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Derecho PUCP

Print version ISSN 0251-3420

Derecho  no.82 Lima  2019

http://dx.doi.org/10.18800/derechopucp.201901.001 

HISTORIA DE DERECHO

 

El Código Penal argentino de 1922 comentado por el diario La Nación (1917-1924)

The Argentine Criminal Code of 1922 Reviewed by the Journal La Nación (1917-1924)

 

Abelardo Levaggi*

Universidad de Buenos Aires (Argentina)

* Historiador del derecho. Catedrático de la materia en la Universidad de Buenos Aires (Argentina). Investigador superior del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas (CONICET). Código ORCID: 0000.0003.0943.3999. Correo electrónico: alevaggi@derecho.uba.ar.

 


RESUMEN

En 1921 la República Argentina dictó su segundo Código Penal nacional, el cual entró en vigencia al año siguiente. El trabajo expone y glosa los comentarios que el diario La Nación, de Buenos Aires, uno de los más importantes del país, dedicó al proceso de elaboración y sanción del Código. Sin ser una publicación especializada en temas jurídicos, sino de información general, La Nación se ocupó varias veces del tema, no de manera sistemática, pero sí con interesantes notas para la opinión pública de algunos aspectos del problema.

Palabras clave: Argentina, Código Penal, diario La Nación, periódico jurídico, periódico general.

 


ABSTRACT

In 1921, the Argentine Republic enacted its second national Criminal Code, which came into force the following year. The work exposes and glosses the comments that the newspaper La Nación of Buenos Aires, one of the most important in the country, dedicated to the process of editing and enactment of the Code. Without being a specialist journal in legal subjects, but of common information, La Nación dealt in several notes of this subject, not in a systematic way but with interesting comments to the public opinion on some shares of the problem.

Key words: Argentina, Criminal Code, journal La Nación, juridical newspaper, common newspaper.

 


I. INTRODUCCIÓN

Como bien se ha sostenido, la prensa periódica, en tanto objeto cultural, es un objeto «problemático complejo y multidimensional que interesa a disciplinas diversas, tales como la historia (política, social, cultural, etc.), la semiótica, la sociología, la economía y los estudios culturales y comunicacionales» (Moyano, 2010, p. 1). En el presente caso, la prensa periódica, a través de uno de los diarios más importantes de la Argentina por su historia y por la jerarquía de sus colaboradores, La Nación, se convierte en objeto de la historia jurídica en cuanto fuente de ella.

La adopción de un diario de información general como fuente particular de la historia jurídica es un hecho novedoso en la historiografía argentina. Sorprende el que, pese a admitirse el valor que para la historia del derecho tienen fuentes no jurídicas tales como obras literarias y artísticas, no se le haya reconocido el mismo valor a los periódicos y revistas.

Hay libros y artículos de historia del derecho que se sirven como fuente, aun de modo exclusivo, de periódicos y revistas jurídicos. Una obra paradigmática de este género iushistoriográfico es el libro de Francisco Laplaza, Antecedentes de nuestro periodismo forense hasta la aparición de «La Revista Criminal» (1873) como introducción a la historia del derecho penal argentino (publicado en Buenos Aires por la editorial Depalma, en 1950), pero nada semejante se ha hecho con diarios ni con revistas de temas generales, con excepción de alguna cita aislada.

Cabe recordar que, en materia de revistas jurídicas y, específicamente, de derecho penal, se cuenta con algunos buenos estudios e índices, como los trabajos eruditos de Noberto C. Dagrossa publicados en la Revista de Historia del Derecho «Ricardo Levene», de Buenos Aires, entre 1992 y 19971.

La diferencia que hay entre un periódico o revista jurídicos y un periódico o revista genéricos es notoria. Aquellos, como dice el maestro Paolo Grossi, son «un laboratorio, es decir, un taller de mediación entre la teoría y la praxis», porque son «una realidad coral compuesta por teóricos y prácticos […] un taller donde la complejidad del derecho se pone perfectamente de manifiesto a través de la presencia simultánea del ensayo abstracto del teórico y del texto de un caso práctico redactado por un profesional» (1997, p. 24). A estos, en cambio, solo en una reducida medida puede aplicarse semejante valoración.

Además, desde un punto de vista práctico, mientras que el investigador de temas jurídicos puede encontrar en los periódicos y revistas especializados, con relativa facilidad, la información de su interés, y de ahí que recurra con frecuencia a esta fuente, en la prensa genérica la tarea le resulta mucho más ardua por la falta de regularidad y orden con que son abordados los temas cuando son abordados.

Aunque lo dice el título que encabeza este trabajo, reitero que mi objeto de investigación no es la codificación penal argentina en su totalidad, ni solo la etapa que culminó con la sanción del Código de 1922, sino únicamente la opinión del diario La Nación acerca de esta etapa. Un abordaje más integral lo hice en otro lugar, El derecho penal argentino en la historia (Levaggi, 2012), y no voy a repetirlo.

Por consiguiente, la información que incluyo sobre ese proceso codificador es tan solo la indispensable como marco de referencia de los comentarios del diario. Quien desee ahondar en el conocimiento de aquel tema tendrá que acudir a la bibliografía respectiva, a mayor abundamiento citada entre las fuentes indirectas. El marco se completa con una presentación del diario La Nación.

II. EL DIARIO LA NACIÓN

El ex presidente de la Nación, militar e historiador Bartolomé Mitre2, después de haber fundado el periódico Nación Argentina, fundó La Nación, cuyo primer número apareció el 4 de enero de 1870 y se siguió publicando hasta la actualidad, de manera ininterrumpida. En el artículo editorial del primer número, marcó el rumbo que había de seguir: «La Nación será una tribuna de doctrina» (De Marco, 2006, p. 321). La idea fue construir «un lugar de alta política no partidista que lo posicione más allá de la lucha doméstica y le granjee mayor credibilidad, potenciando su función persuasora». Pretendió enseñar a los conciudadanos a «pensar el presente» (Pasquali, 2001, p. 499).

Se caracterizó por cultivar un estilo «refinado, prudente y sutil». Durante décadas compartió con La Prensa —desde hace varios años reducida a una mínima expresión— la franja de lo que dio en llamarse la «prensa seria». Aun cuando se destacó, en efecto, por el tono doctrinario de su prédica, contando para ello con sobresalientes plumas nacionales y extranjeras, no dejó de ser, al mismo tiempo, el órgano de una facción partidaria (2001, p. 500).

Desde el primer día fueron sus temas los problemas nacionales «estudiados a fondo con pleno conocimiento de los hechos y con ejemplar seriedad», juzga Juan Rómulo Fernández en su premiada obra, poniendo de relieve esta faceta del periódico. Quiso ser y fue, según correspondía a los fines y al prestigio del fundador, un órgano intelectual (1943, p. 120). Atento a los temas que despertaban el interés de la opinión pública, les dedicó comentarios y notas informativas dignos de ser considerados por la ponderación y el equilibrio de los análisis.

En el caso del presente artículo, el tema que atrajo la atención del diario fue la reforma penal, por la que se abogaba desde la sanción del primer Código, y, en particular, desde que la Cámara de Diputados, impulsada por Rodolfo Moreno, asumió ese compromiso, que, puesto en práctica, condujo a la sanción del Código de 1922. Ofrezco aquí una selección de notas editoriales publicadas por La Nación sobre dicho tema entre los años 1917 y 1924.

