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Derecho PUCP

versión impresa ISSN 0251-3420

Derecho  no.81 Lima  2018

http://dx.doi.org/10.18800/derechopucp.201802.002 

SECCIÓN PRINCIPAL

 

Dogmática funcionalista y política criminal: una propuesta fundada en los derechos humanos

Functionalist Dogmatic and Criminal Policy: a Proposal Based on Human Rights

 

Laura Zúñiga Rodríguez*

Universidad de Salamanca

* Catedrática de Derecho Penal de la Universidad de Salamanca, España. Código ORCID: 0000-0002-8696-8025. Correo electrónico: lzr@usal.es.

 


RESUMEN

En este trabajo pretendo reflexionar sobre la incapacidad de las corrientes dogmáticas funcionalistas para contener el ius puniendi del Estado. Asimismo, señalaré cuáles son las razones del propio sistema penal que han conducido a dejar carta blanca al legislador, lo cual ha dado lugar a un punitivismo desbocado, y qué fundamentos se proponen para construir una respuesta penal más racional. Haciendo un repaso de la situación actual de la dogmática penal, de las cuestiones del método y el objeto de estudio de esta rama del conocimiento, se llega a la constatación de un relativismo impropio de un conocimiento que se pretende científico. La propuesta racional frente a este relativismo es una política criminal fundada en los derechos humanos.

Palabras clave: dogmática, política criminal, criminología, funcionalismo, derechos humanos, derecho penal.

 


ABSTRACT

In this paper I intend to reflect on the inability of functionalist dogmatic currents to contain the ius puniendi of the State. I will also point out what are the reasons of the penal system itself that have led to give the legislator a carte blanche, which has led to an unbridled punitiveness, and what fundamentals are proposed to build a more rational criminal response. By reviewing the current situation of criminal dogmatics, the questions of the method and the object of study of this branch of knowledge, we come to the conclusion of an improper relativism of a knowledge that is intended to be scientific. The rational proposal against this relativism is a criminal policy based on human rights.

Key words: dogmatics, criminal policy, criminology, functionalism, human rights, criminal law.

 


I. INTRODUCCIÓN

En los últimos años, la ciencia penal ha seguido un camino de normativización de las categorías conocidas como clásicas, presionada por la realidad social cambiante y por la llamada sociedad de riesgo. La flexibilidad de las categorías y de los principios que le dan sustento se ha percibido especialmente en la legislación del derecho penal económico. La tensión entre esos nuevos delitos y las categorías y principios diseñados como barreras irrenunciables desde la Escuela Clásica ha dado lugar a un debate que ha protagonizado buena parte de los años dos mil —prácticamente no acabado— respecto a la cuestión de hasta qué punto es posible normativizar (flexibilizar) los conceptos y los principios penales para hacer frente a nuevas realidades que amenazan la convivencia social. Pero no solo esta normativización de las categorías ha afectado a los «nuevos delitos», pues también los clásicos han sufrido una ampliación punitiva sin precedentes.

Para responder a esta problemática, es preciso previamente comprender cuáles son las características de esas herramientas conceptuales que posee el derecho penal para hacer frente a esa realidad social que demanda una mayor intervención penal. En suma, qué método o caminos han de seguirse para hacer frente a las modernas formas de criminalidad y si estas son objeto de nuestro estudio y análisis o si lo son de otras ramas del ordenamiento u otras formas de control social en las que deben implicarse en la sociedad. Para ello, nos adentraremos en las características de objeto y método en los momentos actuales, en sus discusiones más importantes.

II. LA CRISIS DEL FUNCIONALISMO: EL «ABRAZO MORTAL» ENTRE DERECHO PENAL Y POLÍTICA CRIMINAL

Empezaremos por desarrollar todos los cuestionamientos o dificultades conceptuales propios del pensamiento orientado a fines sociales, abierto a las consideraciones político-criminales inaugurado por Roxin.

Ciertamente, esta corriente de pensamiento ha dado lugar a un desarrollo del conocimiento del derecho penal sin precedentes. Seguido por buena parte de la doctrina española y latinoamericana, el derecho penal orientado por las consideraciones de la política criminal ofrecía buenas herramientas para comprender las finalidades sociales de una sociedad cambiante, en donde la pena ya no podía ser explicada como castigo divino o real (ni como mera retribución), sino como instrumento de control social enmarcado en el modelo del Estado social y democrático de Derecho. Dentro de este marco, la pena ha de cumplir finalidades sociales como la contención del delito. Ahora bien, el problema es que solo con respecto a esto último se ha llegado a un acuerdo. ¿Cuáles son esas finalidades sociales? ¿Qué prevención es válida, prevención general o prevención especial, prevención general negativa, prevención general positiva? ¿Qué sucede con las contradicciones entre ellas? Se ha abierto una cantidad de interrogantes resueltas de muy distinta manera por la comunidad científica.

El derecho penal abierto a las funciones sociales, orientado por las consideraciones político-criminales, se ha mostrado incapaz de contener el poder punitivo del Estado. Es más, se ha llegado al punto en que cualquier planteamiento de carácter político-criminal puede justificar las normas legales porque cumplen determinadas finalidades sociales; una especie de tautología: la tolerancia cero, el garantismo, las políticas de emergencia, las políticas de excepción, la orientación hacia prevención general positiva, la orientación hacia la prevención general negativa, la fundamentación en la resocialización, la utilización de la mediación, la ampliación de las consecuencias jurídico-penales como el decomiso, la introducción de nuevas penas como la prisión permanente revisable, la utilización del derecho penal para fines promocionales, la caída de los dogmas como la responsabilidad penal de las personas jurídicas, las demandas internacionales, el derecho comparado, la autorregulación con los programas de compliance, la Carta Magna del delincuente, la Carta Magna de la víctima, la perspectiva de género, el populismo punitivismo, el derecho penal del enemigo para los terroristas, el derecho penal del amigo para los poderosos, etcétera, etcétera.

Visto el panorama del derecho penal y de la política criminal actual, podemos decir que poseemos un argumentario «a la carta», donde prácticamente cada intérprete puede tomar la teoría y la orientación que sea más idónea para razonar la decisión que previamente ha adoptado. El llamado «círculo del conocimiento» o también el «círculo hermenéutico» se presenta así, en muchos casos, carente del rigor necesario para una respuesta cierta, igualitaria, previsible, propia de un conocimiento que se pretenda «científico». Si todo es válido, nada es válido.

El desarrollo del normativismo dogmático, con las teorías de la imputación en sentido general y la imputación objetiva con carácter particular, aunado a toda la discusión sobre los retos de la sociedad de riesgo han posibilitado y legitimado diversas opciones teóricas como el riesgo permitido e incluso el principio de precaución. Dichas opciones han dado lugar a adelantamientos en la intervención penal, con una clara vis expansiva difícil de contener. Efectivamente, la responsabilidad del delito no está más vinculada a la causa —como no podía ser de otra manera, de otro lado—, sino a los mecanismos consensuados de atribución de la responsabilidad penal de acuerdo con cálculos de probabilidad (previsibilidad objetiva, teoría de la probabilidad en el dolo eventual).

No es de extrañar que el profesor Donini (2011, pp. 17-19) se refiera al «abrazo mortal» entre la dogmática y la política criminal, valorando cómo la probabilidad virtuosa de esa síntesis anhelada entre dogmática y política criminal —propugnada por Roxin y seguida por el funcionalismo dominante en la doctrina que sigue la influencia alemana— se ha convertido en el avenir de un relativismo jurídico. En este relativismo cabe la tentación, para el legislador, de legitimar «a toda costa» la ley; para el juez, la sentencia; y para la academia, la posición doctrinaria. En efecto, una vez que la dogmática se ha orientado al fin, se ha abierto al pensamiento problema, se ha preocupado por las consecuencias, se ha orientado a finalidades sociales preventivas; las certezas resultan escasas para la delicada misión de determinar los límites de lo que debe ser considerado delito, a quiénes puede imponerse una pena y cuáles son las técnicas legítimas para aunar una y otra cuestión.

Creo que debemos ser conscientes de que ni el poco rendimiento de la teoría del bien jurídico, ni la teoría de la prevención general positiva, ni la normativización de las categorías son por sí solos elementos suficientes y necesarios que expliquen la relativización de las categorías y de los principios que observamos. Más bien es el propio método dogmático orientado al fin social, a las valoraciones político-criminales, a la política criminal, el que posee en su ADN el germen de esta relativización.

¿Qué valoraciones sociales son legítimas? ¿Qué orientaciones político-criminales son válidas? ¿Quiénes determinan esas valoraciones político-criminales? La centralidad de la política criminal —o el protagonismo que la propia dogmática le ha otorgado— conduce al pensamiento jurídico-penal a una apertura hacia una realidad social que cambia constantemente, a una ciudadanía que demanda más y más derecho penal ante la caída de sus propios referentes personales. Esta ciudadanía se guía por lo que la opinión pública determina como aquello que causa «alarma social»1. El pensamiento jurídico-penal queda expuesto al protagonismo de los medios de comunicación, al escrutinio público de las decisiones judiciales y, a la proliferación de actores determinantes sobre lo que debe o no debe ser delito, como colectivos concretos en demanda de reivindicaciones sociales.

Bajo todas estas incertidumbres, cabe plantearse las siguientes preguntas: ¿Qué espacio le queda a la dogmática? ¿Qué enseñar a los alumnos de las Facultades de Derecho como derecho penal? ¿Cuáles, de entre todas las posiciones político-criminales, son legítimas? ¿Cuál es el criterio de verdad que ha de regir al pensamiento jurídico-penal? Sin duda, existen consideraciones sociales, económicas y políticas que explican los cambios sociales que han alimentado este punitivismo de la sociedad, sobre los cuales no puedo entrar en detalle y, más bien, me remito a la monumental obra de Garland (2005). Pero, antes de intentar dar respuestas a esas preguntas, me adentraré en los fundamentos por los cuales el funcionalismo ha perdido su capacidad de limitar el poder punitivo del Estado.

III. ¿POR QUÉ EL FUNCIONALISMO HA PERDIDO SU CAPACIDAD CRÍTICA?

Un sistema jurídico que se precie de ser de carácter científico ha de distinguir lo que es válido de lo que no es válido, lo que es legítimo y lo que es ilegítimo. Un punto de partida mínimo para un saber ordenado y justo es asumir que no todo derecho vigente es derecho legítimo. Probablemente no sea tan fácil fundamentar criterios de verdad a partir de conceptos abstractos asumibles para todo tiempo y lugar como aspiraba la Escuela Clásica bajo el prisma de la Ilustración, pero ciertamente no sería posible asumir como justicia, como derecho, un conocimiento incapaz de establecer qué razonamiento es válido y qué razonamiento es inválido. Si el intérprete posee una serie de teorías a su disposición, todas supuestamente válidas, es preciso ir a la esencia de ese conocimiento y preguntarse cuáles son las certezas mínimas asumibles, qué está fallando para que este método de conocimiento no sea capaz de invalidar al menos algunas de ellas. Para ello creo que ha de partirse de estas dos premisas:

(1) En el núcleo de lo que denominamos derecho penal está presente una constante: la continua lucha del ser humano por ponerle barreras a las autoridades (señor feudal, monarquías, Iglesia, Estado) para que su expansiva capacidad de intromisión en las vidas de las personas sea lo más limitada posible, ocurra en casos de necesidad y con unas condiciones de fondo y forma regladas.

(2) Para que sea posible efectivamente la existencia de unas barreras infranqueables al derecho penal, es preciso que exista una capacidad crítica, es decir, la posibilidad de validar o no las soluciones penales con criterios lo más objetivos y racionales posibles, de manera que sean idóneos para contrastar la ley, la doctrina o la jurisprudencia. Se trata no solamente de una actitud por parte del intérprete o del sujeto de conocimiento, sino de la existencia de parámetros de validez consensuados del propio conocimiento, unas mínimas certezas.

Es preciso evocar que el nacimiento del derecho penal como conocimiento científico se sitúa en la tradición euro-continental con la publicación del libro de Beccaria, De los delitos y de las penas en 1764 (2016), momento en que se logra sistematizar una serie de principios limitadores al poder punitivo como barreras irrenunciables ante la barbarie del Antiguo Régimen. El principio de legalidad, el principio de proporcionalidad entre delito y pena, el principio de responsabilidad personal o de culpabilidad, la prohibición de penas inútiles, el principio de necesidad (solo el sufrimiento necesario), la prohibición de penas corporales, la prohibición de la tortura y la prohibición de la pena de muerte deben constituir barreras infranqueables para los gobernantes.

La llamada Escuela Clásica hizo eco de esta filosofía porque creía en la existencia de derechos naturales de las personas, más allá de toda autoridad en el poder (Ilustración). Este consenso dio lugar a que los principios ilustrados se introdujeran en los códigos penales, bajo el gran movimiento de codificación que se inició en el siglo XIX. Si los principios limitadores al ius puniendi están considerados en las leyes penales, solo queda interpretarlas y se produce el apogeo del positivismo. El juez es solo «la boca de la ley». A partir de ese momento, se le atribuye a la ley condiciones prácticamente ideales de coherencia, unidad, igualdad, inexistencia de lagunas. Seguidamente, se produce el triunfo del formalismo jurídico o tecnicismo jurídico, con la consideración de la ley como la encarnación de la justicia.

Sin duda, el aporte más importante del positivismo ha sido la irrenunciabilidad a la construcción sistemática, esto es, a la necesidad de un cierto orden lógico en la elaboración de las categorías jurídicas que componen el delito, orden lógico que sirve para determinar la validez del razonamiento y la legitimidad de la consecuencia jurídica, la imposición de una pena. La teoría jurídica del delito, edificio teórico sedimentado por sucesivas aportaciones principalmente de la doctrina alemana, sería la forma más acabada de ese razonamiento técnico del derecho penal, entendiendo que las categorías establecidas también plasmaban ese ideal de limitación del poder punitivo del Estado. La dogmática penal, como su método de conocimiento, se convertiría en uno de los razonamientos más refinados, fiables, certeros, racionales del ámbito del derecho del siglo XX, con una capacidad de atracción inigualable2. El dogmático solo podía interpretar la ley y aplicarla, por lo que la exégesis y la hermenéutica constituían la metodología por excelencia.

