I. INTRODUCCIÓN
Para los romanos, el jurisconsulto -para poder llevar a cabo correctamente su elevada misión- debía conocer detenidamente los interrogativos filosóficos. De hecho, la tarea principal de la filosofía era la profundización de las cosas divinas y humanas para la producción del conocimiento preliminar y necesario para el manejo correcto de lo justo y de lo injusto, cristalizado en la filosofía del derecho. Parece claro, entonces, que para el legislador romano la jurisprudencia se consideraba una ciencia propiamente especulativa, que gracias al conocimiento filosófico podía establecer lo que tenía que considerarse correcto y aceptable (Digesto, 1. 1. 10.2).
El derecho, en cambio, era una ciencia práctica: un conjunto de reglas y principios cuyo fin era el cumplimiento concreto de lo que se había establecido a nivel filosófico. En otras palabras, su función principal era la creación de las condiciones necesarias para la aplicación concreta de los principios abstractos elaborados por la filosofía del derecho, muchos de los cuales se fundaban en creencias religiosas y sobrenaturales; tanto que el derecho romano público incluía también el sagrado, a pesar de que ambos nunca llegaron a identificarse o a fundirse entre ellos, como sí se registró en otros derechos antiguos (Domingo, 2006, p. 3).
Lo que se está diciendo es muy evidente al momento de examinar el caso fortuito, la categoría jurídica que está llamada a disciplinar los efectos de los desastres relacionados con amenazas de origen natural y biológico. De hecho, como se demostrará en las próximas páginas, el caso fortuito se plasmó a partir de las creencias divinas y sobrenaturales de los antiguos griegos y romanos. Este rasgo, codificado durante la época romana pagana por el jurista romano Gayo (siglo II d. C.), fue conservado durante el primer periodo cristiano, como demuestran algunos pasajes del Corpus Iuris Civilis de Justiniano (siglo VI d. C.), por el simple hecho de que la cosmovisión pagana relativa a los desastres fue recibida por las Sagradas Escrituras. El caso fortuito, en definitiva, fue adoptado integralmente por la sociedad medieval en general, e hispánica en particular, por su conformidad con el dictado bíblico (y consecuente cosmología), como lo demuestran algunas normas del Espéculo y de las Siete Partidas.
La profundización de los paradigmas culturales cristalizados en esta categoría jurídica puede considerarse, por lo tanto, un excelente enfoque, pues hasta ahora no ha sido debidamente ponderado por los estudiosos1. En consecuencia, es necesario subrayar una vez más la influencia que tuvo la cosmología cristiana, así como la idea de que los desastres relacionados con amenazas de origen natural y biológico eran una manifestación de la ira divina, en el desarrollo de la sociedad europea y de sus más diversos ámbitos, incluido el jurídico.
II. EL CASO FORTUITO POR EL DERECHO ROMANO
Las primeras definiciones del caso fortuito se encuentran en el Corpus Iuris Civilis de Justiniano. En elCódigose afirma que los acontecimientos incluidos en esta categoría jurídica no pueden preverse (Código, 4. 24. 6) ni resistirse (Código, 4. 45. 28). En el Digesto, en cambio, se confirma que los mismos, para considerarse fortuitos, no pueden resistirse por la fuerza del hombre, y se añade que no deben ser causados por obra humana. En particular, y siempre en elDigesto, el jurista romano Gayo expresa esta regla general en dos pronunciamientos: el primero relativo al comodato y el segundo, al préstamo (Digesto, 13. 6. 18; 44. 7. 1.4).