III. LA CODIFICACIÓN PENAL ARGENTINA

El primer Código Penal nacional sancionado en la Argentina fue redactado por el catedrático Carlos Tejedor en poco más de tres años, entre el 5 de diciembre de 1864, en que fue nombrado redactor por decreto del poder ejecutivo, y el 31 de enero de 1868, en que presentó el proyecto. Después de haber recibido modificaciones durante su paso por el Congreso y de haber sido aplicado como ley local por casi todas las provincias, once sobre catorce, a partir de agosto de 1876, fue sancionado como ley nacional el 25 de noviembre de 1886 y promulgado el 7 de diciembre del mismo año. La Argentina fue el último país de Iberoamérica en contar con un Código Penal nacional (Levaggi, 2012, pp. 275-287). Código ecléctico, renunció a las penas fijas, facultó a los jueces a individualizarlas entre un máximum y un mínimum en presencia de circunstancias agravantes o atenuantes, y mantuvo la pena de muerte, salvo para las mujeres, menores de dieciocho años y mayores de setenta.

Desde que fue sancionado, recibió severas críticas por su eclecticismo. Se consideró que había nacido tarde, porque la influencia clásica que en parte revelaba estaba en desacuerdo con las nuevas ideas penales encarnadas por la escuela positiva. De ahí que solo tres años y tres meses después que entrara en vigencia, el 7 de diciembre de 1890, el mismo presidente que lo había promulgado, Miguel Juárez Celman, decretó que adolecía de «defectos que es indispensable hacer desaparecer, por los peligros que entrañan para la sociedad y para los que sufren especialmente su aplicación», que «la ciencia penal se ha enriquecido con nuevas doctrinas que, si bien son objeto de discusión y no se imponen desde ya como verdades inconcusas, deben tomarse en consideración para aceptar de ellas lo que pudiera importar un progreso para nuestra legislación» (Duve, 1999, p. 144).

El decreto designó la comisión encargada de proyectar el nuevo texto. La integraron tres jóvenes y conspicuos representantes del positivismo penal: el catedrático Norberto Piñero, el fiscal Rodolfo Rivarola y el juez José Nicolás Matienzo. Los comisionados presentaron el proyecto al cabo de un año. Recogía los adelantos habidos en el derecho comparado sin dejar de tener presente la legislación nacional de corte clásico. En el contexto de la época, influido con fuerza por el Código italiano de 1889, era lo más liberal que se podía concebir.

La comisión de la Cámara de Diputados que lo estudió, formada por Mariano Demaría, Francisco A. Barroetaveña, Tomás J. Luque y Remigio Carol, contó con el asesoramiento de Norberto Piñero. Se expidió el 30 de setiembre de 1895, aconsejando la sanción con modificaciones menores. Pero no fue sancionado, entonces ni después, pese a su tendencia progresista y a los elogios que mereció tanto de juristas vernáculos como de franceses y españoles. En cambio, influyó de manera notoria en el proyecto siguiente, presentado el 10 de marzo de 1906, y en el Código de 1922 (Laplaza, 1978, pp. 88-90; Zaffaroni & Arnedo, 1996, pp. 32-41; Levaggi, 2012, pp. 288-292).

Formaron la comisión redactora del proyecto de 1906, nuevamente, Piñero y Rivarola, más el catedrático Cornelio Moyano Gacitúa, el camarista Diego Saavedra, el ex jefe de policía Francisco J. Beazley y el médico José María Ramos Mejía. Ellos declararon abstenerse de todo prejuicio de escuela, fuera clásica o positiva, y renunciar a toda innovación que no estuviera abonada por una experiencia bien acreditada. La obra adoptó instituciones modernas tales como la libertad y la condena condicionales, y simplificó el sistema penal, para que pudiera ser aplicado con facilidad en toda la Nación (Peco, 1921, pp. 36-41; Levaggi, 2012, pp. 299-304).

En el ínterin, el Congreso sancionó la Ley 3335 del 19 de diciembre de 1895, llamada «Ley Bermejo», por haber sido el jurista Antonio Bermejo quien la defendió en el Congreso. Según ella, las penas impuestas a los reincidentes por segunda vez serían cumplidas en los territorios nacionales del sur (Levaggi, 2012, pp. 295-297).

En 1916 el diputado Rodolfo Moreno (hijo) presentó un nuevo proyecto de Código que reproducía con varias modificaciones el de 1906. Pensaba que para poner en movimiento la reforma penal lo mejor era tomar como base ese proyecto, adaptado a las leyes penales aprobadas desde entonces y con las modificaciones impuestas por las circunstancias. Pero estaba convencido de que no era una obra definitiva. En consecuencia, propuso que fuera sometida a estudio de una Comisión de diputados.

Participaron de la Comisión el mismo Moreno como presidente y Carlos M. Pradére, Gerónimo del Barco y Delfor del Valle como vocales.

Realizó una encuesta entre magistrados, catedráticos y legisladores, y le encomendó a Moreno la revisión del proyecto a la luz de las opiniones recogidas. La gran mayoría de los encuestados aconsejó la aprobación lisa y llana del proyecto o propuso cambios de detalle.

La Comisión aprobó el texto definitivo en todas sus partes y lo presentó a la Cámara en la sesión del 16 de julio de 1917. Esta lo aprobó en general por unanimidad y en particular a libro cerrado. El Senado demoró dos años en expedirse. Solo el 25 de setiembre de 1919 su Comisión de Códigos, compuesta por Joaquín V. González, Enrique del Valle Iberlucea y Pedro A. Garro, propuso algunas modificaciones.

Prevaleció en la redacción la idea de «recibir impresiones propias y extrañas para llegar a lo más acertado […] tratando de tomar lo ya experimentado y lo que se adapta a nuestra manera de ser». De acuerdo con las más modernas enseñanzas y experiencias, modificó el criterio con que se aplicaban las circunstancias atenuantes y agravantes. Otorgó a los jueces amplia facultad para fijar las penas divisibles por razón de tiempo o cantidad, dentro de los extremos de la ley (Moreno, 1922, pp. 92-126; Laplaza, 1979, pp. 205-210; Levaggi, 2012, pp. 304-313).

En la sesión del 27 de agosto de 1921 el senador Leopoldo Melo sostuvo la necesidad de mantener la pena de muerte, que no estaba entre las penas previstas. La Cámara Alta compartió esa opinión, no así la Cámara de Diputados, que finalmente impuso su criterio. Promulgado el Código el 29 de octubre de 1921, entró en vigencia el 29 de abril de 1922.

En opinión de Thomas Duve, «el constitucionalismo jurídico penal, tan importante para la protección jurídica del ciudadano, […] no logró echar raíces en la tradición de la teoría jurídico penal argentina. Incluso al poco tiempo de la aparición del [primer] Código, nuevas corrientes europeas, subordinadas a la concepción [autoritaria] dominante» fueron más atractivas, pero no se plasmaron «en la legislación, principalmente porque ello hubiera comportado cargas considerables a las provincias. La demora ocasionada por esta razón» dio tiempo a que decayese el entusiasmo por dicha concepción y el segundo Código adoptó una línea ideológica más equilibrada (Duve, 1999, p. 150). Este Código sigue vigente con muchos cambios y es muy probable que sea reemplazado en el corto plazo (Peco, 1921, passim; Levaggi, 2012, pp. 307-309).

