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Derecho PUCP

versão impressa ISSN 0251-3420

Derecho  no.83 Lima jul./dic. 2019

http://dx.doi.org/10.18800/derechopucp.201902.012 

MISCELÁNEA

 

Violencia contra las mujeres, migración y multiculturalidad en Europa*

Violence against Women, Migration and Multiculturality in Europe

 

Paola Parolari **

Università degli Studi di Brescia – Italia

** Doctora en Derechos Humanos (Università degli Studi di Palermo, Italia). Investigadora (RTD A) en Filosofía del Derecho (Università degli Studi di Brescia, Italia). Código ORCID: 0000-0002-4277-1415. Correo electrónico: paola.parolari@unibs.it.

 


RESUMEN

A partir de un análisis crítico del Convenio del Consejo de Europa sobre Prevención y Lucha contra la Violencia contra las Mujeres y Violencia Doméstica (Convenio de Estambul), el articulo aborda la cuestión de la violencia contra las mujeres en dos aspectos. Por una parte, subraya el carácter estructural y (trans)cultural de la violencia contra las mujeres como problema social y político difundido en todo el mundo. Por otro lado, se enfoca en la cuestión especifica de la violencia contra las mujeres en los contextos multiculturales de los países europeos que son destino de flujos migratorios, haciendo un llamado a la pertinencia de una investigación más profunda sobre las medidas que, más allá del estricto ámbito del derecho penal, puedan revelarse más idóneas para garantizar los derechos de las mujeres pertenecientes a minorías culturales.

Palabras clave: violencia contra las mujeres, derechos fundamentales, migración, cultura, Convenio de Estambul.

 


ABSTRACT

Starting from a critical analysis of The Council of Europe Convention on Preventing and Combating Violence against Women and Domestic Violence (Istanbul Convention), the article deals with the issue of violence against women in two respects. In particular, on the one hand, it underlines the structural and (trans)cultural character of violence against women as a worldwide social and political problem. On the other, it focuses on the specific issue of violence against women in the multicultural contexts of European immigration countries, calling for a deeper investigation on the best instruments (beyond criminal law only) to grant the protection of the rights of women belonging to cultural minorities.

Key words: violence against women, fundamental rights, migration, culture, Istanbul Convention.

 


I. INTRODUCCIÓN

La exigencia de garantizar a las mujeres una tutela efectiva de sus derechos fundamentales es, desde hace tiempo, objeto de atención por parte del derecho internacional. En particular, la aprobación de la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW), en 1979, representó una primera respuesta específica al problema de la discriminación contra las mujeres ——que seguía siendo difuso, no obstante que el principio de igualdad entre hombres y mujeres había sido explícitamente establecido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, así como en numerosos pactos internacionales sucesivos en torno a los derechos fundamentales1—. De igual forma, la reafirmación de los derechos fundamentales con especial referencia a la condición de la mujer ha tenido importantes formulaciones también a nivel regional, como testimonian, por ejemplo, la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer de 1994; el Protocolo a la Carta Africana de Derechos Humanos y de los Pueblossobre los Derechos de la Mujer en África, conocido como Protocolo de Maputo, de 2003; y, más recientemente, el Convenio del Consejo de Europa sobre Prevención y Lucha contra la Violencia contra las Mujeres y la Violencia Doméstica de 2011, conocido más sintéticamente como Convenio de Estambul2.

No obstante esto, la discriminación contra las mujeres constituye un problema más actual que nunca, tanto más difícil de combatir cuanto más profundas son sus raíces culturales, sin importar las formas que la misma puede asumir en culturas diferentes. En particular, muchísimas mujeres son aún hoy víctimas de violencia, cotidianamente, en todo el mundo. Sin embrago, en las sociedades que se dicen más progresistas se quiere creer que la violencia contra las mujeres es un problema que se ubica ya en el pasado, olvidando, entre otras cosas, el tan poco tiempo que ha transcurrido desde que graves formas de discriminación contra las mujeres eran instituidas oficialmente por el ordenamiento jurídico nacional3. Además, también cuando se discute el problema (a menudo en relación con episodios trágicos que llaman la atención de la crónica), parece irresistible para muchos la tentación de minimizarlo, relegándolo a la esfera de la desviación de individuos particulares o a la naturaleza patológica de la relación al interior de la cual se ha presentado la violencia, cuando no se incurre, incluso, en una más o menos explícita culpabilización de las víctimas. Igualmente irresistible parece, para muchos, cuando se habla de violencia contra las mujeres, fijar la atención exclusivamente en los «otros», esto es, en quienes pertenecen a sociedades, culturas, religiones (en general, rigurosamente «no occidentales») que, se denuncia, mantienen aún una estructura profundamente patriarcal4.

En este contexto, el Convenio de Estambul representa un momento importante de toma de conciencia política y jurídica de las profundas raíces culturales de la violencia contra las mujeres, como problema grave y difuso, no solo en las «otras» culturas, sino también en los países europeos. Es significativo, en este sentido, que el Reporte Explicativo del Convenio (p. 1) comience afirmando perentoriamente que «[l]a violencia contra las mujeres, incluida la violencia doméstica, es una de las más graves formas de violación de los derechos humanos basada en el género en Europa y permanece aún en el silencio».

Al mismo tiempo, sin embargo, el Convenio toma en cuenta también el modo en el cual, en los últimos años, los flujos migratorios entrantes han transformado las sociedades de muchos Estados europeos. Así, por un lado, pone especial atención a los términos en los que las normas contenidas en él deben ser aplicadas en el caso de que las víctimas, o los autores de la violencia, no son ciudadanos de los Estados europeos en los que residen y, por otro lado, se concentra en algunas específicas formas de violencia contra las mujeres con las cuales estos Estados pueden tener la necesidad de lidiar en razón del carácter cada vez más multicultural de sus sociedades.

Un análisis crítico del Convenio de Estambul ofrece, por tanto, un óptimo punto de partida para discutir tanto, en términos generales, las raíces culturales de la violencia contra las mujeres como, más específicamente, los términos en los cuales este fenómeno puede (y debe) ser afrontado en las sociedades multiculturales. En este sentido, se evidenciará, en primer lugar, la contribución del Convenio al denunciar y contrastar el carácter estructural de la discriminación basada en el género como problema social y político (II). Se pondrán en evidencia, en segundo lugar, los méritos del Convenio en relación con el establecimiento de mecanismos específicos de tutela y de protección de las mujeres migrantes (III). Se someterán a análisis, además, los términos en los cuales, con la intención de tener en cuenta los caracteres cada vez más multiculturales de las sociedades de muchos Estados europeos, el Convenio afronta el problema de prácticas como las de mutilación de genitales femeninos o matrimonios, abortos y esterilizaciones forzados, poniendo en evidencia algunos posibles problemas vinculados a la decisión de recurrir al derecho penal (IV). Precisamente partiendo de estos últimos aspectos críticos, se discutirán, finalmente, algunas cuestiones controvertidas en relación con las formas de intervención más idóneas para garantizar la tutela de los derechos de las mujeres en las sociedades multiculturales; cuestiones que no solo confrontan, desde hace décadas, a algunos autores del multiculturalismo y algunas estudiosas del feminismo, sino que, a menudo, son objeto de desacuerdo también al interior de la misma literatura de impronta feminista (V-VI).

II. EL CONCEPTO DE GÉNERO Y LA VIOLENCIA CONTRA LAS MUJERES COMO CUESTIÓN SOCIAL ESTRUCTURAL

A partir de los años setenta del siglo XX, un número creciente de estudiosas de inspiración feminista han empezado a emplear el concepto de género5 como instrumento analítico para «poner en discusión el fundamento "natural" de muchas construcciones sociales e institucionales» (Spinelli, 2008, p. 23) y refutar la idea de que las desigualdades entre hombres y mujeres son una consecuencia inevitable de sus (pretendidas) diferencias6. En particular, esas reflexiones quieren, en primer lugar, llamar la atención sobre el hecho de que los roles de género en los que se basan muchas formas de discriminación contra las mujeres no son expresión de una no bien precisada «naturaleza» de los hombres y de las mujeres, inescindiblemente vinculada a las bases biológicas y fisiológicas de la diferencia sexual, sino que son el producto cultural del patriarcado7. Esos roles son alimentados y fortalecidos constantemente por estereotipos normativos dotados de un poder constitutivo que, funcionando como normas sociales de conducta, producen, en última instancia, las mismas identidades de género que pretenden presuponer (Arena, 2016; Parolari, 2019b). Además, en segundo lugar, las reflexiones feministas sobre el concepto de género apuntan a evidenciar el carácter estructural y penetrante de la discriminación contra las mujeres, para hacer visible el «continuum de violencia» (Kelly, 1988) del que ellas son víctimas en razón de conductas opresivas que pueden asumir, tanto al interior como al exterior de los límites domésticos, formas e intensidades diferentes.

