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Derecho PUCP

versión impresa ISSN 0251-3420versión On-line ISSN 2305-2546

Derecho  no.80 Lima jun./nov. 2018

http://dx.doi.org/10.18800/derechopucp.201801.005 

DERECHO CIVIL

 

Los poderes innominados de los árbitros*

The inherent powers of the arbitrators

 

Enrico Del Prato**

* Texto de la ponencia realizada el 06 de diciembre de 2017 en el congreso realizado en la Accademia dei Lincei en Roma sobre «L’arbitro: Profili interni e internazionali», organizado por la Associazione Italiana per l’Arbitrato y por la Rivista dell’Arbitrato. Traducción de Eugenia Ariano Deho.
** Profesor ordinario de Diritto civile en la Facoltà di Giurisprudenza de la Sapienza Università di Roma. Código ORCID: 0000-0003-0023-5478. Correo electrónico: enrico.delprato@uniroma1.it.

 


RESUMEN

El presente ensayo versa sobre los poderes implícitos de los árbitros. Dichos poderes se encuentran en el mismo plano que los efectos de cualquier contrato, con la particularidad de que no están explícitamente previstos ni por la ley ni por las partes, pero representan naturales expresiones de la función desplegada.

Palabras clave: contrato, arbitraje ritual, arbitraje no ritual.

 


ABSTRACT

This paper refers to the implicit powers of the arbitrators. They are on the same level as the effects of any contract, with the particularity that they are not explicitly provided for by law nor by the parties, but represent natural expressions of the deployed function.

Key words: contract, ritual arbitration, irrational arbitration.

 


I . PREMISA: EL TEMA Y SU COLOCACIÓN. LOS ARBITRAJES, RITUAL Y NO RITUAL, Y SU FUNCIÓN

El tema se sitúa entre los efectos del contrato que las partes celebran con los árbitros: un contrato por medio del cual estos se obligan a decidir la controversia en la observancia de las prescripciones de las partes y de las normas que disciplinan su actividad de cognición y de juicio. De los poderes «implícitos» o «inherentes» se hallan expresiones en la jurisprudencia de la Corte de Justicia de la Unión Europea y en la justicia constitucional (véase Pizzorusso, 2007, pp. 669ss., especialmente p. 685; Hernandez, 2014, pp. 51ss.; Gaeta, 2003, pp. 353ss.). Se dice que aquellos tienen sus raíces en la jurisprudencia de common law, retomada por la Suprema Corte Federal de los Estados Unidos de Norteamérica (Patrono, 1974, pp. 36ss.). Son potestades ínsitas en el ejercicio de la función de juzgar que no resultan de una explícita prescripción y, por esto, «innominadas», pero que se pueden obtener de las finalidades por las cuales un poder es atribuido. Son, pues, poderes ejercitables de oficio.

La cuestión toca el principio de legalidad en el ámbito de aplicación pública (véase Morbidelli, 2007; Bassi, 2001, passim; ulteriores referencias en Bassi, 2000, pp. 453ss., las que, aunque referidas a la jurisprudencia administrativa, pueden ser útilmente empleadas como criterios de orientación en cuanto al ejercicio de la jurisdicción). No se plantea de manera distinta en las relaciones entre privados —como aquella entre los árbitros y las partes, que está fundada en el contrato de arbitraje—, en donde la potestad o el poder de incidir en la esfera jurídica de otros, como el deber o la carga, tiene fundamento en un contrato o en el derecho objetivo. Por tanto, los poderes implícitos de los árbitros —esto es, inherentes a su función— están en el mismo plano que los efectos de cualquier contrato, con la particularidad de que no están explícitamente previstos ni por la ley ni por las partes, pero representan naturales expresiones de la función desplegada.

Esta constatación conduce a otra. El sistema italiano (Codice di procedura civile [C.p.c.], artículos 806ss.) regula dos modelos arbitrales. Uno, es el ritual, el cual podríamos denominar fisiológico: a aquel está dedicada casi toda la disciplina del arbitraje (C.p.c., artículos 806-832). El otro, es el específico o no ritual y está regulado por el artículo 808 ter del C.p.c. (artículo introducido por la reforma del 2006, a través del decreto legislativo 40/06), siendo el correspondiente laudo una «determinación contractual», como lo dispone el primer párrafo del artículo 808 ter del C.p.c. Asimismo, subyacente a la disciplina general del contrato (Codice civile [C.c.], artículos 1321-1469 bis) en la medida en que esta no esté derogada por el mencionado artículo 808 ter del C.p.c.

Ello tiene importancia para la solución de las cuestiones que afrontaremos ya que, justamente, el laudo no ritual se resuelve en una «determinación contractual», mientras que el ritual «tiene desde la fecha de su última suscripción los efectos de la sentencia pronunciada por la autoridad judicial» (C.p.c., artículo 824 bis), sin perjuicio de los cumplimientos previstos por el artículo 825 del C.p.c. a los fines de la ejecución del laudo.

Aunque en la percepción de las partes y de los árbitros, la actividad de cognición y de juicio que desemboca en el laudo sea sustancialmente idéntica, con una consiguiente identidad operativa y funcional, las dos figuras presentan caracteres jurídicos distintos. Estos caracteres han sido consolidados por la reforma del arbitraje de 2006, dictando una disciplina específica para el arbitraje no ritual. Hasta ese momento, esta forma de arbitraje hacía gala de una vasta tradición doctrinal y jurisprudencial —la cual se remonta a la audiencia de la Corte de Casación de Turín, del 27 de diciembre de 1904 (Udienza 27 dicembre 1904)—, pero seguía siendo un fenómeno sujeto al régimen del contrato en general (mencionado en algunas normas que, sin embargo, no dictaban su disciplina: ley 604/66, artículo 7; ley 533/73, artículo 5) y asimilable al arbitramiento (C.c., artículo 1349) en un contrato de fijación (accertamento). Permítaseme remitir, sobre este punto, a del Prato (2009, pp. 535ss.), en donde constataba que, en definitiva, «el compromiso representa un tipo negocial unitario, en el cual las partes en litis piden al árbitro una decisión sobre la razón y su ausencia, la cual, aunque se resuelva en una decisión, tiene carácter negocial». Sin embargo, el primer párrafo del artículo 808 ter del C.p.c. circunscribe la aplicación de las normas del arbitraje solo al arbitraje ritual: esto se desprende del establecimiento de que «las partes pueden» tender a una definición arbitral «mediante determinación contractual» y «caso contrario, se aplican las disposiciones del presente título».

Prescindiendo de la específica disciplina adoptada, la elección de regular el arbitraje no ritual me deja perplejo. Las cláusulas compromisorias no unívocamente orientadas hacia la ritualidad o no ritualidad del arbitraje son fuente de lo contencioso, por lo que habría sido oportuna una disciplina dirigida a reducir la posibilidad de litis sobre el punto, en cuanto la primera manera para reducir el contencioso es un derecho que elimine tratamientos diferenciados para figuras similares. Si, en lugar de regular el arbitraje no ritual —que con todo habría quedado en la escena como expresión de la autonomía determinativa del contenido de un contrato conforme al artículo 1349 del C.c.—, el legislador hubiera imaginado reconducir al modelo negocial del arbitraje (obviamente ritual) todas las soluciones decisorias de controversias encomendadas a privados distintos de los litigantes, según el esquema de la reconducción al tipo —ya puesto a prueba en tema de contratos agrarios (véase ley 203/82, artículo 27,1)—, considerando la «convención arbitral» como un tipo negocial unitario obligatorio, habría cancelado una cuestión fuente de no pocas controversias, a toda ventaja de la celeridad de la actuación del derecho, que es la finalidad por la cual las partes pueden preferir el juicio arbitral al jurisdiccional. Pero esto no ha sucedido. Por lo que veremos que las cuestiones alimentadas por los poderes «implícitos» de los árbitros se comportan diversamente según se refieran a árbitros rituales o a árbitros no rituales, aunque todos los laudos arbitrales representen soluciones decisorias pero negociales, si bien no negociadas, de una litis.