IV. DESARROLLO DEL TRÁMITE LEGISLATIVO

Entre los proyectos que tenía en carpeta la Cámara de Diputados en agosto de 1917, La Nación señaló, con atinadas apreciaciones y como «uno de los más interesantes», la reforma del Código Penal, además de la conveniencia de votar el proyecto «a libro cerrado». Transcribo:

La Comisión especial que preside el Dr. [Rodolfo] Moreno [juzgó] ha realizado su tarea con un método y una consagración que constituyen la mejor garantía de acierto para la nueva ley. Han sido consultados funcionarios judiciales que por razón de su cargo están en mejores condiciones para apreciar las deficiencias de la ley actual y las reformas indicadas por la experiencia de los tribunales. Se ha hecho acopio de todos los antecedentes que podían ilustrar la preparación del nuevo Código y se ha llegado así a elaborar un proyecto que condensa los juicios más autorizados de la ciencia y de la enseñanza práctica en materia penal. Ante estos títulos, la Cámara ha procedido con tino al prestar su aprobación a libro cerrado. Salvo el debate, un tanto académico, a que dio lugar el capítulo sobre el duelo, el resto del proyecto salvó los azares arriesgados de una discusión en detalle. Era, en verdad, lo mejor que podía hacerse. Lo creemos así, aunque disienta nuestro juicio con algunas de las reformas aprobadas. Si cada cual pretendiera que sus ideas predominen en cuestiones tan variadas y tan complejas como las que remueve la legislación penal, no habría modo de llegar a entenderse, particularmente en un cuerpo numeroso y en un debate precipitado […]. Sobre todo, la unidad y la coordinación del trabajo no pueden ser aventurados en retoques fragmentarios sin perjudicar su contextura. Dado el atraso evidente del código en vigor, la reforma se imponía como una exigencia indeclinable. Y seguramente el nuevo representará un gran paso de progreso, cualesquiera que sean las disidencias que pueda suscitar («La Cámara…»).

El proyecto tuvo un trámite más lento en el Senado. El diario consideró que semejante lentitud era injustificada. Consciente de la urgencia que había en contar cuanto antes con el nuevo Código, formuló repetidas quejas.

Observó que la Cámara Alta resolvía

promover algunas modificaciones en el Código Penal sancionado por la Cámara de Diputados. A este efecto, demora la aprobación del proyecto, que está en carpeta desde el periodo anterior. […] Mientras se prolonga la espera seguirá rigiendo un código deficiente y atrasado que representa un verdadero anacronismo en el estado actual de nuestra legislación. […] Cerca de veinte años lleva la odisea de los proyectos penales y no hay indicios todavía de que esté próxima a terminar («La demora…»).

La Nación siguió dedicando artículos editoriales al trámite legislativo y a incitar al Senado a que, sin más demora, convirtiera en ley el proyecto que había aprobado la Cámara de Diputados después de suficiente estudio. Anunció, con alguna dosis de optimismo, que la Comisión correspondiente del Senado presentaría pronto su despacho. Recordó que el asunto estaba detenido desde el periodo anterior en esa Cámara después de haber esperado varios años para obtener sanción en la de Diputados. No parecía, pues, «excesivamente optimista la esperanza de que se aproxime el término de su odisea parlamentaria. Si el Senado lo acepta sin introducirle modificaciones, el proyecto quedará convertido en ley y se habrá borrado de nuestra legislación criminal el anacronismo que representa la subsistencia del Código en vigor».

La forma inteligente como había sido elaborado el proyecto por la Comisión redactora en 1906 y revisado por la Comisión de Diputados no podía «dejar lugar a escrúpulos de conciencia para una votación a libro cerrado». El trabajo realizado por la Comisión de la Cámara era

la última síntesis de una colaboración colectiva en la cual se ha puesto a concurso la pericia y la experiencia de los jurisconsultos y magistrados más prestigiosos. Bueno o malo, lo que se ha hecho lleva el auspicio de una autoridad científica que ninguna opinión individual podría superar. Si en algún caso deben acallarse los disentimientos, es cuando se declina el propio juicio para acatar la fuerza moral de dictámenes inobjetables. Es lo que sucede ante el proyecto pendiente, cuyo trámite preparatorio puede citarse como una de las aplicaciones más felices que las reglas del método legislativo hayan tenido entre nosotros.

Convencido de la importancia fundamental que tenía y tiene la unidad conceptual de un código advirtió que

sería peligroso aventurar la unidad de una obra tan prolijamente estudiada en el albur de improvisaciones momentáneas. La coordinación orgánica que vincula en un concepto solidario a todos los preceptos de un código está expuesta a sufrir sensibles desmadres por cualquier cambio de detalle introducido en el conjunto, y no es el debate parlamentario el procedimiento más seguro para rectificar una obra de gabinete, ya sometida a todas las pruebas del análisis doctrinario y experimental («El Código Penal», 21/8/1920).

Casi un año más tarde reiteró el reclamo contra la tardanza. Para ello rememoró el proceso que había conducido a ese estado de cosas. La sensación era que el Senado no le prestaba al asunto toda la atención que merecía. Desde que en 1906 la Comisión de expertos había redactado el proyecto y en 1917 lo había aprobado la Cámara de Diputados, «el país entero espera[ba] que esa iniciativa se convierta en una reforma práctica. Pero, desgraciadamente, como si la vetusta contextura del actual Código no exigiera enmendaturas sustanciales, el Senado aplaza[ba] el examen del proyecto, no obstante los insistidos anuncios de pronta consideración».

La Cámara de Diputados, al haberlo aprobado en el recinto

sin someterlo al tamiz de una previa discusión, conceptuó que, emanando de especialistas, convenía no variar el alcance del articulado, máxime cuando mediaba el estudio de la correspondiente comisión legislativa. Admitido así a libro cerrado, se descontó que la Cámara de Senadores no demoraría la definitiva sanción. Sin embargo, una vez llegado el proyecto a esta última Cámara, varios miembros de la misma exteriorizaron el deseo de verificar remiendos. Ellos no se refieren a preceptos fundamentales, sino a detalles de articulación. Y son precisamente esas pequeñas observaciones las que demoran el finiquito del asunto («El Código Penal», 20/7/1921).

Un mes después anunció con cierto optimismo que el Parlamento estaba a punto de despachar una reforma del Código Penal que parecía tener asegurado el voto favorable de las dos Cámaras a favor de su contenido esencial: «Va a quedar acorde con los tiempos nuevos un cuerpo de legislación que no solamente se resentía de anacronismo en sus lineamientos generales, sino que en muchos detalles era una rémora para los jueces que desearan avanzar con la debida firmeza en el sentido de las tendencias humanitarias que van dando normas más racionales a la obra de los magistrados» («Lo que no se ve»).

Pasados trece días, pudo dar la noticia de que, después de dilatada demora, el Senado, que se disponía a examinar detalladamente la reforma del Código Penal, había aprobado en conjunto el despacho de su Comisión, que parcialmente enmendaba el proyecto originario, pero con el agravante de que reintroducía la pena de muerte, ausente en el proyecto. Con respecto a la pena de muerte, llama la atención que el diario solo incidentalmente —en relación con el ensañamiento con que se cometían los delitos contra la vida— hubiera abordado una cuestión que tenía tanta repercusión pública. Sin pérdida de tiempo, el asunto volvió a la Cámara de Diputados, la cual confió a cinco de sus miembros el examen de las modificaciones.

Había ambiente en el sentido de dotar al país de una legislación penal que respondiera a las modernas exigencias. Cabía esperar que la proximidad del vencimiento del periodo parlamentario no imposibilitara la realización de ese anhelo. La Comisión no debía de tener dificultad para expedirse sobre la planilla de correcciones enviada por el Senado porque no alteraba mayormente la estructura del proyecto, salvo en el tema de la pena de muerte.

