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Derecho PUCP

versión impresa ISSN 0251-3420

Derecho  no.81 Lima  2018

http://dx.doi.org/10.18800/derechopucp.201802.006 

SECCIÓN PRINCIPAL

 

La caracterización del feminicidio de la pareja o expareja y los delitos de odio discriminatorio*

Partner or Former Partner Femicide’s Characterization and Discriminatory Hate Crimes

 

Mercedes Pérez Manzano**

Universidad Autónoma de Madrid

* Este texto constituye una versión ampliada del trabajo «Odio y discriminación en el feminicidio de la pareja o expareja» que verá la luz en el libro en homenaje a Agustín Jorge Barreiro, el cual será publicado en España y está en la actualidad en prensa. Al texto inicial se han añadido los epígrafes 1, 2, 4, 5 y 6, con la pretensión de explicar mejor la propia posición y sus consecuencias, y, sobre todo, realizar una valoración provisional de la legislación peruana desde dicha posición. Asimismo, la bibliografía de este texto es más completa.
** Catedrática de Derecho Penal en la Universidad Autónoma de Madrid. Código ORCID: 0000-0003-0496-4678. Correo electrónico: mercedesp.manzano@uam.es.

 


RESUMEN

El texto pretende ofrecer una interpretación coherente y útil de la conducta feminicida (o femicida, en la expresión preferida por la autora) contenida principalmente, de manera no uniforme, en diversos tipos penales de las legislaciones latinoamericanas. Efectivamente, luego de afirmar la necesidad de una individualización en la protección penal de la mujer frente a la violencia de género y de constatar lo loables que resultan los enunciados penales latinoamericanos (pese a su carácter disperso), concluye que estos no son el reflejo de una buena política criminal. En efecto, sus enunciados adolecen de imprecisiones, duplicidades y, en algunos casos, de exceso de punitivismo. Para tal efecto, la autora cuestiona la definición del feminicidio como la muerte de «una mujer por su condición de tal» u otras expresiones semejantes —es decir, la muerte por el simple hecho de ser mujer—. Refiriéndose en concreto a la muerte de una mujer a manos de su pareja o expareja, la autora caracteriza el feminicidio como una forma de violencia constitutiva de ser instrumento de dominación discriminatoria, es decir, violencia que se ejerce contra la mujer para mantener o restablecer las desiguales relaciones de poder o, simplemente, para reafirmar el sentido discriminatorio de su acto, negándole a la víctima su derecho a la igualdad. Desde esta perspectiva, la autora discute la consideración del feminicidio de la pareja o expareja como delito de odio, pues lo característico de este es su dimensión colectiva (el significado de amenaza implícita al colectivo) y la paralela condición fungible de la víctima. En opinión de la autora, en el feminicidio de la pareja o expareja la muerte de la mujer se relaciona con el comportamiento concreto asignado prejuiciosamente (machismo) y esperado de la mujer concreta. Es un fenómeno de una dimensión, fundamentalmente, individual. Bajo todas estas consideraciones, el texto culmina analizando el tipo penal peruano de feminicidio, reconociéndole algunos aciertos, pero también reiterando sus desaciertos.

Palabras clave: feminicidio, femicidio, delitos de odio, violencia de género, discriminación, violencia instrumental.

 


ABSTRACT

This article aims to specify a coherent and useful interpretation of feminicide behavior (or as preferred by the author "femicide"), which is included, in a non -uniform manner- in several criminal definitions in Latin American legislations. Indeed, the author asserts the need for an individualized criminal protection of women against gender violence, and confirms the praiseworthy work it is being done in Latin America, yet femicide as a criminal offense in the region is not defined accurately. Thus, the author concludes this is the reflection of a criminal policy that suffers from inaccuracies, duplicities and, in some cases, excessive punitiveness. The author questions the criminal definition of femicide as the death of a "woman because of her condition as such" or other similar definitions that include the murder of a woman because of the mere fact of being a woman. When referring to the death of a woman committed by her partner or former partner, the author characterizes feminicide as a form of violence which constitutes an instrument of discriminatory domination, in other words, violence against women with the purpose of maintaining or re-establishing unequal power relationships or simply to reaffirm the discriminatory sense of his act, denying the victim his right to equality. From this perspective, the author discusses considering partner or former partner femicide as a hate crime, since the characteristic of this criminal definition is its collective dimension (the implicit threat to the collective) and the parallel fungible condition of the victim. In the opinion of the author, in partner or former-partner femicide the woman’s death is related to both the bias that exists towards women, how they should behaved (machismo), and what was expected of the victim (as herself). It is an individual phenomenon, of only one dimension. Under all these considerations the text culminates analyzing the Peruvian criminal type of femicide, acknowledging some successes but also reiterating their mistakes.

Key words: feminicide, femicide, hate crime, gender violence, discrimination, instrumental violence.

 


I. INTRODUCCIÓN

Desde hace más de una década, la mayoría de los países de América Latina han procedido a la tipificación autónoma de la muerte de las mujeres en ciertos contextos en los que se entiende que existe violencia de género1. Con ello, se intenta alcanzar el muy loable objetivo de acabar con un fenómeno criminal muy extendido en el planeta y de potenciales efectos devastadores para la libertad y la seguridad de la mitad de la población mundial. De esta tendencia se separa España, cuyo legislador ha optado por no individualizar el feminicidio como delito específico2. La posición del legislador español consiste en que la aplicación de los tipos generales de los delitos contra las personas en concurso con circunstancias de agravación tradicionales —como el parentesco3 o el abuso de superioridad4— o con otras específicas más novedosas — como el actuar por motivos discriminatorios por razón de género5— ofrece un tratamiento punitivo adecuado a este grupo de delitos6.

Aunque, como acabo de señalar, la opción político-criminal mayoritaria en América Latina ha sido la inclusión del feminicidio en los códigos penales, estas tipificaciones no responden a un modelo unitario, sino que obedecen a opciones político-criminales diversas y al intento de abarcar las singularidades con las que se manifiesta esta tipología delictiva en cada país. Esta diversidad choca con el propio carácter universal del fenómeno (Pérez Manzano, 2016, p. 24) y refleja la falta de consenso sobre su fundamento. De un lado, ni siquiera hay acuerdo sobre los efectos que debe tener la introducción del feminicidio en los códigos penales, pues dicha inclusión no siempre viene acompañada de una penalidad mayor. Así, países como Costa Rica o Chile han incorporado solo la denominación —feminicidio— y lo han hecho de forma restrictiva —para denominar la muerte de quien es o ha sido la cónyuge o conviviente del autor—, asignándose a este delito la misma pena que corresponde a otros casos de muerte de parientes constitutiva de parricidio7. Con todo, la opción político-criminal más seguida en la tipificación del feminicidio es la que podríamos denominar punitivista, esto es, la que implica no solo una denominación o tipificación individualizada, sino el paralelo aumento de la pena respecto de la prevista para similares delitos contra la vida8.

Esta agravación de la pena va ligada a una definición que pretende describir el fenómeno de la violencia mortal contra las mujeres por razones de género. Así, se hace mención a la muerte de «una mujer por su condición de tal» (Código Penal del Perú, artículo 108-A), a la cometida por un hombre «en el marco de las relaciones desiguales de poder entre hombres y mujeres» (Decreto 22-2008 de Guatemala; Ley 779 de Nicaragua), a la que tiene lugar mediando «motivos de odio o menosprecio por su condición de mujer» (Decreto-Ley 520-2011 del Salvador) o, simplemente, se alude a que la muerte se ha cometido por «violencia de género» (Código Penal de Argentina; Código Penal de México D.F.). Y, más allá de las diferencias en dicha conceptuación, resulta especialmente relevante señalar que estas definiciones tampoco cumplen la misma función en el seno de dichas tipificaciones, pues, si bien en algún caso constituyen requisito suficiente para la calificación de la muerte como feminicidio (Código Penal de Argentina), en la mayoría de las ocasiones los legisladores han optado por precisar la propia definición genérica, señalando cuándo se considera que se ha producido la muerte de una mujer «por violencia de género». Si en el primer caso serán los jueces quienes deberán concretar en qué contextos y situaciones precisas se considerará que, por ejemplo, se ha producido la muerte «de una mujer por su condición de tal», en el segundo caso se han generado elencos típicos de contextos o subtipos de feminicidio (Decreto-Ley 520-2011 del Salvador; Decreto 22-2008 de Guatemala; Código Penal de México D.F.; Ley 779 de Nicaragua; Ley 30068 de Perú; Ley 348 (9-3-2013) de Bolivia; Ley 1761 de Colombia), de tal forma que el marco interpretativo de los jueces es menor, porque es el legislador el que ha asumido dicha tarea al menos parcialmente.

Aunque son muchas las particularidades a la hora de describir los contextos o subtipos de feminicidio9, hay tres casos que se incluyen de forma mayoritaria en las legislaciones como prototípicos de la violencia de género contra la mujer: la misoginia, el atentado previo a la libertad sexual de la víctima y la existencia, actual o previa, de una relación de pareja. Es a este último caso —el feminicidio cometido por el hombre que es o ha sido pareja de la víctima10— al que me voy a referir en lo que sigue, intentando analizar cuáles son sus rasgos característicos, para, de este modo, extraer alguna conclusión sobre si los distintos modelos de tipificación consiguen abarcar dichas características de manera coherente y discutir cuál sería una tipificación adecuada. Para ello, iniciaré el análisis por la definición de feminicidio como muerte de la mujer «por ser mujer» o «por su condición de tal» y la eventual catalogación del feminicidio como subtipo de los delitos de odio.

A los efectos de dicho análisis, resulta conveniente recordar que los códigos penales han contemplado históricamente una figura delictiva específica para la muerte de la esposa producida por el marido que la encontraba en flagrante adulterio, con una sustancial rebaja de la pena que correspondía al parricidio. Y, también, que en muchos países sigue aplicándose la atenuante de arrebato u obcecación —o estado pasional o emocional— para rebajar la responsabilidad penal de quien mata a la esposa producto de los celos. De esta comprensión de que el amor a la mujer (mal entendido) provoca pasiones —celos— que justifican una atenuación mayor o menor de la pena, parece que hemos pasado a otra en la que de nuevo las pasiones, el odio, pueden tener efectos —en este caso agravatorios— en la responsabilidad penal del hombre que mata a su pareja mujer. En mi criterio, este tránsito hacia la conceptuación del feminicidio de la pareja como delito de odio a la «mujer» es tan inadecuado como ilegítimas eran las rebajas de la pena del histórico uxoricidio. Lo que, en mi criterio, cualifica estas muertes y, por tanto, puede tener un reflejo en su tratamiento penal no son las pasiones —ni el amor, ni el odio—, sino el carácter instrumental de la violencia que se ejerce: para mantener unas relaciones desiguales que sitúan a la mujer en una posición de subordinación.

II. FEMICIDIO VERSUS FEMINICIDIO: ALGO MÁS QUE UNA CUESTIÓN TERMINOLÓGICA

Mi punto de partida se asienta en dos ideas básicas, que son comúnmente compartidas. En primer lugar, parto de que la violencia sobre las mujeres tiene carácter estructural11 y es la forma más grave de discriminación de las mujeres y de mantenimiento de dicha discriminación, como apuntan los textos internacionales en la materia (Convenio de Estambul, artículo 3. a). Y, en segundo lugar, entiendo que la asignación de una denominación singular a las muertes de las mujeres que son producto de tal discriminación estructural y reflejo último y más grave del sistema patriarcal tiene efectos positivos, sin duda, de cara a la visibilización del problema y su cuantificación. Y considero que tanto su visibilización como su cuantificación son presupuestos de un adecuado tratamiento jurídico de este fenómeno delictivo. Por lo tanto, tenga o no efectos agravatorios de la responsabilidad penal, soy partidaria de utilizar un término específico para denominar la muerte de las mujeres. Como se ha señalado (Munévar, 2012, p. 151), la potencia discursiva de la ley, su eficacia simbólica y sus efectos performativos contribuyen, sin duda, a las transformaciones sociales tan necesarias en este ámbito.