En el mismo cuerpo de leyes, tratando «la causa legítima» que permite a un hombre no presentarse frente al juez, Ulpiano (jurista romano del siglo III) confirma las características constitutivas del caso fortuito enunciadas por Gayo un siglo antes. Afirma que «si alguno hubiere prometido presentarse a juicio, y no pudiera comparecer, impedido por enfermedad, o tempestad, o crecida de río, se le auxilia con excepción, y no sin razón» (Digesto, 2. 11. 2.3), siempre y cuando eso «sea impedimento para caminar o navegar» (Digesto, 2. 11. 2.6); y lo mismo se subraya también en otro pasaje, en el cual se relata: «no sufre la pena del contumaz aquel a quien lo excusa su mala salud, o una ocupación de mayor importancia» (Digesto, 42. 1. 53.2), es decir, aquel impedido por un caso fortuito2. De nuevo, entonces, encontramos el caso fortuito presentado como un hecho que no pudo resistirse por el hombre y en el cual él no tuvo ninguna responsabilidad. Esto se demuestra incluso en la definición que Ulpiano ofrece de la avenida de río, uno de los acontecimientos clásicos citados por las fuentes romanas al momento de proporcionar un ejemplo de caso fortuito: «avenida de río se ha de entender también aun sin tempestad; entendemos que hay avenida de río, también si la magnitud de este sirva de impedimento, ya se haya desbaratado el puente, ya no haya barca» (Digesto, 2. 11. 2.7). Así, si un hombre hubiese podido prever lo que pasaría antes de empezar su viaje, o si hubiese cambiado de itinerario y cumplido con su obligación, su justificación deja de ser legítima y, por tanto, su conducta sufrirá consecuencias jurídicas, como bien demuestra el pasaje del Digesto, atribuido a Ulpiano, que se pone en nota3.
Parece claro que el caso fortuito se define por la disciplina romana como el hecho irresistible, impredecible y en el cual el agente no tuvo ninguna culpa. Su existencia se puede determinar, entonces, evaluando en qué medida el agente actuó diligente y cuidadosamente para prevenir o resistir al evento de cara a cumplir con su obligación. De hecho, como subraya Mauricio Tapia Rodríguez, «el estándar más elevado de cuidado es el que corresponde al patrón de “culpa levísima”, definida como aquella esmerada diligencia que un hombre juicioso emplea en la administración de sus negocios importantes». El mediano concierne a la «culpa leve», «que es la falta de diligencia que los hombres emplean ordinariamente en sus negocios propios». El menos exigente atañe a la «culpa lata», «propia de quien no maneja los negocios ajenos con el cuidado que incluso las personas negligentes y de poca prudencia suelen emplear en sus negocios propios» (2013, p. 21).
La ponderación de la menor o mayor diligencia puesta por el agente en el cumplimiento de la obligación determina, por lo tanto, la existencia/ausencia/gravedad de la culpa; y solo cuando su conducta haya sido la de un buen padre de familia de acuerdo con el derecho romano, podrá declararse el acontecimiento fortuito, y, por ser ajeno de la negligencia, culpa y dolo, llevará consigo la exención de cualquier responsabilidad jurídica. Además, es muy importante subrayar que todos los negocios jurídicos y las principales instituciones de derecho privado están sujetas al caso fortuito, siempre y cuando en el contrato no se haya establecido lo contrario. De este modo, la importancia atribuida por los juristas de la época a esta categoría resulta muy relevante ya que influye, entre otros, en el contrato de comodato/usufructo, prenda/hipoteca, depósito, compraventa, arriendo/locación y enfiteusis.
III. FUNDAMENTOS CULTURALES Y RELIGIOSOS DE UNA CATEGORÍA JURÍDICA Y DE UNA COSMOVISIÓN
En esta categoría jurídica el legislador romano incluía todos los fenómenos que no podía explicar por falta de conocimiento científico y que, por lo tanto, no podía prever y resistir. Así, se calificaban como casos fortuitos acontecimientos relacionados con la acción de los animales (estorninos, grajos, langostas); con los principales elementos naturales -viento (violencia del viento, viento cálido), agua (lluvia, nieve, granizo, tempestad, avenida/crecida/ímpetu de ríos, avenida/crecida/ímpetu del mar, inundación/aluvión, naufragio, sequías), fuego (incendio), tierra (terremotos, abertura de la tierra)-; y con la biología (enfermedad)4.