Ya hace más de tres lustros que el país recaba un Código Penal que agrupe las distintas leyes especiales que se ocupan de la materia. No es sensato, por otra parte, mantener cláusulas legales que reprimen exageradamente, sin ofrecer la flexibilidad que correspondería. Se han suscitado casos en que la Judicatura, al aplicar fulminaciones atroces, ha requerido del Poder Ejecutivo el indulto de los condenados, conceptuando que solo así se hacía verdadera justicia. La carencia de normas que regulen la libertad y condena condicionales, suficientemente ensayadas con éxito en diversos países, contribuye a que cada vez sea más acentuada la unánime requisitoria de pronta reforma. Por último, el sistema represor imperante, que no es factible cumplimentar, dado que la República carece de establecimientos carcelarios adecuados para la nómina de penas que detalla la letra legal, exige que se arbitren medidas encaminadas a impedir los quebrantos que ese régimen artificioso irroga.

En vez de lo que pronosticaba La Nación, la modificación del proyecto por el Senado, sobre todo en la materia de la pena capital, fue un obstáculo para su inmediata conversión en ley. La Nación consideró que «la Cámara de Diputados, al ocuparse de la reforma, debe aquilatar el alcance de su sanción. Claro está que nadie discutiría la conveniencia de aprobar una ley que en su complejo articulado fuese prácticamente inatacable. Pero, en virtud de las dificultades que obstan a la elaboración de un Código perfecto, apremia que las Cámaras acepten modificaciones sustanciales, que son, precisamente, las aconsejadas» («La reforma penal», 11/9/1921).

Subrayó el hecho de que,

no importando el proyecto, en sus piedras angulares, otras correcciones de las indicadas, sería impropio suponer que comporte una iniciativa de dudoso éxito. Ninguno de sus dispositivos refleja trazos audaces, librados a un ensayo ulterior. Todo lo que contiene trasunta vivas requisitorias nacionales reiteradamente agitadas por la opinión argentina. No hay en sus cláusulas nada que signifique una aventura de legislación. Después de extraordinario zarandeo, la Cámara de Diputados ha resuelto ocuparse de la reforma. Predomina la aspiración de votar las correcciones a libro cerrado, finiquitándose así todo el debate al respecto («El Código Penal», 24/9/1921).

Los diputados hicieron prevalecer su opinión opuesta a la pena de muerte.

Pese a que el Congreso estaba abocado al dictado del nuevo Código Penal, el ministro de Justicia, José S. Salinas, anunció el propósito del Poder Ejecutivo de enviarle «un proyecto estableciendo la condena condicional para los delitos cuya penalidad no sea superior a dos años de prisión». La opinión que le mereció al periódico fue que

si es peligroso dejar al arbitrio discrecional de los jueces la graduación de las penas cuando pueden traducirse en perjuicios contrarios a la justicia, no lo es cuando solo pueden implicar un beneficio, justificado por las circunstancias particulares de la causa. Aun en el supuesto de que la suspensión de la condena favoreciese alguna vez a un reincidente, no debía obstar tal temor a que se la implantase, pues en muchos casos puede depender este beneficio de factores más complejos que la mecánica de los datos estadísticos.

La condena condicional se hallaba incorporada al proyecto de la Comisión especial legislativa, que había hecho «una obra completa y orgánica, agotando todos los elementos de información y de contralor que podían concurrir a ilustrar sus trabajos». Insistía el diario en que la sanción del proyecto a libro cerrado era el medio más práctico y más breve de resolver a fondo el problema penal. Pero si no se podía llegar a esa solución siempre se ganaría mucho con «anticipar esta reforma parcial que ya tarda[ba] demasiado en abrirse paso en nuestra legislación» («La reforma penal», 13/7/1917).

V. CONTENIDOS DEL CÓDIGO

Además de la armonización de las leyes penales dispersas, que por sí sola justificaba sobradamente —según el diario— la iniciativa parlamentaria, aguijoneada por la magistratura desde mucho tiempo atrás, el proyecto suavizaba represiones desmedidas, que no respondían a modernos derroteros penológicos. Por fallas de construcción, el Código vigente carecía de flexibilidad. «La reforma proyectada, al reducir condenas desmedidas, persigue una alta finalidad, consistente en no olvidar a las familias de los victimarios, que son, en definitiva, quienes experimentan en carne propia las consecuencias de castigos que en vez de corregir provocan odios infinitos («El Código Penal», 24/9/1921).

Una señal visible de que la reforma se ajustaba a modernas requisiciones penológicas era la adopción del sistema de condena y libertad condicionales, satisfactoriamente ensayado en Gran Bretaña, Estados Unidos, Francia, Italia y Bélgica, entre otros países —como recordaba La Nación—. Después de abolir la pena de muerte, estatuía cuatro únicas categorías de represiones: prisión, reclusión, multa e inhabilitación. Acrecentaba las funciones judiciales, permitiendo a los jueces graduar la pena de acuerdo con la naturaleza de cada hecho y, al propio tiempo, «cargaba la mano» sobre los reincidentes («El Código Penal», 20/7/1921).

La Nación no se propuso hacer un análisis integral del nuevo Código. Se limitó a comentar algunos aspectos que consideró relevantes para la opinión pública, aunque —como ya manifesté— se abstuvo, verbigracia, de analizar un tema de la envergadura de la pena de muerte. En cambio, uno de los temas tratados fue la condena condicional, de la que se ocupó a raíz de un fallo de la Cámara de lo Criminal que había negado su aplicación en un caso en que la primera transgresión había sido una «falta» y no un «delito», fundándose en que el Código solo mencionaba a los «delitos».

El nuevo Código Penal adoptó la condena condicional —expresó— persiguiendo, de acuerdo con el ejemplo y la enseñanza experimental de una ley española denominada «Berenguer», la regeneración de los delincuentes primerizos.

Son bien conocidos, no ya en los medios criminalistas, sino también en el público medianamente informado, el objetivo y el procedimiento de este sistema. Condenado por primera vez un individuo a consecuencia de un delito leve, se suspende la ejecución de la pena durante un plazo determinado, y luego se le da por redimida si el interesado ha mantenido su buena conducta. Se ha querido así que las sanciones penales efectivas sean precedidas para los hombres de un nivel moral corriente por una especie de apercibimiento previo, que pueda detenerlos en el dintel ya transpuesto de la delincuencia. Muchas veces el delito inicial es la obra de la ligereza o de la irreflexión más que de la malicia. En tal concepto, el rigor excesivo, lejos de obrar en defensa de la sociedad, redunda en su perjuicio. Una vez lanzado en el engranaje carcelario, el condenado arrostra las consecuencias del contagio en su nuevo medio, unidas a los efectos de la descalificación que ha sufrido en el antiguo.

La suspensión de la pena mantenía en toda su integridad el valor de la advertencia para el delincuente, sin exponerlo a los menoscabos materiales de la detención. Bastaba recordar —a juicio del diario— las condiciones características del sistema para comprender que cuanto más leve era la transgresión inicial más justificado estaba el otorgamiento de la franquicia («Desviaciones…»).

VI. JUICIO CRÍTICO

Así como La Nación no pretendió hacer un comentario integral del Código, tampoco intentó juzgarlo exhaustivamente, una empresa que superaba sus posibilidades y objetivos. Se conformó con hacer algunas consideraciones, generalmente con un sentido positivo. Situó la obra en la circunstancia política y en la realidad, desfavorables ambas a su entender. Uno era su mérito y otra la perspectiva de su aplicación. El Código reformado incorporaría a nuestra legislación muchas de las creaciones más recientes del racionalismo penal, y creaciones que ya no eran nuevas, pero respecto de las cuales nuestro país estaba en mora: por ejemplo, la libertad condicional.