Sin embargo, para nombrar el fenómeno resulta necesario alcanzar un consenso sobre el término a utilizar, y este no se ha conseguido. Como es sabido, dos son los términos utilizados tanto por la doctrina como por los códigos penales para denominar la muerte de las mujeres: femicidio y feminicidio. Ambos proceden de la traducción al castellano del término inglés femicide (Toledo, 2009), el cual fue utilizado por primera vez por Diana Russel en el simbólico tribunal de crímenes contra la mujer celebrado en Bruselas en 1976. En aquel momento, Russel lo definió como «the killing of women because they are women», y afirmó que se trataba de una clase de muertes de mujeres debida al sexismo (Russell, 1990, p. 286)12. Con independencia del debate lingüístico13 y de fondo14, lo cierto es que el término feminicidio tiene resonancias cercanas al genocidio, es decir, a las muertes masivas dentro de un colectivo vinculadas por el objetivo de acabar con el propio colectivo. Pero no solo el eco que genera el término feminicidio es relevante. Lo es también que suele afirmarse, con razón, que lo que hace de este fenómeno criminal un fenómeno singular y masivo es la propia inactividad del Estado, su complicidad estructural en la impunidad de las muertes de las mujeres. El potencial efecto expansivo del fenómeno deriva de una forma muy sustancial de dicha complicidad omisiva del Estado. Este es un rasgo que podría servir para fundamentar un uso diferenciado de ambos términos, como ya ha sido propuesto (Carcedo, 2010, pp. 481ss.). Así, el término femicidio podría utilizarse cuando hablamos de un delito concreto15, mientras que el término feminicidio podría ser utilizado al aludir al fenómeno colectivo y masivo —en todo caso, cuando nos referimos al crimen de Estado (Lagarde, 2006a, p. 221)— y como término genérico que incluya tanto el femicidio individual como los feminicidios masivos16.

Más allá de los problemas terminológicos, la cuestión fundamental es la determinación de cuáles son las características de este tipo de muertes y si obedecen a un patrón general17. La primera posibilidad es la caracterización de la muerte de las mujeres por su pareja o expareja como un fenómeno masivo encuadrable en el «genocidio de mujeres». Esta caracterización ha sido descartada ampliamente, pues no parece que se asiente en bases sólidas. De un lado, desde una perspectiva práctica, la opción del «genocidio de mujeres» no parece encajar con la fenomenología de este delito en muchos países, incluido España. En efecto, no se observa ya la pasividad generalizada del Estado en su persecución, requerida para atribuirle —aunque sea parcialmente como complicidad omisiva— corresponsabilidad en el propio fenómeno. Y, desde una perspectiva dogmática, su catalogación en el marco de los crímenes de genocidio presenta el problema de la configuración y prueba del propio elemento subjetivo característico de esta clase de delitos: la intención o al menos la conciencia de acabar total o parcialmente con el colectivo al que se refiere, lo que en este caso implica que el objetivo es el exterminio de las «mujeres». La constatación de este objetivo en el caso concreto resulta harto discutible18.

Al margen de la anterior caracterización, la definición más extendida del feminicidio es la que se refiere a la muerte de una mujer por el mero hecho de ser mujer. Esta es la definición de Diana Russell y ha sido adoptada por el propio Convenio de Estambul en la definición de la violencia sobre las mujeres por razones de género en su artículo 3. d). Asimismo, es la definición que muchas legislaciones de América Latina han incorporado a sus códigos penales19. Sin embargo, también es bastante habitual identificar el feminicidio como delito de odio o, al menos, como un fenómeno muy vinculado o cercano al mismo. En las primeras aproximaciones al tema, la socióloga americana sostuvo que el feminicidio era la muerte de una mujer motivada por el odio, el menosprecio, el placer o el sentido de propiedad sobre las mujeres, incorporando la muerte de las mujeres a la categoría más amplia de delitos de odio discriminatorios. En este marco, Russell sostenía que, en este caso, tales muertes se fundarían específicamente en el sexismo del autor (supra, nota 12). Esta concepción es la que permitiría la aplicación de la agravante contemplada en el artículo 22.4 del Código Penal español —actuar por motivos discriminatorios por razón de género en los casos de feminicidio de la pareja o expareja realizado en un contexto de violencia de género—. En mi criterio, también esta caracterización del feminicidio está necesitada de una mayor profundización, pues no termina de abarcar la esencia del fenómeno.

III. LA CARACTERIZACIÓN DEL FEMINICIDIO DE LA PAREJA O EXPAREJA COMETIDA POR EL HOMBRE: LA VIOLENCIA DISCRIMINATORIA PATRIARCAL

Mi posición en este tema se construye a partir de las siguientes ideas, las cuales desarrollaré a continuación: la violencia del hombre sobre la pareja o expareja mujer no reúne los rasgos habituales de un delito de odio en sentido estricto; tampoco se puede afirmar con propiedad que la violencia que se ejerce en este ámbito «sea por el mero hecho de ser mujer»; el elemento que define esta clase de violencia es el de constituir un instrumento de dominación discriminatoria, es decir, de mantenimiento o expresión de una posición social de subordinación de las mujeres; por último, si estoy en lo cierto, la violencia del hombre sobre la mujer pareja o expareja no refleja el odio al colectivo de mujeres, sino, en su caso, el odio a una determinada manera de ejercer los roles femeninos: una manera que no encaja en el modelo tradicional patriarcal discriminatorio. Lo que odia el autor no es a la mujer, sino sus creencias y su actuación conforme a dichas creencias —lo que podríamos denominar la propia ideología de género o ideología antidiscriminatoria—. En este marco, lo que pretende erradicarse no es a la «mujer», sino un modelo de comportamiento femenino igualitario.

III.1. El odio a «la mujer» como elemento configurador del feminicidio

La relación entre el feminicidio y los delitos de odio ha sido problemática desde su origen (véase Laurenzo, 2012, p. 121). Como sabemos, las primeras construcciones del feminicidio lo incluyeron dentro de esta categoría como uno más de los delitos de odio discriminatorio. Sin embargo, esta catalogación generó muchas críticas y no consiguió prosperar. Varios tipos de razones se alegaron y se alegan aún contra la ubicación de las muertes de las mujeres entre los delitos de odio. De un lado, se alude a razones prácticas, ya que la elevada cifra de muertes de mujeres haría colapsar y distorsionaría los registros sobre los delitos de odio e impediría, en consecuencia, una adecuada identificación estadística de los mismos de cara a su tratamiento penal (Center for Women Policy Studies, 1991)20. Paralelamente, ello diluiría el efecto simbólico especial que tiene la catalogación de un hecho como delito de odio. De otro lado, se afirma que estas cláusulas y esta clase de delitos —los delitos de odio discriminatorio— están pensados para la protección de grupos históricamente discriminados que componen minorías, no pudiendo catalogarse a las mujeres como minoría. Además, la caracterización de este fenómeno criminal como delito de odio no encajaría tampoco con la idea de que la discriminación sobre las mujeres tiene carácter estructural, pues este rasgo no sería común a la violencia que se ejerce con tal carácter contra las minorías incluidas en los delitos de odio21.

Más allá de la consistencia de estas razones22, algunas de ellas meramente pragmáticas, para dilucidar si todo feminicidio es un delito de odio, el correcto enfoque del tema requiere analizar si los feminicidios reúnen los rasgos identitarios de los denominados delitos de odio23 y, en particular (para lo que aquí nos interesa), si el feminicidio de la pareja o expareja presenta dichos rasgos.

Desde la perspectiva fenomenológica, el rasgo esencial con el que se caracteriza los denominados «delitos de odio» reside en que el hecho se realiza debido al odio a la categoría (afroamericanos, judíos, homosexuales…). Por ello, la víctima concreta sobre la que recae el delito es aleatoria y fungible. Se trata de que la selección de la víctima de la violencia en los delitos de odio por parte de su autor se hace con abstracción de las singularidades de la misma y por la única razón de reunir el rasgo de la condición de pertenencia al colectivo al que genéricamente se odia24. De modo que, por esta misma razón, por el carácter fungible de la víctima de los delitos de odio, estos tienen siempre una dimensión colectiva que va más allá del acto singular. Esta dimensión puede identificarse en que todo hecho individual de delito de odio supone una amenaza implícita a cualquier persona que forma parte del colectivo. Se trata tanto de que cualquier persona que forma parte del colectivo odiado siente dicha amenaza implícita y sabe que puede ser la siguiente víctima dado que reúne las características que identifican al colectivo, como de que el hecho es reflejo y materialización de una pauta de comportamiento amenazante hacia el colectivo desarrollada en el pasado y que contribuye a dotar de sentido presente y futuro25.

En la violencia ejercida por el hombre sobre la pareja o expareja mujer este rasgo está ausente: para cada autor no es indiferente la víctima de la violencia —no es fungible— (Pérez Manzano, 2016, p. 21), porque a quien específicamente se quiere someter mediante la violencia no es a «la mujer», sino a la pareja o expareja propia. En realidad, esta clase de autor no estaría dispuesto a cometer un delito violento contra cualquier mujer —como sí estaría dispuesto a cometer un delito contra cualquiera que integre la categoría respectiva el autor de un delito de odio—, sino que solo quiere ejercer violencia contra una persona en particular, contra su pareja o expareja. Por ello, no parece que a la muerte de la pareja o expareja sea inherente la dimensión colectiva propia del delito de odio, la amenaza implícita a todo el colectivo de mujeres26. Con las cautelas que hay que adoptar en estos temas, diría que la violencia del hombre sobre la pareja o expareja se sustenta en el machismo y no en la misoginia, siendo la misoginia lo que puede servir para identificar un delito de odio contra las mujeres. Si según el Diccionario de la Real Academia la misoginia implica la aversión a las mujeres27 y el machismo la actitud de prepotencia de los varones respecto de las mujeres, la muerte de la mujer pareja o expareja no parece que se caracterice por la misoginia —esto es, por el odio al colectivo de mujeres—, sino por el machismo —es decir, por la propia creencia en la superioridad del hombre sobre la mujer y por la creencia en la preeminencia de los roles sociales asignados al varón, que, en el caso concreto, se plasman en las relaciones de pareja28—.

Esto no quiere decir que niegue la posibilidad de que existan delitos de odio cometidos por motivos discriminatorios por razón de género contra las mujeres —creo que estos existen y deben ser castigados como tales29—. Tan solo afirmo que no todo feminicidio es un delito de odio y que el feminicidio de la pareja o expareja no es un delito de odio en sentido estricto, entendiendo por tal el «odio a las mujeres»30, como colectivo. El feminicidio de la pareja o expareja carece de la dimensión colectiva inherente a los delitos de odio, tanto desde una perspectiva fenomenológica —debido al carácter no fungible de la víctima— como expresiva —no comunica el sentido de advertencia genérica a todo el colectivo de mujeres—.

III.2. El carácter instrumental de la violencia machista: el componente discriminatorio

Ahora bien, aunque no reúna los rasgos esenciales de un delito de odio, no puede negarse que la violencia sobre la mujer tiene una relación estrecha con ellos en la medida en que comparten el componente discriminatorio. En efecto, la violencia sobre las mujeres está estrechamente vinculada con la situación de discriminación que padecemos, que tiene un carácter estructural31: es la forma más grave de discriminación de las mujeres y de mantenimiento de dicha discriminación, como apuntan los textos internacionales en la materia (véase el artículo 3. a) del Convenio de Estambul).