Concentrándose precisamente en la «violencia contra las mujeres por razones de género»8 —entendida como «violencia contra una mujer porque es una mujer o que afecte a las mujeres de manera desproporcionada» (artículo 3, inciso d)9—, el Convenio de Estambul hace suya esta sensibilidad bajo muchos perfiles10.

En particular, bajo el perfil de las raíces culturales de la violencia contra las mujeres, es significativo que el artículo 3, inciso c, defina el género como el conjunto de «papeles, comportamientos, actividades y atribuciones socialmente construidos que una sociedad concreta considera propios de mujeres o de hombres»11.

Coherentemente, el Convenio define un modelo integral de lucha contra la violencia contra las mujeres (y contra la violencia doméstica) que impone a los Estados la adopción de reformas jurídicas y de medidas políticas destinadas a la promoción de cambios profundos en la mentalidad y en las costumbres de los hombres y, también, de las mujeres. Se trata de un modelo en el cual el derecho penal no es el único instrumento, ni el más importante: de hecho, la determinación de específicos tipos de delitos y de instrumentos judiciales dirigidos a su punición es precedida por la previsión amplia y puntual de una pluralidad de medidas dirigidas, por un lado, a la protección de las víctimas y a su apoyo12 y, por otro, a la educación y sensibilización de todos los miembros de la sociedad. En particular, son precisamente la educación y la sensibilización el núcleo de las medidas de prevención de la violencia. Su propósito es promover los necesarios

cambios en los modos de comportamiento socioculturales de las mujeres y los hombres con vistas a erradicar los prejuicios, costumbres, tradiciones y cualquier otra práctica basada en la idea de la inferioridad de la mujer o en un papel estereotipado de las mujeres y los hombres (artículo 12.1)13.

Además, bajo el perfil del carácter estructural y penetrante de la discriminación de género, es significativo que el Convenio defina la violencia contra las mujeres como «una violación de los derechos humanos y una forma de discriminación contra las mujeres» que incluye

todos los actos de violencia basados en el género que implican o pueden implicar para las mujeres daños o sufrimientos de naturaleza física, sexual, psicológica o económica, incluidas las amenazas de realizar dichos actos, la coacción o la privación arbitraria de la libertad, en la vida pública o privada (artículo 3, inciso a; las cursivas son mías).

Digna de destacar, en particular, es la atención puesta en los aspectos psicológicos y económicos de la violencia, los cuales, si bien de un modo menos manifiesto que los actos de violencia física y sexual, cumplen en realidad un rol fundamental en la preservación de las condiciones de opresión y de subordinación de las mujeres. Particularmente relevante, en torno al aspecto psicológico, es la equiparación entre los actos de violencia y la amenaza de efectuarlos. Pero, sobre todo, parece importante e innovadora la explícita atención al aspecto económico que, en cambio, es a menudo ignorado o minusvalorado en los discursos sobre la violencia de género14. De hecho, desde siempre, la falta de independencia económica constituye uno de los principales obstáculos a la posibilidad de las mujeres de liberarse de las condiciones familiares y sociales en las cuales hay violencia contra ellas. Desde esta perspectiva, es importante que los instrumentos de apoyo a las víctimas previstos por el Convenio incluyan «la asistencia financiera, los servicios de alojamiento, la educación, la formación y la asistencia en materia de búsqueda de empleo» (artículo 20). Y también es importante que, entre las obligaciones generales de los Estados dirigidas a la prevención de la violencia, esté comprendida la de «promover programas y actividades para la autonomía de la mujer» (artículo 12.6)15.

La decisión de combatir la violencia contra las mujeres reconociendo sus raíces sociales y, por tanto, culturales, es importante al menos por dos razones. La primera es que permite no seguir considerando la violencia contra las mujeres como una «cuestión privada», sino como un problema político. La segunda es que deslegitima las tentativas de circunscribir el fenómeno al ámbito de las desviaciones o de la patología de aquellos que realizan actos de violencia, haciendo surgir la conexión estructural entre discriminación y violencia al interior de un modelo social en el cual la construcción de los roles de género responde a lógicas de poder asimétrico.

Además, la decisión de combatir la violencia contra las mujeres a partir de sus raíces culturales tiene la implicación muy importante de evitar que se pueda apelar a «la cultura, las costumbres, la religión, la tradición o el supuesto "honor"» para justificar los actos de violencia que se encuadran en el campo de aplicación del Convenio (artículo 12.5). No tendría ningún sentido, de hecho, esforzarse por erradicar la mentalidad sexista y discriminatoria que alimenta la violencia contra las mujeres y, al mismo tiempo, justificar los específicos actos de violencia cometidos sobre la base de esta mentalidad. Desde esta perspectiva, el Convenio excluye que justificaciones de este tipo puedan tener relevancia en el ámbito penal, puntualizando que son inadmisibles, «en especial, las alegaciones según las cuales la víctima habría transgredido las normas o costumbres culturales, religiosas, sociales o tradicionales relativas a un comportamiento apropiado» (artículo 42.1).

Así, el Convenio parece establecer expresamente la inadmisibilidad de aquella que en la literatura especializada es conocida como «defensa cultural» (cultural defense)16. Sin embargo, al hacer de la irrelevancia de las justificaciones culturales un principio de carácter general17, ofrece, quizá más allá de sus propias intenciones18, una clave de lectura que abre la posibilidad de redimensionar el valor simbólico (e ideológico) de la defensa cultural que, en los últimos años, ha sido una de las cuestiones más controvertidas en el ámbito del debate sobre el multiculturalismo. De hecho, en el contexto de una lucha contra las raíces culturales de la violencia contra las mujeres, como la promovida por el Convenio, el recurso a argumentos de carácter cultural para justificar actos, comportamientos o prácticas (penalmente) ilícitas no es más (si alguna vez lo fue) una cuestión que pueda ser discutida con referencia exclusiva a las minorías.

III. VIOLENCIA CONTRA LAS MUJERES Y MIGRACIONES

Como se ha anticipado, además de establecer un programa articulado de lucha contra las raíces culturales de la violencia contra las mujeres, el Convenio de Estambul toma en cuenta también la difusión transcultural de este fenómeno y los términos en los cuales la tutela de las mujeres víctimas de violencia puede (y debe) ser garantizada en aquellos Estados partes que son destino de crecientes flujos migratorios. En particular, se pone específica atención a los términos en los que las normas del Convenio deben ser aplicadas en aquellos casos en los que las víctimas, o los autores de la violencia, no son ciudadanos de los Estados partes en los que residen. El Convenio se preocupa, de hecho, de evitar que a alguna mujer le sea negada la efectiva tutela de sus derechos fundamentales por la presencia, en el ordenamiento jurídico de los Estados partes, de normas directa o indirectamente discriminatorias contra los migrantes, o bien, a causa de eventuales ambigüedades en las relaciones políticas o jurídicas entre el Estado de origen de los migrantes y el Estado parte en el cual residen.

Es particularmente significativo, en este sentido, el hecho de que el Convenio no se limita a reafirmar que el derecho a la integridad física y psíquica es un derecho fundamental de cada mujer, cualquiera que sea su proveniencia geográfica, su ciudadanía o su cultura de origen, sino que también prohíbe expresamente cualquier discriminación basada en el estatuto de migrante o de refugiada (artículo 4.3). No es infrecuente, de hecho, que también en las democracias constitucionales consideradas más garantistas, los migrantes sean tenidos en consideración solo como trabajadores; ni es infrecuente, lamentablemente, que el conjunto de factores como políticas migratorias restrictivas, explotación económica difusa y ocultas formas de racismo institucional convierta a los migrantes en sujetos cuyos derechos, como trabajadores y como personas, son sistemáticamente violados o, en ciertos casos, ni siquiera reconocidos19.

En este contexto, las mujeres migrantes viven una condición de particular vulnerabilidad, sobre todo cuando no tienen trabajo ni un título autónomo por el cual permanecer legítimamente en el territorio del Estado receptor y, por tanto, su estancia depende exclusivamente de un permiso de residencia por reunificación familiar con su marido o con su pareja. A menudo, de hecho, las mujeres que se encuentran en esta condición carecen de independencia económica y no tienen, si no es que en modo esporádico y ocasional, la posibilidad de entrar en contacto y de construir relaciones con personas externas al núcleo familiar que puedan prestarles ayuda y soporte. Además, para estas mujeres, la posibilidad de sustraerse de la violencia resulta gravemente comprometida por el hecho de que, separándose del marido o de la pareja, pierden también el permiso de residencia. Las múltiples dificultades a las cuales se enfrentan las mujeres migrantes —como mujeres y como migrantes— suponen, entonces, un significativo agravamiento de la condición de vulnerabilidad en la que viven como víctimas de violencia20.