Ciertamente, el protagonismo del razonamiento dogmático dio lugar a un alejamiento de la realidad social del penalista dogmático y precisamente el funcionalismo —con la idea de fin como norte del sistema de conocimiento— posibilitó la apertura hacia esa realidad olvidada. No obstante, la idea de fin (fines sociales), la apertura hacia las consideraciones político-criminales, el predominio del pensamiento problema sobre el pensamiento sistema, y el prevencionismo han abierto una multiplicidad de opciones metodológicas en el panorama actual. De este modo, se muestran sus limitaciones para verificar cuál opción es verdadera, restringiendo la capacidad crítica del dogmático hacia la norma penal que puede ser justificada con múltiples teorías.

Empecemos por el funcionalismo radical de Jakobs que centra su sistema de imputación en la finalidad de prevención general positiva de la pena. Si la finalidad de la pena es restaurar la vigencia de la norma infringida con el delito, pocas opciones de cuestionarla le quedan al estudioso, porque tiene que dar por válida dicha norma y, más bien, el castigo se centraría en la propia desobediencia. Como advierte Montoro Ballesteros,

Al funcionalismo de Jakobs subyace, como único apoyo, según se ha indicado ya, un relativismo, un nihilismo axiológico, ético, en virtud del cual cualquier sistema social existente, por el simple hecho de su existencia, es válido y debe ser protegido mediante el derecho […]. [L]a concepción funcionalista de la sociedad y del derecho de Jakobs tienen como resultado la conversión del derecho en un mero instrumento técnico al servicio del «funcionalismo social». Lo importante aquí es que la sociedad (con independencia del tipo de sociedad de que se trate) —ya sea autocrática o democrática— funcione y tenga medios de autoconservación y defensa (2007, pp. 373-374).

El pensamiento jakobsiano deja poco espacio para la duda, para el cuestionamiento y, más bien, reafirma las relaciones sociales que subyacen a la norma. Esta argumentación ha sido cuestionada por incurrir en la falacia normativista: lo que debe ser, es.

De otro lado, el pensamiento roxiniano —con su planteamiento de orientar las categorías del delito hacia finalidades sociales, político-criminales— deja abierta las posibilidades valorativas, sin poder definir con cierta claridad cuáles son válidas y cuáles no. La orientación hacia finalidades constitucionales, considerando que en la Carta Magna se encuentra el proyecto de sociedad consensuado por todos los ciudadanos, es el planteamiento más acabado para otorgar cierta racionalidad a dichas valoraciones, sin duda. Pero hay que reconocer que la textura abierta de la normativa constitucional ha posibilitado diversas interpretaciones consideradas legítimas en supuestos difíciles, llevando en muchos casos la discusión al Tribunal Constitucional, el que ha tenido que dilucidar en último término. Como advierte Donini «la idea de fin no ha sido capaz de limitar verdaderamente el poder punitivo del Estado» (2011, p. 165). Más bien, «las concesiones teleológicas, funcionalistas de la intervención penal se abren a todas las finalidades legitimantes perseguidas por el legislador» (p. 162)3. La realidad legislativa expansiva de los últimos años corrobora estas aseveraciones.

Las posibilidades de racionalizar la política criminal tampoco han dado demasiados frutos. Pese a los innumerables esfuerzos doctrinarios por explicar fundamentos racionales que doten de guías valorativas válidas a la política criminal (véase Zúñiga Rodríguez, 2001; también Sánchez-Ostiz, 2012; y Blanco Lozano, 2007; sobre la importancia de la política criminal y sus fundamentos, me detendré más adelante), lo cierto es que la política criminal es, al fin y al cabo, política y, por tanto, expresión de un programa político concreto de unos gobernantes con unas determinadas orientaciones y proyectos de sociedad, siendo sus límites el texto constitucional y sus cimientos, el Estado de Derecho (el imperio de la ley) y los derechos fundamentales. El populismo punitivo que se ha instaurado en las legislaciones penales occidentales no ha podido ser contenido por criterios capaces de legitimar o deslegitimar las opciones legislativas. No obstante, ante esta constatación ciertamente pesimista de la dogmática funcionalista orientada a fines sociales, es preciso oponer otra visión positiva de la misma, para hacer una valoración realmente equilibrada que le rinda justicia.

IV. RINDIENDO JUSTICIA: EL MODELO INTEGRAL DE CIENCIA PENAL

Sin desconocer las dificultades antes dichas para establecer límites al poder punitivo del Estado, el funcionalismo moderado que ha instaurado el pensamiento de Claus Roxin desde los años setenta constituye la opción metodológica propia de la era actual, donde solo puede justificarse la intervención penal con finalidades sociales. Ni el causalismo naturalista, ni el ontologicismo de Welzel podrían reconocerse como formas de conocimiento válidas en la era actual. La sociedad compleja, posmoderna ha ido superando dichos paradigmas conceptuales considerados parciales por no comprender la dimensión compleja de los objetos de estudio, necesaria para aprehender la realidad contemporánea. El pensamiento de lo complejo requiere de herramientas complejas: la comprensión del todo y las partes, la unión y la descomposición de los objetos de estudio, la comprensión de los objetos como problema y los métodos como sistema de pensamiento, la interdisciplinariedad, poner el objeto en su contexto, aunar conocimientos de las ciencias humanas y de las ciencias naturales (Morin, 1999, pp. 26-29, 48).

Esto es, lo mejor del pensamiento dogmático orientado al fin es el reconocimiento ineludible de la realidad social a la cual se debe la norma penal. La llamada «vuelta a von Liszt» de la propuesta de Roxin es una obligada mirada al fenómeno criminal que está detrás de la norma penal y la finalidad de contenerlo. Ni el delito, ni la pena son cuestiones metafísicas u ontológicas, sino simplemente instrumentos de control social, siendo precisamente de los más contundentes. Situar el derecho penal en la teoría del conocimiento moderna significa comprender la cuestión criminal como un problema, es decir, ampliar el objeto de estudio y, a la vez, complejizar el método de estudio. Tal y como lo previó von Liszt, se requiere la intervención de la criminología, la política criminal y el derecho penal —al menos—, una ciencia penal integral con el fin de conocer la realidad (el ser) del fenómeno criminal y plantear la propuesta de intervención penal (el deber ser) y de otros mecanismos de control social. La gesamte Strafrechtswissenchaft es el único camino metodológico viable para comprender el fenómeno criminal en toda su complejidad. Ello significa que las disciplinas que la componen son partes de un todo y que no es posible comprender el fenómeno criminal sin entender la relación del todo con las partes y la de las partes dentro del todo (Morin, 1999, p. 100)4.

Como anteriormente se ha apuntado, el pensamiento metodológico roxiniano comprende el descubrimiento más importante del neokantismo: la distinción entre ciencias naturales y ciencias del espíritu, así como la distinción entre hechos y valoraciones de los hechos. El derecho penal, como ciencia del espíritu cuyos hechos están impregnados de valor, ha de trabajar con conocimientos empíricos y conocimientos normativos. Los conocimientos empíricos son los datos del ser de la realidad criminal, los estudios científicos sobre causas, efectos, circunstancias, contextos, tipología de autores, perfiles criminales, perfiles de las víctimas, es decir, todos los conocimientos que componen hoy la criminología. Por otro lado, están los conocimientos normativos, esto es, planteamientos de propuestas dirigidas hacia una finalidad de contención de los fenómenos criminales que corresponde realizar a la política criminal y, en los casos más graves, al derecho penal con la criminalización de determinadas conductas y sus correspondientes penas. Las tres disciplinas han de trabajar conjuntamente para comprender el fenómeno criminal como problema social. La comprensión del fenómeno criminal como problema social permite unir las partes con el todo, porque las disciplinas desunen, clasifican, parcializan, en cambio el problema convoca, une y reúne. Si, además, se considera como social, esto es, que convoca a toda la sociedad y no es un problema individual, el compromiso de las disciplinas y de la sociedad es utilizar todas las herramientas posibles, no solo el instrumento penal, para hacer frente a determinado fenómeno criminal. El campo de estudio se ensancha, se complejiza, y los métodos para conocerlo y los medios para hacerle frente también.

La criminalidad se constituye como un problema complejo: político y social. Es un problema político porque el derecho penal, al criminalizar una conducta, adopta una decisión política de designar un comportamiento como delito (en base a un desvalor de la conducta y un valor positivo del bien jurídico en cuestión) y de establecer quiénes responden con una pena por ello. Es un problema social porque la criminalidad es una cuestión que afecta a toda la sociedad, al autor, a sus familiares, a los operadores sociales, a las víctimas reales, a las víctimas potenciales, a la comunidad, etcétera, y, por tanto, que interesa resolver a toda la sociedad.

Por eso, modernamente se entiende el fenómeno criminal como un problema complejo, social y político, así como interdisciplinar. La interdisciplinariedad es una nota distintiva de la comprensión del fenómeno criminal de hoy. Entonces, no solo están en juego los conocimientos de la criminología, del derecho penal y de la política criminal, sino por intermedio de la primera, sobre todo, y también por los diversos aportes que van surgiendo de las nuevas corrientes de las otras disciplinas, ingresan una serie de conocimientos de las ciencias sociales que tienen algo que decir acerca del fenómeno criminal. Pero ese cúmulo de conocimientos necesita ser organizado, estructurado, coordinado. Nuevamente las disputas entre las ciencias pueden provenir de cuál es la disciplina que puede y debe llevar la coordinación de los conocimientos para tal fin5.

Dentro de este contexto, la política criminal se erige como la teoría de las estrategias para prevenir la criminalidad. Partiendo de los datos fácticos del fenómeno criminal que le da la criminología, los valora de acuerdo con los principios generales constitucionalmente establecidos (derivados de derechos fundamentales), planteando un elenco de respuestas para prevenir dicho fenómeno, entre los cuales está la sanción penal. Pero recordemos que en la configuración de qué entendemos por fenómeno criminal necesariamente tendrá que intervenir el derecho penal, pues este conocimiento es el encargado de establecer qué comportamientos resultan insoportablemente dañosos para la sociedad y, por tanto, merecedores de sanción penal, y a quiénes se imputa responsabilidad penal (véase más ampliamente Zúñiga Rodríguez, 2001, pp. 161ss.).

Pero la gran dificultad cognoscitiva del pensamiento de von Liszt y de Roxin es el no haber explicado cómo se pasa del ser al deber ser, cómo se conectan los conocimientos empíricos y los conocimientos normativos. En el planteamiento de von Liszt, «el puente» es la política criminal, e indudablemente le cabe a esta disciplina, como eminentemente valorativa, tamizar los datos de la criminología para realizar estrategias de intervención, siendo una de ellas el derecho penal. Se trata de la misma dificultad que se encuentra en la política criminal, siempre con el riesgo de caer en la falacia naturalista: lo que es debe ser, o en la falacia normativista: lo que debe ser es. Ni los sociólogos son capaces de ordenar la sociedad, es decir, establecer hacia dónde debe ir el cuerpo social, ni los juristas son capaces de establecer hacia dónde debe ir la sociedad sin tener una radiografía de dicha realidad. En suma, ni la política es derecho, ni el derecho es política, pero aún no existe un verdadero intercambio de conocimientos en una misma dirección. Esto es así seguramente porque los diversos planteamientos encontrados en la doctrina o en su proceso de argumentación otorgan a veces un peso mayor a argumentos empíricos, otras veces a planteamientos normativos. De manera que sigue sin resolverse un tema sustancial: ¿cuáles son los elementos valorativos válidos para legitimar tal o cual intervención penal? Indudablemente los desacuerdos al respecto son los que denotan las múltiples posturas político-criminales del panorama actual y, por consiguiente, el relativismo cognoscitivo en que nos encontramos. Pero antes de abordar esa cuestión, conviene reflexionar sobre la posibilidad de aspirar a esos elementos valorativos que sirvan de referentes a la determinación de la intervención penal.

V. ¿ES POSIBLE ASPIRAR A CRITERIOS VALORATIVOS CIERTOS?

Finalmente ha de reconocerse que vivimos en un momento histórico de relativismo cultural. La caída de los grandes relatos, la secularización de las sociedades occidentales, el individualismo, el consumismo, el egoísmo han llevado a las personas a un cierto nihilismo cognoscitivo. La sociedad de riesgo y la incertidumbre existencial, propia del conocimiento también, conllevan pérdidas de referentes absolutos como los que se preconizaban en la Ilustración. Especialmente importante ha sido la revelación del siglo XX: nuestro futuro no está teledirigido por el progreso histórico (Morin, 1999, p. 64). No existen leyes escritas sobre hacia dónde va la sociedad. Si el derecho es un proyecto de sociedad, el ordenamiento jurídico refleja la incertidumbre de esa sociedad, nada más ni nada menos.

El predominio de la técnica, de los procesos comunicativos entre saberes, los adelantos científicos en materia de la información han aumentado esa falta de capacidad de dominio del ser humano frente a su propia obra a niveles extraordinarios. Ya no es posible que el investigador o el creador pueda calcular todas las consecuencias que se derivan de su obra. La legitimidad del saber ya no puede producirse por lo conocido, sino por lo desconocido. Estamos frente a la epistemología del riesgo (Flórez Miguel, 1994, p. 77)6. La incertidumbre de lo desconocido se nutre, fundamentalmente, de las extraordinarias posibilidades de procesos causales que se desencadenen con la unión de la energía humana y la energía tecnológica. Tres cuestiones sociales se presentan como interrogantes en esas circunstancias: ¿es posible la previsión de los resultados?, ¿qué responsabilidad tiene el actuar humano en la previsión de los resultados?, ¿cuál es la responsabilidad social ante la posibilidad del continuo aumento de riesgos para la sociedad? Los actores sociales complejos, como las empresas, son capaces de protagonizar grandes riesgos para el medio ambiente, para la vida social en la economía, dando lugar a dificultades para la determinación de la responsabilidad. Es por ello que la determinación de la responsabilidad ya no es un proceso causal, sino normativo, en el que intervienen elementos del ser y del deber ser, empíricos y normativos, en el que ninguno de ellos por sí solo puede establecer criterios de verdad.