Con respecto a la violencia que ejerce el hombre sobre la pareja o expareja mujer que es constitutiva de violencia de género, ello significa que se caracteriza como una violencia instrumental, pues se trata de una violencia que se ejerce para mantener o restablecer las desiguales relaciones de poder en el marco de la familia. Ello tiene una dimensión individual, pues el efecto se pretende y consigue respecto de la víctima individual. Incluso en los casos más extremos de violencia ejercida ante el «buen comportamiento» de la víctima32, esta tiene carácter instrumental, pues se ejerce igualmente para mantener vivo el modelo de sumisión de la mujer y recordar quien tiene el poder en la familia: es una violencia amenazante, que contribuye a mantener el estatus de poder del hombre y de subordinación de la mujer. Además, no puede dejar de señalarse que, también en este caso extremo, la violencia es expresión simbólica de la reducción de la víctima a mero cuerpo, a mera entidad biológica, propiedad del hombre. El hombre puede usar y dañar a la mujer —reducida a mero ente físico— como puede usar y dañar, en principio, cualquier objeto de su propiedad. Con este ejercicio de la violencia se envía el mensaje de la superioridad masculina: el hombre como el único que detenta derechos de propiedad sobre cuerpos ajenos.

En mi opinión, se debe incorporar a la definición de la violencia sobre las mujeres ejercida por razones de género su condición de instrumento de dominación discriminatoria, de instrumento para el mantenimiento de la mujer en una posición social de subordinación y para exteriorizar, paralelamente, la posición de preeminencia del hombre en las relaciones individuales. Esto puede parecer una obviedad: sin embargo, no lo es tanto si advertimos que no aparece en todas las tipificaciones penales del feminicidio y que, cuando aparece, en ocasiones sirve para identificar una clase de feminicidio y no la propia categoría. Es más, en las legislaciones en las que se menciona la discriminación, tal mención se hace de forma separada de la alusión al contexto de la relación de pareja, no estableciéndose una vinculación entre ambos elementos (véase Ley 348 (9-3-2013) de Bolivia o Ley 1761 de Colombia), lo que permite una interpretación del contexto de relación de pareja como elemento suficiente para catalogar el hecho como feminicidio.

El Tribunal Constitucional español sí se refirió a este elemento en la Sentencia 59/2008 y ello le sirvió para fundamentar que el artículo 153.1 del Código Penal español, que sanciona el maltrato leve del hombre hacia su pareja o expareja mujer, es una norma legítima que sanciona más gravemente el maltrato de la mujer porque constituye una clase de violencia expresiva de la discriminación —la que se ejerce sobre las mujeres, que, por ello mismo, es un hecho delictivo que refleja un mayor desvalor de injusto (Pérez Manzano, 2016, pp. 36ss.; Toledo, 2016, p. 82)—. En el plano expresivo, en su dimensión comunicativa, esta clase de violencia representa siempre un ataque a la igualdad de la víctima, una negación de sus derechos iguales. En segundo lugar, comporta el menosprecio33, la minusvaloración de las diferencias identitarias de la víctima —de las mujeres— o de sus funciones familiares y sociales a las que asigna menor rango. En tercer lugar, supone una limitación y, en los casos más extremos, la negación de la autonomía, de la propia capacidad de decisión de la víctima. En cuarto lugar, supone siempre una amenaza permanente (recordatorio) de que se usará la violencia en el futuro si la mujer no se aviene a los deseos del hombre y a cumplir el patrón patriarcal. Por último, puede llegar hasta la absoluta negación de la condición de persona a la víctima, convirtiéndola en un mero ente biológico, propiedad del varón. En términos de dogmática penal, esto significa que el delito contiene un mayor desvalor de injusto dado que el desvalor de resultado —el daño— es más grave en atención a la pluralidad de bienes jurídicos afectados por la conducta: más allá de la vida y la integridad física, la libertad, la igualdad y la dignidad (Pérez Manzano, 2016, p. 37)34.

Configurar la violencia sobre la pareja o expareja mujer como violencia que se ejerce como instrumento de dominación discriminatoria supone la necesidad de indagar en el contexto y en los comportamientos en la relación de pareja para identificar los elementos específicos de desvalor de la violencia ejercida por esta razón. Se trata de elementos de la configuración objetiva del hecho que pueden ser identificados con independencia de la actitud interna del hombre. Y, por tanto, se trata de indagar en el significado objetivo de los hechos, en su dimensión expresiva, comunicativa o de sentido, con independencia de la concreta intencionalidad o motivación del autor (Dopico, 2004, pp. 165ss.). Para que podamos calificar la muerte de una mujer por su pareja o expareja como violencia discriminatoria por razón de género, es necesario, de un lado, que se ejerza la violencia en un contexto que refleje dicha discriminación —es decir, que refleje estereotipos patriarcales de subordinación de la conducta de la mujer—; y, de otro, que la violencia tenga carácter instrumental respecto de dicha discriminación. Sin ánimo de exhaustividad, de acuerdo con estos patrones patriarcales, de la mujer se espera sumisión al hombre en todas las decisiones familiares —especialmente en las de carácter económico—, disponibilidad sexual, que asuma el cuidado de la casa y la familia, que no se relacione con varones ajenos a la familia, o que no supere al hombre en conocimientos o situación profesional. De modo que, cuando la violencia se vincule a dichos patrones patriarcales, podrá calificarse como violencia discriminatoria o violencia de género35.

En primer lugar, no cabe ninguna duda de que existe un contexto de violencia de género cuando la violencia se produce en una situación de asignación desigual de roles patriarcales a la mujer en el seno de las relaciones de pareja —esto es, roles que se relacionan con las funciones del cuidado de la casa y la familia— y la «causa» del conflicto del que emerge la violencia se vincula con dicha asignación de roles patriarcales y su incumplimiento por parte de la mujer36. En segundo lugar, tampoco hay duda de que existe un contexto de discriminación patriarcal cuando la violencia se vincula al incumplimiento del papel de sumisión de la mujer37. En tercer lugar, tampoco lo hay cuando se humilla y menosprecia a la víctima, negando sus capacidades o despreciando su valor o entidad38, pues dicho menosprecio refleja su propia consideración como inferior. En cuarto lugar, también se constata dicha clase de violencia cuando el hombre ejerce control sobre la actuación y el propio cuerpo de la mujer, negando, por tanto, la autonomía de esta39 y su condición de persona. La violencia de género, como conducta discriminatoria, es instrumento de dominación del hombre sobre la mujer; además, refleja el sometimiento, el menosprecio y el control de la mujer por parte del hombre.

Que la violencia que se ejerce contra la pareja o expareja sea instrumental a la propia discriminación de la mujer explica que en las sociedades que más han avanzado en la igualdad las cifras de violencia sigan siendo elevadas y que dichas cifras sean más elevadas en entornos urbanos que en entornos rurales. Esto es así porque una parte de la violencia que se ejerce hoy sobre las mujeres es una violencia reactiva: mientras la mujer acepta el rol subordinado y sumiso, no es necesario el uso de la violencia física; mientras basta una mirada amenazante, no hace falta la agresión física; cuando pese a todo la mujer actúa de manera independiente, el ejercicio de la violencia física se hace necesario para imponer el modelo patriarcal (véase Rodríguez-Menés & Safranoff, 2012, pp. 597, 599)40. Por lo tanto, el desafío al modelo patriarcal emprendido por las mujeres es un factor que ha elevado el riesgo de sufrir violencia de género en su forma más extrema.

III.3. Violencia, ¿por ser mujer o por dejar de serlo?

Si la conexión entre los delitos de odio y la violencia sobre las mujeres ha planteado siempre problemas, la definición de la misma acuñada por Diana Russel —aquella que se ejerce contra las mujeres «por el mero hecho de serlo»— ha conseguido un amplio consenso doctrinal y legal, hasta el punto de que forma parte de las definiciones de feminicidio adoptadas por los códigos penales41. En mi criterio, sin embargo, esta definición no es suficientemente precisa y expresiva del fenómeno.

Cuando se afirma que la muerte de una mujer se ha realizado «por el mero hecho de ser mujer», se envía un doble mensaje: de un lado, se pretende advertir que la muerte de la víctima concreta no responde a un motivo individual conectado con dicha persona concreta, sino que la muerte se produce porque la persona pertenece a la categoría «mujer» (Segato, 2014, p. 13); de otro lado, la expresión alude a que la violencia que se ejerce sobre la mujer carece de un motivo que se relacione con lo que la mujer hace y que, más bien, está causada por lo que la víctima es. Parece entonces que se trata de una violencia «gratuita», sin un motivo específico que explique la actuación del autor y sin un propósito concreto de este que se relacione con la víctima concreta. Creo, sin embargo, que la violencia sobre la pareja o expareja no encuentra una definición certera en esta descripción, pues no es violencia gratuita. Como acabo de exponer, creo, más bien, que la violencia del hombre sobre la pareja o expareja mujer que es constitutiva de violencia de género es una violencia instrumental, pues se trata de una violencia que se ejerce para mantener o restablecer las desiguales relaciones de poder en el marco de la pareja.

Por esta razón —a saber, porque la violencia del hombre sobre su pareja o expareja mujer tiene siempre carácter instrumental—, no me parece adecuado sostener que esta clase de violencia de género es violencia sobre la mujer por el mero hecho de serlo. Debido a dicho carácter instrumental, la violencia tiene una relación estrecha con el comportamiento de la mujer, con los patrones sociales de actuación cuyo cumplimiento se le exige. La propia Diana Russell parece advertir esta idea, pues su definición presenta una cierta evolución. En efecto, pasa a apelar al sexismo, en tanto sentido de superioridad de los hombres, como el motivo de los asesinatos de mujeres y se separa de la caracterización de Caputi de la violencia sobre las mujeres como delito de odio (2001, p. 14; Laporta, 2015, pp. 65-69). En realidad, si partimos de la idea manifestada por Simone de Beauvoir de que no se nace mujer sino que se llega a serlo, sostener que el feminicidio es la muerte de las mujeres por el hecho de serlo no es una formulación lo suficientemente expresiva. Si «ser mujer» es comportarse conforme a ciertos patrones sociales que se aprenden, la violencia sobre la mujer no se produciría por ser mujer, sino por dejar de serlo, o para que se sea: esto es, por no comportarse conforme a los patrones sociales exigidos que identifican al género femenino y para alcanzar el objetivo de un comportamiento de la mujer ajustado a dichos patrones42. La violencia de género, de un lado, tiene el sentido del castigo que impone el hombre a la mujer por desviarse del comportamiento considerado adecuado, y/o, de otro lado, tiene la finalidad de dirigir el comportamiento futuro de la mujer. En atención a ello, creo que definir la violencia sobre la mujer por razones de género como la violencia que se ejerce «por el mero hecho de ser mujer» —sin perjuicio de haber conseguido llamar la atención sobre la dimensión política del fenómeno como negación de los derechos humanos precisamente de las mujeres y de constituir una categoría analítica de primer orden para desvelar los factores discriminatorios que están a la base de estas muertes— no es la manera más precisa de expresar la esencia de esta clase de violencia, y, en consecuencia, tampoco lo es para definir el feminicidio de la pareja o expareja. Como afirma Laurenzo, feminicidio es toda muerte de una mujer derivada de la discriminación por razón de género (2012, pp. 122ss.).

