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Derecho PUCP

versión impresa ISSN 0251-3420

Derecho  no.82 Lima  2019

http://dx.doi.org/10.18800/derechopucp.201901.006 

HISTORIA DE DERECHO

 

Contra la in-diferencia de los objetos económicos. Una mirada desde el utrumqueius (Nueva Granada, siglos XVIII-XIX)

Against the In-difference of Economical Objects. A Look form the utrumque ius (Nueva Granada, 18th and 19th Century)

 

Mariateresa Cellurale *

Universidad Externado de Colombia (Colombia)

* Investigadora en Derecho Civil y Docente de Derecho Romano en la Universidad Externado de Colombia. Doctora en Derecho Romano y Derechos del Oriente Mediterráneo por la Universidad de Roma La Sapienza. Código ORCID: 0000-0001-9547-7861. Correo electrónico: maria.cellurale@uexternado.edu.co.

 


RESUMEN

El tratamiento de los relicta pia (disposiciones de última voluntad que destinan bienes a instancias de salvación del alma) en los siglos XVIIIXIX neogranadinos, siempre que se evalúe según su dogmática propia (la jurídica, determinada por el canon occidental de ascendencia romana), ofrece la oportunidad de repensar la idea misma de «secularización», como forma de transmisión de recursos materiales, jurídicos y políticos (tierra, iurisdictio) en la transición del antiguo régimen a las repúblicas constitucionales y legalistas.
La noción de bienes «espirituales» y «espiritualizados», sustraídos al commercium, noción que incluye posiblemente, por vía de disposiciones pías, la tierra, nos remite al sacrum como dimensión «antineutral» de la política, el derecho y la justicia; esta dimensión se origina en los pignora de la religio pagana, comunitaria y pactista, y perdura en los relicta y reliquias cristianos, descritos e interpretados según el aparato conceptual, institucional y preceptivo del ius commune, romano y canónico, plural y casuista, que, lejos de identificarse tout court con el «derecho de la Monarquía católica», resiste en la América hispana a lo largo de muchas décadas de su historia republicana.
En el esfuerzo para crear la moderna proprietarietas, la legislación borbónica interviene formas consuetudinarias e inmateriales de la adquisición y circulación de derechos sobre tierra, con lo que neutraliza dispositivos del antiguo sacrum y anuncia el tránsito del derecho a una nueva dimensión, abstracta y tendiente a la despolitización (en cuanto legalista y positivista). El Estado liberal que surge triunfante de las revoluciones termina desplazando la política, anteriormente asentada en el impartir justicia, hacia nuevos territorios, coincidentes en primer lugar, de momento, con el dominio de la economía (política).

Palabras clave: capellanías, ius sacrum, tierra, tradición romana, ius commune, ley republicana, liberalismo, secularización, Nueva Granada.

 


ABSTRACT

The treatment of the relicta pia (pious bequests assigning temporal goods to the purpose of salvation of the soul) in Nueva Granada in the eighteenth and nineteenth century, where properly studied according to its own dogmatic (a juridical one, originated in the Western canon of Roman descent), provides the opportunity to rethink the idea of secularization itself, as a form of transmission of material, juridical and political resources (land, iurisdictio), along the transition from the ancien régime to constitutional and legalist republics. The notion of «spiritual» or «spiritualized» goods, placed outside the commercium, among which land must be possibly included, as object of pious dispositions, refers to sacrum, the sacred, as an «antineutral» dimension of politics, law and justice; this dimension originates in the pignora of the pagan religio, a pactist and communitarian one, and lingers on in Christian relicta and relics, described and interpreted according to the set of concepts, principles and institutions of the ius commune, Roman and canonical, plural and casuistical; a system far from all blunt identification with the «law of the Catholic Monarchy», and whose rule continues for decades after the establishment of Republics in Hispanic America. In its effort to create modern «property», Bourbon laws intervene against customary and immaterial forms of gaining and circulating rights on land, neutralizing dispositives of the ancient sacrum, so announcing the transition of law to an abstract dimension, tending to depoliticization, due to legalism and positivism. The liberal State rising triumphant from the revolutions will eventually displace politics, previously established in rendering justice, to new territories, temporarily coextensive with the domains of (political) economy.

Key words: chaplaincies, ius sacrum, land, Roman tradition, ius commune, republican law, liberalism, secularization, Nueva Granada.

 


INTRODUCCIÓN

En el año 1729, el Mariscal de Campo don Antonio Manso, Presidente de la Real Audiencia en Santa Fe, lamentaba en un Informe sobre el estado y las necesidades del Reino, dirigido a Su Majestad, Felipe V, que una de las causas «más universales de la pobreza del Reino y sus habitadores» era la «excesiva piedad» de los fieles, que los impulsaba a gravar tierras y patrimonios con destinos piadosos de varia naturaleza, convirtiéndolos en deudores hipotecarios de instituciones eclesiásticas:

Es así, señor, que la piedad de los fieles en estas partes es excesiva: ha enriquecido a los monasterios y religiones con varias limosnas, obras pías que fundan en sus iglesias, capellanías que dotan para que las sirvan los religiosos, habiendo habido muchas personas que hallándose sin herederos forzosos, e una pequeña casa, solar o hacendilla que dejan, fundan una capellanía que sirva tal a tal convento; con esto y la industria han aumentado caudales con que han comprado haciendas considerables.

La amplia difusión en la América hispana de obras pías y capellanías, que eran destinaciones de patrimonios, particularmente bienes inmuebles, a limosnas, dotaciones de conventos o celebración de misas y aniversarios (que se asignara al menos la titularidad a un capellán nombrado por el disponente para este efecto), involucraba un mecanismo de endeudamiento (censo) con garantía hipotecaria en favor de monasterios o clérigos; la frecuente insostenibilidad de la deuda generaba eventualmente pérdida de la titularidad del bien, y producía la consolidación de la propiedad en cabeza de instituciones eclesiásticas:

Acontece pues que dan a censo sus principales a los vecinos, a honesto logro de cinco por ciento, con hipoteca de la casa o hacienda que tienen; y si pasado algún tiempo sin pagar los intereses son ejecutados por ellos y el principal, se vende la finca hipotecada, con que viene a quedar por el convento; con que es rarísima la casa, fundo o heredad que no tenga sobre sí un principal equivalente a su precio […].

Además del empobrecimiento del disponente, el efecto principal de destinar estos bienes a menesteres piadosos consistía en que quedaban sustraídos al régimen ordinario de circulación de la propiedad, y de cierta forma se convertían en cosas extra commercium, desde el momento en que quedaban vinculados e indisponibles, precisamente a raíz de su destinación a la salus animae, y definitivamente cuando, en virtud del mecanismo descrito, llegaban a constituir plena propiedad de la Iglesia:

… de suerte que los dueños vienen a trabajar para pagar réditos a los conventos, sin que les quede con qué sustentarse; y poco a poco se han hecho eclesiásticos todos los raíces de calidad, que apenas se contará casa o hacienda que no sea tributaria de eclesiástico, pues la que no lo es a algún convento lo es a un clérigo secular, por tener allí fundada su capellanía (como se citó en Colmenares, 1989, pp. 33 y ss.).

En 1772, Antonio Moreno y Escandón, en ese entonces Juez Conservador de Rentas Reales del Nuevo Reino de Granada, enfatizaba el «gravisimo perjuicio» que representaba para el Estado la conversión de la mayor parte de los bienes raíces en «bienes espirituales»; por un lado, debido a la escasa posibilidad de «regreso y vivificación», considerándose estos bienes como «muertos», es decir improductivos, además de inmunes de tributos; por el otro, por motivo de la debilitación de la jurisdicción real, que no podía conocer de los pleitos en materia de tierras cuando había competencia del fuero eclesiástico.

… y a veces convertidas en bienes espirituales, no obstante la ley de amortización que en estos Reinos prohíbe que las tierras pasen a Eclesiásticos, Iglesias y monasterios, pues éstos aunque sean mendicantes facilmente litigan con los tribunales la propiedad de tierra, y aquellos ser fundos de sus Capellanías, considerándose el estado secular como feudatario por estos motivos del eclesiástico, en que a mi entender, se ocasiona gravísimo perjuicio al estado… (Estado del Virreinato de Santafé, Nuevo Reino de Granada, y relación de su gobierno y mando del Excelentísimo Señor Bailío Frey don Pedro Messía de la Cerda, como se citó en Colmenares, 1989, pp. 266-267).

«Convertidas en bienes espirituales», las tierras eluden los dictámenes de la economía, ciencia de la riqueza, cuyos postulados habían empezado a conformar programáticamente las prácticas de gobierno. Pero más grave era que las instituciones piadosas, y la correspondiente reserva del fuero eclesiástico, se interpusieran en el proceso de transición a la modernidad política, que significaba construcción de la subjetividad jurídica del Estado, como acaparador de sentido de la vida en comunidad y suprema instancia de justicia mundana. Con tal fin, el Estado empezaba a interpretar las aspiraciones de las nuevas clases en ascenso, adecuando la legislación al formato jurídico del individuo-sujeto propietario, producido por las doctrinas ilustradas y destinado a triunfar en las revoluciones y en las codificaciones liberales.

Ante el retraso que el impasse jurisdiccional (y fiscal) le ocasionaba a la empresa monárquica de fomento de la agricultura, y más aún de moderna construcción del Estado nación, los gobernantes clamaban por la celebración de un Concilio Provincial que proporcionara un «remedio», mediante la prohibición de las capellanías eclesiásticas, culpables de hacer los bienes de su dotación «espirituales e invendibles» (como ya Moreno y Escandón, así también en 1776 el Virrey Guirior en la Instrucción para su sucesor, véase Colmenares, 1989, p. 299).

Obras pías y capellanías son figuras que pertenecen a aquella institucionalidad plurifuncional por medio de la cual la Iglesia logró en America hispana como en ningún otro lado una profunda reconfiguración de la sociabilidad1. Aprovechando capital simbólico y capacidad de transformación de realidades humanas y materiales, propios tanto de la ritualidad sacramental como del ritualismo jurídico romano-canónico, el catolicismo rediseñó espacios, estatus personales, vínculos familiares y comunitarios2.

En el siglo XVIII, Europa ingresaba a una nueva fase política, dominada por una distinta cultura de gobierno; el tratado de Utrecht había significado la rearticulación de los espacios de hegemonía, desplazando hacia los dominios ultramarinos el teatro de la contienda entre dinastías; la aceptación de la Reforma y la redefinición en términos nacionales de las monarquías revelaban la pérdida de aquella unidad que había sido propia del mundo medieval; declinaban conceptos e instituciones que habían gobernado la res publica Christiana (el Imperio y el Papado universales, las prerrogativas de la regalidad con sus implicaciones de legitimación trascendente). Las racionalizaciones ilustradas concernientes a la producción y el comercio hacían mella en las prácticas de gobierno y en el lenguaje de intelectuales y funcionarios.

La monarquía borbónica —que se posesionó en España en un punto de inflexión de la cultura entre los oficios monárquicos tradicionales, heredados de la doctrina de la lex regia, y los retos de gobierno propios de un Estado «moderno»— tomaría posición frente a institucionalidades del utrumque ius que permeaban la práctica del derecho y la vida material de los pueblos, con el propósito de reducir una compleja fenomenología, particularmente en asuntos de uso y circulación de la tierra, bajo el control de la legislación.

Una imponente variedad antiformalista de «situaciones reales», particularmente en materia de tierras, se había producido en Europa desde la Edad Media, para quedarse reflejada en un cuadro complejo y altamente problemático en la doctrina civilista del ius commune (Grossi, 1996, pp. 111-116). Este sistema, hecho de instituciones y textos, interpretaciones y «opiniones», que se desarrolló alrededor del Corpus iuris y de los sacri canones, descansaba principalmente sobre un principio de autoridad (de los emperadores romanos, de los juristas, de la Revelación, de la opinio doctorum), en sí opuesto al eficientismo al mismo tiempo formalista y contingente de la ley en sentido moderno.

El sistema del ius commune, que se caracterizaba por una pluralidad de fuentes e inspiraciones, solo en parte de origen legislativo, y por la apertura casuista, controlada mediante principios, doctrina y equidad, representaba el marco intelectual de los pleitos hispanos y americanos, y ello hasta bien entrada la época de las repúblicas independientes. De hecho, no se ha reparado lo suficiente en la salvedad que las primeras constituciones insurgentes y republicanas hicieron de la aplicación del derecho hispano hasta entonces vigente, basado en la tradición romano-canónica y fuertemente influido por los postulados del ius gentium (particularmente en lo que respecta al derecho indiano). Citaremos aquí, entre las primeras constituciones republicanas neogranadinas, la Constitución de Cundinamarca de 1812, título IV, artículo 34:

El primer obgeto del Poder Legislativo será proceder á la indispensable reforma del Código que nos rige, á fin de adaptarlo á la forma del gobierno que se ha establecido. Y entre tanto que se verifica esta reforma, se declara dicho Código en toda su fuerza y vigor en los puntos que directa, ó indirectamente no sean contrarios á esta Constitución…

Esta formulación se repite en la Constitución republicana de Colombia de 1821 (título X, artículo 188), en la Constitución Política del Estado de la Nueva Granada de 1832 (título XII, artículo 219) y en la Constitución Política de la República de Nueva Granada de 1853 (capítulo IX, artículo 58), promulgada pocos años antes de la recepción del Código Civil de Andrés Bello.

La perdurabilidad en plena era del constitucionalismo de las fuentes del derecho español, el cual había experimentado la recepción del derecho romano entre los siglos XII y XV y se había desarrollado en el ambiente del ius commune europeo, plantea una cantidad de interrogantes y requiere de nuevas o ulteriores exploraciones en distintos ámbitos: aprovechamiento de la tradición jurídica en los pronunciamientos y representaciones de los pueblos insurgentes frente al gobierno; apropiación y reproposición de conceptos —«república», «soberanía», «constitución», «representación»— en la fase de la Independencia y en el primer constitucionalismo; permanencia en los pleitos civiles de oficios y argumentos de la época del ius commune, en particular respecto a instituciones y figuras del derecho privado.

Las consideraciones que acabamos de formular nos sirven para establecer una premisa: entre finales de la colonia y la primera época republicana, seguimos en un largo «medioevo del derecho», en cuyas formas y valores se identifica una concreta existencia de «cuerpos» (rey, reinos, ciudades, estamentos, collegia, gremios, vecindades, familias) que luchan contra la abstracción unificante y secularizada del Estado (sobre cuerpos y cabezas en las teorías medievales véase von Gierke, 2010 [1881]; Kantorowicz, 1957).

Este orden no se deriva de una Grundnorm, y tampoco se identifica con una Verfassung. Hablamos de «comunidades de derechos», pensables en una dimensión «existencial» y en una pertenencia «mundana», que en el nuevo orden republicano reclaman su «derecho» a seguir existiendo sobre la base del «hecho» de «haber sido» (Vallone, 2010). Ha sido señalado en la longue durée del medioevo jurídico el ejercicio, por parte de los cuerpos intermedios, de un verdadero derecho de resistencia, derecho natural, «biológico» o «biopolítico», si se quiere, dirigido a la preservación de su propia existencia (Vallone, 2010, p. 394, con referencias a Schmitt y Hobbes).

