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Derecho PUCP

versão impressa ISSN 0251-3420

Derecho  no.83 Lima jul./dic. 2019

http://dx.doi.org/10.18800/derechopucp.201901.015 

INTERDISCIPLINARIA

 

Sobre las calidades y qualidades de los indios americanos. Claves para comprender la limitación del derecho de representación en las Cortes Constituyentes de Cádiz*

On the Personal Attributes and Qualities of Native Americans. Keys to Understanding the Limitation of Performing Rights in the Constitutive Parliament of Cadiz (1812)

 

María Magdalena Martínez Almira **

Universidad de Alicante (España)

** Universidad de Alicante, Alicante-España, Profesora e Investigadora, Catedrática de Historia del Derecho. Código ORCID https://orcid.org/0000-0003-2721-8029, mm.martinez@ua.es.

 


RESUMEN

El propósito de este trabajo es analizar la terminología con la que se identificó a la población india a través de una selección de fuentes para el conocimiento del derecho indiano, entre las que cabe mencionar legislación, documentos de aplicación del derecho y memoriales e informes elevados al monarca español. Se trata de conceptos cargados de significado jurídico, en muchas ocasiones con connotaciones peyorativas y que minusvaloraban las capacidades y competencias de la población indígena. La limitación de derechos, y en concreto de privilegios y exenciones reservados a los españoles, pudiera tener su causa en este hecho. La trascendencia que tuvo la asignación de determinados adjetivos y nombres constante el tiempo en la génesis del imaginario del indio ciudadano se evidencia en el proceso de la construcción de una política americana y, especialmente, en el proceso constituyente español de principios del siglo XIX.

Palabras clave: indios, indígenas, identidad, ciudadanos, derecho de representación.

 


ABSTRACT

The purpose of this paper is to analyze the terminology with which Indian people was identified, through a selection of sources for the knowledge of Indian law, amongst them legislation, documents relating to the implementation of law, memorials and reports submitted to the Spanish king. These are concepts loaded with legal significance, often with pejorative connotations that undervalued the capacities and competences of the Indigenous population. The limitation of rights, and in particular privileges and exemptions reserved to the Spaniards, could have its cause in this fact.
The importance of the assignment of certain adjectives and names constantly in the genesis of the Indian citizen’s imaginary is evidenced in the process of building an American policy and, especially, in the Spanish constitutional process in the early nineteenth century.

Key words: Indians, indigenous people, identity, citizens, right of representation.

 


I. INTRODUCCIÓN

El presente trabajo tiene tres objetivos específicos que se concretan en uno general, centrado en la defensa de la identidad del indio americano en el marco de los debates parlamentarios entre 1810 y 1812. No es en modo alguno un estudio exhaustivo, pues EELO exigiría una extensión a todas luces desaconsejable para el propósito que nos ocupa: abordar planteamientos legislativos y doctrinales, a partir de crónicas y descripciones correspondientes a dos periodos consecutivos. Las denuncias de quienes llevaron a cabo el proceso evangelizador en Indias junto a las descripciones de la realidad vivida en aquellos territorios en documentos de aplicación del derecho corresponden a la primera etapa, coincidente con el humanismo tomista de los siglos XVI y XVII. Los memoriales y descripciones de tierras y gentes por parte de ilustrados que se citan en este trabajo corresponden al segundo periodo, el del racionalismo ilustrado tendente a la defensa de la igualdad y de la condición de ciudadanos como superación de la del vasallaje1 de antaño.

Los tres objetivos específicos son los siguientes: primero, plantear la efectividad de la consideración de los individuos residentes y originarios en Indias en un mismo plano de igualdad, sobre materias concretas para el buen gobierno; siendo el ámbito de la tributación y el de la instrucción los que destacan principalmente. No en vano, la tributación era el elemento que igualaba a los individuos en el territorio indiano y que, supuestamente, debería también redundar en su bienestar y mayor protección; y la educación o instrucción era el factor que contribuía a una formación en valores y principios sobre una cultura, una lengua para el caso que nos ocupa. La lengua es un vehículo de uniformidad cultural, también religiosa. El segundo objetivo consiste en plantear el reconocimiento efectivo de la igualdad como valor individual y colectivo, a la luz de las disposiciones legales. Y el tercer objetivo es identificar el alcance de la protección de los individuos por la ley, en defensa de su igual consideración, ante extorsiones y maltrato; pues hay evidencias de que la protección que merecían los habitantes de las Indias, ante esa serie de acciones lesivas, no era la misma que amparaba a los habitantes peninsulares, dando esto lugar a un desigual trato legislativo, como así se evidencia en el periodo preconstitucional.

Estos planteamientos respecto a la población india se han de realizar también para otros colectivos que llegaron hasta el Nuevo Mundo y que se adaptaron, a duras penas por razones estrictamente legales, en el complejo poblacional. Las dificultades para una integración plena obligaron a aquellas gentes a adoptar actitudes esquivas con el fin de disimular y esconder su identidad. El disimulo fue una actitud personal constante en todos los territorios indianos, y objeto de conocimiento por la actuación de los familiares inquisitoriales y denuncia ante los oficiales reales y miembros del clero, principalmente; y, en menor medida, por denuncia también de algunos vecinos y conocidos. Pero este tema, amplio y complejo, queda al margen de este estudio por haberlo desarrollado en otra publicación; no obstante, ha servido de argumento para el presente texto. Este trabajo centra su atención en las «calidades y qualidades» de los indios americanos que constituyeron el imaginario de quienes, durante siglos, lucharon por sí mismos, y con el apoyo de algunos individuos, al servicio de los intereses de la monarquía española, en defensa de la identidad y personalidad jurídica de la población india americana. Aquellos conceptos fueron los que condicionaron el respeto a sus personas, minusvaloraron sus capacidades y confundieron a los españoles en muchas ocasiones sobre la identidad de los sujetos con los que convivían; a veces involuntariamente, pero otras muchas, como reflejan las fuentes, no bien intencionados.

La finalidad es mostrar cómo la terminología, consignada tanto en la legislación como en los documentos de aplicación del derecho y en los informes elaborados al servicio de los intereses institucionales, condiciona e incide en el imaginario que se tenía del indio ciudadano con derecho a representación en la sociedad del modelo constitucional, gestado en los primeros años del siglo XIX.

Conviene destacar que la terminología en uso evidencia también, a nivel legislativo, el arraigo que tenía entre la población la creencia de que, aun siendo personas libres y portadoras de una cultura propia, preservada durante siglos, eran «diferentes». Es sobre la base de esa «diferencia externa» sobre la que se construye un imaginario con una importante carga negativa, y que con ese mismo sentido influiría en el efectivo reconocimiento de derechos; especialmente en el trascendental momento del constitucionalismo español.

No obstante los esfuerzos de algunos españoles, y de muchos indios y también criollos (García Gallo, 1970, pp. 60-61) lo cierto es que los criollos poseían, en palabras de Garriga, una «peculiaridad o propia identidad», que sobre la base de los postulados teóricos del humanismo, y más tarde del racionalismo ilustrado, fue el incentivo para la consecución de lo que, por ley, les correspondía como ciudadanos (Garriga, 2003, p. 1086); y fue de este modo como exigieron el reconocimiento de su condición libre, de su capacidad para el desempeño de oficios y el derecho a remuneraciones dignas y acordes con los criterios de la justicia distributiva.

II. INDIOS LIBRES Y CON UN PASADO IMPERIAL: GENTES DE ORDEN SOMETIDOS A UNA NUEVA AUTORIDAD

El establecimiento de los españoles entre los «indios» se puede explicar en función de las etapas que describen el proceso colonizador y la defensa de la protección legal del indio (Muro Orejón, 1970). En líneas generales, se podrían determinar las siguientes cuatro fases: la primera etapa coincide con la llegada de los españoles y la toma de conciencia de la realidad social preexistente, así como del conjunto poblacional que en ese momento se incorporaba a aquellas tierras; la segunda etapa consistente en el desarrollo de mecanismos para «facilitar» la coexistencia entre distintos grupos, gentes y comunidades, para la que hubo que acatar medidas que garantizasen la paz y el control territorial y personal; una tercera etapa de arraigo y convivencia más o menos ordenada, a partir de la exigencia, por parte de la población estante, del reconocimiento de derechos, y obligaciones exigidos a la autoridad competente; y una cuarta etapa de exigencia de responsabilidades a las autoridades, mediante la denuncia por la población india de ultrajes, maltrato y discriminación. Esta última es la fase más controvertida, y en la que tienen voz no solo los protectores de indios, sino de otras instancias que de forma constante irían concienciando de la necesidad de canalizar por vía legal el reconocimiento de su ciudadanía. Esta última fase o etapa fue llevada hasta sus últimas consecuencias ya entrado el siglo XIX.

Respecto a la amalgama de gentes que allí se encontraban retomamos el argumento anterior de que la llegada de los españoles a las Indias occidentales propició un modelo social constituido por gentes de distinta etnia y origen, linaje y procedencia vecinal. No en vano, muchos de los que hasta allí viajaron solo se distinguían por su sexo y relación de vecindad, lo que propició situaciones contrarias a la finalidad de la misión evangelizadora, según consta en la legislación de aquel tiempo (Recopilación de Leyes de los Reynos delas Indias, libro 9, título 26, ley 15; en adelante Recopilación). A este hecho hay que sumar la imprecisión conceptual a la hora de definir a unos sujetos con cultura, tradiciones y lengua propia; todos ellos bajo el concepto genérico de «gentes que habitan en las Indias», sin que fueran merecedores, al menos inicialmente y salvo casos puntuales, de otras descripciones atenientes a sus cualidades o capacidades. De este modo se incurrió en una actitud reduccionista y homogeneizante de los hispanos frente a los indios (Valenzuela Márquez, 2010, p. 82), siendo la causa de que se «diluyeran los orígenes específicos» de unas gentes que tenían un linaje sólido y arraigado durante siglos. El español iniciaba el proceso de asentamiento estableciendo registros de personas al servicio de los intereses de la monarquía, aportando solo nombres de «colectivos humanos», y excepcionalmente fijando diferencias entre jefes de señoríos (aimaras), «gente corriente» o indios belicosos y contrarios a la presencia española, aunque también a la de sus propios vecinos (Manzano, 1941, p. 105). Los censos que se conservan no inciden en esas diferenciaciones puesto que tienen una orientación meramente tributaria (García Gallo, 1971, p. 101), denotando esta circunstancia bien la falta de sensibilidad a lo diferente o la intencionalidad de no establecer distingos que fueran en perjuicio de intereses económicos.

Se trata de un periodo de contrastes respecto al apoyo efectivo a los españoles y la fidelidad de miembros de élites indias, cuya prueba de lealtad era la conversión y el bautismo. Bautismo que además producirá unos efectos legales y jurídicos a distintos niveles, quizá el más interesante antropocéntrico, pues la persecución de imposición de nombres —fruto de lo que se denominó en el III Concilio limense «gentilidad y superstición»—, llevaba, en palabras de Jaime Valenzuela Márquez una intención «eurocéntrica» y de adoctrinamiento (2010, p. 105; 2017, p. 359), que consideramos orientada a la preservación, en todas sus dimensiones externas, de la catolicidad y cristiandad, acorde con el calendario litúrgico y lo que podría denominarse «la armonización» en las celebraciones y festejos vinculados a los ritos cristianos.

El bautismo, durante la etapa inicial de la conquista, actuó como elemento uniformador entre los españoles y los habitantes de las Indias. Esta acción, considerada ejemplarizante para el resto de los miembros de muchas poblaciones, contó con el apoyo de los curacas notables a los conquistadores. Pero esta interpretación sobre la «aceptación» del cristianismo, como una actitud colaboradora y de respeto y obediencia al conquistador español —prueba también de la docilidad que caracterizaba al «indio» ante los ojos de los españoles— es cuestionada por otro sector interpretativo para el que el bautismo solo fue un instrumento en manos de los españoles para conseguir un mayor control social y dominio. Y, en consecuencia, la pérdida del poder y autoridad ancestrales, y de la identidad cultural que no parece interesar a los españoles. Por otro lado, los jesuitas cuestionaron hasta qué punto el bautismo era la prueba de ir «agregando a la verdadera Religión hijos, que acrecienten las Reclutas de escogidos y predestinados», como expresó el Padre Bernardo Lozano Vélez en Noticia de la California, y de su conquista temporal, y espiritual hasta el tiempo presente (Burriel, 1757, «Parecer de el Padre Bernardo Lozano Vélez, de a Compañía de Jesús).