Lamentablemente, la caída del positivismo jurídico trajo consigo la caída de sus certezas, especialmente la del tecnicismo jurídico, en el que la ley poseía todas las verdades absolutas. Como la que establecía la Escuela de la Exégesis francesa: «Los códigos no dejan nada al arbitrio del intérprete. Este ya no tiene por misión hacer el derecho. El derecho está hecho. No existe incertidumbre pues el derecho está escrito en textos auténticos» (Fernández, 2017, p. 2). Hoy en día, en cambio, con respecto a los conocimientos empíricos —por la multiplicidad de teorías científicas que existen para explicarlos— y a los conocimientos normativos —por la falta de acuerdo sobre los elementos valorativos legítimos que subyacen a los mismos— son mayores las incertidumbres que las certezas. Y, además, las incertidumbres se producen por la falta de comunicación entre ambos saberes o al menos por sus dificultades.

Lo primero que conviene aclarar es que no existen divisiones totales entre conocimientos normativos y conocimientos empíricos. Como apunta Morin, el gran fracaso de la teoría del conocimiento ha sido el divorcio entre las ciencias naturales y las ciencias humanas, «especialmente en lo que concierne al ser humano, víctima de la gran desunión entre naturaleza/cultura, animalidad/humanidad, que sigue despedazado entre su naturaleza de ser vivo estudiado en la biología y su naturaleza física y social estudiada en las ciencias humanas» (1999, p. 32). Unas sin las otras son incapaces de comprender los conocimientos que se ocupan del hombre en sociedad, pues es tan importante el aporte de las ciencias naturales como el de las ciencias humanas. De hecho, las nuevas disciplinas, como la ecología, son transversales, tienen en cuenta ambos tipos de conocimientos. El derecho penal, al ocuparse del ser humano como ser social y ser biológico, en su relación social, necesariamente tiene que tener en cuenta ambas clases de ciencias. Y lo que los últimos estudios sobre epistemología indican es que como sujetos culturales somos a la vez sujetos biológicos, construidos socialmente por las instituciones culturales que nosotros mismos hemos creado, condicionando a la vez nuestra biología, en un continuo condicionamiento mutuo (Morin, 1999, p. 131)7. Por tanto, incluso en las ciencias naturales se encuentran componentes sociales, valorativos, según las culturas, las sociedades.

El debate entre derecho penal y neurociencias es una buena muestra de toda esta problemática. Desde la lucha de escuelas de finales del siglo XIX entre determinismo y libre albedrío, no había tenido lugar una discusión tan profunda sobre estos temas hasta estos momentos en que los avances en materia de neurociencias parecen afectar la línea de flotación de la responsabilidad penal, cuestionando el libre albedrío con «bases científicas». Por supuesto que trasladar los resultados de manera mecánica de las neurociencias al derecho penal constituiría una barbaridad, pues sería equivalente a dejar a los científicos la decisión de la responsabilidad penal. Pero desconocer que estas ciencias nos aportan conocimientos novedosos para entender mejor el comportamiento humano también sería otra necedad. ¿Por qué necesariamente tiene que haber un diálogo entre ambos tipos de conocimientos? Porque son complementarios, no excluyentes, y constituyen las partes de un todo que es el problema de la responsabilidad penal. Además, como apunta Demetrio Crespo,

sea cual fuere el alcance en el que se pueda llegar a considerar aplicable un «tratamiento neurológico» en el futuro, con finalidad preventiva o terapéutica, este debe ser en todo caso «legítimo», y el análisis de legitimidad será uno externo de carácter valorativo-constitucional que protege en primer lugar la dignidad humana. La imposición del castigo, adopte este la modalidad que adopte, en el Estado de Derecho es uno limitado externamente en virtud de ciertos parámetros axiológicos o principios fundamentales. Esto no puede ser trastocado por ningún avance científico (2017, p. 199).

Por consiguiente, ya sea porque el penalista ha de dialogar con las ciencias empíricas —necesariamente teniendo en cuenta componentes valorativos como los fines de la pena— o porque las propias ciencias naturales no son totalmente asépticas, lo cierto es que necesariamente ha de aspirarse a consensuar componentes valorativos legítimos para fundamentar criterios que nos permitan al menos falsear algunos razonamientos jurídico-penales.

VI. ¿CUÁLES SON LOS ELEMENTOS VALORATIVOS VÁLIDOS PARA LEGITIMAR LA INTERVENCIÓN PENAL?

Hemos caracterizado la etapa actual como una de relativismo cultural porque la sociedad ya no posee referentes absolutos que guíen el devenir de los pueblos. Ni la religión ni la ética poseen la fuerza hoy en día para guiar el comportamiento de los ciudadanos. El pluralismo social y cultural del devenir del ser humano en una sociedad globalizada permite percibir que, en muchos casos, los valores clásicos de Occidente son eurocéntricos y no necesariamente asumibles por otros pueblos. La pluralidad y diversidad de los derechos, incluso dentro de un mismo espacio geopolítico como puede ser la Unión Europea, nos muestran la complejidad valorativa desde el cosmopolitismo. No es de extrañar que la relación con «el otro» en el mundo globalizado no sea siempre de confraternidad, sino de confrontación: delitos de odio, delitos culturalmente motivados, conflictos entre derechos, conflictos entre deberes, diversidad regulativa, terrorismo islamista, etcétera. Todo ello muestra la diversidad cultural y, por tanto, la diversidad valorativa.

Por otro lado, el individualismo y el egocentrismo imperante permiten pensar que cada sistema de valores personal es válido y oponible al del «otro», con la consiguiente confrontación posible. El yo en su máxima expresión le da validez para pensar que su sistema de valores es respetable porque pertenece a su libertad. El orden ético de cada uno parece, así, válido.

La secularización del Estado y del derecho penal, que en principio ha distinguido las normas éticas de las normas jurídico-penales, nos permite atisbar que para muchas personas el único límite en su actuación lo constituye la ley penal. Esto produce una carga inusitada en el componente comunicativo del derecho penal, pero, además, permite observar que los valores éticos de antaño que constituían frenos a las conductas indeseadas en una sociedad son débiles y, por tanto, franqueables. Ahora bien, no pueden coincidir órdenes éticos con órdenes penales. Como recuerda el profesor Berdugo, «las relaciones en la práctica entre ética y derecho penal es la de los círculos secantes, con una zona de coincidencia y otros ámbitos de independencia» (2012, p. 232). Como el mismo autor recuerda, la ética, al igual que el derecho, tiene como objeto los comportamientos del ser humano, lo que lleva a que las expectativas de actuación de una y otro puedan ser coincidentes. En un Estado laico, en el que el pluralismo ideológico es un principio del ordenamiento jurídico, según manda la Constitución, no se puede justificar la relevancia penal de una conducta por su carácter ético inválido, porque coexisten varios órdenes éticos.

No obstante, ¿cuál es el límite en esta pluralidad cultural? Tanto en el orden personal y social como en el derecho penal deben existir marcos axiológicos infranqueables que pretendan ser referentes ineludibles para determinar qué conductas son inadmisibles y a quiénes podemos hacer responsables por ello. Teniendo en cuenta, claro está, que al orden penal le corresponde la última barrera de contención, puesto que la respuesta social es la más grave y ha de posibilitar la coexistencia de diversos órdenes éticos personales (diversidad). Si no los hubiera, como decíamos anteriormente, si todo es válido, nada es válido. Un conocimiento que pretende ser científico ha de ser capaz de validar sus propuestas, al menos de falsearlas, por lo que necesariamente ha de tener unos referentes que le permitan asumir tal tarea crítica.

Sin duda, los únicos valores referenciales que pueden servir de guía para un proyecto de sociedad y como marco valorativo legítimo son los que encontramos en la Constitución. La Constitución contiene «el conjunto de postulados jurídicos y político-criminales que constituye el marco normativo en el cual el legislador penal puede actuar, y en el que el juez puede inspirarse para interpretar las leyes que en cada caso corresponda aplicar» (Berdugo, Pérez Cepeda & Zúñiga Rodríguez, 2015b, p. 76). La orientación del derecho penal a la Constitución, el Funcionalismo constitucional, es una corriente de pensamiento seguida por muchas escuelas penales españolas, italianas y latinoamericanas.

El fin de orientación del derecho penal hacia valores, preconizado por Roxin, ha sido leído por muchos autores como una orientación a los valores legitimantes que yacen en la Constitución. Esta corriente de pensamiento iniciada por Bricola y la Escuela de Bolonia ha tenido eco por varias razones. Primero, en la Constitución se encuentra el proyecto de sociedad consensuado por todos los ciudadanos, una especie de contrato social que es el modelo de sociedad indiscutible. Segundo, en la Constitución se encuentran los principios y derechos fundamentales que guían a los gobernantes en su actuación, así como a todos los intérpretes, por tanto, los derechos constitucionales constituyen barreras infranqueables al poder punitivo del Estado. Tercero, los derechos fundamentales que están en la Constitución son los derechos humanos positivizados en el derecho nacional, por tanto, de esta manera ingresa en el cuadro de valores nacional todo el sistema internacional de derechos humanos. Cuarto, de acuerdo con la jerarquía normativa, la Constitución está en la cúspide de todo el ordenamiento jurídico; esto explica que tanto la legislación ordinaria como la interpretación de la misma deban ser acordes con la Carta Magna.

Ahora bien, cierto es que, en la praxis, la orientación del derecho penal a los valores constitucionales tampoco ha sido capaz de contener el poder punitivo del Estado. La textura abierta del marco constitucional, los derechos dúctiles capaces de comprender situaciones nuevas que se han ido presentando a lo largo de los años, la necesidad de convivencia con el pluralismo ideológico han planteado problemas de interpretación, sobre todo ante conflictos de derechos, conflictos de deberes y conflictos de derechos y deberes8. Los tribunales constitucionales han tenido que resolver estos conflictos que aparecen con la nueva sociedad, especialmente vinculados a las nuevas tecnologías: internet y el espacio desregulado, reproducción asistida, maternidad subrogada, los límites a la experimentación humana y de animales, etcétera, etcétera.

Ciertamente las resoluciones de los tribunales constitucionales son también «interpretación de la Constitución», esto es, una lectura del texto constitucional con componentes valorativos éticos y políticos determinados. Como advierte Paredes Castañón, «parece imposible —salvo casos excepcionales, numéricamente insignificantes— intentar eludir los problemas de justificación moral de las prohibiciones jurídicas recurriendo a los contenidos de la Constitución» (2013, p. 112). Es decir, aun admitiendo la orientación constitucional como guía de la determinación de las conductas punibles, es preciso consensuar principios, derechos, valores, mínimos irrenunciables.

En suma, creemos que los valores que pueden servir de paradigma para validar o invalidar una norma penal, una decisión judicial o una interpretación concreta están obviamente en la Constitución. Pero ello no es suficiente para resolver esta cuestión. Es preciso ir a las esencias, al contenido sustancial de la Constitución para reafirmar una renovada apuesta por esos principios.

VII. UNA RENOVADA APUESTA POR LOS DERECHOS HUMANOS

En busca de esos valores o principios que puedan servir de guía al legislador, al juez y a cualquier operador jurídico, creo que no queda otra opción que aferrarse a derechos consensuados por todos los Estados, como autolimitadores del poder político, tal como sucedió después de la Segunda Guerra Mundial.

La imposición de una pena que es una limitación sustancial a los derechos fundamentales debe estar justificada solo para salvaguardar bienes sociales de relevancia constitucional, en un Estado social de Derecho. La capacidad expansiva del poder punitivo del Estado, especialmente de las corrientes prevencionistas, nos obliga a pensar en principios irrenunciables9. Como sostiene Bobbio (1981, pp. 10-11), la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, aprobada por el Asamblea General de las Naciones Unidas, constituye la prueba más acabada del consenso general acerca de su validez y tal vez constituya el mayor testimonio histórico que nunca haya existido, sobre un determinado sistema de valores generalmente compartido.

La contención del poder punitivo del Estado no es más que la contención del poder político, siempre tentado de la utilización de la pena para el mantenimiento de un determinado orden social. Como recuerda De Sousa Santos: «Las violaciones más serias de los derechos humanos, relacionadas con las desigualdades crecientes en el sistema mundo y también con las actividades de las empresas transnacionales, tienen hoy en día una clara dimensión transnacional […]. Los Estados-nación seguirán siendo, en el futuro predecible, un foco importante de las luchas por los derechos humanos, por su calidad dual de violadores y de promotores y garantes de esos derechos» (2009, p. 432).

En efecto, hoy pareciera que los propios Estados-nación se encuentran amenazados por riesgos que exceden sus límites, como los riesgos medioambientales, ataques cibernéticos, espionaje, etcétera, por lo que incluso ellos mismos requieren de herramientas transnacionales para controlarlos. Las sucesivas pérdidas de soberanía de los Estados-nación por parte de uniones geopolíticas —como la Unión Europea—, de instituciones internacionales que determinan las políticas públicas —como el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial— y de los poderes fácticos de las grandes empresas transnacionales dan lugar a que la fuerza coercitiva de los Estados se vea mermada muchas veces desde fuera del territorio nacional. Las organizaciones criminales transnacionales y el terrorismo internacional son otros riesgos más a los que los Estados-nación deben hacer frente. Por eso es necesario ver los problemas epistemológicos como problemas globales, con soluciones pensadas globalmente. Es decir, de poco valen planteamientos valorativos nacionales si no pueden oponerse a amenazas trasnacionales y, viceversa, los planteamientos valorativos transnacionales han de ser asumidos localmente. Los únicos valores transnacionales que contemplan lo más acabado de la cultura occidental y que han sido foco de influencia en diversas partes del mundo son los derechos humanos. Se trata de un «lenguaje común» de principios exportables y exportados para limitar las arbitrariedades y extralimitaciones de los poderes del Estado.