Desde esta perspectiva, parece particularmente meritorio el hecho de que el capítulo VII del Convenio se encuentre completamente dedicado a la cuestión del permiso de residencia y del derecho de asilo. En particular, los artículos 59 y 60 imponen a los Estados la adopción de medidas (legislativas) necesarias para garantizar:

  1. que las víctimas de violencia, cuyo estatuto de residente en el Estado parte del Convenio dependa del de su cónyuge o de su pareja, puedan obtener un permiso de residencia autónomo si el matrimonio o la relación termina y si se encuentran «en situaciones particularmente difíciles»21 (artículo 50.1);

  2. «que las víctimas puedan obtener la suspensión de los procedimientos de expulsión iniciados por causa de que su estatuto de residente dependa del de su cónyuge o de su pareja […] con el fin de permitirles solicitar un permiso de residencia autónomo» (artículo 50.2);

  3. «que la violencia contra las mujeres basada en el género pueda reconocerse como una forma de persecución en el sentido del artículo 1, A (2) del Convenio [de Ginebra] relativo al estatuto de los refugiados de 1951 y como una forma de daño grave que da lugar a una protección [internacional] complementaria o subsidiaria» (artículo 60.1).

El Convenio contribuye así a colmar, con referencia a su propio ámbito de aplicación, aquella que ha sido señalada como una de las más grandes lagunas del derecho internacional en torno a migración y tutela de los derechos de los migrantes. Como se ha hecho notar, de hecho, hasta hoy los principales documentos internacionales que establecen el derecho a emigrar y a pedir asilo, en general, «no especifican […] en qué medida, en qué términos o en cuáles condiciones el Estado al que se emigra, se pide asilo o ciudadanía tenga el deber de resguardo» (Mazzarese, 2014, p. 17).

Lo relativo al permiso de residencia autónomo y a la protección internacional de las mujeres migrantes víctimas de violencia no es, sin embargo, el único aspecto de la relación entre migración y violencia contra las mujeres sobre el cual se enfoca el Convenio de Estambul. De hecho, el Convenio se preocupa también por fijar los criterios según los cuales los Estados ejercen su propia jurisdicción en materia de violencia contra las mujeres, a efecto de evitar que eventuales ambigüedades en las relaciones políticas y jurídicas que se sostienen entre el Estado de origen de los migrantes y el Estado parte del Convenio en el cual residen paralicen la posibilidad de comprobar y castigar conductas de violencia contra las mujeres. En particular, el artículo 44 impone a los Estados partes la obligación de adoptar medidas (legislativas) necesarias a fin de que su competencia en torno a los actos de violencia, ya sean cometidos o sufridos por uno de sus nacionales o por una persona que tenga su residencia habitual en su territorio22, no sea subordinada ni «a la condición de que los hechos también estén tipificados en el territorio en el que se hayan cometido», ni «a la condición de que la apertura de diligencias venga precedida de una demanda de la víctima o de una denuncia del Estado del lugar en el que el delito haya sido cometido»23.

IV. VIOLENCIA CONTRA LAS MUJERES Y SOCIEDAD MULTICULTURAL

La atención por la difusión transcultural de la violencia contra las mujeres emerge aún más claramente ahí donde se han identificado, entre los tipos de delitos, algunas de las prácticas más discutidas en el ámbito del debate sobre la relación entre multiculturalismo y feminismo y, más en general, sobre la relación entre reconocimiento de las diferencias culturales y tutela de los derechos fundamentales. De hecho, el Convenio impone a los Estados la adopción de medidas necesarias para asegurar que sean sancionadas penalmente las conductas relacionadas con los casos de matrimonio forzado, de mutilaciones genitales femeninas, de aborto y esterilización forzados, tipificándolos, respectivamente, en los artículos 37, 38 y 39.

En particular, el artículo 37 impone a los Estados la obligación de penalizar las conductas dirigidas intencionalmente: (a) a «obligar a un adulto o a un menor a contraer matrimonio» o (b) a «engañar a un adulto o a un menor para llevarlo al territorio de [un Estado] parte o de un Estado distinto a aquel en el que reside con la intención de obligarlo a contraer matrimonio». El artículo 38 establece, en cambio, que los Estados deben sancionar penalmente a quien, intencionalmente: (a) realice formas de escisión, infibulación, mutilación del clítoris, o cualquier otra mutilación de la totalidad o de una parte de los labios vaginales menores o mayores; o (b) incite u obligue a una mujer o a una niña a someterse a cualquiera de tales mutilaciones, o les proporcione los medios para dicho fin24. El artículo 39, finalmente, establece la obligación de los Estados de castigar a quien, intencionalmente, sin haber obtenido previamente el consentimiento informado de la mujer, practique un aborto o la someta a «una intervención quirúrgica que tenga por objeto o por resultado poner fin a [su] capacidad […] de reproducirse de modo natural».

Ahora bien, obviamente no se pretende poner en discusión, en modo alguno, la necesidad de contrarrestar prácticas profundamente lesivas de la integridad física (y psíquica) de las mujeres; prácticas que, en realidad, «ya están prohibidas» por las normas penales en materia de lesiones personales. Sin embargo, amerita al menos poner en consideración los argumentos de quienes sostienen que sancionar penalmente algunas prácticas (como el Convenio obliga a hacerlo25) no siempre es en beneficio de las mujeres. De hecho, respuestas excesivamente intransigentes por parte del derecho pueden provocar, por un lado, atrincheramientos identitarios que revitalizan precisamente aquellas prácticas que se pretendían erradicar; y, por otro lado, una mayor reticencia de las mujeres a denunciar la violencia sufrida: no debe olvidarse, de hecho, que la violencia contra las mujeres es cometida muy frecuentemente por familiares con los cuales las víctimas tienen, a menudo, una relación ambivalente de amor y odio. Se ha sostenido, por tanto, que podrían resultar mucho más eficaces políticas inspiradas en la «lógica del menor daño», que tomen en cuenta razones de oportunidad concreta, conjugando instrumentos jurídicos de carácter civil o administrativo con campañas de sensibilización e información26.

Argumentos en este sentido han sido sostenidos, por ejemplo, para oponerse a la propuesta de introducir sanciones penales a fin de combatir la práctica de los matrimonios forzados27. También, en relación con las formas más leves —o incluso simbólicas— de alteraciones no terapéuticas de los genitales femeninos, no faltan propuestas que solicitan autorizar a los hospitales públicos a practicar algún tipo de ritual simbólico —por ejemplo, un pinchazo de aguja en el área del clítoris— a efecto de reducir el riesgo de que otro tipo de intervenciones más invasivas sean practicadas en condiciones higiénico-sanitarias inadecuadas y por personas no dotadas de las necesarias competencias médicas28.

Desde esta perspectiva, es significativo que el Protocolo de Maputo de 2003, considerado un «hito»29 en la lucha contra la mutilación genital femenina, solicite la previsión de sanciones que refuercen la prohibición de practicarlas, sin especificar si tales sanciones deben tener carácter penal o de otro género, insistiendo más bien en la protección de las mujeres, en el apoyo a las víctimas y, una vez más, en la sensibilización a través de la información y la educación (artículo 5). En términos más generales, debe tenerse en cuenta que, ya que la reforma de prácticas culturalmente controvertidas requiere la promoción de una transformación cultural a veces profunda, las intervenciones (legislativas) que no pasan por alguna forma de participación del grupo en cuestión generalmente no tienen éxito (Deveaux, 2005, p. 341). En este sentido, el film Moolaadé de Ousmane Sembène muestra de un modo excelente cómo el abandono de una práctica profundamente lesiva de la integridad física, psicológica y sexual de las víctimas, como lo es la de la mutilación genital femenina, es más fácilmente conseguido por un cambio cultural (a menudo solicitado y conquistado por las propias mujeres) que como resultado de una mera imposición externa30.

La cuestión de los instrumentos más idóneos para garantizar la tutela de los derechos de las mujeres en las sociedades multiculturales es, sin embargo, una cuestión compleja que remite al más amplio debate sobre la relación entre tutela de los derechos de las mujeres y respeto de las diferencias culturales (de los grupos). Amerita, por tanto, ser tratada con más profundidad.

