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Derecho PUCP

versión impresa ISSN 0251-3420

Derecho  no.84 Lima ene-jun 2020

http://dx.doi.org/10.18800/derechopucp.202001.013 

Interdisciplinaria

La enseñanza del derecho frente al pasado de sus estudiantes

Law students’ past and its relevance for legal education

Fernando Del Mastro Puccio1  *, Abogado
http://orcid.org/0000-0003-1599-7598

1 Facultad de Derecho, Pontificia Universidad Católica del Perú. Lima, Perú. Correo electrónico: fdelmastro@pucp.pe.

RESUMEN

En la presente investigación presentamos un análisis cualitativo de un conjunto de vivencias de estudiantes de derecho con figuras de autoridad durante su época escolar. Desde un marco centralmente psicoanalítico, buscamos comprender las dinámicas relacionales que subyacen a dichas vivencias y su posible impacto en el «ser regulatorio» de los estudiantes, es decir, en su modo particular de vivir dentro de sistemas regulatorios. En ese contexto, exploramos diferentes maneras en que dicho pasado puede estar presente en los modos en que los estudiantes viven la carrera y luego su profesión. A partir de estas reflexiones, planteamos un conjunto de actitudes que pueden seguir estudiantes, autoridades y docentes de derecho para salir de dinámicas relacionales autoritarias y construir un «ethos regulatorio» que pueda ser vehículo para la maduración del ser regulatorio de los estudiantes.

Palabras clave: enseñanza del derecho; educación legal; ser regulatorio; ethos regulatorio; dinámica relacional; regulación; formación por competencias; psicoanálisis; ética; currículo oculto

ABSTRACT

In this paper we conduct a qualitative analysis of law students’ experiences with authorities when they were high school students. Through a psychoanalytical framework, we seek to understand the relational dynamics underlying those experiences and their possible impact in the construction of the law students’ «regulatory self», that is, in the way they live within regulatory systems. Then we explore the different manners in which that past could be present in the way law students live legal education and then their profession. Finally, we suggest diverse attitudes that law schools’ authorities, professors and students can develop in order to avoid authoritarian relational dynamics and to construct a «regulatory ethos» which can contribute to the growth of students’ «regulatory self».

Key words: Legal education; regulatory self; regulatory ethos; relational dinamics; regulation; psychoanalysis; ethics; hidden curriculum; competencies; skills

I. INTRODUCCIÓN

Los estudiantes de derecho inician la carrera con una historia de vida dentro de sistemas regulatorios, que se teje en ámbitos como los de la familia y la escuela. A lo largo de dicha historia, se va construyendo lo que podríamos llamar el ser regulatorio del sujeto, es decir, su modo particular de concebir y vivir en dichos sistemas.

En este trabajo, exploramos vivencias de veinte estudiantes de derecho con figuras de autoridad en su etapa escolar1. Bajo un marco psicoanalítico, centrado en aproximaciones a la regulación en la familia, la cultura y el ámbito educativo, buscamos comprender las dinámicas relacionales que subyacen a dichas vivencias. Nuestra indagación nos lleva a postular la presencia de dinámicas con un tipo de autoridad que:

  1. Afirma su propio deseo y actúa como poseedora de la verdad, de la cual es fuente unilateral, sin abrirse a comprender la subjetividad del otro.

  2. Genera una separación marcada, en la que se sitúa en una posición superior desde la que domina como propietaria de la regulación, sin justificar sus normas y decisiones, sin autocrítica y sin cumplir con aquello que exige al otro.

  3. Mantiene su posición de dominación a través de su capacidad para desvalorizar al otro por medio de la humillación, amenaza o agresión directa.

Frente a estas figuras de autoridad, advertimos prácticas estudiantiles de no-decir, de renunciar a la propia expresión y acción, desde posiciones de sometimiento y pasividad. Las concepciones implícitas ligadas a estas prácticas serían las de una regulación ajena y distante que depende enteramente de las figuras de autoridad, así como la de uno mismo como un ser en el que el sentir y el pensar (muchas veces contrario a la autoridad) se desligan del hacer y el decir (por lo general, sometido a la autoridad).

A partir de este análisis, nos preguntamos por la relevancia de estas vivencias previas para la enseñanza del derecho. Si los estudiantes llegan a formarse como abogados habiendo pasado, entre otras, por este tipo de vivencias y dinámicas relacionales, ¿estas impactarán en su modo de aprender y ejercer el derecho? ¿Impactarán en su modo de actuar frente a las figuras de autoridad durante la carrera y, luego, en el ejercicio del derecho? ¿Impactarán en su modo de ejercer el rol de autoridad? ¿Las facultades de derecho son ambientes que propician este tipo de dinámicas o se constituyen como experiencias correctivas? ¿Podrían y deberían trabajar en su propio ethos regulatorio para fomentar la maduración del ser regulatorio2 de sus estudiantes a través de sus vivencias con docentes, compañeros y autoridades?