El origen desconocido convertía estos acontecimientos en casos fortuitos, ya que, por ignorar las causas, la cosmovisión antigua los atribuía a la ira divina5. Por esto los antiguos no solo consideraban que estos hechos no se podían prever, sino que era u firme opinión que el hombre no podía resistirse a ellos. Esto pudo pasar porque, por un lado, al momento de reglamentar un determinado aspecto de la vida social, política e institucional de una sociedad, el derecho aplica parámetros culturales compartidos por los miembros de la misma; y, por otro, como afirma Alfredo Pérez Guerrero, porque «el Derecho, fundamentalmente, es una creación social», ya que «dada la sociedad se da la moral, el lenguaje, la religión, todos los productos de la cultura; pero con menos imperiosidad, con menos ineludible necesidad que el Derecho» (1984, p. 2). Asimismo, como fue subrayado por un célebre brocardo romano, «el Derecho es constitutivo de la sociedad al punto que llega a identificarse con ella: ubi societas, ibi jus; o mejor ubi jus, ibi societas» (Di Donato, 2010, p. 39). Por estas razones, un pasaje del Digesto, atribuido a Gayo, subraya como la «fuerza mayor», otro nombre que identifica los casos fortuitos en el derecho romano, era conocida por los griegos como «fuerza de Dios» (Digesto, 19. 2. 25.6)6. Gayo, indirectamente, nos confirma entonces que, tanto para la cultura romana como para la griega, estos acontecimientos eran un producto de la voluntad divina y que por esta razón se decidió convertirlos en una excusa contractual7. Al mismo tiempo, es interesante mencionar también que la referencia que se acaba de citar, remontante a la época pagana, se incorporó integralmente al Corpus Iuris Civilis de Justiniano, una de las obras más emblemáticas de la época cristiana romana. Y no habría podido ser distinto, dado que la «paternidad» divina de los desastres había sido reconocida también por el cristianismo, al mismo modo que todas las religiones de aquellos tiempos, pues sus fieles pretendían hallar en el plano espiritual respuestas que la ciencia de entonces no podía aún encontrar en el plano empírico.
Las religiones fueron así llamadas a explicar acontecimientos de otra manera inexplicables, y claramente lo hicieron atribuyendo a las divinidades el control de los elementos naturales. De hecho, no pudiéndose explicar de otra manera, los conocimientos científicos necesarios, las manifestaciones más aterradoras de la naturaleza (los casos fortuitos) se volvieron, en consecuencia, prerrogativa específica de las divinidades, que solían, a través de ellos, manifestarse a los hombres. Pero es necesario especificar que los griegos y los romanos no fueron los únicos a interpretar de esta manera determinados hechos relacionados con la naturaleza o el clima, porque «atribuir a un origen sobrehumano, supranatural o divino la presencia de fenómenos naturales, de amenazas biológicas o, incluso, de desastres asociados con ellas, ha constituido una constante a lo largo de la historia de la humanidad» (García Acosta, 2017, p. 47). Como subraya María Eugenia Petit-Breuilh Sepúlveda8,
el sobrenatural no se inventa de pronto y […], dentro de lo hermético que pueda parecer a nuestro entendimiento actual una historia que incluya elementos con esas características, es verosímil pensar que podría tratarse de hechos reales que han sido exagerados; sin duda, como una manera de suplir el desconocimiento de la causa que los produjo (2006, p. 15).
Todas las creencias en manifestaciones sobrenaturales, creadas para explicar los desastres -es decir, los casos fortuitos-, eran verdades incontrovertibles por parte de las poblaciones que las elaboraron. Como lo expresan Peter Berger y Thomas Luckmann,
el orden social no forma parte de la “naturaleza de las cosas” y no puede derivar de las “leyes de la naturaleza”. Existe solamente como producto de la actividad humana. No se puede atribuir ningún otro status ontológico sin confundir irremediablemente sus manifestaciones empíricas. Tanto por su génesis (el orden social es resultado de la actividad humana pasada), como por su existencia en cualquier momento del tiempo (el orden social solo existe en tanto que la actividad humana siga produciéndolo), es un producto humano (2001, p. 73).
En otras palabras, la realidad es una construcción social y no una decodificación exacta de la realidad empírica que nos rodea. Las creencias mismas son construcciones sociales y, como tales, son consideradas verdades incontrovertibles mientras no muten los paradigmas sociales (y culturales) que contribuyeron a su afirmación. No ha de extrañar, entonces, que -como subraya Everardo Minardi- con la llegada de la escritura, los mitos, que por siglos fueron utilizados por las poblaciones para descifrar el mundo, se incorporaran en los textos verdaderos por excelencia; es decir, los textos sacros. Y, naturalmente, la Biblia no fue una excepción (2012, p. 20). Lo demuestran por lo menos dos elementos. Por una parte, el cuento bíblico de Noé presenta muchas analogías con la épica babilónica de Gilgamesh. En este relato un hombre de nombre Utnapishtim, que existió realmente durante el reino del décimo rey de Babilonia, construye una gran arca para poner a salvo a muchas especies de animales (Minardi, 2012, p. 20). Por otra, el Dios del Antiguo y del Nuevo Testamento detenta muchas de las prerrogativas que, desde tiempos muy remotos, e incluso durante el imperio romano, se reconocían a divinidades paganas, entre ellas, utilizar acontecimientos naturales y climáticos extremos para intervenir en la historia de la humanidad y manifestar todo su poderío. Además, como lo subraya Juan Manuel Blanch Nougués, la Iglesia católica y, con ella, el cristianismo y sus textos sagrados,
[…] fue históricamente la institución que asumió el acervo cultural de la tradición pagana, plasmada básicamente en el pensamiento filosófico y jurídico, y que se impregnó de ella hasta tal punto que, si se puede hablar de un paganismo cristianizado en las últimas etapas de historia de Roma, también se puede decir a la inversa que el cristianismo sufrió una cierta paganización (2011, p. 110).