Esta es la teoría, inatacable y seductiva [reflexionó el diario]. Pero la sugestión del desquicio gubernativo en que vivimos desde hace cinco años y del desorden que progresivamente invade todos los órdenes de la autoridad pública, no puede dejar de hacernos pensar con amargura en lo que serían prácticamente aquellas modernísimas conquistas del derecho, aprovechadas, que no aplicadas, por policías capaces de amparar a delincuentes que pusieran en juego la privanza que gozan en las más altas esferas del gobierno. […]

No van estas reflexiones contra una reforma que en conjunto no hace sino protocolizar un estado de la conciencia social; van simplemente a mostrar, por vía de docencia, la mala cosa que es esta situación que llega hasta poner una sombra de peligro en innovaciones que acomete la sociedad para ponerse a tono con su propia cultura («Lo que no se ve»).

Uno de los objetivos de la reforma era reunir y ordenar normas dispersas. El Código aún vigente, originado en el proyecto de Carlos Tejedor, había experimentado

honda desarticulación en su unidad originaria, merced a leyes especiales dictadas a través del tiempo, con el propósito de inyectar savia nueva en el vetusto tronco. De ahí que resulte en extremo dificultoso aplicar las numerosas cláusulas diseminadas que rigen, entre ellas las concernientes a reincidencia, a falsificación de moneda, a defensa y seguridad social, a trata de blancas, a correos y telégrafos y a cheques dolosos. Y la tarea se complica mayormente en virtud de que los jueces federales deben ajustarse a normas distintas de las imperantes en la justicia ordinaria («El Código Penal», 24/9/1921).

El estado del asunto revelaba el atraso de los métodos que se seguían para combatir la delincuencia. Lo anormal de la situación resultaba más extraño aún al recordar La Nación que la evolución de las ideas tendía a que el concepto de la reincidencia no quedase encerrado dentro de los límites territoriales del Estado. El Congreso Penitenciario reunido en París en 1895 había votado que en cada país se tuviesen en cuenta las condenas pronunciadas en el extranjero («El Registro…»).

El nuevo Código estableció asimismo la libertad condicional en beneficio de los delincuentes ocasionales, cuyos buenos antecedentes los hacían recomendables a la consideración de los jueces. Además, evitaba que la cárcel malograra vidas útiles que por ofuscamiento habían sufrido un trastorno momentáneo.

Tiene la disposición una tendencia plausible, pues tiende a humanizar la Justicia, sin causar a la sociedad males más grandes que los que se procura corregir, toda vez que nuestras prisiones más sirven para la corrupción completa que para la regeneración de los delincuentes, pues adolecen de muchos defectos y carecen de los elementos necesarios para reeducar a los recluidos.

Conceptúa el flamante Código que un hombre caído bajo su acción por circunstancias y merecedor de una pena de escasa importancia, si ha observado hasta entonces una conducta regular, no necesita ser alojado en la cárcel para pagar su castigo; cree que la propia conciencia le condenará con suficiente eficacia y que puede, entretanto, llenar su función en la colectividad sin perjuicio para los demás y con provecho para sí y para los suyos («La libertad…», 24/6/1922).

La libertad condicional conduciría a poner término al método anticuado, y generalmente arbitrario, del indulto y conmutación de penas, con el que se intentaba estimular la enmienda de los presos, además de descongestionar cárceles superpobladas.

La facultad de indultar y conmutar las penas que ha sido conferida al presidente de la República era el medio empleado a ese fin, sobre la base de los informes expedidos por los directores de los establecimientos penitenciarios. La conducta y la dedicación al trabajo que hubiese demostrado el preso eran los elementos que se apreciaban en primer término para determinar si había llegado la oportunidad de que se abreviase el tiempo de la pena impuesta. Fuera de los casos de notables errores gubernativos, que ocurrieron con alguna frecuencia en la pasada administración presidencial, el procedimiento ofrecía el gravísimo defecto de ser irreparable, por la falta de remedio si llegaba a comprobarse que el condenado favorecido con la libertad retornaba a la vida de la delincuencia.

El sistema de la libertad condicional, que formaba parte de la legislación universal, era una garantía contra las consecuencias de ese riesgo. Como lo indicaba el nombre de la institución, la libertad no se concedía antes del vencimiento del plazo fijado en la sentencia condenatoria, sino con la advertencia de que sería revocada si el expenado cometía un nuevo delito o violaba el deber de residir en el lugar señalado por el juez. En ese caso no se computaría en el término de la pena el tiempo que hubiera durado la libertad. Además, como el objeto que se proponía el legislador era conseguir la reforma moral del preso, se le prescribían otras obligaciones fuera de la señalada. Consistían en observar las reglas de inspección fijadas por el juez, especialmente las de abstenerse de bebidas alcohólicas; adoptar en determinado plazo oficio, arte, industria o profesión, y someterse al cuidado del patronato que se le designara.

Se esperaba que la libertad condicional diera los mismos frutos que en todos los países que la habían adoptado, pero para eso era indispensable cuidar que se observaran todos los detalles. Consciente de las dificultades, el Poder Ejecutivo decía en el decreto que el nuevo sistema hacía imprescindible «el funcionamiento de un régimen penitenciario, una perfecta contabilidad moral en las prisiones y la organización de patronatos de vigilancia y asistencia».

[…] conviene tener muy en cuenta los inconvenientes que se derivarán de las modalidades de algunas de las comarcas en que se aplicará la reforma. Limitándonos a la esfera de influencia del gobierno federal, habrá que reconocer que en la mayor parte de los territorios nacionales el cumplimiento de las condiciones reclamará una atención más prolija, en cierto modo, que en la Capital. La experiencia en lo que concierne a los deportados anticipa el deber de prevenir las infracciones voluntarias y, a veces, ineludibles. A propósito de aquellos, hemos recordado recientemente que, puestos en libertad, no les era posible encontrar trabajo en los parajes que para residir les prescribía el Gobierno. Y dentro del mecanismo de la libertad condicional es dado prever un resultado análogo si no se sancionan cuidadosas reglamentaciones.

Aun cuando en las ciudades ha de ser más sencilla la misión de los patronatos, no ha de convenir que permanezcan en ellas al recobrar la libertad. Los autores de delitos contra la propiedad se encuentran en ese caso. El retorno a la vida libre en el mismo medio en que desarrollaron su acción criminal puede arrastrarlos nuevamente al delito. La sociedad está interesada en evitar ese riesgo, reaccionando contra la aglomeración de malos elementos («La libertad…», 31/7/1923).

La misión de proteger a los penados que hubieran cumplido la condena impuesta o salido de las cárceles, de acuerdo con el sistema de la libertad condicional, era ejercitada en todos los países en virtud de «sentimientos humanitarios y de conservación social». El hombre que egresaba de un establecimiento penitenciario tenía necesidad de ayuda para reincorporarse a la vida de trabajo, y la sociedad se hallaba interesada en que se le prestara ese auxilio para evitar el riesgo de que continuara delinquiendo.

Los patronatos —prosiguió— eran las instituciones llamadas a desempeñar esa meritoria tarea. Su funcionamiento debía de ser reglamentado por medio de una ley que definiese sus relaciones con las autoridades. Tal ley sería «uno de los complementos más importantes de la legislación penal». Sin embargo, habría que tener muy en cuenta que la tarea del patronato se facilitaría considerablemente si las cárceles se organizaban de tal forma que permitieran la enmienda del delincuente («El Patronato…»).