La indagación que presentamos tiene como propósito llamar la atención respecto a la relevancia de la historia con la que llegan nuestros y nuestras estudiantes a formarse como profesionales del derecho. Asimismo, buscamos plantear algunas vías para que las facultades de derecho se constituyan como experiencias correctivas, lo que supone tomar consciencia del ethos regulatorio que opera en las facultades y seguir acciones decididas para mejorarlo. Para ello, presentaremos algunas actitudes que pueden desarrollar docentes, estudiantes y autoridades de las facultades de derecho para salir de estos esquemas autoritarios e inconscientes, y concentrarnos en la maduración del ser regulatorio a través de las vivencias dentro de la comunidad académica.

Nuestro propósito es que estas reflexiones generen autorreflexión en quienes queremos mejorar el propio quehacer en la formación de quienes en el futuro ejercerán el derecho en nuestro país. No busca, en esa línea, ser tomado como un texto utilizado para encontrar defectos en otros, sino oportunidades de maduración en nosotros mismos.

Este propósito es relevante en la coyuntura actual de la enseñanza del derecho. De un lado, por el ingreso del paradigma de formación por competencias, en una lógica constructivista que nos exige pensar en el ser de nuestros estudiantes y en el rol de su historia en la construcción de saberes (Serrano & Pons, 2011). En el ámbito de la enseñanza del derecho, el foco ha estado, a nivel de acción pedagógica, en los conocimientos (saber) y, en menor medida, en las destrezas (saber hacer), pero no el plano del «ser». A nivel de investigación, la aproximación empírica a la enseñanza del derecho ha sido escasa, bastante general y solo de modo indirecto toca asuntos propios del ethos institucional de las facultades (Pásara, 2004), sin abordar su impacto formativo. Las críticas se han enfocado también en asuntos como la concepción formalista del derecho que se transmite (Atienza, 2001; Montoya, 2015; Gonzales, 2007), pero no hay enfoque en la concepción que operaría a través de las relaciones, en los modos de vivir la regulación dentro de las facultades de derecho, donde esta « se vuelve capilar» (Foucault, 1975/2003, p. 32), ni análisis del posible impacto a nivel formativo. En ningún caso, por lo demás, se ha puesto el foco de reflexión en las vivencias de los y las estudiantes, ni en la formación del ser.

De otro lado, la profunda crisis ética que atraviesa la abogacía en el país ha reavivado cierto debate respecto al rol de las facultades de derecho en ella, que se evidencia incluso en opiniones diversas respecto a su papel y su posibilidad de impactar en la ética de sus estudiantes3. Al mismo tiempo, diversas facultades de derecho reconocen que se hace poco a nivel de formación ética, pero que existe poco conocimiento respecto a qué acciones se pueden tomar4.

Finalmente, consideramos importante precisar que el marco psicoanalítico se elige por ser parte de una línea de indagación del autor, pero también porque existen esfuerzos por ligar ambas miradas en el ámbito académico5 y porque apuntamos a un plano de la formación poco explorado, pero abordado desde diversos ángulos por el psicoanálisis, que toca lo anímico desde la historia del sujeto y las vivencias de la regulación en las relaciones. Por supuesto, estas vivencias pueden ser comprendidas desde otros marcos teóricos y enfoques, no excluyentes con el que presentamos en esta investigación.

II. DINÁMICAS RELACIONALES EN SISTEMAS REGULATORIOS

El psicoanálisis ha estudiado desde diversas aproximaciones las dinámicas relacionales relativas a la regulación. A la luz de nuestra revisión bibliográfica, podemos entender dichas dinámicas como el conjunto de afectos, defensas, pulsiones, concepciones y prácticas6 que ligan a los sujetos dentro de dichos sistemas. Nótese que en este punto nos acercamos a la idea de matriz intersubjetiva de Stern (2004), en el sentido de que el ser del sujeto no puede concebirse fuera de sus vínculos intersubjetivos, ni estos fuera de dicho ser. En esa línea, las dinámicas tendrían vida entre los sujetos y en los sujetos, siendo construidas en lo relacional.

II.1. La familia

Desde el marco freudiano, se han indagado los afectos que marcan las prácticas y posiciones que adoptan los sujetos en la regulación. Estos afectos surgen en relaciones donde la mediación y alternancia entre las necesidades y los deseos de unos y otros, que se regulan en escenarios diversos de mutualidad, como la alimentación o la higiene (Bettelheim, 1967), juegan un rol central. La comunicación y la comprensión son, desde este momento, centrales para la regulación. Winnicott (1963) llamó «cuidador suficientemente bueno» a aquel que advierte las necesidades del infante a través de sus expresiones y responde a ellas. Con su respuesta, regula al infante y le permite, por ejemplo, retomar la calma en situaciones de alteración, encontrar posiciones de comodidad frente a sensaciones de incomodidad o encontrar una respuesta emocional ante algún suceso imprevisto. Los cuidadores inician así, regulando y dando satisfacción desde fuera, pero, ya desde el inicio, deben comprender los mensajes que el infante expresa, a través de gestos, movimientos corporales y sonidos, para cumplir dicho rol y responder. Nótese que comprender la expresión incluiría lo que Stern ha denominado el entonamiento afectivo, a través del cual la madre y el padre pueden «dejar al infante saber que ha[n] captado no simplemente lo que el infante hizo, sino también el sentimiento que el infante experimentó que yacía detrás de lo que hizo» (2004, p. 7).