Y el examen de la Vulgata demuestra esta conmistión con mucha claridad, ya que en ella es fácilmente averiguable que al Dios cristiano se le asignó el control de los elementos naturales y, por lo tanto, la capacidad de originar los desastres: un atributo de las antiguas deidades paganas9. Es decir, los que redactaron las Sagradas Escrituras incorporaron entonces en estos textos la cosmovisión propia del mundo antiguo. Los acontecimientos climáticos y naturales, en aquel tiempo inexplicables, se atribuyeron a la voluntad del Dios que estos textos se proponían celebrar y glorificar10. Por otro lado, no habría podido ser diferente pues en la cosmología cristiana todo pasa por voluntad de Dios, que actúa a través de la Divina Providencia, así que nada puede considerarse casual. Esta visión providencialista de la historia condicionó desde el principio la visión cristiana, en tanto San Agustín fue su principal teórico11.
IV. LA SACRALIZACIÓN JURÍDICA DEL CASO FORTUITO EN EL DERECHO CASTELLANO MEDIEVAL
Parece claro entonces que hasta sus primeros momentos el cristianismo fue muy receptivo a considerar la ocurrencia de los desastres como una manifestación concreta de la voluntad divina. Y esto permite entender por qué los paradigmas culturales elaborados en la Edad Antigua, cristalizados en la nueva religión cristiana y «sacralizados» jurídicamente por el derecho justinianeo, pudieron confluir integralmente en el derecho medieval occidental.
Cuando la cristiandad volvió al derecho romano, durante la Edad Media, no tuvo ninguna dificultad en aceptar la disciplina del caso fortuito propuesta por Gayo y Ulpiano, entre otros, ya que en ella los juristas (y la sociedad) encontraron una clara confirmación de lo que aseveraba la Biblia: los desastres ocurren por voluntad de Dios.
El caso castellano a este respecto es muy emblemático. Como ha afirmado Mario Góngora, en la Castilla medieval, «de la convicción del pueblo brota[ba] el Derecho Consuetudinario, que se expresa en las asambleas populares» (1951, p. 25). La primera responsabilidad del rey era la salvaguardia del derecho, ya que la costumbre «era más fuerte que la legislación: las leyes escritas eran más bien fijación de los antiguos privilegios, declaración o purificación de la costumbre, que creación o dictación de nuevo Derecho» (Góngora, 1951, p. 25). Es decir, la sociedad medieval en general, como lo será también la del Antiguo Régimen -y la Castilla en esto no representaba una excepción-, encontraba sus fundamentos en una idea muy precisa: los valores y, por lo tanto, el derecho, son inmutables y eternos, siempre y cuando resulten conforme a la enseñanza de la Iglesia y de las Sagradas Escrituras. Como subraya Francesco Di Donato, el derecho se convirtió de esta manera en la quintaesencia de la estabilidad, como muy bien expresa una máxima que tuvo gran éxito en toda la cristiandad: «Quod semper, quod ubique, quod ab omnibus creditum est, hoc teneatur» (Di Donato, 2010, p. 40).
Por lo tanto, el soberano en la Edad Media no podía crear derecho y estaba legitimado únicamente a proporcionar fundamento legislativo a prácticas, costumbres y creencias ya aceptadas. Es decir, debía tratarse de creencias que se reputaran conformes a la tradición, ya que esta última se consideraba la manifestación terrenal del Verbo Divino, «cristalizado en la uniformidad de la obediencia pasiva y permanentemente renovada en formas tipificadas a las palabras del Creador» (Di Donato, 2010, p. 41). Sin embargo, una novedad en línea con la tradición (es decir, con lo que siempre y por todos se había considerado lo correcto) era una falsa novedad. Queda claro entonces que el soberano no solo no podía innovar a su complacencia el orden jurídico, sino que con intentarlo incurría en el delito de tiranía (Di Donato, 2010, p. 41). Así que, durante la Edad Media, a la costumbre se le reservó siempre un lugar central en el orden jurídico y social, ya que fue «invocada instintivamente antes que pensada y articulada» (Tau Anzoátegui, 2000, p. 23).