La realidad de la América hispana insurgente y republicana se puede interpretar como «resistencia» de cuerpos y ordenamientos que luchan utilizando las herramientas proveídas por un derecho antiguo. Se trata de un derecho que perdura en la dinámica de la iurisdictio, generando multiplicación de fueros, los cuales significan reconocimiento de existencia jurídica y política y garantía de autonomías (sobre la perspectiva «jurisdiccional» en el antiguo régimen, a partir de la obra de Pietro Costa —Iurisdictio de 1969; Civitas de 1999—, remito a la línea de investigación del Grupo HICOES, en particular a los trabajos de Marta Lorente y Carlos Garriga).

La iurisdictio, el lugar donde se «dice» el derecho, es también el campo de batalla entre dos institucionalidades que se definen, con mayor evidencia e intensidad, en la transición del antiguo al nuevo régimen, en función de distintas ideas de utilidad pública, disputándose la autoridad sobre cuerpos y conciencias.

II. DOGMÁTICA DEL SACRUM ( IUS Y POLÍTICA)

En palabras de los hombres de gobierno del siglo XVIII, el exceso de pietas (devoción para con los difuntos y la deidad) aparece como antagonista de la circulación de la propiedad.

Es necesario hacer un esfuerzo para restituir a las instituciones piadosas su apparatus conceptual propio. Al enfocar la mirada hacia lo sagrado en una dimensión institucional, se descubrirá un pensamiento que integra en su perspectiva la trascendencia, considerando y definiendo los objetos según distintas cualidades, diferenciando en función de criterios irreducibles al provecho económico o al carácter patrimonial.

Todo el conjunto de valores, cualidades, instituciones y doctrinas que a menudo la historiografía define, algo genéricamente, como «discurso religioso», habla y se impone, pero no desde afuera y superficialmente, como superestructura, vestidura o disfraz de sustanciales realidades materiales, o como concepto etno-antropológico, o como instrumentum regni, o pretexto para la facticidad bruta del fanatismo y la intolerancia. Desde bien adentro, como principio organizador de la sociedad, incluso desde un lugar de la conciencia (individual y colectiva), la religión plasma hechos, conductas, vínculos y estructuras de pensamiento.

La «discursividad» no logra aferrar datos prelógicos, anteriores a la palabra y hasta a la representación (puede encontrarse un ejemplo de relación prelógica entre gestualidad y sentimiento de lo divino en el preludio cretense de la civilización mediterránea, véase Kerényi, 2011 [1976], pp. 39-41).

Se llame o no a la religión «discurso», es indudable que se trata de un discurso que se resiste, o, mejor dicho, es radicalmente ajeno, a toda «neutralización» o «in-diferencia». La religio procede por vía de segregación, se podría decir, de separación, en las formas de la «sacralización» o la «santificación»: de espacios simbólicos, y también, materialmente, de personas, cosas, y lugares; lo «sagrado» respecto a lo «profano», lo significante respecto a lo neutro e indiferenciado (Lanceros, 2014, p. 45).

Esta operatividad propia del sacrum que separa y distingue estaba bien presente en la mentalidad de los romanos, autores de la más antigua apreciación y elaboración intelectual de lo sagrado como partición del ius. La jurisprudencia sagrada aparece con los pontifices, intérpretes de los mores, en los primeros siglos de Roma, y se encuentra recogida en la codificación de Justiniano, que cierra la era romana antigua del derecho; la erga deum religio es institución del ius gentium (Pomponio, Digesto [Dig.] 1.1.2). La fenomenología organizada de lo sagrado, como actividad del populus Romanus, está incorporada en la noción de derecho público, como lo demuestra la definición de Ulpiano en Dig.1.1.1.1 (sacra y sacerdotes, junto con los magistrados, conforman el ius publicum). En el título VIII del libro I del Digesto, «de la división y cualidad de las cosas», se recopilaron los fragmentos de los juristas imperiales que realizaron una puntual clasificación de las res, distinguiendo las sagradas de las profanas, las de derecho divino de las de derecho humano, las que se pueden comercializar y poseer de las que no, precisamente como resultado de intervenciones humanas, sacerdotales y divinas sobre el mundo material. En el carácter necesariamente público de la consecratio, se revela la irreducibilidad del sacrum al sentimiento individual y a las prácticas privadas (Marciano, Dig. 1.8.6.3; Dig. 1.8.9). La consecratio, como la guerra, que también requiere intervenciones sacerdotales y consulta popular, es actividad del populus y supone una decisión política.

En la historia de Occidente, la fenomenología de lo sagrado, que tiene que ver con la tierra y los cuerpos, queda inscrita sistemáticamente, desde el fundamento del ius Romanum, en un orden muy específico, el jurídico. Este «discurso religioso», jurídico desde el derecho romano, se apropia de personas, cosas, lugares, y también utilidades, arrebatándolos, a menudo con pretensiones de eternidad, a la condición de «in-diferencia»: homo sacer, res sacra, corpus sanctum, templum, santuario, Tierra Santa, en la antigüedad romano-cristiana, que nos concierne, lo queramos o no; Corpus Christi, exvoto, «reliquia», en la apuesta «popular» y «milagrista» de la Contrarreforma.

El análisis de las fuentes doctrinales de utrumque ius, y de los prontuarios para uso de jueces, particulares, procuradores y escribanos, utilizados en los pleitos neogranadinos hasta muy entrado el siglo XIX, prueba la imposibilidad de considerar los relicta pia (disposiciones piadosas) por fuera de la semántica del ius, entendido como ars (Celso-Ulpiano, Dig. 1.1.1 pr.); técnica, principio, interpretación, costumbre que abarca res corporales e incorporales, vivos y difuntos, autoridades del pasado y exigencias actuales de la práctica, cuerpos y ministerios. Este derecho también nos reenvía a unos misterios (sagradas representaciones) que los hombres no pueden manejar con ligereza.

Consideraremos el sacrum, que se apropia del objeto confiriéndole una nueva cualidad, en primer lugar, como resultado de una operación del ius (sacri-ficium = sacrum facere, «volver algo sagrado»; «administrar los sacra»; sacratio; con-secratio; y también professio; dedicatio; votum; ritus); tanto en derecho romano, como en derecho canónico. El sacrum, ajeno a la neutralidad, puede tener un componente material muy fuerte. Puede ser tierra, carne y sangre, piedra o metal (lugar consagrado, persona consagrada, res sacra): en la misma travesía por los tiempos de las reliquias, fragmentos materiales de la santidad, en las luchas por la tierra (asignada al hombre desde la Creación como objeto de dominio; ver la sección IV), contemplamos lo opuesto de los mitos liberales de la modernidad jurídica, como Isolierung y «abstracción» del derecho (Schulz, 1934).

Pariente o incluso gemela arcaica de la religión, con la cual comparte en ocasiones los signos y los ritos, las marcas y las muertes, es la violencia. Al igual que la religión, la violencia es matriz de dispositivos con capacidad de ordenar el mundo; su potencia no consiste exclusivamente en desarticular y confundir. En trabajos recientes, la urgencia de dar cuenta de los nuevos códigos de violencia (el terror, la comunicación en los medios, el campo —de concentración, de prófugos—), que no pueden interpretarse sencillamente como incidentes o anomalías históricas, acude puntual a la cita con la arkhé (Bartra, 2007; Lanceros, 2014; sobre el ejemplo del campo, superando la insatisfactoria explicación «criminalista», Agamben, 2017 [1996]).

En este nivel arcaico y arquetípico de la reflexión, el sacrum, en cuanto opuesto a lo «neutro», se «identifica» con lo Político, en su núcleo más remoto y desadorno (sobre sacrificio y mecanismo victimario en relación con la génesis de las instituciones y la cultura, baste con mencionar la obra de Girard, los estudios de Burkert sobre el mito griego y la interpretación del sacer romano en Agamben).

En un camino supuestamente evolutivo («progreso»), múltiples declinaciones de «secularización» afectan y transforman el núcleo de lo «político» (laicización, contractualización, profesionalización, burocratización, para nombrar algunas, véase Marramao, 1983; neutralización como desplazamiento de los centros de la vida espiritual y, últimamente, como «des-politización», ya en Schmitt, 1972 [1929]; «transvaloración» e «inmanentización» en Voegelin, 1938; 2014 [1944]).

La comprensión de un mundo gobernado por el utrumque ius, una América que recién se asoma a un enfrentamiento protomoderno, entre dos grandes institucionalidades, Iglesia y Estado, cada una con su «fuero» y sus estatutos de propiedad, exige que se eviten anacronismos y autoproyecciones (Clavero, 1991). Eludiendo tanto la mera suspensión de la incredulidad, como una anodina descriptividad, nos detendremos a considerar el origen de este ius.

III. ¿QUÉ ES RELIGIO? ROMANITAS EN EL CANON OCCIDENTAL

En el antiguo régimen, las distinciones entre sacro y profano recibían significado de las fuentes romanas y canónicas. Una tradición jurídica percibida como ininterrumpida y vigorizada por el cristianismo definía el estatuto epistemológico de los objetos sacros: el utrumque ius, el derecho común de Europa continental desde la recepción del derecho romano, era el derecho culto al tenor del cual se vivía, comerciaba, heredaba y litigaba en el siglo XVIII en la América hispana e incluso hasta toda la primera mitad del siglo XIX, ya llevada a cabo la gesta independentista y republicana (en Colombia, el Código chileno de Bello empezó a regir desde 1858, con progresiva adopción del mismo por parte de los distintos Estados confederados; sin embargo, la sanción de un Código Civil de la Nación válido en todo el territorio no se dio hasta 1873, y la unificación de la legislación nacional se debió a la Ley 57 de 1887).

El ius commune procede de dos instancias universales, imperio y sacerdocio, entre cuyas fuentes se encuentran tanto los textos romanos, codificados por Justiniano e interpretados por los juristas medievales, como la Sagrada Escritura, la tradición apostólica y patrística, los cánones conciliares y sinodales y las constituciones papales. El jurista mide palabras y hechos convocando los dos iura en el ejercicio de la interpretatio («conocimiento de las cosas divinas y humanas», es la definición de jurisprudencia de Ulpiano, Dig.1.1.10.2). La communis opinio doctorum se vuelve ella misma fuente de convicción del juez, constantemente llamado a buscar la solución del caso a juzgar entre las normas escritas que le entrega el legislador, o entre las mismas costumbres humanas, que tienen fuerza de ley, siempre verificando la congruencia de estas normas con otros preceptos universales que emanan del derecho natural y del derecho divino. Un pensamiento integral acerca de la experiencia humana —que tiene en cuenta todos los peligros y acontecimientos, mundanos o espirituales, de la travesía terrenal— hace que los canonistas utilicen, así sea de forma no rigurosa, categorías y principios del ius civile (romano: un ejemplo en Cuena Boy, 1998) y que, por su parte, los civilistas invoquen la Escritura y el derecho divino o de fuente eclesiástica. Cada uno lo hace llenando las lagunas de su dominio de experticia recurriendo al alterum ius (véase Caravale, 2005). Juristas antiguos y contemporáneos, la Revelación y los emperadores romanos, los civilistas y los teólogos son las voces de este ius controversum, que acude tanto a la auctoritas (del texto, del intérprete, del argumento, de la ratio) como a la potestas (del príncipe, del pontífice).

El derecho no es munus alienum para el teólogo, así como las verdades últimas de la Revelación deben hacer parte del equipamiento de todo jurisperito. Los lenguajes de la teología y del derecho se habían unificado con repercusiones «globales», se podría decir, desde el momento en que la predicación del Evangelio adoptó una «estrategia» romana (para robar una expresión del romanista y político italiano Giorgio La Pira), escogiendo caminar los caminos del imperio, haciendo propio su concepto de espacio (el orbis), sus idiomas (griego y latín), su dogmática jurídica, asumiendo y a la vez reinterpretando, «re-significando», su terminología de gobierno. Desde el siglo I, la teología en griego de San Paulo estuvo dirigida a «todos los que están en Roma» (Carta a los Romanos, 1. 7), ciudadanos y extranjeros, bárbaros o judíos. En el siglo V, mediante la traducción de San Jerónimo, el Antiguo Testamento (versión de los Setenta), ya traducido al griego, lengua culta del clasicismo y el helenismo, subyugados por Roma, migraba al idioma del imperium y de su derecho (un derecho que no era estrictamente estatal ni nacional). El «encantamiento» del mundo (del «desencantamiento» nos habló Weber) entraba a su era política y jurídicamente decisiva cuando la Escritura empezó a hablar el idioma del ius, la potestas y la maiestas. Así se realizó la convergencia entre tres «placas tectónicas» (hebraica, griega y romana) para armar el «canon occidental» (Lanceros, 2014, p. 63).

La ecclesia en crecimiento encontró en el ius Romanum y en la misma ciudadanía romana (civitas amplianda, en palabras del emperador Justiniano, Codex, 7.15.2) la plataforma mundana desde la cual proyectar su propio universalismo. Asimismo, reconoció en las doctrinas elaboradas por los juristas romanos (ius naturale, en primer lugar) una convergencia primaria con su propia antropología: abandonada la teocracia veterotestamentaria, inscrita en la historia nacional de un particular pueblo de Medio Oriente, los hebreos, para compartir centro de irradiación (la urbs, santificada por la muerte del Apóstol) y finalismo histórico de Roma (aeterna), la ecclesia edificaba su propia institucionalidad, que le permitiría superar el particularismo local de las primeras prácticas comunitarias del Evangelio. Así, podría vivir y prosperar in toto orbe, conquistando en múltiples sentidos el espacio del imperium, sus tierras y sus populi, unificados por el ius (dando —segundo— cumplimiento a la profecía, reinterpretada a luz del Evangelio, de Virgilio, Aen. 1, 278-279: «nec metas rerum nec tempora pono: /imperium sine fine dedi»).

El canon jurídico-religioso de Occidente se fue estableciendo, histórica y políticamente, por medio de los concilios, por vía de expulsión de lo otro (la herejía): hablamos de «dogmas» de fe al mismo tiempo que de «dogmática» de los conceptos. Propiedad, sucesión, status personales, capacidad de obrar fueron redefinidos en función de la profesión de fe (ver infra, sección IV). Las proposiciones conciliares fueron incorporadas a la legislación imperial recogida en los codices (teodosiano y justinianeo), determinando ulteriores distinciones a efectos de titularidad de derechos y criminalización de conductas (respecto a herejes, apóstatas, paganos).

Desde el redescubrimiento del Digesto (siglo XII), el derecho civil y el canónico se desarrollaron como ciencias de textos consagrados (Corpus iuris civilis, santificado por la Glosa que lo define sanctio sancta, donum Dei y Corpus iuris canonici). Por otra parte, en cuanto cuerpos normativos-doctrinales, llegaron a ordenar juntos la res publica Christiana, federando principados y coronas, iglesias y monasterios, señoríos y castillos, ciudades y tierras.

Con el «descubrimiento» (denominación unilateral) de América, el canon se apoderó de cielos nuevos y tierras nuevas. Considerando la vigencia en America de la tradición del ius civile, romano por origen y espíritu, que se desarrolla incesantemente como experiencia intelectual y de justicia anclada en los textos de la codificación de Justiniano, la comprensión de la dimensión jurídica del sacrum (y sus derivaciones: sacramentum, sacrificium) —en contraposición con la perspectiva de la secularización de objetos, instituciones y pensamiento, emblemática de la transición a la modernidad política— nos impone tomar como punto de partida las definiciones romanas de religio.