III.4. La violencia machista como odio a una determinada manera de ejercer los roles femeninos

Los delitos de odio racial o por razón de nacionalidad, religión u orientación o identidad sexual o de género tienen en común con la violencia sobre la pareja o expareja mujer que se trata también de delitos en los cuales el elemento discriminatorio es un rasgo constitutivo: la creencia en la propia superioridad del autor y del colectivo al que pertenece, el menosprecio de los rasgos identitarios del otro colectivo43, así como la pretensión de limitar la capacidad de decisión y actuación de la propia de la víctima. Todos son delitos que se nutren de prejuicios discriminatorios y que se realizan con el objetivo, manifiesto o implícito, de mantener un determinado modelo de relaciones sociales que asigna un comportamiento subordinado, inferior, a los integrantes de los colectivos discriminados (Milton Peralta, 2013) a los que se les niegan iguales derechos y autonomía para desarrollar libremente su personalidad44 o, incluso, el derecho a su propia existencia. Todos expresan un mensaje de menosprecio a las víctimas. Sin embargo, como acabo de sostener, no creo que ello convierta a todos los delitos con componente discriminatorio en delitos de odio45. Es más, creo que es distorsionador y negativo político-criminalmente encuadrar el feminicidio de la pareja o expareja entre los delitos de odio. Como acabo de mostrar, la violencia del hombre sobre su pareja o expareja mujer no contiene el elemento de odio genérico al colectivo «mujer», ni la dimensión de sentido de delito colectivo de amenaza a toda mujer que caracteriza el resto de los delitos de odio. Tampoco puede afirmarse con propiedad que la víctima sea fungible. Finalmente, sus elevadas cifras constituyen un indicio de su propia especificidad.

Ahora bien, ello no significa que no sea posible identificar un cierto elemento de «odio» en los delitos de violencia sobre la mujer por razones de género, también en el feminicidio de la pareja o expareja. En mi criterio, el odio no se proyecta sobre lo que las mujeres somos, sino sobre la forma en la que nos comportamos de acuerdo con nuestras creencias, valores e ideas. La aversión se dirige hacia un tipo especial de creencias o una ideología que viene constituida por la propia ideología de la igualdad de género o la igualdad entre los géneros, la cual asigna a la mujer una posición de igualdad respecto de los hombres. La violencia contra la pareja o expareja evidencia el odio a esta ideología, a la manera de concebirnos a nosotras mismas —como iguales— y el odio a la manera de presentarnos en el mundo y actuar en sociedad —libres, dignas—. Se trata, pues, de una ideología, de una manera de actuar que no encaja con el modelo tradicional patriarcal discriminatorio.

Ello implica que, en realidad, el odio del machista no se dirige a todas las mujeres como colectivo, sino a una determinada manera de concebir y ejercer los roles femeninos. Y ese odio le conduce a odiar a un grupo de mujeres: las que actúan y se comportan conforme a ese parámetro de igualdad que se odia. Es también cierto que ese odio alcanza, sobre todo, a la mujer que es o ha sido su pareja, porque, en el imaginario machista, es precisamente ese comportamiento igualitario de su pareja el que le niega el papel de superioridad que cree que le pertenece por derecho natural y le sustrae una parte de la que considera su identidad fundamental masculina. Es más, ese comportamiento igualitario de su pareja o expareja daña, según sus creencias, su propia identidad masculina. El comportamiento igualitario de la mujer se le hace más insoportable al hombre si se manifiesta en sus relaciones con su pareja que si se manifiesta en otro contexto social.

Como he expuesto en otro lugar (2016, p. 22), la violencia de género más significativa es la violencia de género doméstica, y, dentro de ella, la que se ejerce contra la pareja. Y ello se debe a que el contexto familiar es especialmente apto para generar violencia de género: primero, porque se trata de un espacio privado en el que existen relaciones de dependencia y en el que las personas se manifiestan de forma más desinhibida. Pero también porque las relaciones de pareja son el espacio privilegiado para el desarrollo de los roles de género más tradicionales y discriminatorios: aquellos que pretenden reducir el papel de la mujer y la identidad femenina a funciones de cuidado de la pareja y de los hijos y de subordinación a la autoridad masculina. Por ello, paralelamente, para el hombre, la familia —y, más en concreto, la pareja— es el último reducto donde ejercer el rol masculino dominante sin el cual el hombre que se manifiesta anclado en el modelo patriarcal se considera a sí mismo carente de identidad.

Dicho de otro modo, la familia —y, en su marco, la pareja— es el espacio respecto del que se han construido socialmente en el género masculino las mayores expectativas acerca de su superioridad sobre la mujer y acerca del rol femenino patriarcal sumiso que esta debe asumir. Así, las posibilidades de que un varón vea frustradas sus expectativas de género (masculinas) son mayores. En otros contextos, por el contrario, las expectativas del hombre son menores o este gestiona su frustración de un modo distinto (Larrauri, 2008, pp. 4ss.), siendo incluso controladas socialmente —en tanto no están bien vistas, pueden ser reprochadas—. En otras ocasiones, el hombre ni siquiera manifiesta socialmente la frustración de su expectativa, porque la asume individualmente y en silencio, a condición de tener otro espacio en el que poder seguir desarrollando la que considera su identidad masculina —su rol superior y de dominación sobre la mujer—. De ese modo, acepta el rol igualitario femenino en la sociedad mientras pueda seguir ejerciendo su rol dominante en privado. Por ambas razones, la igualdad en la pareja se le hace más insoportable que en otros contextos sociales: porque es la que incide de forma más directa en el núcleo de sus creencias identitarias masculinas —machistas—; y porque sin el reducto privado de dominación sobre la mujer carece de un entorno en el que desarrollar su propia identidad masculina —machista—46.

IV. ALGUNA CONCLUSIÓN Y ALGUNAS CONSECUENCIAS PARA LA TIPIFICACIÓN E INTERPRETACIÓN DEL FEMINICIDIO DE LA PAREJA O EXPAREJA MUJER

La identificación en estos casos de un rasgo expresivo de «odio» y la explicación de las razones del mayor riesgo de sufrir violencia en el seno de la pareja no implican que el feminicidio de la pareja o expareja contenga siempre una dimensión colectiva fundamental de amenaza genérica al colectivo de las mujeres —ni desde una perspectiva fenomenológica, ni desde una óptica comunicativa—. La muerte, en estos casos, sigue teniendo sustancialmente una dimensión individual: aunque comporte un daño mayor, este se ciñe a los efectos producidos en los bienes de la víctima individual, en su vida, en su dignidad, en su derecho a no padecer discriminación. Podría sostenerse que, debido a que esta clase de muertes se insertan en una pauta discriminatoria estructural, tienen una dimensión colectiva, pues envían un mensaje global al colectivo «mujer», emancipada o no47. Aunque ello es cierto, no creo que este efecto comunicativo sea mayor al que tiene cualquier comisión de un delito; pues también todo delito tiene siempre una dimensión comunicativa a la que se reacciona con la pena.

En suma, aunque en el feminicidio de la mujer por parte de su pareja o expareja se pueda identificar un objeto «odiado» —la propia igualdad de género como ideología— y un colectivo sobre el que se proyecta — las mujeres que pretenden dicha igualdad en el seno de las relaciones familiares—, no es este el elemento que dota de identidad al hecho. Más bien es el carácter instrumental de la violencia respecto de la discriminación patriarcal el elemento que aporta sentido y desvalor específico al hecho. Por lo tanto, es el elemento que puede ser tomado en consideración bien para la tipificación penal autónoma de esta clase de muertes, bien para su sanción a través de una circunstancia de agravación.

Son varias las consecuencias preliminares que se extraen de lo expuesto de cara a la tipificación penal del feminicidio de la pareja o expareja por parte del hombre. Tanto si se opta por la tipificación autónoma del feminicidio como por su tratamiento punitivo en el marco de los delitos generales contra la vida con aplicación de una agravación específica, se debe individualizar el tratamiento penal del feminicidio de la pareja o expareja del que se otorgue a los delitos de odio y no debe caracterizarse como un tipo de violencia de odio sobre las mujeres o por razón de misoginia. Ha de dejarse claro en todo caso que esta agravación tiene un fundamento objetivo específico, parcialmente distinto al que justifica los delitos de odio discriminatorio, aunque compartan un núcleo común. En la tipificación del feminicidio de la pareja cometido por el hombre no basta con la mención del contexto relacional —la pareja o expareja—, pues este no identifica el núcleo específico del supuesto ni su fundamento agravatorio. El mandato de taxatividad exige que el tipo penal incorpore el elemento que fundamenta la agravación, esto es, el carácter de la violencia ejercida para alcanzar, mantener, restablecer o simplemente evidenciar una posición dominante del hombre y discriminatoria de la mujer.

IV.1. Autonomía de la tipificación del feminicidio de la pareja o expareja

Si, como he sostenido, hay una diferencia esencial entre la muerte de la pareja o expareja mujer a manos del hombre y la muerte de otras mujeres por odio a las mujeres —por misoginia—, la definición del feminicidio de la pareja como violencia por odio contra las mujeres no es lo suficientemente precisa y la tipificación conjunta de ambas clases de muerte de las mujeres es distorsionadora. La muerte por misoginia sí contiene el elemento de amenaza al colectivo típico de los delitos de odio. Se trata de un componente de desvalor del injusto que puede conducir a un marco de pena distinto al de otras muertes de las mujeres.

En este contexto, creo que ha acertado el legislador argentino al tipificar de forma separada las dos clases de muerte, la que se fundamenta en la misoginia y la que se conecta con la violencia de género. De un lado, se menciona la muerte «por placer, codicia, odio racial, religioso, de género o a la orientación sexual, identidad de género o su expresión» (artículo 80.4 del Código Penal argentino), categoría que incluirá todo caso de delito de odio, también contra las mujeres, en el que la identidad concreta de la víctima sea irrelevante. Y, de otro lado, se alude a la muerte de «una mujer cuando el hecho sea perpetrado por un hombre y mediare violencia de género» (artículo 80.11), dejando en claro que no basta con la condición de hombre del autor y de mujer de la víctima, sino que la aplicación de la pena agravada exige que, además, haya mediado violencia de género, excluyendo, por tanto, la posibilidad de una calificación automática como feminicidio de cualquier muerte de una mujer perpetrada por un hombre48. Por el contrario, yerran las legislaciones que regulan de forma conjunta ambos tipos de muerte y las que identifican el contexto relacional de pareja como un contexto de por sí suficiente para entender la muerte como producida por la violencia de género49.

IV.2. Identificación del desvalor específico del feminicidio de la pareja o expareja: la discriminación patriarcal y sus contextos

Como he sostenido (2016, pp. 41ss.), no es buena política criminal la que se concreta en legislaciones penales que establecen que todo caso en el que un hombre ejerce violencia sobre su pareja o expareja mujer o produce la muerte de esta es constitutiva de violencia de género, porque dicha política desconoce que existen algunos casos50 en los que, a pesar de existir el contexto relacional de la pareja, sin embargo, la violencia no es manifestación de la discriminación patriarcal de la mujer51. Tampoco es buena técnica de tipificación penal la que introduce cláusulas absolutamente vagas y abiertas que no permiten al ciudadano prever las consecuencias de sus acciones y dejan al juez en una situación de concreción de la ley en ámbitos —como la situación a la que me refiero— en la que los prejuicios latentes juegan un papel esencial. Hay que convenir en que las legislaciones penales de América Latina que han incorporado el feminicidio no son óptimas, pues contienen imprecisiones, duplicidades o son expresión, en muchos casos, de un exacerbado punitivismo. Pero, sobre todo, no son buenas porque carecen de un modelo que identifique con suficiente precisión el fenómeno delictivo y el fundamento del específico y mayor desvalor que pretenden incorporar los delitos. Solo a partir de una posición clara sobre ambos extremos se pueden construir los tipos penales de forma político-criminalmente adecuada y con respeto del mandato de determinación.