A lo largo de la Baja Edad Media, para eludir el obstáculo, los gobernantes europeos empezaron a recurrir al derecho romano: el recurso al Corpus Iuris Civilis les permitió innovar el derecho, pero sin salir de la tradición y de la legitimación que esta atribuía a sus decisiones. Así, gracias al redescubrimiento del derecho romano operado por los glosadores en muchas realidades, la autoridad estatal logró aumentar sus prerrogativas y fortalecer su posición respecto a los estamentos tradicionales. El control de la justicia, en particular, permitió al Estado aumentar sus ámbitos de intervención, y gracias al derecho romano se proporcionaron a la sociedad nuevas y más avanzadas herramientas jurídicas -como, por ejemplo, el contrato- que se revelaron determinantes para soportar el desarrollo económico y social. El proceso jurídico que se acababa de reasumir no se registró con relación a la definición y disciplina del caso fortuito, porque en este campo la sociedad romana no tenía mayores conocimientos científicos de la sociedad europea medieval. En consecuencia, el derecho castellano medieval se limitó a ratificar la impotencia del hombre para lidiar con los elementos naturales, muy bien cristalizada en la disciplina jurídica del caso fortuito. Y lo hizo porque los paradigmas culturales en la base de esta categoría jurídica eran perfectamente conformes a la cosmovisión católica y, durante el Medioevo, «el Derecho estaba llamado conseguir la armonización de lo espiritual y lo temporal en la actividad humana» (Salinas Araneda, 2004, p. 494).
Por lo tanto, no debe extrañar que la ley XVI del Título V (Del tiempo porque se ganan…) del Libro V del Espéculo, una de las principales obras jurídicas de Alfonso X, al momento de tratar la usucapión, con particular referencia a lo que puede interrumpir el tiempo de la posesión y, por lo tanto, impedir la adquisición, afirma que son dos las «cosas que [pueden] enbargar a los omes para no poder ganar las cosas por tiempo»: la intervención de la naturaleza y la del hombre. Y al momento de explicar en qué puede consistir la primera subraya: los acontecimientos que interrumpen la ocupación, relacionados con la naturaleza, acaecen «por voluntad e por poder de Dios». Igualmente, la ley XXI, del Título XI (De los Juras), siempre del Libro V del Espéculo, reafirma la paternidad divina de los desastres relacionados con causas de origen natural y biológico al momento de reglamentar una de las prácticas más importantes de la cristiandad (tanto medieval como moderna): el juramento. El antiguo acto sagrado, que consistía -como recuerda el Diccionario de Autoridades de la Real Academia de la Lengua- en «la afirmación, o negación que se hacía llamando a Dios por testigo de su verdad, o explícitamente nombrándole, o implícitamente en las criaturas, en quien resplandecía su bondad, poder y sabiduría» (1734, vol. IV). Durante el Imperio romano el recurso a esta práctica ya está comprobado: «al testimonio acompaña en la generalidad de los casos, como garantía de veracidad, un juramento», y declararlo en falso se considera una ofensa a los dioses paganos (Alejandre García, 1976, p. 17). Sin embargo, su legitimación en la Europa medieval y moderna se derivó de la Biblia, que, refiriéndose a esta práctica en varios versículos, de facto, la reglamenta, estableciendo el imperativo de respetar lo que se jura porque el mismo Dios decidió hacerlo cuando juró a Abraham entregarle la Tierra Prometida, e igual hicieron varios patriarcas y rey(es) de Israel. Así, afirma que cuando se jura se hace en nombre de Dios, no respetar lo jurado es pecado y, como tal, será castigado.