La presión a la que se vieron sometidos los indígenas por distintos medios fue el detonante del lento ascenso de inconformismo que culminó en sucesivas rebeliones extendidas más tarde por las zonas andinas (Salinero, 2017, p. 137). En ocasiones estas rebeliones pretendían terminar con la imposición de los vestigios culturales del español conquistador, como fue el caso de Nuevo México durante la rebelión del año 1680, a pesar de la «obidenzia y vasallaje» debida al rey como «sus súbditos y vasallos» (Cutter, 2010, p. 202). La destrucción de la documentación y de la normativa impuesta a los «indios» en las fases de fundación, establecimiento y perfeccionamiento del funcionamiento institucional, simbolizaba la ruptura con un derecho impuesto, con un sistema de gobierno ajeno a lo que podría considerarse «el derecho propio» o el derecho que aplicaban los naturales antes de la conquista (Aguirre Abad, 1972, pp. 155-159). De hecho, y según Aguirre Abad para el caso del Reino de Quito, los Incas gobernaban «con absoluta voluntad» mientras que los reyes españoles lo hacían a través de disposiciones reales desde la lejanía, lo que impedía la efectiva observancia de la ley. Uno de los testimonios más ilustrativos de la capacidad de gobierno y organización sociopolítica de los incas aparece en el testamento del capitán Mancio Serra de Leguizamo, último conquistador del Perú en cuya relación de méritos y servicios consta un documento redactado el 18 de setiembre de 1584, en el que explica a su Majestad que entre la gente que hallaron en aquellos reinos que los Incas poseían «no había un ladrón, ni un hombre vicioso, ni una adúltera, ni se admitía mujer mala alguna entre ellos, ni había gente inmoral. Los hombres tenían ocupaciones honestas y provechosas.» Gentes que se dedicaban a sus haciendas y al aprovechamiento de «tierras y bosques y minas, pastos» siendo cada uno dueño de sus haciendas «sin que ninguna otra persona la tomase u ocupase, ni había pleitos a este respecto». Los Incas eran «temidos, obedecidos y respetados por sus súbditos, como a hombres muy capaces y muy bien versados en el arte del gobierno». Sin embargo, «fueron reducidos a pesar de su resistencia y, como decía Mancio Sierra Leguizamo, «los subyugamos al servicio de Dios Nuestro Señor, les quitamos su tierra y la pusimos bajo la corona real, y fue necesario privarlos completamente del poder y mando, pues habíamos tomado sus bienes por la fuerza de las armas» (Markham, 1912, p. 300).

II.1. Autoridad y señorío indígena

El cambio de «soberanía» en territorio indiano, y concretamente en Perú, es, para Fernán Altuve-Febres (2001, p. 188), consecuencia de la llegada de los «occidentales» y la transformación que tuvo lugar: del Imperio del Sol en el Imperio de Justicia; los españoles conocedores del respeto que merecía la suprema dignidad indígena contribuyeron a la génesis del concepto Señorío de los Incas como una realidad particular de Cristo Rey. Esta teoría, explica el historiador del derecho peruano, tiene su base en aquella expuesta por Dante en De monarchia, sobre el triunfo del pueblo por juicio de Dios; y resultó instrumento eficaz para dar carta de naturaleza a la sucesión entre los reyes indígenas y los cristianos españoles, a través de la transferencia de potestad de los señores nativos indígenas al Emperador de las Indias, investido de autoridad. La justificación del ejercicio de esta potestad se encuentra, también, en las Relecciones sobre los indios y el derecho de guerra de Francisco de Vitoria, quien sobre base aristotélica expone lo siguiente: «hay quienes, por naturaleza, se hallan en la necesidad de ser gobernados y regidos por otros […], así como a los hijos les conviene, antes de llegar a la edad adulta, estar sometidos a sus padres, y a la mujer estar bajo la potestad de su marido» (Vitoria, 1975, pp. 51, 66-67). Este argumento contrastaba con la corriente teocrática de Enrique de Segusio, llamado el Hostiense. Una teoría seguida por Palacios Rubios y combatida por Bartolomé de Las Casas (Góngora, 1998, pp. 53-55). Dicha teoría negaba a los infieles personalidad jurídica y política, quedando sometidos a la autoridad papal; así el papa podía transferir su autoridad sobre los infieles a cualquier príncipe cristiano. Esta postura entraba en colisión con la autoridad temporal papal y espiritual sobre los «indios bárbaros». Una teoría que según Castañeda tuvo gran eco durante el siglo XV, conforme lo demuestran sus reediciones (Castañeda, 1993, p. 30). Respecto a la transmisión de la autoridad del pontífice a los príncipes cristianos, el Emperador la recibía a través del Vicario de Cristo mediante concessio. Con respecto a los territorios estos fueron recibidos por donación, conforme a la doctrina teocrática de aquel tiempo —al no estar sometido anteriormente a príncipe cristiano alguno—, y a petición de los Reyes Católicos ante las posibles pretensiones del rey de Portugal, en lugar de sobre el título de invención y ocupación (considerado legítimo en los siglos de lucha contra el infiel). Se trata de una cuestión controvertida, si bien históricamente es lo que sucedió entre Alejandro VI —como vicario de Cristo—, y los Reyes Católicos —a cambio de la obligada evangelización—, la historiografía ha mostrado que no había razón jurídica para hacerlo (Castañeda, 1993, p. 34). Fue de este modo como los reyes cristianos se consideraron sucesores en el señorío de los antiguos reyes indígenas. Esta explicación es de gran utilidad para comprender por qué los reyes cristianos mantuvieron la idea de «Unidad Política» para el gobierno de los Reinos del Perú junto a los reinos de la monarquía hispana. Ahora bien, en el caso de las Indias todo indica la primacía del iusnaturalismo-tomista en virtud de la máxima «el derecho divino que nace de la gracia, no anula el derecho humano que se basa en la razón natural» (véase Castañeda, 1993, p. 30).

Todo lleva a pensar que los españoles aplicaron técnicas de «política internacional» o «diplomacia» con el fin de ganarse el respeto de los «indios». Empero, el respeto de los indios hacia los conquistadores tuvo sus luces y sombras. Para algunos autores, hubo una «imbricación» entre el Imperio Inca y la monarquía española a través de la transferencia de potestad y la «concessio» por el Vicario de Cristo. Como ejemplo de esta superposición de las dos monarquías, consideradas iguales al menos apriorísticamente, son conocidas las representaciones festivas con motivo de la subida al trono de los reyes españoles en el siglo XVIII entre los incas, quienes aclamaron a Felipe V como «el Inca católico, monarca de dos Mundos», un reconocimiento que llevaba implícita la declaración tácita o «pacto callado», jurándole fidelidad y consintiendo la transmisión hereditaria de la Corona (Altuve-Febres, 2001, pp. 194-195). Mientras los Incas así se manifestaban, otros indígenas continuaban sus denuncias ante los oficiales reales, expresando el descontento por la mala acción de gobierno.

En consecuencia, ya desde la segunda mitad del siglo XVI, se pueden diferenciar dos niveles de interacción entre los españoles y los indígenas. El primer nivel, por lo que a los Reinos del Perú se refiere, consistente en el reconocimiento de que la autoridad suprema emanada de Dios se legitimaba a través de la formulación de la teoría de «adecuación a la nueva situación fáctica en cuanto a soberanía»; y fue esa situación la que propició el reconocimiento de una nueva monarquía con autoridad en dos mundos distantes entre sí, no solo físicamente sino también culturalmente; no obstante, el reconocimiento llevó implícita la manifiesta lealtad a la Corona (Manzano, 1948, pp. 309-325). Esta lealtad se fundamentaba, según Solórzano, en el dominio y jurisdicción que, con carácter general y absoluto, ejercía el papa y que en virtud de legítima concesión a través de las bulas recibían los reyes como instrumentos al servicio de tan alta causa espiritual, sin que ello supusiera sometimiento o vasallaje entre los príncipes y la autoridad papal (Castañeda, 1993, pp. 51-54). Si bien la jurisdicción correspondía a los Reyes Católicos, conforme a lo dispuesto en las Bulas, en realidad se refería, exclusivamente, a la propagación de la fe (Diego, 1966, p. 182).

Corolario de lo anteriormente expuesto interesa el efectivo conocimiento y traslado de noticias a Roma, a la sede pontificia, de lo que sucedía en Indias. Y ello tomando en consideración que el nivel de relación diplomática primó sobre cualquier otro en relación con los títulos de soberanía y evangelización concedidos por el papa a los reyes españoles (Córdova, 2004, pp. 471-473). Este dato importa puesto que admitiendo los juristas y tratadistas de la época que el papa tenía la suprema jurisdicción temporal quedaba plenamente justificada la concesión de dominio verdadero sobre los territorios a los príncipes cristianos (Apud. Castañeda, 1993, p. 56). Así, una vez concedida la autoridad temporal a los reyes cristianos con la obligación de evangelizar y cristianizar, el papel de la Santa Sede quedaba seriamente limitado. Por lo tanto, si no obraban en consecuencia solo cabía exigir su responsabilidad a través de la demanda no por quienes se sentían desatendidos sino de quienes en última instancia habían otorgado aquel derecho, concessio, con la seguridad de dejar en manos de quienes mejor competía tal «misión». Pero no por ello se ha de negar la relación entre estos dos poderes; de una parte, a través de las informaciones que los propios evangelizadores hacían llegar hasta Roma, citando por caso las enviadas a la curia y al pontífice por el jesuita Diego de Rosales (Sánchez Pérez, 2017, p. 365); y de otra parte a través del cumplimiento del patronato regio, que suponía una actividad periódica de información, canalizada a través del Consejo de Indias (García Pérez, 2008).

El segundo nivel de interacción entre españoles e indígenas se concretaba en el ejercicio de una autoridad inmediata y próxima a los indígenas, pero corrupta y ambiciosa a pesar de las disposiciones legales contrarias a ciertas prácticas esclavistas, y que fue denunciada por trato inhumano hacia los «indios». Este segundo nivel era el que más problemas causaba para la pacificación de los pueblos y ante ese desafecto hubo acciones concretas. Ha de tenerse presente que, para algunos sectores de la historiografía, sostienen que este nivel de actuación permitió la mejora en las condiciones de vida de los indígenas en materia penal, pues los Incas aplicaban la pena de muerte como común para la mayoría de los delitos cometidos, además de la destrucción de familias y tribus infractoras (Cutter, 2010, pp. 199-215).

El rey obtuvo la condición de señor legítimo sobre los Incas, quienes perdieron el señorío que tenían «al reino» y sus tierras y bienes, que pasaron por subrogación a los reyes cristianos. Este señorío fue incluso reconocido por individuos como el cacique Felipe Guamán Poma de Ayala, quien identifica al Rey Católico con el Inca antiguo. Asimismo, los antiguos sacerdotes del Sol fueron identificados con los jesuitas y los curacazgos con los cacicazgos (Altuve-Febres, 2001, pp. 191-192).

En estrecha relación con el señorío territorial al que pertenecían los «indios» está la cuestión del trato que estos recibieron a distintos niveles, entre ellos a nivel tributario. Desde un punto de vista general y sobre la base de la legislación en esa materia, el trato de los españoles hacia los indios era menos gravoso, al menos respecto a la presión tributaria a la que estaban sometidos antaño. A pesar de la manifestación de lealtad a la Corona, los indios no se beneficiaban de exoneraciones o privilegio alguno. Por ejemplo, el bautismo les eximía del pago de tributos por diez años (Solórzano, 1648, II, 20, p. 183), pero estaban obligados a cumplir con determinadas cargas para los corregidores. La imposibilidad de pago comportaba aplicación de «penas severas», que se aplicaron irrenunciablemente durante siglos, como una manifestación de la justicia conmutativa. Así, por ejemplo, se generalizó el envío de los indios deudores a los obrajes o a servir en las casas de corregidores, curas, españoles y europeos allí asentados, atentando contra su libertad. Precisamente en el ejercicio de la justicia tampoco hubo cortapisas al ejercicio de corruptelas por quienes debían velar por la justicia conmutativa, especialmente los corregidores (Recopilación, VI,3,17). Tampoco la vejación se limitaba a los oficiales reales puesto que la autoridad eclesiástica ejerció los mismos desmanes. Era conocido que los curas convivían con blancas o mestizas, para escándalo de los propios indios adoctrinados, y así durante siglos (Juan & Ulloa, 1982, p. 400). Los miembros del clero se beneficiaban de la servidumbre de varones y de dos mujeres, que se turnaban en las tareas domésticas y de las que abusaban, pues el concubinato era una práctica extendida, siendo frecuente recurrir a «Indias y cholas» (Acuña, 2011, pp. 126 y ss.; Juan & Ulloa, 1982, p. 339).