Los derechos humanos constituyen la síntesis histórica de los ideales del iusnaturalismo que han sido trasladados a las Constituciones nacionales, convirtiéndolos en derecho positivo y, por consiguiente, se trata de principios autolimitadores de los gobernantes y de cualquier autoridad. Incluso, frente al relativismo cultural, es posible oponer los derechos humanos como barreras infranqueables10. Ciertamente también se puede afirmar que su reconocimiento en las Constituciones como derechos fundamentales no ha impedido que los Estados los vulneren, como también lo han hecho grupos organizados, personas naturales y personas jurídicas. Pero también es cierto que especialmente los tribunales internacionales de derechos humanos han cumplido una labor importantísima en su defensa y reconocimiento, especialmente la Corte Interamericana de Derechos Humanos y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. En no pocas ocasiones han sancionado a los Estados por no cumplir su labor de velar por la defensa de los derechos humanos, domesticando los excesos políticos de los gobernantes o arbitrariedades de los jueces nacionales. Todo ello ha sido posible en virtud de los derechos humanos.

El Informe de Naciones Unidas elaborado por Kofi Annan en 2005 pone en evidencia las relaciones recíprocas entre amenazas a la seguridad y a las libertades con desarrollo humano y derechos humanos. Se trata del informe de seguimiento de los acuerdos de la Cumbre del Milenio, Un concepto más amplio de la libertad: desarrollo, seguridad y derechos humanos para todos. Este informe señala lo siguiente en el punto 78:

Entre las amenazas a la paz y la seguridad en el siglo XXI se cuentan no solo la guerra y los conflictos internacionales, sino los disturbios civiles, la delincuencia organizada, el terrorismo y las armas de destrucción en masa. También se cuentan la pobreza, las enfermedades infecciosas mortales y la degradación del medio ambiente, puesto que también pueden tener consecuencias catastróficas. Todas estas amenazas pueden ser causa de muerte o reducir gravemente las posibilidades de vida. Todas ellas pueden socavar a los Estados como unidades básicas del sistema internacional (2005, p. 27).

El informe indica, además, lo siguiente en el punto 16: «Si bien no puede decirse que la pobreza y la negación de los derechos humanos sean la "causa" de las guerras civiles, el terrorismo y la delincuencia organizada, todos ellos incrementan considerablemente el peligro de la inestabilidad y la violencia» (2005, p. 6). De ahí que desarrollo humano y seguridad vayan de la mano, seguridad como respeto a los derechos humanos. La violencia e inestabilidad política que generan la criminalidad organizada, las guerras y el terrorismo, producen mayor vulnerabilidad de los grupos indefensos y esta vulnerabilidad favorece estos fenómenos criminales en un círculo vicioso solo quebrantable con la promoción de los derechos humanos y el imperio de la ley. Igualmente, la corrupción ha sido objeto de atención por los organismos internacionales como fenómeno que vulnera la estabilidad política y los derechos humanos.

Desde la praxis política también puede observarse la relevancia de los derechos humanos para comprender incluso valores como libertad y seguridad, que en las mentes neoliberales son conceptos contrapuestos, pero que en un círculo virtuoso de promoción y respeto de los derechos humanos pueden ser términos conciliables y enriquecedores uno de otro. En un complejo de problemas globales, el respeto a los derechos humanos es un vértice clave de la resolución de los mismos.

Creo verdaderamente en la renovada y necesaria apuesta por los derechos humanos, pues es observable empíricamente la atención de los estudiosos por situar estos valores como centro del objeto o del método de estudio para diversos temas penales. Sea para el ámbito del derecho penal económico (Demetrio Crespo & Nieto Martín, 2018), respecto a la vulneración de los derechos humanos por parte de empresas (Zúñiga Rodríguez, 2018), las afecciones medioambientales (de Vicente, 2018), o las violaciones de derechos humanos cometidas por dictaduras (Messuti, 2013; Berdugo, 2017), la justicia universal (Pérez Cepeda, 2012), lo cierto es que existe un renovado interés por los derechos humanos por parte de la doctrina.

Pues cuando la ciencia penal está orientada a valores, se requieren unos valores universales que posean el mayor consenso posible y oponible a los poderes que intentan socavar los cimientos de nuestra civilización. Sin duda, el imperio de la ley y los derechos humanos constituyen la base de la democracia y del humanismo occidental, como uno de los mejores modelos sociales que concentra las luchas emancipadoras del ser humano para ganar libertades frente a los poderes arbitrarios. En una sociedad que ha relativizado los valores, es preciso admitir algunas certezas, como no puede ser más que asistir a la reafirmación de unos valores-límite irrenunciables como los derechos humanos, oponibles tanto a los gobernantes, las empresas, las personas, las ONG, los propios organismos internacionales, los grupos armados, pero también a los propios Estados.

Como advierte De Sousa Santos (2009, p. 433), el Estado es demasiado pequeño para controlar el flujo de fuerzas en el mundo globalizado o para crear regímenes adecuados para manejar problemas a escala global, por lo cual es indispensable fortalecer las actividades transnacionales de promoción y protección de los derechos humanos. Los ideales abstractos de justicia se han convertido, en la complejidad del mundo globalizado, en diversas luchas por los derechos humanos. Ciertamente su contenido, sus conflictos, sus jerarquías, sus contraposiciones a otros derechos humanos no son cuestiones pacíficas. Las diferencias de intereses entre norte y sur, de marcos de referencia, la diversidad cultural y étnica, los derechos de las minorías, los derechos a la autodeterminación, etcétera, son cuestiones que ponen en tensión los derechos humanos. Siempre el Estado con la tentación de resolver, real o simbólicamente, los problemas sociales con la utilización del castigo penal.

Ahora bien, el concepto de derechos humanos es muy amplio y objeto de muchos matices, por lo que resulta más conveniente concretizar cuáles serían los derechos fundamentales (derechos humanos positivizados) que han de constituir el núcleo esencial de legitimación de la ley penal. Es decir, señalar los derechos fundamentales que se encuentran en el contenido esencial de los principios irrenunciables.

VII.1. Los principios irrenunciables: legalidad sustancial y proporcionalidad

Se puede sostener, entonces, conforme admite la mayoría de la doctrina, que la apertura de la dogmática penal a la política criminal se ha hecho en términos constitucionales. La fuerza argumentativa de las valoraciones político criminales que rigen la intervención del Estado en materia de prevención de la criminalidad precisamente se funda en que se trata de los propios principios que dan fundamento al Estado social y democrático de Derecho. Así, se toma conciencia de su carácter normativo desde el punto de vista axiológico e imperativo en tanto mandato al legislador y al intérprete, por la misma fuerza de la norma fundamental, pero también de su carácter político, en tanto son los límites que rigen la intervención legítima de los propios gobiernos.

Los principios constitucionales, así concebidos, operan, de un lado, como pilares sobre los cuales se apoya la construcción dogmática-penal y, de otro, como límites garantísticos de selección en la estrategia de la lucha contra la criminalidad (Bricola, 1988, p. 234). Se trata de principios guías, idóneos para establecer programas político-criminales enmarcados en el respeto de los derechos fundamentales.

Esta postura de referencia de los principios que rigen la intervención punitiva del Estado de acuerdo con la Constitución prácticamente es asumida por todos los penalistas que adoptan posturas funcionalistas, pues parten del valor de los principios constitucionales para funcionalizar el derecho penal. La discusión se suele centrar en la mayor o menor amplitud de esta dependencia11, en la jerarquía de los principios y en cuáles concretamente están plasmados en la Constitución, pues, como es obvio, las referencias no siempre son expresas.

Con razón sostiene Ferrajoli que «[e]l constitucionalismo supone una segunda revolución en la naturaleza del derecho. Si la primera revolución se expresó en la afirmación de la omnipotencia del legislador, es decir, el principio de mera legalidad o de legalidad formal, esta segunda revolución se caracteriza por la afirmación del principio de estricta legalidad o legalidad sustancial, impuestos por los principios y derechos fundamentales contenidos en las constituciones» (1999, p. 66).

VII.1.1. Principio de legalidad sustancial

De otro lado, el carácter imperativo de los derechos fundamentales como valores superiores del Estado constitucionalmente admitidos se expresa en reconocer su normatividad jurídica y calidad prescriptiva ética como contexto fundamentador básico de interpretación de todo el ordenamiento jurídico, postulados-guías orientadores de una hermenéutica evolutiva de la Constitución, y criterio de legitimidad de las diversas manifestaciones de legalidad. Los valores superiores consagrados en la Constitución así entendidos, determinan la esfera de actuación del legislador ordinario y los términos en los que se puede mover el intérprete (jurisprudencia o doctrina). Cualquier intento de interpretación y de construcción jurídica, así como la actuación política, habrá de moverse dentro de los confines de ese modelo de Estado constitucionalmente presidido por los derechos fundamentales.

La interpretación conforme a la Constitución es un imperativo legal y ético, dando pautas materiales al legislador para actuar legítimamente, promulgando normas con validez material, esto es, con el respeto de la legalidad material de consideración de los derechos fundamentales. Aquí entra en juego el principio de legalidad como uno de los principios generales del Estado de Derecho, en cuanto sometimiento de los poderes públicos a la ley y al derecho, pero no en su consideración formal de sometimiento a un sistema de promulgación reglado, sino en su carácter sustancial de respeto a los principios y derechos fundamentales contenidos en la Constitución. En efecto, el complejo sistema de fuentes actual, nacional e internacional, autonómico, regional, etcétera, y la superación del paradigma positivista de la validez del derecho en función de su existencia respetuosa de las formalidades jurídicas hacen que el principio de legalidad deba entenderse materialmente como derecho sobre el derecho, en forma de límites y vínculos jurídicos a la producción científica (Ferrajoli, 1999, pp. 66-67).

El principio de legalidad, entendido en su carácter sustancial, va a tener distinto significado e intensidad según opere en el momento de formación de las leyes o en el momento de su aplicación. En el ámbito de la producción legislativa, estamos en una esfera que es política por definición. La utilización de técnicas de control social, entre las que se encuentra la sanción penal, centra su interés político en la decisión de criminalización, en el momento lógicamente previo, estrictamente político, de individualización de los intereses de tutela, así como de los instrumentos de tutela, planteándose el problema de la legitimación democrática de tal selección (Palazzo, 1997, p. 700). En principio, estas decisiones fundamentales políticas necesitarían un amplio debate plural y democrático que teóricamente la promulgación por Ley Orgánica pareciera salvar, pero la realidad es que vivimos ante una crisis de representatividad de los partidos políticos como fuerzas sociales capaces de encauzar los movimientos sociales, por lo que cabe a la política criminal y a la dogmática la labor crítica de discusión racional de dichas decisiones.

El control de la legalidad sustancial ha de realizarse con el respeto del contenido esencial de los derechos fundamentales que no es otro que el respeto a la dignidad humana. Además, la crisis de legitimación formal de la ley viene dada por la pluralidad de fuentes que hoy en día existen para la decisión legislativa. Se produce con la formación de los procesos de integración de Estados de las últimas décadas y con las potestades de las Autonomías, una alteración total del sistema de fuentes, al ingresar en los ordenamientos nacionales fuentes de carácter internacional, pero también fuentes de carácter autonómico que complejizan sobremanera la legalidad formal. Asimismo, los asuntos de la moderna sociedad de riesgo que ha de tratar el derecho penal, como los relacionados a los delitos socioeconómicos, requieren la remisión a ámbitos amplios de legislación extra-penal. Por todo ello, el referente que permanece es el de la legalidad sustancial, al respeto del contenido esencial de los derechos fundamentales como límite a la intervención política y penal.

¿Qué se encuentra en el núcleo esencial de los derechos fundamentales? De acuerdo con el Tribunal Constitucional español, el respeto a la dignidad de la persona como fundamento de la actuación política está expresando «el prius lógico y ontológico para la existencia y justificación de los demás derechos» fundamentales (sentencia 53/1985, fundamento 3). Por lo cual, una norma jurídico-penal puede ser inválida o ilegítima si es contraria a la dignidad humana, aunque se pueda mostrar efectiva desde el punto de vista de las ciencias experimentales o de la efectividad12.

En efecto, se parte de una consideración del Estado social y democrático de Derecho y de los derechos fundamentales que lo sustentan como principios guía a partir de los cuales se legitima la coerción de los poderes públicos y toda su actuación pública y, por tanto, también todas sus actuaciones políticas y jurídicas. En suma, ese fin general en el que se enmarca toda política criminal tendrá que ser necesariamente el modelo de Estado personalista de realización positiva de los derechos fundamentales y limitado negativamente en su actuación por el respeto de los mismos por encima de cualquier interés general. Esta opción político-criminal encuentra su referente positivo en la Constitución española, concretamente en el artículo 10.1 que afirma lo siguiente: «la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social» (véase Berdugo, 1988, pp. 32-33).

El constitucionalismo moderno, en el que finalmente hacen su ingreso los postulados materiales del respeto a los derechos fundamentales, posee un valor per se como conjunto de normas sustanciales dirigidas a garantizar el control de los poderes públicos, principalmente la producción legislativa que debe respetar esa legalidad sustancial. Como sostiene Ferrajoli, «[l]a legalidad así entendida resulta caracterizada por una doble artificialidad: la del ser del derecho, de su existencia […] y también la de su deber ser, es decir, de sus condiciones de validez, positivadas con rango constitucional, como derecho sobre el derecho, en forma de límites y vínculos jurídicos a la producción científica» (1999, p. 67). Queda claro, pues, que no toda norma penal vigente es una norma penal válida o legítima y, por tanto, la labor crítica de la academia es imprescindible.