V. DERECHOS DE LAS MUJERES Y RESPETO POR LAS DIFERENCIAS CULTURALES: PROBLEMAS Y CUESTIONES ABIERTAS

Las posibles tensiones entre el respeto de las diferencias culturales y la tutela de los derechos de las mujeres son, desde hace tiempo, objeto de discusión, tanto en el ámbito del debate sobre el multiculturalismo, como en el debate entre diversas filosofías feministas. En particular, una de las cuestiones más controvertidas es la cuestión de cómo se pude abordar y resolver «la paradoja de la vulnerabilidad multicultural» (Shachar, 2001, p. 3), según la cual el reconocimiento de las diversidades culturales de los grupos puede ser contraproducente para sus miembros más discriminados y, por eso, más vulnerables31, incluidas las mujeres. Son ejemplares, al respecto, algunos de los trabajos de la feminista liberal Susan Okin32, en los cuales son denunciadas las posibles repercusiones negativas del multiculturalismo sobre las condiciones de las mujeres pertenecientes a minorías culturales. En particular, su trabajo con efectos más disruptivos ha sido, sin duda, el pamphlet publicado en 1997 en la Boston Review con el título «¿El multiculturalismo es un mal para las mujeres?» (Okin, 1997)33. En gran parte debido a sus tonos deliberadamente provocadores, este breve ensayo ha suscitado, de hecho, un amplio debate, recibiendo, además de numerosos apoyos, también críticas radicales, y no solo por parte de los defensores de las corrientes más conservadoras del multiculturalismo. Algunas de las críticas más severas, por ejemplo, objetan a Okin —no sin fundamento— el dar por descontada una concepción esencialista de la cultura y de la identidad cultural34. A poner en discusión sus tesis contribuyen en modo determinante también los análisis que, en el ámbito de los llamados «nuevos feminismos» (Giolo & Pastore, 2011)35, critican radicalmente el esencialismo de género, entendido como la tendencia a considerar homogéneo y cohesionado el universo femenino.

Estos análisis neofeministas son plurales y heterogéneos, pero pueden ser divididos, a grandes rasgos, en dos categorías principales.

La primera categoría se caracteriza por la atención puesta en las diferencias existentes entre las mujeres de diversas culturas36, religiones37, clases sociales, identidades de género y orientaciones sexuales38. Desde esta perspectiva, se rechaza la tendencia a asumir la condición de las mujeres blancas, occidentales, heterosexuales, de clase media como modelo de la condición femenina. En particular, se denuncia que no se tiene en cuenta que mujeres diversas pueden tener valores y convicciones, necesidades y deseos diferentes y, sobre todo, que estas mujeres pueden elegir modos diversos de reivindicar aquello que ellas mismas —y no otros por ellas— afirman como sus derechos. Además, los análisis más sensibles a la cuestión de las diferencias culturales y religiosas han reivindicado a menudo que las mujeres de otras culturas y religiones no tienen necesidad de ser salvadas de prácticas que, desde la perspectiva de observadores externos, son consideradas opresivas (Abu-Lughod, 2002, 2013).

La segunda categoría de críticas al esencialismo de género incluye, en cambio, no solo las reflexiones cada vez más numerosas en torno al concepto de «interseccionalidad»39 como instrumento analítico para poner en evidencia las peculiaridades que caracterizan la condición de mujeres diversas en razón de la intersección entre afiliaciones a grupos diversos (y, más genéricamente, los análisis que ponen el acento sobre la complejidad de las identidades individuales y colectivas40), sino también las teorías que problematizan la misma posibilidad de establecer criterios unívocos para la identificación de grupos o categorías de mujeres diferentes, a partir de una más radical forma de deconstrucción del sujeto femenino41.

En ambas categorías de críticas surgen cuestiones dignas de atención. Al mismo tiempo, sin embargo, algunas de sus formulaciones más extremas presentan también aspectos problemáticos. En particular, las críticas que insisten en la diferencia entre mujeres de diversas culturas y religiones tienen, sin duda, el mérito de llamar la atención sobre posibles formas indebidas de paternalismo y de etnocentrismo que pueden, a veces, caracterizar al feminismo liberal. Cuando se manifiestan, de hecho, paternalismo y etnocentrismo pueden ser efectivamente muy problemáticos por diversas razones. En primer lugar, porque pueden reforzar el prejuicio de que la cuestión de la discriminación y de la violencia contra las mujeres se encuentra relacionada solo con determinadas culturas. En segundo lugar, porque reproducen acríticamente la idea de que las mujeres de culturas no occidentales se encuentran plagiadas o subyugadas por tradiciones a las cuales no saben o no pueden oponer una resistencia crítica42. En tercer lugar, porque la exigencia de garantizar la igualdad de los derechos fundamentales de las mujeres es invocada, a menudo, en forma de pretexto y oportunistamente, con la finalidad de perseguir objetivos diversos (por ejemplo, para «justificar» políticas asimilacionistas dirigidas a defender la «identidad nacional»), de manera que muchas supuestas intervenciones dirigidas a tutelar a las mujeres terminan, en realidad, por repercutir negativamente sobre ellas43.

Piénsese, por ejemplo, en Francia, en la Ley 1192 de 2010, que ha introducido la prohibición penal de portar la burka en los espacios públicos: prohibición que se ha traducido, según sea el caso, en formas de segregación de hecho de las mujeres obligadas a portarla o en una imposición lesiva de la libertad de elección de las mujeres que la portan voluntariamente. De hecho, si bien inicialmente entre los argumentos vertidos para justificar la prohibición se incluyó el de la tutela de la dignidad y de la igualdad de las mujeres, en realidad ha resultado claro, muy pronto, que la verdadera intención del legislador francés fue la de reafirmar la identidad nacional francesa y los valores que la distinguen. Además, discutiblemente, aunque quizá no sorprendentemente, la Corte Europea de los Derechos Humanos se ha pronunciado a favor de la legitimidad de la decisión del legislador francés en la sentencia que recayó sobre el caso S.A.S. c. Francia en el año 2014, afirmando que la tutela del vivre ensemble (entendido como expresión del valor de la fraternidad, establecido por la Constitución francesa) constituye una justificación legítima de la prohibición penal de portar la burka en público44.

Ciertamente, estas objeciones dirigidas al posible paternalismo y etnocentrismo del feminismo liberal occidental son todas de indudable relevancia. Sin embargo, los análisis que critican el esencialismo de género enfatizando la heterogeneidad de las convicciones y de los valores de las mujeres de culturas y religiones diversas tienden, a menudo, a recaer en formas de esencialismo cultural igualmente problemáticas45. En particular, no solo pueden llegar a restablecer estereotipos y reforzar prejuicios, sino que invisibilizan también las diferencias existentes entre mujeres de una misma cultura o religión: toda forma de esencialismo porta en sí, de hecho, la posibilidad de incurrir en aquella «paradoja de la identidad» en virtud de la cual el énfasis puesto en las diferencias que distinguen a un determinado grupo de sujetos frente al exterior se acompaña de la imposición, al interior del mismo grupo, de una homogeneidad en realidad inexistente (Parekh, 2008, pp. 35 y 37).

Por otra parte, también aquellas críticas al esencialismo de género que se sustentan en la completa deconstrucción del sujeto femenino ofrecen tanto luces como sombras. De hecho, si bien en este caso no se corre el riesgo de caer en alguna forma de esencialismo, sí se cae, sin embargo, en un exceso en el sentido opuesto, con consecuencias igualmente peligrosas. La disgregación del sujeto femenino puede, de hecho, comprometer cualquier forma de subjetividad política colectiva de las mujeres que les permita articular reivindicaciones eficaces en términos de derechos46. La deconstrucción del sujeto femenino deja abierta, en particular, la cuestión de la representación (esto es, la cuestión de «quién tiene el derecho de hablar en nombre de quién»), corriendo el riesgo así de deslegitimar, si no es que de paralizar, la acción política de los movimientos feministas47.

VI. ABORDAR LA PARADOJA DE LA VULNERABILIDAD MULTICULTURAL: DOS PROPUESTAS POR EVALUAR

En este contexto, a casi veinte años de la publicación del controvertido ensayo de Okin, la relación entre el reconocimiento de las diferencias culturales y la tutela de los derechos fundamentales de las mujeres sigue siendo una de las cuestiones más controvertidas, no solo en relación con el multiculturalismo, sino también al interior del debate feminista. Y, en el desacuerdo sobre las cuestiones teóricas, permanecen inevitablemente abiertas importantes interrogantes en torno a cuáles son, y cómo pueden o deben ser identificadas, las formas de intervención política y jurídica concretas más idóneas para garantizar a las mujeres una tutela efectiva de igualdad en sus derechos fundamentales. Sin embargo, al menos dos de las principales propuestas que han sido formuladas para abordar la paradoja de la vulnerabilidad multicultural merecen ser mencionadas.

La primera propuesta se centra en la ideación de un modelo de jurisdicciones multiculturales, capaz de conciliar la autonomía de los grupos con la protección de los derechos individuales de sus miembros. En este respecto, el modelo de «gobernanza compartida» entre el Estado y los grupos culturales propuesto por Ayelet Shachar (2001, capítulo 5) es particularmente interesante. Según este modelo, que Shachar llama modelo de «transformative accommodations» (acomodaciones transformadoras): (a) la distribución de la jurisdicción entre el Estado y los grupos debe diseñarse de tal manera que ni uno ni otros tengan competencia exclusiva sobre un sector de derecho (por ejemplo, relaciones familiares, sistema educativo, propiedad, derecho penal, protección del medio ambiente); y (b) deben identificarse claramente puntos de intersección entre las jurisdicciones del Estado y de los grupos, en correspondencia con los cuales los individuos puedan «pasar» de una a otra si consideran que, en el caso específico, sus derechos no han sido adecuadamente protegidos. De esta manera, los individuos pueden ejercer un derecho de elección con respecto a la jurisdicción a la que desean ser sometidos en relación con una disputa específica.