Sin embargo, recientemente la Corte de Casación ha modificado su tradicional orientación, según la cual, en la duda hermenéutica sobre el sentido de un compromiso o de una cláusula compromisoria, debía propenderse por la naturaleza no ritual del arbitraje, en cuanto no derogara la jurisdicción ordinaria, considerando que la duda vaya resuelta en el sentido de la ritualidad del arbitraje. Por ello, debe considerarse excepcional la norma, sobre el laudo no ritual, que deroga la regla por la que el laudo tiene eficacia de sentencia (Casación 6909, del 07 de abril de 2015; Bertoldi, 2015). Con ello, la Corte de Casación ha dado efectividad al principio de subsidiariedad social (cuarto párrafo del artículo 118 de la Constitución) en materia de definición de las controversias (lo había auspiciado, sobre este específico punto, en varias ocasiones; permítaseme remitir a del Prato, 2014a, pp. 381ss., especialmente p. 386, 2014b, pp. 265ss., especialmente p. 277).

La función subsidiaria de la justicia privada y la exigencia constitucional de favorecerla hace del arbitraje ritual el modelo negocial de definición decisoria de una litis: que el laudo ritual tenga «los efectos de la sentencia pronunciada por la autoridad judicial» (C.p.c., 824 bis) lo confirma. Por esto, de ahora en adelante, las expresiones «árbitro», «arbitraje» y «laudo» sin especificaciones se referirán al modelo ritual, como, por lo demás, está ya asentado en la praxis. Consolo muestra que «aproximadamente, un arbitraje de cinco es (todavía) arbitraje no ritual» (2016, p. 644).

La homología entre laudo y sentencia ha inducido a la necesidad de establecer que los árbitros no son funcionarios públicos ni encargados de un servicio público (C.p.c., artículo 813, segundo párrafo). Pero, al mismo tiempo, aquella correspondencia confiere perfiles de «naturaleza de aplicación pública» tanto al acuerdo compromisorio, que es el fundamento del laudo, cuanto al contrato entre las partes y árbitros, que es su vehículo ejecutivo. Ello rinde a los árbitros titulares de un «oficio» privado: ellos deben juzgar, que es cosa distinta del mero decidir.

II. LAS INDICACIONES DE LA INTERNATIONAL LAW ASSOCIATION SOBRE LOS PODERES DE LOS ÁRBITROS

Como veremos, en el derecho italiano, la sedes materiae de los poderes innominados inherentes al «juicio» es el artículo 816 bis del C.p.c, segundo período del primer párrafo. Para los árbitros no rituales, dichos poderes se obtienen del régimen del mandato (C.c., artículos 1708 y 1717) y, cuando se precise, del régimen de contrato de obra profesional (C.c., artículo 2232).

La International Law Association (ILA) ofrece indicaciones prácticas en la materia. Con referencia a los arbitrajes comerciales internacionales, la ILA ha redactado un amplio informe en el año 2014 y una resolución en 2016 (en el informe, esencialmente centrado en los arbitrajes internacionales entre grandes empresas y Estados, se encuentran las referencias a los perfiles históricos y comparativos). En dichos documentos se enumera estos poderes «innominados» en dos categorías: los poderes implícitos (implied) y los inherentes (inherent). Los primeros, aunque no explicitados, se obtienen del acuerdo de las partes sobre las reglas de desarrollo del arbitraje, sobre el modelo de los implied terms; los segundos, los inherent powers, se derivan de la función arbitral y son instrumentales para salvaguardar la jurisdicción arbitral, para preservar la integridad del procedimiento y para la obtención de un laudo válido y ejecutable. Comprendidos entre los poderes implícitos y los inherentes, se encuentran los poderes discrecionales (discretionary), los cuales los árbitros tienen la facultad de ejercitar en ausencia de contrarias instrucciones de las partes. Muchos de los poderes innominados mencionados en este informe constituyen, para el derecho italiano, poderes explícitos, porque están normativamente previstos.

Entre los poderes enumerados por la ILA, encontramos el desarrollo del procedimiento y de las audiencias; la concesión de medidas cautelares (esto no es posible en el sistema italiano, «salvo distinta disposición de la ley»1 —véase el artículo 818 del C.p.c.—, aunque no hay que excluir que una decisión arbitral pueda constituir hecho deducido en condición, suspensiva o resolutoria, de un contrato de secuestro convencional —C.c., artículos 1798ss.—); la estructura argumentativa de la decisión; la revisión y la modificación de precedentes decisiones endoprocesales; y la eventual condena en costas. La ILA ha formulado algunas indicaciones prácticas para los árbitros, que reflejan su deber de atenerse a la ley y a la convención arbitral. Se trata de indicaciones que pueden considerarse obvias, pero que constituyen una equilibrada panorámica. Los árbitros deben:

  1. En primer lugar, respetar la convención arbitral y la ley.

  2. Si estas fuentes no prevén la solución, considerar la posibilidad de emplear su poder implícito, discrecional, inherente. En cuanto al poder implícito, ellos deben examinar el texto del contrato y de las otras fuentes de reglamentación del arbitraje; en cuanto al poder discrecional, los árbitros deben valorar si la solución del problema, en ausencia de contrarias instrucciones de las partes, entra en su discrecionalidad; pertenece al área del poder inherente considerar si la cuestión surgida arriesga menoscabar su potestad jurisdiccional, invalidar el procedimiento o inducir al pronunciamiento de un laudo no ejecutable.

  3. En obsequio al deber de respetar la determinación de las partes, los árbitros deben privilegiar el poder implícito y, por tanto, subsidiariamente, emplear el discrecional y el inherente. Pueden, por lo demás, darse casos en los cuales el mismo poder es reconducible a más de una de estas «categorías». El empleo del poder implícito o discrecional es preferible al empleo del poder inherente. El ejercicio del poder inherente debe expresar el deber inderogable de salvaguardar la función jurisdiccional, la integridad del procedimiento y la eficiencia del laudo.

  4. Antes de emplear estos poderes, los árbitros deben interpelar a las partes y, cuando sea posible, confeccionar con ellas la solución más apropiada. Con tal finalidad, ellos deben tener en cuenta la competencia jurídica de las partes y del ordenamiento en cuyo ámbito la elección arbitral debe operar. Deben, además, adoptar determinaciones proporcionales al logro de los intereses de las partes.

  5. El ejercicio de los poderes debe estar apoyado por una motivación idónea a superar el examen en sede de ejecución o de impugnación del laudo.

Sobre el concreto alcance de la distinción entre poderes implícitos y poderes inherentes, es lícito nutrir alguna reserva, visto que el sentido de cualquier distinción se encuentra en la aplicación de tratamientos jurídicos diferenciados, los cuales, al menos por lo que respecta al derecho italiano, no parecen subsistir. Es crucial, en cambio, como veremos, el poder intrínseco de los árbitros en cuanto a la determinación de la naturaleza del arbitraje y a la valoración de las derogaciones en los pactos de las prescripciones legales.

III. FUNDAMENTO Y EJERCICIO DEL PODER DE LOS ÁRBITROS

Estos poderes —que podemos, sin sutilezas, definir innominados— tienen fundamentos, aunque no explicitados, en la convención arbitral, en la ley y en la praxis arbitral. Cuando se anidan en el compromiso, en la cláusula compromisoria o en el conjunto de la autorregulación contractual entre las partes, aquellos constituyen el reflejo no expresado. Los reglamentos de las instituciones arbitrales se colocan en el mismo plano del acuerdo de las partes en cuanto invocados en el compromiso o en la cláusula compromisoria.

Se precisa tener presente que, por lo general, las cláusulas compromisorias son pactadas mucho tiempo antes de la litis, no contienen previsiones específicas en orden al desarrollo del arbitraje —salvo, por lo común, una referencia a su ritualidad o no ritualidad y al criterio de juicio (ley o equidad) a emplear—, ni consideran circunstancias no previsibles en el momento de la estipulación. La capacidad predictiva y calculadora de las partes, que, en particular —lo veremos—, se expresa en los pactos en derogación del régimen probatorio, resiente fisiológicamente de las circunstancias sobrevenidas.

