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Derecho PUCP

Print version ISSN 0251-3420

Derecho  no.82 Lima  2019

http://dx.doi.org/10.18800/derechopucp.201901.004 

HISTORIA DE DERECHO

 

Inquisición en Chile: un recorrido historiográfico y nuevas propuestas de estudio*

Inquisition in Chile: A Historiographical Journey and New Study Proposals

 

Macarena Cordero Fernández **

Universidad de Los Andes (Chile)

* Este artículo forma parte del proyecto PAPITT-UNAM IG400619, «Religiosidad nativa, idolatría e instituciones eclesiásticas en los mundos ibéricos, época moderna».
** Instituto de Historia de la Universidad de Los Andes (Chile). Código ORCID: 0000-0003-2385-0537. Correo electrónico: 2maca.cordero@gmail.com.

 


RESUMEN

En 1570, la Corona española determinó crear, en los espacios de ultramar, el Santo Oficio de la Inquisición, con la finalidad de controlar eficazmente las manifestaciones religiosas de la población y sus comportamientos sociales, lo que acarreó la intolerancia hacia quienes tenían prácticas diversas. No obstante, en un comienzo contó con solo dos tribunales de distrito instalados en las capitales virreinales de México y el Perú. Los demás espacios, capitanías y gobernaciones, fueron controlados por comisarías dependientes de México o Lima, según correspondiera. En el caso de la Gobernación de Chile, una serie de comisarías se desplegaron entre sus dos diócesis. Sin embargo, ellas no fueron lo suficientemente eficientes para lograr los objetivos propuestos en el ideario inquisitorial, tanto por la precariedad material como por la falta de funcionarios ad-hoc para llenar los cargos. Lo anterior conllevó a que la Gobernación de Chile experimentara un control más laxo en comparación con otros territorios imperiales. No obstante, el clima de miedo y prejuicios entre los habitantes permeó a la sociedad, y generó intolerancia y discriminación desde otras perspectivas y mediante otros dispositivos de control social que pervivieron en la república y que permiten entender —en parte— la intolerancia y discriminación en el Chile actual. El presente artículo realizará un recorrido por la instalación del Santo Oficio en América, el estado historiográfico de los estudios relativos a la Inquisición en Chile, las posibles líneas de investigación y las hipótesis por probar.

Palabras clave: inquisición, control religioso, comisarías, intolerancia.

 


ABSTRACT

In 1570 the Spanish Crown decided to create, in the overseas spaces, the Holy Office of the Inquisition in order to control, effectively, the religious manifestations of the people and their social behaviors, bringing intolerance towards those who had different practices. However, initially it had only two district courts installed in the viceroyalties capitals of Mexico and Peru. The other places, captaincies and governorates, were controlled by commissioners dependent on Mexico or Lima, as appropriate. In the case of the Government of Chile, several police stations were deployed between the two dioceses. However, they were not efficient enough to achieve the objectives proposed in the inquisitorial ideology, on the one hand because of precarious material, and on the other hand because of the lack of ad-hoc officials to fill the positions. This led to the Chilean Governorate experience a more laxed control than other imperial territories. However, the climate of fear and prejudice among the inhabitants permeated the society generating intolerance and discrimination through other perspectives and through other social control devices, which survived in the republic and allow to understand —partway— the intolerance and discrimination in the current Chile. The present article will make a tour of the installation of the Holy Office in America, the historiographic status of the studies related to the Inquisition in Chile, the possible lines of investigation and the hypotheses to be tested.

Key words: inquisition, religious control, commissariats, intolerance.

 


I. INTRODUCCIÓN

La intolerancia y la discriminación que sufren grupos desaventajados constituye un fenómeno global. Basta leer, escuchar y ver reportes sobre las migraciones forzadas fruto de persecuciones religiosas, políticas, étnicas, sociales o de otro tipo que tienen lugar en la actualidad. Más aún, la penalización legal y social que recae sobre subculturas que actúan fuera de los cánones que las élites han considerado como lo aceptable conduce necesariamente a la intolerancia hacia los «otros», sea por miedo, desconocimiento o ignorancia. Ello acarrea consecuencias indeseables —las más de las veces de carácter violento— hacia quienes se comportan de manera distinta a lo establecido social y culturalmente o fuera de dichos márgenes.

En Chile, durante el año 2012, se dictó la Ley 20.609 —ley Zamudio o «Antidiscriminación»—. Ella tiene por objeto restablecer el imperio del derecho en caso de que se cometa un acto de discriminación arbitraria en contra de alguna persona, para lo cual la normativa fija un procedimiento judicial y las penas o sanciones por aplicar. Ahora bien, la ley comenzó su tramitación en el año 2005, bajo el gobierno de Ricardo Lagos, precisamente porque, si bien la Constitución establece la igualdad para todas las personas, lo cierto es que, en los hechos, hay grupos que están en constante desventaja frente a otros, ya sea por su condición social, cultural, racial o sexual, entre otras.

En tal contexto, en el año 2012 la discusión de la ley en el Congreso Nacional entró en el llamado trámite de «suma urgencia», luego de que un joven homosexual fuera asesinado —por su condición—por un grupo de autodenominados «neonazis». Tal hecho dejó en evidencia que parte de la sociedad chilena tiene una actitud no solo homofóbica, sino también xenófoba y de discriminación social y cultural hacia otros grupos que integran la nación. En buenas cuentas, tras tales acontecimientos se evidenció la práctica de la intolerancia, la cual se manifiesta en diversos comportamientos actuales, al punto de que se debió normar una ley antidiscriminación en general.

No obstante, y pese a la gravedad de los hechos descritos y, también, al estupor y conmoción que provocaron estos comportamientos discriminatorios e intolerantes entre la población, la disciplina histórica chilena escasamente reflexionó sobre por qué, en pleno siglo XXI, sectores de la sociedad aún continúan comportándose intolerantemente ante la existencia de subculturas, o bien persisten en discriminar a sujetos por su color de piel o su condición social, entre otras. Las razones pueden ser muchas y variadas; con todo, considero que, si investigamos la historia de Chile, es posible develar el cómo y el porqué de la persistencia de relaciones asimétricas y muchas veces violentas entre los ciudadanos, así como de la incapacidad de diálogo entre distintos líderes políticos, sociales y religiosos, entre otras muchas situaciones, y aclarar de qué manera es posible subsanar tal estado de vinculaciones de la población chilena actual.

En tal sentido, diversas son las aristas que se pueden tomar en consideración. Entre ellas, podemos mencionar el lento proceso de democratización social; también la lenta incorporación de la mujer en las esferas laborales, intelectuales y políticas; la prolongación de instituciones coloniales —inquilinaje— hasta bien avanzado el siglo XX; igualmente, las relaciones verticales en la mayoría de las empresas e instituciones chilenas. Asimismo, habría que señalar prejuicios sexuales y étnicos, que derivan de perspectivas tradicionales, con fuerte arraigo en la mentalidad de algunos sectores de la población chilena. A ello habría que añadir la pervivencia del clasismo, como derivación de las viejas formas de la estructura de la sociedad del Antiguo Régimen; la intransigencia política de diversos grupos; entre otras tantas aristas. Todavía más, es posible sostener que, desde una perspectiva social y cultural, la sociedad chilena no se ha modernizado, y, más bien, ha conservado y dejado que pervivan formas de relaciones que no se condicen con el proceso de modernización de Occidente.