Según Shachar, un sistema de gobernanza compartida así diseñado sería transformador, porque garantizaría una especie de competencia virtuosa entre el Estado y los grupos, cada uno de los cuales sería estimulado a perseguir los intereses de las personas de las cuales aspira a adquirir o mantener la lealtad. En particular, ya que los líderes tendrían que «ganarse» el apoyo de los miembros de su grupo, se los alentaría a reducir las prácticas discriminatorias que aún existen dentro de él. En conclusión, Shachar está convencida de que el modelo de las transformative accommodations permitiría valorizar la pluralidad de afiliaciones de individuos —que, en efecto, poseen derechos y obligaciones que provienen tanto del Estado como del grupo—, superando al mismo tiempo los límites de un reconocimiento meramente formal de su «derecho de salida»: es decir, de su derecho a abandonar el grupo si lo desean o si, dentro de él, no tienen la oportunidad de obtener la protección de sus derechos fundamentales. El derecho de salida es, de hecho, uno de los temas más controvertidos en el debate sobre el multiculturalismo y, en particular, sobre los derechos colectivos48.

La segunda propuesta para abordar la paradoja de la vulnerabilidad multicultural consiste en la aplicación de la concepción deliberativa de la democracia a la solución de los dilemas multiculturales, (Benhabib, 2005, cap. 4; 2006; Deveaux, 2005). La idea fundamental de este enfoque es que, en un Estado multicultural que quiere seguir considerándose democrático, la solución de los conflictos multiculturales debe garantizarse mediante un debate público abierto al diálogo intercultural, en el que todos los sujetos interesados (incluidas las mujeres de las minorías culturales) puedan participar en condiciones de igualdad. Esto requiere, entre otras cosas, la consolidación de un «terreno intercultural común» (Tully, 1995, p. 14) que se puede favorecer a través de aquellas prácticas que Benhabib (2006) ha llamado «iteraciones democráticas»49 y «políticas jusgenerativas»50. De hecho, a partir de la propuesta de Habermas, Benhabib ofrece una nueva lectura de la teoría de la democracia deliberativa, caracterizada por una atención particular a la forma en que la interacción en la diversidad y los «desafíos planteados por la interpretación de los "derechos de los otros" inician procesos de transformación autorreflexiva del sistema político en cuestión» (2006, p. 137).

Además, Deveaux (2005) propone una versión pragmática del modelo de la democracia deliberativa que quiere superar los problemas relacionados con algunos de sus prerrequisitos más exigentes51. En particular, Deveaux propone centrarse en especificas prácticas culturales controvertidas, más que en complejos sistemas normativos. Además, enfatiza las estrategias de negociación sobre intereses y la función del compromiso, más que la argumentación basada en argumentos racionales o razonables, dirigida a conseguir el consenso sobre la cuestión objeto de discusión (que, en su opinión, es la metodología típica de las concepciones tradicionales de la democracia deliberativa). Finalmente, Deveaux insiste de manera particularmente fuerte sobre la necesidad de tener en cuenta los conflictos (de poder) que existen dentro de los grupos culturales, para incluir las voces de todos los diferentes subgrupos que los animan.

Ambas de estas propuestas tienen aspectos que pueden ser discutidos. En particular, la propuesta de las transformative accommodations no parece ofrecer respuestas definitivas a la cuestión del derecho de salida, en el sentido de que, para los individuos, sustraerse de la autoridad del grupo en relación con una controversia específica y, por lo tanto, oponerse al grupo al permanecer dentro de él (completamente expuestos a las diferentes formas de presión que pueden sufrir allí) no es necesariamente más fácil que abandonarlo por completo. La cuestión de la independencia psicológica y económica de los individuos sigue siendo fundamental a este respecto. Además, es dudoso que el modelo de las transformative accommodations sea realmente factible. De hecho, es un sistema muy complejo que, aunque solo sea para ser diseñado, requiere una voluntad política fuerte (y lejos de ser obvia) tanto del Estado como de los grupos interesados. Finalmente, la efectividad de este sistema también presupone que los individuos tengan suficiente conocimiento de sus mecanismos de funcionamiento y de las oportunidades que ofrecen. Sin embargo, incluso esta conciencia no es del todo obvia, especialmente por parte de aquellos sujetos vulnerables que más necesitan protección52.

Por otro lado, la aplicación del modelo de la democracia deliberativa a la solución de conflictos multiculturales tiene que lidiar con los problemas relacionados con la individuación de mecanismos adecuados de representación política de los (miembros de los) grupos culturales, como lo requiere la garantía de una «génesis legitimadora del derecho» (Habermas, 1996) en las sociedades multiculturales53. En particular, para evitar que las soluciones compartidas identificadas en el contexto de un diálogo intercultural abierto, serio y respetuoso sigan siendo solo desiderata, es necesario construir espacios para este diálogo —no solo en la sociedad civil sino también en los organismos institucionales competentes para cumplir la función legislativa—. Pero esto se vuelve particularmente problemático en el caso de los migrantes, ya que, incluso los filósofos liberales que prestan más atención a la identificación de condiciones inclusivas para la participación en la formación de la voluntad política, siguen considerando la ciudadanía como un requisito fundamental. También Benhabib (2006, p. 176), por ejemplo, aunque se expresa a favor de fronteras estatales «porosas», capaces de favorecer la circulación de individuos, cree, sin embargo, que la «lógica de la representación democrática [necesita de] algún cierre para preservar el principio de legitimidad democrática» y considera que la ciudadanía es un requisito previo esencial del autogobierno democrático. El tema de los derechos políticos sigue siendo, por lo tanto, una de las áreas en las que emerge más claramente el hecho de que la ciudadanía a menudo toma la forma de un requisito previo para acceder a los derechos fundamentales, más que ser el objeto de un derecho fundamental en sí mismo.

Por lo tanto, aunque sean sin duda unas de las tentativas más meritorias para resolver la paradoja de la vulnerabilidad multicultural, tanto la propuesta de las transformative accommodations como las concepciones adaptadas de la democracia deliberativa todavía tienen que lidiar con algunos problemas no resueltos. Sin embargo, estas propuestas indican algunos elementos que parecen centrales para abordar la paradoja de la vulnerabilidad multicultural. En primer lugar, buscan asegurar una mayor participación de las minorías en los procesos de toma de decisiones en asuntos que las conciernen. En segundo lugar, no ignoran los conflictos intraculturales que pueden existir entre los líderes y los miembros más vulnerables del grupo, incluidas las mujeres. En tercer lugar, toman en serio la autonomía y la capacidad de agency de las mujeres de las minorías culturales, reivindicando que se escuche su voz. Estos elementos son esenciales para garantizar la identificación de formas de protección más efectivas de los derechos de las mujeres pertenecientes a minorías culturales, ya que gracias a dichos elementos estas formas pueden resultar: (a) dotadas de una mayor legitimidad democrática, (b) más receptivas a las necesidades y los deseos reales de las mujeres que se quiere proteger y (c) mejor adaptadas al contexto específico en el que deben implementarse.

VII. CONSIDERACIONES CONCLUSIVAS

Como se ha dicho desde el principio, el Convenio de Estambul marca un momento importante de toma de conciencia, política y jurídica, tanto de las profundas raíces culturales de la violencia contra las mujeres, como del carácter transcultural de un fenómeno que se encuentra difundido transversalmente casi en todas las culturas. Indudablemente, el Convenio tiene el gran mérito de haber contribuido a denunciar como la violencia contra las mujeres constituye un fenómeno social estructural, llamando a los Estados a asumir su propia responsabilidad política de combatir este fenómeno, incluso, y, sobre todo, a través de la erradicación de sus causas culturales. Ciertamente meritoria, además, como se ha dicho, es la particular atención en torno a las condiciones de las mujeres migrantes. Sin embargo, el Convenio parece estar sujeto a posibles críticas por la forma como afronta la cuestión de la relación entre violencia contra las mujeres y multiculturalidad, dejando abierta, en particular, la cuestión de cuáles serían los medios más idóneos para garantizar la tutela de los derechos de las mujeres pertenecientes a minorías culturales.