El acuerdo de las partes puede resolver o contribuir a resolver las exigencias que están en la base del ejercicio de los poderes innominados cuando ellas concretamente se plantean en el curso del procedimiento arbitral. Las partes, en cuyo común interés el procedimiento es instaurado, pueden, de acuerdo, conformar, extender o limitar esos poderes. No es un fenómeno usual porque el arbitraje se instaura en una fase de litigiosidad de las partes que induce a una escasa cooperación por razones tácticas. Pero ello no quita que pueda encontrarse una convergencia de intereses al escoger soluciones procedimentales a indicar a los árbitros. Por tanto, el acuerdo de las partes no es solo el originario que se funda en la cláusula compromisoria o en compromiso, sino también aquel logrado en el curso del arbitraje, espontáneo o impulsado por los árbitros. En este caso, se entiende, estos no ejercitan ningún poder implícito, sino que ejecutan las directivas de los interesados. Se considera que las ulteriores directivas procedimentales concordadas entre las partes en el curso del arbitraje puedan vincular a los árbitros solo con su consenso (véase la Casación 9761, del 04 de mayo de 2011). Sobre ello, Consolo considera, correctamente, irrelevante el disenso de los árbitros «caprichoso o solo propter propriam opportunitatem» (2016, p. 653). Queda, con todo, el hecho de que el acuerdo, si no incide sobre el desenvolvimiento de las funciones arbitrales, vincula a las partes, salvo que menoscabe prerrogativas defensivas inderogables: trataremos la cuestión a propósito de los pactos sobre la instrucción.

Los poderes innominados se derivan de la ley porque son funcionales al desenvolvimiento del procedimiento y a la adopción de un laudo válido y ejecutable. Se trata, justamente, de prerrogativas instrumentales a la función ejercitada. La práctica arbitral es, obviamente, el terreno sobre el que se arraigan: el precedente puede ponerse como criterio de orientación de la decisión en orden al ejercicio del poder y puede contribuir a la formación de una praxis (artículo 1, inciso 4 de las Disposiciones Preliminares del C.c.), que hará normativo y, pues, explícito —aunque no fundado en norma escrita— el poder mismo. Por ejemplo, es materia de un uso que el árbitro en discordia pueda formular en el laudo las razones de su disenso. También las reglamentaciones dictadas por instituciones arbitrales —que, por proximidad a la materia y continuidad de la práctica, recogen y traducen en normas las instancias para el mejor funcionamiento de los procedimientos— son aptas para generar usos.

En definitiva, la función de estos poderes innominados es la de cumplir diligentemente la obligación asumida por los árbitros. Estos tienen el deber de valorar si las cuestiones que les han sido sometidas pueden comprometer su competencia, menoscabar la integridad del procedimiento o conducir a un laudo no ejecutable, y deben adoptar las determinaciones idóneas para evitar que ello ocurra.

Título de la relación entre las partes y árbitros es el contrato de arbitraje, el que emana de la aceptación del encargo arbitral; y a él, naturalmente, siguen los efectos previstos por el derecho objetivo (C.c., artículo 1374). No es pacífico a cuál tipo contractual aquel sea reconducible, ni la cuestión puede ser profundizada funditus en estas páginas (véase, sobre el argumento, en la doctrina reciente, Marullo di Condojanni (2008, pp. 22ss.), a quien remito para referencias ulteriores en orden a las orientaciones indicadas en el texto). Podemos considerar dominante la tesis que lo reconduce al mandato (C.c., artículo 1703, véase, por ejemplo, Consolo, 2016, pp. 649-651), por cuanto aquel tiende al cumplimiento de un acto jurídico —el laudo— en el interés de las partes en contraste entre ellas pero concordes en el querer, o en el haber querido, la definición arbitral de la controversia. Otros optan por el contrato de obra profesional, basándose en la naturaleza técnica de la prestación arbitral (véase Satta, 1931, p. 17, quien definía la relación entre las partes y el árbitro como análoga a la locatio operis; más recientemente, Fazzalari, 1987, p. 398; La China, 2007, p. 70). Finalmente, se ha considerado el contrato de arbitraje un tipo en sí (véase, en este sentido, Marullo di Condojanni, 2008, pp. 83ss.). La cuestión, sin embargo, tiene un peso limitado en tema de poderes innominados. Aquí el punto está en establecer si los árbitros puedan ejercer un poder funcional, esto es, una potestad, no prevista por el derecho objetivo (normas escritas y usos) ni explícitamente atribuida a ellos por las partes, de la cual consideran servirse en su discrecionalidad. La respuesta a este interrogante no aparece condicionada por el tipo al cual se considere reconducir el contrato de arbitraje. Ella se articula a través de una aplicación secuencial de reglas.

En primer lugar, los árbitros deben aplicar las cláusulas del contrato entre las partes en litis dentro de los límites en los cuales aquellas resulten eficaces: lo prevé el primer párrafo del artículo 816 bis del C.p.c. Este aspecto no está compuesto solo por el contenido del compromiso o de la cláusula compromisoria, sino también por las otras prescripciones del pacto funcionales a la definición del contencioso —por ejemplo, los pactos sobre las pruebas—, aunque intervenidas en el curso del procedimiento arbitral. Los pactos entre los litigantes constituyen instrucciones para los árbitros y estos —salvo la nulidad o la inejecutabilidad del pacto— deberán atenerse a ellos, en obsequio al principio dispositivo que caracteriza al juicio arbitral. El pacto podrá bien condicionar el resultado de la decisión, pero, estando en tema de derechos disponibles (C.p.c., artículo 806), ello es legítima expresión de la autonomía de las partes, a la cual la función arbitral no puede superponerse.

Puesto que, sin embargo, nos estamos ocupando de poderes implícitos, la cuestión surge en ausencia de cláusulas del pacto —precedentes o en curso de litis— y se agudiza cuando las partes —esto es, sus abogados— están en desacuerdo sobre la existencia de la potestad arbitral. Sin embargo, también en este caso los pactos entre las partes constituyen la base para hallar la solución. De su interpretación (C.c., artículos 1362ss.), se puede encontrar reglas no expresadas para la solución de un problema procesal. Con una advertencia: las cláusulas contractuales no son susceptibles de aplicación analógica, siendo la analogía un medio de autointegración del sistema que se funda en la necesidad de completitud. Las cláusulas implícitas, pues, emergen cuando se determina una reducción de la declaración respecto a la intención, como ocurre con las indicaciones ejemplificativas (C.c., artículo 1365) y en tema de presuposición, en donde la relevancia funcional del evento considerado por las partes, aunque no expresado en la autorregulación, emerge del conjunto de las previsiones con relación al arreglo de intereses contemplado.

En ausencia de reglas implícitas deducidas de los pactos de los litigantes, los árbitros deberán aplicar, en primer lugar, las normas dictadas en la materia (C.p.c., artículos 806ss.), las cuales podrán ser empleadas en vía analógica también por los árbitros no rituales, dada la similitud instituida por la común función de juzgar. Así pues, las normas en tema de procedimiento arbitral (ritual) sirven para instituir poderes innominados de los árbitros no rituales: innominados porque la prescripción normativa no está dictada para los últimos.

En fin, y este es el punto, deberán aplicarse las normas en tema de mandato, prescindiendo de la cuestión de la completa asimilabilidad del arbitraje a ese tipo contractual, en cuanto aquellas son propias de un vínculo cuyo objeto es cumplir un acto jurídico —en el caso el laudo— en el interés de otros. Aunque el cumplimiento de la pluralidad de árbitros deba darse en conjunto, la suscripción del laudo puede ser hecha solo por la mayoría siempre que «acompañada de la declaración que aquel ha sido deliberado con la participación de todos y que los otros no han querido o podido suscribirlo» (C.p.c., artículo 823, inciso 7). En todo caso, incluso si se considerara al contrato de arbitraje (ritual) como otro contrato típico, las lagunas de su disciplina deberían, con todo, ser llenadas mediante las normas sobre el mandato dentro de los límites de su compatibilidad (véase, por ejemplo, la Casación 25735, del 15 de enero de 2013, según la cual, respecto de uno de los árbitros, estando previstas específicas causas de sustitución de los árbitros, no puede operar la revocación del mandato por justa causa). Aquellas serán, en cambio, directamente aplicables al arbitraje no ritual.