VII.1.2. El principio de proporcionalidad

El principio de proporcionalidad es un principio general de todo el ordenamiento jurídico del artículo 9.3 de la Constitución española que prohíbe la intervención arbitraria de los poderes públicos, interdicción que debe entenderse como un mandato de un actuar «razonable» o «proporcionado». Siguiendo a Aguado (1999, pp. 135-136), quien en nuestro medio se ha ocupado monográficamente de este tema, puede sostenerse que los principios de justicia y libertad son pilares básicos del principio de proporcionalidad. Justicia significa moderación, medida justa, equilibrio. Y libertad denota la vigencia del principio favor libertatis, esto es, que en caso de duda tiene que prevalecer la efectividad de los derechos fundamentales. Además, el artículo 9.3 de la Constitución española, al consagrar el principio de subordinación del Estado al derecho, prohíbe la arbitrariedad en la actuación política; arbitrariedad que debe entenderse como la falta de proporción entre los fines perseguidos y los medios empleados. Se trata de un principio que tiene poder no solo en el ámbito de la jurisprudencia, es decir de aplicación de la ley penal, sino incluso en el ámbito de producción legislativa, pues toda autoridad debe someterse al principio de proporcionalidad, justificando la limitación de un derecho fundamental en aras de un bien social mayor.

El principio de proporcionalidad cuyo desarrollo dogmático ha sido fruto de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional alemán, seguido por el español, especialmente para casos de conflictos entre bienes jurídicos13, posee una triple dimensión que se formula en subprincipios: la intervención restrictiva de los poderes públicos debe ser adecuada, necesaria y proporcionada para una finalidad social. Adecuación o idoneidad significa que la medida debe ser apta para alcanzar el fin perseguido. Necesidad denota que no se podía optar por otra medida igualmente eficaz que no gravase, o lo hiciese en menor medida, los derechos afectados. Y, la proporcionalidad estricta significa que el sacrificio que se impone al derecho correspondiente debe guardar una razonable proporción o equilibrio con los bienes jurídicos que se pretende salvaguardar. Como apuntan Berdugo y Pérez Cepeda, «[e]l principio de proporcionalidad en sentido amplio en el campo penal proporciona una base común al principio de proporcionalidad en sentido estricto y a los principios de lesividad, de intervención mínima y de humanidad» (2015a, p. 89). Por lo que, como ha puesto de relieve Mir, constituye un límite externo a la fundamentación preventiva de la respuesta penal (Aguado, 1999, p. 147). Se puede afirmar que en la ponderación ingresan los principios limitadores al ius puniendi más importantes, especialmente respecto a la determinación del injusto penal.

Se trata de un juicio de valoración a tres niveles que debería pasar toda incriminación en fase legislativa, o toda interpretación judicial o doctrinaria. Nótese que en el proceso de criminalización primaria, es decir, en el momento de la creación de delitos y determinación de las penas, este juicio ha de tener mayor importancia por tratarse finalmente de una decisión política que debe sujetarse a valores constitucionales14. El razonamiento debe tener la siguiente lógica, en tres niveles15:

(1) Proporcionalidad I: adecuación de la incriminación. En este nivel, la cuestión sería plantear si se justifica o no una intervención penal teniendo en cuenta la importancia del bien jurídico o los bienes jurídicos en juego. Importante será también establecer la gravedad de la conducta, principio de fragmentariedad, determinando el daño social de la misma como medida de la intervención. Se tratará de poner a prueba los clásicos conceptos de merecimiento y necesidad de pena, cuestión que redundará en la concreta estructura del tipo penal y en el tercer nivel de la proporcionalidad.

(2) Proporcionalidad II: necesidad de la incriminación. Teniendo en cuenta que la tutela penal es el instrumento más grave, la pregunta en este nivel es si existen otros mecanismos menos lesivos para proteger los bienes jurídicos en juego. Existiendo otros mecanismos de control social civiles, mercantiles, administrativos, según el caso, o extra-penales, como educación, protección social, etcétera, se tratará de analizar dentro de este andamiaje sancionatorio y dentro de todo el sistema de control social qué función tendría una incriminación penal. En suma, se trata de ordenar los diversos sistemas sancionatorios penales y extra-penales existentes, estableciendo si se requiere ese plus de coerción que implica la sanción penal (ultima ratio), teniendo en cuenta sus finalidades preventivas generales y especiales.

(3) Proporcionalidad III: proporcionalidad estricta de la sanción penal. Una vez que se ha justificado la intervención, corresponde verificar el tipo de pena y el cuánto de la misma. Se analizará la adecuación recíproca entre la finalidad de protección de bienes jurídicos (proporcionalidad I: idoneidad de la intervención penal) y la sanción penal.

VII.1.2.1. Proporcionalidad I: adecuación de la incriminación

En este nivel del análisis, la pregunta es la capacidad de protección con el derecho penal de los bienes jurídicos que se pretende tutelar. Se trata del principio de idoneidad, eficacia o utilidad cuyos inicios se sitúan con von Liszt, apareciendo más claramente en la obra de Mayer, al establecer las tres cualidades que ha de exigir la presencia de un bien jurídico penal: «merecedor de protección», «necesitado de protección» y «capaz de protección» (Aguado, 1999, p. 151)16. La idea es que el derecho penal solo puede intervenir cuando sea mínimamente idóneo para prevenir la conducta deseada o prohibida. Hoy en día, esa máxima es también conocida como «merecimiento y necesidad de pena», dando cuenta del llamado principio de exclusiva protección de bienes jurídicos o lesividad, esto es, de la importancia o relevancia de los bienes jurídicos que se pretende proteger. Es posible partir del consenso de que todo injusto penal ha de consistir materialmente en un comportamiento que produce un daño social, es decir, en una lesión o puesta en peligro de un bien jurídico (o bienes jurídicos) de relevancia penal17. Se puede decir que la medida de toda intervención penal se encuentra en la relevancia de los intereses que se pretende salvaguardar con la injerencia a derechos fundamentales que supone una pena, por considerarlos imprescindibles para el mantenimiento de una sociedad.

En el momento legislativo, el principio de exclusiva protección de bienes jurídicos otorga legitimidad sustancial a la intervención penal, declarando su respeto irrestricto a la norma constitucional (artículo 9.1 de la Constitución española: «Los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico»). Ciertamente, la legitimidad de los bienes jurídicos de carácter económico, por su carácter novedoso, es lo que resulta más controvertido, decayendo notablemente la función limitadora del principio cuando se trata de intereses supraindividuales. En un Estado social, como el proclamado en el artículo 1.1 de la Constitución española, los poderes públicos han de proteger bienes jurídicos colectivos como la seguridad en el trabajo, el medio ambiente, la salud pública, los derechos de los consumidores, ya que todos ellos tienen finalmente trascendencia individual y, por tanto, son fundamentales para la vida en común (Arroyo, 1997, pp. 2-3). Es decir, superando las posturas más extremas inhibidoras del derecho penal en el campo económico, como la de la Escuela de Frankfurt, parto de la virtualidad de los bienes jurídicos supraindividuales, pudiendo ser plenamente autónomos como objeto de protección. La colectivización de la sociedad, la intermediación social con agentes económicos y sociales, los nuevos conflictos surgidos en sociedades complejas brindan nuevas relaciones sociales y económicas, nuevas necesidades sociales que el derecho penal ha de reconocer como necesitados de tutela, confrontando el principio de intervención mínima (Portilla, 1989, p. 745). Ello no significa, por supuesto, una carta abierta al legislador para que incrimine sin límites cuantitativos ni cualitativos. Se trata de comprender la relevancia social de los intereses en juego, muchas veces intereses en conflicto que subyacen a las normas de conducta que se pretenden incriminar.

Las cuestiones que corresponde desentrañar para comprobar el merecimiento y necesidad de pena, por consiguiente, en este nivel son las siguientes:

(1) ¿Cuál o cuáles serían los bienes jurídicos protegidos? Debe dilucidarse si se trata de la protección de un bien jurídico individual o colectivo, o de varios, señalando los alcances para la sociedad de los intereses en salvaguarda (daño social). Nótese que este será el eje desde el que pivota toda la estructura de la tipificación penal (lesión, peligro, tentativa, autoría, etcétera), de ahí su especial relevancia: racionalidad del valor.

(2) ¿Es el derecho penal capaz de protección de los bienes jurídicos? Este es un tema que puede desdoblarse en dos partes: (i) capacidad del propio bien jurídico de ser protegido por el derecho penal —cuestión que conecta con la necesidad de protección, la proporcionalidad II—; (ii) capacidad entendida como legitimidad y eficacia para la intervención penal —algo que resulta de gran complejidad porque está conectada con la propia legitimidad del poder que toma la decisión de la intervención penal y la conexión con otros mecanismos de control social—. Nuevamente se trata de asuntos de necesidad de intervención propios de la proporcionalidad II: racionalidad de los fines.

VII.1.2.2. Proporcionalidad II: necesidad de la incriminación

En este nivel, la necesidad de intervención penal, ha de plantearse las siguientes dos cuestiones fundamentales:

(1) El carácter subsidiario del derecho penal, esto es, si existen mecanismos sancionatorios menos lesivos para responder a la infracción de deslealtad. Ello nos permitirá ordenar y jerarquizar las diversas consecuencias jurídicas, teniendo en cuenta sus distintas finalidades y la búsqueda de unidad y coherencia interna de todo el ordenamiento jurídico.

(2) ¿Es necesario el plus de coerción que supone la sanción penal respecto a los demás instrumentos de control social? Se tratará de indagar sobre las posibilidades de disuasión mediante la pena para un determinado delito o fenómeno criminal. Es decir, el funcionamiento de la prevención general y prevención especial en los casos analizados18, con el objeto de verificar los límites de la disuasión y de las posibilidades de un cambio en las tendencias de la criminalidad. Todo ello en línea con los límites de la eficacia de la prevención de conductas.

Como se sabe, los instrumentos de control social —entre los cuales se inscribe la sanción penal— se justifican porque sirven para resolver las relaciones de tensión en las relaciones hombre-sociedad, posibilitando mecanismos de socialización y dirección social del individuo, con el fin de coadyuvar a la paz social. Precisamente la construcción y desarrollo de la noción de Estado se fundamenta en la legitimación para realizar dicha labor en aras del bienestar general de los ciudadanos. La creación del Estado moderno y el contrato social que en él subyace precisamente intentan racionalizar dichas tareas de control social y aseguramiento de la paz social, conciliando los derechos de los particulares con la soberanía del Estado. En suma, una de las principales tareas que legitiman la existencia del Estado es la resolución de la antinomia entre seguridad y libertad, pero no a cualquier coste, sino que el Estado debe llevar a cabo dicha tarea con el mínimo coste social, es decir, con la mínima intervención de los poderes públicos sobre la libertad de los ciudadanos. Dicho en otras palabras, no solo importa el de la intervención penal, sino también el cómo. Ambos aspectos están interrelacionados.

Esta idea de ponderación de los costes y de los beneficios sociales sobre cualquier forma de intervención en las libertades de los ciudadanos es una idea ilustrada de legitimación del Estado, basada en el contrato social, pues ya desde la Revolución Francesa se ha proclamado que «la ley no debe establecer penas más que las estrictas y manifiestamente necesarias» (artículo 8 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano). Desde su fundamentación, esta idea utilitarista de sopesar costes y beneficios sociales fue asociada a la fundamentación de la pena. Autores como Pufendorf, Thomasius y Hobbes desarrollaron la idea de fundamentación de los proyectos disciplinarios, correccionalistas, o policiales a partir de su legitimación para evitar un mayor daño social (Ferrajoli, 1995, p. 212). Asimismo, Beccaria afirmaba lo siguiente: «Para que una pena consiga su efecto, basta con que el mal de la pena exceda al bien que nace del delito, y en este exceso de mal debe calcularse la infalibilidad de la pena y la posible pérdida del bien que el delito produciría. Todo lo demás es superfluo y, por tanto, tiránico» (1982, p. 112).

Si, como se ha expresado anteriormente, la legitimación sustancial del Estado social de Derecho se fundamenta en la protección de los derechos fundamentales de todos los ciudadanos, las restricciones a su ejercicio deben realizarse solo fundamentadas en el fin social de llevar a cabo una protección social general de los mismos. Las restricciones de los derechos fundamentales se presentan como excepcionales, solo justificadas por un interés social mayor que se trata de evitar. Así, todas las formas de control social legítimas tienen que justificarse por su capacidad para evitar mayores daños sociales que los que produce la restricción de derechos fundamentales.

El fin último, entonces, de cualquier clase de coerción estatal, como lo es la sanción penal, debe justificarse no solo por su capacidad para prevenir delitos, sino también por su idoneidad para aumentar los espacios de libertad y seguridad de los ciudadanos. Dicho en términos benthamnianos, cuando la sanción penal —que es una disminución de la felicidad colectiva, al disminuir la de uno de sus miembros— es la mejor de las alternativas posibles para aumentar la felicidad colectiva. En concreto, solo se logrará justificar el uso de la pena cuando se satisfaga un conjunto de principios cuyo respeto garantiza la utilidad del recurso al derecho penal: cuando de ella se deriva un bien mayor (principio de efectividad), cuando no existe otro medio menos costoso de protección del bien (principio de ultima ratio) y cuando la sanción es la mínima necesaria para desestimular el delito (principio de humanidad).

Sin embargo, debe recalcarse que la adopción de posturas utilitaristas de justificación de la intervención penal no debe confundirse con la adopción como justificación de la pena del fin de prevención general (también utilitarista). No puede confundirse utilidad de la norma con validez de la norma porque son parámetros distintos. Una pena puede fundamentarse en criterios preventivos generales, pero no ser válida socialmente de acuerdo con los subprincipios de proporcionalidad diseñados por vulnerar principios fundamentales y, por tanto, ser injusta e innecesaria (Cid Moliné, 1999, p. 26).

El razonamiento de necesidad de las penas, lógicamente relacionado a las teorías prevencionistas de la coerción estatal para proteger los bienes jurídicos de los ciudadanos, sigue los siguientes pasos lógicos. Primero, debe existir un fin último (des)legitimador de la intervención penal, extra-penal, social y político que no sería otro que el de evitar el mayor daño social, aumentar la felicidad colectiva, disminuir la violencia de la desviación (prevención de los delitos y de las reacciones informales), entendiendo como fines de un Estado social y democrático de Derecho el respeto máximo de los derechos fundamentales de todos los ciudadanos. Segundo, entran en juego los subprincipios de necesidad (o utilidad) en la intervención penal, donde se evalúa, de acuerdo con la importancia del bien jurídico y a la gravedad de la sanción penal, el si de la utilización de la pena. Tercero, el principio de subsidiariedad o de ultima ratio busca los mecanismos menos lesivos para lograr el fin general. Y, cuarto, el principio de intervención mínima busca dentro del elenco de sanciones elegidas la mínima indispensable para lograr el fin último. Es decir, se trata de seguir todos estos pasos, valorando negativamente o deslegitimando la intervención penal si no se cumplen positivamente los principios. Solo así es posible realizar un plan integral político-criminal donde la pena sea verdaderamente el último recurso y se privilegie como más eficaces otros instrumentos de mayor utilidad para lograr el fin general.