Como ya he expuesto, lo que fundamenta la singularidad de esta clase de violencia ejercida por el hombre sobre la mujer es que se realiza para alcanzar, mantener o restablecer una posición dominante del hombre y discriminatoria de la mujer. Este rasgo permite identificar elementos específicos de desvalor que pueden ser objetivados con independencia de la actitud interna del hombre52 y que, como ya he señalado, pueden concretarse de las siguientes maneras: en el ataque a la igualdad de la víctima, al negarle sus derechos iguales; en el menosprecio y minusvaloración de las diferencias identitarias de la víctima —de las mujeres— o de sus funciones familiares y sociales; en la limitación y negación de la autonomía de la víctima; en la amenaza permanente a su libertad y derechos; y, en su caso, en la absoluta negación de la condición de persona a la víctima, convirtiéndola en mero ente biológico, propiedad del varón.

Ahora bien, de estos elementos de desvalor, que son perfectamente identificables en los actos de violencia sobre la mujer realizados en contextos de violencia de género, no todos se manifiestan cuando nos encontramos ante la violencia máxima que produce la muerte (Pérez Manzano, 2016, p. 47). En este caso, la muerte no puede ser un instrumento de amenaza con respecto a la propia víctima, para conseguir su propio sometimiento, dado que no hay persona superviviente que pueda actuar en el futuro y a la que constreñir su libertad. El acto tampoco puede verse como una amenaza real al colectivo genérico de mujeres, pues, como he sostenido, la víctima no tiene carácter fungible como en los delitos de odio. Por lo tanto, en estos casos, los elementos de desvalor que subsisten están todos vinculados (solamente) a la discriminación misma y a su significado expresivo: negación de los derechos de la mujer, negación de la igualdad, menosprecio y minusvaloración de las diferencias identitarias de la mujer.

A partir de esta identificación del fundamento y desvalor del feminicidio, los legisladores deben hacer un esfuerzo en su tipificación de cara a describir de la forma más precisa posible los contextos que pueden constituir manifestaciones de dicha discriminación. Así, en primer lugar, pueden identificarse algunos contextos en los que siempre y en todo caso, sin necesidad de mayor comprobación de las circunstancias particulares del caso, podemos afirmar que tiene lugar esta clase de violencia. En mi criterio, ello se produce, sin duda, cuando existe una violencia habitual previa; cuando la muerte se conecta con la negativa de la mujer a establecer, mantener o reanudar una relación de pareja; y, por último, cuando se vincula con la comisión de agresiones sexuales contra la mujer53. Los tres son ejemplos no solo de negación de la autonomía de la víctima, sino, específicamente, de la asignación de roles sociales subordinados a la mujer en las relaciones hombre-mujer. Dichos roles son, por tanto, expresión de la discriminación patriarcal de la mujer. Todos son expresión simbólica de una pretensión de posición dominante del hombre en sus relaciones con la mujer.

Más allá de estos casos, será necesario, en segundo lugar, analizar el caso concreto, indagando sobre su contexto para determinar si la muerte se ha producido en un contexto de discriminación patriarcal, como instrumento para asegurar, establecer o restablecer dicha discriminación. A tal efecto, puede ser de gran utilidad partir de los supuestos que ya he mencionado —a saber, de predominio, menosprecio y control—. Estos pueden servir de parámetro general interpretativo. Habrá que analizar cada caso concreto siempre para examinar en qué medida las circunstancias concurrentes previas, coetáneas o posteriores a la muerte habilitan para interpretarlas como un contexto de violencia discriminatoria patriarcal. Esto afecta también al feminicidio de la pareja o expareja, pues, como he sostenido, la existencia de este contexto relacional no es requisito por sí mismo suficiente para la catalogación del hecho como violencia discriminatoria. Esta exigencia no tiene por qué dificultar la persecución penal de estos delitos si se procede a una adecuada formación de la policía, fiscales y jueces, con el fin de señalar la importancia de que, desde la denuncia misma, se indague sobre el contexto y el modelo de relaciones entre el autor y la víctima, pues de él va a depender la afirmación de la concurrencia de los elementos que permitirán la subsunción de la muerte en el feminicidio o la aplicación del agravante de haber obrado por motivos discriminatorios por razón de género.

V. EL MODELO DEL CÓDIGO PENAL PERUANO: UNA VALORACIÓN PROVISIONAL

Como es sabido, las modificaciones en el Código Penal peruano en este tema han sido dos54. La primera de ellas, de 2011, supuso la introducción de la denominación feminicidio en el marco del parricidio (artículo 107) para nombrar las muertes cometidas por el hombre de quien es o ha sido su cónyuge o conviviente, o de quien estuvo ligada a él por una relación análoga. La segunda, producida en 2013, volvió a modificar el artículo 107 para devolverlo a su redacción previa e incorporó el contenido del actual artículo 108-B. La regulación del feminicidio incorpora una definición clásica, la muerte de una mujer «por su condición de tal», un tipo básico, que pivota sobre cuatro situaciones, y un feminicidio agravado, aplicable cuando concurren alguno de los supuestos de agravación previstos55. La pena asignada para el feminicidio va desde los quince años para el tipo básico a la cadena perpetua en caso de que concurran dos o más de las circunstancias agravantes previstas en este artículo56.

Una primera lectura de la tipificación del feminicidio en el Perú evidencia algunos aspectos positivos que deben ser destacados. El primero de ellos es que el legislador peruano ha hecho un esfuerzo por identificar una fundamentación objetiva del delito de feminicidio57 a través de la delimitación de los contextos expresivos del especial desvalor del mismo. Entre ellos no aparece mención alguna a elementos subjetivos relativos a los motivos de la actuación. Ello debe ser aplaudido porque con ello se evitan los problemas de prueba de la concurrencia de dichos elementos subjetivos, así como las críticas habituales de que pueden ser representativos de un derecho penal de autor. También se evidencia este intento de objetivación del feminicidio en que la tipificación se ha realizado con independencia de la existencia de la circunstancia de agravación de obrar por motivos discriminatorios contemplada en el artículo 46.2.d del Código Penal, de modo que el legislador ha situado el feminicidio fuera del marco de los denominados delitos de odio y no ha tomado la misoginia como elemento configurativo del mismo. Todo ello es razonable porque, como se ha fundamentado en el texto, el feminicidio de la pareja o expareja no encaja en el modelo de los delitos de odio, de manera que —siendo éste el caso más habitual de feminicidio58— su esencia debe tomarse en consideración para la tipificación de esta clase de muertes.

El segundo aspecto positivo que debe ser resaltado reside en la diferenciación entre un tipo básico y un tipo agravado, ya que permite tomar en consideración el mayor desvalor de ciertas muertes, bien, por ejemplo, debido a la mayor vulnerabilidad de la víctima —menor de edad, discapacitada—, bien porque la muerte se ha producido concurriendo alguna de las circunstancias que cualifican el homicidio como asesinato. Esta diferenciación es muy provechosa para evitar que el efecto agravatorio de la pena debido a la calificación de la muerte como feminicida se vea invalidado en los casos en que la propia muerte podría tener la misma pena o superior si fuera calificada como parricidio o asesinato.

No obstante dichos aspectos positivos, la regulación del feminicidio comentada adolece de algunos de los defectos más significativos que se han puesto de relieve de forma genérica en este texto sobre las tipificaciones del feminicidio.

En primer término, el legislador peruano ha adoptado, como otros legisladores de la región, la definición del feminicidio de Diana Russel como muerte de una mujer «por su condición de tal»59. He criticado dicha definición por no ser suficientemente expresiva del especial desvalor de esta clase de delitos, así como por no conseguir identificar con la necesaria precisión un fenómeno que hunde sus raíces en la discriminación patriarcal y que es una de sus representaciones más extremas. Hay que añadir que este elemento ha dado lugar a interpretaciones subjetivistas de la Corte Suprema de Justicia de Perú. Así, en el Acuerdo Plenario 001-2016 de la Corte Suprema de Justicia de Perú (párrafos 46-52), el alto tribunal sostiene que no basta con el dolo para cumplir con el tipo subjetivo de este delito, sino que el delito requiere un elemento subjetivo añadido, el móvil, esto es, que el autor actúe contra la víctima motivado por el hecho de que ella es mujer. La Corte Suprema advierte que ello complica, sin duda, la prueba del delito y su aplicación práctica. Por ello mismo, hubiera sido razonable que el legislador peruano se decantara por una configuración plenamente objetiva del feminicidio, aprendiendo de los problemas prácticos y los debates dogmáticos suscitados respecto de las agravantes de actuar por motivos de odio discriminatorio o de la configuración en otros países de delitos género-específicos. Como ha puesto de relieve la doctrina especializada, no solo los problemas de prueba, sino la necesidad de eludir el derecho penal de autor, aconsejan también en ese ámbito una legislación que haga recaer en el contexto objetivo y sus efectos en los bienes jurídicos los elementos específicos fundamentadores de los mismos60. De esta manera, como sostienen Vásquez & Valega (2017)61, como el riesgo para el bien jurídico igualdad está contemplado en el desvalor del tipo objetivo, el dolo va naturalmente referido al mismo y, por tanto, a efectos de prueba resulta suficiente con que se evidencie que el autor conocía la condición de mujer de la víctima y el resto de las circunstancias objetivas que configuran el contexto representativo de tal desvalor.

En segundo lugar, aunque parece que la interpretación más correcta del precepto exige la demostración de dos requisitos independientes —de un lado, la concurrencia de uno de los cuatro contextos mencionados (violencia familiar, coacción, abuso de poder, o discriminación) y, de otro, que la muerte de la mujer se ha producido en tales contextos «por su condición de tal»—, resulta difícil entender por qué se incluye como uno de los contextos la discriminación misma. En efecto, si la interpretación más plausible del significado del feminicidio es la muerte de la mujer por razones discriminatorias vinculadas a su género y a los roles patriarcales anudados al mismo, este elemento no puede configurarse como un subtipo o contexto específico de feminicidio, sino como elemento para la interpretación de todos y cada uno de los contextos en los que la muerte de una mujer puede ser un feminicidio porque adquiere el desvalor específico de esta clase de delitos. Es más, la propia mención de este contexto como uno específico podría dar lugar a que se interpretaran los otros tres contextos mencionados por el artículo 108-B como desvinculados de la propia discriminación. Y esta interpretación conduciría paralelamente a buscar un significado autónomo y alejado de la discriminación misma del propio enunciado definitorio de dicho artículo, la muerte de las mujeres «por su condición de tal». De modo que la mención a la discriminación o es redundante —si se opta por interpretar la muerte de las mujeres «por su condición de tal» vinculada a la discriminación— o no lo es —y entonces no solo dificulta la propia interpretación de dicha definición, sino que obliga a hacer una interpretación laxa del resto del precepto, incorrecta desde la perspectiva político-criminal, ya que permitiría sostener que cualquier muerte de una mujer que resulte de la acción de un hombre en un contexto de violencia familiar es siempre violencia de género—.

En tercer lugar, es patente que las razones que avalan la identificación de los cuatro contextos elegidos por el legislador peruano para individualizar el feminicidio se solapan. De un lado, porque lo que fundamenta que el contexto familiar sea idóneo para configurar estos delitos es la propia situación de discriminación, sometimiento y restricción de libertad de la mujer, vinculada a los patrones patriarcales que nutre la violencia familiar. Y, de otro, porque el abuso de poder, confianza o posición, mencionado en el número tercero, o las restricciones a la libertad mencionadas en el número segundo —coacción, hostigamiento o acoso sexual— cualifican igualmente la violencia familiar que es violencia de género.