Bettelheim llama la atención sobre la relevancia que tiene el que el adulto capte la expresión y responda. En efecto, a partir de ello se tiene la experiencia de ser «capaz de actuar y de su conexión con algo exterior que responde», lo que permite «dotar al niño de la convicción de que gracias a su propia actividad puede cambiar las condiciones de su vida» (1962/2012, p. 49).

El cuidador suficientemente bueno no es, entonces, aquel que satisface toda necesidad, anticipándose a la expresión del infante, sino aquel que se abre a conocer al otro en su propia individualidad y estado de maduración, para permitirle, cada vez más, que sus expresiones y su propia acción tenga un rol central en su propia vida. Por el contrario, el regulador «no suficientemente bueno» impone, muchas veces de modo inconsciente, su ritmo, su mirada y su propia necesidad al infante. En este caso, el regulador actúa según su deseo o según su verdad respecto a lo que el otro requiere.

Las dinámicas que hemos descrito, de deseos, comunicación, encuentros y desencuentros, llevan consigo una serie de afectos de alta intensidad. Del lado del infante, dice Bleichmar que hay:

[…] un sentimiento de desvalimiento que da lugar a la más profunda de las angustias: se trata de la sensación de “des-auxilio”, de “des-ayuda”, de sentir que el otro del cual dependen los cuidados básicos no responde al llamado, deja al ser no solo sometido al terror sino también a la desolación profunda de no ser oído (citado por Herrera, 2018).

Bettelheim también llama la atención sobre esto, al indicar que «la experiencia es extraordinariamente debilitadora si nuestras emociones no obtienen una respuesta adecuada» (1962/2012, p. 48). Cuando falta respuesta, por lo demás, «se puede perder […] el deseo de comunicar los propios sentimientos» (1962/2012, p. 49). En esa misma línea, indica que «cuando sentimos que no podemos influir sobre las cosas más importantes que nos suceden, cuando parece que éstas siguen los dictados de alguna fuerza inexorable, abandonamos el esfuerzo de aprender cómo actuar sobre ellas o cambiarlas» (1962/2012, p. 85). Este temor puede ir desarrollando «un arte para mantener alejados de sí los sentimientos, pues un niño solo podrá vivenciarlos si tiene a su lado a una persona que lo acepte, comprenda y acompañe con estos sentimientos» (Miller, 1994, p. 27).

Ligado al temor de no ser oído, de que la propia necesidad no tenga voz válida, se desarrolla el temor a no ser reconocido, a no ser valorado ni aceptado. Freud dice que «lo malo es, originalmente, aquello por lo cual uno es amenazado con la pérdida del amor; se debe evitar cometerlo por temor a esa pérdida» (1930/2012, p. 181). Esto puede llegar a tocar normas que regulan al mismo ser del sujeto. Alice Miller (1994/2015) estudió esta realidad en adultos que durante su infancia no tuvieron acceso a un amor incondicional, sino que, por el contrario, debían satisfacer las expectativas de su padre y madre para poder ser queridos y valorados. A lo largo de su vida, estas personas veían la necesidad de cumplir con las expectativas del otro, la que se constituía siempre como la norma a seguir al estar asociadas a la sensación de propia valía. En este contexto, la norma es aquello que se debe cumplir, lo que se debe hacer y lo que se debe ser para acceder al amor y evitar el rechazo; el regulador, por su parte, es quien tiene poder para asignarnos o negarnos valor, impactando de modo directo en nuestra sensación de propia valía.

La posición del regulador también genera temores. Winnicott (1984) llama la atención, en su trabajo «Influenciar y ser influenciado», sobre cómo la madre y el padre pueden desarrollan un deseo de «brindar», asociado al temor a que aquello que uno brinda no sea recibido, a no poder cumplir con el rol. Esto puede derivar en ansiedades que afectan el rol regulador e instalan en este una serie de mecanismos de defensa, como por ejemplo proyectar lo malo propio en el regulado, atribuyéndole a este la raíz del problema.

Los temores del regulador también pueden estar ligados al propio pasado. Miller (1980) muestra, en esa línea, que quien sufrió violencia como hijo la puede repetir luego como padre. La repetición sería un mecanismo de defensa: al repetir afirmamos, inconscientemente, que el pasado estuvo bien o que simplemente es el modo en que las cosas son. Por el contrario, salir del pasado requiere consciencia de aquello malo y doloroso que hizo parte del mismo.

Del lado del cuidador, atendemos, además, a una dificultad para comprender. Para Bettelheim, el adulto actúa desde su modo de ver el mundo, lo que frena la posibilidad de comprender al otro. En ese sentido, como hemos resaltado en otra ocasión7, «al proyectar […] nuestro modo de ver la vida hacia el interior del infante, bloqueamos en nosotros mismos la posibilidad de determinar correctamente su experiencia psicológica del mundo» (1962/2012, p. 34). Esta falta de comprensión respecto a aquello que motiva al otro se ve, además, incitada porque el adulto es «a menudo demasiado veloz para etiquetar y sancionar prematuramente lo que se le escapa» (Guillerault, 2009, p. 167).