Ahora bien, una de las aristas que debe tomar en cuenta el análisis es el mecanismo de control religioso y social activado en tiempos coloniales por la institucionalidad del Santo Oficio. En este periodo, las esferas temporales y espirituales estaban unidas, es decir, la ortodoxia católica era un bien jurídico protegido por la Iglesia y la Corona. Dicha situación varió, progresivamente, con el advenimiento del Estado nación, lo cual tuvo como resultado la separación de política y religión durante el siglo XX1. Con todo, el proceso ha sido mucho más complejo, porque, si bien formalmente existe la separación de la Iglesia y el Estado —desde la Constitución Política del Estado de Chile de 1925—, lo cierto es que el catolicismo y la religión en general —básicamente las iglesias evangélicas— han mantenido una importante influencia social, cultural y valórica en la sociedad chilena hasta comienzos del siglo XXI.

Es más, si bien la Inquisición americana dejó de tener competencia y jurisdicción en estas latitudes hace más de doscientos años, lo cierto es que la estela de prejuicios y de miedo hacia «el otro» desconocido y diverso no desapareció. Parafraseando a Adriano Prosperi (2018), la semilla de la intolerancia que se plantó en 1478 con la creación del Santo Oficio de la Inquisición en España se diseminó y propagó con fuerza en todo el orbe europeo y americano. Más aún, la idea de intolerancia adquirió formas y objetivos diversos en los distintos espacios y épocas, pero que arrancaron desde la conversión forzada de los judíos españoles y su posterior expulsión de tierras ibéricas.

Dicho de otro modo, la Inquisición buscó establecer la ortodoxia entre los súbditos de la monarquía española, con la mira puesta en la salvación de las almas. Ello implicó segregar a todos aquellos que manifestasen expresiones religiosas diversas o comportamientos sociales alejados de la moral cristiana. Es más, significó que aquellos que habían sido juzgados por el Tribunal fuesen vistos por los demás sujetos de la sociedad del Antiguo Régimen no solo como herejes, sino, además, como personas pecaminosas, escandalosas o indecorosas, según fuese el caso. Incluso, se los consideró como individuos con los que no se podía departir, precisamente por la fama que tenían, pero, también, por no estar en la línea de lo que la sociedad de la época consideraba lo correcto, lo debido o lo conforme a la buena doctrina.

Así, no obstante que se daba por terminado el periodo colonial, y con ello el Santo Oficio, entre otras instituciones, y que, paralelamente, se conformaban los Estados nación en lo que fue el imperio español —en camino hacia la modernidad—, las matrices construidas durante el Antiguo Régimen tendientes a poner fin a prácticas y comportamientos sociales y religiosos heterodoxos o que dieran pie a ello pervivieron bajo otras formas y con otros objetivos. Así, por ejemplo, continuó la discriminación respecto de quienes tienen comportamientos diversos a los normados social o culturalmente —entre ellos, los homosexuales, quienes practican el adulterio femenino, los considerados vagos, los mal entretenidos, o bien los individuos pertenecientes a subculturas tales como los sectores populares o los emigrantes—. Hoy en día caben, además, bajo tales rótulos las tribus urbanas como los «okupas», los «pokemones», los «elfos», entre otros. A su vez, se manifiesta en el presente una creciente intolerancia hacia sectores políticos y religiosos, basada en prejuicios y falta de comprensión y diálogo con los otros. Incluso, el hecho de ser parte de determinadas instituciones en las cuales se crean redes y vínculos sociales y de poder facilita a determinados sectores ciudadanos la obtención de empleos, garantías o acuerdos extrajudiciales. Ello constituye una forma de decriminación hacia otros, los que, tal vez, teniendo las mismas capacidades, se ven apartados por no pertenecer a ciertos grupos, o bien porque son vistos como personas con costumbres o conformaciones familiares diversas a lo querido por las élites.

Pensar y reflexionar históricamente sobre por qué aún perviven prácticas de intolerancia y discriminación se hace necesario —y, todavía más, forzoso—, puesto que ello contribuye no solo a entender nuestra historia, sino que, además, permite la generación de cambios culturales tendientes a concebir sociedades más integradas. Para ello, estimo que comprender lo que fue la Inquisición en Chile puede dar luces que posibiliten esclarecer el recorrido histórico.

Esta propuesta tiene por objetivo plantear que las comisarías de la Inquisición constituidas en la Gobernación de Chile no lograron del todo el ideario planteado por el Santo Oficio para la población chilena: la ortodoxia católica y un comportamiento conforme a la doctrina católica. Ello fue así debido a la precariedad de la institucionalidad chilena, por lo cual se debió ceder el espacio a otras instituciones y corporaciones que cumplieron —en parte— estos fines. En efecto, las comisarías en Chile presentaron una serie de falencias; entre ellas, y la más importante, la falta de funcionarios idóneos, principalmente por carecer de limpieza de sangre —fuese porque no pudieran pagar los altos costos del trámite o bien debido a que sencillamente descendían de conversos, africanos o indígenas—.

Lo anterior provocó que, paralelamente al funcionamiento de la Inquisición, otras formas e instituciones inspeccionaran el comportamiento de la población, prolongándose bajo otras caras hasta el presente. Así, la Inquisición pretendió controlar eficazmente las manifestaciones religiosas de la población, lo que implicó la generación de intolerancia hacia quienes tenían prácticas diversas. Con todo, para el espacio chileno, dicho control fue más laxo que el que se implementó en otros territorios imperiales. No obstante, el clima de miedo y prejuicios frente a los otros permeó a la sociedad, generando intolerancia y discriminación desde otras perspectivas y mediante otros dispositivos de control social.

El presente artículo realizará un recorrido en torno a la instalación del Santo Oficio en América, el estado historiográfico de los estudios relativos a la Inquisición en Chile y las posibles líneas de investigación. Sin embargo, al mismo tiempo, busca dar cuenta de hipótesis de trabajo que están en vía de ser probadas.

II. EL SANTO OFICIO DE LA INQUISICIÓN Y SU INSTALACIÓN EN AMÉRICA

El Santo Oficio de la Inquisición en España contó con una organización y estructura considerada —a juicio de Charles Lea— perfecta (1983). En efecto, la Inquisición española estaba estructurada a partir de un órgano de administración central, el Consejo de la Suprema, «lo que la singulariza y distinguió» respecto de la inquisición medieval, la monástica y la romana2 (Cordero, 2016a, p. 62; 2010, pp. 167 y ss.). Dicho Consejo estaba integrado por un presidente, el Inquisidor General, máxima autoridad del mismo. A su vez, este órgano estaba conformado por consejeros y secretarios. Debajo de este Consejo estaban los tribunales de distrito, que primero tuvieron el carácter de itinerantes y que, con el tiempo, pasaron a ser permanentes, quedando bajo el control jurisdiccional y económico de la Suprema (Pérez, 2003, p. 35; Kamen, 2004, p. 144; Contreras, 1997, p. 28).

