25).

Las garantías primarias o sustanciales son para Ferrajoli las garantías consistentes en las obligaciones o prohibiciones que corresponden a los derechos subjetivos; esto es, tanto las garantías positivas como negativas son garantías primarias y constituyen el correlato obligacional del derecho. Las garantías secundarias son las obligaciones por parte de los órganos judiciales de aplicar la sanción frente a actos ilícitos, o declarar la nulidad de actos no válidos que violen los derechos subjetivos y, con ellos, sus correspondientes garantías primarias. Las garantías primarias están íntimamente ligadas al principio de legalidad; las secundarias están vinculadas al principio de jurisdiccionalidad.

Esta distinción entre derechos y garantías es posible en virtud del concepto de derecho subjetivo propuesto por Ferrajoli: un derecho subjetivo es «cualquier expectativa positiva (de prestaciones) o negativa (de no sufrir lesiones) adscrita a un sujeto por una norma jurídica» (2001, p. 19). En esta definición no están incluidos los deberes correlativos (las garantías), por lo que el derecho existirá con independencia de que el mismo esté, o no, garantizado. Así, la violación de las prohibiciones públicas establecidas en garantía (garantías negativas) de los «derechos de» da lugar a antinomias, es decir, a normas vigentes pero inválidas. La violación de las obligaciones públicas establecidas en garantía (garantías positivas) de los «derechos a» produce lagunas, es decir, carencia (indebida) de normas; y si una antinomia puede ser resuelta con la anulación o la reforma de la norma inválida, una laguna solo puede ser colmada con una actividad normativa no siempre fácilmente coercible o subrogable (Ferrajoli, 1995, pp. 863-864).

Del mismo modo, y siguiendo con el planteamiento del profesor italiano, la ausencia de las calificadas como garantías primarias y garantías secundarias denota la existencia de lagunas primarias, por defecto de estipulación de las obligaciones y las prohibiciones que constituyen unas, y lagunas secundarias, por el defecto de institución de los órganos obligados a sancionar o a invalidar sus violaciones, es decir, la aplicación de las otras (Ferrajoli, 2001, p. 48). La existencia de estas lagunas y antinomias supone el incumplimiento de las obligaciones establecidas en la constitución por parte del legislador y esta es la razón por la que se puede hablar de «derecho ilegítimo» (Ferrajoli, 2008, p. 110).

Así pues, la ausencia de garantías, en opinión de Ferrajoli, no supone en modo alguno la inexistencia del derecho, puesto que, en el plano teórico y debido a la condición positiva y nomodinámica de los actuales sistemas jurídicos, la relación entre las expectativas (derechos) y garantías no es de naturaleza empírica, sino normativa. Por ello es perfectamente posible que, existiendo las primeras, no se hayan producido las segundas, dando lugar con ello a una indebida laguna y, en palabras de Ferrajoli, nos encontraríamos ante una laguna en sentido técnico-jurídico antes que axiológico, al entender la laguna como la ausencia de una norma que cancela o hace imposible la aplicación de otra norma (García Figueroa, 2005, p. 525). En el caso de existir violaciones de tales derechos, se produciría una indebida antinomia (Ferrajoli, 2001, p. 50). Tales patologías del sistema son la plasmación de la divergencia abismal entre norma y realidad, divergencia que debe ser colmada o cuando menos reducida en cuanto fuente de legitimación, no solo política, sino también jurídica de nuestros ordenamientos (Ferrajoli, 2001, p. 51). Por ello, sería incorrecto hablar de la inexistencia de los derechos sociales. En su lugar, Ferrajoli propone el uso de la expresión derechos débiles (2007, vol. I, p. 915)7 en tanto que derechos no garantizados y que adolecen de una «inefectividad estructural» o de sistema (p. 699), y que exige para su solución la actuación de la denominada «garantía débil»8, consistente en la obligación de introducir las garantías fuertes (p. 701).