La violencia contra las mujeres, como expresión extrema de las diversas posibles formas de discriminación basadas en el género, es una grave violación de los derechos fundamentales que debe ser condenada inapelablemente y combatida con convicción y perseverancia, cualquiera sea el contexto cultural en el cual se encuentre. En la identificación de los medios más idóneos para esta tarea, sin embargo, es importante evitar formas de prejuicio cultural que lleven a absolver injustificadamente a algunas culturas, en las cuales la violencia contra las mujeres sería una excepción, y a condenar prejuiciosamente a otras que, en cambio, estarían irremediablemente empapadas de violencia.

En efecto, las raíces culturales de la violencia de género requieren siempre, y en cada caso, cualquiera que sea la cultura involucrada, una atención al contexto social y cultural en el cual se registran los comportamientos o las prácticas que se quieren combatir. Esto es así no tanto para avalar las tentativas de justificar eventuales violaciones de los derechos fundamentales de las víctimas, sino, por el contrario, para garantizar una tutela que sea lo más eficaz posible. La inadmisibilidad de la defensa cultural a la que se ha hecho referencia anteriormente (en el apartado II), no excluye, de hecho, que las especificidades culturales puedan, o incluso deban, ser tomadas en consideración en la determinación de las modalidades más idóneas para tutelar a las mujeres en el contexto social y cultural en el cual, concretamente, se encuentran inmersas. Más bien, en las sociedades multiculturales, la tutela de los derechos de las mujeres (como de cualquier otro individuo) requiere precisamente la reafirmación de un universalismo de los derechos que tenga en cuenta los modos en los cuales su actuación pueda y deba ser garantizada «en el caleidoscopio de las relaciones cotidianas» (Mazzarese, 2013a, p. 8) entre personas con tradiciones culturales diferentes.

 

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* Una primera versión de este artículo se presentó en la conferencia magistral «Violencia contra las mujeres y multiculturalidad», impartida en Ciudad de México el 16 de mayo de 2016, en el ámbito del Seminario Internacional de Género y Violencia Política, organizado por el Instituto de la Judicatura Federal–Escuela Judicial y la Fiscalía Especializada para la Atención de Delitos Electorales de México. La traducción de esta primera versión (incluida la de las citas textuales de otros ensayos originalmente en italiano o en inglés) fue de Juan Carlos Barrios Lira. La versión ampliada que aquí se publica es el resultado de una reformulación y actualización de la versión original. Agradezco mucho a Betzabé Marciani Burgos por su valiosa ayuda en la revisión lingüística de esta nueva versión, y a los árbitros por sus útiles sugerencias.

1 La CEDAW ha sido, en realidad, precedida por la Declaración sobre la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer de 1967, que, sin embargo, no es jurídicamente vinculante. Posteriormente, la Asamblea General de la Naciones Unidas ha reafirmado los principios establecidos en la CEDAW en la Declaración sobre la Eliminación de la Violencia contra la Mujer de 1993: también se trata de un documento no vinculante, que anticipa algunos de los puntos más innovadores del Convenio de Estambul.

2 El Convenio de Estambul entró en vigor el 1 de agosto de 2014. Actualmente, ha sido ratificado por 34 de los 47 Estados miembros del Consejo de Europa. Además, el 13 de junio de 2017, el Convenio ha sido firmado (pero no ratificado) también por la Unión Europea.

3 Es así, por ejemplo, en Italia, como pone claramente en evidencia el libro editado por Fondazione Nilde Jotti, en 2013, en el cual se reúnen y comentan «las leyes sobre las mujeres que han cambiado Italia» en los últimos 50 años. Véase, también, Franco (2011).

4 En su propia critica del multiculturalismo y de sus repercusiones negativas sobre las mujeres, Okin (1997) afirma que «si todas las culturas del mundo tienen un pasado marcadamente patriarcal, algunas —especialmente las culturas liberales occidentales, pero no solo estas— se han alejado de este más que otras». Como se verá en el apartado V, esta afirmación de Okin ha dado origen a un amplio debate en el ámbito del cual ha emergido un desacuerdo, a veces profundo, también en la literatura feminista. Independientemente de la posición que se asuma en este debate, es importante de cualquier forma evitar que consideraciones como la de Okin sean instrumentalizadas y usadas como coartada para silenciar el problema de la discriminación y de la violencia contra las mujeres en el denominado mundo occidental.

5 Es necesario, sin embargo, tener presente que, no obstante su importante función de poner en evidencia los procesos sociales de construcción de las desigualdades entre hombres y mujeres, el concepto de género continúa siendo controvertido desde ciertos aspectos. En particular, como evidencia Nicholson (1994), su significado no es definido en modo unívoco en la literatura feminista, ya que, por ejemplo, existen diversos modos de entender las relaciones entre sexo y género. Además, como subrayan Piccone Stella y Saraceno, «la adopción [del concepto] de "género" no ha sido suscrita por todos los grupos y los centros de elaboración del pensamiento feminista, en gran medida por reservas […] en torno a su capacidad de definir el sujeto mujer» (1996, p. 13). Aún más, bajo el perfil de su influencia sobre la formación y la representación de la identidad individual, el concepto de género ha sido objeto también de críticas radicales, sobre todo por su tendencia a encasillar en estereotipos: a «normalizar», diría Butler (2004). En particular, sobre este último aspecto, piénsese en los términos en los que la teoría queer ha cuestionado las tradicionales categorías sexuales y de género, problematizando no solo la relación entre sexo y género, sino también, en términos aún más radicales, la misma construcción binaria o dicotómica de los sexos (el ser biológicamente masculino o femenino) y de los géneros (comportarse como hombre o como mujer o sentirse como tales).

6 Una idea que el feminismo de la diferencia y las corrientes «esencialistas» o «culturalistas» del feminismo no permiten superar, como evidencian, por ejemplo, Nicholson (1994) y Piccone Stella y Saraceno (1996). De hecho, ya sea que insistan sobre el papel de las características biológicas o de la función materna de la mujer en la definición de su calidad de sujeto, o ya sea que enfaticen laespecificidad de una pretendida cultura femenina, estas expresiones del feminismo pueden producir nuevas variantes de aquellas clasificaciones diferencialistas que se encuentran en la base de las desigualdades de género. Esta es una de las principales críticas dirigidas, por ejemplo, a la teoría de Gilligan (1982) sobre el diverso modo en el que hombres y mujeres enfrentan las cuestiones éticas, y sobre la contraposición entre ética (masculina) de la justicia y ética (femenina) del cuidado. Algunos aspectos problemáticos del esencialismo de género se retomarán en el apartado V.

7 Esta consideración es expresada claramente, por ejemplo, por la antropóloga Gayle Rubin, una de las primeras feministas que utilizaron el concepto de género para hablar de la condición de las mujeres. Afirma Rubin: «La literatura sobre la mujer —tanto la feminista como la antifeminista— es una larga reflexión [long rumination] sobre la cuestión de la naturaleza y génesis de la opresión y subordinación social de las mujeres. La cuestión no es trivial, desde que las respuestas que se le dan determinan nuestra visión del futuro, y nuestra evaluación acerca de si es realista, o no, la esperanza de una sociedad sexualmente igualitaria. Más importante, el análisis de las causas de las formas de opresión de la mujer constituye la base para cualquier evaluación de aquello que podría ser cambiado con miras a una sociedad sin jerarquías de género» (1975, p. 157).

8 Sobre el concepto de «violencia de género» en el Convenio de Estambul, véase Poggi (2017).

9 Las cursivas son mías. Es evidente la analogía con la noción de femicidio o feminicidio (femicide)propuesta por Russell: «the killing of women because they are women» (1982, p. 286, cursivasmías). Véase también Russell, 2011. Las ideas de Russell han sido introducidas en la literatura y en el debate político feminista de Sudamérica por la antropóloga Marcela Lagarde, que las ha transformado en un eficaz instrumento teórico para la lucha política contra la violencia sistemática contra las mujeres en Ciudad Juárez, México. En sus trabajos, Lagarde usa, sin embargo, el término «feminicidio», con el cual se refiere no solo a los homicidios, sino también a las otras formas de violencia que afectan a las mujeres en cuanto mujeres. Véase, por ejemplo, Lagarde (12 de enero de 2006). Para un intento de reconstruir el origen y los usos de la noción de feminicidio y su relación con nociones afines como femicidio/feminicidio, véase Spinelli (2008) y Paoli (2013).

10 La versión en español del Convenio de Estambul que se utiliza en este ensayo es tomada del sitio web del Consejo de Europa. Nótese, sin embargo, que dicha traducción no constituye una versión oficial, ya que, como se sabe, las lenguas oficiales del Consejo de Europa son exclusivamente el francés y el inglés.