Ciertamente, en la práctica los principios de necesidad, utilitaristas y preventivos no han podido cumplir una función limitadora del poder punitivo del Estado, pues por sí mismos no pueden ser conceptos contenedores del afán de intervención estatal. Al contrario, la necesidad y utilidad han sido entendidas por los gobernantes como eficacia, o como privilegiar la defensa social sobre los principios con una continua vis expansiva. Es verdad que la criminalidad se expresa actualmente, en muchos casos, más agresiva y compleja, pero ello no justifica la irracionalidad de las leyes que ha caracterizado al legislador penal en los últimos tiempos. Más bien, la plena vigencia del principio de subsidiariedad, es decir, de una selección racional de los medios para hacer frente a un determinado fenómeno criminal, esto es, una racional política criminal integral en cada caso, puede ser capaz de hacer frente con eficacia y garantías la labor de prevención.

VII.1.2.3. Proporcionalidad III: proporcionalidad estricta de la sanción penal

El cuanto de la sanción penal debe ir en consonancia con la relevancia del bien jurídico protegido y la lesividad de la conducta. La proporcionalidad de las penas es un principio admitido unánimemente en la teoría, pero en la práctica pocas legislaciones pueden preciarse de haberlo respetado. Lo cierto es que las sucesivas reformas penales se superponen sin lógica alguna haciendo que la comparación entre las penas de los diferentes delitos sea realmente irracional. Ello porque el punto de partida, la pena impuesta para cada delito, no se ha hecho de acuerdo con estudios empíricos sobre necesidades de prevención, ni estudios doctrinarios sobre relevancia de los bienes jurídicos en juego, sino de acuerdo con las demandas sociales de mayor punición, demandas a las que los políticos han respondido simbólicamente. Es lo que se ha venido en llamar populismo punitivo y ha conllevado un aumento continuo de las penas y un endurecimiento en su ejecución penal.

En la determinación en abstracto, la pena y la medida de seguridad deberían ser proporcionadas al hecho cometido en el pasado, no a la finalidad preventiva futura de disuasión, porque esta es indeterminada, prácticamente ideológica, difícil de contener y, por tanto, ilimitada. La tentación de caer en el terror penal es constante por parte de los gobernantes, más en asuntos vinculados a la vida política. Además, el legislador debería hacer una revisión total de los posibles concursos, sobre todo en delitos complejos en los que intervienen varios sujetos y resultan aplicables varios tipos penales. Las diversas posibilidades que otorga el Código Penal dan lugar a una inseguridad jurídica.

VII.1.3. Otros principios irrenunciables respecto a la responsabilidad penal

En los tiempos actuales, el principio de culpabilidad sufre serias presiones, debido a las demandas sociales de mayor punición de los autores, rozando en muchos casos el llamado «derecho penal de autor». La introducción de la agravante de odio en 2010 y ampliada en 2015 muestra una tendencia a la exacerbación de la punición. Por el adelantamiento de la intervención penal, los delitos de enaltecimiento del terrorismo, delitos contra la religión, se produce un acercamiento a los denostados «delitos de opinión» que de manera preocupante amenaza los principios de un derecho penal del hecho.

En este sentido, debe ser también irrenunciable, el principio favor libertatis, el cual implica la incolumidad y reivindicación del principio de presunción de inocencia y de in indubio pro reo. Solo la certeza de la culpabilidad debe desvirtuar el favor libertatis y, en caso de duda, no debe atribuirse responsabilidad (Rusconi, 1998, pp. 44ss.). Esto es importante en momentos de proliferación de «casos difíciles», de tipos abiertos y leyes que adelantan la punición incluso rozando la libertad de pensamiento. Ya se escuchan voces para cambiar la presunción de inocencia por la presunción de culpabilidad, algo que no extrañaría si se sigue en este bucle de alta punición.

VIII. RECAPITULANDO: LA COMPLEJIDAD DEL MÉTODO Y LA COMPLEJIDAD DEL OBJETO

La caída de las certezas del positivismo jurídico y la orientación funcionalista de la dogmática penal hacia consideraciones político-criminales, aunados a una serie de factores políticos, económicos y sociales (Ambos, 2016, pp. 3ss.)19 han conllevado la relativización de los principios que antaño constituían barreras irrenunciables.

Esto sucede no solo en la praxis de la elaboración y aplicación de las leyes, sino también en el ámbito académico de la doctrina que alguno ha dado en llamar «era posdogmática». Ciertamente conviven en el panorama actual una serie de propuestas metodológicas de diferente signo, todas ellas bajo el prisma de la orientación hacia fines sociales, de modo tal que resulta difícil a veces saber cuáles son válidas y cuáles son inaceptables. Desde la propuesta del legislador penal instalado en el populismo punitivo hasta la de los jueces con sed de justicia (por ejemplo, ante la corrupción o las violaciones a derechos humanos), lo cierto es que la previsibilidad, certeza y seguridad que han de caracterizar un conocimiento que sea catalogado de «científico» se encuentran bastante ausentes. La dogmática, de impronta alemana, ha perdido en los últimos años la fuerza de convicción como para liderar una propuesta metodológica cierta y segura20. La europeización y la americanización de las políticas criminales de carácter global han producido transformaciones relevantes en el objeto y el método del derecho penal. No pocas veces desde la Unión Europea, con Decisiones Marco o Directivas se insta a los Estados a incriminar nuevos delitos, introducir determinadas consecuencias (como el decomiso ampliado/sin condena), incluso a superar ciertos dogmas (como la responsabilidad penal de las personas jurídicas). El legislador español tiene, así, la excusa perfecta para aumentar la punibilidad «porque es un mandato europeo»21, sin posibilidad de realizar una reflexión nacional sosegada sobre su compatibilidad con el derecho nacional y, sobre todo, con las tradiciones culturales del país.

El intérprete, muchas veces carente de capacidad crítica, se dedica a indagar el sentido de la ley, intentando compatibilizarlo con los principios penales tradicionales o con la teoría jurídica del delito, dando por válidas normas que en muchos casos son ilegítimas. Como sostiene Donini (2016, p. 1866), el positivismo jurídico convive con la metodología funcionalista de apertura hacia finalidades político-criminales, en muchos casos en una suerte de mèlange difícil de entender. A veces, se utiliza la orientación hacia la defensa social, otras hacia la víctima. En ocasiones, el prisma son los principios limitadores del ius puniendi, como en el garantismo; en otras, las restricciones de derechos se fundamentan en la excepcionalidad, como en el derecho penal del enemigo, etcétera, etcétera. La situación del intérprete —como es lógico, por otro lado— también hace variar el resultado.

En esta especie de Torre de Babel, parece urgente encontrar un «lenguaje común», unos mínimos irrenunciables, con el fin de que la decisión legislativa, jurisprudencial o de la academia no sea prácticamente arbitraria. Lógicamente, si hay varias soluciones posibles, no todas pueden ser verdaderas. Parece ineludible «volver a las esencias», esto es reivindicar ciertas certezas, qué es aquello irrenunciable, para poder falsear —al menos— aquellas soluciones que vulneren esos límites. Como sostiene Berdugo, «no podemos volver a refugiarnos en nuevos y político-criminales estériles debates dogmáticos» (2012, p. 115). Urge clarificar los presupuestos, consensuar los límites infranqueables, las valoraciones admisibles, con rigurosidad y con honestidad. Si bien es cierto que no existen verdades absolutas y menos en ciencias sociales, tampoco es serio que todos los postulados sean admisibles. ¿Qué criterio de verdad debemos admitir?

Para responder esta pregunta, debemos adentrarnos en consideraciones sobre el método y el objeto del derecho penal.

VIII.1. El dualismo metodológico

La apertura de la dogmática hacia la política criminal nos ha brindado un panorama de múltiples políticas criminales y múltiples construcciones dogmáticas. La orientación hacia la política criminal de la dogmática propuesta por Roxin y seguida por buena parte de la doctrina española, alemana, italiana, portuguesa y latinoamericana ha consistido finalmente en un «cheque en blanco» para las políticas criminales de diverso signo. A mi entender, esto ha sucedido porque la política criminal es una disciplina eminentemente valorativa, centrada en estrategias para determinadas finalidades sociales, regida por el pragmatismo de la eficacia. El componente normativista de la dogmática, regida por los principios, por las categorías conceptuales, ha cedido frente al embate de unas determinadas necesidades sociales de prevención de la criminalidad (real o simbólica). Digamos que la balanza entre dogmática y política criminal se ha inclinado claramente en favor de esta última.

Esto posee un importante simbolismo obviamente. Esto significa que el discurso del derecho penal está siendo protagonizado por otros actores sociales distintos a los académicos: los políticos, los operadores jurídicos —entre ellos, especialmente los jueces—, incluso los medios de comunicación masiva22. Siendo esto algo que ya ha sido percibido por los propios expertos23, denota la poca o escasa influencia del saber dogmático en la realidad del sistema penal. Se produce así un alejamiento entre el pensamiento académico teórico instalado en un «deber ser» y la práctica que expresa «el ser» del delito y de la pena24. La dogmática, como saber «científico» por excelencia, ha perdido el dominio del discurso penal, lo cual es ciertamente preocupante para los que nos dedicamos al conocimiento y enseñanza del derecho penal, pues poseíamos herramientas seguras como la teoría del delito y los principios garantistas para establecer razonamientos ciertos, con previsibilidad de los resultados.

Lo explicaba claramente Gimbernat en su clásico artículo «¿Tiene un futuro la dogmática jurídico-penal?»: «La dogmática […] hace posible […] al señalar límites y definir conceptos, una aplicación segura y calculable del derecho penal […] sustraerle a la irracionalidad, a la arbitrariedad y a la improvisación. Cuanto menos desarrollada esté una dogmática, más imprevisible será la decisión de los tribunales, más dependerán del azar y de factores incontrolables la condena o la absolución» (1981, p. 126). La dogmática nos permitía llegar a resultados avalados por la rigurosidad del sistema de la teoría del delito y la legitimidad de los principios. Ahora bien, una dogmática cerrada, con categorías rígidas, sin contemplación de las consecuencias de sus resultados en la realidad social ya no era posible sostener. De ahí el vuelco metodológico hacia el pensamiento problema, las categorías flexibles, la orientación hacia los fines sociales, a consideraciones político-criminales. ¿Cómo superar esta difícil relación entre dogmática y política criminal? ¿Cómo superar el divorcio entre teoría y práctica?

Se trata, a mi entender, de equilibrar la relación dogmática y política criminal, con un diálogo entre los saberes. No existe «un puente» entre ambos sistemas de pensamiento, pues ambos deben interrelacionarse recíprocamente. Como sostiene Donini, «ninguna ciencia tiene una específica competencia epistemológica para construir el "puente" entre hechos y juicio de valor: no la posee la criminología, ni la sociología, ni la jurídica. El resultado de las valoraciones se desprende de una operación compleja y procedimental de la democracia discursiva, de discusiones de la razón pública, en las cuales los actores son múltiples: Parlamento, magistratura, ciencia académica, opinión pública, etc.» (2011, p. 140). Se trata de buscar la dialéctica entre hecho y valor, entre conocimientos empíricos y conocimientos normativos, entre ciencias de la naturaleza y ciencias del espíritu, entre «el ser» y el «deber ser». Un diálogo entre las ciencias que convocan el objeto concreto. Solo así será posible afrontar la complejidad de los problemas que se le plantean al derecho penal.

La dogmática no puede aceptar acríticamente las proposiciones que le plantea la política criminal porque caería en la falacia naturalista: «el ser» sería considerado «deber ser». Pero tampoco puede la dogmática plantear soluciones sin atender a la política criminal, porque caería en la falacia normativista: «deber ser» como «el ser». En el primer caso sería una propuesta sociologista y en el segundo, idealista. Así, por ejemplo, no podría darse una criminalización ni un aumento de penas porque lo piden las encuestas, porque le faltaría ser tamizada por el componente normativo de los principios y categorías penales25. Mientras que un supuesto idealista sería seguir manteniendo posturas que no corresponden con la realidad, como sería admitir la resocialización en todos los casos, cuando hay supuestos en que esta no es posible26.

Otro aspecto del método en el derecho penal es su relación con la criminología, disciplina nueva entre nuestros estudios universitarios. La apertura de la dogmática hacia las orientaciones político-criminales y a fines sociales implica un diálogo con la ciencia que explica los datos empíricos, las causas, perfiles, contextos, niveles posibles de prevención, esto es, con la criminología. La criminología, disciplina interdisciplinar por excelencia, se entiende que aporta conocimientos empíricos, del ser de la realidad, conocimientos indispensables para una propuesta científica de intervención penal. Pero no hay que engañarse, no existe una división clara entre hechos y valor, ciencias empíricas y ciencias normativas27. Las ciencias sociales, las ciencias del hombre, se han dividido en disciplinas para comprender mejor su objeto de estudio, pero es una división artificial. Hay tantas valoraciones en los hechos empíricos, como elementos empíricos en las ciencias normativas y hay tantos datos de las ciencias naturales en las ciencias del hombre, como al revés28.

Este diálogo entre criminología, política criminal y derecho penal implica dos características del método pluralista. (1) El método dualista, el cual utiliza el método inductivo desde la realidad social (protagonismo de la criminología) y el método deductivo desde los principios (protagonismo del derecho penal). Una propuesta político-criminal debe cumplir ambos requisitos de validez, tanto viabilidad empírica como viabilidad normativa. (2) La interdisciplinariedad: en el ámbito de la lucha contra la criminalidad moderna —que es sofisticada, transnacional, compleja y organizada—, es indudable que se requieren redes de convergencia de saberes, diferenciados y móviles, de acuerdo con los cánones de la interdisciplinariedad externa o pluridisciplinariedad. Se requieren redes, trabajo en equipos, la formulación de sujetos colectivos (Baratta, 1999, p. 90) que integren todos los saberes concernientes a la criminalidad que se trate. Los programas de lucha contra la criminalidad aislados en el saber penal están condenados definitivamente al fracaso29.