Consideró que la Memoria correspondiente al año 1922, presentada al Ministerio de Justicia por la Cámara de Apelaciones en lo Criminal de la capital, no ofrecía interés por las apreciaciones que contenía acerca de la aplicación del nuevo Código Penal. Se refería en particular a su afirmación de que no era posible abrir juicio sobre los efectos de la reforma en virtud del breve tiempo transcurrido desde su sanción. El Tribunal —según La Nación— aludía «al sentimentalismo de ciertas disposiciones; a los errores visibles del Código, que han dado motivo a que la Cámara de Diputados sancione un proyecto de ley de fe de erratas; al carácter de la condena condicional; a la acción del Patronato de Penados, en sus relaciones con la libertad condicional, y a las deficiencias de las cárceles».

La misma Penitenciaría Nacional, que era el mejor establecimiento en su género, presentaba las deficiencias fundamentales que señalaba el Tribunal, y salvo alguna posible excepción, en el resto de la República las prisiones no solo eran inapropiadas para satisfacer los objetos de la ley, sino que comúnmente conspiraban contra su realización (véase Levaggi, 2002, passim).

El legislador reglamentó las penas de modo que tendieran a la enmienda del delincuente. Los menores de edad sufrirían las condenas en establecimientos especiales; la pena de reclusión se cumpliría con trabajo obligatorio en los establecimientos destinados al efecto; las cárceles para los condenados a prisión, sometidos igualmente al trabajo, serían distintas de las destinadas a los recluidos, y como complemento de ese régimen fijó las bases para el reparto del producto del trabajo. Pero esas disposiciones —inspiradas en los principios de la ciencia penal, que hacía mucho tiempo había abandonado el criterio de la vindicta pública— eran letra muerta por la falta de establecimientos carcelarios dignos de ese nombre («La aplicación…», 30/6/1923).

Sobre los errores de copia e impresión de las ediciones del Código, el doctor Ricardo del Campo se refirió a la conferencia pronunciada por el catedrático Tomás Jofré en la Facultad de Derecho, individualizó, tanto en la edición oficial como todas las demás en circulación, once defectos o errores capitales. Creyó demostrar que de ese total tan solo uno correspondía a la edición dirigida por Del Campo y se trataba del uso de la palabra «fuere» en lugar de «fuese», términos ambos equivalentes. Las diez objeciones restantes estaban —de acuerdo con el objetor— lejos de la importancia que les había atribuido Jofré («A propósito…»).

VII. PROBLEMAS PUNTUALES

Algunas cuestiones penales candentes atrajeron especialmente la atención del diario. Entre ellas, los delitos contra la salud pública, la posibilidad de aplicar la condena condicional, la inexistencia de un registro de reincidentes, la diversidad de regímenes carcelarios, la ausencia de un patronato de liberados.

La campaña emprendida por la Intendencia Municipal contra la adulteración y expendio de artículos de consumo demostraba la difusión con que se perpetraban esos delitos contra la salud pública, estimulados por las «sórdidas ganancias que ese tráfico ilícito e innoble» rendía a quienes lo explotaban.

Los delitos contra la salud pública estaban regidos por el Código Penal en los artículos que «somera e indiferentemente» rozaban el serio problema que a la salud y a la vida de la población planteaban los hechos y delitos comprobados. Sin embargo, las penas no podían ser más leves.

Las penas debían ser «escarmentadoras, no solo por el apremio personal, sino más aún por las penas pecuniarias». Los procesos y pesquisas verificados revelaban que ese género de delincuencia estaba montado en un tren de gran negocio. Urgía, pues, que el Congreso dictase una ley especial o reformase el Código Penal en su título IV, que trataba someramente de esos delitos («Los delitos… salud pública»).

A propósito de la recrudescencia observada en los delitos contra la vida, y del ensañamiento con que procedían sus autores en los últimos tiempos, juzgó de interés conocer el juicio de la Policía sobre la relación que podía existir entre dichos fenómenos y la supresión de la pena de muerte en el Código.

Convendría saber a ciencia cierta si se trata de una simple coincidencia o de un efecto operado sobre el ánimo de los delincuentes por la seguridad de no jugar la vida en sus atentados. Tal como existía antes, la pena de muerte estaba abolida a medias, puesto que solo se la aplicaba en casos de excepcional y feroz alevosía. Sin embargo, la ola sanguinaria que ha seguido a su abolición definitiva parece encerrar un testimonio de la acción saludable que ejercía contra los desbordamientos de la criminalidad («Prevención…»).

El nuevo Código Penal introdujo algunos «perfeccionamientos» que difícilmente podrían ser utilizados en todo su valor mientras no se dictasen leyes especiales para llevarlos a la práctica.

En primer término se destaca por este concepto la institución de la condena condicional. Para asegurar a los procesados el beneficio de suspensión de la pena es indispensable verificar que se trate de un primer delito, pues solo en este caso procede la franquicia legal. Tal verificación va a resultar imposible porque no solo nos falta un registro general de delincuencia que abarque todos los distritos del país, sino que tampoco los hay de carácter local para determinadas jurisdicciones. Los jueces necesitarán atenerse largamente al viejo precepto según el cual en caso de duda debe estarse a lo más favorable para el procesado. Si no lo hicieran así la feliz y tardía innovación del Código quedará anulada aún por mucho tiempo, ya que en nuestra actual organización administrativa y judicial no podrán obtener nunca una prueba asertiva de que no ha existido reincidencia.

Con igual urgencia que la creación del registro general existía la sanción de la ley carcelaria, que reglamentara las disposiciones pertinentes del nuevo Código. Este se limitaba a establecer la naturaleza de las penas sin entrar en pormenores sobre sus formas de aplicación. Dejaba un vacío que era menester llenar.

Por otro concepto, no relacionado tan directamente con las necesidades inmediatas que planteaba la nueva legislación, se imponía la reforma de los procedimientos judiciales, cuyo atraso era una nota de descrédito para nuestra justicia en lo criminal. Aunque la ley de fondo hubiera recogido y aplicado las enseñanzas del derecho moderno, rompiendo con el anacronismo del viejo Código, sus beneficios serían escasos mientras subsistiera el procedimiento secreto y escrito.

Reconoció que el método del trabajo parlamentario no podía ser más malo. Lo veía La Nación cada vez que las circunstancias permitían confrontar la trascendencia de un asunto con las probabilidades que tenía de captar la atención legislativa. El de las leyes penales era un ejemplo típico («Leyes penales»).

La forma como han sido cumplidas hasta la fecha las disposiciones de las leyes penales concernientes a la reincidencia ha demostrado la distancia que existe entre las sanciones del legislador y la práctica de las mismas. De conformidad con una norma universalmente aceptada, los Códigos que han regido entre nosotros han establecido que la reincidencia es una circunstancia agravante de la penalidad. Esos preceptos tenían que ser aplicados en toda la República, en virtud de lo que dispone la Constitución sobre el carácter del Código Penal. Sin embargo, no ha sido posible proceder en ese sentido a causa de la carencia de la organización destinada a facilitar los datos indispensables.

Al aplicar los preceptos legales acerca de la reincidencia, los tribunales de la capital, de los territorios y de las provincias pronunciaban sus fallos como si cada jurisdicción tuviera independencia absoluta para legislar. En la capital, un juez, para saber si el procesado había sufrido ya alguna condena, no dispuso de otro medio que el informe de la Policía. Pero los informes policiales eran incompletos. Por excepción la Policía tomaba conocimiento de los antecedentes de un preso fuera de la capital. En cualquiera de las provincias o territorios la investigación de la reincidencia encontraba las mismas dificultades. El resultado era que un reincidente podía recibir el tratamiento más favorable sin merecerlo.