En materia de administración de justicia los supuestos de injerencia de gobernadores y obispos o arzobispos en sus correspondientes fueros en relación con la defensa de los indios fue motivo de controversia. Desde el siglo XVI, al menos en lo que se conoce para Cusco o en las montañas de Vilcabamba, se «concertó» una capitulación entre el gobernador Lope García de Castro y el inca Tito Cusi Yupanqui para que el primero administrase libremente justicia según la legislación de España «y usos del dicho Inca y sus gentes». Usos y costumbres que «los dichos indios tenían en tiempo de su gentilidad», y que convenía guardar «no siendo claramente injustas» (González San Segundo, 1958, p. 56). Sin embargo, la pastoral desarrollada durante los siglos XVI y XVII no parece tomar en cuenta estas directrices pues partía del presupuesto de la «reforma de las costumbres» (Traslosheros, 2010, p. 19), incurriendo así en algunas de las muchas contradicciones que las fuentes nos ofrecen. En cualquier caso, la toma de conciencia de un derecho primario, ancestral y propio o «peculiar» de los indios, plantearía ante los oficiales reales, al frente de la administración de justicia, la conveniencia de —respetando los consejos o disposiciones reales—, observar aquel derecho propiamente indiano en las resoluciones de los conflictos suscitados entre indios y entre indios y españoles. Al parecer así lo exigieron con el paso del tiempo al pretender sus legítimos derechos como «ciudadanos», en igualdad de condiciones que los denominados «españoles americanos» (Garriga, 2003, pp. 1102 y 1106).

La toma de conciencia de ese derecho primario dio lugar a un posicionamiento doctrinal respecto a la jerarquía normativa, y la defensa de ese derecho pre-hispánico en calidad de derecho especial y autóctono. La alusión a la administración de justicia en este asunto tiene su explicación en que la misma era el modo de «asegurar la tierra», según explicaba Juan de Matienzo. Con tal fin, los indígenas acudían a las audiencias, donde letrados y otros oficiales reales eran, en palabras de Víctor Tau Anzoátegui, nervio del aparato burocrático de la monarquía (2016, p. 68).

Pero el acceso a la tierra y a la propiedad no se ejerció de pleno derecho, a pesar del reconocimiento del «señorío». El «señorío», en palabras de Solórzano, era el concepto legal que determinaba la obligación tributaria de los indios por cada casa o lugar (Solórzano, 1648, II, 20, p. 179). Pero los indios dependían de los propietarios con quienes compartían el régimen de producción, y en cuyas tierras estaban domiciliados. La domiciliación, según el concepto legal de aquel momento, consistía en morar en un lugar durante al menos diez años con toda la hacienda. En este sentido, para determinar la obligación de pechar a los «vecinos» —término común de la legislación castellana, y que según la legislación aplicada en Indias se asignaba a los hijos e hijas de un colono de una nueva población o cualquiera de sus parientes hasta el cuarto grado con casa y familias separadas (Cutter, 1995a, p. 94)— se siguió lo dispuesto en la Real Cédula de 18 de octubre de 1539 que establecía, sobre la base del Derecho común, la necesaria identificación del domicilio. Y así se hizo, por ejemplo, con los indios Yanaconas o «mitimaes». Para estos la obligación tributaria se fijó desde el momento en que fueron trasladados de su lugar de origen a los nuevos territorios en los que se avecindaban; coincidiendo este hecho con el nombre por el que se les conocía (Solórzano, 1648, II, 20, p. 183).

Aunque la disparidad de trato también se evidenció en el modo de acreditar la relación de vecindad, a la luz de la documentación tanto escrita como gráfica. Efectivamente, no parece que se aplicara en condición de igualdad a los indios y españoles y así se concluye del mapa de los indios que se sublevaron entre 1569 y 1772, ilustración que distingue a los vecinos (españoles) de los «indios», a quienes no se asignó el mismo concepto, aunque vivieran en aquel lugar desde tiempo inmemorial. Esta situación era, además, contraria a lo dispuesto sobre el modo de adquirir la vecindad de quienes quisieran domiciliarse en las ciudades de los indios. Según Vitoria dos eran las vías legales para ser considerados vecinos de un lugar: mediante matrimonio con mujer de aquella ciudad o bien mediante los modos consentidos a los extranjeros para convertirse en ciudadanos, y por ende obligados a soportar las cargas comunes (Vitoria, 1975, p. 93). Estas disparidades generaron no solo indefensión ante el derecho imperante sino también ante la reclamación por la mayor presión impositiva.

La vecindad fue el criterio que se tuvo en cuenta con fines tributarios; no obstante, el documento que acreditaba aquella, podía ser presentado en sede judicial con finalidad diversa, y en concreto para solicitar exenciones y otra suerte de trato en beneficio de los herederos o causahabientes (Valenzuela Márquez, 2010, p. 92). Interesa en este punto incidir en el documento acreditativo de la vecindad, pues su concesión se rodeaba de una serie de garantías documentales, gracias a los notarios locales cuya intervención tenía ese mismo carácter de fidelidad a los datos consignados (Argouse, 2016, p. 34 y Guajardo-Fajardo, 1995, pp. 35-37). Notorio es también que en la visita de Andrés Berdugo y Oquendo en 1755 distinguiera entre «indios» y «no indígenas habitantes», que según sus relaciones duplicaban a los primeros; en 1770 tenía lugar la visita de Francisco Antonio Moreno y Escandón que contabilizó y distinguió entre «indios» y «vecinos», éstos últimos «casi duplicaban a los primeros». La vecindad se adquiría por habitar en un mismo barrio, casa o pueblo, según las disposiciones legales; el término legal que determinaba el domicilio era de diez años o bien otros hechos derivados de la venta de bienes y hacienda para establecerse en otro lugar con finalidad de avecindarse (Las siete Partidas del Rey Don Alonso el Nono IV, 24.2 y Novisima Recopilación de las Leyes de España, VII, 4.6). El hecho de que mediante el término «no indígenas habitantes» y «vecinos» se estableciera un paralelismo en clara alusión a los españoles u otros individuos diferentes a los «indios» es importante para justificar el derecho de los indios a la tierra que habitaban como lugar propio y sobre el que tenían legítimo derecho a poblar y habitar (Rapport, 2014, pp. 110-125). Por otra parte, la expresa mención al término vecinos a finales del siglo XVIII en las visitas indica que había una clara finalidad de separar a las gentes bien con intencionalidad política o socioeconómica, como así denunciaron los diputados suplentes en las cortes constituyentes.

Efectivamente la sujeción a la tierra no era cuestión baladí. Solórzano en su obra Política Indiana aborda la obligación tributaria de las gentes de Indias, y explica que los impuestos «canónicos, ordinarios y regulares» eran de obligado cumplimiento para todos los «indios» incluso para las mujeres. La única excepción era para quienes habitaban en el Perú, por razón de su pobreza; y en el caso de las mujeres por la «flaqueza de su sexo» siguiendo a Ulpiano (II, c. XIX); quedaban, pues, las mujeres exentas del pago de tributos, cargos, servicios personales o corporales, siendo en este asunto consideradas «libres». La obligación tributaria nacía de la sujeción a la tierra, por el «empadronamiento» al lugar de hábitat de los padres, que además correspondía con la encomienda o mita minera (Valenzuela Márquez, 2010, p. 94); si bien el autor indica que la «naturaleza» también se refería a los «orígenes étnicos o incluso afectivo-geográficos». Y las consecuencias de la sujeción o no al pago de tributos se evidenciaron en varios planos.

II.2. Maltrato y presión fiscal sobre los indios

La mayor presión fiscal, junto a otros desmanes se intentó combatir desde el seno de estas comunidades, de forma agresiva, como así se desprende de consultas y documentos relativos al cobro y cuenta de bienes de las comunidades de indios. Así consta en una consulta elevada el 22 de setiembre a la Junta de Hacienda y que contó con la escueta pero efectiva disposición real: «Hágase en todo lo que paresçe» (Archivo General de Indias [AGI], Indiferente General, 2366). Pero poco o nada parece que se logró en favor de los indígenas si se tiene en cuenta que entre las malas prácticas objeto de denuncia en el siglo XVIII consta el que los corregidores llevasen registro de cuentas (cartas de cuentas) «a su voluntad de modo que hacen dos». En la primera asentaban la que en justicia era preceptivo realizar, mientras que en el segundo asiento —privado— registraban lo que cobraban indebidamente (Juan & Ulloa, 1982, p. 235). En realidad, y según se desprende de la lectura documental y subrayó Aguirre, lo único que acaeció fue un trasvase de poder y control entre las clases dirigentes Incas y los oficiales españoles.

Pero también en Indias los obligados y «oprimidos fiscalmente» recurrieron a argucias y estrategias conducentes a no cumplir con lo debido. Una de aquellas argucias fue la movilidad descontrolada de parte de la población indígena, y por ende la pérdida de la vecindad (Cordero, 2014, p. 146). De hecho, para algunos autores (Rapport, 2014, p. 87; Cutter, 2010, pp. 208-209) el analfabetismo y la presión fiscal y la imposibilidad de cumplir con sus obligaciones seguía siendo motivo de huida de los indígenas de sus pueblos y reducciones, y la privación de tierras para su trabajo al repartir las comunales, realengas y baldías entre los oficiales reales, dejándoles abandonados a su suerte, miserable. Estas transacciones territoriales tuvieron como excusa el abandono por parte de los indios de las misiones, y el inicio de secularización de las mismas, con la consiguiente gestión privada y deseos de acaparamiento por los especuladores, generándose una diferenciación entre los indios que se sustentaban a partir de la economía desarrollada en los pueblos de indios. La imposibilidad de cumplir con sus obligaciones tributarias llevó al abandono y pérdida de su vínculo con la tierra, pasando a desempeñar una relación de dependencia proletaria, ya que no tenían opción alguna de tener voz y capacidad de representación, pues habían perdido, o se habían visto privados, de su condición de vecinos y residentes indios americanos, a pesar de la defensa que de ellos hicieron los diputados procedentes de América en la fase preconstitucional (Torres, 2003, p. 490) y de las sucesivas disposiciones desde el primer Consejo de Regencia, en 1810, hasta el decreto del 13 de marzo de 1811, que eximía de la obligación tributaria a indios y castas de mulatos y negros entre otros fieles a la causa de la patria en el Virreinato de Nueva España (Mayorga, 2003, p. 1042).

Retomando la situación anterior al periodo constituyente, la respuesta a aquel trato desigual fue dilatada en el tiempo y forma parte de un proceso que se gestó de manera irregular en los lugares en los que caciques, alcaldes y curas se doblegaban a las peticiones de los gobernadores y corregidores, como también ante los oficiales a su servicio, tal es el caso de los tenientes de gobernadores, que ya desde las primeras décadas del siglo XV mostraban una ambición y codicia desmesuradas (Morales, 2008, pp. 369-370). Muchos son los documentos que explican la situación real en aquellos virreinatos y la actitud indolente de caciques y señores de indios, justificando la actuación de oficiales reales, a pesar de lo dispuesto en la legislación. Se trata de individuos que contaron al emperador Carlos en primera persona cómo eran y actuaron los indios ante la presión de los españoles. Entre las muchas cartas llegadas desde el Perú cabe mencionar la enviada el 10 de mayo de 1543 por Diego de Urbina al Emperador:

los indios de la isla de la Puna que es de V.M. salieron a ellos, los mataron e robaron (.) Al mismo tiempo los caciques e Indios desta comarca vinieron sobre mi, i nos tuvieron cercados en esta Ciudad 6 meses.

más adelante relata cómo fueron reducidos,

Recogí conmigo la mas gente que pude, e prendi a ciertos Caciques i señores e haciendo castigo en ellos puse temor a los demás, que luego se vinieron a la obediencia y servir a sus amos como antes (Porras Barrenechea, 1959, pp. 544-545).

En los pueblos de indios —a los que Solórzano alude junto a los «Pueblos de Españoles» para referirse a los Curas Doctrineros y sobre el modo de elegirlos, examinarlos, removerlos y procurar interinos (1648, III, XV, p. 623)—, se gestaron movimientos de protesta y descontento que, en muchos casos, concluyeron con sublevaciones, y que en ocasiones tuvieron su origen en los «bandos o parcialidades» que reinaban en los virreinatos, como sucedió en Nueva Galicia, Perú, Chile o Quito. Esas sublevaciones se intentaban controlar mediante el envío de hombres para que poblasen los lugares que se deseaba pacificar, como fue el caso de la petición del gobernador de Chile, don Martín García de Loyola al Consejo de Indias el 11 de julio y que fue contestado el 19 de julio de 1598, determinando enviar 200 pobladores y 300 soldados (AGI, Chile, 1, N. 33). Esta decisión pretendía la consecución de la libertad indígena y tuvo en la actividad de Francisco Tenamaztle en Nueva Galicia el primer paso en defensa de aquélla. Para Burciaga, una libertad consistente en el amparo espiritual para la salvación del alma y en el cambio de estado indígena hacia la consideración de vasallos de la Corona y feligreses de la Iglesia (2017, p. 965). Con el paso del tiempo las disposiciones legales se orientaron a un mayor proteccionismo, como así acaeció en 1718 tras la promulgación de una Real Cédula indicando el nombramiento de protectores de indios en Riobamba, para que fueran sujetos «de zelo y christiandad que impidiesen las extorsiones pecuniarias, con que se les avia oprimido», motivo de posteriores revoluciones que fueron gestándose por estos hechos (Ayala, 1993, IX, p. 87).