Por tanto, mientras, en caso de conflicto entre normas, en el arbitraje (ritual), deberán prevalecer las disposiciones dictadas en tema de arbitraje, en el arbitraje no ritual deberán prevalecer las disposiciones sobre el mandato, porque a este esquema hay que reconducir el contrato entre las partes: los árbitros no rituales fungen como arbitradores en un contrato de fijación y tienden al cumplimiento de un acto jurídico —el «laudo contractual»— en el interés de las partes. Las propias normas sobre el mandato con pluralidad de mandantes (C.c., artículo 1726; véase la casación 5111, del 29 de marzo de 2012) regulan el cumplimiento y explican la irrevocabilidad por parte de uno de los contratantes, mientras debe considerarse siempre admitida la revocación por parte de todos los contratantes, como puede ocurrir, por ejemplo, cuando aquellos transan la litis.

Una disposición en tema de mandato es fundamento de un poder implícito de todos los árbitros: aquella según la cual «el mandato comprende no solo los actos por los que ha sido conferido, sino también aquellos que son necesarios para su realización» (C.c., artículo 1708, primer párrafo). Los árbitros, pues, no solo tienen la facultad, sino también el deber de cumplir estos actos instrumentales. Se entiende, sin embargo, que la regla en tema de mandato debe aplicarse en función de la naturaleza discrecional de la actividad de juicio y procedimental que caracteriza al arbitraje. De allí se sigue que no podrá constituir incumplimiento de los munera arbitrales el no ejercicio de tal facultad: ello podrá, cuando se traduzca en violaciones del contradictorio o en una decisión de fondo inválida, dar lugar a impugnación del laudo —la responsabilidad de los árbitros está circunscrita dentro de los límites puestos por el artículo 813 ter del C.p.c.—. La misma conclusión opera para el arbitraje no ritual, sin perjuicio de la distinta tipología de los vicios invalidantes (C.p.c., artículo 808 ter, segundo párrafo, artículo 829).

En todo caso es oportuno —y diría expresión de diligencia y corrección— que los árbitros oigan a los abogados de las partes para tratar de concordar o, en todo caso, de encontrar la solución más apropiada para el caso concreto. Frente al desacuerdo o el silencio de las partes, los árbitros deberán adaptar la elección —que ejercerán en aplicación del primer y tercer párrafo del artículo 816 bis del C.p.c., es decir, con ordenanza revocable no sujeta a depósito si no consideran de resolver con laudo no definitivo— a la finalidad de las demandas, plasmando funcionalmente el ejercicio de la potestad, cuyo reverso está en la consideración de las consecuencias de su falta de ejercicio. En definitiva, la decisión arbitral debe ser proporcional y «a la medida». Además, es oportuno que aquella sea motivada explicitando las razones que la sustentan.

IV. PODERES INNOMINADOS: SOBRE EL PROCEDIMIENTO Y SOBRE LA DECISIÓN

¿Cuáles son, en el derecho italiano, los poderes innominados? Podemos tratar de trazar un recuento casuístico sobre la base de los pocos datos publicados y otros hipotetizarlos (en gran parte, pueden encontrarse en el informe de la ILA, 2014).

La regla de orientación de las soluciones es que «el procedimiento arbitral está inspirado en la libertad de formas, con la consecuencia de que los árbitros no deben observar las normas del Código de procedimiento civil relativas al juicio ordinario de cognición a menos que las partes no hayan hecho expreso llamado al momento del otorgamiento del encargo arbitral», sin perjuicio del respeto de las normas de orden público que fijan los principios fundamentales del proceso, como el principio del contradictorio2, también de rango constitucional (así la Casación 17099, del 10 de julio de 2013). El parámetro normativo, como decíamos, está en el segundo período del primer párrafo del artículo 816 bis del C.p.c., para el arbitraje ritual, y en el régimen del mandato. Podemos decir que los poderes implícitos atañen al procedimiento y al fondo de la decisión, pero teniendo presente que se trata de una distinción sumaria y meramente organizativa, puesto que la determinación sobre la admisibilidad de las pruebas, y aún antes, sobre la validez de los pactos sobre pruebas y sobre la carga de la prueba (C.c., artículo 2698), puede incidir sobre la decisión de fondo.

El área de los poderes innominados, obviamente, es la sobrante de los poderes explícitamente atribuidos a los árbitros por las partes y por el derecho objetivo. Pero detenerse sobre los poderes previstos por la ley sirve, como decía, para individualizar los poderes implícitos de los árbitros no rituales, a los cuales, en el silencio de las partes, las disposiciones procesales dictadas para el arbitraje se pueden aplicar en vía analógica. La aplicación directa está, en efecto, excluida por el tenor del primer párrafo del artículo 808 ter del C.p.c., en donde se pone la aplicación de las normas en tema de arbitraje como alternativa al arbitraje no ritual: «Caso contrario» —esto es, si las partes no han querido un arbitraje no ritual— «se aplican las disposiciones del presente título». Por tanto, los poderes normativamente previstos para los árbitros (rituales) son otros tantos poderes implícitos de los no rituales.

Enunciémoslos brevemente. Los árbitros pueden fijar la sede del arbitraje (C.p.c., artículo 816, primer párrafo), que, como se sabe, es importante a los fines de la competencia territorial para la impugnación; «regular el desarrollo del juicio y determinar el idioma del arbitraje» (C.p.c., artículo 816 bis, primer párrafo), con el límite, inderogable, de «actuar el principio del contradictorio, concediendo a las partes razonables y equivalentes posibilidades de defensa» —bajo pena de nulidad del laudo ritual (C.p.c., artículo 829, inciso 9) y la anulabilidad del no ritual (C.p.c., artículo 808 ter, segundo párrafo, inciso 5)—. Es, por lo demás, usual que los árbitros concuerden con los abogados de las partes las reglas, de manera que satisfagan las exigencias. En el desacuerdo de los abogados, los árbitros deberán encontrar la solución que mejor pondere los intereses de las partes garantizando, en todos los casos, el contradictorio. Pueden autorizar al presidente a adoptar las ordenanzas sobre el desarrollo del procedimiento (C.p.c., artículo 816 bis, segundo párrafo); delegar a uno de ellos la práctica de las pruebas (C.p.c., artículo 816 ter, primer párrafo); hacerse asistir por uno o más consultores técnicos (C.p.c., artículo 816 ter, quinto párrafo); suspender el procedimiento arbitral conforme a lo establecido en el artículo 819 bis del C.p.c.

En el plano decisorio, los árbitros pueden pronunciarse sobre su propia competencia si esta es cuestionada (C.p.c., artículo 817, primer párrafo); resolver las cuestiones prejudiciales de fondo sin autoridad de cosa juzgada (C.p.c., artículo 819, primer párrafo); emitir laudos parciales o no definitivos (C.p.c., artículo 816 bis, tercer párrafo y artículo 820, cuarto párrafo, letra c).

Vayamos a los poderes implícitos. En el plano procesal, el primer párrafo del artículo 816 bis del C.p.c., al atribuir a los árbitros, en defecto de prescripciones de las partes, el poder de «regular el desarrollo del juicio», expande al máximo el poder de los primeros con una previsión «en blanco», cuyo contenido está marcado en negativo por las normas que instituyen específicos deberes, como justamente aquella que impone la salvaguardia del contradictorio. Podemos, por tanto, concluir que, en el derecho italiano, todos los poderes «innominados» de los árbitros anidan, en forma genérica, en esta disposición. Ello puede consentir, a mi parecer, valerse de los poderes de instrucción de oficio propios del juez laboral (C.p.c., artículo 421, segundo párrafo). No pienso que se oponga la circunstancia de que el artículo 816 bis del C.p.c. esté rubricado «desarrollo del procedimiento», por cuanto la decisión en cuanto a la admisión de las pruebas atañe al juicio, y justamente el desarrollo del «juicio» está referido al poder de los árbitros: que, por tanto, comprende también la instrucción, cuyo trámite está regulado por el artículo siguiente —más restrictiva es la posición de Briguglio (2013, especialmente p. 870) y la de Ricci (2013, especialmente p. 634). No hay duda, por lo demás, de que la «costumbre» arbitral tienda a atenerse a los requerimientos de las partes en sede de instrucción, sin ejercitar poderes oficiosos—.