La religio pagana que la predicación del Evangelio encontró en Roma antigua era praxis secundum mores civitatis, ajena a la superstitio (Paulo Diácono en Festo, citado aquí y en adelante en la edición de Müller, 1839, p. 289). Fundaba una communio cívica con los dioses, la cual se sustentaba con pactos y ofrendas, pactum y votum. Del indoiranio oh-al itálico uoueo, uotum, pasando por los griegos eúkhesthai y spéndein, el voto es promesa a los dioses y, al mismo tiempo, «substancia de lo que se va a obtener de la divinidad a cambio de lo que se le asegura». Existe una convergencia indoeuropea alrededor de la institución votiva (Benveniste, 2001 [1969], 2, p. 468).

Votum y pactum explican la religio también como culto nacional y compromiso político (Cicerón, De legibus 1.7. 22-23). En la historiografía romana republicana, la religio como pacto político con los dioses se muestra como sancionada con prendas, los pignora imperii, que fundan y mantienen identidad y poderío: el Palladium, los escudos de Marte Gradivus, la estatua de Juno (Livio, 1. 20; 5. 54; 5. 52). Evocationes, devotiones y cumplimiento de votos caracterizan religiosamente el «imperialismo» militar romano.

En las coeremoniae religionesque (Cicerón, De legibus 1.15.43) se expresa según la visión republicana romana la coniunctio homini cum deo (colocado en la cumbre del sistema), necesaria para las actividades humanas. Cicerón se atreve a describir la res publica en términos de auspicia (consulta pública ritual de la voluntad divina) en vez que de imperium: «comitia, interregnum, maiestatem, totam denique rem publicam» (Ad Atticum 4. 15. 4): «asambleas, interregno, majestad, en fin, toda la república» tienen en común la operación de auspiciari, del magistrado, de los patres, de cada civis (Catalano, 1960, pp. 41, 198).

A partir de un momento en que en las leyes imperiales aparece la caritas, como principio de interpretación y aplicación del derecho, bien antes de que Graciano, Valentiniano II y Teodosio obligaran a «todos los pueblos» a abrazar la religión predicada por el Apóstol Pedro (Edicto de Tesalónica, 380 d.C.; Codex Iustinianus, 1.1.1), este sistema jurídico-religioso empieza a reconstruirse sobre un fundamento de nueva fraternidad en una filiación común. En la codificación justinianea, del siglo VI, la divina Providentia remplazaría la rerum natura como fuente de derechos comunes entre todos los hombres (Justiniano, Instituta, 1.2.11). A partir de ello se refundaría a posteriori la misma vocación histórica del sistema jurídico, que mantiene su racionalidad y pone su elaboración técnico-científica al servicio del Dios único («derecho romano cristiano», lo definió el romanista Biondo Biondi con una fórmula eficaz, aunque cuestionable, y cuestionada). «Para siempre», in omne aevum, son las palabras con las cuales el mismo Justiniano indica la expectativa de validez de sus códigos, templum iustitiae (Constitución Tanta, 23).

Cicerón (De natura deorum 2. 28. 72) derivaba religiosus de relegendo («recoger», «recolectar»). Nigidio Fígulo, contemporáneo de él, contraponía religentem a religiosum, siendo aquí religio un escrúpulo que detiene, más que un impulso hacia la acción (Aulo Gelio, Noctes Atticae 4. 9. 11). Pero cuando el apologista cristiano Lactancio (siglo IV) acuñó una nueva etimología de religio como derivación de re-ligare, donde religio significa vinculum pietatis (Divinae institutiones 4. 28), convirtió la obligación para con la divinidad, pacticia y utilitarista en el paganismo (prenda, votum), en un deber de obediencia afectivo: Dios amarra al hombre con la pietas (pietate adstrinxerit).

La dimensión pacticia de la religio antigua, radicalmente distinta a la de la religio redefinida por los Padres de la Iglesia, fue rescatada, precisamente en su potencialidad política, con distintos desenlaces, por autores protestantes como en Grocio y Hobbes. En el razonamiento sobre el poder, ambos autores, el pacto (entre Dios y su pueblo) y la promesa (votum), descritos por los juristas antiguos y las Escrituras, juegan como paradigmas controversiales de constitución de obligaciones y relaciones (sinalagmáticas o unilaterales, entre el Soberano y el pueblo, o entre los asociados). Este peculiar ejercicio de reflexión e interpretación, sobre uno de los nudos de la tradición, filosófica y jurídica, romano-cristiana, tenía el propósito de definir un nuevo fundamento de la soberanía y la convivencia civil, el cual sirviera como salida teórica del conflicto permanente en el cual la radicalización política de la contraposición religiosa, originada por la Reforma, había aprisionado el derecho civil e internacional3.

El sacrificium pertenece al antiguo dominio de la ritualidad y de los mores (costumbresjurídicas): el ritoes mos comprobatus, costumbre consolidada, para la administración del sacrificium, nos dice el anticuario romano Festo (1839, p. 289). Más allá de la descripción de una destrucción-renuncia en favor de la divinidad, el sacrificium nos interesa aquí como operación de sacratio, que determina la ambigua condición del sacer: sagrado, o sea inviolable (así Macrobio, Saturnalia, 3. 7. 5, citando al jurista Trebacio), o maldito, juzgado por maleficium, al que es lícito matar impunemente, mas no sacrificar —immolari— (Festo, 1839, p. 328; esta figura ha encontrado una exitosa interpretación en clave filosófico-política en la obra de Giorgio Agamben, que ha inaugurado también una nueva línea, bio-política, de estudios romanísticos).

Bajo la presión de la nueva religio cristiana, el sistema sacrificial (Delpech, 2009) —que involucra la tierra (el culto a Terminus; la terminatio; el crimen de terminos exarare, «correr los mojones», sancionado con la sacratio capitis), las cosas (res sacrae, consagradas) y las personas (homo sacer)— rearticula sus protocolos (Stroumsa, 2009). La ortodoxia católica imperial define los sacrificios a los falsos dioses como crímenes «contra Dios y la humanidad» (Codex Theodosianus [C.Th.], 16. 10. 10 de los emperadores Graciano, Valentiniano y Teodosio, del año 391) y, al igual que cualquier otra práctica pagana, los hace recaer bajo la acusación, política, de «lesa majestad» (C.Th. 10. 10. 12, constitución de 392 de los emperadores Teodosio, Arcadio y Honorio). El sacrificio se desplaza a la cristiana «economía de la Carne» (Gregorio de Nisa, siglo IV, en Contra Eunomium, passim, para indicar la Pasión de Cristo).

Existió en el paganismo una síntesis utilitarista entre orden sagrado, vida material y convivencia social de los hombres, la cual se manifestaba en formas peculiares de vinculación de bienes, lugares, personas y objetos materiales a finalidades o instancias superiores de protección o retribución (inaugurationes,devotiones,sanctiones,sacrationes, dedicationes). Elkatechon católico, función salvífica de la Iglesia, de retraso histórico del mysterium iniquitatis (Agamben, 2013; véase Cacciari, 2013), monopolizaría la exigencia de conjurar lo divino por medio de la creación de vínculos y amarres sobre el mundo material; instancia de contención de la codicia humana, enseñaría una oikonomía distinta, administratio de dones materiales y espirituales. Ya en la cristología patrística encontramos el uso del vocablo griego oikonomía con referencia al plan divino que contempla el misterio de la Encarnación, Muerte y Resurrección de Cristo, en función de la redención («economía de la Pasión», «economía del Fin», también en Gregorio de Nisa). Por su parte, el derecho presta y recibe herramientas, en una nueva declinación de paradigmas del intercambio: contabilidad de la gracia versus capacidad patrimonial; gratuidad versus interés; caritas versus remuneración. Ganar el cielo perdiendo el mundo, y viceversa.

IV. LO PROPIO Y LO COMÚN EN LA PERSPECTIVA DE LOS MONOTEÍSMOS

La idea de lo que es común, lo que une, es compartida por los tres monoteísmos: un dios «árbitro de muchos pueblos» (Isaias 2. 1-4), en el Viejo Testamento; comunión en la teología neotestamentaria, particularmente en San Juan; umma en el Islam. Más azaroso resulta identificar lo propio (lo que se tiene, lo que se debe, lo que se tiene derecho a recibir).

En cuestión de deudas, el significado de expresiones «económicas» en el Viejo Testamento es muchas veces literal, antes que simbólico: el «perdón de las deudas» significa un sistema de pagos que se reducen progresivamente conforme se vaya acercando el jubileo de Israel, cuando cada quien volverá «en posesión de lo suyo», para que toda generación gane un futuro libre de las cargas de los padres (Vulgata, Leviticum 25. 14-16). El perdón significa también liberación de la esclavitud por deudas (Vulgata, Leviticum 25.39-40; Sedláček, 2014, p. 113). Finalmente, con el perdón de los enemigos, la economía del Evangelio «desmantela la contabilidad del bien y del mal» (Sedláček, 2014, p. 199).

Siguiendo en el interior del canon, se puede constatar cómo la cuestión de «propiedad» da vida a un eje doctrinal muy reconocible (del Viejo Testamento a San Agustín al ius Indiarum). El dominium como categoría teológico-jurídica hace su aparición con la traducción de la Biblia Vulgata, que reescribió el monoteísmo hebreo veterotestamentario en la lengua latina. De este modo, se lo introdujo en el mundo romano, en el lenguaje del derecho: lo leemos en el mandato divino al hombre recién asomado a la creación: replete terram, et subijicite eam, et dominamini (Vulgata, Genesis 1. 28).

La forma del dominium refuerza su puesto bien preciso en el canon, en sentido teológico-político, con el gesto de un emperador, gesto del cual en este contexto no es relevante la verdad histórica, sino el carácter fundacional que proyectó en adelante respecto a toda futura distribución de recursos (mundanos y simbólicos) de poder: la resignatio regalium de Constantino en manos del papa Silvestre. Este gesto es uno de los grandes arcana imperii: al remitir los regalia, prerrogativas e insignias reales, en manos del sucesor de Pedro, el emperador obtiene su legitimación, precisamente al precio de la renuncia a ellos: un intercambio inmaterial, de bienes incorpóreos, regalia y santidad, incomprensibile si no se lo interpreta a luz de la economía de la Gracia. Es el comienzo de la época constantiniana de la teología política, de la cual apenas estamos vislumbrando la salida (Borghesi, 2013).

La cuestión de la propiedad ante el descubrimiento de la Gracia se ubica desde la época temprana del cristianismo en contextos controversiales, heréticos y cismáticos: en las polémicas patrísticas por las confiscaciones impuestas a los donatistas durante el imperio romano, en la disputa medieval acerca de la pobreza de Cristo, en las teorizaciones antipropietarias de Pedro de Juan Olivi (siglo XIII) centradas en el usus (Grossi, 1972, p. 335; véase Agamben, 2011, pp. 164-166), en la condena por parte del Concilio de Constancia de las tesis de los Apostólicos o Valdenses acerca de la Gracia y la caridad como fuentes de legítima propiedad (siglo XV). Toda afirmación o negación de la propiedad necesitará ser metabolizada mediante decisiones conciliares o el otorgamiento de títulos papales o de regulae monásticas.

El gesto de Constantino —forjador de legitimidades, investiduras y títulos de dominio— es recordado por Solórzano (1629) en el De iure Indiarum, siguiendo la doctrina de Baldo de Ubaldi (su comentario a la lex cum multa del Codex Iustinianus), al plantear en perspectiva iuspublicística las cuestiones sobre la propiedad de los bienes del Nuevo Mundo (De Indiarum iure, 2, 10, 18).

Desde la Patrística, encontramos establecida una relación ambivalente entre pecado y propiedad: por un lado, la caída de Adán hace posible la propiedad (usurpatio fecit ius privatum: Ambrosio, De officiis 1. 28. 132); por el otro, se afirma desde San Agustín que post adventum Christi el pecado de los infieles les quita cualquier título para la legítima posesión y goce de sus bienes.

La polémica sobre el título confesional de la propiedad que afanaba los escritores ibéricos frente al descubrimiento, y que estos desentrañaban acudiendo a la autoridad de los grandes civilistas y canonistas medievales, ocupa un lugar clave en la exposición de esa ciencia peculiar que es la política indiana.

Los bienes de los impíos parecen estar destinados a los justos: thesaurizantur autem iustis divitiae impiorum (Vulgata, Proverbia 13. 22).

En el origen del planteamiento está la doctrina agustiniana, elaborada en el contexto de la controversia sobre el despojo de los herejes donatistas (siglo IV), con fundamento textual en la autorización divina a los hebreos en fuga de Egipto para que despojen a sus antiguos opresores (spoliabitis Aegyptum, ordena Dios a su pueblo saliente del cautiverio: Vulgata, Exodus 3. 22):

Ahora bien, si os quejáis de los objetos o lugares eclesiásticos que teníais y no tenéis, también pueden los judíos considerarse justos y acusarnos de iniquidad, porque los cristianos poseen al presente el lugar en que impíamente dominaron ellos. ¿Hay algo vergonzoso en que tengan los católicos por la voluntad del Señor los lugares que tenían los herejes? A todos los semejantes de los judíos, esto es, a todos los inicuos e impíos, se les aplica con toda propiedad la palabra del Señor: Se os quitará el reino de Dios para dárselo a un pueblo que practicará la justicia. ¿Está acaso escrito en vano: los trabajos de los impíos alimentarán a los justos?

Por consiguiente, debéis sorprenderos más de tener aún algo que de lo que habéis perdido (San Agustín, Contra litteras Petiliani Donatistae, 2. 43. 102).

Esta doctrina, recogida en el Decretum (causa XXIII, quaestio VII), fuente principal del Corpus iuris canonici (siglo XII), defendida con fuerza por Henricus de Segusio, el Hostiense, gozaba aún de crédito en la época de Solórzano, quien en los capita X y XI del libro II del De Indiarum iure expone la controversia como actual, aunque redimensionada por la prevalencia de la postura contraria, argumentada por publicistas y juristas de la Segunda Escolástica (en contra de Ginés de Sepúlveda).

Spolia impiorum, los despojos de las guerras de religión; substantia peccatoris, que le corresponde a los piadosos (De Indiarum iure, 2, 10, 26, citando Sapientia 10. 19; Proverbia 13. 22): el pecado del impío es el título de propiedad del creyente.

V. RELIQUIAS (LO QUE QUEDA, I)

En un mundo transformado por la adoración de la Cruz, cosas sagradas, cuerpos santos, fragmentos dispersos de religiosidad viajan por los siglos atestiguando orígenes, afirmando pertenencias, asegurando salvoconductos espirituales, confirmando obligaciones terrenales; cuerpos santos, pedazos de santos, res corporales, el Cuerpopor excelencia, el de Cristo. Reliquias (Fabietti, 2014; Freeman, 2012; Lombatti, 2007) que se valen de una institucionalidad jurídica que documenta y certifica, para asentar memoria alrededor de milagros y fundaciones, produciendo costumbres, creando o afianzando identidades, definiendo territorios (Damonte Valencia, 2011; Duque, 2006; Florescano, 1999; Labastida, 2000).