El sistema de la condenación condicional, que no figuraba en la antigua ley, señala el peligro que se deriva de la falta del registro. Por aquel régimen se autoriza al juez a dejar en suspenso el cumplimiento de la pena que no exceda de cierto límite, en los casos de primera condena. Con motivo de las deficiencias de organización a que aludimos, un magistrado dispuso no conceder aquel beneficio. Pero su teoría no prosperó, por haberse considerado que el condenado no es responsable de las omisiones gubernativas. En consecuencia, es factible que se acuerde a un reincidente la ventaja extraordinaria de la suspensión de la pena.

La nueva legislación penal hacía más indispensable que la anterior la formación del registro. El diario sugirió que el Poder Ejecutivo ampliase las atribuciones de la Comisión redactora de los trabajos legislativos o completase su obra por cuerda separada («La reincidencia»).

VIII. LEGISLACIÓN COMPLEMENTARIA

El Código no era un cuerpo aislado, formaba parte de un sistema de leyes a cuya eficacia estaba supeditado. Si el sistema no era completo o adolecía de imperfecciones, el Código sufría las consecuencias. De ahí que, advertidos ciertos vacíos en la normativa penal, apenas sancionado el Código, casi sin solución de continuidad, hubo iniciativas tendientes a cubrir tales vacíos. Las iniciativas, en general, tuvieron en cuenta las observaciones hechas aun antes de la sanción del Código. La Nación no había sido ajena a ellas.

Al reproducir los proyectos sobre leyes complementarias del Código Penal, el diputado Moreno dijo que por el Código la prescripción ya no se interrumpía. Empezaba a correr indefectiblemente desde el día en que se cometía el delito. En cumplimiento de tal regla, fue declarada en varias causas cuyos trámites habían seguido con regularidad. El resultado era que, tratándose de infracciones leves, los jueces no siempre sentenciaban porque de todos modos debían de reconocer la prescripción de la acción criminal.

En opinión del diario, la circunstancia de que los delitos en que se consagraba la impunidad fueran de escasa importancia no le quitaba el significado moral ni el interés práctico. La terminación del juicio por ese motivo confirmaba el fundamento en que se había apoyado el Congreso. Como había dicho el autor del proyecto, se había tenido en cuenta la demora que sufrían los asuntos judiciales y pensado en la conveniencia de la nueva regla por ser «más perjudicial la demora que la falta de sanción; pero en vista de la necesidad de no corregir un mal reemplazándolo por otro, la idea general fue que la innovación del Código tendría que ser acompañada por una reforma de las leyes procesales que apresurase los trámites, con lo cual se conseguiría que los magistrados pudiesen dar término a las causas, dictando los fallos correspondientes».

La comprobación de que la Justicia quedaba burlada sin que hubiera indicios de que se dictarían medidas para evitar que persistiera el mal ponía de manifiesto el «abandono parlamentario» («Leyes incompletas»).

Para el resto de las sesiones del periodo ordinario de la Cámara de Diputados se pensaron incluir la creación del Registro de Reincidentes y las demás leyes complementarias del Código Penal. Los proyectos que existían en el Congreso y el que enviaba el Poder Ejecutivo podrían ser despachados rápidamente por la Comisión respectiva. «Los legisladores se hallan en el deber de recordar que están obligados a no diferir la sanción de leyes que se vinculan directamente con el mantenimiento del orden social. La falta de una acción inmediata encaminada a obtener ese resultado importaría exhibir una indiferencia inexplicable en el juego regular de las instituciones» («El Registro…»).

El Poder Ejecutivo había presentado, en efecto, un proyecto de ley complementaria del Código Penal. Establecía sanciones para los vagos o mendigos habituales, los ebrios o toxicómanos consuetudinarios, los que observaban una conducta desarreglada o viciosa, los reincidentes y para otras categorías potencialmente peligrosas para la sociedad. La iniciativa del Gobierno consultaba los deseos de la opinión pública, que no se explicaba la causa por la cual no se ponía término a tales situaciones.

Las diversas cláusulas del proyecto hacían pensar que las Comisiones parlamentarias tendrían que revisarlas detenidamente. A juicio del periódico, la forma en que estaban abordadas ciertas cuestiones no era la más conveniente. «Se han empleado fórmulas que pecan por su excesiva generalización, con cuyo método se ha olvidado que en materia penal más que en ninguna otra es indispensable que el legislador trace ciertas normas que eviten arbitrariedades y que faciliten una interpretación más o menos uniforme de parte de los jueces de toda la República».

El Poder Ejecutivo, guiado por el propósito de amparar con mayor eficacia los derechos privados, proponía que los vagos o mendigos habituales fueran condenados a detención por tiempo indeterminado, no menor de dos años, en una casa de trabajo.

Al equiparar los vagos a los mendigos habituales se incurría en un error acerca del significado de esos estados. Aun en la hipótesis de que la sinonimia fuera al solo efecto de prescribir un tratamiento idéntico, la regla propuesta no dejaba de prestarse a objeciones, porque la vagancia se distinguía realmente de la mendicidad.

Ese era el punto más vulnerable del proyecto y daría origen, «no solo a confusiones inadmisibles, sino también a interpretaciones que podrían constituir un abuso, es la falta de definición de lo que constituye el estado de vagancia» («Reformas…»).

En cuanto a las disposiciones sobre reincidencia, adolecían de falta de claridad. No obstante, era posible inferir de ellas que, en reemplazo del sistema vigente, por el que la reclusión se cumplía en un paraje de los Territorios del Sur, según el número y la calidad de las penas que había sufrido el reincidente, se establecía un régimen de libertad sujeto a la apreciación del juez. Para pronunciar el fallo, el magistrado se guiaba por el número, naturaleza y gravedad de los delitos anteriores, y por otros datos que también se especificaban.

La circunstancia de que la pena que se aplicaría es la de reclusión por un largo tiempo, induce a pensar en que el régimen cuya adopción se prestigia puede no ser conveniente en nuestro medio [creía La Nación]. La libertad que se dejase a los jueces de toda la República, no ya para graduar la penalidad dentro de ciertos límites, sino para aplicar o no aplicar una severísima sanción, habría de dar margen en la práctica a dificultades y, probablemente, a que en las diversas jurisdicciones autónomas prevaleciesen criterios diferentes. Y esa diversidad no ofrecería los caracteres de la que ahora se advierte en la aplicación de los Códigos, la que no causa extrañeza, por no afectar principios fundamentales.

La cláusula del proyecto por la que se disponía que los condenados fueran recluidos en casas de trabajo ponía en evidencia el deficiente método que seguía el Poder Ejecutivo. Entre nosotros no se conocían establecimientos de esa clase («La reforma de la ley penal»).

Motivos de la primera reunión de la Comisión designada por el Poder Ejecutivo para redactar los proyectos de leyes complementarias del Código —según informó el diario— fueron el plan de trabajo presentado por uno de sus miembros y requerir a los gobiernos provinciales una estadística de la delincuencia desde 1915, el promedio de la población carcelaria y la descripción de los establecimientos carcelarios existentes. El pedido de informes era un indicio de que la Comisión orientaría su labor de acuerdo con el carácter nacional del Código.

En la actualidad, el principio institucional por el que se prescribe que el Código regirá en toda la República no es nada más que una ficción, que echa por tierra los conceptos en que se ha inspirado el legislador. En cumplimiento de los deberes que impone el régimen político, el Congreso ha resuelto que las penas se cumplan en las condiciones que ha determinado. De conformidad con las ideas de la ciencia que ha incorporado a sus sanciones, ha pensado que el trabajo es indispensable en los establecimientos carcelarios. […] Y, sin embargo, la ley es burlada en la práctica. Hay prisiones destinadas a condenados en el interior de la República en las que no es dado observar las disposiciones legislativas por carencia de locales apropiados. No existen talleres y, por lo tanto, no se observa la regla del trabajo. Al veneno que desarrolla la ociosidad se agrega la corrupción recíproca que resulta del hacinamiento de los presos o simplemente del régimen de la vida en común que impone la falta de celdas.