Opresión y extorsión fueron, sin duda, actuaciones generalizadas, y así lo constatan testimonios posteriores descritos en documentos considerados «de la vida jurídica» administrativa de carácter informativo (García Gallo, 1971, pp. 93-95) que relatan cómo los indios «vivian vejados por los blancos», pues las extorsiones y corruptelas favorecían que los oficiales reales obtuvieran beneficio de su trabajo —incluso con el apoyo de los jueces inclinados a los corregidores— (Juan & Ulloa, 1982, p. 257). Interesa aquí subrayar el concepto «extorsión pecuniaria» que se ejercía, prácticamente, desde la llegada de los españoles. Esta extorsión generaba opresión y sufrimiento. De hecho, este tema fue el que ocupó las discusiones doctrinales desde el siglo XVI. Avendaño criticó la interpretación de las Bulas papales respecto al derecho de los Reyes Católicos a enviar misioneros y proteger a los indios de injurias «de manera proporcionada», y previa expresa petición por parte de los «súbditos». Avendaño sostenía que ninguna de las bulas se limitaba exclusivamente a esto, no obstante el término «proporcionada» (Castañeda, 1993, p. 57). Pero el asunto tenía otras ramificaciones que incidieron sobre cuestiones concretas relativas a la forma de vida en libertad. Aunque hubo una preocupación por limitar y ajustar la presencia de los evangelizadores a la necesidad de sus servicios, lo cierto es que el «exceso de celo» en el cumplimiento de la misión provocó efectos indeseados, e imprevisibles (Albani & Pizzorrusso, 2017, p. 525). De hecho, se advierte la preocupación por limitar o ajustar la presencia de los evangelizadores a la efectiva necesidad de sus servicios. Todo parece indicar que ese control para que se cumpliera lo dispuesto en las normas llevó al incremento del número de misioneros, provocando así mayor presión entre los indígenas. De ahí que primasen intereses materiales entre los frailes, hasta el punto de generar un sistema secundario de financiación de su «modus vivendi», paralelo al preceptivo por razón de la evangelización, y moneda de cambio utilizada ante los intentos judiciales de exigir un trato igualitario o ante el procedimiento coercitivo de la visita pastoral donde religiosos y feligresía eran objeto de riguroso examen (García Cabrera, 2011, p. 107). También este tema suponía trato «no proporcional», y por tanto agravante desde el punto de vista económico.

No extraña pues que en la Ilustración servidores reales atentos a los intereses de la monarquía española denunciaran la ilegitimidad de un derecho que no era capaz de evitar «trato tan cruel para los indios», aún a pesar del ejercicio de autoridad por los mismos indígenas (Herrera, 1993, p. 15). Una forma de concienciar a los indios sobre sus derechos y el modo de defensa fue la propuesta por los expedicionarios ilustrados Juan y Ulloa, quienes abogaron por la movilidad hacia la metrópoli con el fin de que aprendieran de maestros, distinguieran vicios y malas prácticas, fueran celosos en la fe y contrajeran amor al monarca y respeto a la soberanía y veneración a sus preceptos, rectitud hacia la justicia y aprecio de la imparcialidad como mejor método para atraer a los de su misma condición y sangre (Juan & Ulloa, 1982, pp. 315-317). En efecto, solo quienes hubieran desempeñado cargos en España y gobernado en ella eran merecedores de hacer lo propio en Indias, pues requisito fundamental era la experiencia adquirida, garantía de buen ejercicio del gobierno.

Pero esa falta de respeto identitario a nivel tributario tuvo otras consecuencias de carácter patrimonial, sobre las cuales los ilustrados racionalistas también se preocuparon. El descontento de los indígenas ante la falta de consideración por las autoridades a su pertenencia a un lugar y al respeto de los derechos inherentes que les correspondieran fue durante el siglo XVIII motivo de motines y sublevaciones. Estas movilizaciones contaron con la participación de gentes consideradas «la plebe», junto con criollos, mestizos y esclavos. Todos ellos tenían conciencia de «residencia» y de «pertenencia a un territorio» (Serulnikov, 2009a, pp. 456-470, 2009b, pp. 121-122; González, 2005), que reivindicaban desde hacía siglos, pero que ahora reclamaban en primera persona. Hasta entonces habían sido las relaciones e informes «oficiales» los que interpretaban y denunciaban en su nombre y en defensa de lo dispuesto en los textos legales de aplicación del derecho castellano en Indias.

Y todos ellos actuaron de consuno denunciando la desigualdad de trato en materia contributiva, especialmente como arma arrojadiza contra los intereses de España, y sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XVIII; a nivel económico por la efectiva limitación de relaciones comerciales con los indios «bravos o independientes» y su incapacitación para el ejercicio de otros derechos (Torres, 2003, p. 483). Así lo denunciaron ilustrados, arbitristas españoles y también algunos de los virreyes, como el conde de Revilla Gigedo en la Instrucción reservada a su sucesor el marqués de Branciforte (Instrucciones, 1873, pp. 34-35, 52), indicando los inconvenientes de acciones contrarias a lo dispuesto en la legislación para Indias.

Por otro lado, este fue uno de los argumentos expuestos por los enemigos de la política española, por ejemplo, Robertson, cuyos informes llegaron a la sede de Cortes preconstitucionales como la causa de la desafección entre indios y gobernadores, de manera que la superioridad con que les trataban fue motivo de que los indios vivieran «sin civilización», en clara alusión a la sujeción a la instrucción de los españoles y conquistadores (Leal, 1981.143 y ss). Y así también se evidencia en el proceso independentista y en los movimientos por la libertad constitucional, sirva como ejemplo del Proyecto de la comisión especial designada por el segundo Triunvirato en Argentina, analizado por Duve sobre la prohibición de forzar a «cualquier ciudadano a pagar contribución alguna por razón de religión» (2008, p. 225).

Otros autores extranjeros como Humboldt dieron opiniones al respecto, con amplio impacto entre la clase política. El naturalista fue objeto de mención expresa en muchas de las sesiones de las cortes constituyentes de Cádiz (Miranda, 1960, pp. 368-376), sentando las bases de una corriente de opinión pública muy bien acogida. Sus opiniones y teorías sobre la condición personal y jurídica de los indígenas son citadas como contrapunto a la consideración del indio por la legislación española durante siglos, proclamando y defendiendo su condición de personas libres y merecedoras del mismo trato que los españoles europeos. Esta denominación fue utilizada por los diputados a Cortes constituyentes en 1810 en clara oposición a españoles americanos, no explícitamente mencionados para este párrafo, y a los que Torres alude como «mero sector exótico y marginal, poco más que ornamental», dando con ello idea de la infravaloración por parte de los españoles hacia quienes fueron designados como representantes del territorio colonial. No obstante, el artículo 27 de la citada Constitución reconocía que «las Cortes son la reunión de todos los diputados de la Nación», incorporando a este concepto tanto a los europeos como a los americanos (Torres, 2003, p. 484).

Los constituyentes tenían una visión muy alejada de la compasiva que Juan y Ulloa tuvieron hacia los «indios» del Perú. De hecho, en los discursos de los diputados en las sesiones se criticó y rebatió la idea de igualdad de derechos con respecto a los europeos —como proponía Humboldt— para indicar la conveniencia de determinar los derechos inherentes a los indios americanos «bajo gobierno hispano». Para ello se utilizó, nuevamente, el argumento tributario para justificar aquella consideración personal. La exigencia tributaria en un mismo plano de igualdad era la que determinaba la condición de ciudadanos. Esta ciudadanía solo se podía reconocer a los «ciudadanos americanos» con derecho a propiedad, siendo esta la condición para poder ejercer derechos constitucionales.

La vejación a la que fueron sometidos durante siglos fue objeto de denuncia también en el momento de las cortes constituyentes, por los diputados «americanos» desplazados hasta Cádiz. En uno de sus discursos Argüelles hace eco de esas «vejaciones, las más injustas e insufribles»; pero se limita a proponer como remedio «más pulso y circunspección» pues silenciosamente sufrían la opresión de virreyes, capitanes generales, intendentes y otros. Aunque hacía un llamamiento no solo al monarca español, sino que apelaba «al juicio de toda Europa», trasladando la responsabilidad en estas actuaciones al resto de los copartícipes en la conquista americana (Argüelles, 1995, p. 79).

III. CALIDADES Y QUALIDADES DE LOS INDÍGENAS. CAUSAS DE LA FALTA DE CONSIDERACIÓN HACIA LA IDENTIDAD DEL INDÍGENA

El sometimiento de los indios a una esclavitud de facto fue constante en el tiempo. Este hecho fue denunciado durante siglos. Llegado el siglo XVIII las denuncias constataban el inferior grado en el que se encontraba la población indígena respecto a sus compañeros de tareas domésticas y productivas, siendo reconocidos nominalmente con ese mismo término «indios domésticos» en documentos de aplicación del derecho, como testamentos (Gentile, 2012, p. 340), y muy a pesar de las denuncias y medidas en su defensa (Juan & Ulloa, 1982, pp. 290-291). Los indios se esforzaban por ser merecedores de la misma dignidad que los españoles, pero que los oficiales reales negaban.

III.1. El derecho a la identidad de los indios

Los indios fueron considerados una raza merecedora de protección y trato ante los desmanes y desconsideraciones de quienes ejercían la autoridad. No se puede pasar por alto que frente a la heterogeneidad de «españoles» llegados a las Indias se encontraba una masa poblacional —puesto que eran dueños de sus tierras y naturales de las que habitaban en su inmensa mayoría—, igualmente heterogénea. Y efectivamente, así lo defendió Victoria al explicar que el papa en modo alguno era el «señor del mundo», revisando los títulos legítimos de la conquista y concesión territorial en favor de los Reyes Católicos (Castañeda, 1993, p. 46). Si bien la común denominación «indios» es generalizada en la documentación oficial, lo cierto es que hubo otra documentación, propia de las esferas privadas de los conquistadores, oficiales y otros servidores de la monarquía española y de los intereses de la Iglesia, en la que se contienen identificaciones específicas para grupos concretos. Se trata de gentes que. viviendo organizadamente, y regidos por una autoridad, formaban parte de un mapa en el que la diversidad física era también un rasgo de identidad. Esto es lo que autores ilustrados llamaron «temperamento» e hizo posible identificar culturas distintas en el seno del concepto genérico «indios». Como señala García Pérez, el término omnicomprensivo «personas miserables» tenía por contenido distintas comunidades étnicas (2001, p. 49), como los mayas, araucanos, mexicas, aimaras, chichimecas y otros muchos más. Los españoles — aunque no de forma absoluta— se referirían a «indios» como el término sobre el cual aplicar un derecho que garantizase la eficacia del gobierno de la monarquía absoluta: un rey gobernando desde la metrópoli unos territorios incorporados a la Corona de Castilla (Manzano, 1948, p. 32), sin limitaciones por causa de raza, al menos en cuanto a la población indígena autóctona.

La identidad es el elemento que en Indias permitió la clasificación de las personas en grupos socioeconómicos al margen de los religiosos (Manzano, 1941, p. 105). Es evidente que la misión fue decisiva para la distinción entre cristianos y no cristianos, pero al margen de este inicial criterio los conquistadores, prácticamente tras el primer viaje de Colón, tuvieron que aplicar una legislación con importante componente de «identidad». Esto fue así al margen de que todos «los naturales» fueran sometidos al bautismo y conversión, «la inicial diferencia entre conquistadores y población autóctona era su representación indígena» (Solórzano, 1648, I, VII, p. 32), poniendo fin de este modo a su «gentilidad» (González de San Segundo, 1958, p. 58; Rommen, 1951, pp. 267-268). Los indios durante siglos sufrieron la «suerte» del pesado trabajo que se les imponía, y que les acompañó durante todo el periodo de presencia hispana en aquellos territorios; a pesar de que la condición de bautizados y cristianos fuera considerada ventajosa, entre otras cosas incumplidas, respecto del trato que pudieran recibir por otros traficantes, como era el caso de la Real Compañía de Inglaterra. En este supuesto el rey se hacía eco del infortunio que supondría a los negros del Congo bautizados vivir entre gentes que no fueran católicos, y por tanto autorizaba el asentamiento de aquellos en las Indias, evitando con ello el «peor trato» y que peligrara su fe. Por otro lado, aquel espacio ocupado por los indios ha merecido por parte de la historiografía, un análisis específico en atención a los movimientos de rebeldía y denuncia que se generaron en cada uno de ellos, dando lugar a un «perfil espacial», en palabras de Meccarelli, respecto a la historia de los derechos humanos en las Indias (2016, p. 596).