En América, el Santo y su leyenda ocupan tierras de otras deidades, definiendo la identidad de la ciudad, del grupo, de la corporación (Pastor, 2004, pp. 127-141). La afirmación de la propiedad del Santo o sobre el Santo (García López, 2001) se convierte en estrategia de defensa del territorio indígena, ayudando la confección de los títulos primordiales sobre el territorio (fábrica de una iglesia local y pruebas de devoción a un Santo patrono), para permitir la resistencia del grupo («todo es nuestro»: ejemplos novohispanos de reivindicaciones territoriales, basadas en la apropiación del «Santo», entre el siglo XVI y el XVIII en Gruzinski, 2013 [1988], pp. 236-238). La custodia del lignum crucis enviado desde Roma retrata, reconforta y enorgullece el cuerpo cívico de Lima (Sánchez-Concha Barrios, 2013b); las comunidades del Cuzco se reflejan cada una a su manera en el Corpus Christi, al mismo tiempo en que lo miran, cada una a su manera, en procesión (Dean, 2002). El culto rescata y otorga visibilidad política y social a determinados grupos —criollos, indígenas, esclavos— (mediante la militancia en cofradías); el robo de la Eucaristía genera proyecciones y conflictos político-corporativos (Sánchez-Concha Barrios, 2013a); los traslados de reliquias involucran ministros e intermediarios más o menos legales, clero regular y seculares, élites y expectativas populares. El Santo, la Reliquia, la Fiesta amparan socialidades e impulsan la producción y reproducción de ulteriores objetos de devoción, las imágenes.

Secuencias cultuales ancestrales siempre abiertas a la incorporación de nuevos hitos históricos se revelan en fiestas católicas tradicionales, como la del Cristo triunfante sobre la herejía. En un caso colombiano, la investigación antropológica ha expuesto las coincidencias del recorrido del ritual del Corpus Christi en Atánquez con itinerarios de «pagamentos»(ofrendas) a los ancestros. El hallazgo ha sido aprovechado para patentizar «identidad étnica» a efectos político-administrativos (voluntaria reetnización del pueblo «kankuamo» de la Sierra Nevada de Santa Marta en el marco de la Constitución colombiana de 1991, Morales Thomas, 2011).

Tal vez, de todas las reliquias (lo que nos dejaron las generaciones anteriores, de hombres y de dioses), la más poderosa sea la tierra misma, objeto principal ella misma de sacrationes y, al mismo tiempo, vehículo del mecanismo de transmisión del mundo anunciado en el Génesis y perpetuado hasta el «montaje» del Estado de derecho (la referencia general es a Pierre Legendre, 2005). Delimitada y parcelada (siendo la divisio una de las operaciones primarias del ius gentium), a efectos de dominación política y atribución de la propiedad privada (Hermogeniano, Dig. 1.1.5); santificada (es decir, protegida de la injuria de los hombres: Marciano, Dig. 1.8.8 pr.); santuario, asylum, ciudad fundada, ciudad santa; fragmentada, el poder de la tierra es tal que partes incluso insignificantes de ella se han empleado para decidir litigios, disponer eficazmente de predios u ocupar reinos: simbolismo del juramento, metonimias de la traditio y la occupatio. En el sistema sacrificial, que asumiremos como un mos, protocolo jurídico ritualista, pagano o veterotestamentario, reconfigurado por el cristianismo, la tierra tiene ab inmemorabili su puesto como herencia o simulacro: se lleva el terrón al momento de la transferencia del predio (traditio) o del litigio sobre el dominium; se jura sobre el terrón; se aprehende el terrón para hacerse con el reino (Delpech, 2011).

La noción de reliquia problematiza la interpretación de conceptos como «valor» o «uso» (cfr. Geary, 1991; Pérez Pérez, 2013).

En el Timeo, de Platón, Khôra (la tierra en sentido no físico, distinta a gê) era objeto imposible que eludía toda definición, y solo se dejaba asumir como soporte o trama, receptaculum de discursos, en primer lugar, el político (Derrida, 2011 [1993]). Khôra eludió Occidente hasta la primera traducción de la Revelación al latín del ius: «terram [...] dominamini» es el imperativo propietario del Génesis desde San Jerónimo; la tierra como objeto de dominium para el hombre, fideicomiso para generaciones futuras (Vulgata, Genesis 1. 28).

En Catolicismo romano y forma política, Carl Schmitt atribuía a los pueblos católicos un terrisme orgánico desconocido a los protestantes, vinculando la cuestión de la tierra con la custodia de la institucionalidad, la ortodoxia y el sentimiento católicos (2011 [1923], p. 13).

Lo que la tierra «recibe» (tierra como receptaculum) siempre será tema político.

¿Qué significa, entonces, esta «espiritualización» de la tierra tan adversada por los gobernantes ilustrados ad portas de las revoluciones?

VI. RELICTA PIA (LO QUE QUEDA, II)

La institución de la «capellanía» (relictum pium) aparece como asociada, en sus orígenes, a través de «capilla», al culto de las reliquias:

Marculfo es el primero que dio el nombre de capilla a la urna de S. Martín que se conservaba en el Palacio Real, y sobre la que se hacían los juramentos solemnes en las causas que se terminaban por juramento. «In palatio nostro super capellam domini Martini, ubi reliquia sacramenta percurunt debeant conjurare» (voz Capilla, capellanía, en Diccionario de derecho canónico, 1867, p. 199).

En el centro del sacrum, está el cuerpo del Santo o altar del Santo, sobre el cual se realiza el rito del juramento (sacramentum) y del sacrificium (misa): corpora sancta, custodiados y utilizados como prueba de la fe del juramento, sobre los cuales se deciden las causas judiciales. Certeza del derecho certificada (acaso sacri-ficiada) por el juramento sobre cuerpos santos.

Según la autoridad del canonista Fagnani (siglo XVII), quien sigue la Glosa a las Clementinae 2, versículo 5, hay una identidad lingüística entre «capilla», «altar» y «capellanía»: «plurimum vero capella altare et capellania pro eodem accipiuntur» (Fagnani, 1697, De praebend., cap. Exposuisti, numeral 3).

Capella se remonta a la antigua iurisdictio. La capilla es el signo que formaliza la posesión del lugar, en la «lógica cultural del diseño espacial» propia de la institucionalidad católica puesta en función en América (Zuleta Ruiz, 2013, p. 139). Capellanía es locus Deo consecratu y, a la vez, ecclesiasticum ministerium, beneficio, «fundado y anejo á un altar ó capilla» (voz Capilla, capellanía, en Diccionario de derecho canónico, 1867, p. 199).

Es lugar y ministerium, santuario y oficio; última voluntad asentada en el lugar del Santo. Así se la encuentra descrita en el modelo de escritura de fundación, en el Febrero reformado, prontuario práctico-doctrinal de amplio uso y frecuentemente citado en los pleitos neogranadinos entre los siglos XVIII y XIX:

Don Francisco de tal vecino de esta villa digo: que hallándome mediante la Divina Providencia con abundantes bienes y sin hijos ni otros herederos legítimos á quienes dexarlos, y deseando para corresponder á los favores del Altísimo que el producto de aquellos se convierta en obsequio suyo y en alivio de las benditas ánimas del purgatorio; he deliberado erigir una capellanía mercenaria á título de patronato real de legos; y para que tenga efecto, en la mejor forma que haya lugar en derecho, instruido del que me compete, fundo para despues de mi fallecimiento en tal iglesia parroquial y altar del tal Santo que es el tercero á mano izquierda entrando en ella, la expresada capellanía que doto con los bienes siguientes […] (Febrero & Gutiérrez, parte I, tomo I, 1802, capítulo VIII, § final, 26).

El provecho del alma es una «commodity», se podría decir, que entra en consideración entre otros factores en el momento de decidir un destino para bienes raíces familiares (sin contar la necesidad de nutrir vocaciones o proveer sustento para religiosos seculares miembros de la familia). Animam meam dimitto, lego pro anima mea; la salvación del alma es, podríamos decir, la «causa», en sentido técnico, de la disposición (en el siglo XIII, el maestro de droit coutumier Beaumanoir formulaba el principio según el cual se debe anular una liberalidad «hecha en contra de Dios o de la Santa Iglesia», Dabin, 1929, pp. 112-113; de lo cual se podría deducir a contrario que la liberalidad en favor de la Iglesia tiene una «causa lícita»).

El heredero de un patrimonio vinculado a una obra pía recibe una especie de hereditas cum sacris (Festo, v. sine sacris hereditas, 1839, p. 290). La asociación entre pecunia de la herencia y carga de los sacra familiaria viene de Roma, donde explicaba el control público, comicial y sacerdotal, sobre adopciones y testamentos (Bonfante, 1916, p. 237, nota 1; De Martino, 1972, p. 251).

El designio de salvación se apropia de la duración de los derechos. Los tiempos del alma y los derechos de la Iglesia corresponden a la eternidad: hay escasa posibilidad de regreso de estos bienes a la plenitud de disposición del particular. Las órdenes mendicantes, para cuyo beneficio se constituyen censos (por cierto, «honestos», del cinco por ciento, y no usureros), terminan ganando la propiedad de la tierra que disputan contra los legos ante los jueces. La «espiritualización de bienes» entraña un desafío al derecho que aspira a ser «estatal» y circunscrito en la dimensión inmanentista del tiempo humano.

A efectos de la jurisdicción civil, la definición y extensión de estos peculiares objetos de controversia y de las correspondientes obligaciones, misterios y ministerios, se comprende al tenor de las fuentes romano-canónicas. En la cosmovisión medieval, el derecho divino no funda un sistema «otro», sino que está «dentro» del mismo sistema que gobierna individuos y corpora, conciencias y patrimonios.

En el tratado De anniversariis et capellaniis de Ildefonso Pérez de Lara (1608), referencia principal para autores de prontuarios y litigantes en los pleitos del siglo XVIII, la naturaleza de los relicta pia se establece precisamente sobre la base de la autoridad de los jurisconsultos y emperadores romanos, por vía de interpretación y elaboración de parte de civilistas y canonistas. Utilizando la jurisprudencia romana el autor identifica las siguientes características de la disposición piadosa:

  • naturaleza real del derecho constituido sobre el inmueble por medio del legado pío (ius in re, o sea, protegido erga omnes por acción real) y no meramente obligatoria (provista de acción personal únicamente contra el obligado; argumentos en Pérez de Lara, 1608, 1, 2, 9-10);

  • carácter de institución de pública utilidad (a semejanza de las sportulae para los decuriones romanos, objeto de disposiciones de última voluntad en favor de la res publica, en un legado analizado por Ulpiano en la lex nihil proponi del Digesto, que sirve de norma de referencia: se analiza la cuestión de si la obligación de prestar, cargada sobre el inmueble, se transfiere junto a este en caso de venta, Pérez de Lara, 1608, 1, 2, 17);

  • institución de duración indeterminada, pues eterna es el alma, con consecuencias de imprescriptibilidad del derecho que nace de ella (Pérez de Lara, 1608, 1, 3, 13);

  • institución de naturaleza alimentaria, por lo tanto, susceptible de interpretación según el criterio del favor alimenti, el cual genera una prelación del crédito correspondiente respecto a otros eventuales existentes sobre el mismo patrimonio (Pérez de Lara, 1608, 1, 2, 19-21).

Lo dispuesto para salvación de las almas crea efectos de naturaleza «real» (ius in re) y cabe en la noción de alimentum (Pérez de Lara, 1608, 1 , 2, 19); corresponde a utilitas rei publicae, o sea que pertenece al ius publicum (en la perspectiva de la «comunión de los santos» que forma el cuerpo místico de Cristo4). Su duración es eterna, es decir que es imprescriptible, pues su término final se identifica con el redde rationes del Juicio Final, de forma inconciliable con la caducidad contractualista de las obligaciones del homo oeconomicus. En la definición, validez y ejecución de los relicta pia juegan el favor animae, el favor alimentorum, el favor religionis y el favor ultimae voluntatis, criterios de interpretación que son conservadores e integradores del acto jurídico, contra el ius strictum (Justiniano, Instituta, 4.6.28) que podría en cambio disponer en el sentido de la impugnabilidad del acto constitutivo. El fundo cuyas rentas proveen el beneficio, de la misma manera que el bien del cual el concedente dispone que se devenguen los alimentos, es res obligata (Pérez de Lara, 1608, 1, 2, 18).

No hace falta aquí invocar el privilegium (Pérez de Lara, 1608, 1, 10, 76, en el que se cita la autoridad de Baldo), cuando los canonistas ponen a militar la necessitas, en tanto dimensión coactiva que subyace a toda disposición pro remedio peccatorum. Por ejemplo, frente al riesgo de que las disposiciones pías queden revocadas o nulas, se afirma explícitamente que las reglas del ius commune establecidas ab antiquo acerca de la incertitudo sobre cosas o personas (objeto del vínculo, destinatario, beneficiario o cantidad de la prestación) que repercuten en ineficacia del acto no afectan las piae causae (Pérez de Lara, 1608, 1, 10, 73; sobre el favor piae causae véase 1, 10, 84; 87; 95).

Por otro lado, no deberían sobrevivir las disposiciones (aniversarios de misas) en pro del alma del excomunicado o pecador impenitente o suicida, pues los Sagrados Cánones prohiben rezar por él. Sin embargo, la Iglesia empeña sus juristas en un gran esfuerzo de interpretación, buscando en el repertorio del ius civile, para reclamar ante la autoridad civil (el fiscus principis, en este caso, que se queda con los bienes de los difuntos intestados sin herederos) los bienes gravados, aseverando deberse tener como no escrita o hasta por cumplida la condición que se incumplió por factum tertii (la sentencia de excomunión por suicidio) o por «enemistad procurada» por el propio testador o beneficiario (enemistad con la Iglesia del impenitente que perdió la gracia de Dios, Pérez de Lara, 1608, 1, 11, 21; 34-43).

VII. CONTRA EL IUS COMMUNE

La figura de la proprietas, en el sentido de titularidad cierta, exclusiva y circulante, es prácticamente residual en el derecho medieval europeo y en los ordenamientos de la América hispana. Las tierras de América conocen, al igual que la Europa del ius commune, múltiples títulos, usos y derechos, particulares y colectivos.

En una civilización jurídica caracterizada por una facticidad eficaz y una existencia a nivel microcomunitario, la distinción misma entre dominio directo y útil indica, como lo señaló Paolo Grossi, una aproximación anti-individualista, una coexistencia-cooperación entre el titular y el concesionario, quien extrae de la cosa la utilitas, a través de uso, ejercicio o goce. Por el contrario, la propiedad según el modelo burgués, pandectista-codicista, que es indivisible, abstracta y desencarnada, corresponde a la unidad y abstracción del sujeto (2006, pp. 75-76; véase p. 19).

En la perspectiva del reformismo del siglo XVIII, obstaculizan el triunfo de la propiedad las figuras desmaterializadas o escasamente formalizadas («derechos de tierra»), o consuetudinarias, como la adquisición del dominio fundada en la «prescripción inmemorial». Esta última figura, tanto intuitiva como cargada de la sedimentación de gestos heredados y formas antiguas de la vida material en común, reconocida desde las leyes de Toro, permite adquirir derechos sobre tierras y hasta jurisdicciones5.