El regulador puede temer también la pérdida de control. Jung, por ejemplo, indica que «muchos padres ven a sus hijos siempre como unos niños porque […] no quieren renunciar a su autoridad y su poder. De este modo los padres ejercen sobre sus hijos una influencia funesta, pues les quitan toda oportunidad de adquirir responsabilidad individual» (1923/2010, p. 55).

Los deseos y los temores explorados en regulados y reguladores derivan en relaciones que tienen una buena dosis de ambivalencia. Klein (1937/2016) llamó la atención, por ejemplo, sobre la agresividad de la madre que ve restringida su libertad ante las constantes demandas de sus hijos. A nivel de afectos entre madre e hijo o hija, llama la atención sobre la envidia que siente el infante ante la posesión que tiene el adulto del objeto que brinda placer, como el seno materno. Es importante notar, además, que el conflicto y la ambivalencia se tejen también como parte de relaciones en donde existen más de dos sujetos. En el marco freudiano, atendemos, por ejemplo, a los diversos estadios del complejo de Edipo, que coloca al padre como limitación al vínculo placentero y casi sin límites del infante con la madre. Klein da cuenta también de la ambivalencia frente a los hermanos, como sujetos con quienes se tiene unión, pero a quienes se experimenta también como rivales.

Un mecanismo asociado a la ambivalencia es la identificación. Anna Freud, por ejemplo, analiza este mecanismo como una defensa frente a quienes nos agreden. Uno se identifica con el agresor a fin de pasar de la posición de amenazado a la de amenazante. En rigor, uno se identifica con la agresión (Freud, 1961/2017, pp. 121-134), de modo que aquello que nos agrede o nos hace sentir angustia pasa a ser nuestro, lo poseemos, lo controlamos y, de ese modo, salimos de la posición de agredido. La identificación opera también en situaciones de rivalidad, como por ejemplo durante el complejo de Edipo o en los celos entre hermanos (Lacan, 1938/2003, p. 47). En estos casos, la identificación se da hacia ciertos atributos o rasgos de quien nos gana, de modo que pasemos de la posición de despojado, débil, derrotado, a la de poseedor, fuerte, ganador. Al adoptar dichos rasgos, nos aseguramos de no estar, en los vínculos del futuro, en la posición en que no quisimos estar en el pasado. Vale notar, a su vez, que la identificación puede estar asociada a otro mecanismo: la proyección. Como indica Anna Freud, frente a la imposibilidad de encontrar satisfacción en nuestra propia experiencia, proyectamos en otros nuestro deseo y entramos en la identificación participante (1961/2017, p. 139). Un ejemplo de ello, dado por A. Freud, es el de una mujer que no había podido vivir su sexualidad libremente, siendo que ello había marcado su vínculo con amigas que sí vivían su sexualidad con mucha libertad. De ese modo, vivía su deseo por vía de la identificación participante con sus amigas.

Otro mecanismo que puede activar la ambivalencia es la escisión. Reconocer la ambivalencia es difícil, porque esos sentimientos «mezclados resultan demasiado contradictorios y gravosos para la mente» (Klein, 1992/2016, p. 368), y pone en riesgo «lo bueno» por su cercanía con «lo malo». Esto lleva a separar lo bueno de lo malo en uno mismo y en otros. Se separa, por ejemplo, el odio del amor, lo que permite preservar lo bueno amado y no contaminarlo con dosis de odio.

II.2. Análisis de la cultura

Otro foco de reflexión respecto a la regulación, desde el psicoanálisis, ha sido el de los estudios centrados en la cultura, particularmente en el derecho y las relaciones de poder.

Freud, en sus trabajos culturales, dedica diversas reflexiones a las pulsiones y afectos que marcan los vínculos entre quienes adoptan la posición de reguladores y regulados. En Tótem y tabú (1914/2003), por ejemplo, imagina cómo el regulador prototípico se ubica por fuera del gobierno del derecho y usa la norma para negar el deseo del regulado, utilizando la violencia y guardando para sí toda la satisfacción. Como contrapartida, quienes se ven frustrados en su deseo anhelan lo prohibido, confabulan y eliminan la fuente de restricción. Sin embargo, dado que el regulador era también una figura de cuidado, terminan, por el sentimiento de culpa, sometiéndose a la misma norma y por la misma vía; esto es, la restricción a través de la violencia (Brunner, 2017).

Esta incongruencia entre lo que se busca con la norma y lo que termina moviéndola en los hechos es también planteada por Freud en «El porqué de la guerra» (1933/2012): si bien el derecho declara buscar el eros -esto es, la unión y la proscripción de la violencia-, termina movido por las mismas fuerzas de agresión y destrucción que buscaba limitar. La regulación, en este texto, al igual que en El malestar en la cultura (1930/2012), se presenta como movida por estas dos fuerzas pulsionales opuestas: una tendencia a la unión y a la creación, el eros, que lleva a integrar a las comunidades y a los sujetos que las integran; y otra tendencia a la separación y a la destrucción, el tánatos, que lleva a desintegrar y a establecer vínculos de separación, marcados por la agresión al otro. A la primera llamó pulsión de vida y a la segunda pulsión de muerte.