III. EL PRINCIPIO DE IGUALDAD: UN REFUGIO PARA LOS DERECHOS SOCIALES

Hasta aquí se ha consignado algunas propuestas que, con mayor o menor éxito, pretenden ampliar la dimensión subjetiva de los derechos sociales fundamentales. Sin embargo, creo que no deberíamos obviar que, en realidad y sin perder la referencia del marco del Estado social, con este tipo de normas directrices nace una obligación consistente en una determinada actividad estatal. El propio Tribunal Constitucional español ha delimitado dicha actividad al afirmar que los derechos fundamentales no incluyen solo derechos subjetivos de defensa de los individuos frente al Estado, sino también garantías institucionales y deberes positivos por parte del propio Estado:

Los derechos fundamentales no incluyen solamente derechos subjetivos de defensa de los individuos frente al Estado, y garantías institucionales, sino también deberes positivos por parte de éste […] De la obligación del sometimiento de todos los poderes públicos a la Constitución no solamente se deduce la obligación negativa del Estado de no lesionar la esfera individual o institucional protegida por los derechos fundamentales, sino también la obligación positiva de contribuir a la efectividad de tales derechos, y de los valores que representan, aun cuando no exista una pretensión subjetiva por parte del ciudadano (STC 53/1985, de 11 de abril, fundamento jurídico 4; las cursiva son mías)9.

III.1.Luis Prieto o la razonada fuerza de la igualdad sustancial

Antes de entrar en la cuestión de la igualdad sustancial, me gustaría resaltar que, en relación con la imposibilidad del acceso de los derechos sociales (del Capítulo III del Título II de la Constitución española) a la protección del recurso de amparo, Luis Prieto ha puesto de manifiesto que tal imposibilidad no es absoluta, pues «cabría articular dicho recurso a través de alguno de los derechos susceptibles de obtener tutela judicial mediante ese procedimiento para seguidamente ser interpretado a la luz o en conexión con un derecho prestacional» (1998, p. 139). En otras palabras, la tutela en vía de amparo podría determinarse no en función exclusiva del Capítulo III, referido a los principios rectores, sino per relationem, es decir, reforzando la pretensión de protección de un derecho de libertad conculcado con la incorporación a la misma de un principio rector también en juego. El Tribunal Constitucional, tal y como señala Prieto, ha defendido «una especie de derecho al rango de ley orgánica a partir de una conexión entre el art.17.1 y el 87.1 (STC 159/1986); o un derecho a la motivación de las decisiones judiciales sobre la base de la conexión del art.120.3 al 24 (STC 14/1991)». Debe tenerse en cuenta además que, en principio, también sería posible acudir al amparo judicial una vez que se hubiera procedido al desarrollo legislativo al que se alude en el art. 53.3, y por lo tanto la jurisdicción ordinaria tenga competencia para conocer demandas directamente orientadas a la tutela del derecho en cuestión, por lo que en caso de no ser estimada tal pretensión podría interponerse el amparo frente a tal resolución judicial, previa invocación de un derecho susceptible de tal recurso (véase Prieto, 1998, pp. 105-106).

De forma similar Abramovich y Courtis (1997) diferencian entre la exigibilidad directa, es decir, el ejercicio de auténticos derechos subjetivos (sociales) y la exigibilidad indirecta, esto es, la conexión de los derechos sociales no suficientemente garantizados con aquellos otros derechos que sí están debidamente protegidos, bien sean derechos sociales o derechos civiles y políticos. La exigibilidad directa, a mi modo de entender el problema, no aporta realmente ninguna «estrategia» de exigibilidad, si entendemos por estrategia la provocación adecuada al poder judicial para hacer efectivos ciertos derechos que, en principio, carecen de la suficiente protección o garantía. En este sentido, si la exigibilidad directa supone el ejercicio de derechos subjetivos (sociales) reconocidos y garantizados, creo que no cabría hablar de estrategia. Más duda puede ofrecer que tal situación sea extensible, como afirman Abramovich y Courtis, «a los hechos reconocidos por el Estado a partir de estudios e informes que emanen de sus diversas dependencias, las declaraciones de sus funcionarios, y todas las acciones que constituyan de algún modo manifestaciones de actos propios» (Abramovich & Courtis, 2002, p. 137).