Por estas razones, el juramento constituyó uno de los pilares jurídicos europeos, por lo menos hasta el fin del Antiguo Régimen. Estando muy relacionado al discurso y a la gestualidad, y expresándose a través de una formula a menudo concebida como automaldición, destinada a concretizarse en caso de ruptura del juramento, reunía la esfera jurídica y la religiosa. Además, al juramento se atribuían poderes sobrenaturales. Si bien existieron dos tipologías, el asertorio (relativo a la veracidad de una afirmación) y el promisorio (relacionado con una promesa o un voto), en la praxis no se hizo ninguna distinción entre las dos -es decir, entre falso testimonio y ruptura del juramento- hasta el siglo XVII; por el contrario, ambas acciones se consideraban perjurio y eran castigadas por las autoridades eclesiásticas y seculares (Luminati, 1998-2018). Por ser una ofensa a Dios, el perjurio se reputaba crimen y pecado al mismo tiempo, como prescrito por las Sacras Escrituras, que insistían «en que tanto el testigo falso como el falso acusador no podían quedar impunes, mereciendo sanciones espirituales y físicas» (Alejandre García, 1976, p. 17). Por otro lado, es significativo que en el derecho romano clásico no parece «que hubiera sido exigible el juramento» y que fue más bien la Iglesia la que impuso «el juramento del testigo, como garantía de verdad», siendo por la patrística que el respeto del juramento se convirtió en una obligación moral y, por lo tanto, civil de todos los cristianos (1976, p. 17). Al respecto, es muy elocuente lo que escribe Juan Antonio Alejandre García:
[…] estas ideas sobre el fundamento de la sanción penal del falso testimonio se desarrollan especialmente por la patrística. Se atribuye a San Agustín la siguiente afirmación: «Falsidicus testis tribus personis est obnoxius, primum Deo, cuius praesentiam contemuit; deinde iudici, quem mentiendo fallit: postremo innocenti, quem falso testimonio laedit» (Decretales 5, 20 De crimini falsi, 1). Está formulación es repetida por San Isidoro (1976, p. 18).
En la época medieval, por lo tanto, el juramento obligaba al individuo a decir la verdad o cumplir con lo prometido. De no acaecer esto, se condenaría por perjurio, y su castigo habría podido consistir en la requisición de todos sus bienes. Sin embargo, el Espéculo reconoce una excepción, estableciendo que se excusará (y no se inculpará de perjurio) al que no pudo respetar el juramento por casos fortuitos (Espéculo, 5, af, 31). Para el legislador medieval y la sociedad entera, entonces, los casos fortuitos, al estar relacionados con manifestaciones extremas de la naturaleza, tenían que atribuirse a la voluntad divina. Así que cuando el juramento no se podía cumplir por una avenida de río, nieves abundantes u otros acontecimientos similares, para los contemporáneos era evidente que el mismo Dios había querido que esto pasara y, por lo tanto, no se había cometido ninguna ofensa hacia él. Todo lo contrario: se había cumplido con su voluntad.
La connotación cristiana del caso fortuito es también muy evidente en las Siete Partidas (Iglesia Ferreirós, 1980, pp. 531 y ss.; García Gallo, 1976, pp. 509 y ss.; Martínez Marcos, 1963, pp. 897 y ss.; Giménez y Martínez de Carvajal, 1954, pp. 239 y ss.; Giménez y Martínez de Carvajal, 1955, pp. 201 y ss.; Bidagor, 1935, pp. 297 y ss.): la «obra legislativa de mayor relieve en la historia jurídica bajomedieval española y de mayor altura científica en la Europa del siglo XIII, en la que debió colaborar el maestro Jacobo de las Leyes, probablemente educado en Italia o en alguna de las Universidades del sur de Francia» (Torrent Ruiz, 2013, p. 47). Así, conforme a lo que han demostrado varías investigaciones, para la elaboración de las Siete Partidas se utilizaron muchas obras de los glosadores, numerosos extractos del Corpus Iuris Civilis, textos canónicos, y también se hizo amplia referencia a las obras de filósofos como Aristóteles, Séneca, Boecio, y de teólogos (Torrent Ruiz, 2013, p. 49; Pérez Martín, 1992, pp. 215-246; Bellomo 1988, p. 106). Por lo tanto, la obra resulta fuertemente influenciada por el derecho romano por la interpretación de este operada por los glosadores y la filosofía escolástica medieval. Está demostrado que «el autor de esta obra alfonsina interpreta y traduce las fuentes romanas y canónicas, maneja elCorpus Iuris Civilisy elCorpus Iuris Canonici, así como la doctrina de autores como Azón, Acursio o Godofredo de Trano» (Ortuno Sánchez Pedreno, 2001, p. 369). Además, como subrayó Isaac Vázquez Janeiro, «tratándose en las Siete Partidas de un cuerpo de leyes destinadas a regir una sociedad esencialmente cristiana, era obvio que el autor procurase establecer esas normas a base de las fuentes de la fe cristina, Sagrada Escritura y tradición» (1992, p. 91). Así que el cuerpo legal puede considerarse una «suma» de teología medieval, ya que «muchas de las cuestiones tratadas en él nos llevan al mundo de la primera Escolástica y a sus obras representativas» (1992, p. 91); y, paralelamente, «un texto representativo del Derecho Romano bajo la forma que éste había adquirido en manos de los juristas italianos hacia la época de su composición, es decir, fundamentalmente en manos de los glosadores» (Guzmán Brito, 1992, p. 84).