En realidad, en mi criterio, la mención al contexto discriminatorio permitiría incluir todos los supuestos relevantes, con independencia de que en la situación concreta en la que se produce la muerte de la mujer haya primado uno u otro de los componentes inherentes a la discriminación patriarcal, de modo que haría innecesaria la mención de cada uno de ellos (el control, la intimidación, la humillación, la afectación de la libertad y seguridad…). La alusión específica a ciertos contextos solo tendría sentido si con ello se pretendiera establecer que se consideran expresivos siempre y en todo caso de violencia de género, de modo que no fuera necesario probar circunstancias concretas que lo evidenciaran más allá del propio contexto. Sin embargo, como ya he sostenido, una regulación como la del Código Penal peruano no serviría a tal efecto, pues varios de los contextos mencionados no son siempre y en todo caso expresivos de violencia discriminatoria patriarcal; así, no lo son la violencia familiar ni el abuso de confianza, por ejemplo. Como ya he afirmado, tres son los contextos en los que podría afirmarse que siempre y en todo caso hay violencia discriminatoria patriarcal en el seno de la pareja: cuando la violencia es habitual; cuando se conecta con la negativa de la mujer a establecer, mantener o reanudar una relación de pareja; y cuando se vincula a atentados contra la libertad sexual de la mujer. En el resto de los casos, habría que probar que la muerte se ha producido en un contexto de discriminación patriarcal y que la muerte es instrumental a la misma.

VI. CONCLUSIONES

Aunque el feminicidio es un fenómeno relacionado con los delitos de odio discriminatorio, sin embargo, el feminicidio de la pareja o expareja carece de la dimensión colectiva inherente a los delitos de odio, tanto desde una perspectiva fenomenológica —debido al carácter no fungible de la víctima— como expresiva —no comunica un sentido de advertencia genérica a todo el colectivo de mujeres superior a otros delitos—. Ello es así, aunque en el feminicidio de la mujer por parte de su pareja o expareja se pueda identificar un objeto «odiado» —la propia igualdad de género como ideología— y un colectivo sobre el que se proyecta —las mujeres que pretenden dicha igualdad en el seno de las relaciones familiares—.

Tampoco es suficientemente precisa la definición del feminicidio o de la violencia de género sobre las mujeres que alude a que es la que se ejerce «por su condición de tal», o «por el mero hecho de ser mujer», pues puede parecer que se trata de una violencia «gratuita», sin un motivo específico que explique la actuación del autor y sin un propósito concreto de este que se relacione con la víctima concreta.

Lo que caracteriza a la violencia sobre las mujeres ejercida por razones de género y específicamente al feminicidio de la pareja o expareja es su condición de instrumento de dominación discriminatoria, de instrumento para el mantenimiento de la mujer en una posición social de subordinación y para exteriorizar, paralelamente, la posición de preeminencia del hombre en las relaciones individuales. Es decir, se trata de una violencia que tiene una conexión directa con el comportamiento de la mujer, con los patrones de comportamiento esperados de ella.

En la configuración y aplicación de los delitos de feminicidio, se debe incorporar esta dimensión discriminatoria. Tanto si se opta por la tipificación autónoma del feminicidio como por su tratamiento punitivo en el marco de los delitos generales contra la vida con aplicación de una agravación específica, debe individualizarse el tratamiento penal del feminicidio de la pareja o expareja del tratamiento que se otorgue a los delitos de odio y no debe caracterizarse al feminicida como un tipo de violencia de odio sobre las mujeres o por razón de misoginia. En todo caso, ha de dejarse claro que esta agravación tiene un fundamento objetivo específico, parcialmente distinto al que justifica los delitos de odio discriminatorio, aunque compartan un núcleo común. En la tipificación del feminicidio de la pareja cometido por el hombre no basta con la mención del contexto relacional —la pareja o expareja—, pues este no identifica el núcleo específico del supuesto ni su fundamento agravatorio. Se trata de indagar en el significado objetivo de los hechos, en su dimensión expresiva, comunicativa o de sentido, con independencia de la intencionalidad o motivación concreta del autor. Para ello se requiere, de un lado, que se ejerza la violencia en un contexto que refleje dicha discriminación —es decir, que refleje estereotipos patriarcales de subordinación de la conducta de la mujer— y, de otro, que la violencia tenga carácter instrumental respecto de dicha discriminación.

Desde la posición aquí adoptada sobre el fundamento y sentido del feminicidio, la regulación peruana tiene el mérito de desvincular el fenómeno de los delitos de odio y la interpretación subjetivista más habitual de los mismos. No obstante, refleja algunos de los defectos que se vinculan con la falta de una concepción correcta sobre el fundamento de estos delitos: incluir como definición genérica la muerte de la mujer «por su condición de tal» —definición que aquí se ha considerado no suficientemente expresiva—; no dejar clara la relación entre esta definición y los cuatro contextos expresamente mencionados; incluir entre estos contextos la discriminación misma, lo que dificulta la propia interpretación de la definición genérica y parece reflejar que los otros tres contextos no tienen vinculación con la discriminación de la mujer; y, finalmente, el solapamiento parcial de los cuatro contextos incluidos.

 

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Jurisprudencia, normativa y otros documentos legales

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1 El primer país en configurar de forma autónoma el feminicidio fue Costa Rica, que lo introdujo mediante la Ley 8589 de 2007, de penalización de la violencia sobre las mujeres.

2 El Código Penal español (CP) individualiza el inicio del ciclo de la violencia, los malos tratos, las amenazas o coacciones leves y el atentado contra la integridad moral habitual (artículos 153.1, 171, 172, 173.2).

3 «Es circunstancia que puede atenuar o agravar la responsabilidad, según la naturaleza, los motivos y los efectos del delito, ser o haber sido el agraviado cónyuge o persona que esté o haya estado ligada de forma estable por análoga relación de afectividad, o ser ascendiente, descendiente o hermano por naturaleza o adopción del ofensor o de su cónyuge o conviviente» (CP, artículo 23).

4 «Ejecutar el hecho […] con abuso de superioridad» (CP, artículo 22.2).

5 «Cometer el delito por motivos racistas, antisemitas u otra clase de discriminación referente a la ideología, religión o creencias de la víctima, la etnia, raza o nación a la que pertenezca, su sexo, orientación o identidad sexual, razones de género, la enfermedad que padezca o su discapacidad» (CP, artículo 22.4).

6 En la doctrina, Laurenzo (2012, pp. 119ss.) defiende esta postura.

7 En Costa Rica, la Ley 8589 de 2007 estableció en su artículo 21 la nueva redacción del artículo 112 del Código Penal costarricense, incorporando el femicidio: «Femicidio: Se impondrá la pena de veinte a treinta y cinco años a quien dé muerte a una mujer con la que mantenga una relación de matrimonio, en unión declarada o no». Esta es la pena que corresponde según el artículo 112 del Código Penal de Costa Rica a otros casos de parricidio, asesinato, muerte de un menor de doce años, o de una autoridad o persona especialmente protegida por convenios internacionales. Véase también el artículo 390 del Código Penal de Chile: «El que, conociendo las relaciones que los ligan, mate a su padre, madre o hijo, a cualquier otro de sus ascendientes o descendientes o a quien es o ha sido su cónyuge o su conviviente, será castigado, como parricida, con la pena de presidio mayor en su grado máximo a presidio perpetuo calificado. Si la víctima del delito descrito en el inciso precedente es o ha sido la cónyuge o la conviviente de su autor, el delito tendrá el nombre de femicidio».

8 En Guatemala, el Decreto 22-2008 regula en su artículo 6 el femicidio con una pena de veinticinco a cincuenta años. En El Salvador, el artículo 45 del Decreto-Ley 520-2011 prevé una pena de prisión de veinte a treinta y cinco años, que puede ser agravada en ciertos casos en un marco de treinta a cincuenta años (artículo 46). México incorporó en el Código Penal del Distrito Federal en el año 2011 el femicidio en el artículo 148 bis, con una pena de veinte a cincuenta años —aunque otros 10 estados han incorporado legislaciones similares, con diferencias, me referiré solo a la legislación del Distrito Federal—. En Nicaragua, la Ley 779 de 2012 sanciona en su artículo 9 el femicidio con penas de quince a treinta años, las cuales, a pesar de ser moderadas, son las previstas para parricidio o asesinato. En Argentina, la Ley 26.791 de 2012 modificó el artículo 80 del Código Penal, incorporando el odio de género (inciso 4) y la muerte de una mujer por un hombre mediando violencia de género (inciso 11), estableciendo en estos casos la misma sanción prevista para el resto de los homicidios agravados, esto es, reclusión o prisión perpetua. En Bolivia, la Ley 348 (9-3-2013) modificó en su artículo 83 ciertos artículos del Código Penal, e incorporó en el artículo 84 el artículo 252 bis al Código Penal, sobre el femicidio, previendo la misma pena para este que para el parricidio y asesinato, aunque no concurran sus condiciones. En el Perú, la Ley 30068 de 2013 prevé una pena no menor de quince años —que puede llegar a ser perpetua en caso de concurrencia de dos o más agravaciones— para el feminicidio. En Colombia, la Ley 1761 de 2015, por la cual se crea el tipo penal de feminicidio como delito autónomo y se dictan otras disposiciones, introdujo el artículo 104-A en el Código Penal, con penas de doscientos cincuenta a quinientos meses —superiores a las del homicidio— y de quinientos a seiscientos meses en el tipo agravado (artículo 104-B), también superiores en su límite mínimo a las de los homicidios agravados del artículo 104.

9 Como los contextos de brutalidad sobre el cuerpo de la víctima que aparecen en las legislaciones de Guatemala y México D.F., por ejemplo.

10 Se trata del concepto restrictivo de violencia de género que contempla la Ley Orgánica española 1/2004 de 28 de diciembre. Este concepto, no obstante, no coincide con el del Convenio de Estambul de 2011, que en su artículo 3 a) establece que «[p]or "violencia contra la mujer" se deberá entender una violación de los derechos humanos y una forma de discriminación contra las mujeres, y se designarán todos los actos de violencia basados en el género que implican o pueden implicar para las mujeres daños o sufrimientos de naturaleza física, sexual, psicológica o económica, incluidas las amenazas de realizar dichos actos, la coacción o la privación arbitraria de libertad, en la vida pública o privada"; y en su párrafo d) establece que «[p]or "violencia contra la mujer por razones de género" se entenderá toda violencia contra una mujer porque es una mujer o que afecte a las mujeres de manera desproporcionada». En este trabajo, no voy a problematizar el concepto de mujer que se ha de tomar en cuenta, sino que voy a partir del caso prototípico de la mujer que consta como tal desde su nacimiento en la documentación oficial y que ha ejercido siempre los roles femeninos. No me voy a ocupar, por tanto, de la violencia que puedan sufrir mujeres transexuales por parte de sus parejas o exparejas. Tiendo a pensar, no obstante, que si la pareja conoce su condición será difícil sostener que la violencia es manifestación de la discriminación estructural patriarcal, pues el propio establecimiento de la relación es un indicio contrario a dicho contexto. Si no conoce tal condición, si será posible la catalogación en este marco, aunque también es posible que la violencia se produzca por odio a la identidad de género si esta se realiza, por ejemplo, al descubrir la condición de la víctima.