La exigibilidad indirecta consistiría en «aprovechar las posibilidades de justiciabilidad y los mecanismos de tutela que brindan otros derechos, de modo de permitir, por esa vía, el amparo del derecho social en cuestión» (Abramovich & Courtis, 2002, p. 168). Las estrategias de exigibilidad indirecta propuestas serían las siguientes: a) mediante la invocación del principio de igualdad y prohibición de discriminación; b) por violación del principio del debido proceso; c) por la protección de los derechos sociales mediante su vinculación a derechos civiles y políticos; d) por la protección de derechos sociales «débiles» mediante su vinculación a derechos sociales «fuertes»; e) por la limitación a derechos civiles y políticos, justificada por derechos sociales; y f) por la información como vía de exigibilidad de derechos sociales10. Con más o menos detalle, o matización en la clasificación propuesta, la realidad es que el denominador común entre estas estrategias y las posibilidades analizadas anteriormente es el de la «conexión» de los derechos sociales con otros derechos que sí gozan de un sistema fuerte de protección. Lo que vendría a confirmar en el plano jurídico la naturaleza instrumental que muchos postulan para los derechos sociales en el plano conceptual, o axiológico, como derechos fundamentales.

Aunque lo señalado en las líneas anteriores es muy relevante, creo que la aportación más interesante de Luis Prieto en relación con la exigibilidad de los derechos sociales es la que realiza a propósito del principio de igualdad sustancial. Pese a ser muy consciente de que «mientras la igualdad jurídica se manifiesta en una posición subjetiva, la igualdad sustancial se vincula más bien al principio objetivo del Estado social» (Prieto, 1998, p. 82), y de que existen importantes dificultades (pluralidad de interpretaciones y concepciones de la igualdad de hecho o la necesidad de recursos financieros), el profesor Prieto defiende que podrían formularse pretensiones de igualdad material como posiciones subjetivas amparadas por el derecho fundamental a la igualdad, si no con un carácter general, sí al menos en tres supuestos: 1) cuando la igualdad material viene apoyada por un derecho fundamental de naturaleza prestacional directamente exigible, como es, por ejemplo, el derecho a la educación; 2) cuando la pretensión de igualdad sustancial concurre con otro derecho fundamental, aun cuando no sea de naturaleza prestacional, cuyo ejemplo paradigmático, citado por el profesor Prieto, es el derecho a la defensa jurídica gratuita y asistencia de Letrado, ejemplo que se reproduce exactamente en Alemania e Italia; y 3) cuando una exigencia de igualdad material viene acompañada por una exigencia de igualdad formal. Operaría cuando el legislador decidiera incorrectamente el núcleo de destinatarios de una determinada prestación, de tal forma que aquellos que se sintieran discriminados por la medida podrían reclamar unos beneficios a los que de otro modo no tendrían derecho. Esto último constituye la razón de ser de muchas de las llamadas sentencias aditivas del Tribunal Constitucional (Prieto, 1998, pp. 93-94)11. Estas son sentencias que, en cumplimiento básicamente del principio de igualdad formal y de la prohibición de discriminación, determinan la extensión, a favor de determinadas categorías de sujetos (funcionarios públicos, pensionistas, trabajadores), de derechos prestacionales cuyo goce —a juicio de los tribunales— les ha sido ilegítimamente limitado o del que han sido arbitrariamente excluidos. En palabras de Díaz Revorio, las sentencias aditivas son aquellas sentencias del Tribunal Constitucional que «declaran que al precepto impugnado le falta "algo" para ser acorde con la Constitución, debiendo aplicarse a partir de ese momento como si ese "algo" no faltase» (Díaz Revorio, 2001, pp. 27-28). De forma más precisa, «son aquellas sentencias, dictadas en un procedimiento de inconstitucionalidad que, sin afectar al texto de la disposición impugnada, producen un efecto de extensión o ampliación de su contenido normativo, señalando que dicho contenido debe incluir algo que el texto de la disposición no prevé expresamente» (p. 165).

En suma, los derechos sociales se configuran como derechos de igualdad «entendida en el sentido de igualdad material o sustancial, esto es, como derechos, no a defenderse ante cualquier discriminación normativa, sino a gozar de un régimen jurídico diferenciado o desigual en atención precisamente a una desigualdad de hecho que trata de ser limitada o superada» (Prieto, 1998, p. 77). Es en este punto donde toma fuerza la argumentación racional para determinar cuándo está justificado el trato desigual. Las igualdades y desigualdades fácticas «no son más que el punto de partida para construir igualdades y desigualdades normativas, cuya justificación no puede apelar solo a la mera facticidad, sino que, partiendo de esta, ha de construirse mediante un ejercicio argumentativo» (p. 85).