No ha de extrañar entonces que en las Siete Partidas el caso fortuito encuentre su máxima y más detenida disciplina, y que, como se demuestra por el recurso que el legislador hace a las teorías naturalísticas de Aristóteles12, la misma resulte conforme no solo a la visión romana sino también a la cristiana, dictada por la Biblia, la Iglesia y la patrística. De hecho, si bien lo que se está diciendo puede sembrar una paradoja, las Siete Partidas consideran los casos fortuitos como una excusa contractual por ser el resultado de acontecimientos naturales atribuidos a la voluntad divina, ya que, por la cosmovisión cristiana y el providencialismo que le era propio, nada podía pasar sin que la Providencia Divina lo permitiera. Además de esto, el control de Dios sobre la naturaleza encuentra una ulterior demostración en las inmutables leyes físicas y naturales puestas en evidencia por Aristóteles, que se consideraban un claro ejemplo de la perfección del orden divino.
De otro modo, no se explicaría el prólogo de las Siete Partidas, en el cual el legislador reconoce que «Dios es comience, e medio, e acabamiento de todas las cosas, e sin él ninguna cosa puede ser: ca por el su poder son fechas, e por el su saber son gobernadas, e por su bondad son mantenidas». Ni tampoco la ley 47 del Título IV de la Primera Partida, en la cual el legislador recurre a Aristóteles para convalidar aún más la idea de un orden natural gobernado por la voluntad divina. De hecho, el texto explica que
[…] la natura non puede dexar, nin desuiarse de obrar segund la orden cierta que uso Dios porque obrase, assi como fazer noche, e dia e frio e calentura: e otrosi que los tiempos non recudan a sus sazones segud el mouimiento cierto del cielo, e de las estrellas, en quien puso Dios virtud e poder de ordenar la natura. Ni puede fazer otrosi, que lo pesado non descienda, e que lo liuiano non suba […] e por esto dixo Aristotele que la natura non se faze a obrar en contrario, e esto quiere tanto dezir como que siempre guarda una manera, e orden cierta, porque obra (Siete Partidas, 1. 4. 47).
Por las líneas que se acaban de citar, parece claro que las dinámicas naturales descubiertas por Aristóteles se consideran una ulterior demostración de la dependencia del orden natural con respecto a la voluntad divina. De otro modo, no se podría explicar la necesidad de relacionar el reconocimiento de la autoridad divina sobre la naturaleza con su orden inmutable y con las conclusiones del filósofo griego. Y lo que se está diciendo se confirma también por el hecho de que, en la parte final de la misma norma, el legislador se enfoca en demostrar que, como todo el orden natural está sujeto a la voluntad divina, también los eventuales accidentes o variaciones (casos fortuitos) deben imputarse solo a Dios, por ser «algo exclusivo suyo» (Siete Partidas, 1. 4. 47).