En definitiva, los árbitros están dotados, ex lege, de una potestad general, un poder originario que las partes pueden limitar dictando las normas del procedimiento. Lo mismo puede decirse respecto de los árbitros no rituales, cuyos poderes legales se obtienen del artículo 1708 del C.c. y del primer párrafo del artículo1717, en tema de mandato: una norma aplicable también en el arbitraje ritual.

Algún ejemplo sobre los poderes procesales: ellos atienden al desarrollo de las audiencias y a la adquisición de los medios instructorios. Los árbitros —nadie lo duda— pueden admitir o negar, en todo o en parte, las pruebas orales, estableciendo las modalidades de su práctica conforme al artículo 816 ter del C.p.c. Considero que ellos puedan oír a los testigos también mediante la llamada cross examination —cuya conducción es encomendada a los abogados— salvo que ambas partes sean de distinto parecer. Excluyo, en cambio, que para proceder a una cross examination sea necesario el consenso de ambas partes. No siendo de aplicación directa las normas dictadas para la instrucción probatoria en el juicio civil, sin perjuicio del principio dispositivo, hay la posibilidad de emplear las modalidades de práctica de la prueba que se considere más adecuada para la determinación de la verdad de los hechos.

Los árbitros, además, pueden, más bien deben —dentro de los límites de sus competencias—, subsanar nulidades aptas a invalidar el laudo conforme al inciso 7 del artículo 829 del C.p.c. Pueden, además, depositar separadamente el fallo y la motivación del laudo (Casación 8868, del 16 de abril de 2014). Diría, finalmente, que no es solo un poder, sino más bien un deber en vista de la decisión de la controversia, determinar la validez de los pactos sobre las pruebas y sobre la carga de la prueba (C.c., artículo 2698) y de aquellos incidentes sobre la realización de una consultoría técnica. Lo hablaremos más adelante porque la cuestión requiere una específica reflexión. Excluyo, en fin, que le esté permitido a los árbitros autorizar al consultor técnico para adquirir de las partes documentos probatorios a instrucción cerrada (véase Punzi, 2016, p. 13).

Sobre los poderes implícitos de naturaleza decisoria, podemos comenzar evidenciando que el tenor del segundo párrafo del artículo 817 del C.p.c. excluye un poder intrínseco de los árbitros de determinar la nulidad del pacto de arbitraje sobre el que se basa su cognición. Al principio de la demanda, en virtud del cual los árbitros deben pronunciarse sobre las demandas, se flanquea la previsión de una apremiante caducidad a cargo de las partes, a las que les está precluida la impugnación si no excepcionaron «en la primera defensa sucesiva a la aceptación de los árbitros la incompetencia de estos por inexistencia, invalidez o ineficacia de la convención arbitral […] salvo el caso de controversia no arbitrable» (C.p.c., artículo 817, segundo párrafo). De esta previsión se obtiene que los árbitros no pueden declarar de oficio la nulidad del compromiso o de la cláusula compromisoria.

Queda una cuestión. El mencionado segundo párrafo del artículo 817 del C.p.c. conecta a la falta de excepción en la primera defensa sucesiva a la aceptación de los árbitros la caducidad de la facultad de impugnar el laudo, pero no impide a los árbitros pronunciarse sobre la nulidad si la misma viene cuestionada sucesivamente. Abona en este sentido el primer párrafo del artículo 817 del C.p.c. cuando prescribe que «los árbitros deciden sobre su propia competencia» «si la validez […] de la convención arbitral» es cuestionada «en el curso del arbitraje». Por tanto, los árbitros no pueden pronunciarse de oficio sobre el punto, pero, sin embargo, deben decidirlo también si la excepción de nulidad es formulada tras la primera defensa sucesiva a su aceptación. El laudo que estimara la excepción de nulidad sería igualmente impugnable en presencia de alguno de los vicios enumerados en el artículo 829 del C.p.c. porque la caducidad de la impugnación prevista en el segundo párrafo del artículo 817 del C.p.c. atañe a la hipótesis simétrica en la que el laudo ha afirmado la competencia arbitral, no aquella en la que la ha negado declarando la nulidad del pacto de arbitraje.

Además, aquellos deben decidir, en el contraste y en el silencio de las partes —y por esto el poder debe considerarse implícito—, si el arbitraje es ritual o no ritual. Diría que se trata de un verdadero y propio deber, aunque las partes no formulen demandas sobre el punto, en cuanto la opción por uno u otro modelo comporta la aplicación de reglas diversificadas, si no propiamente distintas (las del arbitraje se aplican en vía analógica al arbitraje no ritual, pero dentro de los límites de su compatibilidad y si no contrastan con las normas del contrato en general). Los árbitros deben, pues, estatuir sobre la naturaleza del arbitraje, esto es, establecer las reglas a las que están sujetos, al menos cuando ello es relevante a los fines de la decisión que deben asumir.

Podemos considerar materia de costumbre que los árbitros, también no rituales, puedan, a pedido, condenar al pago de las costas a la parte vencida. No tienen, en cambio, la facultad de pronunciar una condena por responsabilidad agravada ni a petición de parte, ni de oficio (C.p.c., artículo 96; la condena al pago de una suma equitativamente determinada está prevista por el tercer párrafo del mismo artículo). Además, cuando la decisión deba ser pronunciada según equidad, aquellos tienen la facultad de aplicar las normas de derecho si consideran que, en el caso, la solución de derecho corresponde a equidad (véanse las siguientes casaciones: Casación 12319, del 25 de mayo del 2007; Casación 8937, del 04 de julio del 2000; Casación 18452 del 08 de setiembre de 2011).

V. LA DETERMINACIÓN DE LA VALIDEZ DE LOS PACTOS SOBRE EL PROCEDIMIENTO

Los árbitros, también los no rituales, deben desaplicar los pactos sobre el procedimiento que consideren nulos, como los que excluyen la plenitud del contradictorio, o resulten, de otra manera, inejecutables (piénsese en la convención arbitral que establezca, inderogablemente, la sede de realización de las audiencias en un lugar, originaria o sucesivamente, impracticable a tal fin). El poder es implícito, esto es, puede ser ejercido de oficio, incluso en el caso de contraria posición de las partes, a las que les está impedida la facultad de vincular a los árbitros a observar reglas procesales tales como para desnaturalizar la finalidad del arbitraje. La constatación de que este tiende, con todo, a un acto en el interés de las partes —el laudo— no permite trastocar su función, que es homogénea —el juicio sobre la razón o la no razón— tanto en el arbitraje ritual como en el no ritual —por tanto, las indicaciones de las partes, que, conforme a la regla general (C.c., artículo 1711) delimitan el mandato, son improductivas de efectos cuando se traducen en la alteración de la función arbitral—.

Sin embargo, tratándose de reglas procesales, la solución debería ser diversificada en los dos modelos arbitrales. Por lo demás, la violación del contradictorio está sancionada con la nulidad del laudo ritual (C.p.c., artículo 829, inciso 9) mientras que en el no ritual, con la anulabilidad (C.p.c., artículo 808 ter, inciso 5). Esta elección (que instituye una nueva anulabilidad especial) se revela razonable, evidenciando que tanto la nulidad del laudo ritual como la anulación de un laudo contractual requieren de una impugnación, mientras que la nulidad del contrato es apreciable de oficio.