Desde la perspectiva de esta última, podemos establecer un modelo de autoridad que fija una separación entre sí y los otros sujetos. Se trataría, conforme a Fromm, de un modelo autoritario en el que «la autoridad se establece como algo distinto de sus sujetos» (1947/2012, p. 163). La separación llevaría a fijar un «nosotros y los otros», a categorizar sujetos por su posición, siendo los similares los que reciben nuestro amor y los extraños nuestro rechazo y agresividad. En El malestar en la cultura, Freud sostiene que el otro:

[…] merecería mi amor si se me asemejara en aspectos importantes, hasta el punto de que me pudiera amar en él a mí mismo; le merecería si fuera más perfecto de lo que yo soy, en tal medida que pudiera amar en él al ideal de mi propia persona (1930/2012, p. 163).

Por el contrario, si me fuese extraño, no solo sería

[…] indigno de amor, sino que -para confesarlo sinceramente- merece mucho más mi hostilidad y aun mi odio. No parece alimentar el mínimo amor por mi persona, no me demuestra la menor consideración. Siempre que le sea de alguna utilidad, no vacilará en perjudicarme (1930/2012, p. 164).

Esta separación derivaría, por lo demás, en sentir el vínculo en formato de conflicto. En ese escenario, existiría la tendencia en la autoridad a ver lo malo en el otro y concebirse a uno mismo como un sujeto sin defectos ni errores. Jung dice, en esa línea, que «todo lo que desaparece del inventario psicológico propio reaparece fácilmente bajo el disfraz de vecino hostil, que forzosamente suscita la ira y le vuelve a uno agresivo»; y aconseja: «es sin duda preferible saber que ese enemigo tan malo habita precisamente en el propio corazón» (1946/2001, p. 216). Lo malo, entonces, nunca es visto en uno mismo, lo que frena la posibilidad de autoconocimiento. Frente a este reto, de reconocer lo malo en uno mismo y en los nuestros, «se tropieza una y otra vez, por una parte, con el prejuicio de que eso no ocurre “entre nosotros”, o “en nuestra familia” o en nuestro entorno cercano […] Por otra parte, son igual de frecuentes las pretensiones ilusorias sobre características supuestamente existentes que sirven para ocultad la verdadera realidad» (Jung, 1957/2001, p. 237).

A su vez, siguiendo con el marco junguiano relativo a los arquetipos, en otra ocasión he sostenido que la tendencia a la separación puede impactar en la regulación en la medida en que divide la realidad interior de la exterior, llevando a la primacía de la segunda (Del Mastro, 2016). Se separa, así, el hacer del sujeto de aquello que anima dicho hacer, y la regulación gira en torno a lo externo: los sujetos, dentro del sistema regulatorio, se conciben como sujetos que hacen y regulan dicho hacer, sin consciencia de la dimensión anímica.

De otro lado, una revisión de diversos estudios sobre el poder y la autoridad, elaborada por Luis Herrera (2018) desde una perspectiva psicoanalítica, da cuenta de diversas incapacidades de un modelo de autoridad autoritario. Algunas de ellas son: a) la incapacidad para captar el deseo del otro y el intento de eliminar, sobre esa base, la diferencia entre sujetos; b) la incapacidad para dialogar y el regular siempre como si se tuviera la razón, sin dar justificaciones; y c) la incapacidad para recibir críticas y tener una actitud autocrítica. Asimismo, se postula que subyacen a estas actitudes una inseguridad profunda del lado de la autoridad, así como lo que Freud denominó la pulsión de dominio, que busca poseer al otro y convertirlo en objeto que satisface nuestro deseo.

En similar línea, para Fromm, una ética autoritaria está marcada por lo que denomina una autoridad irracional. Una de sus características está en negar «formalmente la capacidad del ser humano para saber lo que es bueno o malo; quien da la norma es siempre una autoridad que trasciende al individuo. Tal sistema no se basa en la razón ni en la sabiduría, sino en el temor a la autoridad y en el sentimiento de debilidad y dependencia del sujeto» (1947/2012, p. 22).

Negar la capacidad del otro para opinar de modo válido, sobre todo respecto a su propia situación, lleva a quien tiene poder a establecer la verdad del otro. Esto es lo que Deleuze, en una conversación con Foucault, llamó la «indignidad de hablar por los otros» (1981/2015, p. 34). Se trata, conforme quizá a la principal línea de investigación de Foucault (1981/2015 pp. 13-16), de uno de los mecanismos centrales del ejercicio del poder, que muchas veces se da de modo poco visible, justamente porque coloca al otro, formalmente, en una posición desautorizada para hablar de su propia verdad y decidir sobre esa base.