La atribución a Dios del orden natural, como también de sus eventuales anomalías, explica por qué en la mentalidad y cultura de la época todo lo relacionado con la naturaleza, incluidos los desastres, se consideraba ajeno a la voluntad humana y se reputaba imposible de prevenir o resistir. Lo que se acaba de señalar es demostrado también por la definición del caso fortuito contenida en la Séptima Partida, que, retomando la clasificación de la culpa proporcionada por los glosadores, especifica que los casos fortuitos son lo que ocurren en ausencia de dolo, culpa y negligencia (Siete partidas, 7. 33. 11). Es claro, entonces, que para el legislador estos sucesos no se podían prever, resistir o imputar a la acción o responsabilidad directa o indirecta del hombre, por lo que debe entenderse que su origen tiene que encontrarse en otro plano: el divino. Y el mismo sentido se registra en la Tercera Partida, donde en el Título XXXII (De las labores nuevas, como se pueden embargar que se non faga, e de las viejas que se quebren caen, como se han de fazer, e de todas otras labores), la Ley 14 reconoce que si una heredad recibe daños de otra, su dueño no se resarcirá si esto pasara por causa natural, es decir, sin que nada «sea fecho maliciosamente por mano de omes», como en el caso que «corra el agua de la heredad que está más alta en la que está más baxa, o desciendan piedras, o tierra, por movimiento de las aguas» (Siete Partidas, 3. 31. 14). Parece claro, que el legislador atribuye el caso fortuito a una voluntad superior, no humana. Es decir, el acontecimiento extraordinario e inexplicable se interpreta como un acto de Dios, que como tal no se puede prever ni tampoco resistir.
V. CONCLUSIONES
La larga vigencia de las obras alfonsinas, que perduró por lo menos hasta las primeras décadas del siglo XIX, y la disciplina del caso fortuito en ellas registradas, demuestran la gran influencia que la interpretación de los desastres profesada por la Iglesia tuvo durante toda la época medieval y moderna en el desarrollo de los ámbitos más importantes de la sociedad occidental, entre los cuales figura sin duda el jurídico. Piénsese que, por ejemplo, aún en Instituciones de Derecho Real de Castilla y de Indias, obra jurídica que tuvo un gran éxito y que fue publicada por primera vez en Guatemala, entre 1818 y 1820, por José María Álvarez, los casos fortuitos se atribuyen a la voluntad divina, y al momento de disciplinarlos el autor recurre a las Siete Partidas. En el Libro III, en el Título XIV (De las obligaciones), punto 16, el autor analiza el daño, el dolo, las culpas y el caso fortuito. Por daño -escribe- se entiende «todo aquello que disminuye nuestro patrimonio» (1854, p. 48). Es decir, con daño el autor se refiere al «empeoramiento, o menoscabo, o destruimiento que ome recibe en si mesmo o en sus cosas por culpa de otro» (Siete Partidas, 7. 15. 1), que puede suceder -añade- por dolo, culpa o caso fortuito. El autor pasa entonces a definir el dolo y explica que esto se verifica cada vez que alguien daña algo con propósito o intención (Siete Partidas, 7. 16. 1; 7. 33. 11), y luego precisa que se habla en cambio de culpa cuando la falta se registra por negligencia o descuido (Siete Partidas, 7. 33. 11; Álvarez, 1854, p. 48). Finalmente, define el caso fortuito como el daño que «viene de la providencia divina, que así lo dispone, y a la que no se puede resistir» (Álvarez, 1854, p. 48). Por esto, el autor explica, respecto al punto 18 del mismo título, que «al caso fortuito, hablando en general, ninguno está obligado» (Siete Partidas, 5. 2. 3), ya que «a ninguno se puede imputar lo que no puede impedir, sino que depende de la Providencia Divina que gobierna todas las cosas» (Álvarez, 1854, p. 50).
Además, por el discurso llevado a cabo en estas páginas, ha sido posible demostrar que:
el paradigma cultural que atribuía un origen divino a las manifestaciones más aterradoras de la naturaleza, muy bien cristalizado en la categoría jurídica del caso fortuito proporcionado por el derecho romano, puede remontarse a la Antigüedad clásica;
la interpretación de los desastres de origen natural y biológico formulada por los griegos y los romanos fue adoptada integralmente por los textos sagrados del cristianismo, y, a través de estos, por la sociedad occidental europea;
los desastres relacionados con amenazas de origen natural, como los demás casos fortuitos, se reputaban un acto de Dios porque, dada la visión providencialista propia del cristianismo, todos los acontecimientos se debían a la Divina Providencia en tanto nada en este mundo podía considerarse casual. Una verdad muy importante al momento de entender las categorías culturales en la base del caso fortuito es que, ya que el hecho dependía de la voluntad divina -por la mentalidad de la época-, se convertía automáticamente en un acontecimiento imposible de prevenir y resistir. Esto se debía a una cultura teocéntrica en la que nadie puede saber con adelanto lo que Dios tiene reservado para la humanidad y nadie puede oponerse a sus diseños.