La ausencia de concordancia de la ley con la realidad se traducía en el fracaso de la política criminal. Era ese un problema de antigua data y de difícil solución. La penología había encontrado la solución en el sistema penitenciario pero su puesta en práctica se revelaba inalcanzable para la mayoría de los distritos por falta de recursos.

En las sociedades modernas [proseguía el diario] el objeto de la pena no se reduce al aislamiento del delincuente por un periodo más o menos largo. Lo que se busca al decretar la pérdida temporal de la libertad es obtener la enmienda del culpable, conseguir que, al restituirlo a la vida libre, no reincida en sus actividades perjudiciales para la colectividad. Para alcanzar este resultado, es decir, para conseguir que en la mencionada oportunidad se convierta en un elemento útil, es menester que en las penitenciarías se desenvuelva una intensa labor. La misión que ellas deben llenar es el fundamento de la pena indeterminada que rige en algunos Estados de la Unión Americana, según el cual el penado no es puesto en libertad hasta que se piensa que por las pruebas que ha dado no ha de reincidir («La aplicación…», 14/8/1923).

IX. CONCLUSIÓN

El proceso de reforma del primer Código Penal nacional argentino —que condujo a la sanción del segundo Código, varias veces modificado, pero aún vigente— fue considerado un acontecimiento del mayor interés para la opinión pública. Por lo tanto, despertó la atención inclusive de los medios de prensa no especializados, particularmente del diario La Nación, uno de los más importantes diarios argentinos, que le dedicó varias notas editoriales.

La posición del matutino fue justificar e impulsar la reforma, convencido de la necesidad de modernizar la legislación penal. Valoró la sanción del nuevo Código, al que consideró una de las leyes fundamentales de la República. Ello lo llevó a seguir atentamente el proceso legislativo, celebrar los avances y quejarse de las demoras.

Aprobado el proyecto por la Cámara de Diputados, presionó al Senado para que la imitase, votándolo «a libro cerrado». Se fundó, para sostener tal propuesta, en que contaba con el respaldo que le daba la participación de especialistas en la materia. Con excesivo optimismo, pensó que la sanción del Senado sería rápida, mas la realidad lo desengañó. Fue así que perdió el optimismo, lo dominó la impaciencia y adoptó una actitud crítica del procedimiento legislativo.

Sin la pretensión de hacer un comentario integral, destacó del proyecto la moderación, falta de audacia y coincidencia con reclamos reiterados de la doctrina nacional. Apreció que armonizara leyes hasta entonces dispersas y que facilitara la aplicación uniforme de la ley en todo el territorio nacional. Celebró la incorporación de instituciones tales como la libertad y la condena condicionales, destinadas a situar la legislación criminal argentina a la altura de las más modernas. Aprobó la mayor atribución que daba a los jueces en orden a la posibilidad de graduar las penas en función de la naturaleza de los crímenes cometidos; lo mismo el régimen especial y distintivo para los delincuentes primerizos y los reincidentes; el objetivo de recuperar a los criminales para la vida en sociedad, evitando que reincidieran en el delito, y a ese efecto el funcionamiento de los patronatos. No prestó la misma atención a una cuestión de fuerte impacto como era la abolición de la pena de muerte, no ya de modo parcial, como hasta entonces, sino en todos los casos.

La Nación no solo tributó alabanzas. A la vez ejerció la crítica. Identificó, entre los problemas que requerían solución: la necesidad de complementar el Código con leyes especiales; una de ellas, urgente, acerca de los delitos contra la salud pública; la reforma de las cárceles, para que respondieran a los objetivos de la moderna política criminal; y la creación del Registro Nacional de Reincidentes, para hacer realidad el carácter nacional del Código. Asimismo, señaló los obstáculos con que tropezarían las reformas si los problemas no eran solucionados a tiempo, extendiendo la crítica a la acción gubernamental y policial por su responsabilidad en el combate contra la delincuencia.

Aunque todas las notas fueron anónimas —el diario se hizo responsable de las opiniones vertidas en ellas—, no cabe duda de que los autores, por el conocimiento que demostraron tener de los temas, fueron especialistas en la materia.

Una conclusión más que nos deja es el interés que para la historia del derecho tienen también las fuentes no jurídicas del género de la presente.

 

REFERENCIAS

Fuentes directas

A propósito de los errores del nuevo Código Penal, La Nación (LN), 3/5/1922, p. 4.

(La) aplicación del Código Penal, LN, 30/6/1923, p. 4

(La) aplicación del Código Penal, LN, 14/8/1923, p. 6.

(La) Cámara en acción, LN, 26/8/1917, p. 8.

(El) Código Penal, LN, 21/8/1920, p. 4.

(El) Código Penal, LN, 20/7/1921, p. 4.

(El) Código Penal, LN, 24/9/1921, p. 4.

(Los) delitos contra la salud pública, LN, 16/8/1920, p. 4.

(La) demora del Código Penal, LN, 15/9/1919, p. 4.

Desviaciones de jurisprudencia, LN, 1/11/1922, p. 4.

Leyes incompletas, LN, 1/8/1924, p. 6.

Leyes penales, LN, 4/6/1922, p. 4.

(La) libertad condicional, LN, 24/6/1922, p. 4.

(La) libertad condicional, LN, 31/7/1923, p. 4.

(El) Patronato de Liberados, LN, 3/12/1923, p. 4.

Prevención y represión de la delincuencia, LN, 8/5/1923, p. 4.

(Lo) que no se ve, LN, 29/8/1921, p. 4.

(La) reforma de la ley penal, LN, 8/9/1924, p. 4.

(La) reforma penal, LN, 13/7/1917, p. 10.

(La) reforma penal, LN, 11/9/1921, p. 4.

Reformas al Código Penal, LN, 5/9/1924, p. 6.

(El) Registro de Reincidentes, LN, 29/11/1923, p. 4.

(El) Registro de Reincidentes, LN, 30/8/1924, p. 6.

(La) reincidencia, LN, 7/8/1923, p. 4.

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1 Al respecto, véase «Índice general de la Revista de Derecho Penal (1945-1951)», 29, 1992, pp. 137-176; «Índice general de la Revista de Derecho Penal (1929-1930)», 30, 1995, pp. 275-288; «Índice general de la Revista de Derecho Penal y Criminología (1968-1973)», 30, 1995, pp. 289-330; «Índice general del Anuario del Instituto de Derecho Penal y Criminología (Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires) (1949-1951)», 31, 1996, pp. 299-302; «Índice general del Boletín de la Biblioteca Nacional de Criminología y Ciencias Afines (1926-1929)», 32, 1996, pp. 277-302; e «Índice general de la Revista Penal Argentina (1922-1928)», 33, 1997, pp. 413-436.

2 El historiador Enrique Udaondo dijo de Mitre que «su personalidad es una de las más notables de América; en su patria ha sido todo: militar, poeta, periodista, orador, historiador, filólogo, bibliófilo, arqueólogo, numismático, estadista, hombre de pensamiento y de acción. […] ha sido un trabajador infatigable que ha ilustrado la literatura y la ciencia con obras de gran aliento, demostrando vasta erudición en todas las ramas del saber» (1938, pp. 681-683).

 

Recibido: 22/11/2018

Aprobado: 25/02/2019

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