La representación recaía en una comunidad que integraba a gentes de castas y clases distintas (Serulnikov, 2009a, pp. 442, 448 y 457); en definitiva, compuesta por una «raza» diferente a la del europeo y la de éste mismo. El hecho de ser considerados como una raza necesitada de tutela propició el descontento al otro lado del Atlántico, ante la ineficaz representatividad de los indios a nivel de los cabildos —como sucedió en Charcas o en estancias españolas de Chile Central, citando por caso—, y ante la falta de libertad dispositiva sobre sus personas y haciendas, que tuvo como corolario el abandono de las mismas y la movilidad por otras tierras americanas lejos del control y supervisión (Contreras, 2016, p. 95). Estos elementos fueron determinantes a la hora de clamar por el derecho de representación de la población en Indias y su defensa en igualdad de condiciones respecto de las condiciones de los «diputados europeos» en las Cortes constituyentes. Hasta ese momento varias fueron las situaciones vividas por los indígenas y diversas las respuestas recibidas a sus peticiones.

Tómese como punto de referencia legislativo la variedad terminológica que aludía a las gentes de Indias en contraposición al español-conquistador. Altuve-Febres sostiene que el Imperio Peruano consistía en una «corte criolla alineada, un título imperial ostentoso pero vacío y una añoranza melancólica» (2001, p. 212). Durante el reinado de Felipe II se promulgó una Real Cédula fechada en Valladolid el 13 de enero de 1558 que aludía a la distinción entre «cristianos y naturales». Esta primera diferenciación poblacional se compaginaba con la que se utilizaba a nivel administrativo y jurisdiccional, que permitía distinguir entre: «vecinos e indios», «mestizos y mulatos», «españoles y criollos». Los españoles llegados a Indias no eran naturales sino vecinos, y a su vez naturales y vecinos de otros tantos lugares de la Península. Uno y otros se regían por el derecho castellano. Los nacidos en América debían ser reconocidos como vecinos, pues así lo aseguraban los documentos de aplicación del derecho en Indias desde el siglo XVI, citando por caso, en favor de esclavos, mulatos, indígenas e incluso esclavos negros en relación de igualdad con los blancos (Cutter, 1995a, p. 94, n. 118).

Los conceptos connotaban una sociedad, en principio dual (García Gallo, 1972, pp. 489-514), en la que los rasgos y el color eran elementos definitorios de «las calidades de la persona». Estas denominaciones calaban en una sociedad consciente de sus valores y de los derechos que, en principio, la legislación les atribuía. De ahí surgieron los movimientos en defensa del reconocimiento de identidades. fue el caso de los motives y sublevaciones sucesivas como los de los indios caribes (Manzano, 1941, p. 105) o posteriormente por los conjurados en Cuzco en 1567 para expulsar a las autoridades y recuperar la tierra que habían ganado sus padres (López, 1962, pp. 114-119). Los indios del Cusco gozaban de privilegios desde los primeros momentos de la conquista, en virtud de su descendencia de los Reyes Incas, como también los indios Tlaxcaretlas en Nueva España, una circunstancia que tuvo importantes consecuencias en la defensa de sus derechos a lo largo de los siglos (Solórzano, 1648, II, 20, p. 182). La defensa de la identidad ante la persistencia en la presión económica sobre los indios, sobre mestizos — hombres inquietos y revolvedores, grades arcabuceros provenientes de las Antillas y de Nueva España (López, 1961, pp. 591-599)—, mulatos, genízaros —presentes en aquel territorio muy a pesar de las medidas legales (Muro Orejón, 1977, pp. 317-318)—, esclavos y también sobre sus mujeres fue causa del origen de movimientos de resistencia, que se manifestaron como defensa de la ilegalidad en el trato y de la injusticia sobre sus personas, siendo muchas las obras que incidieron en este asunto de Juan de Silva, fray Miguel Agía, Peña Montenegro o el indio de Palafox (Muro Orejón & Muro Romero, 1976, p. 732). Estas personas que recibieron un trato legal conforme a las medidas adoptadas por la Corona en previsión de futuras rebeliones y alzamientos. Esas medidas se concretaron en el régimen tributario, la obligación de desempeñar determinadas las funciones y la amenaza de la esclavitud, ante el incumplimiento de los objetivos fijados por los empleadores en los repartimientos (Badorrey, 2016, pp. 669-693).

En 1569 Tomás de Mercado, en su Suma de tratos y contratos, hablaba de lo conveniente que era a la República de servirse «no de gente viciosa» sino de «ciudadana» (Mercado, 1977, II, VII). En 1582 en el texto sobre razones en favor de un Comisario general de Indias se utiliza el término «persona de fiar» respecto a las noticias que debían solicitarse sobre las Indias, para ponerlas en conocimiento de Roma (Esponera & Lassegue, 199, p. 190). Efectivamente, muchos eran los casos de infidelidad hacia la fe cristiana y escasos los medios sobre su conocimiento. Cítese por caso a Juan Crisóstomo quien en una circular se refería a los habitantes de las Islas Filipinas y del Reino de China con el término «infieles», explicando las dificultades para su catequización. También utilizó ese mismo término el jesuita Miguel Venegas, al referirse a los habitantes del interior de América, pobladores de «Naciones Infieles», que convivían con los españoles que se aventuraron en la conquista de la Florida (Reyes, 1778, p. 162).

Por otro lado, aunque la acepción común de indio aludía al «natural de las Indias» sin precisión alguna (Covarrubias, 1611, «India»), es cierto que no todos los indios tenían «el mismo temple» ni «temperamento»; diferencia que se constata a lo largo de los siglos a través de documentación judicial e informes. Al primer caso cítese, como ejemplo, el proceso entre el protector de indios y Catalina Arias de Molina, en defensa de la anulación de la encomienda para determinados individuos descendientes de indios libres (Valenzuela Márquez, 2010, p. 96), y en el que los testigos a duras penas podían distinguir y diferenciar unas etnias de otras entre los propios indios. Un segundo ejemplo corresponde al siglo XVIII cuando Juan y Ulloa explicaron que al igual que en España cabía distinguir a gentes «más esclarecidas» en el norte que en el sur, siendo todos linajes del mismo país entre los indios de temperamento cálido como los de Guayaquil, Tierra Firme y los indios de Lima y hacia el sur, incluyendo los de la serranía que, junto a otros más fríos, se manifestaban de otro modo; un asunto que no era para ellos de importancia: «y así esta objeción no tiene fuerza para el caso, conque no deteniéndonos más en este asunto podremos pasar a otro para dar fin a este capítulo». En efecto, para Juan y Ulloa objetar que los indios vistan garnacha —símbolo de la función judicial (Bravo Lira, 1986, p. 253)— y entrar en la Audiencia o que se sentasen en el coro de una catedral era ridículo; decían que era inadmisible mantener que la mezcla de varias sangres y otras manchas afeasen y profanasen aquellos empleos, puesto que «los caciques de sangre pura y noble en su nación, qué reparo es el que el color de su cutis no sea tan blanco como el de los Españoles» (Juan & Ulloa, 1982, pp. 320-321). Durante el siglo XVIII los Indios del Perú eran considerados por los autores de las Noticias Secretas «una nación», como conjunto de personas que tenían el mismo origen, hablaban el mismo idioma y tenían una tradición común, y bajo el gobierno de la Monarquía española. Además, estos mismos autores pedían se «respetasen sus fueros», dando idea con ello de un conjunto de reglas y normas de convivencia y posesión de las tierras que de manera injusta se les negaban por considerarlas «mostrencas» al no tener los españoles constancia del registro que les reconociera su derecho ante los conquistadores (Juan & Ulloa, 1982, p. 296). Una realidad que, a principios del siglo XVIII, se concretó en la demanda de tierra por parte de los integrantes de los «pueblos de indios» en todo el territorio de Nuevo México, como principal instrumento para demostrar su vinculación a sus orígenes y el señorío sobre aquella (Cutter, 2010, p. 205).

Hasta entonces lo que se había ocasionado era la pérdida de identidad a través de la segregación mediante la política colonial, que según Rapport tiene su causa en políticas coloniales. La intención parece ser fue situar a aquellas gentes en zonas apartadas, como así se deduce de la visita de Joaquín de Aróstegui y Escoto, visitador de la zona montañosa central en el mismo periodo de la visita de Berdugo, entre 1758 y 1760. En este mapa de descripciones es interesante también que Berdugo distinguió a nativos de blancos o mestizos, mientras que Aróstegui diferenció solo a los indígenas de los mestizos. Y también es significativa la mención de «extranjeros» (o forasteros) reservada para los mestizos que vivían en zonas rurales. Francisco Silvestre en 1789, Secretario del Virreinato de Nueva Granada decía que el indio —en sentido comunitario— no se había convertido en una minoría donde estaba, pero «sí se había hispanizado, y habían pasado a formar parte de otras castas» (Rapport, 2014, p. 170).

Lo cierto es que, durante siglos los conquistadores dieron noticia sobre la vinculación de determinados grupos de gente a la tierra y convirtiéndolos en «pertenecientes» a la misma, más allá de su querencia y apego familiar. Es el caso de los hechos acaecidos en la revuelta de los indios de Marañón ante la presencia de la expedición de Gonzalo Pizarro en 1540 y la actuación del tirano Lope de Aguirre (AGI, Patronato, 29, R.3, folios 18-19v; «Relación del descubrimiento del río Marañón», folios 20v-23r, Carta de Lope de Aguirre a Felipe II); o de la rebelión de los indios zacatecas y guachichiles en 1562 («Rebelión y apaciguamiento de los indios zacatecas y guachichiles», AGI, Patronato,182, R.5, 15 folios); de la toma del castillo de Santa Elena en la Florida por los indios de aquella provincia en 1577 («Rebelión de los indios en la Florida», AGI, Patronato, N.19, R.27, 4 folios); o de la rebelión contra Juan Rodríguez Bautista ante la tiranía contra los indios negros cimarrones en 1580 (AGI, Patronato,152, N.4, R. 4, folios 436-443v, «Méritos y servicios: Juan Rodríguez Bautista: Tierra Firme»); y sin solución de continuidad hasta el siglo XVIII, como fue el caso de la sublevación de los Chunchos que afectó a las poblaciones orientales de los Andes, en concreto a los indios de Tarma y Jauja en 1742; o la sedición de mayo de 1765 ante la administración y corruptelas por el estanco del aguardiente que generó gran desconfianza de los europeos hacia los colonos y la generalización de rondas a partir del 24 de junio del mismo año; la sedición por el Asiento de Ambato (Hambato en las fuentes, constituido por nueve pueblos: Quisapincha, Quero, Pelileo, Patate, Santa Rosa de Pilagún, Tisaleo, Baños y Pillaro) en el año 1770, considerado el primer pueblo sublevado Pelileo, y luego Quisapinche, Pasa, Santa Roda, Pillaro, Baños y Patate (Valladares, 1790, p. 13). Según las fuentes, en estos pueblos el número de españoles era reducido, pero no así el de mestizos e indios, asimismo, las fuentes informan que tuvieron un papel importante las mujeres que corrieron igual suerte que el resto de los promotores. Sin solución de continuidad, se sucedieron las sublevaciones de los pueblos de la Presidencia, de Guamote y Columbe por las extorsiones cometidas con los indios en el cobro de los diezmos, con el consiguiente escarmiento que no impidió nuevas sublevaciones en 1803 para liberarse de las opresiones y gravámenes (Aguirre Abad, 1972, pp. 150-151), acaecido en los preámbulos del proceso constitucional donde se evidenciaron las denuncias de Dionisio Inca Yupanqui. En realidad, se trataba de un procedimiento de migración forzosa, habitual en el territorio peninsular ibérico respecto a la población mudéjar y morisca, a quienes se quería desarraigar y «aculturizar» por su persistencia en creencias y tradiciones contrarias a la cristiandad; un procedimiento que fue continuado en territorio indiano respecto a sus originarios pobladores (Contreras, 2017, p. 162), y que se rodeó —también en esos lares— de las medidas jurídicas necesarias para garantizar el control poblacional (Martínez Almira, 2018, pp. 35 y 60).

III.2. La identidad femenina y su desigual trato ante la administración de justicia en Indias

Las mujeres, como se ha dicho anteriormente, aparecen en las descripciones de movimientos rebeldes y recibieron pena de azotes e incluso de horca, como fue el caso de las del pueblo de Baños.