11 Las cursivas son mías. Nótese que en la CEDAW, aprobada en 1979, no aparece aún la palabra «género», aunque una incipiente atención en torno a la construcción social de los roles de hombres y mujeres puede vislumbrarse, por ejemplo, en el artículo 5, inciso a, que obliga a los Estados a tomar medidas apropiadas para «modificar los patrones socioculturales de conducta de hombres y mujeres, con miras a alcanzar la eliminación de los prejuicios y las prácticas consuetudinarias y de cualquier otra índole que estén basados en la idea de la inferioridad o superioridad de cualquiera de los sexos o en funciones estereotipadas de hombres y mujeres» El término «género» comienza a aparecer, en cambio, en la ya citada Declaración sobre la Eliminación de la Violencia contra la Mujer de 1993 [al menos en la versión en inglés —e italiano— del texto, mientras que en la versión en español continúa utilizándose la expresión «sexo femenino» (nota del traductor)].

12 El capítulo IV del Convenio está dedicado por completo a las medidas de protección y apoyo a las víctimas (y a los testigos, sobre todo cuando son niños), a través de la institución de servicios de asesoramiento jurídico y psicológico, asistencia financiera, alojamiento, educación, formación y asistencia en materia de búsqueda de empleo (artículo 20), apoyo en materia de denuncias individuales/colectivas (artículo 21), servicios de apoyo especializado (artículo 22), refugios (artículo 23) y guardias telefónicas gratuitas accesibles la 24 horas del día, siete días por semana (artículo 24). El acceso a estos servicios no debe ser condicionado a la intención de la víctima de promover un procedimiento penal o de dar testimonio en contra del autor de la violencia (artículo 18.4). Además, se hizo obligatorio que los Estados otorgasen a las víctimas «una información adecuada y en el momento oportuno sobre los servicios de apoyo y las medidas legales disponibles en una lengua que comprendan» (artículo 19).

13 Para tal propósito, son previstas diversas medidas. Una primera medida es la promoción de campañas de información dirigidas al público en general, al igual que de recolección y difusión de datos relativos a la violencia doméstica y de género (artículos 11 y 13). Una segunda medida es la introducción en las escuelas, en todos los órdenes y niveles de estudio, de programas escolares y materiales didácticos que permitan tratar el tema de la violencia de género y de la igualdad entre mujeres y hombres (artículo 14). Una tercera medida es la activación de cursos dirigidos a garantizar la formación adecuada de aquellos profesionales que, con diversas competencias y en diversos sectores, se ocupen de las víctimas y de los autores de los actos de violencia (artículo 15). Una cuarta medida consiste en realizar esfuerzos para solicitar al sector privado de la comunicación y a los mass media que adopten códigos de autorregulación para reforzar el respeto de la dignidad de las mujeres (artículo 17). Es significativo, además, el rol atribuido por el Convenio a la cooperación entre instituciones públicas y sociedad civil, al igual que el de la coordinación con las actividades de las ONG dedicadas a este sector. El principio es enunciado en términos generales en el artículo 9, pero el rol de las ONG es específicamente valorado en diversas partes del Convenio.

14 Antes del Convenio de Estambul, solamente el Protocolo de Maputo de 2003 había incluido el aspecto económico en la noción de violencia contra las mujeres (artículo 1). Nótese, en particular, que en la definición de violencia contra las mujeres formulada por la Declaración sobre la Eliminación de la Violencia contra la Mujer de 1993 —definición similar en muchos aspectos a la del Convenio de Estambul— se hace mención solo de la violencia física, sexual y psicológica, pero no de la económica. Este carácter novedoso del Convenio es subrayado también por su Reporte Explicativo (p. 8). La autonomía y los derechos económicos de las mujeres son tradicionalmente objeto de atención, en cambio, en relación con otros aspectos de la discriminación de género como son, sobre todo, la igualdad de tratamiento entre hombres y mujeres en las condiciones de empleo y en la retribución.

15 Todo esto es muy importante en la perspectiva de una efectiva garantía del «dercho de salida» (right of exit) (véase el apartado VI).

16 Sobre este punto, véase, en particular, Renteln (2004), Phillips (2007, cap. 3), Basile (2010), Brion (2010), Parolari (2011), Pérez de La Fuente (2012), Portilla Contreras (2016), Cisneros Ávila (2018a), Olaizola Nogales (2018), Sanz Mulas (2018) y Torres Fernández (2018).

17 Esta interpretación es avalada también por el Reporte Explicativo del Convenio, en el cual se afirma claramente que el artículo 42 «refuerza, a través de la específica área del derecho penal, la obligación contenida en el artículo 12.5 del Convenio» (p. 33).

18 Esta duda se justifica a la luz de las notas contenidas en el Reporte Explicativo con respecto al párrafo 12.5, donde se dice que el principio enunciado en tal artículo «es importante para la sociedad en la cual viven juntas comunidades étnicas y religiosas diversas y en las cuales la actitud asumida respecto a la aceptación de la violencia basada en el género cambia según el bagaje cultural o religioso» (p. 16).

19 Sobre este problema se remite, por ejemplo, a Calavita (2005), Fanlo Cortés (2012, cap. 3), La Spina (2013 y 2016).

20 Para una perspectiva interseccional sobre la vulnerabilidad de las mujeres migrantes, se remite a Parolari (2019a).

21 Sin embargo, lamentablemente el Convenio no dice nada acerca de las condiciones en las cuales una situación pueda ser considerada «particularmente difícil», dejando así una amplia discrecionalidad a los Estados para evaluar si el permiso de residencia debe ser concedido.

22 Sin embargo, en torno a la jurisdicción de los delitos cometidos en el extranjero por personas que no son nacionales del Estado parte del Convenio, sino que simplemente residen en el mismo, el artículo 78.2 reconoce la posibilidad de presentar reservas al momento de la firma o de la ratificación, a fin de excluir tal jurisdicción o de limitarla a circunstancias especiales.

23 El Reporte Explicativo del Convenio aclara que estas disposiciones son pensadas en relación con los casos, cada vez más numerosos en diversos Estados europeos, en los cuales la víctima esinducida a regresar temporalmente al país de origen para ser posteriormente obligada, una vez ahí, a sufrir uno de los actos de violencia que el Convenio califica como delito (p. 34). Sin embargo, sorprendentemente, esta norma se aplica exclusivamente a los delitos de matrimonio, aborto y esterilización forzados, mutilaciones genitales femeninas y violencia sexual, y no, en cambio, de manera más general, a cualquier forma de violencia. Además, también en estos casos el artículo 78.2 prevé la posibilidad de reservas por parte de los Estados partes.

24 En la versión en inglés: «Inciting, coercing or procuring a woman to undergo any of the acts listed in point a».

25 Solo en el caso del acoso sexual, el artículo 40 deja al Estado la posibilidad de elegir si introducir sanciones penales o de otro tipo. Para el resto, el artículo 78.3 permite a los Estados imponer sanciones no penales solo en relación con la violencia psicológica y el stalking [acoso, nota del traductor], y solo previa formal reserva al momento de la firma o de la ratificación.

26 En el Convenio de Estambul, a las sanciones penales se añaden consecuencias de naturaleza civil solo en relación con los matrimonios forzados: de hecho, el artículo 36 obliga a los Estados a adoptar las medidas necesarias para garantizar que los matrimonios forzados puedan ser anulados o disueltos, sin excesivas cargas para las víctimas, tanto en el aspecto financiero como en el aspecto administrativo.

27 En la literatura italiana hace referencia a este debato, por ejemplo, Pinelli (2013, pp. 47-48). Para un análisis crítico de la criminalización del matrimonio forzado en España, véase Cisneros Ávila (2018b).

28 Es emblemática, en este sentido, la propuesta realizada en Italia en 2003 por el ginecólogo somalo-florentino Omar Abdulkadir. Para una reconstrucción y una crítica de los hechos, véase, en particular, el forum dedicado al tema, coordinado por Brunella Casalini (2004). Consideraciones sobre el derecho penal como vía inadecuada son también expresadas, por ejemplo, por Mancini (2015). Entre quienes no desechan a priori la hipótesis de practicar formas simbólicas de alteración, véase, además, Ferrajoli (2007, tomo II, pp. 317-318). Más en general, para un análisis crítico sobre inmigración, integración y diversidad a partir del tratamiento de la mutilación genital femenina, véase Ropero Carrasco (2017). En este ensayo, entre otras cosas, son dignas de mención las consideraciones sobre las inconsistencias entre la criminalización de las mutilaciones genitales femeninas y la reticencia a considerarlas como una base para otorgar asilo (pp. 155-158).

29 Así lo define, en particular, la resolución de la Asamblea General de las Naciones Unidas sobre la Intensificación de los Esfuerzos Mundiales para la Eliminación de la Mutilación Genital Femenina, de 2012.

30 Film de 2004, Moolaadé narra cómo el coraje de una mujer africana, al dar protección a cuatro niñas que querían escapar de las mutilaciones genitales femeninas, termina por contagiar a las otras mujeres de la villa, desencadenando una protesta colectiva que lleva, si bien con dificultad y resistencia por parte de los hombres, a eliminar la práctica de la comunidad. En la edición española, la película es distribuida por Golem Distribución.