Los tribunales de la Inquisición española contaban con una serie de funcionarios: inquisidores, receptores, secretarios, notarios, alguaciles, familiares, etcétera. Pero, además, la Inquisición española innovó al introducir a los calificadores —teólogos que determinaban si una práctica era o no herejía—; a su vez, a los comisarios —quienes, asignados en ciudades y villas alejadas de los tribunales de distrito, realizaban diversas actividades, tales como inspecciones, publicación de edictos, toma de testimonios, inicio del sumario, para luego, según los antecedentes, remitirlo al tribunal de distrito del que dependía— (Dedieu, 1989, p. 204; Contreras, 1982, p. 77; Guibovich, 2003, p. 80; Millar, 1998a, pp. 60 y ss.). E introdujo también a los fiscales que debían realizar la acusación.

Por efecto de la introducción de los fiscales, el procedimiento inquisitorial3 se reformuló, puesto que, en adelante, el inquisidor investigaba y el fiscal acusaba. Asimismo, una serie de modificaciones al sistema penal y a las solemnidades de los autos de gracia y de fe, entre otras, fueron resignificadas por la Suprema Inquisición. Ello dio lugar a una institución con especificidades propias, que pretendió de este modo controlar religiosamente a la población urbana. En el caso de la población rural, en tanto, buscó este control mediante las visitas de distrito que una vez al año realizaban los inquisidores de la jurisdicción correspondiente (Cordero, 2010, p. 192; 2016a, p. 62; Escudero, 1992; Maqueda, 1992; Pérez Martin, 1992).

Tal estructuración y organización del Santo Oficio implicó que pudiera ser entendido como un poder político-religioso que, una vez implementado, influyó en el origen de la intolerancia (Prosperi, 2018, p. 59) y de la cultura de la violencia de grupos que rechazaban a «los otros» que no se ajustaban al ideario ortodoxo y actuaban de manera distinta (Kamen, 1987). En efecto, como es bien sabido, la Inquisición española básicamente se constituyó para la pesquisa y el proceso de los falsos conversos. Con ello se buscaba mantener la unidad de la doctrina y la fe (Pérez, 2003, p. 57; Lea, 1983, I, p. 181; Contreras, 1997, p. 13; García Cárcel, 1976, 1990). No obstante, desde inicios del siglo XVI, la Inquisición española amplió el ámbito de su competencia, puesto que se abocó a conocer y procesar no solo las herejías propiamente tales y los casos de falsos conversos o seguidores del protestantismo que empezaba a extenderse por toda Europa, sino además una serie de prácticas que —si bien no eran en sí mismas heréticas— podían dar pábulo a una:

por ejemplo, la bigamia y el adulterio, toda vez que atentaban contra el sacramento del matrimonio, lo que podía llevar a considerar que el hechor de la falta lo hacía por desprecio a la doctrina (Cordero, en prensa).

La ampliación de la competencia de la Inquisición fue un efecto de la celebración del Concilio de Trento, el cual fue una reacción ante la marea protestante y tuvo por misión renovar el catolicismo, así como mantener y defender la Iglesia y la integridad de la fe. Para ello se valió —entre otras instituciones y medidas— de la Inquisición, forma de control religioso y social que se encontraba consolidada en cada espacio europeo. Asimismo, Trento determinó velar no solo por las prácticas religiosas de los feligreses, sino también por sus comportamientos sociales, con la mira puesta en la unidad cristiana y la salvación de las almas. En tal sentido, Bartolomé de Las Casas, en 1516, solicitó al cardenal Cisneros que se instalara en América el Santo Oficio, puesto que «hay muy gran necesidad, porque donde nuevamente se ha de plantar la fe, como en aquellas tierras […]». Es más, dejaba en evidencia el mal comportamiento de los colonizadores, lo que constituía un mal ejemplo para los indios (1958, p. 15).

En tal contexto, a mediados del siglo XVI, la Corona determinó instalar la Inquisición4 en sus posesiones de ultramar, «sobre la base de la idea medieval, trasplantada a América, de que la sociedad cristiana constituye un corpus, una realidad en sí fundamentada en una misma fe, en la esperanza común de la salvación eterna y en la unidad disciplinaria […]» (Cordero, 2016a, p. 191). Solo de este modo se podía asegurar la ortodoxia católica entre todos sus súbditos. Así pues, luego de la realización de la Junta Magna en 1568, se erigió el Santo Oficio de la Inquisición en América, con el fin de contrarrestar el protestantismo ―puesto que ya se tenía noticia de la existencia de hugonotes en Florida (Millar, 1998a, p. 279)―, hacer frente al peligro constante del judaísmo (Bataillon, 1956, p. IX) y contribuir a enmendar el debilitamiento de las costumbres entre los hispanos del Nuevo Mundo. A su vez, se trató de un fenómeno producto de la «intolerancia religiosa, o de la consideración de que la herejía es un mal que conviene extirpar, que adoptó formas distintas según cuáles fueran, en cada caso, los patrones de la ortodoxia, y según los lugares y los tiempos» (Escudero, 2005, p. 16). Tras ello está presente la idea de perseguir y castigar a quienes no se adaptaban al modelo de creencias establecido por la Iglesia (Cordero, 2010, p. 170). Más aún, Prosperi indica que se sembraron las semillas de la intolerancia en el mundo europeo y, por extensión, en los espacios imperiales (2018).

Por ello, el 29 de enero de 1570, «en la catedral de Lima y con las solemnidades de rigor, virrey, audiencia, prelados, cabildos, justicias, regidores y ciudadanos hacían el juramento canónico al Tribunal, después de haberse leído el Edicto y predicado el sermón de la fe. Así quedaba formalmente constituido el Santo Oficio en la capital del virreinato y para todo el territorio de su jurisdicción» (Escandell, 1984, p. 919), dentro de la cual estaba la Gobernación de Chile.

Las motivaciones para instalar la Inquisición en América no solo obedecieron a la necesidad de conservar la unidad de la fe, elemento identitario del vasto imperio español. Además, era forzoso conservar la ortodoxia porque la Corona tenía «la misión de evangelizar e integrar al estilo de vida español a los habitantes del Nuevo Mundo, por especial petición de la Santa Sede» (Cordero, 2010, p. 174). En efecto, Alejandro VI, mediante el breve Inter Caetera, concedió los territorios descubiertos a la Corona española, bajo la condición de evangelizar a sus habitantes. De no cumplirse esta condición, se podía provocar un conflicto político de proporciones. De ahí la necesidad de contar con una población que supiese la doctrina y tuviera buenos comportamientos, puesto que el rol de los conquistadores y colonizadores era el de coadyuvar a que se cumpliese esta condición, y así mantener la integridad del Imperio, como también la de la fe (Guarda, 1988, p. 25). Lo anterior explica, además, la colaboración constante entre la Iglesia, la Inquisición y la Corona.