He aquí que convenga una aclaración conceptual que durante el periodo comprendido entre los siglos XVI y XVIII marcó el carácter y las cualidades reconocidas al sexo femenino, si bien con matices respecto a las españolas y a las indias. Efectivamente, el sexo femenino era el elemento determinante del género, junto con la especie (Covarrubias, 1611, «género»), aunque en el siglo XVIII el concepto género determinaba el «ser común de muchas cosas entre sí distintas o diferentes en especie» (Real Academia Española, 1726-1739, «genero»). Aunque bien pudiera parecer reconocimiento singular de la individualidad, lo cierto es que en el siglo XVIII con ese mismo término genérico «se comprehenderá la muger, si exerciesse la tal arte, pues el género masculino comprehende al femenino». Nótese que el citado diccionario no recoge el término «mujer» pero sí «hombre» del latín homo y aclara que, si bien bajo esa voz se comprende tanto «hombre y mujer», en castellano aludía regularmente al varón. La misma acepción para significar «súbdito» o «vasallo» (Las siete Partidas del Sabio Rey Don Alonso el Nono, IV, 25, 4). Nótese, en consecuencia, hembra como antónimo y etimológicamente significaba «el sexo que concibe», asignando a la mujer una función reproductora común a la de todos los animales. No en vano el citado diccionario describe «el animal que engendra en sí, tanto de los racionales, como de los brutos»; la rica hembra, según Covarrubias era «gran señora» y todo lo malo que se pueda decir se expresa mediante «mala hembra» (Covarrubias, 1611, «hembra»). Pero también «por semejanza se llama tambien el pelo del racional que es delgado y lácio», adjetivos que se refieren a cualidades inferiores respecto a un objeto, en este caso el pelo del animal racional (Real Academia Española, 1726-1739, «hembra»).

La fama y buena reputación eran virtudes apreciadas en mujeres vinculadas a la Iglesia, como Santa Rosa de Lima, y así lo expresó Juan Bautista Marinis (Maestro General de la Orden) en una Carta circular acerca de la Canonización del Beato Luis Bertrán y de la Beatificación de Rosa de Lima (Esponera & Llassegue, 1991, p. 237). En este caso se valoraron por igual los 4 milagros probados, y expresamente de la Santa dice «y a éstos y uno que tenía aprobado, con las virtudes teologales, cardinales, y dones sobrenaturales en grado heroico, corresponde Decreto de solemne beatificación a efecto de Canonización».

Un hecho determinante a la hora de justificar el activo papel de la mujer india en el sistema económico desarrollado tras la fase de estabilización es la escasez de riquezas que llevó a los comerciantes a ofrecer salarios a los indios por su trabajo; y a los hacendados a propiciar el empleo de estos con el fin de obtener la máxima productividad de sus tierras. Esta fue la causa del socavamiento de los principios de libertad de las ordenanzas en defensa de su libertad, porque en realidad quedaban sometidos a las mismas exigencias que el resto de los mitayos, como denunciaban Juan y Ulloa. Así, por ejemplo, en el caso de las mujeres, las indias nobles hijas de caciques manifestaban su voluntad de entrar en conventos en la misma condición que las españolas por su rango y condición. Sin embargo, esta pretensión comúnmente era desatendida mediante estrategias bien urdidas: se daba entrada preferente a españolas y estas tomaban el mando de los conventos, siendo quienes determinaban el rechazo de las pretendientes «cacicas» y, como denuncian Juan y Ulloa, solo admitían a las indias como legas. Esta actuación generaba una nueva discriminación social dentro del convento, y el sometimiento de las indias nobles a las españolas, a quienes servían. Según Garay Montañez esta situación fue la causa de la jerarquización dentro de los conventos, y cuyo orden de prelación entre las mujeres se establecía sobre la base del origen y raza de las mismas. Cabe también señalar que la condición de nobles se veía amenazada para todos los indios, hombres y mujeres, por el ennoblecimiento de los españoles que llegaron a las Indias en los primeros momentos de la conquista y que se mantuvo sin solución de continuidad, generando una nueva clase frente a la ya existente entre la población autóctona y motivo de futuros desequilibrios (Juan & Ulloa, 1982, pp. 420-424). Este dato, sin embargo, contrasta con la defensa de derechos tales como el honor o la reputación —con sus condicionantes y limitaciones interesadas—, hecho que se evidencia en sede judicial (Zacatecas).

Juan y Ulloa describen el carácter de las mujeres de los alcaldes y gentes de gobierno, capaces de enfrentarse a la justicia ante cualquier acción pesquisitorial. Esta actitud denota un papel reivindicatorio y que incluso era visto por los virreyes como causa última de desmanes populares y de subterfugio de delincuentes entre la plebe, pues no en vano se refugiaban en sus casas, sabedores de la protección que allí recibirían. Y así sucedió en un hecho descrito por los citados autores antes de que el Marqués de Castelfuerte gobernase el Perú, ante la comisión de un delito por un limeño que se cobijó en casa de un caballero y fue defendido por su esposa (Juan & Ulloa, 1982, pp. 395-396). Por ello, las autoridades se pronunciaron sobre la presencia de las mujeres en estos movimientos, como fue el caso del canónigo chileno José Cortés Madariaga quien advirtió sobre la mala influencia de las lecturas de los ilustrados franceses y también entre otros de Raynal en los corazones sencillos y menos susceptibles de las mujeres (Leal, 1981, p. 152). Nuevamente la actitud proteccionista, paternalista quería preservar la «inocencia» de las mujeres de las «influencias perniciosas». Esta actitud marcaba una discriminación por razón de sexo en el acceso a la información y conocimiento de las propuestas libertadoras e igualitarias.

III.3. El ataque a la identidad criolla en defensa del derecho de los «indios»

Es este otro de los elementos componentes de la estructura social que sufrió la marginación en la configuración de un mapa poblacional homogéneo. La desigual estima y consideración hacia los criollos causó mella en su dignidad, y también en el derecho a la representatividad en la escala social y gubernamental. No obstante, su presencia en determinadas instituciones como en los tribunales del Santo Oficio, cítese por caso México, constata el aprecio que se les tuvo para el desempeño de actividades concretas, como la de personal externo reclutando para comisarios externos a gentes que colaborasen con el citado tribunal. En este sentido, los requisitos eran la cultura y el reconocido prestigio social y económico (Splendiani, Sánchez Bohórquez & Luque de Salazar, 1997, p. 91). Los criollos reivindicaron una posición digna a su condición como habitantes originarios de aquellas tierras, que contaban con rancio abolengo (Garriga, 2003, p. 1092).

Uno de los procesos a los que determinados individuos se sometieron en busca de la igualdad de derechos fue la certificación de limpieza de sangre. En este sentido, cabe mencionar el importante papel de los expedientes limpieza de sangre como instrumento para reafirmar identidades y personalidades merecedoras del respeto social, así como económico. Cítese por caso la presencia y reclamación por los criollos, quienes como españoles americanos tenían reconocido el derecho a ejercer algunos empleos en plano de igualdad con los españoles, aunque de hecho solo se les permitía el ejercicio de cargos en el ámbito municipal, cabildos y ayuntamientos. Este derecho se amparaba en el linaje y condición noble de muchos de ellos, condición que los españoles, en los primeros momentos de la conquista, no parecen haber apreciado en su justa medida.

La falta de reconocimiento en su identidad y personalidad se unió a la que experimentaban los indios, reflejada en informes y memoriales. Una imagen que de manera interesada utilizaron durante el siglo XVIII algunos autores, como William Robertson cuya obra fue incluida entre otras en la relación de obras prohibidas en la Novísima Recopilación de las Leyes de Indias; la obra Historia imparcial de los jesuitas, Memoria católica primera y segunda, Puntos de disciplina eclesiástica, Carta del Caballero Villegas, la Verdad desnuda y de la obra, también francesa aunque impresa en Londres, Año dos mil cuatrocientos cuarenta junto con otros libros de carácter teológico o de origen sinodal, como las obras que contenían la doctrina de Pistoya (Novísima Recopilación de las leyes de España, VIII, 18. 8 y 10). Estos textos contienen la clave para contrastar imaginarios resultantes de las vivencias de sus autores entre los indios y oficiales españoles en periodos y momentos decisivos de su historia.

IV. EL RACIONALISMO ILUSTRADO ANTE EL FRACASO DEL HUMANISMO MODERNO EN LA DEFENSA DEL INDIO

Llegado el fin del siglo XVIII, tuvieron lugar nuevos hechos que llevaron, una vez más, al juicio crítico y a la denuncia de actitudes poco respetuosas con los indios. Poco más tarde, los representantes y diputados a Cortes constitucionales, cuyas calidades de origen (Garriga, 2003, 1106) no debían condicionar su representatividad en el marco constitucional, fueron calificados como «los hombres más foragidos e indecentes a dar la ley a los virtuosos y honrados [...] muchos que antes vivían enteramente ignorados». Personajes como el virrey Abascal, claramente antiliberal y detractor de las Cortes de Cádiz, propugnaban la intervención de los «vasallos» —entiéndase con ello a la misma población indígena— en los designios de la política gubernamental con especial atención a las Indias, porque aquel pueblo «se debía al trabajo y al amor a la autoridad» (Peralta, 2018, p. 201). Y este era el argumento en su favor:

Se ha visto que V.M. solo concede la igualdad de derechos á ciertas clases, quedando escluidas otras. Por desgracia V.M. no tiene en este momento bastantes conocimientos locales de aquella parte de sus dominios para arreglar este asunto con el tino y prudencia que corresponde. (Diario de las discusiones y actas de las Cortes de 1811, p. 66).

A partir de estos hechos, e intenciones se explica la actitud de los diputados de Ultramar en las sesiones de Cortes Generales y Extraordinarias; Mejía Lequerica, diputado por Santafé de Bogotá y nacido en Quito (Torres, 2003, p. 480), argumentaba en defensa de la libertad que les correspondía y la imparcialidad en la aplicación de las normas que «delante de la ley todos somos iguales». Además, esta declaración contenida en la Instrucción para las elecciones de diputados de Ultramar, corroboraba lo que desde tiempo inmemorial contenía legislación en Indias. Se trata de una declaración que solo se justifica a partir de la no observancia de su contenido en toda su extensión:

Desde este momento, Españoles Americanos, os veis elevados a la dignidad de hombres libres; no sois ya los mismos que antes encorvados bajo un yugo mucho más duro, mientras más distantes estabais del centro del poder, mirados con indiferencia, vetados por la codicia y destruidos por la ignorancia. (Instrucción para las elecciones por América y Asia).

Entre los muchos argumentos dados para limitar el pleno reconocimiento de derechos a los «indios» la falta de instrucción fue uno de los más repetidos en la documentación presentada en este trabajo. La situación en la que se encontraban los indígenas fue calificada de barbarie, por el simple hecho de no ser cristianos. Pero aún a pesar de esa barbarie muchos son los derechos que se exigieron respetar para los indios, lejanos tanto geográficamente como espiritualmente de la cristiandad, según algunos por falta de esta instrucción. En este sentido, el concepto «bárbara fiereza» fue el calificativo común en el siglo XVI para referirse a aquellos que por sus costumbres y prácticas se presentan ante los cristianos españoles como sujetos sobre los que se justifica la evangelización e instrucción moral, y sobre la condición de los «indios bárbaros». A aquellos bárbaros no se les podía privar tampoco de sus riquezas, pues eran «verdaderos dueños pública y privadamente de sus bienes», y si a los sarracenos y judíos —considerados herejes por Vitoria— se les permitía que los conservaran por derecho divino «grave cosa sería negarles a ellos, que nunca nos infligieron injuria alguna» (Vitoria, 1975, pp. 31 y 52).

IV.1. El sentido de la «instrucción» para la defensa de la identidad del «indio»: el sempiterno recurso a la lengua como vehículo de cambio del derecho (del indio)

La igualdad de derechos entre «indios» y «españoles» se centró tanto en la administración de justicia como en la lengua como formas de expresión. Tau Anzoátegui resalta la importancia que Solórzano dio a la lengua como elemento para caracterizar a las diversas comunidades indígenas, y sin cuya comprensión en uno u otro sentido difícil se torna la comunicación, más aún la amistad e intercambio de conocimiento y fe (Tau Anzoátegui, 2016, p. 213). En materia de lengua, y según Aguirre, entre los indios de Ecuador el uso de la lengua quichua se olvidó por completo al igualar los españoles aquéllos con los mestizos, mulatos y también con los blancos.

Esta situación fue consecuencia de las decisiones tomadas a partir de consultas elevadas al Consejo de Indias sobre la conveniencia de que «indios hablasen la lengua castellana y en ella se les enseñase la doctrina». Pero incluso esta medida no parecía del todo aconsejable, puesto que mediante Real Cédula enviada al virrey de Nueva España en 1596 —tras consulta elevada al Consejo el 20 de junio— se destacaba la inconveniencia de «apremiallos a que dexen su lengua natural» indicando que sería mejor que se pusieran maestros para que quienes voluntariamente quisieran aprender esta lengua así lo hicieran y proveer los curatos a quienes supieran la lengua de los indios, puesto que la lengua era variedad que dificultaba la comprensión a muchos niveles (Tau Anzoátegui, 2016, p. 214).