IV. NEOCONSTITUCIONALISMO Y POSPOSITIVISMO: ARGUMENTOS SOBRE DERROTAS DE NORMAS Y TEORÍAS

Por razones evidentes, no pretendo analizar aquí con detalle los elementos centrales de ambas concepciones del Derecho. La finalidad es explorar si, sobre la base de algunos de los postulados sostenidos por los defensores de dichas concepciones, es posible encontrar vías para una mayor eficacia de los derechos sociales. El neoconstitucionalismo, según García Figueroa a quien considero uno de sus más preclaros exponentes12, «es la teoría del Derecho más armónica con el Estado constitucional» (García Figueroa, 2015, p. 312). Como teoría superadora del positivismo jurídico y del iusnaturalismo, el neoconstitucionalismo, según García Figueroa, debería hacer tres cosas: 1) debería comprometerse con una concepción argumentativa y dinámica del derecho; 2) debería resolver el dualismo derecho/moral a favor de un gradualismo que contemplara el discurso práctico como un continuum de argumentos, un espectro en cuyos extremos encontraríamos, por un lado, los argumentos de un máximo de institucionalización y, por el otro, los argumentos de un mayor grado de corrección; 3) debería renunciar a plantearse preguntas confusas del estilo «¿qué es el Derecho?», debido a que no existe nada parecido a una realidad platónica como el Derecho; y porque, de admitir su existencia, deberíamos revisar su significado a la luz de dos fundamentales transformaciones: el constitucionalismo jurídico, que ha aproximado el Derecho a la moral; y el constructivismo ético, que ha aproximado la moral al Derecho (García Figueroa, 2009, p. 257).

Además, el neoconstitucionalismo (conceptual), aunque no deba prescindir de las normas generales, basa su fuerza en la atención al fenómeno concreto del Derecho constitucionalizado; y la fuerza del neoconstitucionalismo (normativo) «radica en el énfasis y la justificación del fenómeno de la ponderación judicial y del papel de los jueces en el Estado constitucional» (García Figueroa, 2009, p. 259). Tomaré como referencia de la teoría pospositivista del Derecho a Manuel Atienza. Para el profesor de Alicante, este modelo de teoría del Derecho, que él defiende, se caracteriza por: 1) ser constitucionalista, 2) no positivista, 3) estar basado en la unidad de la razón práctica, lo que supone negar que pueda trazarse una separación tajante (en el plano conceptual) entre el Derecho y la moral, 4) defender un objetivismo moral mínimo, 5) reconocer la importancia de los principios y 6) de la ponderación, así como 7) el papel activo de la jurisdicción, y 8) subrayar el carácter argumentativo del Derecho (Atienza, 2016, p. 28).

Desde luego, en principio, parece observarse un cierto aire de familia en las dos concepciones (posiblemente esta afirmación no agrade ni a neoconstitucionalistas ni a pospositivistas). Manuel Atienza lo ha dejado claro: «si por neoconstitucionalismo se entiende una teoría que niega que el razonamiento jurídico sea distinto del razonamiento moral, que identifica el derecho con los principios y se desentiende de las reglas, que promueve la ponderación frente a la subsunción y que apoya el activismo judicial, entonces esa es, sin más, una concepción equivocada, insostenible, del Derecho» (2015), «estamos frente a algo así como un espantapájaros conceptual construido por algunos autores positivistas para oponerse a ciertas tesis que cuestionan postulados básicos de ese paradigma» (2016, p. 25).

Pese a todo, sigo pensando que, en muchos de los postulados, la diferencia básicamente es una cuestión de intensidad, lo cual por cierto no significa que sea una diferencia irrelevante. Por ejemplo, Atienza comparte la importancia de la ponderación, pero no todo sería ponderable. Da relevancia al papel de la moral en el Derecho, pero sin olvidar que es un fenómeno autoritativo. Aboga por una concepción del juez activo, pero no activista: «El Derecho es un fenómeno autoritativo y el reconocimiento de lo que eso implica por parte del juez es el principal cortafuegos del activismo judicial; la función del juez no es hacer justicia a cualquier precio, sino dentro de los límites que le permite el Derecho: un juez debe ser justo, no justiciero» (Atienza & García Amado, 2012, p. 106).