Al derecho, antes que a la antropología, pertenece la ritualidad de las prácticas (gestos, símbolos, palabras) que conforman mecanismos consuetudinarios de apropiación y transferencia (entre ellas, las formas de toma y entrega de la tierra, a través de delimitaciones o manipulaciones, en vigor desde la Edad Media, que se pueden reconducir a las terminationes y traditiones symbolicae de los romanos; Delpech, 2011, pp. 53, 61). La costumbre, frecuentemente subestimada o relegada a «folklore», es en cambio fuente esencial de comprensión de la vida jurídica de las Indias, en su desarrollo propio, que no se agota dentro de la oficialidad legislativa y de la prerrogativa regia y que expresa la diversidad de grupos y territorios, en contraposición con la racionalización abstracta de los códigos, sin confundirse, por otra parte, con el pretendido «ilegalismo» congénito que tanta historiografía le atribuye a los pueblos americanos y que debería explicar distorsiones contemporáneas (sobre la costumbre en América en el siglo XVIII véaseTau Anzoátegui, 1976).

También son obstáculos para la certeza y la circulación de la propiedad las figuras intermedias entre crédito y propiedad, tales como los mecanismos sucesorios de transmisión pro indiviso o con gravámenes y sustituciones, que perpetúan créditos a la vez que memorias, dignidades y sacra familiaria (capellanías, dotes de monjas, censos). Por otra parte, la política legislativa de la monarquía española en el siglo XVIII está dirigida a reducir el espacio de ejercicio de la «equidad» del juez, administración de justicia para el caso concreto, según rectitud y honestidad (Aznar i García, 2010; Bravo Lira, 2010).

La batalla del derecho real contra el ius commune se libra primero en el campo de la jurisprudencia. A mediados del siglo XVIII explota el rechazo culto de los autores ibéricos respecto al derecho romano, reconocido como cimiento racional y de cuño doctrinal (iuris prudentia) del utrumque ius. La doctrina del derecho patrio enfatiza el papel ancilar del ius civile Romanorum como derecho supletorio respecto a los forales o nacionales, y se dedica a desarmar el «taller» (Tau Anzoátegui, 2011) romano-canónico de la interpretatio, cuya validez descansa en la autoridad, «poder de los comienzos» (Révault d’Allonnes, 2006).

En el Arte de interpretar el drecho de España por el Romano, y por el origen de cada una de las Leyes, tratado contenido en el Arte histórica y legal (1747), el jurista y político Fernández de Mesa instruye a teóricos y prácticos del derecho en la tarea de la interpretación, dictando criterios y analizando la cuestión de fondo de la relación entre derecho nacional y derecho romano, significativamente bajo los rubros que se indican a continuación:

Capítulo II: «Que los medios de interpretar el Drecho de España por el Romano, y por el origen, son diferentes; y que no siempre se ha de acudir al Drecho Común»;

Capítulo III, «Sobre si se deverá acudir primero à las leyes Nacionales derogadas, que à las Romanas»;

Capítulo IV, «si las Leyes de España se han de interpretar por las Romanas estrechamente».

Si la interpretación de las leyes Nacionales debe obedecer a criterios y finalidades específicos y propios (origen y determinación de la voluntad del legislador), y si se asume que las leyes nacionales quisieron en muchos casos derogar al derecho común (Fernández de Mesa, 1747, tratado II, l.I, capítulo IV, 22 y passim), el derecho romano termina siendo «solo en subsidio una imagen de derecho no mandado, sino permitido» (cap. IV, 23). La vigencia del derecho común es mediada por la voluntad del monarca y no se funda ya en su intrínseca validez. Esto significa restringir tanto la aplicación del ius Romanum como el argumentum a iure Romano.

El estigma de «foráneo», que los defensores del «derecho patrio» aplican al derecho romano, denuncia la elección de la autoctonía. La cultura jurídica peninsular de la época borbónica estaba empeñada en el proceso de autorreconocimiento de la nación. Se estaba confeccionando una historiografía legal, donde el «corpus» del derecho español quedaría cimentado en sus comienzos visigodos, nacionalizados e idealizados en cuanto alternos o resistentes al derecho romano (ver, por ejemplo, De Asso & de Manuel, 1771; sobre antecedentes en la historiografía indiana, González Rodríguez, 1981, capítulos 2 y 3). El esfuerzo de re-escritura de la historia legal atraviesa todo el siglo XVIII, desde los Sacrae Themidis Hispanae Arcana de De Franckenau (1703) hasta el Teatro de la legislación universal de España é Indias de Pérez y López (1791; ver Vallejo, 2002).

La embestida del derecho patrio («leyes nacionales») contra los cimientos romanos del ius commune se muestra también en la legislación dirigida a redimensionar drásticamente el recurso judicial a la interpretación equitativa según «razón», que utiliza el ius Romanum codificado por Justiniano, definido como aequitas constituta y «derecho común» (en contraposición con el derecho «propio»):

las Civiles no son en España leyes, ni deven llamarse assi, sino sentencias de Sabios, que solo pueden seguirse en defecto de lei, i en quanto se ayudan por el Derecho Natural, i confirman el Real, que propriamente es el Derecho Comun, i no el de los Romanos, cuyas leyes, ni las demas estrañas no deven ser usadas, ni guardadas, segun dice expresamente la lei 8. tít. 1. lib. 2. del Fuero Juzgo (Auto del Consejo Pleno en Madrid de 4 de diciembre de 1713, en Novísima recopilación de las leyes de España, 1, III, título II, nota 2).

Completa el autor del Arte histórica y legal:

la razón, quando no es de drecho natural, no puede prevalecer contra el drecho, ni aun ser reputada como recta raciocinación, antes bien siempre se presume ser racional lo que es conforme á la Ley: y assi, primero hemos de estar á los medios directos de la voluntad, ò mente del drecho propiamente tal, que al Romano, que solo es razon natural. Y por cierto, que no ay cosa mas opuesta, á la misma razón, que el querer violentar nuestras Leyes (Fernández de Mesa, 1747, tratado II, l.I, capítulo IV, 22).

«Las civiles» (es decir, «romanas») «no son en España leyes»; «el Real [...] propiamente es el Derecho Comun, i no el de los Romanos»; «la razón» (argumento racional conducido al tenor de las fuentes antiguas) «no puede prevalecer contra el drecho» (nacional). Dicotomías de sabor prepositivista.

La defensa de las leyes nacionales implica también el cuestionamiento de la doctrina de los autores (opinio doctorum: véase Luque Talaván, 2003; Tau Anzoátegui, 1989), desde el romano Trebacio hasta el «moderno» Heineccio. En el Arte histórica y legal, bajo la rúbrica «del recto uso de los autores», se establece la prevalencia de los juristas nacionales por encima de los foráneos (Fernández de Mesa, 1747, tratado II, l.I, capítulo VIII).

En la mira está la misma idea de auctoritas, fuente de ideas, reglas y principios, instrumento poderoso de convicción del juez, forjada por el método (probabilismo dialéctico), pero también por el espíritu del hombre medieval, el cual ambiciona la unidad y la coherencia en el derecho como en la metafísica: argumentum ab auctoritate (Piano Mortari, 1976). Afirma Fernández de Mesa: «pecaron los antiguos [...] en seguir con poca averiguacion a sus mayores, como un ave en el buelo de la otra» (1747, tratado II, l.I, capítulo IX, 5).

Conforme a esta ideología, el nuevo jurista se formaría recibiendo cátedra de Derecho Patrio; «Cánones y Leyes» se dictarían siguiendo el método de las «concordancias»:

que en las Universidades mayores y menores en lugar del Derecho de los Romanos se estableciese la lectura y explicacion de las leyes Reales, asignando cátedras en que precisamente se hubiese de dictar el Derecho Patrio, pues por el y no por el de los Romanos se deben substanciar y juzgar los pleytos; […] que los Catedráticos y Profesores en ambos Derechos tengan cuidado de leer con el de los Romanos las leyes del Reyno correspondientes á la materia que explicaren; lo que se haga saber á todos los Profesores y explicantes de extraordinario á este fin, remitiendo testimonio de ello (Auto del Consejo de 29 de Mayo de 1741. En Novísima recopilación, l, III, título II, nota 3).

«Por él [el derecho patrio] y no por el de los Romanos se deben substanciar y juzgar los pleytos».

La interpretatio es, por definición, «corrección»; «interpretor, id est corrigo […]» (así describen su proceder los Glosadores: Accursio, Glossa ad l. sive ingenua). «Corregir» el derecho civil, estricto y escrito, desactivando dispositivos potencialmente generadores de inequidad sin abrogarlos formalmente, es función heredera de la antigua aequitas pretoria (antiindividualista y antitiránica, De Martino, 2005 [1941], pp. 77-78).

En la tarea de la interpretatio, el vocabulario y los razonamientos del ius commune fijaban el significado: significado de términos, principios y reglas, independientemente de la pertinencia al caso de reglas, acordes o contrarias, del derecho «propio» (regio, municipal o de otra naturaleza, véase Costa, 1995; Iglesia Ferreirós, 1977). Debido a este peso intelectual de las categorías del ius commune, resultaba en efecto irrelevante su lugar en cualquier pirámide normativa de fuentes impuesta por ley, fuera en la cumbre o al fondo (Bellomo, 1989, pp. 166-171; Martiré, 2003, pp. 233-234). Siempre constituían el marco intelectual del razonamiento jurídico sobre el caso concreto.

El ius commune proveía en la iurisdictio el contexto para la (eventual) aplicación de la «ley». El derecho romano, en particular, debido a su papel tradicionalmente racionalizador de ordenamientos y prácticas, que conciliaba cultura y usos vulgarizados, y por su cifra más universalmente mundana (ius humanum), sostiene los argumenta de las partes que demandan justicia.

Legislación regia y doctrina antirromana del siglo XVIII apuntaban a despejar el campo político de la iurisdictio de un contrincante, el ius, que idealmente no evolucionaba por ley, sino por prudentia del intelecto, fuera de contingencias políticas (Grossi, 1995; Martiré, 2003, p .238).

Disposiciones regias sobre el «orden de leyes y fueros» (ley I, título 28 del Ordenamiento de Alcalá; ley I de Toro; ley 8, título I l.II del Fuero Juzgo; ley 3, título I l.II de la Nueva recopilación; Auto acordado del 4 de diciembre 1713) que debía observarse en los pleitos se habían enfrentado, cuando no a la desobediencia, a un fracaso implícito. Las leyes nuevas no pudieron extinguir la vida jurídica anterior. En el caso peninsular, ha sido demostrado cómo los Decretos de Nueva Planta de 1707 no se resolvieron en inmediatas declaratorias de nulidad de contratos, actos y negocios celebrados con anterioridad, precisamente por efecto de un principio del ius commune, acogido por recepción en las leyes castellanas e implementado en los juicios: los actos jurídicos deben regirse por la ley vigente en el momento de su redacción. Es de extremo interés notar cómo la validez de dichos negocios fue defendida en los pleitos invocando directamente normas y doctrinas romanas, incluso con preferencia respecto a leyes castellanas del mismo tenor y contenido (Masferrer, 2008, pp. 79-80).

Finalmente, la legislación borbónica empleó su letra para neutralizar lo inmaterial del desuso y de la costumbre contraria a la ley.

Todas las leyes del Reyno, que expresamente no se hallan derogadas por otras posteriores, se deven observar literalmente, sin que pueda admitirse la escusa de decir que no estan en uso; pues así lo ordenáron los señores Reyes Cathólicos, y sus sucesores en repetidas leyes, y yo lo tengo mandado en diferentes ocasiones; y aun quando estuviesen derogadas, es visto averlas renovado por el Decreto, que conforme á ellas expedí, aunque no las expresase: sobre lo qual estará advertido el Consejo, zelando siempre la importancia de este asunto (Auto acordado de Felipe V de 12 de Junio de 1714, en Novísima recopilación, l, III, título II, ley XI; sobre la costumbre contraria a la ley y su papel en el sistema de Indias, véase Floris Margadant, 1990; Manzano Manzano, 1967; Tau Anzoátegui, 2001).

VIII. DESMANTELAR CUERPOS Y EQUIDAD

Bajo la mira de las reformas de finales del siglo XVIII, inspiradas en la prevalencia de la ley y la centralización oficial de la procedencia de los títulos de dominio, están instituciones de origen romano que nacieron de las costumbres de los pueblos, de la misma vida material, consignadas en un derecho no escrito: instituciones como la prescripción adquisitiva, las identidades de cuerpos sociales (cabildos y pueblos) y la equidad del juez. Algunos ejemplos:

  • La Real Instrucción del 15 de octubre de 1754 permitía, para las posesiones anteriores a 1700, «la justificación que hicieren de aquella antigua posesión como título de justa prescripción» (capítulo IV, tomado de Ots Capdequí, 1959, p. 106), admitiendo en cambio, para amparo de las posesiones adquiridas con posterioridad a tal fecha, exclusivamente el título justo (venta, composición y posterior confirmación; capítulo V de la Real Instrucción, citada en Ots Capdequí, 1959, p. 107).

    En cambio, la Cédula de San Ildefonso de 2 de agosto 1780, dictada para el Nuevo Reino de Granada, contemplando los títulos de «venta, composición [...], contrato particular, ocupación u otro cualquiera que sea capaz de evitar la sospecha de usurpación» (ver infra), en la práctica restringe la eficacia de la prescripción a casos excepcionales (Ots Capdequí, 1959, p. 124).

  • En los años anteriores a la expedición de la cédula de San Ildefonso, el Juez de Realengos se había opuesto a la propuesta del Fiscal Moreno y Escandón de dejar la cuestión de la revisión de títulos y desmonte de tierras a la «autoridad del juez y su prudente arbitrio regulado por el dictamen de los prácticos» (Informe del Fiscal Moreno y Escandón a la Junta de Hacienda, 1777, citado en Ots Capdequí, 1959, p. 115). Ante el grave problema de las tierras incultas el Fiscal había sugerido que
    se estreche por los Jueces del Distrito a que los dueños de tierras abundantes se dediquen a desmontarlas, plantarlas y cultivarlas, y que si no tienen facultades para ello, se proporcionen medios lícitos y equitativos para que otros lo verifiquen, ia sea por venta voluntaria, ia por arriendo no exorvitante en que medie autoridad del juez y su prudente arbitrio regulado por el dictámen de los prácticos, a fin de evitar los inconvenientes de que ni gozen de lo que poseen, ni dejen que otros lo disfruten a beneficio común […] (Ots Capdequí, 1959, p. 115).

Al contrario, el Juez de Realengos, preocupado más por el interés de las Cajas Reales que por las pobres condiciones del campo, y determinado a proteger intereses de propietarios poco más que nominales, se manifestaba en contra de toda interferencia con la propiedad de los «verdaderos dueños» y su plena facultad de disposición (Ots Capdequí, 1959, p. 116), la cual incluye, evidentemente, el no uso de la tierra. El dictamen del Juez de Realengos, a favor del cual se pronunció con voto unánime la Audiencia de Santa Fe en la forma de un Real Acuerdo, fue acogido por el rey Carlos III, en la Real Cédula del 2 de agosto de 1780, donde aparece protegida la propiedad en su versión absoluta y exclusiva, así Su Majestad no rechace de plano los planteamientos de Moreno y Escandón:

He resuelto, conformándome con el dictamen del enunciado juez de realengos, y con el de esta mi Real Audiencia, que en todo ese Virreinato no se inquiete a los poseedores de las tierras realengas en aquellas que actualmente disfrutan y que están en posesión en virtud de correspondientes títulos de ventas, composición con mi Real Patrimonio, contrato particular, ocupación u otro cualquiera que sea capaz de evitar la sospecha de usurpación, ni obligarlos a que las vendan ni arrienden contra su voluntad […] (Real Cédula de Carlos III, o Cédula de San Ildefonso, de 2 de agosto de 1780; Archivo General de la Nación, Tierras, Antioquia, legajo 10, ff. 7-10).