La política criminal, como parte de la política, es una disciplina de objetivos y estrategias, ha de clarificar los objetivos (qué clase de prevención, límites de la prevención, qué es lo que se busca con las propuestas). También ha de clarificar las estrategias, siempre con respeto por el principio de proporcionalidad y subsidiariedad. Se impone una transparencia en las líneas de política criminal, las cuales deben explicitarse al menos en los procesos de reforma penal en que se deciden cambios sobre los delitos y las penas, siendo obligatoria una motivación clara en la Exposición de Motivos. Solo así se puede planificar un verdadero programa integral de política criminal. Clarificar objetivos, clarificar estrategias y señalar en qué lugar de dicha estrategia se encuentra la intervención penal —siempre como último recurso, teniendo en cuenta todos los otros medios de control social— es una regla de honestidad necesaria en un saber científico, pero también hacer explícitas las valoraciones que subyacen a la propuesta. Ello sería necesario también para poder evaluar si se alcanza o no las metas.

La validación debe ser otra tarea del método científico. Debe haber una validación ex ante y otra validación ex post. Ex ante, en el sentido de contrastar los conocimientos en los equipos de trabajo, en grupos de discusión para comprobar los costes y beneficios de una intervención. Esta validación debe ser tanto empírica como normativa, respetando los dos anclajes de la rigurosidad de un método dual: partir de la realidad criminal (criminología) y estudiar estrategias de intervención (política criminal) en las que intervienen propuestas penales dentro de los límites constitucionales (principio de legalidad sustancial, proporcionalidad, subsidiariedad, culpabilidad). Ex post, las leyes penales deben rendir cuentas, validarse, en un determinado tiempo verificar si cumplen o no los objetivos propuestos30. Se trata de la evaluación de las leyes penales que empieza a ser requerida por la doctrina como un criterio de legitimación de las mismas (véase Nieto Martín, Muñoz de Morales & Becerra Muñoz, 2016, passim)31.

Realizando un estudio interdisciplinar del objeto, el fenómeno criminal, será necesario generalizar/individualizar, abstraer/descomponer, ver las partes y el todo, contextualizar, interrelacionar, dialogar entre los saberes y especialistas convocados. Las diversas perspectivas podrán dar respuestas a las complejas preguntas de los requerimientos penales actuales32, trabajar con las contradicciones, descomponer las paradojas. Dada esta complejidad para abordar seriamente un problema, será necesario realizar trabajos en equipo.

Ahora bien, debe primar una actitud dialogal entre los saberes, no confrontacional: ni de superioridad de un saber sobre otro, ni los imperialismos cognoscitivos. La sociedad hoy en día parece resolver sus problemas sociales de manera confrontacional, acudiendo a la pena como prima ratio, lo cual genera aún mayor violencia, en un círculo vicioso sin fin. La cultura de la tolerancia, de la solidaridad, de la búsqueda del diálogo, del perdón, de buscar lo que une y no lo que separa ha de ser la actitud del científico.

Los pasos del método para abordar la prevención de un fenómeno criminal son los siguientes: (1) estudio de la realidad criminológica del fenómeno criminal: causas, perfiles, contextos, vulnerabilidad de las víctimas, datos, estadísticas, encuestas, etcétera; (2) propuesta de un programa integral de política criminal, con el respeto del principio de subsidiariedad, en el que la sanción penal es el último recurso. Por tanto, se planteará la utilización privilegiada de otros mecanismos de control social para la prevención (véase más ampliamente Zúñiga Rodríguez, 2001, pp. 163ss.). Seguramente siguiendo estos pasos, serán evidentes las limitaciones del derecho penal para la contención de los delitos. Y en un estudio de los delitos desde la criminología, se podrá observar las grandes diferencias entre los mismos, entre los autores, en la forma de comisión de los mismos. Así, por ejemplo, no debe ser igual el tratamiento del delincuente ocasional, el delincuente por convicción y el delincuente profesional (problemas de responsabilidad penal). No debe ser igual el tratamiento jurídico de un delito clásico simple donde «A mata a B», al tratamiento de los macrodelitos, ni de los delitos de organización, etcétera. Son muy distintos los delitos clásicos que los socioeconómicos. También se distinguen los delitos internacionales y transnacionales. Estas desigualdades presionan al sistema de Parte General, planteándose una gran discusión sobre la posibilidad de subsistemas de acuerdo con las tipologías de delitos (véase Palazzo, 1997 p. 698)33. Los distintos planteamientos de un programa integral de política criminal según los fenómenos criminales darán buenas señales para ello y podrá ser posible conciliar garantías y eficacia.

VIII.2. Problemas del objeto

Como se sabe, objeto y método están interrelacionados en el círculo del conocimiento. Desde el declive del positivismo, la ley, la norma penal, ya no es objeto único de conocimiento. Lo es también, al menos, la realidad social detrás de la norma o la materia regulada. Especialmente las corrientes funcionalistas dan relevancia a este segundo objeto, en la medida que el derecho penal está orientado a fines sociales.

Como sostiene Morin: «la inteligencia que no sabe hacer otra cosa que separar, rompe lo complejo del mundo en fragmentos disociados, fracciona los problemas, convierte lo multidimensional en unidimensional» (1999, p. 14). En cambio, la comprensión del objeto como problema une, convoca, interrelaciona los saberes y a los especialistas y prepara para conocer la relación entre el todo y las partes y de las partes con el todo. El objeto como problema (o problemas) permite la interdisciplinariedad, el intercambio de información y conocimientos, el manejo de datos para la inducción y principios para la deducción, generalizar e individualizar, contextualizar.

El objeto como problema se puede descomponer en el estudio de la norma penal, de las categorías dogmáticas, de los principios, de la materia que se pretende conocer, siempre con una visión holística del tema. Asimismo, incluye el estudio de las diversas fuentes del derecho, además de la norma penal, la jurisprudencia que nos dará datos sobre los problemas de aplicación del derecho, los conflictos interpretativos (entre ellos concursos), las lagunas de punibilidad, entre otros. La jurisprudencia puede ser de tribunales menores o la más autorizada del Tribunal Supremo y del Tribunal Constitucional, pudiendo ser también supranacional: del Tribunal Europeo de Derechos Humanos o el Tribunal Penal Internacional. En la actualidad, la jurisprudencia ha cobrado un protagonismo inusitado, por ser los jueces quienes están en contacto directo con los problemas de aplicación del derecho y son quienes tienen que finalmente subsumir los hechos de la realidad en las normas penales, comprobando su aptitud para realmente resolver los conflictos sociales subyacentes34. La jurisprudencia puede hacer un diagnóstico de los vacíos, lagunas, contradicciones detectadas en la aplicación de las leyes para realizar propuestas de lege ferenda. Si, como hemos dicho, es preciso diferenciar entre norma vigente y norma válida, seguramente serán los jueces los primeros en detectar estas diferencias por estar en mayor contacto con la práctica que los académicos.

Para captar la complejidad de los objetos de conocimiento se requiere un espíritu que aúne la cultura científica del rigor, la validación de los resultados, la utilización de un sistema de pensamiento que dialogue con la cultura de las humanidades capaz de comprender los entresijos del comportamiento del ser humano. Como sostiene Morin, teniendo en cuenta los avances espectaculares del conocimiento científico en los últimos tiempos, señalando que quizás va de avanzada respecto del conocimiento de las humanidades,

Tenemos que apostar todo a este espíritu si queremos beneficiar la inteligencia general, la aptitud para plantear problemas, la posibilidad de vincular conocimientos. A este nuevo espíritu científico habrá que agregarle el espíritu renovado de la cultura de las humanidades. No olvidemos que la cultura de las humanidades favorece la aptitud para abrirse a todos los grandes problemas, la aptitud para reflexionar, para aprehender las complejidades humanas, para meditar sobre el saber y para integrarlo en la vida propia para, correlativamente, ver con mayor claridad la conducta y el conocimiento de uno mismo (1999, p. 35).

Una cuestión importante a tener en cuenta con relación al objeto de estudio es la multiplicidad de fuentes legislativas que hoy en día hay que considerar para abordar un problema penal. La complejidad de las organizaciones sociales, la descentralización de los Estados modernos y la incorporación de los mismos a entes supranacionales en el proceso de integración traen consigo una serie de normas que complican la determinación de la(s) norma(s) aplicable(s): autonómicas, nacionales, supranacionales, leyes orgánicas, leyes ordinarias, reglamentos, etcétera. Se trata de la denominada ciencia penal multinivel:

la identidad de la ciencia penal en un ordenamiento multinivel deviene fuertemente enriquecida de al menos dos aportes, la interdisciplinariedad y la internacionalización […]. [E]sto comporta una mayor responsabilidad científica para la ciencia del derecho penal y para el estudioso que debe críticamente y responsablemente confrontarse con un bagaje cognoscitivo más amplio que aquel que accedía en el transcurso de su formación, tan solo pocos decenios atrás (Militello, 2014, p. 131).

En cuanto a la legislación penal, en el caso español se mantiene el sistema de codificación decimonónico de agrupar los delitos en un solo cuerpo normativo, tradición que no se mantiene en otros países en los que la regulación de los nuevos delitos se realiza en leyes especiales. Esta singularidad conlleva relevantes consecuencias para las técnicas de tipificación y para la política criminal35. Sin embargo, el hecho de que los tipos penales estén contenidos en el Código Penal no significa que el intérprete pueda soslayar la ingente normativa extrapenal que, especialmente en los delitos socioeconómicos, está obligado a considerar.

La internacionalización de los fenómenos criminales y el proceso de integración de la Unión Europea implican una obligada mirada al derecho comparado en el objeto de análisis. Como recuerda Donini, «[l]a comparación se ha convertido en la base epistemológica necesaria para la construcción de un derecho europeo común, es decir, para la armonización jurídica. El cambio de fuentes y de política criminal europea han transformado la función del derecho comparado que se está convirtiendo en una condición de legitimación democrática de la legislación comunitaria» (Donini, 2010, p. 337). Los proyectos Eurodelitos y Corpus Juris han intentado buscar ese «lenguaje común» urgente para los avances del proceso de armonización que requiere el proyecto europeo, constituyendo buenos referentes de principios generales y delitos mínimos.

Un aspecto que muchas veces se pasa por alto al abordar un problema penal son las limitaciones propias del objeto vinculadas con las limitaciones de las finalidades del derecho penal. En ocasiones no estamos ante delitos concretos, sino ante auténticos fenómenos sociales, como sucede con la corrupción, el terrorismo o la criminalidad organizada, en algunos países. Por supuesto que las capacidades del derecho penal para hacer frente a los mismos son limitadas, si tenemos en cuenta que en muchos casos los sustentan normas culturales difíciles de erradicar. Al menos, habría que reconocer que las finalidades preventivas han de ser primordiales y han de ser atendidas por otros mecanismos de control social (Zúñiga Rodríguez, 2001, pp. 206ss.). Lo mismo sucede con la tentación de pretender abordar problemas sociales con el recurso penal. En ambos supuestos se trata de recursos ilegítimos porque vulneran el principio de subsidiariedad (proporcionalidad) y además resulta ineficaz porque no se logran grandes avances en materia de prevención.

El derecho penal no es legítimo ni eficaz para imponer valores, creencias, luchar contra el odio, proteger creencias, ni para resolver conflictos políticos, ni sociales. Es un recurso más limitado para tamañas pretensiones. Su carácter ex post le inhabilita para una prevención social de los problemas sociales y ratifica su sentido de último recurso. El fenómeno de judicialización de la política conlleva la politización de la justicia, con resultados muy cuestionables para la separación de poderes de un Estado democrático y para la labor de control judicial de la judicatura (Díaz y García Conlledo, 2016).

IX. A MODO DE CONCLUSIÓN: PROPUESTAS DE FUTURO

Por supuesto que no se trata de planteamientos especulativos de hacia dónde va el derecho penal, pues esto sería poco riguroso. Se trata de señalar, teniendo en cuenta las complejidades del método y el objeto antes señaladas, cuáles son las líneas de discusión para considerar una norma penal, un delito, la determinación de la responsabilidad penal, o una decisión político-criminal como válidas, legitimas. Cierto es que no nos hallamos ante la posibilidad de verdades generales para todo tiempo y lugar propias del positivismo, pero no es posible que sea válida cualquier propuesta, decisión, norma o doctrina. Respaldamos la renovada apuesta por los principios irrenunciables que tienen como trasfondo los derechos humanos; estos deben ser límites infranqueables, criterios de valor comúnmente aceptados: el principio de legalidad sustancial (la dignidad de la persona), el principio de proporcionalidad (subsidiariedad, ultima ratio), el principio de culpabilidad (presunción de inocencia). Infranqueables significa que no admiten excepciones, indiscutibles, no sujetos a las encuestas de las mayorías, ni a los votos de los políticos, ni a los índices de audiencia de los medios de comunicación masiva. El que no admitan excepciones significa también que son iguales para todos (principio de igualdad). Los subsistemas y las categorías ad hoc pueden ser necesarios si los estudios criminológicos lo recomiendan (desde la inducción), siempre bajo el respeto de la subsidiariedad, es decir, cuando la sanción penal es verdaderamente el último recurso. Por ejemplo, el derecho penal internacional posee sus propias particularidades, pero siempre bajo el límite de los principios antes señalados.

Lamentablemente estamos asistiendo a la utilización del derecho penal como instrumento primario en las luchas ideológicas. Tanto las guerras de hoy como muchos nuevos delitos no son más que confrontaciones entre diversos mundos religiosos, éticos, políticos; en suma, conflictos culturales o ideológicos, llevados a su máxima conflictividad. La utilización del derecho penal no hace más que agregar mayor violencia a esa conflictividad, sin resolver los problemas de fondo. Es preciso oponer a esa lógica de la confrontación la lógica del diálogo, la confluencia, la solidaridad y el perdón. Buscar aquello que nos une, no lo que nos separa. Buscar soluciones menos violentas que el derecho penal.