Como decía, excluyo que un útil criterio de solución pueda ser obtenido de la cualificación del contrato estipulado entre las partes y los árbitros, los cuales, si colegiados, configuran una parte subjetivamente compleja con todos los problemas que de ello se derivan, como el cumplimiento conjunto. La duda de si se trata de un mandato, de un contrato de obra profesional o de un contrato típico per se, en el caso de arbitraje ritual, no quita que las reglas del mandato se apliquen al arbitraje ritual dentro de los límites en los que no contrasten con aquellas específicamente dictadas por el C.p.c., e integralmente al arbitraje no ritual. Por ejemplo, el primer párrafo del artículo 816 bis del C.p.c., estableciendo que las reglas del procedimiento deben darse con acto anterior al inicio del juicio, deroga la regla que se obtiene del artículo 1711 del C.c. sobre las instrucciones impartidas sucesivamente por el mandante. Como evidenciábamos, la norma procesal en cuestión es derogable, pero con el consentimiento de los árbitros, cuyo rechazo podrá ser sindicado en el plano de la razonabilidad (véase supra, p. 167).

En el arbitraje ritual, cual jurisdicción privada equivalente, son indisponibles los principios de orden público procesal. Estos incluyen el principio de imparcialidad o al menos de la total equidistancia de los árbitros; el principio del contradictorio también en el desarrollo de la consultoría técnica3; y el principio de la demanda, que debe, con todo, integrarse con las previsiones de la convención arbitral.

En el arbitraje no ritual, conforme a los incisos 4 y 5 del segundo párrafo del artículo 808 ter del C.p.c., el laudo es anulable si «los árbitros no se han atenido a las reglas impuestas por las partes como condición de validez del laudo» y si no ha sido observado el principio del contradictorio. Parece, pues, que, con el límite de la salvaguardia del contradictorio, las partes son libres de plasmar las reglas del procedimiento. Sin embargo, si bien aquí no entran en juego los principios de orden público procesal y las normas a aplicar en la relación entre las partes y árbitros se obtengan del régimen del mandato, en el que se sustancia el contrato de arbitramiento (C.c., artículo 1349), hay que considerar que los árbitros no rituales deban apreciar la validez de un pacto sobre el procedimiento en el plano del merecimiento (meritevolezza) de los intereses perseguidos (C.c., artículo 1322): un plano, ahora, principalmente empleado en la valoración de la compatibilidad de una cláusula con el arreglo de intereses integralmente programado por las partes (las referencias jurisprudenciales podrían ser muchas, solo para un ejemplo, en tema de cláusulas en los contratos de seguro que identifican los siniestros con la pretensiones —las llamadas cláusulas claims made—, véase la Casación sesión conjunta 9140 del 06 de mayo de 2016 y, para ulteriores referencias sobre estas argumentaciones, del Prato, 2017, pp. 124ss.). Deberá, pues, considerarse nula una cláusula sobre el procedimiento que sea idónea a prefigurar el resultado de la decisión en ventaja de una parte o, en todo caso, a desequilibrar el procedimiento.

Esta conclusión opera también para el arbitraje ritual, no habiendo razones para sustraer cada cláusula de la convención arbitral —así como las del contrato al cual se refiere— a la valoración conforme al artículo 1322 del C.c. El punto requeriría una reflexión exuberante en estas páginas. Me limito a evidenciar que la programación de la ejecución de un contrato puede abrazar también a la patología de la relación consecuente mediante prescripciones idóneas para orientar o favorecer una determinada definición del contencioso. Cuando el alcance de la cláusula es tal como para desnaturalizar la función arbitral, aunque salvaguardando formalmente el contradictorio, pero rindiéndolo sustancialmente irrelevante, ella deberá ser considerada ineficaz en cuanto incompatible con un modelo negocial —el arbitraje, sea ritual o no ritual— dirigido a decidir una controversia mediante un juicio.

Como por la violación del principio del contradictorio, también por la violación de las reglas prescritas por las partes, la patología del laudo ritual es distinta de aquella del laudo no ritual. Mientras este último, como hemos evidenciado, es anulable, el primero es nulo en el caso de violación de «formas prescritas por las partes bajo expresa sanción de nulidad y la nulidad no ha sido subsanada» (C.p.c., artículo 829, inciso 7), sin perjuicio de que la impugnación del laudo esté precluida a la parte que ha dado causa a la nulidad o no ha excepcionado la violación de la regla «en la primera instancia o defensa sucesiva» (C.p.c., artículo 829, segundo párrafo). El término «formas» debe aquí entenderse en sentido amplio, al igual que el del artículo 1352 del C.c. (me permito remitir, para una profundización, a del Prato, 2011, pp. 46ss.): comprende todas las modalidades de desarrollo del procedimiento a las que las partes han entendido vincularse, no solo las modalidades de exteriorización de los actos.

La determinación del no merecimiento de tutela de una cláusula sobre el desarrollo del proceso plantea una cuestión delicada y requiere una valoración inmersa en la especificidad del caso concreto. La desaplicación de la cláusula y, por el contrario, su posible eficiencia no deben ser concebidas con una lógica monolítica, sino que deben ser apreciadas en una perspectiva funcional.

VI. LA DETERMINACIÓN DE LAVALIDEZ DE LOS PACTOS SOBRE PRUEBAS Y SOBRE LA INSTRUCCIÓN

Decíamos que los árbitros deben determinar si los pactos sobre la carga de la prueba (C.c., artículo 2698) y, más en general, sobre los medios de prueba y sobre la instrucción son vinculantes. Mientras la ejecución de los pactos sobre la instrucción está encomendada a los árbitros y, por tanto, puede ser apreciada su nulidad de oficio, la cuestión de la validez y del alcance de un pacto sobre la carga de la prueba se plantea en presencia de una instancia instructora en violación del mismo, de forma que surge en correlación con una iniciativa de parte. Será la ausencia de cuestionamiento de la otra a levantar el interrogante sobre la apreciación de oficio de la ineficacia del pacto.

Estando los requerimientos de instrucción encomendados a las partes, tiendo a excluir que los árbitros puedan hacer aplicación de una cláusula limitativa de las facultades probatorias —una cláusula que los vincule conforme al primer párrafo del artículo 816 bis del C.p.c.— cuando la parte interesada no la invoque. La ausencia de excepciones en contra de una iniciativa probatoria impedida por medio de un pacto puede depender de elecciones defensivas o valer como aquiescencia a la derogación al pacto. En cualquier caso, tratándose de una derogación, el pacto quedará vigente y, por tanto, podrá ser invocado en otras circunstancias.

El régimen de las pruebas dictado por el C.c. (artículos 2697ss.) no es exclusivamente procesal. Por tanto, opera —salvo que esté diversamente previsto— prescindiendo de la sede en el que venga en consideración. La apreciación de las pruebas, en cambio, es cuestión propia de la actividad de juicio. A los árbitros está remitida la valoración de la validez de los pactos sobre las pruebas, que deberán desaplicar cuando resulten en violación del artículo 2698 del C.c., esto es, rindan a una parte «excesivamente difícil el ejercicio del derecho». Ello se verifica, por ejemplo, cuando se excluya el alcance del principio de la cercanía (vicinanza) de la prueba (véanse, últimamente, Casación 9869 del 19 de abril de 2017; Casación 3548 del 10 de febrero de 2017; y Casación 22639 del 08 de noviembre de 2016), cuya emersión representa una significativa expresión de la razonabilidad en la aplicación de la carga probatoria (C.c., artículo 2697). La decisión arbitral sobre el punto presupone una iniciativa de parte, en los términos enunciados hace poco.