Evidentemente, se esperaba que mediante «la estructura y organización del Santo Oficio, [se] garantizaba un control y vigilancia sobre la población puesto que operaba como una barrera para elementos externos que pudiesen poner en jaque la ortodoxia […]» (Cordero, 2010, p. 178). Seguidamente, mediante ella se pretendía controlar socialmente a la población, pues se aseguraba un buen comportamiento de los colonizadores, quienes debían, en su estilo de vida, ser ejemplo para los indígenas, aunque estos últimos no estuvieron bajo jurisdicción de la Inquisición por especial encargo de la Corona5. Sin embargo, la instalación del Santo Oficio contribuía, además, a resolver otros problemas, tales como la crítica de algunos sectores eclesiásticos a la legitimidad de la ocupación de España del Nuevo Mundo. Asimismo, permitía controlar los poderes locales con tendencia a la autonomía en momentos en que la Corona iniciaba el proceso de fortalecimiento del poder real (2010, p. 179), manteniendo, pese a ello, la negociación con los diversos cuerpos que conformaban la sociedad, mecanismo utilizado por la política moderna de la Corona (Lampérière, 2008, p. 12).

Con todo, la Inquisición americana tuvo una serie de particularidades, ya que, si bien esta institución fue reproducida en el Nuevo Mundo, lo cierto es que —al traducirse a las realidades locales— cobró formas distintas. Dichas formas originaron nuevos espacios normativos, sociales y políticos. Esta situación hace que, para el caso del Virreinato del Perú, y especialmente para la Gobernación de Chile, sea discutible si los objetivos propuestos por el Consejo de la Suprema y la Corona se lograron. Es posible afirmar lo anterior porque, en 1570, al momento de organizarse el Santo Oficio en América, solo se constituyeron dos tribunales: en México (Greenleaf, 1985a; Alberro, 1993) y Lima (Millar, 1998a; Guibovich, 2003). Este último poseía jurisdicción sobre todos los obispados sufragáneos al Virreinato, lo que constituía un enorme territorio por supervisar6. Para ello, se organizaron comisarías en todas las ciudades del virreinato. Chile, en particular, contó con varias de ellas ―el Arzobispado de Santiago alcanzó a tener 13 para el siglo XVIII y Concepción cuatro―. Ellas estaban integradas por un comisario, notarios, alguaciles, familiares, entre otros, y su finalidad era pesquisar a aquellos sospechosos de herejías o prácticas heterodoxas, iniciando la investigación para luego remitirla a Lima, tribunal que fallaba la causa. Así, el control ejercido era más laxo y esporádico, puesto que, a diferencia de la Península, que contaba con muchos tribunales de distrito en un territorio bastante más reducido, en América solo hubo tres, debiendo los comisarios y familiares suplir esas funciones en casi todas las ciudades y villas americanas.

Es más, la Inquisición americana no realizó visitas de distrito7. En efecto,

la labor inquisitorial […] quedó reducida a los centros urbanos, porque a diferencia de lo que ocurría en España, no hubo visitas de distrito, esto es, aquellas que una vez al año emprendían los inquisidores a las zonas rurales recibiendo denuncias, para luego procesarlas en el tribunal de distrito correspondiente. Con ello, un grupo importante de la población imperial escapó del control del Santo Oficio (Cordero, 2010, p. 187).

Con todo, cabe preguntarse, ¿se gestó algún sistema de control institucionalizado de la religiosidad por parte de la Iglesia o la Gobernación en las zonas rurales chilenas?8

Asimismo, la Inquisición americana no tuvo la misma relación que los tribunales peninsulares tuvieron con la Suprema.

Mientras en la Península estaban bajo el control efectivo de la Suprema, en el Nuevo Mundo lograron cierta autonomía, puesto que no era posible estar esperando respuestas y confirmaciones de sentencias o consultas desde Madrid, pues ello implicaba mayores demoras. De ahí que las sentencias dictadas por los tribunales americanos no debían ir a revisión al consejo de la Suprema, a diferencia de lo que ocurría con los tribunales de distrito de las diversas provincias españolas (2010, p. 187).

Pese a lo dicho, los tribunales americanos enviaron relaciones de los procesos y de lo realizado a la Suprema.

Seguidamente, por expresa resolución real, la Inquisición americana careció de jurisdicción sobre los indígenas, por lo que la mayor parte de la población del Nuevo Mundo quedó exceptuada de ser juzgada por esta institución (2010, p. 180). Pese a lo dicho, en los diversos espacios americanos, las autoridades eclesiásticas idearon sistemas alternativos para controlar las idolatrías o las malas prácticas de los indios, como, por ejemplo, las visitas de idolatrías en Lima (Cordero, 2016a; Duviols, 1971) o los juzgados de indios en México (Borah, 1996; Lara Cisneros, 2015).

III. RECORRIDO HISTORIOGRÁFICO DE LA INQUISICIÓN EN CHILE

Esta propuesta de trabajo se inscribe dentro del interés por los estudios inquisitoriales que se originó a partir de la década de 1970. Dichos estudios se vieron renovados por la escuela de los Annales, la historia de las mentalidades, la historia social y de la vida cotidiana, entre otras tendencias, debido principalmente a la existencia de una buena cantidad de registros que han permitido reconstruir la institucionalidad, las prácticas heréticas, la hacienda, el rol y las redes de sus funcionarios, entre otras tantas materias. En efecto, diversos temas fueron tratados desde perspectivas historiográficas novedosas: historia de los judíos (Beinart, 1974-1981; Caro Baroja, 1963), la brujería (Caro Baroja, 1966), el protestantismo, los erasmistas (Bataillon, 1966), o la mística cristiana (Huerga, 1978-1988).

Una línea historiográfica importante es la que guarda relación con el análisis y el estudio de la Inquisición desde una perspectiva institucional, clave para la realización de catastros y estadísticas para determinar la cantidad de personas que fueron procesadas y sentenciadas (Contreras & Henningsen, 1986); el tipo de herejías o sospecha de práctica herética que se les imputó, así como también la determinación del procedimiento y sus particularidades en cada espacio (Henningsen, 1980; Escudero, 1992; Contreras, 1982; Dedieu, 1989; García Cárcel, 1976; 1990; García Marín, 1992; García-Molina, 1999; Pérez Martin, 1992); o las redes de influencia, sociales y políticas, que se establecían desde la institucionalidad por sus funcionarios. Asimismo, dicho enfoque permite estudiar la hacienda, los bienes secuestrados a favor de la Inquisición y las formas de autofinanciamiento, según corresponda (Martínez Millán, 1984; Millar, 1983). A su vez, encontramos diversos trabajos monográficos que dan cuenta de los diferentes espacios peninsulares y americanos, como los relativos a las comisarías (Cerrillo Cruz, 1997, 1995, 1999, 2000; Miranda Ojeda, 2007, 2010, 2018; Juanto Jiménez, 2014). Seguidamente, se han abordado también las contiendas de competencia entre el Santo Oficio y la Inquisición obispal (Alcalá, 1992; González de San Segundo, 1992; Nesvig, 2004).