El sometimiento a la verdad y al deseo del otro, de la autoridad, llevaría a la persona a colocarse en un estado agéntico, en términos de Milgram, esto es, «no se considera ya a sí misma como actuando a partir de sus propios fines, sino que se considera a sí misma más bien como un agente que ejecuta los deseos de otra persona […] En esta situación el individuo no se considera a sí mismo como responsable de sus propias acciones […]» (1980, p. 137).

En similar sentido, Jung indica que el poder se ejerce cuando se quita individualidad al sujeto, convirtiéndolo en una unidad social, en un punto de la estadística sobre el que algún encargado debe actuar; en suma, cuando «se le hurta […] la decisión y conducción morales de su vida y a cambio se le administra, se le nutre, se le viste, se le forma» (1957/2001, p. 240). Existe, en este contexto, un saber oficial que dicta lo que el otro requiere, porque «el otro» no es un sujeto con voz y con individualidad, sino un dato, una idea dentro de una doctrina, de una teoría, de un saber oficial.

Podemos incluir en este marco al modelo heterónomo de Castoriadis, en el que prima lo «uniformizante y colectivizante» (1991/2018, p. 133) y se niega la posibilidad de individuación, de que el sujeto sea un ser que reflexiona y delibera, que desarrolla -mediante la práctica y el esfuerzo- su autonomía.

Siguiendo con Castoriadis, podríamos preguntarnos por aquello que lleva a un sujeto a imponer su propia verdad a otro y encontrar cierto poder explicativo en lo que sostiene sobre el deseo de conocer, que formula como un deseo de sentido: «la psique pide sentido; pide que se mantenga unido, para ella, todo eso que parece presentársele sin orden ni relación» (1996/2018, p. 170). La duda, la interrogación, en ese contexto, «es un momento de la lucha de la psique por salir del sin-sentido y de la angustia que este genera» (1996/2018, p. 172). El deseo de conocimiento, así, se satisface con un saber que ordena y da sentido a la realidad; que se transforma, entonces, en una posesión, en un «dominio como control de sentido» (1996/2018, p. 172). El sujeto domina la realidad a través de su saber y de ese modo evita la angustia. De ello nacería la tendencia a «clausurar la interrogación» (1996/2018, p. 171), que abriría nuevamente el paso a angustias, y a reafirmar el dominio de nuestro saber.

II.3. El ámbito educativo

Cuando nos enfocamos en trabajos psicoanalíticos relativos al ámbito educativo notamos un enfoque en los afectos que mueven a docentes y estudiantes, así como una tendencia a la caracterización del vínculo en su dimensión anímica.

Para Schraml, el ámbito educativo coloca al docente en una relación de «superioridad inicial», por ser mayores, por ser sujetos que saben, por tener un rol de dirección. Se trata de una autoridad de entrada, es decir, que «no hace falta luchar por ella o hacer méritos para adquirirla» (1971, p. 244). A partir de esta constatación, advierte que la decisión misma de dedicarse a la docencia puede estar marcada por el pasado del docente. De un lado, por ejemplo, por sus conflictos pasados con autoridades autoritarias, que en el ámbito educativo se «encuentran de nuevo […] aunque eso sí con signos invertidos» (1971, p. 244). El plano educativo sería, así, un escenario propicio para compensar el desbalance pasado, ya que «el que manda, […] debe ser obedecido en razón de la función que ejerce» (Cisneros, 2000, p. 60). El docente hace reposar su autoridad, como diría José Carlos Mariátegui, «desde lo alto del estrado» (1925/2014, p. 395). Frente a esto, «el estudiante observa que la arrogancia no está bien vista por la autoridad, sino más bien severamente rechazada, y que la deferencia es la única respuesta y cómoda en relación con la autoridad» (Milgram, 1980, p. 130).

Esta separación de posiciones, como vemos, trae riesgos. Por ello, Jung sostuvo que debe darse una educación de los educadores, quienes deben ser portadores activos de la cultura y conscientes de sus propias problemáticas anímicas, «pues de lo contrario el educador empezará a corregir en los niños errores que no corrige en sí mismo» (1923/2010, p. 57). En una relación marcada por la separación, la proyección de la propia sombra en el otro puede tener lugar como parte de una escisión, en la que uno preserva todo lo bueno como relativo a uno mismo y coloca lo malo en la otra parte de la relación.

Otro riesgo está en el deseo, posiblemente de raíz narcisista, de querer formar un sujeto ideal y negar la individualidad:

En tanto la peculiaridad individual del alumno se somete a la naturaleza colectiva de la influencia educativa surge naturalmente un carácter que se parece al de un individuo que al principio era diferente, pero que mostró la misma ductilidad. Si hay varios individuos que tienen esta ductilidad, surge una uniformidad equivalente al método aplicado (Jung, 1925/2010, p. 142).

En similar línea, Kanai apunta al deseo de quien tiene una posición de autoridad, incluso a nivel estructural de la política pedagógica en boga en Brasil. Esta política se sostiene en la idea de medición, partiendo de evaluaciones estandarizadas que buscan establecer competencias que todo estudiante debe cumplir.