31 Sobre la relación entre discriminación y vulnerabilidad, con especial referencia a las mujeres, se remite a Parolari (2019b).

32 Brillante exponente del feminismo liberal anglosajón, Okin ha representado siempre una voz fuertemente crítica respecto a la concepción del rol de la mujer en la teoría liberal clásica y ha denunciado con fuerza la insuficiencia de las principales teorías liberales de la justicia en cuanto, concentrándose solo en la esfera pública, no han sido capaces de considerar la centralidad de la familia como espacio en el cual se arraigan y se perpetúan las más graves formas de discriminación contra las mujeres. Entre sus trabajos más importantes sobre estos temas, véase Okin, 1979, 1989.

33 Las mismas tesis son más ampliamente argumentadas desde el punto de vista filosófico en Okin (1998). Véase también la respuesta de Okin a algunos de sus principales críticos (2005).

34 Para una crítica de Okin (1997) sobre este punto, se remite a Parolari (2008).

35 Se habla a menudo, en este sentido, de una «tercera ola» del feminismo. A ella son reconducidas una pluralidad de corrientes de pensamiento también muy heterogéneas y, a veces, en conflicto entre ellas. Véase, en este sentido, Gillis, Howie y Munford (2007); Hammer y Kellner (2009). Sobre la primera ola del feminismo (entendido como feminismo de la igualdad) y sobre la segunda ola (representada, en cambio, por el feminismo de la diferencia), véase también, a título ejemplificativo, Cavarero y Restaino (2002).

36 Piénsese, por ejemplo, en las reivindicaciones formuladas en el ámbito del Black Feminism, del Third World Feminism y del Postcolonial Feminism.

37 Piénsese, por ejemplo, en las formas de feminismo islámico que buscan mejorar las condiciones femeninas en los países musulmanes a través de formas de reinterpretación del Corán, compatibles con una visión del Islam más respetuosa de los derechos de las mujeres. Sobre esta cuestión, véase,por ejemplo, Badran (2007), Pepicelli (2007, 2010), Scudieri (2013). Nótese, sin embargo, que el feminismo islámico no se confunde con el feminismo árabe de inspiración laica.

38 Piénsese, en particular, en los Gay and Lesbian Studies y en los movimientos LGBTI, acrónimo de Lesbian, Gay, Bisexual, Transgender, Intersex.

39 Los artículos que han introducido la noción de «interseccionalidad» en el mundo académico son los de Crenshaw (1989, 1991), quien ha criticado tanto al feminismo como a las políticas antirracistas por su miopía en torno a la especificidad de las condiciones de las mujeres de color: el feminismo, afirma Crenshaw, asume de hecho, como modelo, la condición de la mujer blanca de clase media, mientras el antirracismo se concentra en las discriminaciones sufridas por los hombres de color. A su parecer, sin embargo, los derechos de las mujeres de color no pueden ser tutelados simplemente sumando las reivindicaciones de los dos movimientos, porque la intersección de los diversos trazos de su identidad —el ser mujer y el ser de color— confiere a su condición peculiaridades que escapan tanto a las políticas antidiscriminatorias contra las mujeres como a las políticas antirracistas. Sobre el tema de la interseccionalidad, con enfoques no siempre coincidentes, véase, además, entre otros: McCall (2005), Hancock (2007), Barrère Unzueta y Morondo Taramundi (2011), Morondo Taramundi (2011), Cho, Crenshaw y McCall (2013), Mackinnon (2013), Parolari (2014), Bello (2015), Mancini y Bello (2016).

40 A este propósito, hablando de su propia experiencia de panameña-americana con doble nacionalidad y orígenes étnicos mestizos, Alcoff escribe: «El criterio de identidad de grupo deja muchas preguntas abiertas para personas como yo, ya que tengo afiliación a diversos grupos en conflicto, pero mi pertenencia en todos ellos es problemática. ¿Sobre qué bases podemos nosotros justificar una decisión dirigida a delimitar grupos y definir pertenencias en un sentido en lugar de otro?» (1991-1992, p. 8). Más en general, sobre la problemática de la distinción «nosotros/otros», véase Mazzarese (2013b).

41 Paradigmáticas, desde esta perspectiva, son las críticas formuladas en el ámbito de la Queer Theory al concepto de género y a la concepción tradicional de la relación entre sexo y género, de las cuales ya se ha dado cuenta en el apartado II, nota 5.

42 En realidad, es siempre difícil establecer cuándo una persona se conforma voluntaria y libremente a determinadas tradiciones y prácticas culturales. Es un dato fáctico, sin embargo, que muchas mujeres de diversos países no occidentales se baten (individualmente o al interior de movimientos, asociaciones y organizaciones) contra prácticas sociales, políticas gubernamentales y leyes que consideran opresivas y lesivas de sus propios derechos.

43 No se olvide que, por más surreal que parezca, los derechos de las mujeres han sido invocados además para justificar intervenciones militares. Recuérdese, por ejemplo, que, entre las varias retóricas vertidas para justificar la guerra de los Estados Unidos contra Afganistán, en 2001, se encontraba también la de la liberación de las mujeres de la obligación de portar la burka, impuesta por el régimen Talibán.

44 Para un análisis crítico de la sentencia sobre el caso S.A.S. c. Francia, se remite a Parolari, 2015. La cuestión de la prohibición penal de portar la burka no concierne, sin embargo, solo a Francia. También Bélgica, por ejemplo, ha introducido una prohibición análoga y, otra vez, en 2017, la Corte Europea de los Derechos Humanos se ha pronunciado como en el caso francés, en Dakir c. Bélgica y en Belcacemi y Oussar c. Bélgica. Más en general, en los últimos años parece haberse difundido en Europa aquello que ha sido definido por Grillo y Shah (2012) como «movimiento anti-burka». Para una detallada reconstrucción sobre el debate en torno a la burka en Francia, Bélgica, Reino Unido, España, Noruega, Dinamarca, Austria e Italia, véase Ferrari y Pastorelli (2013).

45 En particular, Narayan (1998) pone en guardia al feminismo poscolonial contra el riesgo de que su crítica al esencialismo de género pueda recaer en una forma de esencialismo cultural, que reformule una clara contraposición entre Occidente y el denominado «tercer mundo».

46 Sobre el tema de la subjetividad política de las mujeres trabaja desde hace años un grupo interuniversitario muy activo de estudiosas italianas (véase su manifiesto en Gruppo di Lavoro Interuniversitario sulla Soggettività Politica delle Donne, 2011). De los seminarios organizados por este grupo de trabajo surgen los trabajos recopilados en Giolo y Re (2014).

47 En este respecto, por ejemplo, Alcoff (1991-1992, p. 8) evidencia que también la crítica incondicionada de cada discurso hecho «en nombre de otros» puede ser problemática. Alcoff se pregunta, en particular, lo siguiente: «Si yo no hablo por aquellos menos privilegiados que yo, ¿estoy abandonando mi responsabilidad política de hablar contra la opresión…?». Sobre los riesgos ínsitos en la deconstrucción del sujeto femenino, véase también Alcoff (1988); Morondo Taramundi (2011); Pozzolo (2015).

48 Para un ejemplo de dos visiones muy diferentes sobre el derecho de salida, véase, entre otros, Phillips (2007, cap. 5), Kukathas (2012).

49 Las «iteraciones democráticas» son «complejos procesos públicos de argumentación, deliberación e intercambio que tienen lugar entre diferentes instituciones jurídicas y políticas y en las asociaciones de la sociedad civil, a través de los cuales las reivindicaciones y los principios universalísticos de los derechos son cuestionados y contextualizados, invocados y revocados, propuestos y situados» (Benhabib, 2006, p. 143).

50 Las «políticas jusgenerativas» son «actos de iteración a través de los cuales un pueblo que se considera obligado por ciertas reglas y principios vuelve a apropiarse de ellos y los reinterpreta, demostrando que no solo es un objeto sino también el autor de las leyes» (Benhabib, 2006, p. 145). Dicho de otra forma, son «procesos en los que los otros se convierten en nuestros partners hermenéuticos a través de la reapropiación y reinterpretación de nuestras instituciones y tradiciones culturales» (p. 135).

51 Sobre el carácter exigente de estos prerrequisitos, se remite a Parolari (2016, pp. 194-200). Para una respuesta a algunas dudas recurrentes sobre la adecuación del modelo de democracia deliberativa para resolver los conflictos multiculturales, véase también Benhabib (2005, pp. 176-192).

52 Otras consideraciones críticas sobre la propuesta de Shachar han sido formuladas por Benhabib (2005, pp. 170-173).

53 Sobre este tema, se remite a Parolari (2016, pp. 200-203).

 

Recibido: 19/05/2019

Aprobado: 02/09/2019

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