Las cuestiones sobre la derogación del régimen de las pruebas no se presentan condicionadas por el hecho de que el arbitraje —ritual o no ritual— es un juicio «a la medida» —la expresión, de Carnelutti (1958, p. 77), es retomada por Punzi (2016, pp. 2 y 8); una invitación a la cautela sobre el punto es formulada por Ricci (1974, p. 157): «una cosa es permitir a las partes escoger "a la medida" al juez […] y otra es permitirle construir "a la medida" el proceso»— porque el pacto sobre los medios de prueba debe valorarse en el plano sustancial y, por tanto, prescindiendo del hecho de que aquel esté destinado a operar ante un juez o ante un árbitro. Algunos autores (Satta, 1959, p. 272; Punzi, 2016, pp. 11ss.; Briguglio, 2013; Bove, 2014, pp. 975ss.) son bastante liberales al atribuir a las partes el poder de plasmar el régimen probatorio en sede arbitral por el hecho de que el arbitraje es, con todo, un fenómeno negocial aunque decisorio. En definitiva, este poder plasmaría el título de la relación controvertida realizando una aceptación convencional de un criterio o de una fuente de juicio (véase, Satta, 1959, p. 272), con exclusión de otros, aunque abstractamente practicables. Otros autores (Ricci, 1974, pp. 13ss., 23, nota 44, 82ss., 131ss., 138; Vigoriti, 1993, pp. 186ss.) niegan la admisibilidad de un régimen convencional de las pruebas en el arbitraje (y a fortiori en línea general), pese a admitir la validez de los pactos dirigidos a excluir los poderes oficiosos del juez (Ricci, 1974, pp. 141ss.).

Podemos distinguir el alcance de estos pactos según si inciden sobre el desarrollo de la instrucción probatoria; sobre la carga de la prueba; sobre la admisibilidad de los medios de prueba; sobre la eficacia y la apreciación de estos últimos. No constituyendo la consultoría técnica propiamente un medio de prueba, requieren una consideración aparte los pactos que la excluyan en derogación del quinto párrafo del artículo 816 ter del C.p.c. (mientras la potestad de recurrir a un consultor es explícita en el derecho italiano, ella es considerada entre los implied powers en ausencia de una previsión normativa o de acuerdo de las partes; véase, Fabbi, 2015, p. 132) o limiten el ámbito, o, también, limiten el número de los consultores o bien individualicen preventivamente al consultor o a los consultores, o, también, excluyan el nombramiento de consultores de parte.

Veamos más de cerca el alcance.

La autonomía de las partes, en el arbitraje ritual, está impregnada de una función equivalente a la jurisdiccional (véase C.p.c., el artículo 824 bis), con las limitaciones inherentes al deber de rendir justicia. Los pactos «reductivos» de la admisibilidad de los medios de prueba o que delimitan la eficacia y la posibilidad de apreciación son válidos dentro de los límites del artículo 2698 del C.c. Según dicho artículo, aquellos son válidos si no atañen a derechos indisponibles (como, por ejemplo, las reglas sobre la contabilidad de entes públicos) y si «la inversión o la modificación» de la carga de la prueba no produce el efecto de «rendir a una de las partes excesivamente difícil el ejercicio del derecho».

Los pactos «ampliativos» tienen un alcance peculiar. Si se conviene que, como lo mencionaba, los árbitros son titulares de una potestad originaria, en virtud de la cual pueden servirse de los poderes de instrucción del juez laboral (C.p.c., artículo 421, segundo párrafo), el pacto que explícitamente les atribuya tal facultad tendrá solo la función de impedir cuestionamientos en cuanto a su existencia, así como de otros poderes de tipo instructor ejercibles por el juez civil solo a instancia de parte. Pero pueden darse también pactos «ampliativos» que no tienen una función meramente confirmativa de la potestad ex lege de los árbitros. Ellos tienen una función sustancial ampliando por medio de pactos el listado de las pruebas, como, los que instituyen presunciones convencionales. Su validez debe apreciarse, como decía, valorándose sobre la base del merecimiento de los intereses que persiguen (C.c., artículo 1322), es decir, por la coherencia que asumen en el ámbito de la función de rendir justicia.

Se precisa, en otros términos, considerar que las cláusulas que inciden sobre la definición de la litis tienden a orientar y a calcular los resultados del contencioso y, por tanto, representan un modo de regular la relación. Cuando ellas, como ocurre normalmente, están en el contrato del cual se origina la controversia, despliegan una función sustancial antes que procesal, porque disciplinan la ejecución. Por tanto, es la buena fe en la ejecución del contrato (C.c., artículo 1375) a ofrecer el parámetro en base al cual apreciar su alcance, induciendo a desaplicarlas —sancionando su ineficacia— cuando se revelen incompatibles con la exigencia, ínsita en todo contrato, de garantizar una ejecución compatible con el arreglo de intereses que primariamente emerge (véase del Prato, 2017, pp. 131ss., en donde se pueden encontrar ulteriores referencias). La cláusula incompatible, la que caduca el interés que es el centro de gravedad del contrato, es ineficaz. En definitiva, se trata de una valoración según razonabilidad (permítaseme, nuevamente, remitir a del Prato, 2012, especialmente pp. 115ss.). La nulidad de la cláusula no puede extenderse al contrato entero (C.c., artículo 1419, primer párrafo) en razón del alcance vinculante del canon de corrección y buena fe (C.c., artículos 1175 y 1375), cuyo fundamento es de rango constitucional (artículo 2 de la Constitución; el tema requeriría más amplias argumentaciones; me limito a una mención de la jurisprudencia: Casación 24071 del 13 de octubre de 2017; Casación 9006 del 06 de mayo de 2015; Casación 21994 del 06 de diciembre de 2012; Casación 10182 del 04 de mayo de 2009; con particular referencia a la interpretación y a la desaplicación de cláusulas contractuales, véase Casación 5348 del 05 de marzo de 2009; Casación 24733 del 07 de octubre de 2008; y Casación 10926 del 02 de noviembre de 1998).

Las partes, pues, pueden limitar las facultades de los árbitros en relación con las modalidades de práctica de las pruebas, pero no impedir la instrucción. Por ejemplo, pueden inhibir la prueba testimonial, requiriendo, sin embargo, específicos medios probatorios alternativos, como un escrito, la documentación fotográfica o filmada de determinadas circunstancias o específicas aseveraciones de ellas4. Pueden, además, circunscribir la audición como testigos de determinadas personas, o prever específicas modalidades de práctica; extender el ámbito de la prueba testimonial o sustraer a los árbitros cualquier facultad decisoria sobre su admisibilidad. Todo ello, en aplicación del primer párrafo del artículo 816 bis del C.p.c. y en derogación del artículo 816 ter del C.p.c.

Es también válido el pacto que excluya la relevancia probatoria de confesiones (C.c., artículos 2733 y 2735; véase, en ese sentido, Briguglio, 2013, pp. 865, 872) y, a fortiori, la obligatoriedad probatoria respecto de los hechos no específicamente cuestionados (C.p.c., artículo 115). Esto último es inherente al proceso ordinario y, por tanto, rige en sede arbitral en vía analógica: inderogable en el proceso ordinario, es pues derogable en la justicia privada (sobre el principio de no cuestionamiento y sobre la carga de cuestionamiento en sede arbitral, véase Briguglio, 2013, pp. 873ss.). No podrán, en cambio, las partes limitar el poder de los árbitros en cuanto a la relevancia y a la apreciación de las declaraciones testimoniales porque ello importaría un irrazonable menoscabo de la potestad de juicio (véase C.p.c., artículo 116).

VII. CONSECUENCIAS: LOS PACTOS SOBRE LA CONSULTORÍA DE OFICIO

Los árbitros rituales pueden expresamente valerse de uno o más consultores técnicos conforme al párrafo quinto del artículo 816 ter del C.p.c.; los no rituales, en aplicación del artículo 1708 del C.c., en cuanto ello sea necesario para el cumplimiento de la función decisoria (también el artículo 2232 del C.c., en tema de prestación de obra intelectual, consiente al prestador de obra de valerse, «bajo su propia dirección y responsabilidad, de sustitutos y auxiliares, si la colaboración de otros está permitida por el contrato o por los usos y no es incompatible con el objeto de la prestación»). Por tanto, el poder de estos últimos es innominado.