Estas diferentes intensidades teóricas entre el neoconstitucionalismo y el pospositivismo en lo referente a la interpretación y aplicación del Derecho reproducen, de alguna manera, el debate sobre el alcance del denominado «uso alternativo del Derecho». Sobre este particular, López Calera considera que un uso alternativo del Derecho al estilo de los años sesenta y setenta no tiene sentido en las sociedades democráticas avanzadas que están organizadas como Estados democráticos de Derecho. Ahora bien, sí sería posible hablar de un uso alternativo razonable que no cuestionara el principio de legalidad y mucho menos la «legalidad de la legalidad» que es la Constitución. Por tanto, un uso alternativo del Derecho «razonable» sería aquel que, respetando el principio de legalidad, «forzara» la interpretación y la aplicación del sistema jurídico, entendido como legalidad ordinaria, pero también y sobre todo como legalidad constitucional (López Calera, 1997).

Lo más interesante para este trabajo es que, desde este punto de vista, tanto una concepción neoconstitucionalista del Derecho como una pospositivista pueden servir para la defensa y exigibilidad de determinados derechos prestacionales. De este modo, se trataría de que se interprete y se aplique el Derecho con la finalidad de remover obstáculos y promover las condiciones para que los derechos sociales sean reales y efectivos. Que esa actividad a realizar por jueces y tribunales pueda ser calificada como razonable dependerá de muchos y muy variados factores. Parece que una predisposición a la posible derrotabilidad de todas las normas (principios y reglas) del sistema (neoconstitucionalismo), en teoría, sería más propicia a un cierto activismo judicial. Mientras tanto, una concepción más limitada a los márgenes impuestos por el propio sistema jurídico (pospositivismo) parece promover jueces activos que toman en consideración razones, argumentos y prácticas, y que, en su caso, ponderan y que, en una especie de punto medio entre el formalismo y el activismo, encuentran la solución más correcta.

Quizá las cosas no sean tan sencillas en la práctica. Por ejemplo, si la concepción pospositivista, en palabras de Atienza, sostiene «que la vocación de las reglas es la de ser inderrotables (operar como razones excluyentes, protegidas o como se las quiera llamar: la idea central es que evitan tener que deliberar a la hora de aplicarlas), pero que en ocasiones esa pretensión podía quedar frustrada» (Atienza & García Amado, 2012, p. 98), es decir, que las reglas son excepcionalmente derrotables, entonces la cosas se complican, los contornos entre neoconstitucionalistas y pospositivistas se difuminan, al menos en todos esos casos excepcionales. Pero esta interesantísima cuestión deberá ser abordada en otro lugar. Por las limitaciones propias de un trabajo como este, no es posible desarrollar en detalle las estrategias que, basadas en las teorías expuestas, pueden ser utilizadas por los tribunales para el reconocimiento de derechos sociales. A modo de ejemplo, sí considero oportuno dar noticia de una resolución judicial dictada en España y que puede ser representativa de cuanto se ha afirmado hasta ahora. Se trata de la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Galicia número 293/2013 de 12 de abril de 2013, por la que se condena al Servicio Gallego de Salud a dispensar al paciente demandante el medicamento que había sido prescrito por los facultativos y cuyo importe anual supera los 300 000 euros. Merece la pena reproducir los fundamentos sexto y séptimo de la citada resolución:

6.– En realidad, la presente controversia contencioso-fundamental se vertebra sobre la necesidad de realizar un juicio de ponderación —que como recuerda aquel mismo harto reciente Auto de fecha 12 de diciembre del 2012, adoptado por el Tribunal Constitucional , requiere siempre «el estricto examen de las situaciones de hecho creadas»—, entre el derecho a la vida y a la integridad física y moral —que integra asimismo el derecho subjetivo individual a su salud personal—, y la gestión del soporte económico que haga posible su cotidiana consecución, sin perjuicio del deber de todos los Poderes públicos de «garantizar a todos los ciudadanos el derecho a la protección de la salud —recordaba asimismo aquella otra Sentencia núm. 126/08, de 27 de Octubre, dictada por igual máximo Intérprete constitucional—, cuya tutela les corresponde y ha de ser articulada a través de medidas preventivas y de las prestaciones y servicios necesarios», facilitados con arreglo al mandato constitucional contenido en el Art. 43,1 y 2 de la Constitución, al establecer tanto que «se reconoce el derecho a la protección de la salud», como que «compete a los Poderes públicos organizar y tutelar la salud pública a través de medidas preventivas y de las prestaciones y servicios necesarios».

7.– Pues bien, «esa ponderación —nos recordaba el Tribunal Constitucional en dicho precitado y aún harto reciente Auto de fecha 12 de diciembre del 2012—, exige colocar de un lado el interés general configurado por el beneficio económico asociado al ahorro vinculado a las medidas adoptadas por el Estado —así como por las Comunidades Autónomas por lo que al presente caso atañe—, y de otro el interés general de preservar el derecho a la salud consagrado en el Art. 43 de la Constitución, sin perjuicio de que «esa contraposición también tiene proyecciones individuales, puesto que la garantía del derecho a la salud no solo tiene una dimensión general asociada a la idea de salvaguarda de la salud pública, sino una dimensión particular conectada con la afectación del derecho a la salud individual de las personas receptoras de las medidas adoptadas por los Gobiernos estatal y autonómico […]», de modo que «si además del mandato constitucional, se tiene en cuenta, como ya lo ha hecho este Tribunal, la vinculación entre el principio rector del Art. 43 y el Art. 15 de nuestra Carta Magna —que recoge el derecho fundamental a la vida y a la integridad física y moral en el sentido de lo reconocido por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos—, resulta evidente que los intereses generales y públicos, vinculados a la promoción y garantía del derecho a la salud, son intereses asociados a la defensa de bienes constitucionales particularmente sensibles», que — en conclusión perfectamente extrapolable al presente y circunstanciado caso que ahora nos ocupa—, «poseen una importancia singular en el marco constitucional, que no puede verse desvirtuada por la mera consideración de un eventual ahorro económico que no ha podido ser concretado».

Esta sentencia, aún sin un reconocimiento expreso, inicia en España la senda ya transitada por la jurisprudencia de otros países en el sentido de establecer un espacio de protección de los derechos sociales, un mínimo vital13, algo así como un «coto vedado social», el cual no puede verse afectado por políticas económicas restrictivas.

V. A MODO DE CONCLUSIÓN ABIERTA

De forma muy esquemática, he pretendido mostrar en este trabajo algunas de las principales aportaciones que, desde la teoría del Derecho, o bien se han elaborado para un mayor reconocimiento y eficacia de los derechos sociales o que podrían ser utilizadas a tal fin14. Desde luego, las posibilidades no se agotan en los estrechos confines que delimitan este trabajo. Aquí he pretendido únicamente mostrar que, tanto desde concepciones no-positivistas del derecho (Alexy, Atienza o García Figueroa), como positivistas (Ferrajoli, Prieto), es posible avanzar en las denominadas «estrategias de exigibilidad de los derechos sociales». Parece pues, como así lo ha afirmado el magistrado Perfecto Andrés Ibáñez, que los derechos sociales «no son un campo vedado a la jurisdicción. Por el contrario, esta se encuentra llamada a actuar, al menos de entrada, por la consagración normativa de los mismos como tales derechos/principios y, después, porque allí donde se dé algún desarrollo legal, la actividad interpretativa —inspirada en el principio pro homine— deberá estar reflexivamente orientada a dotar al derecho de que se trate de máxima efectividad» (1999, p. 14).

 

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1 Más concretamente, ese origen se sitúa en la crítica que Guillermo de Ockham (1288-1348) realizó en su Opus nonaginta dierum (1332) a la bula Quia vir reprobus (1329) del Papa Juan XII. Es aquí donde el concepto de ius aparece definido como una potestad o poder del individuo. Sobre esta cuestión, puede verse el clásico trabajo de Villey (1975). La bibliografía sobre el concepto de derecho subjetivo es amplísima. Algunas aportaciones, sobre todo en lengua castellana, son Cruz Parcero (2000), Páramo (1996, pp. 372-373), Hierro (2000, p. 355), Tuck (1979), Carpintero, Megías, Rodríguez Puerto y Mora (2003), Lora (2006, pp. 26-31).