En un informe del 23 de noviembre de 1786, el Oidor Mon y Velarde, visitador de la Provincia de Antioquia, denunciaría la insuficiencia de la Cédula de 1780 para solucionar los problemas de productividad de la tierra, pobreza de los labradores y meras posesiones «por papel» (Ots Capdequí, 1959, pp. 120-121). La práctica demostró la ineficacia del enfoque meramente tributario del tema de la propiedad.

  • La anulación, dispuesta en 1784, de una venta de tierra realizada por el Cabildo de Natá hace patente el rechazo del gobierno hacia distribuciones de tierra que tuviesen su origen en los poderes locales de los pueblos (Ots Capdequí, 1959, pp. 55-57): casi como si se tratara de una sospechosa ley agraria, «libertadora» al estilo antiguo.

  • En 1786, las instrucciones a los intendentes, dirigidas a Nueva España, infligieron un duro golpe a la propiedad común de los pueblos («propios y arbitrios», con salvedad de las propiedades comunes de los grupos indígenas). Aunque la institución de la intendencia no se introdujera en Nueva Granada, estas disposiciones revelan una general intención de desestructuración de las antiguas formas locales y corporativas de gobierno, economía y jurisdicción ordinaria sobre tierras en las Indias (Ordenanza e instrucción de intendentes, 1786, artículos 32-38. En De Solano, 1991, pp. 489-492).

Las reacciones contra la revisión de títulos de tierra son a la vez populares y cultas: por un lado, las poblaciones del reino manifestaron inconformidad respecto a la política de «visitas», encontrando muchas veces la comprensión de los mismos visitadores; por otro, los letrados aducían la perdurabilidad de fuentes antiguas. Esta autonomía crítica caracteriza tradicionalmente la doctrina hispana ante la realidad compleja y plural de las Indias. Ya Solórzano había esgrimido en la Política indiana argumentos, fundados en el ejemplo «colonial» romano imperial, para una interpretación benigna de las cédulas de El Pardo de 1591, acerca de la obtención y exhibición de títulos sobre tierras:

no andar inquietando, y contristando a los posseedores, como grave, y cuerdamente lo dexó advertido, y dispuesto en una de sus leyes el Emperador Anastasio (Solórzano, 1703, l.VI, capítulo XII, haciendo referencia a lex ultima de fundis patrimonialibus, Codex Iustinianus, 11.62.14, del año 491).

... por no inquietar a los súditos, no trate de pedir, ni recobrar las gracias, y largiciones, que se le huvieren hecho del Erario público, passados ya veinte años (haciendo referencia a la epístola del emperador Trajano a Plinio el Joven, gobernador de Bitinia: l.80, epist. 111).

La enseñanza de los emperadores romanos, recibida por la doctrina hispana, invita a la moderación en la exacción de cobros fiscales ya prescritos, al respeto de la situación actual de los predios, incluyendo la observancia de la prescripción adquisitiva, desaconsejando prácticas autoritarias o vejatorias que resultarían equivalentes al despojo. Siguiendo a Solórzano:

Y a esto parece que mira la cedula que he dicho de 1591, que expressamente quiere, y advierte, que quando se mandare hazer esta exhibicion de los titulos, y nueva medida de las heredades, no se vaya con ánimo de espojar, y desposseer de ellas a sus antiguos posseedores, y labradores, sino de obligarles a que sirvan con alguna honesta composicion, como dando a entender, que su intento es, que se proceda en esto con brandura, suavidad, y liberalidad (1703, l.VI, capítulo XII)6.

Se trata de ejemplos de resistencia que no se explican simplemente como inercia de formas materiales y cotidianas, propias de «mercados arcaicos» (Braudel, 1986, p. 27). Por el contrario, expresan valores compartidos en experiencias de convivencia regidas por una tradición jurídica inspirada en la equidad, que ampara autonomías locales y posiciones de efectivo aprovechamiento de la tierra, reconociendo pacíficamente los procesos ya consumados de ocupación no violenta y larga duración de la posesión.

IX. EL ESPÍRITU DE LAS LEYES

El montaje del Estado de derecho interviene los mecanismos de sucesión y transmisión (Legendre, 1983, 1985). Desde la segunda mitad del siglo XVIII, debido a la existencia de vínculos de ejecución de legados píos, resulta claro que la sustancia de la propiedad de tierras se reduce muchas veces al contenido de obligaciones de censatarios, las cuales nacen de préstamos contraídos con instituciones sobre todo eclesiásticas. Ello convierte la circulación de la propiedad en circulación de obligaciones —cesiones de deudas— y nudo prestigio nominal de terratenientes (ha sido documentado el caso de Tolima en el siglo XVIII, Soulodre-La France, 2004, capítulo IV; véase, en general, von Wobeser, 1989).

Instituciones como los legados píos, que el Estado encuentra en su camino, formas de una distinta «economía», productos de siglos de elaboración e interpretación del utrumque ius que traban la construcción del sujeto propietario, no se pueden borrar o «neutralizar» a golpes de interpretación contraria: aquí la interpretatio tradicional se ha vuelto ius cogens.

Contra lo «inmemorial», las inciertas inspiraciones de la equidad, las diversas autonomías y costumbres, los destinos inmateriales y temporalmente indefinidos de los bienes fructíferos hay una convergencia de intenciones entre monarquía borbónica y gobiernos republicanos. El antídoto es la «ley», acto que pertenece a otro orden, que trunca la duda equitativa con su voluntarismo. Algunos ejemplos entre siglo XVIII y XIX, en una progresión ascendente:

  • En el marco de la iniciativa de consolidación de vales reales, el rey Carlos IV, con Real Decreto del 19 de setiembre de 1798, inserto en Cédula del Consejo del 25 del mismo, impone la venta de inmuebles y la redención de censos pertenecientes a capellanías y demás obras pías, con ingreso de los capitales liberados en la Caja de Amortización:

he resuelto despues de un maduro exámen se enagenen todos los bienes raices pertenecientes á hospitales, hospicios, casas de misericordia, de reclusion y de expósitos, cofradías, memorias, obras pias y patronatos de legos, poniéndose los productos de estas ventas, así como los capitales de censos que se redimiesen, pertenecientes á estos establecimientos y fundaciones, en mi Real Caxa de Amortizacion baxo el interes anual de tres por ciento […].

El Estado absorbe los caudales destinados a menesteres piadosos, quedando subrogado en posición de deudor, obligado al pago periódico de los intereses correspondientes:

se atenderá á la subsistencia de dichos establecimientos, y á cumplir todas las cargas impuestas sobre los bienes enagenados, sin que por esto se entiendan extinguidas las presentaciones y demas derechos que correspondan á los patronos respectivos, ya sea en dichas presentaciones, ya en percepcion de algunos emolumentos, ó ya en la distribucion y manejo de las rentas que produzcan las enagenaciones (en Febrero & Gutiérrez, 1802, parte I, tomo I, capítuloVIII, § final).

  • La ley de la República de Colombia de 10 de julio de 1824 (véase infra, sección X) pone fuera de la ley las disposiciones piadosas, prohibiendo constituir nuevos vínculos de este tipo sobre patrimonios para futuro (lo cual sin embargo no afecta, por el momento, la propiedad eclesiástica).

  • Con Decreto del 9 de setiembre de 1861, la República expropia la propiedad eclesiástica de bienes raíces y la asume en su cabeza (véase infra, sección X).

Un capital que se tesauriza en el cielo es «muerto» para el Estado y sus necesidades. Precisamente con la intención de rescatar fondos «parados y sin circulación» que «existen como muertos en los depósitos» se justifican las leyes monárquicas de redención de censos (Real Cédula de Carlos IV del 9 de octubre de 1793, concerniente a los bienes de obras pías, en Novísima Recopilación de las Leyes de España, l, X, título XV, ley XXVII; véase leyes XX a XXIV) y de consolidaciones de vales reales (Real Decreto del 19 de setiembre de 1798; Reglamento dado con resolución a Consejo del 28 de marzo, y Cédula del Consejo del 17 de abril de 1801, en Febrero & Gutiérrez, 1802, tomo I, parte I, capítulo VIII; De Tapia, 1828, p. 330), extendidas a América con Real Decreto del 28 de noviembre de 1804 e Instrucción del 26 de diciembre del mismo año (von Wobeser, 2002, pp. 809 y ss.; sobre la ejecución del Decreto de 1804 en Nueva Granada, en particular en Cali, véase Portilla Herrea & Duque Tangarife, 2016). Se trata de mecanismos de subrogación en la caja de amortización e «imposición» en las Reales rentas, los cuales sirven al propósito de solventar las deudas de la monarquía y financiar empresas bélicas.

Estas medidas suelen dirigirse a cuerpos, tanto como a individuos: pueblos (como en el caso de enajenación forzosa de «propios» y «arbitrios», dispuesta con Real Cédula del 21 de febrero de 1798), comunidades eclesiásticas y seculares (hospitales, hospicios, cofradías, casas de misericordia, de reclusión, de expósitos, como en el citado decreto de setiembre de 1798), a patronos y titulares de capellanías u obras pías, a poseedores de mayorazgos, a titulares de derechos de largo plazo sobre tierra ajena.

En medio de maniobras financieras de empréstitos forzosos, se está reescribiendo, en clave nacional, la historia de la propiedad rural, desde sus orígenes «góticos» hasta un presente que se quiere presentar como de «regeneración» (como en la obra de Sempere y Guarinos, 1805, cap. XXIX, pp. 414 y ss.; sobre desamortización y tránsito a la propiedad liberal en España y las Indias véase Prien & Martínez de Codes, 1999; Friera Álvarez, 2007; Lecuona Prats, 2005; Martínez de Codes, 2002; sobre el caso colombiano, De la Cruz Vergara, 2011).

X. LA REPÚBLICA PROPIETARIA

Ha sido observado que, muchas veces, las leyes de reformas borbónicas no se apartaron de la naturaleza de actos de justicia o de «bandos de buen gobierno» (Coronas González, 2010, p. 220). Diferente es el espíritu de la ley republicana. La Iglesia, heredera del universalismo y de la racionalidad del derecho romano, mantuvo la institucionalidad del derecho y de la política a lo largo de la travesía altomedieval y ante la novedad representada por el Nuevo Mundo, poniendo la labor humana y el gobierno secular al servicio de una economía universal de la salvación, proveyendo títulos de propiedad y dominio territorial a los monarcas, sustrayendo en vía fideicomisaria al juego del mercado la disponibilidad de ciertos bienes materiales, vinculados a fines de redención: bienes de Cristo, de las instituciones eclesiásticas, bienes dotales de las monjas, bienes destinados a misas y limosnas; vínculos y créditos sobre patrimonios, o incluso figuras donde acervos materiales son identificados a su vez como titulares de bienes o derechos, siguiendo el ejemplo de las piae causae de la Antigüedad tardía: figuras que se ubican entre objetividad y subjetividad, funciones o centros de imputación de relaciones jurídicas (ver en general Orestano, 1968; Stolfi, 2010, capítulo 5). La dinámica de las relaciones entre Iglesia y poderes seculares produjo gran parte de la conceptualización en materia de imputaciones jurídicas, personales o funcionales.

Rota con la gesta independentista la antigua sinfonía entre papado y monarquía, —decapitado, simbólica cuando no históricamente, el rey, sujeto-encarnación del patronato regio—, la República autodenominada neogranadina o colombiana —bajo distintas formas (centralista o confederada); sin embargo, ya emancipada, libre de tutores y patronos— necesitaba bautizarse a sí misma como sujeto de derechos, el sujeto soberano, propietario de propiedad pública. Lo hizo pronunciando las palabras de la Ley, reclamando para sí los baldíos (ley de 31 de julio 1829, artículo 1), las minas (ley de 5 de agosto 1823, autorizando el arrendamiento de las minas de propiedad nacional, artículo 1; decreto del 24 de octubre de 1829, artículo 1), las vertientes saladas y los créditos (Constitución Política para la Confederación granadina de 1858, capítulo II, artículo 6, números 2 y 3, reenviando a la ley para la ejecución de estas y otras disposiciones de la Carta —artículo 71—).

Con la ley del 10 de julio de 1824, la República había dispuesto la extinción de todos «los mayorazgos, vinculaciones i sustituciones que el dia de la promulgación de esta lei existan en Colombia existentes», para que el «actual poseedor», determinado con arreglo a las «disposiciones comunes del derecho» (artículo 5), pudiese «disponer libremente como verdadero propietario» de los bienes correspondientes (artículo 2; recogido en Recopilación granadina, tratado II, parte II, ley 7, p. 140; sobre un caso de aplicación de la ley, ver Ramírez Cleves, 2014).

La ley de 1824 liquidó los relicta pia y, con ellos, la dimensión temporal de la eternidad en el derecho, disponiendo para futuro la nulidad de toda fundación de capellanías y patronatos de legos que se hiciera «con cláusula directa o indirecta de no enajenar los bienes en que consista la fundación», permitiendo en cambio tales fundaciones cuando los bienes correspondientes pudiesen «enajenarse libremente, o traspasarse por contrato de censo» (artículos 8 y 9; Recopilación granadina, tratado II, parte II, ley 7, p. 140).

En una operación compleja de «de-sacralización», la República tomó su puesto en los mecanismos de transmisión y sucesión del ius privatum: reclamó «todos los bienes de mayorazgos, vinculaciones i sustituciones (que después del dia de la publicación de esta lei se hallaren sin legítimo poseedor)», autoproclamándose sucesora de Su Majestad en el patronato eclesiástico (ley de 28 de julio de 1824, artículo 1; véase el artículo 2: «Es un deber de la República de Colombia i su Gobierno sostener este derecho, i reclamar de la Silla Apostólica que en nada se varíe ni innove...»; en Recopilación Granadina, tratado IV, parte I, ley I, p. 243).

La supresión de los relicta pia compraba el futuro de la empresa estatal, financiaba su apuesta, convirtiéndose en caudal para las provincias y permitiendo el pago de la deuda nacional. La ejecución de la primera de las leyes citadas despertó fuertes reacciones, contra las ordenanzas de los gobiernos locales que sujetaron al régimen de rentas los réditos de las capellanías vacantes ubicadas dentro de la provincia (Cámara Provincial de Mariquita, 30 de setiembre de 1852, con exequatur de la Gobernación de Provincia, 2 de octubre de 1852: «atentado contra la propiedad» inspirado por «espíritu de socialismo i comunismo», denunció el periódico El catolicismo del primero de marzo de 1853).

La ley del 20 de abril de 1838 (orgánica del crédito nacional) destinó a la gradual amortización del capital de la deuda nacional interior, entre otros bienes, «todos y cualesquiera bienes i rentas de mayorazgos, vinculaciones y sustituciones que corresponden á la República» y todos «los bienes raíces que por testamento se hayan dehado à manos muertas despues de la publicación de la lei del 10 de julio de 1824, i que conforme à ella deben venderse en pública almoneda, pagándose sus réditos de los fondos del crédito nacional» (artículo 7,numerales 2 y 3; en Recopilación Granadina, tratado V, parte II, ley I, pp. 309-310).