Como sostiene Innerarity, «[e]n el gobierno de las emociones colectivas se contiene una fuerza que es clave para la transformación de las sociedades democráticas; nos jugamos ahí muchas más cosas que en la vida política formalizada» (2018). Y, a nuestro pesar, el derecho penal se está convirtiendo en ese vehículo movilizador de las emociones colectivas. Su fuerza comunicativa está siendo utilizada por todos los bandos para intentar imponer su propia concepción ideológica, en una guerra sin cuartel. Todo lo que moleste al otro, lo que diga el otro, debe ser delito, en un círculo vicioso sin fin.

Se impone pues, una batalla contra el pragmatismo cínico de que todo lo que «es» «debe ser», oponiendo el humanismo de los derechos humanos que condensa todos los ideales de la cultura europea occidental, del Estado de bienestar, del Estado de Derecho. Puede consistir en una postura «idealista», como es tildada desde posiciones conservadoras36. Pero si el derecho es un proyecto de sociedad y el derecho penal es un engranaje relevante de ese proyecto, es imposible caer en el escepticismo epistemológico, porque, entonces, de verdad, lo que «es», «será».

 

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1 Concepto totalmente indeterminado, sujeto a las subjetividades de las masas y a la capacidad de influencia de los medios de comunicación.

2 Un claro ejemplo es la teoría de la imputación objetiva. Ideada en el ámbito del derecho penal, ha pasado a ser aplicada en el derecho administrativo sancionador y hasta en el derecho civil en el derecho de indemnización por daños (véase Salvador & Fernández, 2006, p. 7; más ampliamente, Zúñiga Rodríguez, 2008, p. 10). La demanda de traspasar los principios penales al ámbito del derecho administrativo sancionador es otra muestra de la vis atractiva del derecho penal.

3 Donini advierte también del riesgo de transformar la dogmática penal en una nueva política criminal construida sobre todo por sus fines. Hipercrítico con los planteamientos de Roxin, Salas afirma lo siguiente: «la verdadera cuestión no es lo que él propone de manera muy vaga: construir el derecho penal y la teoría del delito atendiendo a ciertas finalidades valorativas abstractas de tipo político criminal, sino más bien definir concretamente cuáles sean esas finalidades valorativas y mediante cuáles mecanismos específicos realmente se pueden implementar en la práctica judicial. Esa es la verdadera cuestión de fondo, respecto a la cual la dogmática funcional mejor hace mutis por el foro. O sea, la cuestión decisiva, y muy difícil, por cierto, está en definir, desde una perspectiva tecnológica (para hablar con Hans Albert) con qué medios racionales e intersubjetivamente controlables se alcanzan los fines valorativos establecidos consensualmente a priori por un ordenamiento jurídico» (2015, pp. 350-351).

4 Se trata del principio de Pascal: «Considero imposible conocer las partes sin conocer el todo y conocer el todo sin conocer particularmente las partes».

5 Las rivalidades entre saberes por cuál es el que tiene la explicación de la realidad más cierta es en realidad una lucha entre poderes y quienes han tenido tradicionalmente el poder son los juristas. De ahí que el fenómeno criminal se haya considerado, ante todo, un problema jurídico. «Los que ocupan posiciones decisivas del poder están preparados para usarlo con el fin de imponer las definiciones tradicionales de la realidad a la población que depende de su autoridad» (Berger & Luckmann, 2003, p. 153).

6 O epistemología de lo desconocido. El saber es incapaz de abarcar objetos ciertos, determinados, pues en el proceso de conocimiento pueden surgir otros objetos.

7 «…el ser vivo extrae información de su entorno y ejerce una actividad cognitiva inseparable de su práctica de ser vivo».

8 Como sostiene Zagrebelsky, «[q]uien cree poseer la verdad está expuesto al dogmatismo. Quien reivindica la representación de una presunta "ley natural" prepara solo nuevos conflictos. En nuestra sociedad pluralista conviven concesiones de la vida "justa" continuamente en confrontación: esta es su riqueza» (2007, pp. 42ss.).

9 Como sucede, por ejemplo, con la prohibición de la tortura.

10 Como sucede con la prohibición de la manipulación genética y de la bigamia que, pese a ser aceptadas por otras culturas, son inaceptables constitutivos de delito en las sociedades occidentales.

11 Se suele hablar de posturas «constitucionalistas rígidas» y «constitucionalistas amplias». No obstante, hoy en día la mayoría sigue esta segunda corriente.

12 Sería contraria a la dignidad humana la prisión permanente revisable que no otorga horizonte de libertad para el recluso, como la instaurada en España desde 2015. También lo sería la castración química involuntaria, aunque sea una penalidad efectiva.

13 Destacan la jurisprudencia en materia de aborto y del conflicto entre honor y libertad de expresión.

14 Ciertamente, formalmente la legitimidad democrática le otorga el ser promulgada la ley penal por Ley Orgánica (ley estricta), pero es sabido el déficit democrático de muchos parlamentos, especialmente cuando poseen mayorías absolutas. Es lo que ha sucedido con la última reforma del Código Penal, Ley Orgánica 1/2015, que fue promulgada por la mayoría absoluta del Partido Popular, en contra de todos los otros partidos políticos.

15 En este razonamiento, se sigue a Vogel (2003, pp. 94-97), quien utiliza esta argumentación para razonar los límites de un delito de corrupción en el sector privado.

16 Para Aguado (1999, pp. 159ss.), el principio de exclusiva protección de bienes jurídicos es una cuestión del segundo nivel de la proporcionalidad, de la necesidad en la intervención. Ciertamente merecimiento y necesidad de pena están imbricados, pero lo que no es discutible es que primero está la cuestión del merecimiento y luego la necesidad. Merecimiento de protección y merecimiento de pena son dos niveles distintos y subsiguientes, aunque tengan condicionamientos recíprocos.

17 Doy por válida la importancia de los bienes jurídicos para fundamentar el injusto penal porque, pese a la gran controversia con la postura de Jakobs sobre su nula capacidad de rendimiento, la mayoría de autores consideran que es necesario partir de bases empírico-valorativos, intereses, derechos, expectativas sociales que den sustento a la decisión de incriminación. Llámese bien jurídico, harm principle, daño social, lo cierto es que, sin el reconocimiento de la validez valorativa para la sociedad de unos determinados intereses consensuados en juego, no es posible justificar un delito. En este sentido, véase la obra de Paredes Castañón, quien, en su metodología de la justificación moral, considera que «una teoría moral de la justificación de las prohibiciones jurídicas ha de proponer un método de valoración (moral) de los objetos susceptibles en principio de ser protegidos a través de las prohibiciones» (2013, p. 119). Puede denominarse a estos objetos «bienes jurídicos» o de otra manera, será cuestión de etiquetas, pero lo cierto es que materialmente en el sustrato de todo injusto penal ha de haber intereses valorados muy positivamente por la sociedad, como para salvaguardarlos con el instrumento más contundente que posee, la pena. Un último trabajo de revisión de la discusión sobre la capacidad de limitación del legislador, se puede encontrar en Fernández Cabrera (2016).

18 Existe una gran diferencia entre unos delitos y otros, entre delitos que constituyen fenómenos criminales, que sean transnacionales, organizados, etcétera.

19 El neoliberalismo imperante desde finales de los años noventa del siglo pasado, la caída del Welfare State en Europa, las privatizaciones de los servicios públicos, etcétera (véase Garland, 2005).

Especialmente importante ha sido el descrédito de los teóricos y de las instituciones del control en la reinserción social.

20 Para Ambos (2016), la ciencia jurídico-penal alemana se encuentra en una encrucijada: o se abre a la internacionalización y europeización o se mantiene anclada en un «provincianismo presuntuoso».

21 Como ha hecho el legislador en la Ley Orgánica 1/2015, en cuya Exposición de Motivos ha señalado en varias ocasiones que se trata de mandatos europeos, sin más.

22 El tema de la influencia de los medios de comunicación masiva (mass media) en la política criminal merece un capítulo aparte. Desde finales de los años noventa del siglo pasado, los medios de comunicación han captado la relevancia comunicativa de los delitos y de las penas, la conexión emocional que los sucesos criminales posee con el público, de manera que estos entran en los rating por los que miden sus audiencias. Por tanto, amplían el eco de los mismos, señalan determinada información, sesgan el discurso y con ello contribuyen a crear opinión pública sobre determinadas penas, nuevas criminalizaciones o amplían las ya existentes, casi siempre aumentando la punición, contribuyendo así a un populismo punitivo sin fin.

23 Díez Ripollés (2013, p. 40) considera que una serie de factores sociales fomentan el predominio de programas de acción de no expertos. Así, se refiere al protagonismo en los proyectos de ley de las burocracias gubernamentales o partidistas (pp. 42-43). Donini es particularmente crítico con el saber de los «expertos» por considerarlo propio de un «método aristocrático», que conduce al «dominio de una oligarquía de expertos» (2010, p. 96).

24 Una buena muestra de ello es la apuesta de la academia por la resocialización, mientras que en el mundo de la praxis muy pocos creen en ella. No en vano, el mundo académico es tildado de idealista.

25 Una legitimación científica no puede provenir de las mayorías. Incurriríamos en la falacia naturalista o ley de Hume, «el ser» como «deber ser». Y ello no es admisible por dos cuestiones: primero porque los proyectos sociales necesariamente se fundamentan en unos principios que nos hemos dado y que en nuestro caso están en la Constitución, lo cual a veces desconocen las mayorías; segundo, las mayorías son manipulables por los medios de comunicación, que en muchos casos sesgan la información. Las mayorías suele ser punitivistas, normalmente en favor de las víctimas y contrarias a los derechos de los delincuentes.

26 Hay estudios que demuestran la imposibilidad de reeducación en algunos casos de delincuentes sexuales, o la inviabilidad de la reinserción para los delincuentes por convicción, profesionales o los de cuello blanco.

27 Por ejemplo, algo tan supuestamente empírico como la recolección de datos está sujeto a una serie de factores vinculados a quién, cómo, cuándo y dónde se realiza la recolección, de modo que no se puede decir que sean asuntos «neutros» (véase, sobre estas dificultades, Pérez Cepeda, 2016, pp. 66ss.). Resulta especialmente interesante que «la aplicación de una política de tolerancia cero debería conducir a un aumento de los delitos registrados por la policía» (p. 67).

28 Para Morin, «[u]na educación para una cabeza bien puesta, que ponga fin a la desunión entre las dos culturas, la volvería apta para responder a los formidables desafíos de la globalidad y de la complejidad en la vida cotidiana, social, política, nacional y mundial» (1999, p. 35). Este autor sostiene que, en los últimos años, es la cultura científica la que más aportes ha dado al conocimiento en general, con los descubrimientos del ADN, las neurociencias, los planetas, etcétera.

29 Por eso la ineficacia de los resultados en materia de prevención provienen de esta incapacidad de diálogo de saberes para comprender primero el fenómeno criminal y luego para proponer propuestas concretas eficaces. Los equipos de discusión, por ejemplo, los focus group, o las encuestas en profundidad dan datos satisfactorios, las mesas de trabajo que combinan teoría y práctica, profesionales del sistema penal y académicas dan buenos resultados.

30 Importante será establecer objetivos viables, reales, no demagógicos como suelen plantear los políticos. No existen ni la tolerancia cero ni la prevención total en la realidad criminal, sino más bien contención del delito, rebajar las cifras de criminalidad. La pena no puede erradicar el mal ni los problemas sociales.

31 Se trata de un trabajo conjunto del Grupo Español de Política Legislativa Penal, con la idea de introducir en el debate penal la necesidad de evaluar las políticas penales.

32 Como sostiene Morin, «[e]l desafío de la globalidad es, por lo tanto, al mismo tiempo el desafío de la complejidad. En efecto, existe complejidad cuando no se pueden separar los componentes diferentes que constituyen un todo (como lo económico, lo político, lo sociológico, lo psicológico, lo afectivo, lo mitológico) y cuando existe tejido interdependiente, interactivo e interretroactivo entre las partes y el todo, el todo y las partes» (1999, p. 14).

33 Este es un tema de largo alcance pues las categorías penales diseñadas por la teoría del delito han sido inducidas de una realidad más simple. La complejidad de la sociedad actual y sus delitos plantea presiones para, en algunos casos, repensar esas categorías. Un buen ejemplo son los delitos cometidos por internet (véase Posada Maya, 2017, passim).

34 Sobre la relevancia del «derecho viviente» y el protagonismo de los jueces en el derecho penal, véase Donini (2011, pp. 46ss.). Para quien, al lado de la dogmática clásica, está surgiendo un discurso general que se construye desde la individualización del caso. La jurisprudencia como fuente no totalmente vinculante, como sucede con el Common Law, pero sí con una fuerza argumentativa a la cual la academia debe acudir en sus estudios. También Díez Ripollés (2013, pp. 46ss.) se ocupa del control de la constitucionalidad de las leyes penales, labor que corresponde fundamentalmente a la Magistratura, especialmente la del Tribunal Constitucional y, también, de los tribunales supranacionales.

35 Aunque no corresponde a nuestra tradición histórica la utilización de leyes penales especiales, lo cierto es que existen materias muy complejas que ameritan un tratamiento sistemático especializado como lo serían los delitos socio-económicos que normalmente están acompañados de una normativa extrapenal rica (véase, sobre esta discusión, Donini, 2003; en contra de las leyes especiales, Terradillos, 2003; sobre las dificultades del modelo español, Muñoz Conde, 2003).

36 Según De Sousa Santos, «[p]ara la teoría y sociología convencional, que recurren al pragmatismo para ocultar su pensamiento cínico y se presentan como defensores del escepticismo científico para estigmatizar como idealista todo lo que encaja en sus limitadas perspectivas y análisis» (2009, p. 611).

 

Recibido: 28/06/2018

Aprobado: 19/09/2018

 

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