Pasado el tiempo, y según se deduce del cuidado que se puso en representar iconográficamente la sucesión de los reyes incas, bien con fines reivindicativos de nobleza (utilitarista) bien con finalidad educativa (reivindicativa de la cultura ancestral), todo indica que hubo un cambio de actitud de la monarquía al aceptar las manifestaciones visuales como prueba de un pasado «imperial» y como instrumento para su formación (Altuve-Febres, 2001, p. 197). Pero la formación de los indígenas sobre la base de su cultura ancestral precisaba de la instrucción moral cristiana para ser completa, pues era bien sabido que los indios enseñaban a sus niños «dogmas, y algunas otras necedades inútiles, con toda la Recomendación de verdades muy importantes» (Reyes, 1778, pp. 111-112); y, en consecuencia, no había instrucción sin comunicación verbal, lingüística. De las noticias e informaciones de los ilustrados se concluye que no se llegó a cumplir lo previsto, a eso se deben las recomendaciones efectuadas sobre la conveniencia de un mayor nivel de moralidad e instrucción para la efectiva consecución de la igualdad entre los ciudadanos y los españoles (Juan & Ulloa, 1982, p. 229).

Torres explica que la formación fue, sin duda, uno de los requisitos a valorar a la hora de admitir a gentes de distintas «castas» en el encuadre de la «representación nacional» de ambos hemisferios» (2003, p. 487). Con ese mismo fin instructivo de los indios infieles se concibió la creación de misiones, especialmente a lo largo del siglo XVIII. Hacia ellas fueron atraídos con el fin de facilitarles lo que, según los ilustrados, les faltaba. Así fue en el territorio de Texas para el que se arbitró este modelo de instrucción alternativo a los pueblos de indios (Cutter, 2010, pp. 205-208). De hecho, muchos de los indios de nueva colonización durante el siglo XVIII fueron considerados «salvajes» (Zabala, 1944, pp. 48-50) y así designados en la documentación. Es el caso de la petición efectuada por el Duque de Alcudia de fondos para costear el agasajo que debía a los «Gefes de las Naciones salvajes» de los indios Creeks, a quienes el gobernador solía convidar a su mesa. Se trata de una petición con motivo del tratado firmado con los Yndios Creeks el 14 de mayo de 1792 (AGI, Estado, 14, N.11, 2 folios; («Gobernador Habana sobre tratado con los indios»). Interesa en este asunto la información del año 1792 en inglés sobre «desire of the creeks and cherokees for peace with the spaniards; american emissaries to the choctaws and chickasaws», que fue objeto de negociación diplomática entre los gobernadores de aquellos territorios, y que traslada el interés de pacificación al colectivo indígena (AGI, Cuba, 2371; «Correspondencia oficial de los gobernadores Esteban Miró, barón de Carondelet y Manuel Gayoso de Lemos. Correspondencia de Guillermo Bowles» 1790-1799).

Estas medidas no parece que se dieran de forma general, o así se cumplieran. Desigualdad que Juan y Ulloa apreciaron también a este mismo nivel, puesto que la lengua hablada por «el Inca» —por lo tanto, de los Indios del Perú— no estaba al uso en las naciones de los «indios gentiles». Eso explica la superioridad que se evidencia en el texto respecto de los indios del virreinato del Perú en comparación con Quito, y las diferencias entre los indios de una parte u otra del Oriente de los Andes. De hecho, esa dificultad lingüística fue también objeto de la argumentación a favor de la igualdad de los indios en las Comisiones Constitucionales. El señor Feliu consideraba que el hecho de que los niños ingleses de Londres hablasen el inglés con solo tres años no era razón para considerar que los indios eran «torpísimos» porque necesitaran más tiempo para hablar español. Se trataba, sin duda, de un hecho que tenía, en parte, su causa en la metodología y no en la condición humana de los aprendices (Intervención del señor Feliu 30 de enero, en Diario de las discusiones y actas de las Cortes de 1811, p. 165).

IV.2. Instruidos y ciudadanos «españoles» elegidos para defender los intereses de «otros indios»

El argumento de la igualdad entre españoles, indios, y negros, y el mestizaje entre españoles y negros, tanto en el grado de mulatos como de tercerones, cuarterones y otros grados, fueron utilizados por ilustrados y por rebeldes, libertadores y preconstitucionalistas; todos ellos esgrimieron de manera infructuosa la defensa de la exacta semejanza o cualidad (Real Academia Española, 1726-1739, «igualdad») de sus derechos como ciudadanos (Acuña, 2011, pp. 134 y ss), por más que «con el discurso del tiempo del tal suerte que llegan a convertirse en blancos totalmente… no obstante que hasta la quarta no se llaman Españoles» (Serulnikov, 2009a, p. 464). Estos planteamientos se vieron reforzados por sucesivos motines y sublevaciones a lo largo de todos los virreinatos, como el que sucedió en Charcas, que una vez controlado fue motivo de condena y humillación a la plebe señalando sus «excesos» y la falta de legitimidad para hablar en nombre del «común de la ciudad». Esta situación evidencia también el afán por la clasificación en estratos que Valenzuela cuestiona como hipótesis de la imposible «taxonomía sociorracial occidental» (2010, p. 84) que propició, ahora sí desde los estratos más bajos a diferencia del proceso inicial de conquista, la insatisfacción de los individuos por la vida que les tocaba llevar y a la que parecía estaban «predestinados». A partir de ese momento solo el cabildo era el legítimo representante de los intereses reales —no en vano, en el momento de elegir diputados solo los ayuntamientos pudieron decidir entre los propietarios—, evitando así cualquier pretensión de quienes querían alzar su voz como residentes.

Pero aún a pesar de esas indicaciones Aguirre Abad señala que el aislamiento de las colonias de la realidad circundante e incluso de Europa, propiciada y favorecida por la metrópoli impedía el fluir de ideas que alimentasen las revoluciones sociales que se experimentaban en estos lugares. Resulta controvertido aceptar la afirmación de que la revolución de Independencia era necesaria para que las «colonias entrasen en la gran sociedad de naciones civilizadas» (Aguirre Abad, 1972, p. 155), ya que ese movimiento civilizador no se vio acompañado de la efectiva aplicación de la igualdad de género y raza.

Ante estas urdimbres era difícil construir un entramado que contuviera todas las esperanzas de los representados americanos. Este anhelo no fue satisfecho, a pesar de la actividad política de los habitantes americanos, en todas sus calidades y cualidades, y de la utilización de instrumentos de distinto alcance —como, por ejemplo, memoriales, informes o libros sobre el maltrato y denuncia de la avaricia de los colonos—, ninguno de estos esfuerzos provocó el resultado que con ellos se pretendía. Tampoco las denuncias de los oficiales reales, generalmente contenidas en las relaciones de méritos y servicios compuestos con motivo de testamentos— propiciaron cambio de actitud hacia los indios. Las descripciones de los abusos, objeto de calificación como libros prohibidos, constaban en las bibliotecas de criollos. José María España y Manuel Montesinos Rico fueron, por ejemplo, lectores de las obras de Raynal, Feijoo, Montesquieu y Rousseau, y a ellos se les reconoce haber alentado la proclamación de la República en la Guaira en 1797. Como explica Leal, pretendían hacer realidad las palabras de Raynal «Si alguna vez sucede en el mundo una revolución feliz vendrá por América» (Leal, 1981, p. 148).

Este planteamiento, aún a pesar del humanismo racional y del humanismo jurídico, tuvo un largo recorrido hasta las primeras cortes constituyentes. La convocatoria de Cortes declaraba tener por finalidad:

que los españoles elevados a la dignidad de un Estado liberalmente constituido tengan más pronto a la vista la dulce perspectiva de los bienes que van a disfrutar, y se hagan más animosos y más grandes para defender su libertad e independencia, y salvar a su Rey del injusto cautiverio que padece, restituyéndole a su Trono. (Decreto de la convocatoria de Cortes).

La defensa de la libertad y la independencia y el salvamento de su rey del cautiverio de los españoles «elevados a la dignidad del Estado liberalmente constituido» eran criterios para determinar quiénes eran los elegidos; los elevados a aquella condición de «españoles». Precisamente ese concepto de gobierno territorial de un país o dominio por parte de un príncipe o señor, independiente en lo temporal —contrario al de autoridad universal del papa—, había defendido siglos antes por Solórzano al afirmar que esta condición era propia de España por una exención de carácter histórico, ante la evidente capacidad para actuar independientemente sobre sus territorios (Castañeda, 1993, p. 54). La respuesta vino en el Manifiesto y Decreto de 14 de febrero de 1810 según la convocatoria y regulación de las elecciones presentada por el Consejo de Regencia (Instrucción para las elecciones por América y Asia).

La inicial consideración de la igualdad entre los diputados «españoles americanos» y «europeos» fue cuestionada respecto a la representación efectiva de los indios, y al modo en que esta se debía realizar. Se trataba de los diputados de los Virreinatos de Nueva España, Perú, Santafé y Buenos Aires, y de las Capitanías generales de Puerto Rico, Cuba, Santo Domingo, Guatemala, Provincias internas, Venezuela, Chile y Filipinas. Estos Diputados, a razón de uno por cada «capital cabeza de partido de estas diferentes Provincias» serían elegidos por los ayuntamientos de cada capital, previo nombramiento de tres individuos «naturales de la Provincia», lo que parecía limitar el derecho de los vecinos y avecindados, como se denunció más tarde; gentes dotadas «de probidad, talento e instrucción, y exentos de toda nota»; entre ellos tres se sortearía el que debería ser Diputado (Instrucción para las elecciones por América y Asia. 1885). No en vano, el inicial reconocimiento a ese derecho fue cuestionado y sometido a votación por razones no explícitamente descritas, pero que a la luz de los hechos pudieran guardar también relación con las dificultades para fijar criterios fidedignos en la representación; criterios que, por otro lado, generaban inseguridad a los diputados en Cortes por la posible descompensación entre diputados americanos y diputados europeos. En palabras de Agustín Argüelles:

Cuando se discutió el decreto de 15 de octubre se excluyeron varias partes de la población de América de la participación de derechos; y aunque es cierto que a todas las clases se debe considerar iguales, no se ha creído conveniente que todos gozasen el derecho de ciudadanos […], Conceptos de raza y género y los desafíos que estas categorías plantean al Derecho y a la enseñanza de la mismo. Especialmente, las cuestiones de desigualdad que históricamente vienen poniendo en cuestión al Estado (Argüelles, 1995, p. 76).

Fue esta la discusión de la proposición sobre el Decreto V (del 15 de octubre de 1810) donde se sancionó que los dominios españoles en ambos hemisferios formaban una sola y misma monarquía, una misma y sola nación y una sola familia, de manera que los originarios de dichos dominios europeos o ultramarinos «eran iguales en derechos a los de esta península» y la representación nacional de los españoles, indios y sus hijos debía ser «la misma en el número y forma» de acuerdo con la población que tuvieran en aquel momento en las provincias, villas y lugares de la Península e islas de España europea entres sus legítimos naturales». Se pretendía que esta igualdad fuese válida para los diputados de América y Argüelles quería fuera reconocida en las Cortes constituyentes, pero de efectiva aplicación en las Cortes ordinarias (Argüelles, 1995, pp. 69-76). Este fragmento se toma como punto de referencia final en el presente análisis temático, ya que el marco temporal se circunscribe al siglo XVIII con el fin de justificar la omisión de determinados sujetos de derecho en el texto constitucional de 1812, sobre la base de las calidades y cualidades de los indios y gentes designadas genéricamente como «razas» excluidas en el imaginario socio-político, y en este sentido también las mujeres. Esta circunstancia estaba contenida en el Decreto V (del 15 de octubre de 1810), donde se admitía la unidad de los dominios de ambos hemisferios en una sola monarquía y una sola nación y, en consecuencia, la igualdad de derechos de todos sus naturales, tanto europeos como ultramarinos, es decir de los españoles americanos y los españoles europeos, como rezaba la Instrucción (Torres, 2003, pp. 486-487).

Ahora bien, en las Cortes constituyentes predominó el criterio de representación basada en el Antiguo Régimen. De hecho, la presencia de diputados americanos (veintisiete elegidos como suplentes y uno solo como «titular») fue reflejo de la representación de los estamentos, de miembros del clero —Morales Duárez—, de la nobleza —Inca Yupamqui— y de la burguesía con la condición de propietario —caso de Ramón Power por Puerto Rico—, y a partir de la elección efectuada por los ayuntamientos (Serulnikov, 2009a, p. 461).