11 Sobre el sentido de este rasgo, así como sobre su incidencia en el derecho antidiscriminatorio y en el juicio sobre la legitimidad de normas antidiscriminatorias, véase Añón (2013, pp. 146ss.).

12 Posteriormente, Russell, en el libro que publicó junto a Caputi, lo definió como «the murder of women by men motivated by hatred, contempt, pleasure, or a sense of ownership of women» (Caputi & Russell, 1990, p. 34). Russell mantiene la definición en el libro que publica con Jill Radford en 1992 (Russell & Radford, 1992), pero en 2001 cambia la definición en un texto publicado con Roberta Harmes, sustituyendo el término women por female (para incluir adolescentes y niñas) y el término men por male (Russell & Hames, 2001).

13 Se sostiene que el término femicidio es incorrecto porque es una mera feminización del término homicidio (Lagarde, 2006b, p. 17), dado que, si la raíz latina es femina, el término correcto sería feminicidio (Monárrez, 2008). El Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española ha incorporado el término «feminicidio» en 2014 y la definición que aparece es la siguiente: «la muerte de una mujer por razón de su sexo», definición que no responde a las caracterizaciones teóricas y sociales del mismo. El debate sobre los términos y la beligerancia de la Real Academia sobre los mismos se remonta a la Ley 1/2004 española, cuando la Academia realizó un informe sosteniendo la improcedencia de hablar de violencia de género (véase Atencio, 2015, pp. 17ss. y 23). Rita Segato (2010) propone el término femigenocidio para las muertes de mujeres en condiciones de impersonalidad y por razón solo de su género, mientras que defiende el término feminicidio para los casos de muertes con motivaciones de tipo interpersonal, es decir, los casos de muertes individuales. Asimismo, en el ámbito anglosajón, algunas autoras han introducido el término gynocide para referirse a los supuestos de asesinatos con la intención de destruir un grupo específico de mujeres —por ejemplo, Mary Daly, Jane Caputi o Andrea Dworkin— (véase Russell, 2001, pp. 21-22).

14 No solo se discute su caracterización, sino si deben incluirse bajo dicho término las muertes de mujeres debidas a abortos inseguros o falta de atención en el parto, suicidios o muertes por desnutrición selectiva, casos que no responden al patrón de muertes violentas constitutivas de delitos (Toledo, 2009, pp. 26ss.).

15 Así se está utilizando en España en las estadísticas del Consejo General del Poder Judicial, referido a las muertes de la pareja o expareja. Véase elinforme de los expertos del Observatorio disponibles en http://www.poderjudicial.es/cgpj/es/Temas/Violencia-domestica-y-de-genero/Actividad-del-Observatorio/Informes-de-violencia-domestica/.

16 Los códigos penales en America Latina han incorporado ambos términos.

17 Sobre las distintas opciones y argumentaciones en la literatura sobre el tema, véase Laporta (2015).

18 Como subtipo de genocidio, debería requerir la intención de destruir total o parcialmente al grupo con identidad propia —las mujeres—. Sobre el feminicidio masivo, véase Toledo (2009, p. 54); Munévar (2012, pp. 152ss.); Segato (2015). La sistematicidad y el carácter genérico del hecho permiten su identificación como subtipo de genocidio, aunque ello puede presentar problemas de apreciación en la práctica del elemento subjetivo con el que se tipifica el genocidio. Por ello, se aboga por una tipificación independiente. En mi criterio, no hay dudas de la necesidad de tipificación del feminicidio masivo y de que tiene un desvalor de injusto propio plasmado en la amenaza al colectivo como tal.

19 Han recogido esta definición el artículo 108-B del Código Penal de Perú tras la reforma de 2013 y el artículo 104-A del Código Penal de Colombia tras la reforma de 2015. También lo menciona el artículo 6 del Decreto 22-2008 de Guatemala junto a las relaciones desiguales de poder entre hombres y mujeres.

20 Sobre este punto y lo que sigue en el texto, véase Toledo (2009, pp. 67ss.). Este debate es el mismo que se tuvo en relación con la inclusión del género en la categoría de los delitos de odio, de un lado, en la primera Hate Crimes Statistics Act (HCSA) de 1990 y, de otro, en la Hate Crime Sentencing Enhancement Act (HCEA) de 1994. Al respecto, véase Hodge (2011, pp. 21ss.); Gordon (2018, pp. 655ss.).

21 Este debate está teniendo notable intensidad en el Reino Unido (véase Gordon, 2018, pp. 658ss.).

22 Por ejemplo, sería posible sostener que las mujeres componemos una minoría, dado que, con independencia de nuestro número, nuestra representación en posiciones de poder social o político es minoritaria.

23 Arocena y Cesano interpretan con carácter general la «violencia de género» a la que se refiere el artículo 80.11 del Código Penal argentino con el término «odio de género» (2013, p. 89). Sobre las posturas y argumentos a favor y en contra de considerar la violencia contra las mujeres en el marco de la categoría de los delitos de odio, véase Gordon (2018, pp. 655ss.).

24 Sobre los delitos de odio, véase Díaz López (2013). La definición de la Oficina para las Instituciones Democráticas y Derechos Humanos (Odihr) de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (Osce) los define como cualquier infracción penal en la que «la víctima, el lugar o el objeto de la infracción son seleccionados a causa de su conexión, relación, afiliación, apoyo o pertenencia real o supuesta a un grupo que pueda estar basado en la raza, origen nacional o étnico, el idioma, el color, la religión, la edad, la minusvalía física o mental, la orientación sexual u otros» (2005, p. 12). Sobre los delitos de odio y sus datos en España, con una definición inicial, véase Giménez-Salinas et al. (2018, pp. 15ss.).

25 Véase Landa (2001, pp. 185ss., p. 189); Dopico (2004, pp. 165ss.); Lascuraín (2012, pp. 23ss.). En el mundo anglosajón, se parte de que los delitos de odio generan un daño mayor que un delito realizado por otros motivos. Este mayor daño se concreta en el daño emocional a la víctima individual y el daño emocional que todo integrante del colectivo padece. Sobre ello y los datos empíricos sobre el mayor daño emocional individual y sus variables, véase Iganski (2001, p. 629).

26 Dopico sostiene también que en estos casos solo existe una coerción individual y no colectiva (2004, p. 176). Por el contrario, Vásquez y Valega (2017) afirman que el feminicidio tiene una dimensión que trasciende lo individual. Sostienen que «[e]l feminicidio envía un mensaje a todas las mujeres, indicándoles que, si no actúan conforme a determinados roles de género, serán víctimas de violencia. En tal sentido, este crimen retroalimenta un conjunto de roles de género que subordinan a las mujeres y que, por lo tanto, afianzan y mantienen vigente una estructura discriminatoria de la sociedad».

27 Viene del griego miso (odio) y gyné (mujer).

28 Díaz López (2013, pp. 300, 301) también parte de la diferenciación entre misoginia y machismo, extrayendo como consecuencia que los delitos machistas se asocian al género, mientras que la misoginia, «entendida como un actuar motivado por el deseo de causar un mal a la víctima debido a su condición biológica de mujer, se asocia a la categoría sexo». Con ello, pretende dotar de un ámbito propio a la agravación que supone actuar por motivos discriminatorios por razón de sexo y de género —una tarea ciertamente difícil—.

29 En el mismo sentido —incluyendo solo como delito de odio las muertes de mujeres en las que la víctima tiene carácter aleatorio— se pronuncian Levin & Mcdevitt (1993, pp. 15ss.).

30 Díaz López (2013, pp. 96ss.) exige tres requisitos para el delito de odio que se conectan con el prejuicio discriminatorio: la materialización externa del prejuicio, la visión estereotipada hacia una condición personal que afecta al núcleo de identidad de la víctima y la deshumanización producida por la estereotipación. Ciertamente, esta categorización permite un acercamiento más certero a la violencia sobre la mujer, pero sigue sin precisar el carácter instrumental y de dominación que la violencia sobre la pareja o expareja tiene.

31 Sobre el sentido de este rasgo, su incidencia en el derecho antidiscriminatorio y en el juicio sobre la legitimidad de normas antidiscriminatorias, véase Añón (2013, pp. 146ss.).

32 Esto es, el comportamiento que se ajusta a las pretensiones del hombre.

33 Laurenzo (1996, pp. 281-282) pone el acento en este elemento.

34 Eso sí, se trata de bienes individuales de la víctima individual (Dopico, 2004, pp. 175 y 176).

35 En estos casos de muerte, no obstante, el elemento relativo a la intimidación futura de la víctima no se da (Pérez Manzano, 2016, pp. 46ss.).

36 Cuando se leen resoluciones sobre este tema, se observa que se repiten los motivos de las disputas, vinculados a la asignación de los roles patriarcales en el seno de la familia —el cuidado de los hijos, de la casa, del marido—: «no me has lavado la camisa»; «la casa está sucia»; «eres una vaga, mira cómo está la casa»; «ponme la cena»; «deberías ocuparte de tus hijos en lugar de salir con tus amigas»; etcétera.

37 Por ejemplo, pueden ser indicios de ello cuando el hombre sostiene que la mujer lo ha ofendido porque ha manifestado una opinión diferente en público a la suya, o ha evidenciado su falta de conocimientos sobre un tema.

38 «No sirves para nada», «tú no sabes de esto», «cállate cuando yo hablo», etcétera.

39 El varón toma las decisiones sobre ella, diciéndole cómo se tiene que vestir o comportarse; negándole la posibilidad de salir, estudiar, trabajar, visitar a sus amigos o parientes; negando su capacidad de decisión en ámbitos económicos; y, por supuesto, decidiendo cuándo y cómo se mantienen las relaciones sexuales.

40 Este estudio confirma otros previos que habían evidenciado que los desequilibrios económicos en la pareja a favor de la mujer y la mayor edad de la mujer son elementos que aumentan las probabilidades de que la mujer sufra violencia en la pareja. Se trata siempre de circunstancias que desafían el modelo patriarcal. Pero este estudio llega a la conclusión de que la subordinación de la mujer reduce las probabilidades de sufrir violencia, de modo que la violencia tiene un componente reactivo frente al desafío de las mujeres al modelo patriarcal.

41 Véase, por ejemplo, el artículo 108-A del Código Penal de Perú. Asimismo, el Convenio de Estambul de 2011, en su artículo 3. d), establece que «[p]or "violencia contra la mujer por razones de género" se entenderá toda violencia contra una mujer porque es una mujer o que afecte a las mujeres de manera desproporcionada».

42 Todo ello, además, descontando que no hay una manera única de ser mujer (De Beauvoir, 1949, p. 13). Solo en este sentido es cierto que el feminicidio es un hecho en el que no es indiferente la víctima, sino que se produce precisamente porque es mujer y ser mujer significa padecer la discriminación estructural que, como pauta de comportamiento social, es la causa de los propios feminicidios (Laurenzo, 2012, pp. 122ss.).

43 Como afirma Añón (2013, p. 134), el comportamiento discriminatorio como tratamiento desfavorable tiene «carácter grupal o colectivo», pues la discriminación se experimenta desde características que se comparten con el colectivo, con el grupo, a pesar de la heterogeneidad interna del mismo.

44 Que las personas de raza negra no voten o no acudan a las mismas escuelas que los blancos, que los judíos no puedan tener propiedades, que los migrantes no puedan viajar libremente o acceder a servicios médicos: todas son muestra de que se pretende un comportamiento distinto de parte del discriminado. Incluso en relación con la orientación sexual y el comportamiento de género, lo que se pretende es un comportamiento heterosexual tradicional de todas las personas. Por lo tanto, tras todo delito de odio hay una pretensión de modificar el comportamiento de la víctima y de imponerle un modelo de comportamiento distinto. Son delitos que se nutren de un prejuicio discriminatorio y que tienen un carácter finalista-instrumental.