La última palabra, que ratificaba extinciones, reclamaba sucesiones, y disponía expropiaciones, la pronunció Tomás Cipriano de Mosquera, Presidente provisorio de los Estados Unidos de Nueva Granada. Con Decreto del 9 de setiembre de 1861, la república reclamaba a nombre de la nación «el derecho de suceder en la posesión de los bienes a las corporaciones que dejen de existir», apelando a «principios generales de la legislación» y garantías constitucionales, «patronato universal» y «dominio inmanente» (Consideraciones, 6).

En el preámbulo al Decreto (2), se lee:

Que las corporaciones, congregaciones i sociedades anónimas no pueden poseer a perpetuidad bienes inmuebles, tanto por ser esto contrario a los principios generales de lejislacion para adquirir, como porque la Constitución de 1858 solo concede esta garantías a las personas o individuos, por los derechos que en ella misma se reconocen.

Solo se reconocería propiedad en cabeza de las nuevas subjetividades jurídicas, compatibles con el formato individual de los derechos.

En el dispositivo de la norma suena en primera persona la voz del General («Decreto»), ordenando a Presidentes, Jefes Superiores, Gobernadores de los Estados y Gobernador del Distrito federal (artículo 16) que se mande a efecto el dogma liberal de la propiedad individual-derecho subjetivo:

Artículo I. Todas las propiedades rústicas i urbanas, derechos i acciones, capitales de censos, usufructos, servidumbres u otros bienes, que tienen o administran como propietarios o que pertenezcan a las corporaciones civiles o eclesiásticas i establecimientos de educación, beneficencia o caridad, en el territorio de los Estados Unidos, se adjudican en propiedad a la Nación por el valor correspondiente a la renta neta que en la actualidad producen o pagan... (Actos oficiales del gobierno provisorio de los Estados Unidos de Colombia, 1862, pp. 336-339; para un análisis económico, véase Jaramillo & Meisel Roca, 2009).

Al sacralizar la propiedad, convirtiéndola en un derecho fundamental que solo conoce la individualidad del sujeto propietario, y al subjetivizar abstractamente el Estado, según imponía la dogmática jurídica dominante del siglo XIX, las antiguas corporaciones (los corpora del derecho intermedio) quedarían oficialmente desautorizadas de toda función de gobierno y relegadas con sus estatutos al derecho privado.

XI. SACRILEGIA EN EL SIGLO XIX

No había especialización ratione materiae de saberes y oficios a la hora de buscar e impartir justicia en el Nuevo Reino de Granada, alrededor del año 1800. Cuando la determinación del objeto jurídico se daba en un ambiente judicial, de controversia, allí concurrían las semánticas del utrumque ius; el derecho humano se debía confrontar con la categoría de sacrilegium, con la definición de «simonía», que surge del derecho divino y afecta el commercium. La naturaleza «espiritual» del objeto prevalecía sobre la misma intención del testador: a comienzos del siglo XIX, en un pleito sobre una capellanía de misas, dispuesta a mediados del siglo anterior por una mujer de la diócesis de Popayán, se disputaba si la asignación de la suma vinculada para que se dijeran misas «a razón de cuatro pesos», conferida a un sucesor lego de la testadora —pariente cercano en grado, pero al que nunca le «inclinó Yglesia, sino matrimonio»—, pudiese constituir « simonía» que permitiera invalidar el llamamiento —a pesar de tratarse de capellanía «laical» y exenta de la jurisdicción eclesiástica— (Archivo General Nacional de Colombia, Capellanías, Cauca y Antioquia, tomo único, ff. 27v., 28v., 45r.).

En el Febrero reformado, la simonía se encuentra definida siguiendo las Siete partidas (partida I, título 17, ley 1): «sacrilegio que consiste en comprar, vender, ó enagenar las cosas sagradas y espirituales, y las anexas á ellas por las profanas ó temporales» (Febrero & Gutiérrez, parte I, tomo I, capítulo I, 1802, capítulo IX, § III, 85).

Se lidiaba aquí aun con «cosas espirituales», posiblemente «incorporales» (res incorporales... quae iure consistunt: según la definición del jurista romano Gayo, Dig. 1. 8.1. 1, que incluye la herencia y las servidumbres); materia de derecho, mas no de commercium («es nula la venta de las cosas que la naturaleza, o el derecho de gentes, o las costumbres de la ciudad eximieron del comercio»: Paulo, Dig. 18.1.34.1; res divini iuris... nullius in bonis, «no están en los bienes de nadie»: Gayo, Dig. 1.8.1 pr.).

Por cosa espiritual se entiende aquello que pertenece al órden de los bienes sobrenaturales, ó está ordenado por Institución divina ó eclesiástica para la salud del alma, v.gr. las gracias gratis dadas por Dios, los sacramentos y cosas sacramentales, los divinos oficios, y oraciones públicas y privadas, los actos de jurisdicción eclesiástica, como son la absolución de pecados y censuras, la concesión y aplicación de indulgencias, la dispensa, y relaxacion de votos y juramentos, la eleccion, presentacion, nominacion, institucion, colacion e investidura de cualquier beneficio, oficio ó dignidad eclesiástica y otras cosas semejantes, las quales aunque no pueden venderse, sí conmutarse por otras iguales de propia autoridad sin cometer simonía, porque no hay prohibición divina ni eclesiástica que lo impida (Febrero & Gutiérrez, 1802, parte I, tomo I, capítulo IX, § III, 88).

Hay intercambio legítimo congruente y recíproco a nivel de la Gracia (gratiam pro gratia, Vulgata, Joan,1.16) entre cosas de la misma naturaleza. Por el contrario, es ilícito «dar lo espiritual por lo temporal», según la definición convencional de simonía (Febrero & Gutiérrez, 1802, capítulo IX, § III, 88, nota 1).

Pero también hay cosas espirituales «por anexión»: el poder de agarre del sacri-ficium es más extenso de lo que deja suponer la categoría, aparentemente estricta, de «cosa espiritual», cuyo comercio constituye «simonía»:

Por cosas anexas a las espirituales se entienden las que no son intrínsecamente espirituales y están unidas á ellas, como el derecho de patronato, los réditos y pensiones de beneficios, las primicias y diezmos, el derecho de percibirlos, el trabajo de administrar los sacramentos y celebrar las misas, los templos, altares y ornamentos sagrados, los Agnus Dei, y todas las demás cosas consagradas y benditas, las cuales no se pueden comprar, vender, ni enagenar por precio, y quien las enagena, empeña o compra, incurre en varias penas que el derecho canónico y Real le imponen; y así si interviene precio no se da por ellas sino por estipendio y limosna, pues todas tienen una relación directa con lo espiritual (Febrero & Gutiérrez, 1802, capítulo IX, § III, 89).

Considerando esta naturaleza extensiva de lo espiritual (propiamente o por anexión), no se puede permitir que la labe de simonía afecte la constitución de legados píos, en particular aquella institución ambiguamente colocada en el lindero entre jurisdicción eclesiástica y secular que es la capellanía, donde rentas de bienes raíces se destinan a celebración de misas y oficios piadosos en una determinada capilla o altar, con nombramiento y mantenimiento de un capellán para el sagrado ministerio (Febrero & Gutiérrez, 1802, tomo II, parte I, capítulo VIII, § final). La voluntad del testador asegura bienes espirituales, res incorporales (capellanía como oficio e institución; salus animae como causa; misas y sacramentos, alimentum de las almas de los difuntos, como objeto de la disposición piadosa).

En un juicio que se celebra al tenor de «ambos derechos» (así en los documentos del pleito neogranadino que tomamos como ejemplo, f. 47v.), se puede imaginar que la naturaleza del objeto de la disposición (celebración del sacrificium, o sea de la misa) se comunique por anexión al bien afectado (la tierra, el patrimonio), tal como lo enseñan los tratados de derecho eclesiástico.

Estamos frente a una institución que no pertenece, debido a su objeto, a los estrictos temporalia: por lo tanto, a pesar de poderse instituir capellanías para deferirse a manera de mayorazgo (en cuanto a la identificación, según linaje, primogenitura y género, de los sucesores en la obligación perpetua), no se pueden confundir, simplemente por el gravamen que imponen, las dos figuras: el relictum pium es distinto de la disposición del patrimonio para conservación de prerrogativas familiares (siendo el mayorazgo «relictum ...magis honoris et memoriae, quam pium», Pérez de Lara, 1608, 1, 14, 16).

La naturaleza de la cosa determina eventualmente su immunitas y su fuero.

En este mecanismo de transmisión, se atiende, además que a la naturaleza del bien —espiritualizado por anexión—, a la voluntad del testador, cuya observancia es asunto perteneciente a la religio, piedad para con los difuntos, en el lenguaje de los antiguos jurisconsultos (Berardi, 1791, p. 340). La maior utilitas del destino a otra obra distinta a la dispuesta, incluso cuando sea pía, no justifica modificar las disposiciones del testador. La voluntas del disponente es la medida de la utilitas (Clementina quantumque pia, en Pérez de Lara, 1608, 1, 14, 11); modificarla contraviene a la aequitas naturalis (1608, 1, 14, 3).

Como lo denota la terminología del utrumque ius en materia de relicta pia, la interpretación y ejecución de la voluntas del testador debe abrirse a consideraciones de naturaleza oiko-nómica: el damnum animabus, de no ejecutarse la disposición; el mérito ex opere operato que se consigue por la celebración de los sacrificia (las misas); el beneficio para las almas que se revierte en beneficio (mérito) del disponente o del orante, y como tal se tesauriza ante Dios para el momento final del redde rationes (véase Pérez de Lara, 1608, 1, 1).

En la segunda mitad del siglo XIX, en una Nueva Granada republicana, se consumaría el máximo sacrilegio. Una vez constitucionalizada la propiedad individual (Constitución de la Confederación granadina, 1858, artículo 56, numeral 3), y liquidada la propiedad de los entes eclesiásticos (decreto del 9 de setiembre de 1861), ya satisfechas las proclamas revolucionarias que sacralizaban el dominio particular (la propiedad derecho sagrado e inviolable), la preocupación principal de los gobiernos concierne a la política económica.

Al comentar el decreto republicano de 1861 sobre la desamortización de bienes de manos muertas, el liberal neogranadino Salvador Camacho Roldán discrimina netamente entre los munera respectivos de hombres de Estado, canonistas y teólogos (1892, pp. 144-145). Significativamente, Camacho no define el munus del jurista laico, sino que deja al canonista —es decir, al intérprete del derecho propio de aquella gran corporación con pretensiones de universalidad que es la Iglesia católica— la definición en punto de derecho del problema de la propiedad eclesiástica y de su compatibilidad con la libertad de la Iglesia respecto al gobierno civil. Esto supone una teoría de la propiedad eclesiástica iuxta propria principia, que no se comunica con el derecho estatal.

El enfrentamiento por el gobierno de los hombres, se define claramente en 1864: con la encíclica Quanta cura, el papa Pío IX condena a los «innovadores», quienes «no se avergüenzan de afirmar que sea conforme con la sagrada teología y los principios del derecho público el atribuir y reivindicar al gobierno civil la propiedad de los bienes poseídos por las Iglesias, las familias religiosas y los demás lugares píos» (cursivas añadidas). Esta afirmación se repite en el anexo Syllabus seu collectio errorum modernorum (proposición 53), al final del cual, a manera de cierre, encontramos la siguiente proposición: es uno de los «errores de los modernos» el creer que «el Pontífice romano puede y debe reconciliarse con el progreso, el liberalismo y la civilización moderna».

El Syllabus es la declaración de la irreconciliabilidad de la doctrina católica en tema de publica utilitas con el monismo secular del Estado liberal.

A la derrota de la Iglesia a manos del legalismo estatal desamortizador, corresponde en el pensamiento jurídico la derrota de la idea antigua de derecho público, la cual incluye el ius sacrum (Ulpiano, Dig.1.1.1.2: publicum ius in sacris, in sacerdotibus, in magistratibus consistit). La salus animarum, ubicada en una precisa posición del derecho, sale del dominio de la ley, y los objetos de interés jurídico a ella vinculados (tierras, personas, patrimonios) se desplazan a la esfera del derecho privado y de la legislación civil.

A finales del siglo XIX, la historiografía liberal de matriz hegeliana declararía sin cuestionamientos la irrelevancia del antiguo ius publicum, reemplazado por el voluntarismo laicizado del Staatsrecht (Populus ist der Staat, es la afirmación contundente que anuncia la aplicación de la mensura liberal a la interpretación de la historia romana en la obra de Theodor Mommsen).

XII. «SUCESIONES» Y «TRADICIONES»: LA TIERRA Y EL DERECHO EN LA TRANSICIÓN DEL ANTIGUO RÉGIMEN A LAS REPÚBLICAS INDEPENDIENTES

En la década de 1940, la Corte Suprema de Colombia, frente a la necesidad de revisar los títulos de explotación del suelo de Tolima, alegados por la Texas Petroleum Company, se vio obligada a una reflexión histórica sobre la validez de los mecanismos de transmisión del dominio entre el antiguo régimen y la República independiente. Las conclusiones de este razonamiento, a favor de la compañía petrolera, se plasmaron en el texto de la sentencia, cuya primera parte es una verdadera historia legal de la tierra en Colombia (Sentencia de la Corte Suprema del 5 de agosto de 1942).

Aclara la Corte:

para juzgar con acierto respecto a pretensiones particulares a la propiedad del subsuelo petrolífero es necesario, cuando ella se remonta a épocas anteriores a la República, tener en cuenta las reglas de derecho que ordenaban la adquisición y conservación de tierras durante la época colonial en los dominios españoles de América. Porque en la labor que corresponde al juez que ha de fallar sobre cuestiones jurídicas en que influyen las normas de esa legislación antigua, es muy claro que no podrá decidirse sobre los derechos que se reclaman, sin poner a la vista los preceptos correspondientes, que pudieron dar nacimiento a situaciones de derecho merecedoras de respeto en el actual momento histórico, por los efectos que jurídicamente produjeron (p. 809).

El terminus ante quem asumido en el razonamiento de la Corte es la ley republicana del 11 de octubre de 1821 sobre baldíos, la cual, al mismo tiempo en que declaraba abolido el sistema de la«composición» para la asignación de tierras, conservaba el derecho anterior para no vulnerar derechos adquiridos y expectativas presentes, y exigía que los poseedores exhibiesen sus títulos de propiedad, cuya validez se valoraría al tenor de la legislación colonial (Sentencia de la Corte Suprema de 5 de agosto de 1942, p. 791).

Los juzgadores de la Nación del siglo XX estuvieron compelidos a un ejercicio de reflexión sobre los mecanismos de transmisión de una tierra, la tierra del país, que llegaba de otro tiempo. Para exigencias probatorias, se desentrañaron los regímenes coloniales de la posesión inmemorial y de la justa prescripción de baldíos; se verificó, en reversa, la solidez de la cadena de sucesivos causahabientes, entre provisiones de cabildos, testamentos, capellanías, ventas y actos de partición material, entre explotación económica y actuaciones ante la autoridad, hasta el primer acto que se pudiera considerar como «título originario del Estado» (p. 931).

En cuestiones de dominio, la titularidad del derecho se basa en una sucesión: sucesión de normas en el tiempo, sucesión de dominios, de reglas, de poder de crear derecho. Sucesión en lo político (de la república respecto a la monarquía en un mismo «Estado», y de la forma-monarquía respecto a las formas comunitarias ancestrales); sucesión de individuos o pueblos en un dominio particular, en el marco de las exigencias de la prueba de la propiedad que se lleva a cabo reconstruyendo una cadena de actos de entrega, técnicamente «tradición», entre detentadores sucesivos, hasta remontarse al primer adquirente y al título (res hostis, provisión, concesión, «merced», prescripción) que determinara la salida de la tierra de la propiedad originaria, de la naturaleza o «del soberano» (de la república, del monarca, de los pueblos), para ingresar a un patrimonio particular. Traditio como «tradición», transmisión de cosas, dispositivos, procesos.