Bastante debatido es el alcance del pacto que lo impida en el arbitraje ritual. Según algunos, aquel es nulo porque entra en conflicto con los principios de orden público procesal y con el principio de la libre apreciación del juez (Ricci, 1974, pp. 120ss.; Vigoriti, 1993; Ricci, 2013, pp. 649ss.; Tizi, 2012; para Tizi el único efecto de la prohibición de valerse de la consultoría técnica de oficio es que sus costos queden a cargo de árbitros cuando hayan sido elegidos «en consideración de sus específicas competencias técnicas o jurídicas necesarias para la resolución de la litis y, pese a ello, estos hayan dispuesto una consultoría técnica o jurídica no aprobada, o mejor, obstaculizada por los contendientes» [2012, p. 741]). Otros lo consideran siempre admisible (Punzi, 2012, p. 270; Auletta, 2002, pp. 1130ss.). Zoppini (2015, pp. 774ss.) deja abierta la cuestión: si, por un lado, el deber de rendir justicia no tolera limitaciones, por el otro, la disponibilidad del derecho controvertido conduce a la preeminencia de la voluntad de las partes). Otros más, lo consideran eficaz con relación a la composición del colegio escogida por las partes (por ejemplo, médicos, ingenieros), funcional a excluir la necesidad del recurso a la consultoría (Verde, 2015, p. 132; Consolo, 2016, p. 654). Ello, por lo demás, no podría tener el efecto de impedir a los árbitros recurrir a la consultoría, sino solo el de cargarlos con los correspondientes costos.

Otros más desplazan, pragmáticamente, el ángulo de observación a la «conciencia del juez privado» (Bove, 2014, p. 1000), aconsejando al árbitro no aceptar el encargo o renunciar de manera justificada si no tenía conocimiento de la prohibición de valerse de consultores, salvo que él haya sido designado justamente en cuanto perito. Finalmente, otros, escinden la eficacia de la prohibición (Briguglio, 2015, p. 763): ella no permite la plena utilización de la consultoría, pero los costos serán de cargo solo de los árbitros porque han operado en violación del mandato (C.c., artículo 1708, véase también el artículo 2232).

El parámetro de juicio antes enunciado —que valora la compatibilidad del pacto con los efectos caracterizadores del contrato sobre la base del merecimiento de tutela de los intereses perseguidos (C.c., artículo 1322), plasmado por la buena fe— permite la ponderación entre la función de rendir justicia y la disponibilidad de los derechos controvertidos. Se precisará, pues, valorar los intereses subyacentes a la previsión que excluye o limita el recurso a la consultoría técnica de oficio: por ejemplo, la tutela del secreto sobre técnicas industriales no patentables o, más limitadamente, la reducción de los costos. Es, además, útil distinguir el contenido de la determinación que se pretende realizar: un mero reconocimiento material o también una valoración. En el primer caso, la prohibición de consultoría técnica de oficio puede resultar no merecedora de tutela en cuanto injustificadamente limitativa de la carga de la prueba, por el principio de la cercanía a la prueba, no resulten adquiribles de otra manera los elementos de instrucción necesarios para el juicio.

Con todo, es necesario que los árbitros estén preventivamente informados de la existencia del límite de instrucción. En su defecto, podrá considerarse que les esté permitido renunciar al encargo que no habrían aceptado, en cuanto, por ejemplo, carezcan de las adecuadas competencias técnicas, encontrándose en ello una justa causa (C.c., artículo 1727). Pese a ello, se pueden plantear soluciones diversificadas en relación con el interés por el cual la consultoría técnica de oficio ha sido preventivamente excluida por las partes. Si este está dado por la reserva, los árbitros, antes de aceptar, deberán valorar la posesión de las competencias técnicas tales como para excluir el recurso a un consultor, bajo pena de incumplimiento en caso contrario. Si, en cambio, aquel está circunscrito a una reducción de los costos o está dado por la confianza en la competencia de los árbitros, estos podrán disponer una consultoría, pero los costos quedarán a su cargo.

Queda, en fin, el hecho de que el parámetro de fondo para valorar la exclusión en el pacto de una consultoría es el artículo 24 de la Constitución, en razón de la función parajurisdiccional del arbitraje ritual, que tiende a efectos idénticos a los de la sentencia (C.p.c., artículo 824 bis). Ello impone la comparación de la diversidad de tratamiento jurídico entre situaciones idénticas, en cuanto a los efectos, valorando la razonabilidad en aplicación del artículo 3 de la Constitución. Ello induce, pues, a tener particular cautela al reconocer eficacia a los pactos inhibitorios de la consultoría.

VIII. CONSECUENCIAS: EN EL ARBITRAJE NO RITUAL

La naturaleza del arbitraje no ritual abre un escenario solo parcialmente distinto. No se puede negar que, en línea de principio, las partes puedan legítimamente excluir el recurso a una consultoría, dada la derogabilidad de los artículos 1708, 1717 y 2232 del C.c. Sin embargo, también en este caso es necesaria la valoración del merecimiento de los intereses perseguidos por el pacto, en los términos antes enunciados, porque la misma distinción entre arbitraje ritual y arbitraje no ritual, en relación con las circunstancias, puede resultar artificiosa. El arbitraje no ritual tiene un sentido sobre cuestiones que requieren determinaciones técnicas no disímiles de aquellas propias de una consultoría, como ocurre en el ámbito médico-legal y, más en general, en la cuantificación de un daño; bastante menos cuando están en juego cuestiones jurídicas, en donde, pese a las etiquetas y las diversidades, los dos modelos son, en realidad, gestionados y «vividos» del mismo modo.

Si la cláusula que excluye la consultoría supera el control de merecimiento, su violación colisiona con las «reglas impuestas por las partes», por tanto, se podrá provocar la anulación del laudo si resulta que tales reglas han sido dictadas «como condición de validez» del mismo (C.p.c., artículo 808 ter, segundo párrafo, inciso 4). El favor por la conservación de los actos induce a requerir que la determinación de las partes en tal sentido sea unívoca. Además, se precisa considerar que el laudo no ritual es expresión de la voluntad de las partes, integrada por los árbitros, de modo que el recurso a una consultoría inhibida puede excluir que el laudo refleje esa voluntad solo cuando, por ámbito y eficiencia, las determinaciones del consultor sean determinantes de la decisión arbitral.

 

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1 Es el caso del quinto párrafo del artículo 35 del decreto legislativo 5/03, en tema de arbitraje societario, que atribuye a los árbitros, también no rituales, «el poder de disponer, con ordenanza no reclamable, la suspensión de la eficacia» de acuerdos de asamblea impugnadas en sede arbitral. Véase a este respecto Auletta (2017, p. 272) para quien «la cuestión resuelta por la ordenanza revocable, pero no impugnable, debe limitarse a la disciplina normativa de asegurar la relación litigiosa pendente lite (arbitral) y la relativa decisión del árbitro debe tendencialmente adscribirse al tipo interino y no necesariamente cautelar».

2 Cuya violación invalida también el laudo no ritual (C.p.c., artículo 808 ter, segundo párrafo, inciso 5), además del ritual (C.p.c., artículo 829, inciso 9), con la singularidad de que, para el primero, el vicio es la anulabilidad —evocando, pues, el régimen de los artículos 1441ss. del C.c.—, para el segundo, la nulidad. Para su concreto alcance en sede arbitral, véase la Casación 3481, del 23 de febrero de 2016, con nota de Gradi (2016, pp. 1691ss.).

3 Véase, últimamente, Punzi, quien, superando la orientación jurisprudencial, según la cual era suficiente «que las partes fueran puestas en condición de ser oídas ex post (pero antes de la decisión) sobre las operaciones periciales y, pues, exclusivamente sobre los resultados de la consultoría» (Casación 923 del 29 de enero de 1992), considera que los artículos 191ss. del C.p.c. constituyen «un parámetro sobre el cual modelar el desarrollo dialógico de la consultoría técnica de oficio», también en el arbitraje no ritual, «a estar a la expresa previsión, en el artículo 808 ter C.p.c., de la violación del contradictorio cual específico motivo de impugnación» (Punzi, 2016, pp. 11ss.).

4 Véase la Casación 1070 del 02 de febrero de 1994: «Cuando las partes […] con la finalidad de prevenir cuestionamientos, convienen que una determinada circunstancia deba ser probada de una manera determinada, no está admitido el recurso a pruebas distintas —testimoniales o presuntivas— si no son equivalentes a la pactada».

 

Recibido: 02/02/2018
Aprobado: 17/04/2018

 

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