45 Todo ello con independencia de si, en la configuración dogmática de los delitos o la agravación, el odio debe ser interpretado como un elemento subjetivo que añade desvalor por el carácter del motivo o no. En mi criterio, como ha señalado un sector relevante de la doctrina, lo que caracteriza estos casos es un mayor desvalor del injusto. Véase Laurenzo (1996, p. 281); Landa (2001, pp. 185ss); Dopico (2004); Lascuraín (2012, pp. 24ss. y 32).

46 Ello no quiere decir que el «odio» del machista se proyecte solo sobre la mujer y, en particular, sobre su mujer. En realidad, si lo que se odia es la ideología de la igualdad entre géneros, el odio se proyectará también sobre todo comportamiento realizado por los hombres que cuestione el modelo discriminatorio patriarcal y los roles asignados: en suma, hacia el hombre que no se comporta de acuerdo con los roles patriarcales asignados. En primer lugar, sin duda, se proyecta contra el hombre que evidencia una preferencia sexual o una identidad de género que no se corresponde con el patrón (homosexuales, transexuales, intersexuales); en segundo lugar, se proyecta contra el hombre que asume roles tradicionalmente «femeninos» en el modelo patriarcal (se ocupa de la casa, los hijos, etcétera). Y también se proyectará sobre otras mujeres por razón de su orientación sexual o identidad de género, porque también las mujeres lesbianas o transgénero cuestionan el modelo de comportamiento patriarcal.

47 Frente a las mujeres no emancipadas, el mensaje es el siguiente: «no intentes emanciparte o atente a las consecuencias». En efecto, si la aversión se proyecta sobre la forma en que se ejercen los roles femeninos, pareciera que el colectivo odiado y en riesgo de ser víctima de violencia de género sería sólo el de las mujeres emancipadas. Pero esta conclusión es errónea. A estos efectos resulta pertinente recordar dos ideas fundamentales. La primera es que hay un amplio elenco de conductas violentas cuyo sentido es simplemente expresivo de la superioridad y el poder masculino. Estas conductas solo tienen la finalidad de dejar clara las diferentes posiciones del autor y de la víctima, y, por tanto, en estos casos, la violencia no se ejerce en reacción a una conducta que trasgrede los roles patriarcales, sino que se produce también ante conductas sumisas de la víctima. Y la segunda es que una parte de la violencia machista ejercida tiene también su causa en hechos imaginarios u ofensas irreales, es decir, en creencias erróneas del hombre sobre el comportamiento real de la víctima concreta; creencias que son reflejo del conjunto de tópicos o imaginario machista. Desde esta perspectiva, toda mujer, sumisa o emancipada, que tenga una relación de pareja con un machista violento está expuesta al riesgo de ser víctima de violencia con independencia de su comportamiento.

48 La legislación argentina ha generado no poca polémica y problemas interpretativos: de un lado, porque junto a ambos casos, en el número 1 se incluyen los tradicionales casos de parricidio; y, de otro, porque hay que precisar qué es la violencia de género (Toledo, 2016, pp. 86ss.).

49 Ejemplo de lo primero es el artículo 45 de la Ley 520-2011 de El Salvador, la cual sanciona como feminicida con pena de prisión de veinte a treinta y cinco años a quien causare «la muerte a una mujer mediando motivos de odio o menosprecio por su condición de mujer», señalándose que «se considera que existe odio o menosprecio a la condición de mujer cuando ocurra cualquiera de las siguientes circunstancias: […] Que el autor se hubiere aprovechado de la superioridad que le generaban las relaciones desiguales de poder basadas en el género». Ejemplo de lo segundo es el artículo 252 bis del Código Penal de Bolivia tras la reforma de 2013: «Se sancionará con la pena de presidio de treinta (30) años sin derecho a indulto, a quien mate a una mujer, en cualquiera de las siguientes circunstancias: 1. El autor sea o haya sido cónyuge o conviviente de la víctima, esté o haya estado ligada a esta por una análoga relación de afectividad o intimidad, aun sin convivencia». No está muy clara la redacción del artículo 104-A del Código penal de Colombia tras la reforma de 2015 («quien causare la muerte a una mujer, por su condición de ser mujer o por motivos de su identidad de género o en donde haya concurrido o antecedido cualquiera de las siguientes circunstancias, incurrirá en prisión de doscientos cincuenta (250) meses a quinientos (500) meses»). En una primera lectura, el artículo parece comprender distintas modalidades alternativas, en cuyo caso sería una legislación errónea. Tampoco es clara la interpretación del artículo 108-B del Código Penal de Chile tras la reforma de 2013: «Será reprimido con pena privativa de libertad no menor de quince años el que mata a una mujer por su condición de tal, en cualquiera de los siguientes contextos: 1. Violencia familiar; […] 4. Cualquier forma de discriminación contra la mujer, independientemente de que exista o haya existido una relación conyugal o de convivencia con el agente». En efecto, aunque el enunciado comprende una definición genérica (matar a la mujer por su condición de tal) que permitiría considerar que exige un elemento añadido a los contextos o situaciones específicas que menciona, dicha interpretación carece de sentido en relación con el punto 4, dado que este incorpora por sí mismo el elemento discriminatorio. De este modo, parece que la muerte en un contexto de violencia familiar siempre se calificaría de femicidio.

50 Sin duda, constituyen la minoría de los casos.

51 Lo mismo puede decirse de las legislaciones que establecen la mera existencia de una relación laboral, de compañerismo o de amistad como suficiente para considerar feminicidio la muerte de la mujer por el hombre. Así lo hacen, por ejemplo, el artículo 252 bis del Código Penal de Bolivia o el artículo 104-A del Código Penal de Colombia.

52 En este sentido, estoy de acuerdo con Milton Peralta (2013, pp. 10ss.) en que el elemento relevante de desvalor no tiene carácter subjetivo, es decir, no se centra en los motivos del autor.

53 El primer contexto se incluye, por ejemplo, en el artículo 6 del Decreto 22-2008 de Guatemala; la violencia sexual en el artículo 148 bis del Código Penal de México D.F.; y los tres se contemplan en el artículo 9 de la Ley 779 de Nicaragua de 2012.

54 Como en muchos otros casos, se intentan legitimar los cambios legislativos en esta materia sobre la base de las elevadas cifras de muertes y violencia sobre las mujeres. Puede encontrarse una visión clarificadora sobre los déficits de las estadísticas peruanas en esta materia en Mujica y Tuesta (2012).

55 «Será reprimido con pena privativa de libertad no menor de quince años el que mata a una mujer por su condición de tal, en cualquiera de los siguientes contextos: 1. Violencia familiar; 2. Coacción, hostigamiento o acoso sexual; 3. Abuso de poder, confianza o de cualquier otra posición o relación que le confiera autoridad al agente; 4. Cualquier forma de discriminación contra la mujer, independientemente de que exista o haya existido una relación conyugal o de convivencia con el agente. La pena privativa de libertad será no menor de veinticinco años, cuando concurra cualquiera de las siguientes circunstancias agravantes: 1. Si la víctima era menor de edad; 2. Si la víctima se encontraba en estado de gestación; 3. Si la víctima se encontraba bajo cuidado o responsabilidad del agente; 4. Si la víctima fue sometida previamente a violación sexual o actos de mutilación; 5. Si al momento de cometerse el delito, la víctima padeciera algún tipo de discapacidad; 6. Si la víctima fue sometida para fines de trata de personas; 7. Cuando hubiera concurrido cualquiera de las circunstancias agravantes establecidas en el art. 108. La pena será de cadena perpetua cuando concurran dos o más circunstancias agravantes».

56 Aunque la primera numeración dada a este precepto fue 108 A, a través de una corrección de errores posteriores se modificó como artículo 108-B, pues el artículo 108-A pertenecía al homicidio agravado que había sido incorporado poco tiempo antes al Código Penal. Dos años después de dicha ley, mediante la Ley 30323 de 6 de mayo de 2015, se añadió la pena de inhabilitación para el ejercicio de la patria potestad, tutela o curatela cuando «el agente tenga hijos con la víctima». Y haciendo uso de las facultades delegadas al Poder Ejecutivo, este dictó el Decreto Legislativo 1323, de 6 de enero de 2017, que modificó el tipo penal de feminicidio agravado, dejándolo como sigue: «La pena privativa de libertad será no menor de veinticinco años, cuando concurra cualquiera de las siguientes circunstancias agravantes: 1. Si la víctima era menor de edad o adulta mayor; 2. Si la víctima se encontraba en estado de gestación; 3. Si la víctima se encontraba bajo cuidado o responsabilidad del agente; 4. Si la víctima fue sometida previamente a violación sexual o actos de mutilación; 5. Si al momento de cometerse el delito, la víctima tiene cualquier tipo de discapacidad; 6. Si la víctima fue sometida para fines de trata de personas o cualquier tipo de explotación humana; 7. Cuando hubiera concurrido cualquiera de las circunstancias agravantes establecidas en el art. 108; 8. Cuando se comete a sabiendas de la presencia de las hijas o hijos de la víctima o de niños, niñas o adolescentes que se encuentren bajo su cuidado. La pena será de cadena perpetua cuando concurran dos o más circunstancias agravantes. En todas las circunstancias previstas en el presente artículo, se impondrá la pena de inhabilitación conforme al artículo 36». He subrayado en cursiva las modificaciones.

57 Bringas (2012, pp. 3ss., pp. 6 y 10) se decanta a favor de una interpretación subjetivista de la fundamentación del feminicidio Bringas. Por el contrario, Díaz Castillo, Rodríguez Vásquez & Valega Chipoco (en prensa, pp. 52, 54ss.) identifican el desvalor del feminicidio como vulneración de dos bienes jurídicos diferentes, vida e igualdad material. Agradezco a Yván Montoya, quien me facilitó el acceso a las páginas 52-70 de las pruebas de este libro que está a punto de ser publicado en el momento de entregar este trabajo a la revista.

58 Sobre las cifras en Perú, véase Mujica y Tuesta (2012).

59 Acude también a esta definición el Acuerdo Plenario 001-2016 de la Corte Suprema de Justicia de Perú, párrafo 11.

60 Véase supra, nota 25 —respecto de los delitos de odio— y Pérez Manzano (2016, pp. 37ss.).

61 Estos autores afirman que basta con «que el sujeto activo tenga conocimiento de que está matando a una mujer por un factor que objetivamente está asociado a su género y que, a pesar de ello, decida desplegar el ataque contra la vida. Dicho de otro modo, el dolo supone la decisión y conocimiento de que se está matando a una mujer porque ejerce su sexualidad de manera "incorrecta", porque no se comporta como una "buena novia" que complace sexualmente a su pareja, porque no obedece o se subordina, o por otras de las situaciones que están plasmadas en las cláusulas contenidas en el tipo penal. Y es que el riesgo contra la igualdad material de las mujeres está incorporado en el tipo objetivo, por lo que no hay necesidad ni justificación jurídica en extenderlo al tipo subjetivo a través de la exigencia de la "actitud de minusvaloración, desprecio o discriminación". En este sentido, es necesario aclarar que el dolo en el feminicidio no debe, y no puede, ser entendido como "intención de eliminar a las mujeres" o como "odio o menosprecio a las mujeres"; elementos que no se desprenden del tipo penal. Es decir, el feminicidio no es sinónimo de homicidios misóginos, los que solo formarán una parte pequeña del universo compuesto por este delito».

 

Recibido: 01/10/2018

Aprobado: 23/10/2018

 

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