XIII. SECULARIZACIÓN Y REPRESENTACIÓN. PERSPECTIVAS ACTUALES

Se ha dicho, filosóficamente, que hay un déficit de «representación» mientras el Estado no pruebe su capacidad de «representar la conciencia» (Marramao, 1989, p. 68). Históricamente, en la agonía del antiguo régimen, no habría modernidad mientras no se modificaran los vínculos de lealtad (al papa, al rey, al cuerpo político soberano). Construir la propiedad, creando los propietarios, significó construir nuevas lealtades.

La empresa neutralizadora, de-sacralizadora, del Estado liberal naciente de las revoluciones se concentró sobre la tierra, el objeto económico, pignus por excelencia, esencial para fijar el orden, interviniendo los procesos de transmisión y sucesión inscritos en las secuencias del ius. Sin embargo, como lo vimos, los antiguos dispositivos de transmisión del ius commune y del antiguo régimen, elaborados entre dos derechos, o dos pensamientos (público y privado, sacro y profano, ley y uso), permanecieron dentro del sistema de justicia, conservando validez a través de las transformaciones políticas y la sucesión de gobiernos, y volvieron a ser proferidos en la iuris-dictio (supra, sección XII).

En el preludio al siglo de la técnica, Marx había razonado sobre la ilusión ilustrada del «progreso», o la creencia de que en un mundo gobernado por las relaciones económicas se perdería la «abstracción religiosa». Marx vio una supervivencia de esta abstracción en el «fetichismo de la mercancía», «llena de sutileza metafísica y entresijos teológicos», «sensiblemente suprasensible». En la visión de Marx, la mercancía, como realidad inconsciente que ilustra la relación absolutamente abstracta entre trabajo humano y valor (social) en el capitalismo, encuentra un parecido solamente en la religión (El capital, I, capítulo I, 4; véase Jappe, en Marx, 2014); fantasmagoría que nos introduce a un nuevo misticismo, etimológicamente «silencio» (de la raíz griega my-, común con mýein, «cerrar ojos y boca», «iniciar en los misterios»). En este caso, silencio que calla y encubre el verdadero carácter de las relaciones sociales.

La historia de los objetos económicos entre sacro y profano, donde la mistificación (mística de la salvación, mística del Estado, del progreso) cubre la verdadera realidad de las relaciones sociales no pertenece del todo a un pasado irrelevante. Sin duda, los objetos económicos evolucionan y nuevas prioridades impulsan a diferenciarlos entre los dominios del derecho. Como se ha dicho, no pueden ser «neutros» ni in-diferentes.

Se ha presentado la necesidad de identificar nuevos «objetos territoriales legales» que es preciso definir y aislar conceptualmente, en aras de dedicarles atención política específica (según una terminología adoptada desde 1998 por la FIG —Fédération Internationale de Géomètres— en el modelo de catastro multipropósito elaborado en el documento Catastro 2014, y ya entrada en la legislación argentina —Ley Nacional de Catastro 26.209 de 2007—; para Colombia, véase el documento «Conceptualización y especificaciones para la operación del catastro multipropósito», V.2.1.1., en el marco de la competencia del Instituto Geográfico Agustín Codazzi, dispuesta por el artículo 104 de la ley 1753 de 2015 de la República de Colombia, Plan Nacional de Desarrollo 2014-2018).

En la urgencia dramática del posconflicto en Colombia, reviven antiguas prácticas de reconocimiento de lugares viejas unidades de medida, reglas y códigos premodernos, junto con las más actuales técnicas de observación, análisis y planeación del espacio. Con ello, se busca lograr la identificación de ambientes y territorios con los correspondientes derechos: en la práctica judicial, en los inventarios administrativos; contra la codicia, para la restitución.

Emerge una «subjetivización» jurídica de territorios o elementos naturales, como técnica jurisprudencial para asegurar la más completa protección jurídica del medioambiente y sus habitantes (el río Atrato y la Amazonía como sujetos de derechos, en la sentencia de la Corte Constitucional colombiana T-622 del 12 de noviembre 2016 y en la sentencia de la Corte Suprema de Justicia 4360 del 5 de abril de 2018, respectivamente).

Conciliar realidad física y realidad jurídica de la tierra es oikonomía, un saber prescriptivo, gobierno en un sentido «alto», que no atiende exclusivamente a la potencialidad del provecho; en su esencia, tarea política (no necesariamente «de» la política). Un Estado que renuncie a tomar las riendas de las relaciones económicas abdica a toda pretensión de «representación» (en el sentido mencionado) y se autocondena a la neutralidad de lo «impolítico».

XIV. CONCLUSIONES

Aprovechando el carácter ejemplar de un objeto particular (una institución del derecho vigente en América hispana que vincula tierras y patrimonios con destinos de salvación del alma) —objeto que, además, sintetizaba todos los elementos necesarios para una construcción orgánica del discurso—, se ha intentado describir un proceso bien conocido, la secularización, presentada aquí esquemáticamente como antítesis de arquetipos culturales, políticos y sociales (sacro-profano, Iglesia-Estado, ius-ley) .

En la capellanía como institución jurídica del antiguo régimen se hace evidente una potencia de diferenciación cualitativa de las cosas —los bienes— que resulta en la sustracción al commercium y deriva de un concepto de utilitas publica (salus animae), la cual prevalece sobre la utilidad particular reflejada en la plenitud exclusiva de la propiedad privada.

La problemática de los bienes «espirituales» o «espiritualizados», dentro del marco de las doctrinas jurídicas (romano-canónicas) influyentes en las prácticas judiciales de América hispana, permite explorar tensiones profundas entre distintas concepciones del derecho y su relación con el bien común, en un momento histórico en el cual un pensamiento integral de la existencia humana, que en el antiguo régimen se desarrolla y se comprende, en primer lugar, en el nivel de pertenencia a corporaciones (familiares, vecinales, culturales), entra en contradicción con la incipiente abstracción de las categorías y los estatus (personalidad jurídica), y con la legislación reformista, general y uniformante, que pretenden desplegarse libremente por fuera de las geometrías conceptuales jurídico-religiosas heredadas del orden medieval. La antigua semántica jurídica del sacrum se enfrenta con nuevas prioridades sociales que se irradian desde nuevos centros de interés, en el preludio al siglo liberal.

Las cuestiones del destino, la función y la propiedad de la tierra, intervenida por instituciones de vinculación a instancias espirituales, transmitida en formas simbólicas o consuetudinarias, se revela en toda su criticidad en la transición a la modernidad, donde un Estado-sujeto de derecho asume la función de impulsar el progreso, donde la economía, constituida en saber autónomo, suple criterios de gobierno; donde se requiere monopolizar la producción del orden mediante la ley y fortalecer la idea y la figura del sujeto propietario, tanto en función de legitimación política como de progreso económico y recaudo fiscal.

La iurisdictio, que se determina ratione materiae, es un campo de tensión donde dos grandes institucionalidades se disputan el gobierno de los hombres. El oficio del monarca, consistente en «proporcionar justicia a sus leales vasallos», heredado del ideario político medieval, se va transvalorando en una nueva idea, abstracta y «ética», de función del «Estado». El Estado, por su parte, encuentra el obstáculo de la conciencia, la cual dirige la conducta social, e incluso la actividad jurídica, de los asociados hacia un espacio de trascendencia que corresponde al dominio jurídico de la Iglesia.

El juicio moral sobre la propiedad, relacionada en el primer cristianismo con el pecado y ennoblecida solamente por la espiritualización a través del don y de la Gracia, está por dejar paso a una distinta connotación, la liberal decimonónica. Esta última entrega a los propietarios las riendas de las repúblicas, los cargos políticos y el sufragio. Ideas que se remontan a Roma —como la de la unidad de derecho público y derecho sacro, el carácter confesional de los títulos de propiedad, la relación entre propiedad (derecho humano) y caída del hombre, la vinculación entre derecho y redención— deben ceder ante la racionalización y la mundanización de las instituciones y del pensamiento. Las monumentales operaciones ideológicas de la historiografía y de la legislación en la transición del antiguo régimen a las repúblicas independientes en los territorios de la monarquía católica no dejan de obedecer a cierto voluntarismo que choca contra la resistencia viva del pensamiento y de las prácticas de gobierno, entre las cuales se debe incluir la iurisdictio, como gobierno de conflictos interindividuales y sociales, donde una larga tradición de la interpretatio se resiste a conformarse con el más reciente dictamen del legislador; y también se deben incluir las actuaciones de corporaciones autónomas (cabildos y pueblos) que defienden espacios (propios y arbitrios), derechos y prerrogativas invocando ciertas utilidades las cuales eluden la contingencia de los objetivos políticos generales propios de la fase de consolidación del Estado nación.

Históricamente, la legitimidad del poder y la autoridad en las distintas formas políticas han dependido de la capacidad de la misma forma política de interpretar, justificar y proteger el dominio, particularmente sobre la tierra (propiedad de los particulares o territorio de la comunidad, receptaculum de significados, a la vez que fundadora de valores y convivencia). La historia hispanoamericana de la propiedad, observada en el prisma de la legislación y la jurisprudencia neogranadinas, muestra cómo los procesos (legislativos y judiciales) de determinación de los títulos de propiedad (y potestad) corren el riesgo de fracasar si no guardan coherencia con antiguos mecanismos de transmisión entre individuos, pueblos y soberanías —mecanismos que la misma jurisdicción del Estado en el siglo XIX no consideró privados de validez simplemente por la transformación de las formas políticas—. La ley como palabra transformadora y apropiación voluntarista no logra romper el cotinuum de los mecanismos de transmisión.

En pleno siglo XX, los jueces fundaron una decisión judicial en torno a la propiedad de tierras sobre la reconstrucción sin vacíos de una larga historia de traspasos (de legitimidad y de dominio) que tuvo su comienzo con la llegada del derecho de Castilla, forjado en el ambiente jurídico del ius commune. Incluso si los juzgadores creyeron estar razonando al amparo de una ley «estatal» que regulaba la sucesión política de la república respecto a la monarquía, lo cierto es que admitieron implícitamente la vigencia de ciertos principios y reglas de un ius (racional y por lo tanto aceptable) que había sobrevivido más allá de la trayectoria histórica del pueblo que lo creó.

Esta historia, una historia de Europa, una historia de América, enseña que la pretensión de homogeneizar el mundo para racionalizar la producción de riqueza, de cultura o de derecho es incongruente con el espíritu humano y la creación de lazos sociales. La derrota histórica de la Iglesia como instancia espiritual del derecho y del gobierno no significa que las épocas posteriores hayan sabido renunciar a sus propias sacralizaciones, las cuales simplemente se han identificado cada vez con los nuevos centros de interés de la vida asociada en cada determinado momento histórico (fetichismo de la mercancía en el capitalismo; sacralidad e inviolabilidad de los derechos individuales; fe en la técnica y en la tecnología).

El auténtico nihilismo parece ser empresa de titanes rebeldes, demasiado solitaria como para lograr involucrar exitosamente a una entera sociedad; más exactamente, como para congregar un consenso capaz de crear lazos sociales.

Los gobernantes de la actualidad se encuentran frente a resistencias de grupos y exigencias de justicia que se oponen a la explotación o comercialización de ciertas partes del territorio, consideradas como dotadas de caracteres propios, de origen histórico, natural o cultural. El reconocimiento de la qualitas de los lugares, o de los cuerpos, físicos o sociales, descubre el engaño de la pretendida neutralidad del precepto y del objeto. La neutralidad es impolítica. Gobernar sin tener en cuenta la diferencia es renunciar a la política.

 

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1 El recurso a estas figuras jurídicas en el antiguo régimen hispano, en las estrategias patrimoniales familiares, a efectos de perpetuación de status por medio del control y afianzamiento de vínculos de parentesco y linajes, ha sido analizado a profundidad en varios estudios, que han considerado principalmente, aunque no exclusivamente, la realidad peninsular (para la América hispana, remito en general a los trabajos de María Eugenia Horvitz y de Gisela von Wobeser; sobre la experiencia neogranadina véase Colmenares (1975) y Rodríguez González (1999); con enfoque de institucionalidad plurifuncional, Toquica (2008); en perspectiva regional, Santos Torres (2012); bibliografía en Castro Pérez, Calvo Cruz y Granado Suárez (2007).

2 Las distintas figuras de vínculos eclesiásticos, de tipo personal o patrimonial, producen beneficios sociales, teniendo que ver, por ejemplo, con la transmisión de la memoria de la familia y su prestigio (como en el caso de los patronatos de legos), o procurando ascenso y visibilidad social a mujeres (quienes gracias a disposiciones dotales de última voluntad logran casamiento y estatus) o a grupos de naturales o de afrodescendientes, libres o esclavos (mediante sacerdocio u recepción de legados píos o a través de la participación en cofradías: Rodríguez González (1999), Iglesias Saldaña (2006), Masferrer León (2011). Gruzinski define el «santo» como «capital simbólico tanto como capital social», además de «instrumento de una reinterpretación del cristianismo y embrión de una reorganización de la realidad indígena» (2013, p. 261).

3 Grocio rescata la figura del votum pagano como paradigma de «promesa perfecta» (De iure belli ac pacis, en la traducción de Barbeyrac Droit de la guerre et de la paix, 1759, II, XI, IV, 2). La misma noción vuelve en la obra de Hobbes, cuya antropología política brutalmente secular, sin embargo, es incompatible con toda posibilidad de un «pacto con Dios», excluido del horizonte humano tanto histórica como filosóficamente (Leviatán, XIV y XVIII, en Hobbes, 2005; véase Cellurale, 2014, p. 113).

4 Según la doctrina eclesiástica de la solidaridad y comunicación de dones espirituales entre vivos y difuntos, presente desde el siglo IV en Nicetas de Remesiana: Instructio ad competentes 5, 3, 23 [Explanatio Symboli, 10]: Patrología Latina 52, 871; ver Catecismo de la Iglesia Católica, sección I, parte II, capítulo III, artículo 9, parágrafo 5).

5 Ley 11, título 8; ley 4, que transcribe la ley 2, título 27, del Ordenamiento de Alcalá y una disposición de Felipe II de 1566. Véase el Teatro de la legislación universal de España é Indias de Antonio Javier Pérez y López (1792, XXIV, pp. 4-5).

6 Esta postura moderada y conservadora de situaciones creadas ab antiquo por los usos se recomienda en la jurisdicción sobre tierras en el siglo XVIII, por instrucción legislativa, particularmente en favor de los «Indios». Así, en la «Real instrucción ordenando nuevas disposiciones sobre mercedes, ventas y composiciones de bienes realengos, sitios y baldíos», dada en El Escorial (15 de octubre de 1754) —en su capítulo 2 acerca del «Orden que se ha de observar en estos juicios para no agravar a los indios», Su Majestad invita a los jueces y ministros en quienes quede subdelegada la jurisdicción a que procedan con «suavidad, templanza y moderación con procesos verbales y no judiciales» (De Solano, 1991, pp. 449 y ss.).

 

Recibido: 15/01/2019

Aprobado: 07/04/2019

 

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