[…] al centro de esta demanda narcisista por conocimiento e idealización, que llora por ser justo como cualquier otro, un violento rechazo opera en el inconsciente contra la diferencia y, por ende, contra el deseo de saber […] el deseo de no desear nada diferente a lo idealizado (2015, p. 195).

La resistencia al conocimiento en el ámbito educativo es uno de los aportes del psicoanálisis a la pedagogía (Felman, 1982). Se sostiene, desde esta óptica, que la ignorancia no es pasiva, sino que se entiende como «una dinámica activa de negación, un activo rechazo de información […] La enseñanza, como el análisis, debe tratar no tanto con la falta de conocimiento como con la resistencia al conocimiento».

Otro deseo clave, que hace parte de las dinámicas relacionales en el plano educativo, es el de ser reconocido, particularmente en el ámbito de la formación profesional. Naturalmente, el psicoanálisis se ha enfocado en la preparación de candidatos a psicoanalistas y, particularmente, en el vínculo entre supervisor y candidato. Kernberg indicó que la formación es una combinación de «formación religiosa y trade school» (1986). Para Zachrisson, en ese proceso, el riesgo es que la idealización del supervisor termine por generar una imitación como un «producto-acabado» (2011, p. 951). Esto coloca al supervisor en una tarea paradójica de promover autonomía y ser, al mismo tiempo, una autoridad.

Si las cosas van mal el supervisor podrá ser temido, idealizado o denigrado. El miedo lleva a la sumisión e inhibición. La idealización lleva a imitar en vez de a internalizar y evita el desarrollo de una instancia autónoma y una identidad psicológica propia. La admiración, sin embargo, puede frecuentemente promover aprendizaje, desarrollo y creatividad. La denigración del docente, que es la contraparte escindida de la idealización, es contraria tanto al aprendizaje como al desarrollo de una identidad analítica (2011, p. 955).

Notamos en este punto el mecanismo de escisión como una defensa frente a la ambivalencia con uno mismo y con el otro: se idealiza uno mismo, como quien tiene toda la razón, y se denigra al docente como quien no tiene nada de razón. Klein muestra cómo puede operar este mecanismo con diversos docentes, con la tendencia del estudiante «al culto del héroe […] a través de su relación con algunos maestros, mientras que otros le inspiran aversión, odio o desprecio. Aquí de nuevo se manifiesta el proceso de separar el odio del amor que proporciona alivio, porque permite preservar a la persona buena y brinda, además, la satisfacción de odiar a alguien que a nuestro juicio se lo merece» (1934/2016, p. 368).

II.4. Las presencias del pasado en el presente

Un postulado central del psicoanálisis es que las vivencias del pasado marcan por diversas vías y de diversos modos nuestras vivencias del presente. Este postulado no es determinista (Wallwork, 2007) ni propone que el pasado se replica sin más, lo nos llevaría a desconocer las particularidades de diversos ámbitos, así como a negar relevancia a la maduración y la agencia del ser humano. Esta advertencia es congruente con nuestra aproximación a lo relacional como «dinámica», en el sentido opuesto a lo estático, a lo que se forma en un momento y luego se replica. Sin embargo, sí supone reconocer que el pasado está en el presente de diversos modos, y en diversos contextos y tipos de vínculos, con la finalidad de advertir esta presencia y que se comprendan los modos en que es posible madurar frente a las huellas de aquel pasado y los retos asociados a dicha meta.

Para iniciar, partamos de conceptos clave en el marco freudiano que se han mantenido sólidos en el psicoanálisis. De un lado, el mecanismo de transferencia, que consiste en vivir una relación del presente situando al otro en la posición de alguien del pasado, y sintiendo frente a dicha persona los afectos que sentíamos frente a figuras del pasado: amor, angustia, celos, odio, temor, entre otros. Este mecanismo se activa cuando las posiciones de quien está en el presente nos permiten atribuirle características de personas de nuestro pasado, es decir, cuando existe cierta similitud.

Freud da cuenta de que en la transferencia se transfieren también los mecanismos de defensa que el sujeto ha desarrollado en el pasado. Indica, en ese sentido, que «estos quedan fijados en su yo. Se convierten en modos regulares de reacción de su carácter, que se repiten a lo largo de su vida cuando se presenta una situación similar a la primitiva» (1937/2005, p. 110). Podría activarse, por ejemplo, un mecanismo de defensa como la restricción del yo que, como indicó Anna Freud, «evita las impresiones desagradables del mundo externo en el presente, que podrían provocar el resurgimiento de similares impresiones pasadas» (1961/2017, p. 113). Para lograr esto, el sujeto «interrumpe o abandona las actividades que conducen a la liberación del displacer o de la angustia y desiste del deseo de realizarlo. Retira su interés de sectores enteros de actividad para, luego de experiencias desagradables, reorientarlo en lo posible en direcciones completamente opuestas» (1961/2017, p. 114).