Respecto del tribunal de Lima, hay una serie de trabajos que dan cuenta de la historia de los judíos, de los delitos y las herejías, de las mentalidades, de género e institucional, entre otras tantas. Medina (1956), Mannarelli (2000), Ramos y Urbano (1993), Escandell (1984), Guibovich (2003), Lohmann (1955-1956), Castañeda y Hernández (1989) y Millar (1998a, 1998b) constituyen indiscutiblemente referentes obligatorios para el análisis particularizado de las innumerables comisarías repartidas en el espacio virreinal —Ecuador, Perú, Bolivia, Argentina, Paraguay y Chile— que dependían directamente del Santo Oficio limeño. En efecto, a partir de sus análisis, han nacido estudios localizados de la comisaría de Córdoba (Aspell, 2007; Vassallo, 2007, 2008, 2009), del territorio de Paraguay (Cohan, 1992) y algunas referencias a Ecuador (Vega, 2017; Sánchez, 1993).

En relación con la historiografía relativa a la Inquisición en Chile, esta es escasa. Encontramos los clásicos trabajos de Benjamín Vicuña Mackenna (1862, 1868) y José Toribio Medina (1952, 1956). Estos autores tuvieron acceso directo a los registros, realizando una labor de transcripción de muchos documentos conservados en España y Perú. A su vez, están los trabajos de Gunter Böhm (1963, 1984), en los que se da cuenta de procesos iniciados en Chile, con acento en la historia de los judíos.

Asimismo, colindantes con los estudios inquisitoriales, hay trabajos relativos a procesos de hechicerías y brujerías conducidos por diversas autoridades de la Gobernación de Chile ―Corregidores, Real Audiencia― en contra de indígenas, casta y mestizos (Valenzuela, 2013; Casanova, 1994; Dougnac, 1981; Vaïse, 1920). Con todo, el objetivo de ellos es analizar la práctica de la hechicería desde una perspectiva del delito y de los comportamientos sociales ante lo sobrenatural, sin problematizar por qué pueden ser conocidos por la Justicia Regia, o por qué no intervinieron en ellos los comisarios de la Inquisición, si sus autores eran casta o mestizos.

A partir de la década de 1970, tal como se ha comentado, se renovaron los estudios inquisitoriales, siendo René Millar (1983a, 1983b, 1984, 1998a, 1988b, 1999, 2000, 2004) uno de los máximos exponentes para el Virreinato peruano. Este autor se centró tanto en el Tribunal de Lima como en los procesos judiciales iniciados en Chile que continuaron su tramitación en el Perú. En sus textos, Millar da cuenta de los asuntos financieros, del modo en que se prosiguieron los procedimientos, de las tipologías de herejías, así como de determinadas mentalidades. Su principal aporte es el análisis de la Inquisición como institución.

Así pues, la novedad del objeto de estudio radica en que —hasta la fecha— las comisarías en la Gobernación de Chile carecen de estudios de carácter sistematizado y particularizado. La omisión del análisis de la Inquisición en el espacio chileno impide poder entender cómo la intolerancia permea aún la cultura nacional, así como también cuál fue el grado de efectividad del control religioso y social entre la población. No existen análisis y estudios de cómo funcionó la institución en Chile, no hay un análisis y levantamiento de datos completo en torno a cuál era la situación en Santiago y Concepción, quiénes fueron sus funcionarios y cuáles eran sus redes de parentesco, sociales y políticas, entre los muchos objetivos que he propuesto. Más aún, el análisis planteado posibilitará establecer hasta qué punto el comportamiento de la feligresía chilena seguía el ideario global.

Asimismo, esta investigación permitirá que la historia de la Inquisición chilena ingrese al debate global relativo a la «intolerancia» y al «control religioso y social». Igualmente, podrá introducirse en la discusión sobre las redes de influencia y sus particularidades locales, con lo que llenará un espacio que posibilitará comprender mejor y más ampliamente la configuración social y cultural de la población chilena. A su vez, esta investigación revelará que con la Inquisición se pretendió deshumanizar y limitar los derechos de las personas, sobre la base de una imagen «del otro» como inferior, lo que obligaba a excluirlo socialmente por medio del poder inquisitorial, que consistía en la invención de una barrera frente a la diversidad: de un lado el verdadero ser humano, del otro el no ser humano (Prosperi, 2018, pp. 37-38).

IV. NUEVAS PERSPECTIVAS DE ANÁLISIS

Tal como he indicado, la historiografía en torno a los estudios inquisitoriales es vastísima y diversas líneas de investigación han dado cuenta de ello. En el caso que me ocupa, pienso que la reflexión histórica debe necesariamente insertarse en la «nueva historia institucional» y la «historia cultural». Siguiendo esta línea, no solo he de centrarme en los procesos religiosos tendientes a la ortodoxia, sino también en las dinámicas culturales y, sobre la base de ellas, analizar y estudiar los acomodos, las transacciones, las negociaciones y los consensos entre las partes (Prodi, 2008). A partir de tal mirada historiográfica, pretendo establecer cómo se pensó e implementó el control religioso y social mediante la traducción que hicieron los agentes mediadores ―comisarios, familiares, entre otros funcionarios de la Inquisición―. Asimismo, deseo mostrar el modo en que dicho control fue matizado y armonizado por el aporte que los destinatarios realizaron al momento de consensuar la normativa y los usos de la justicia inquisitorial, con lo que generaron nuevos espacios normativo-sociales. Esta cuestión —que hace referencia a un sistema organizativo, necesario para la vida social y cultural— permitió que los integrantes de la sociedad chilena pudieran vivir y funcionar sobre la base de esta reproducción y traducción, así como también a partir de la versatilidad y los acomodos desde realidades locales del sistema general (Ellul, 1979-1982).

El concepto de normatividad es entendido como un conjunto de reglas que deben ser respetadas, lo que implica que los comportamientos, usos y prácticas deben adecuarse a lo establecido. Esto, analizado desde la perspectiva del derecho, implica que la norma particular «es correcta solo si se apoya en normas válidas y en su aplicación adecuada. De este modo, la norma aplicada aparece como la utilización óptima de un sistema de normas válidas ―es decir, ya fundamentadas en un proceso discursivo en el que han participado todos los posibles afectados―[…]» (Günter & Velasco, 1995, p. 273). Así, el significado de una norma es fruto de la negociación y el consenso entre los miembros de una comunidad. Ahora bien, como lo que se está analizando en esta propuesta es la reproducción de las normas, prácticas e instituciones inquisitoriales en un contexto cultural distinto —el cual hace que se originen nuevos espacios normativos donde se han resignificado dichas normas, prácticas, etc.—, se incluye el concepto de multinormatividad (Duve, 2013). Dicho concepto se relaciona con las múltiples dimensiones de la ley en su aplicación global. Esta categoría analítica, más amplia, permite examinar las variables jurídicas y no jurídicas de la normatividad y su implementación, con lo que se amplía a normas sociales y culturales, que son el sustrato del control religioso-social.