2 En esta distinción, como es obvio, late la diferenciación entre reglas y principios en sentido amplio. Es importante señalar que, para Alexy, los deberes prima facie no pueden ser considerados como deberes no vinculantes, o programáticos, puesto que los primeros deberán conducir a deberes definitivos si hay razones aceptables para ello; esto jamás ocurre con los deberes no vinculantes.

3 Rodolfo Arango, tomando muchos de los postulados de Alexy, ha sostenido que determinados derechos sociales pueden ser defendidos como verdaderos derechos subjetivos, bien derivados de normas explícitas o bien mediante normas obtenidas interpretativamente sobre la base del «grado de importancia», de modo que «un derecho subjetivo es la posición normativa de un sujeto para la que es posible dar razones válidas y suficientes, y cuyo no reconocimiento injustificado le ocasiona un daño inminente al sujeto» (Arango, 2005, p. 298). Me he ocupado de la propuesta de Rodolfo Arango en Pacheco (2006).

4 En el «Epílogo» a su Teoría de los Derechos Fundamentales, Alexy (2004) distingue las críticas recibidas separando entre argumentos que le reprochan que su teoría es o «demasiado poco» o «demasiado».

5 Danilo Zolo ha precisado al respecto que, en realidad, no afirma que la ineficacia de una norma pueda o deba repercutir tout court sobre la «existencia» de un derecho positivamente sancionado en un determinado ordenamiento jurídico, sino que el problema es la incompatibilidad entre los códigos funcionales de dos subsistemas sociales primarios: el derecho y la economía. Por esta razón, para Zolo, la duda sobre la naturaleza jurídica de los «derechos sociales» no se refiere tanto al problema señalado por Ferrajoli de la ausencia o insuficiencia de garantías, sino a una imposibilidad funcional de poder hacerlos efectivos en el contexto de una economía de mercado. Es por todo ello por lo que propone referirse «en lugar de a "derechos sociales", a "servicios sociales", entendidos como prestaciones asistenciales, discrecionalmente ofrecidas por el sistema político, como consecuencia de una exigencia "sistémica" de integración social, de legitimidad política y de orden público», (Zolo, 2001, pp. 94-95).

6 Pese a esta distinción conceptual entre obligaciones negativas (de no lesión) y positivas (de prestación), debe señalarse que no es fácil encontrar obligaciones puras, es decir, exclusivamente positivas o exclusivamente negativas, más bien, nos encontramos habitualmente con obligaciones de carácter mixto. También esta es la postura que sostiene Ferrajoli al afirmar que «los derechos subjetivos, y específicamente los derechos fundamentales, son frecuentemente situaciones moleculares complejas», como así sucede por ejemplo con algunos derechos sociales, los cuales «consisten principalmente en expectativas positivas de prestación, pero que también incluyen expectativas negativas de no lesión», por ejemplo, el derecho a la salud incluye no solo el derecho a la asistencia sanitaria en caso de enfermedad, sino también el derecho a no ser dañado o amenazado en la salud por la contaminación atmosférica, o por la adulteración de alimentos (Ferrajoli, 2007, vol. II, p. 398).

7 De forma similar, Bovero ha propuesto denominar a estos derechos no garantizados «derechos imperfectos», lo que supondría que el deber correlativo sería igualmente un «deber imperfecto», en el sentido de no existir ningún poder jurídico que pueda (esté autorizado a) obligar, a su vez, al legislador a legislar. Sin embargo, no puede deducirse de ello que un deber imperfecto sea un no-deber, del mismo modo que un derecho imperfecto no es un no-derecho (Bovero, 2001, p. 229).

8 Se trata de una garantía débil bajo un doble aspecto: en primer lugar, por la dificultad de asegurar su eficacia a través de una garantía constitucional positiva secundaria, como sería el control jurisdiccional de constitucionalidad de las lagunas, y, en segundo lugar, porque se trata de una meta-garantía consistente en la obligación de introducir legislativamente las garantías fuertes constituidas por las garantías primarias y secundarias que corresponden al derecho constitucionalmente establecido (Ferrajoli, 2008, p. 111).