A pesar de esa consideración igualitaria fue necesario explicar, diez meses después de la convocatoria inicial, cuál había sido la intención real de la misma y de la regulación de las elecciones de Diputados por Ultramar. El 19 de diciembre de 1810 se publicaba el «Decreto adicionado al de 14 de febrero de 1810, para que los indios puedan elegir representantes a las cortes del reino» aclarando que en modo alguno se había querido excluir a «beneméritos vasallos acreedores a la consideración que les profesa» de los sujetos presentes para las elecciones, en clara alusión a los «españoles nacidos en América y Asia, los domiciliados y avecindados en aquellos países» y «asimismo de los indios y de los hijos de españoles e indios» (Hernández y Dávalos, 2007, documento número 168). La Declaración del Consejo de Regencia en nombre de Fernando VII señalaba tres cuestiones de hondo calado: en primer lugar, los indios e hijos de españoles e indios tenían los mismos derechos que los españoles nacidos en América y Asia, y que los domiciliados y avecindados en aquellos países; en segundo lugar, los domiciliados y avecindados en América y Asia disfrutaban de los mismos derechos que los nacidos en aquellos territorios; y en tercer lugar, todos eran vasallos merecedores de los mismos derechos en virtud de la consideración que el rey les profesaba como súbditos. Y en su conjunto, todos, integrados en el concepto general de «españoles americanos» y hermanos de los europeos (Instrucción para las elecciones por América y Asia, pp. 594-600).

Sin embargo, la realidad distó bastante de la declaración de intenciones y más aún de la justificación aclaratoria, ante las dudas y malestar originado por la convocatoria del Consejo de Regencia. Torres explica que el temor a que la aplicación de la regla de igualdad de representación parlamentaria pudiera tener consecuencias negativas, «por circunstancias sobrevenidas», condicionó el planteamiento de la representación por cuotas, o sobre la base de un «número fijo y predeterminado de diputados» como alternativa. Asimismo, se cuestionó el procedimiento de sustitución de suplentes por propietarios (Torres, 2003, pp. 472-473). Una alternativa que no tuvo éxito y que plantea una duda sobre si el peligro estaba en las «circunstancias» o en las «consecuencias» que se ocasionarían por la designación del número de diputados correspondiente sobre la base de la población americana, que sería notablemente superior a la de «Españoles europeos»; y es ésta la circunstancia que, evidentemente, se consideró verdaderamente gravosa respecto a la defensa de los intereses de los peninsulares ante las peticiones de los americanos.

Los defectos de forma que se advierten en la fase de Cortes constituyentes, muy a pesar de la declaración del Consejo del Reino, en la identificación de los indios como sujetos de derecho de representación activa, fueron un revulsivo hacia la población que constituía una importante base demográfica, de gentes a las que se cuestionó durante siglos en sus valores y capacidades más elementales. Ciertamente, era una población de difícil concreción numérica, lo que podía dificultar el establecimiento de las proporciones representativas. Esto se deduce de los datos provenientes del otro lado del Atlántico desde las dos últimas décadas del siglo precedente, donde la población local tomó conciencia de su condición de vecinos, residentes y legítimos herederos de un territorio que les pertenecía desde tiempo inmemorial y al que estaban arraigados.

Es una fase inicial de las reuniones y convocatoria se aludió a prejuicios y planteamientos apriorísticos sobre su simplicidad, o la ignorancia natural —en realidad no es este el sentido del término que utilizan los autores, ya que la «natural simplicidad» es propia de la inocencia de carácter— (Juan & Ulloa, 1982, pp. 230, 237 y 297) que llevaron a estas personas a ser condenados «a la opresión servil» e infeliz destino. Estos conceptos hundían sus raíces en las Relecciones de Vitoria en alusión a los «barbaros» a quienes no hubiera «aún llegado la nueva de la fe o de la religión cristiana», quienes no se podrían condenar por causa de infidelidad, ya que el vivir según la ley natural sería motivo de salvación (Vitoria, 1975, p. 75). Una condición que fue objeto de un infructuoso debate respecto a la consecución del reconocimiento de los derechos constitucionales. De hecho, en un primer momento los indios no pudieron elegir a sus representantes por sí mismos, y su voz debía ser escuchar por medio de los «defensores de Indios»; supuesto que corroboraba la consideración de sus limitaciones.

Con el paso del tiempo se consideró fundamental para determinar sus derechos como ciudadanos por su condición de libres, junto a las personas de origen africano con libertad limitada, en concreto, a ejercer el derecho de sufragio, y que tuvo su máxima expresión como causa de debate a la hora de constituirse en una representación «legítima y completa» en las Cortes de Cádiz (Torres, 2003, p. 478). El cambio conceptual adquirió carta de naturaleza en las sesiones de debate previas a la Constitución de Cádiz, y en concreto en el debate del día 13 de febrero de 1811. En relación con la igualdad en materia de oficios, fue una reclamación constante hasta llegar a sede constitucional, si bien en este lugar se produjo un interesante cambio conceptual, al definirlos genéricamente como «americanos» sin expresa mención a su raza, como venía siendo tradicional. Valenzuela en su estudio sobre las identidades y su evolución durante la Edad Moderna concluye que la misma se ve afectada por un proceso de mutación permanente que además afecta a la distinción cultural y que estuvo en manos de los «actores» (2010, p. 108). Efectivamente hay mermas, hay escisiones y decisiones político-religiosas tendentes a «homogeneizar», pero también es cierto que hubo una intencionada adaptación y adecuación a nuevas circunstancias — muchas de ellas en el seno de negociaciones, como indica Valenzuela Márquez—, dura desde el punto de vista de lo personal y de las pérdidas que ello comportaba, pero también fruto del espíritu de subsistencia y resiliencia inherente al género humano. El cambio terminológico supuso la denominación de los individuos en función del territorio y del ámbito geográfico en el que hubieran nacido; de ahí la expresa mención a americanos y europeos, todos como decía Argüelles ciudadanos libres, que tenían asegurado «el perfecto goce de sus derechos» y para quienes existían iguales garantías de defensa y protección del Gobierno «contra los que quebrantan las leyes, y atropellan su seguridad personal» como era el objeto de una constitución liberal. De ahí que expresamente se dijera lo siguiente:

sepan los americanos que se les ha declarado ya la igualdad de derechos, y que con la misma pueden aspirar a todos los empleos en uno y otro hemisferio, sin distinción alguna con los europeos. Esto de que no sean provistos con tanta freqüencia como los europeos, proviene de que por razón de la mucha distancia que hay entre ellos y la corte no es bien conocido su mérito. (Diario de las discusiones y actas de las Cortes de 1811, p. 339).

A partir de la Constitución de 1812 se articularon los principios para elegir a los representantes o diputados atendiendo a distintos criterios, pero asistemáticamente (Rodríguez Blanco, 2009, pp. 169-172). Prueba de ello fueron los manifiestos y pronunciamientos que se sucedieron tanto en la Península como al otro lado del Atlántico. La influencia de pensadores franceses, citando por caso a López Rayón y sus Elementos Constitucionales (1812), explica la defensa de que todos los trabajos debían ser desempeñados por los «americanos», una vez proscrita la esclavitud; logro que en el caso de México confirmaba su situación de nación libre y totalmente independiente de España y de cualquier otra nación, en clara referencia a Francia. Al otro lado del Atlántico las propuestas de Morelos —citando por caso— se plasmaron finalmente en el artículo 18 del Decreto de Apatzingán: «Ley es expresión de la voluntad general», y en esta categoría se incluían todos los individuos naturales de aquellos lugares, «en orden a la felicidad común» (Garriga & Lorente, 2007, pp. 402-403), por lo tanto, de todos los que forman parte del común, según se desprende del texto (Rommen, 1951, p. 266).

El texto constitucional de Zacatecas fue de los más reivindicativos, puesto que ya desde el inicio planteaba que todas las proposiciones de ley pudieran ser formuladas por todos: desde los diputados hasta los ciudadanos y las corporaciones, siendo consciente de que la «voluntad» general no estaba representado en el Congreso. Estas reivindicaciones condujeron en 1824 a la obligación de que «todos los habitantes debían jurar ambos textos» Un tema que interesa destacar en este punto es el cambio sobre el concepto de «compromiso hacia el estado» que se evidencia en la evolución de Hobbes a Rousseau; para el primero el compromiso con el Estado era algo sagrado, mientras que para el segundo era fruto de un «contrato» de un pacto o acuerdo de voluntades, para el que no todos estaban capacitados. Es aquí donde se evidencia la mayor dificultad: ¿hasta qué punto indígenas, mujeres y otras gentes privadas de la condición de «ciudadanos» podían ser capaces de comprometerse como sujetos de derechos y obligaciones? Estas limitaciones fueron denunciadas y discutidas en el marco preconstitucional pero también en otros espacios ante la evidente injusticia que suponía la humillación de ver su condición social despreciada tanto por los españoles como por mestizos, negros esclavos y esclavos. Aunque estos últimos vieron frustrados sus anhelos de libertad al considerar los mismos diputados americanos que no era oportuno tratar de la defensa de sus derechos en igualdad de condiciones que los de ellos mismos (Torres, 2003, p. 490).

V. A MODO DE REFLEXIÓN FINAL

Nos encontramos como historiadores del Derecho ante una temática que evidencia una realidad condicionada por un complejo entramado de intereses, desencuentros, ignorancias y presiones, y cuyo origen sostenemos radica en el momento fundacional de la conquista.

El derecho de aquel momento, sujeto a la falta de conciencia sobre la realidad poblacional de las Indias, condicionó a los españoles-conquistadores y a los oficiales reales en su forma de actuar y responder a las necesidades planteadas por los indígenas, a través de sus autoridades y representantes. Es evidente que circunstancias de carácter económico y socio-político motivaron decisiones controvertidas, y fruto de ello un periodo en el que desmanes, aspiraciones y frustraciones de la población incorporada a las Indias alteró el orden jurídico de lo que se denominó «naciones de indios».

El devenir del derecho castellano implementado en las Indias tuvo su corolario en la propia evolución del derecho soterrado de las comunidades indígenas, y sin duda el periodo constituyente actuó de acicate para aquellas personas que durante siglos manifestaron el deseo de un reconocimiento en igualdad de trato, representación y capacitación. Es este el tema que merece seguir siendo objeto de análisis comparativo2, para comprender las claves de una representatividad imperfecta en el marco del proceso de Cortes constituyentes.

 

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Las siete Partidas del Sabio Rey Don Alonso el Nono: nuevamente glosadas [1ª y 2ª partida]. Reproducción digital basada en la edición de Madrid de 1611. Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2009. Recuperado de http://www.cervantesvirtual.com/obra/las-siete-partidas-del-sabio-rey-don-alonso-el-nononuevamente-glosadas-1-y-2-partida--0/.

Novísima Recopilación de las Leyes de España. Madrid, 1805.

Recopilación de Leyes de los Reynos de las Indias, mandadas imprimir y publicar por la magestad católica del rey don Cárlos II. nuestro señor. Edición facsímil de la realizada por Julián de Paredes en Madrid en 1681. Madrid: Ediciones Cultura Hispánica, 1973.

 


* Trabajo de investigación realizado en el marco del Proyecto financiado por la Conselleria de Educación, Investigación, Cultura y Deporte Género y Raza: Las subjetividades omitidas en el constitucionalismo (GV/2017/168), siendo su investigadora principal la doctora Nilda Margot Garay Montañez, a quien agradezco sus comentarios e indicaciones bibliográficas sobre algunas de las cuestiones abordadas desde el punto de vista histórico jurídico, pero con proyección en otras disciplinas de interés y actualidad; y también del Proyecto I+D+i: El Estado secular y las políticas de coexistencia (2016-). DER2016-79293-P, liderado por la investigadora principal doctora Rosa María Martínez de Codes.

1 En cursiva están aquellos términos y conceptos que aparecen en la documentación, pero que, desde el punto de vista etimológico, no significaban en aquel tiempo lo mismo que en la actualidad. Entrecomillados, pero sin cursiva, están los términos que, considero, merecen, ser abordados o tratados de manera específica, y que no tienen por qué figurar en documentos consultados, pero sí en diccionarios de aquel tiempo.

2 La extensión del trabajo que aquí presentamos no permite incluir en el mismo esta nueva propuesta; la cual está incluida en la comunicación al XX Congreso Internacional del Instituto Internacional de Historia del Derecho Indiano (La Rábida, 16-20 de setiembre de 2019), «Razas gentes y hombresante la jurisdicción ordinaria e inquisitorial en Indias. Supuestos de justicia conmutativa».

 

Recibido: 17/06/2019

Aprobado: 17/09/2019

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