Asimismo, la investigación que se inicia pretende reflexionar desde la «historia de los usos de la justicia»; es decir, se busca analizar los comportamientos esperados y las transgresiones a partir de juicios culturales ―los cuales se caracterizan por sus consecuencias concretas― que tienen por objeto restablecer el orden pensado (Prodi, 2008). Desde esa perspectiva, todo comportamiento transgresor es delito y pecado para el orden católico —y, en particular, las herejías o los comportamientos que podían considerarse como intencionales, es decir, realizados con una cierta conciencia de su heterodoxia—. Aquí importa establecer las vinculaciones, los cruces y las diferencias entre lo pretendido por la Suprema Inquisición y la Monarquía, aquello que sus agentes mediadores han interpretado y lo aceptado por la población sometida al control religioso.

Por otra parte, se pretende vincular cultura y sociedad, entendiendo el concepto de cultura semióticamente (Geertz, 1987; Burke, 2009) y también como el resultado de la apropiación que realizan los grupos sociales de los bienes simbólicos —no solo como consecuencia de una imposición dominadora (Foucault, 2002), sino como efecto de las negociaciones y consensos de los destinatarios del control religioso y social—. Así, el control religioso y social se inserta en el «orden jurídico cultural», lo que nos reenvía a la idea de la forma en que es reproducido, traducido, aprehendido, negociado y consensuado el ideario disciplinador tendiente a la ortodoxia y al buen comportamiento de la feligresía, otorgando significación a las normas, las prácticas, la representación y los usos de control religioso y social que se institucionalizaron (Luckermann & Berger, 1991) a tal punto que se transformaron en «habituaciones» (Bourdieu, 2007). Más aún, tales negociaciones pudieron originarse en la tradición política moderna según la cual las «córporas» o corporaciones no pueden pensarse como separadas del poder del soberano, sino solo como partes constitutivas de la monarquía católica (Lampérière, 2008, p. 12).

Así, tanto la reproducción del ideario inquisitorial que buscaba la ortodoxia en Chile como la traducción que de él hicieron las comisarías implicaron resignificaciones y reinterpretaciones de formas, prácticas y normas de espacios geográficos distintos, las cuales confluyen y difieren en un nuevo espacio normativo cultural. De este modo, podemos decir que esta investigación se inserta en uno de los debates historiográficos actuales: el que guarda relación con las resignificaciones y las reinterpretaciones de los actores sociales de las normas y las prácticas culturales, sociales y jurídicas. Pero, también, sigue la huella de la historia cultural de la intolerancia, entendiendo que la Inquisición europea constituyó «la semilla» de la intolerancia no solo religiosa, sino además étnica, social y cultural presente en la historia contemporánea global (Prosperi, 2018, p. 38). Por ello, comprender cómo operó la Inquisición en Chile y hasta qué punto logró homogeneizar prácticas religiosas y rechazar aquellas que se alejaran de la ortodoxia contribuye necesariamente a comprender si esa circunstancia está a la base de los diversos grados de sectarismo social, religioso y cultural que hasta el día de hoy se encuentran presentes en la sociedad chilena. Sin embargo, también permite reflexionar en torno a de qué manera es posible establecer un diálogo tendiente al respeto de las multiculturalidades étnicas, sociales, religiosas, sexuales, entre otras. Sin duda, es posible sostener que nuestra historia local de la Inquisición también tiene un alcance global que se manifiesta en la actitud intolerante que llevó a excluir a grupos sociales por medio de la atribución de prácticas ominosas, tales como herejías, idolatrías, etcétera.

V. LA INSTITUCIONALIDAD INQUISITORIAL EN CHILE

Vistas así las cosas, se torna necesaria la reconstrucción de la institucionalidad y el funcionamiento de las comisarías organizadas en el territorio correspondiente a la Gobernación de Chile hasta su derogación con el advenimiento de la República. Propongo que estas comisarías no fueron lo suficientemente eficientes para ejercer un control religioso y social sobre la población, pese al clima de temor que se utilizaba para intimidar a la feligresía. Lo anterior fue así debido tanto a la precariedad de su estructura como a la falta de funcionarios idóneos para ello, así como a consecuencia de la cultura jurídico-política del periodo. Como resultado, se debió ceder espacios de influjo y control a otras instituciones —cofradías, hospitales, casas de recogida, corregidores, cabildos, párrocos, hacendados, entre otras—. Esto generó un espacio normativo-social-cultural de carácter local, vinculado y modelado según el contexto global.

En efecto, el ideario global se reprodujo en los espacios locales que integraban el imperio español. Sin embargo, en cada uno de ellos las comisarías debieron realizar un proceso de traducción de un lenguaje específico, el cual se manifestó en las prácticas y los usos disciplinarios reproducidos, los que debieron ser negociados y consensuados con la población local. Es decir, el proceso de «traducción» (Richter, 2005; Gaune, 2013; Duve, 2013; Bauman, 1997) implicó necesariamente que los traductores ―en nuestro caso, funcionarios de la Inquisición de las comisarías, obispos y otras autoridades― «interpretaran» el ideario reproducido, lo que trae consigo la agregación de «algo propio», de «una cuota de originalidad», con lo que se gesta una nueva realidad. Dicho de otro modo, mediante la traducción de un determinado lenguaje jurídico-social del Consejo de la Suprema Inquisición y la Monarquía para la realidad local —la chilena—, se gestó y formó un nuevo espacio y orden normativo-social, donde confluyeron y, asimismo, difirieron lo pensado desde la Península y lo traducido a la realidad específica y subjetiva. Esta cuestión fue posible debido a que los diversos espacios que conformaron el imperio español se caracterizaron por su permeabilidad en el contexto global (Gruzinski, 2001; Bernabéu, 2010; Bernabéu & Lange, 2011), con una gran relevancia de los mediadores ―intermediarios culturales (Lawrance, Lynn & Roberts, 2006)—, quienes no solo permitieron la reproducción, sino que además tradujeron, mediante la filtración y la adecuación de los conceptos, normas y prácticas al contexto local, lo que dio lugar a un nuevo discurso multiforme.

Por lo anterior, el término «traducción» es utilizado y entendido como herramienta analítica que permite comprender los diversos estadios a través de los cuales los agentes mediadores locales recrearon y resignificaron el ideario que buscaba la ortodoxia y el buen comportamiento de carácter global. Ello implica dejar atrás conceptos como «intercambio», «recepción» y «trasplante», entre otros, según los cuales no cabe interacción, negociación, crítica o readecuación por parte de la población americana (Burke, 2006).