9 Además, en el caso español, debemos tener en cuenta que aun siendo cierto que los derechos sociales incluidos en el Capítulo III del Título II quedan fuera de la esfera del recurso de amparo, son «justiciables» ante el Tribunal Constitucional por la vía de la cuestión de constitucionalidad y del recurso de inconstitucionalidad. Como ha señalado Díez-Picazo, las disposiciones del Capítulo III tienen, al menos, la fuerza normativa mínima de cualquier precepto constitucional, a saber: pueden operar como canon de constitucionalidad de las leyes (Diez-Picazo, 2003, p. 62). Por tanto, comparto la opinión del profesor Elías Díaz, cuando afirma que «el mundo no se acaba ni se cierra, tampoco el mundo jurídico, con los estrictos derechos subjetivos; las exigencias éticas asumidas en el ordenamiento pueden, por ejemplo, servir para orientar con fuerza, es decir, con sólidas razones, la futura legislación que dará lugar, entonces sí, a nuevos estrictos derechos; y mientras tanto pueden valer muy bien para interpretar de un modo u otro los actuales conocidos derechos. Como se ve, todo menos que inútil presencia y su diferenciado reconocimiento en el ámbito jurídico-político» (1995, p. 21).

10 Abramovich y Courtis consideran que la información puede constituir un presupuesto de la exigibilidad de los derechos sociales al estar esta exigibilidad «supeditada a la definición previa de las obligaciones concretas del Estado, definición que, sin embargo, resultaría imposible sin la información acerca de la situación de esos derechos» (para un análisis más detallado de esta cuestión, pueden verse Abramovich & Courtis, 2002, pp. 235-249; 2003).

11 Sobre este particular véanse Díaz Revorio (2001), Gutiérrez Zarza (1995), González Beilfuss (2000), Vecina (1994), Gascón (2003).

12 En este mismo número puede verse un excelente trabajo de García Figueroa (2017): «Neoconstitucionalismo y argumentación jurídica». A los fines de este trabajo, es especialmente relevante el apartado VII (Un programa neoconstitucionalista) que, en mi opinión, en buena parte avala o corrobora la tesis que sostengo a propósito del parecido de familia entre el neoconstitucionalismo y el pospositivismo.

13 Para una mejor comprensión de cómo se ha ido desarrollando jurisprudencialmente este concepto, véanse Carro Fernández-Valmayor (2012) y Ponce Solé (2013).

14 Por supuesto, no son las únicas estrategias posibles y hay otras vías fuera de la teoría del Derecho, piénsese, por ejemplo, que según el artículo 10.2 de la Constitución española, los derechos fundamentales deben interpretarse «de conformidad con la Declaración Universal de los Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España». En este sentido, el artículo 96.1 del texto constitucional expresa que: «[l]os tratados internacionales válidamente celebrados, una vez publicados oficialmente en España, formarán parte del ordenamiento interno», y este es el caso del Pacto Internacional de derechos económicos, sociales y culturales de la ONU, en el que se encuentran reconocidos la práctica totalidad de los derechos sociales que conforman el Capítulo III de la Constitución española. Me parecen muy significativas las palabras de Rubio Llorente al sostener que «la capacidad de los Tratados para la configuración de los derechos fundamentales es incomparablemente más potente que la de la ley, porque no opera, como la de esta, sobre el contenido posible de los derechos sino sobre su contenido necesario. Los elementos que el Tratado introduce en el contenido de los derechos no son "facultades adicionales" de las que el legislador pueda prescindir, sino parte del contenido mínimo que el legislador ha de respetar, del mismo modo que ha de acomodarse, al establecer limitaciones a los derechos, a aquellos criterios que los Tratados ofrecen para ello. La afirmación de que los Tratados no pueden crear derechos fundamentales protegidos por el recurso de amparo solo es cierta en cuanto al nombre de los derechos, no en cuanto a su sustancia» (Rubio Llorente, 1997, p. 6; las cursivas son mías).

 

Recibido: 29/07/17
Aprobado: 09/10/17

 

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