Ahora bien, se trata de un proceso de «traducción multidireccional», puesto que, en un inicio, desde la Suprema se produjo la «norma» para el imperio. Luego de ello, el Santo Oficio de Lima realizó, en primer lugar, el proceso de traducción. Posteriormente, las autoridades locales chilenas llevaron a cabo un nuevo proceso de traducción específico para el espacio de la Gobernación, el cual estaba integrado por dos obispados cuyas realidades, a su vez, eran disonantes. Tras ello, asimismo, se pueden rastrear los múltiples procesos, complejos y contradictorios, que dan cuenta de un entramado de vinculaciones de poderes y corporaciones locales, sociales y jurídicas, entre la Inquisición, la población chilena y la Corona —elementos que forman parte de la tradición política moderna de la Monarquía Católica— (Garriga, 2002, p. 816; Carvajal López, 2013, p. 34; Lampérière, 2008, p. 12).

Para cumplir con tales objetivos, existen varios registros que dan cuenta de lo que fue la Inquisición en Chile. Dichos registros están conservados en el Archivo Histórico Nacional de Chile, el Archivo Arzobispal de Santiago, el Archivo Histórico Nacional de Madrid, el Archivo Arzobispal de Lima, el Archivo General Nacional del Perú, el Archivo de Simancas, entre otros.

VI. CONCLUSIONES: ¿POR QUÉ ESTUDIAR LAS COMISARÍAS CHILENAS DEPENDIENTES DE LA INQUISICIÓN DE LIMA?

La importancia de las comisarías radicaba en que —al contar con comisarios, notarios y familiares— ellas representaban a la Inquisición limeña en estas latitudes (Kamen, 2004, p. 144), y ejercían control religioso y social sobre la feligresía. Tales funcionarios debían cumplir con una serie de requisitos. Era esencial, en este sentido, contar con «limpieza de sangre», es decir, probar que la persona era un cristiano viejo, que no tenía ascendientes judíos o musulmanes, o procesados

por la Inquisición. En cuanto a quienes poseían sangre indígena, el Consejo de la Suprema autorizó, luego de algunas décadas de instalada la Inquisición en América, que, bajo determinadas circunstancias, también podían integrar las comisarías. Con todo, lo cierto es que, en el espacio chileno, se dieron largas vacancias de estos funcionarios, aunque ello no significó que no hubiese familiares o comisarios de carácter interino. Los motivos de esta situación pueden ser muchos y variados: la falta de recursos económicos para poder levantar la información o que los postulantes efectivamente estuviesen impedidos de ejercer el cargo, por ser descendientes de conversos, entre otros. En cuanto a los descendientes de indígenas, y pese a que se les permitió adquirir el estatus de funcionario, es probable que, en su etapa de candidatura al puesto, no hayan querido dar a conocer sus orígenes étnicos, en una sociedad en la que el ser «blanco» daba ciertas ventajas.

Ante la necesidad de llenar las nóminas de funcionarios, la Suprema se vio obligada a redefinir los requisitos para la población de ultramar, originando otros espacios normativos y sociales que implicaron diacronías respecto de la Península. Ante esto, propongo que la falta de funcionarios en la nómina oficial de la Inquisición en Chile ―especialmente de familiares― se debió a la imposibilidad de estos de probar su «limpieza de sangre», requisito exigido para formar parte de la institución. Más aún, ello rompe con la escasa historiografía desarrollada para el caso chileno (Millar, 1998a, pp. 64-65), en la que se ha afirmado que no hubo interés de la feligresía en ser parte de la comisaría. Si bien no lo fueron en el rango de titularidad, las «visitas de la Inquisición» y «Relaciones» (Medina, 1952, p. 431) dan cuenta de que existió una nómina de funcionarios interinos que postulaban a los cargos para obtener los beneficios y derechos que de ellos se derivaban —el más importante de los cuales era el fuero inquisitorial—. Más aún, el cargo les permitía mudar de estatus social en el contexto de una sociedad rígida en su conformación. Ello acarreó consecuencias sociales y culturales, que explican ―en parte― la censura de libros y la lectura oculta de los mismos, así como la generación de redes políticas y de protección, traducidas, por ejemplo, en que muchos hijos de familiares también ocuparon el mismo cargo luego de que sus padres murieran (Cordero, en prensa).

Más aún, se debe dar cuenta del proceso de control religioso y de intolerancia gestado en Chile y cómo este se proyectó en la sociedad chilena. Por lo anterior, se deben estudiar y comprender las redes sociales y políticas de los funcionarios y miembros de la Inquisición, sus relaciones con la Iglesia local y las autoridades de la Gobernación, así como también las normas, regulaciones, prácticas y usos para controlar social y religiosamente a la población. Ello implica establecer cómo actuaron sus funcionarios en el proceso, cuáles eran sus prácticas, con qué mecanismos pesquisaban y sumariaban a los sospechosos, entre otros hechos.

Por otra parte, también se vuelve necesario determinar qué herejías o prácticas pudieron suscitar los procesos y condenas, cuáles fueron las pesquisas en Chile, quiénes eran los infractores y cuál fue el resultado de los procesos; asimismo, de qué manera las redes sociales y políticas influyeron para someter o no a proceso a alguna persona; o hasta qué punto fue efectivo el disciplinamiento religioso en vistas a la salvación de las almas. Asimismo, debemos preguntarnos si el proceso presentó el carácter pedagógico ―cuya finalidad era, otra vez, salvar el alma― tan característico de la Inquisición española. Además, se debe establecer qué formas fueron diseñadas o recreadas para controlar a la población de las zonas rurales, carentes de visitas de distrito.

A su vez, se debe investigar de qué manera el ideario global de la Suprema fue resignificado y traducido a las especiales circunstancias de Chile, para dar origen a un nuevo espacio normativo-social-cultural inquisitorial. En efecto, en cada espacio la Inquisición tomó formas y dinámicas distintas, las que implicaron un mayor o menor grado de control religioso social, así como también de intolerancia hacia el otro que practicaba y creía en una religión distinta al catolicismo.

Lo anterior debe entenderse en el contexto de un pluralismo de ordenamientos que caracterizó a las sociedades del Antiguo Régimen. El pluralismo ―que derivó de la existencia de cuerpos o corporaciones que deben entenderse como parte constitutiva de la monarquía católica― hizo posible que cada corporación ―comisarías, poderes locales y otros― produjera su propio derecho, no siendo estrictamente la normativa de la Suprema o del Rey la más importante. En efecto, esto implica que el nuevo espacio social-cultural-jurídico en Chile fuera el resultado de la interacción y la correlación de fuerzas que constituían el orden jurídico-cultural propio de la política moderna, estrategia política de la monarquía católica (Garriga, 2002, p. 816). Y que, como sistema cultural arraigado de pesquisa y segregación de quienes no fueran ortodoxos, prosiguió más allá del fin del imperio español, aunque con otros objetivos en la mira.

Queda en evidencia lo importante que resulta continuar con esta investigación para esclarecer las razones que han permitido la pervivencia de la intolerancia y la discriminación en Chile, cuyas raíces están en tiempos del Antiguo Régimen y que se materializan en la acción de las comisarías de la Inquisición. Aunque estas últimas no lograron desarrollar un control efectivo o intenso sobre las manifestaciones religiosas y comportamientos de la población, lo cierto es que contribuyeron a gestar una sociedad prejuiciosa y temerosa hacia los «otros», es decir, hacia quienes que no se adaptan a imaginarios sociales normados por los grupos dominantes.

Más aún, se notan las raíces de la intolerancia en la negación de pertenecer a una sociedad y cultura mestizas, puesto que la nómina de funcionarios no asalariados de las comisarías chilenas generalmente estuvo vacante, aunque sí completa interinamente. Tras ello, es factible sostener que —ante la imposibilidad de poder probar la limpieza de sangre— se pretendía ocultar los orígenes ilegítimos, o la ascendencia indígena o africana, ya que suponían carecer de los beneficios propios de las elites dominantes blancas, y con ello se crearon matrices discriminatorias étnicas y culturales hacia los «otros», quienes eran despreciados por no ser parte del ideario y grupo dominante. Seguidamente, dichos nombramientos interinos de familiares y, en menor medida, de comisarios reflejan algunas dinámicas relativas a la intolerancia y el elitismo chileno, basadas en la formación de redes y vínculos sociales —a priori— vinculados a su incorporación a las comisarías del Santo Oficio.

 

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1 En tal sentido, es preciso establecer que, durante el periodo de la formación del Estado nación, las élites chilenas iniciaron un proceso de «desespañolización» que pretendió romper con el sistema colonial, lo que implicó la separación de la Iglesia y el Estado. (Larraín, 2001; Serrano 2008; Cordero, 2016b). En dicha disputa, el Estado de Chile quería la separación de las esferas, puesto que lo que cuestionaba era el rol público que jugaba la Iglesia Católica, aunque pretendiendo conservar poder sobre ella. Por su parte, la Iglesia quería su libertad al interior del Estado, sin embargo, bregaba por conservar la hegemonía cultural y religiosa sobre la población, por lo que exigía al Estado el estatus de única religión. Para más detalles, véase Cordero (2016b).

2 El espíritu de la Inquisición fue el de perseguir y castigar a quienes no se adaptarán a la ortodoxia católica, con miras a lograr el arrepentimiento del sospechoso de herejía y, con ello, salvar su alma (Cordero, 2016a, p. 62). Para ello, la Iglesia contó con diversos mecanismos para destruir las herejías; entre ellos, la Inquisición Episcopal, realizada por los obispos sobre la base de su jurisdicción ordinaria en sus diócesis, con auxilio del brazo secular, el cual compartió la función defensora de la Iglesia y de la fe.

Pese a la existencia de las facultades episcopales, durante la Edad Media, nuevas herejías con alcance internacional surgieron en Europa —valdenses, cátaros, pobres de Lyon—. En muchos casos, su persecución por parte de los obispos resultó difícil, puesto que estos solo podían ejercer jurisdicción en sus diócesis. Esto motivó a que la Santa Sede creara la Inquisición medieval, llevada adelante por las órdenes mendicantes con facultades derivadas del Papa. Su campo de acción era mayor, puesto que no tenía límites territoriales, pudiendo perseguir los delitos en cualquier espacio. La Inquisición medieval se organizaba cuando se tenía noticia de la existencia de un foco heterodoxo. Además, presentó la novedad de la introducción del procedimiento inquisitivo para conocer y fallar delitos de herejías.

Paralelamente al surgimiento de la Inquisición española, Paulo III organizó en 1542 la llamada Inquisición romana o Congregación del Santo Oficio para perseguir el protestantismo. Esta es una congregación permanente de cardenales y otros prelados con jurisdicción universal (Suárez Fernández, 1984, pp. 251 y ss.; Alonso, 1982, p. 22; Tomás y Valiente, 1969, Martínez Diez, 1998, pp. 3 y ss.).

3 Lo primordial del procedimiento inquisitorial introducido por la Santa Sede fue que las autoridades no debían esperar denuncias sobre la existencia de prácticas heterodoxas, pues bastaba con que se tuviera el «rumor» o noticias de un foco heterodoxo para que, de oficio, la Iglesia actuara (Martínez Diez, 1998, p. 3). Dicho de otro modo, por iniciativa propia, el juez inquisidor podía dar inicio a indagaciones de conductas sospechosas de heréticas, «cuestión que conllevó no solo que la institución tomara su nombre del procedimiento, sino que un avance cualitativo en lo referente al derecho procesal, toda vez que el inquisidor no solo era juez, sino también investigador» (Cordero, 2010, p. 168; Alonso, 1982, p. 27; Tomás y Valiente, 1969). Esto es, ya no se debía esperar que «alguien» denunciara de hereje a «otro», puesto que, de oficio, el juez podía realizar pesquisas ante situaciones que le parecieran anómalas.

4 Con todo, es importante señalar que antes de la instalación del Santo Oficio en América, los obispos, basados en sus facultades ordinarias, llevaron a cabo la Inquisición episcopal. Asimismo, también funcionó la Inquisición monástica. Es más, en los primeros años de funcionamiento del Santo Oficio en América, se produjeron sendas contiendas de competencia entre los obispos y el Santo Oficio. Para más detalles, véase Alcalá (1992), González de San Segundo (1992), Nesvig (2004), Greenleaf (1985b), Cordero (2010, 2016a).

5 Véase Archivo Histórico Nacional de Madrid, Inquisición, libro 252, f. 4v al f. 10v.

6 En 1610 se fundó el tercer Tribunal de la Inquisición americano, Cartagena de Indias (Splendiani, Sánchez & Luque, 1997; Medina, 1978).

7 En el Virreinato del Perú no hubo visitas de distrito, principalmente por la imposibilidad de su realización. Al respecto, en 1570, los Inquisidores Ulloa y Cereceda informaron al Consejo de la Suprema de los escollos que presentaba la realización de visitas de distrito, por lo que indicaron que se hacía dificultoso llevarlas a cabo y que, por tanto, no se realizarían. Tal medida fue ratificada en 1574 por el Consejo de la Suprema, el cual ordenó que no se efectuaran. Con todo, en 1705, el Consejo insistió en que se llevaran a cabo las visitas de distrito. No obstante, el 10 de junio de 1705, el Tribunal de Lima indicó que desde 1570 no se realizaban por su imposibilidad material y de acuerdo con lo autorizado en 1574, por lo que no se ejecutarían. Para más detalles, Archivo Histórico Nacional de Chile. Inquisición de Lima, 483. Cuaderno 6, ff. 322-331.

8 En relación con las idolatrías en Chile y su extirpación, Jorge Hidalgo y Victoria Castro han sido quienes más han analizado el tema para las regiones de Atacama y Tarapacá. A su vez, existen trabajos relativos a hechizos y curanderos para las zonas centro del sur de Chile (Hidalgo, 2011; Núñez & Castro, 2011; Castro, 1991; Valenzuela, 2011, 2013). Respecto al espacio correspondiente a la diócesis de Santiago de Chile, los registros dan cuenta de que fue la Real Audiencia quien conoció —generalmente— de este tipo de causas; no obstante, es escasa la historiografía.

 

Recibido: 14/01/2019

Aprobado: 26/03/2019

 

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