De otro lado, Freud trabajó el concepto de compulsión a la repetición. Por este mecanismo, el sujeto se sitúa, una y otra vez, en las situaciones dolorosas que no ha procesado a nivel consciente y revive activamente, de ese modo, vivencias del pasado en el presente. Freud lo postuló como parte de la pulsión de muerte, que lleva, en este caso, a un «no-crear», en tanto que se repite el pasado. Colocarnos en estas situaciones puede tener como propósito justificar modos de actuar que, en otras situaciones, se evidenciarían como fuera de lugar. En palabras de Freud:

El yo del adulto, con su fuerza incrementada, continúa defendiéndose contra peligros que ya no existen en la realidad; se siente impulsado a buscar en la realidad aquellas situaciones que pueden servir como un sustituto aproximado del peligro primitivo para poder justificar, en relación con ellas, el que mantenga sus modos habituales de reacción» (1937/2005, p. 110).

Al mismo tiempo, colocarnos en estas situaciones puede tener como propósito una especie de fantasía, de esperanza de cambiar nuestra realidad. A modo de ejemplo, podemos citar a Miller cuando indica:

[…] cuanto menos amor haya recibido el niño, cuando más se le haya negado y maltratado con el pretexto de la educación, más dependerá, una vez sea adulto, de sus padres o de figuras sustitutivas, de quienes esperará todo aquello que sus progenitores no le dieron de pequeño. Esta es la reacción natural del cuerpo. El cuerpo sabe de qué carece, no puede olvidar las privaciones, el agujero está ahí y espera ser llenado (2005, p. 15).

Jung plantea algo similar al hablar de la compensación como mecanismos de autorregulación psíquica, que puede operar en la historia. Así, un estado muy unilateral de la consciencia, por ejemplo, de sometimiento, genera a nivel inconsciente una creciente energía opuesta, que en este caso sería de dominación o enfrentamiento (1946/2001, p. 213). En este caso, a diferencia de lo que ocurre con la compulsión a la repetición, el ciclo se rompería y operaría la ley de la enantiodromía; es decir, el tránsito de un extremo al otro.

En las continuidades del pasado recién descritas, el término «inconsciente» tiene un lugar, toda vez que aquello que escapa de la propia consciencia, por su carácter doloroso o por ir en contra de la imagen que tenemos de nosotros mismos, tendería a encontrar vías para perdurar en el presente.

De otro lado, algunos autores apuntan al rol estructurante de las vivencias pasadas, que marcan nuestras capacidades, limitaciones y modos de experimentar la realidad. Daeily, por ejemplo, indica que «los ciudadanos no nacen dotados de la capacidad de razonar; hay que criarlos para que la obtengan […] la capacidad de pensamiento racional tiene sus raíces en la relación temprana de cuidado» (2016, p. 149). En similar línea, Bettelheim sostiene que «el nivel de actividad del bebé en sus experiencias precoces de reciprocidad y el nivel en que se le permita contribuir personalmente a que aquéllas sean más gratificadoras tienen una gran influencia en el nivel de autonomía que el pequeño consiga posteriormente» (1962/2012, p. 59).

A nivel estructural, podríamos también sostener que las vivencias del pasado marcan un saber sobre la regulación; una serie de concepciones y prácticas, en buena medida implícitas, que marcan, para el sujeto, la realidad de la regulación, lo que esta es y el modo en que funciona, así como el propio lugar en ella. Estas concepciones se convierten entonces en la verdad y dejan de lado, en el olvido, las otras posibles concepciones, los otros posibles modos de ser de la regulación y de uno mismo en ella. Lo dicho se puede asociar con el concepto de modelos operativos internos de Bowlby, en tanto hablamos de «representaciones, mapas cognitivos, esquemas o guiones que un individuo tiene de sí mismo y de su entorno» (Rozenel, 2006). Otros conceptos que podemos ligar a este nivel estructural son los de «mundos de experiencia» y «principios organizadores de la experiencia». El primero «hace referencia a la totalidad de las propias experiencias emocionales de self y otro que conforman la propia vida psicológica», mientras que el segundo alude a los principios que «inconscientemente dan forma y tematizan la experiencia de una persona» (Atwood & Stolorow, 2004), y determinan, por ejemplo, «lo que puede o debe experimentarse y lo que no debe experimentarse» (Stolorow, 2010, p. 280).

Dicho esto, podemos pasar a revisar lo que mencionan algunos autores respecto de la continuidad en el ámbito educativo. Freud, por ejemplo, sostuvo lo siguiente:

Nosotros transferimos el respeto y la veneración ante el omnisapiente padre de nuestros años infantiles, de manera que caíamos en tratarlos como a nuestros propios padres. Les ofrecíamos la ambivalencia que adquiriéramos en la vida familiar, y con ayuda de esta actitud luchábamos con ellos como habíamos luchados con nuestros padres carnales. Nuestra conducta frente a nuestros maestros no podría ser comprendida, ni tampoco justificada, sin considerar los años de la infancia y el hogar paterno (1937/2005, p. 152).

Klein, al hablar sobre las relaciones en la vida escolar, indica que los estudiantes «trasladan al nuevo ambiente sus primitivos conflictos» (1937/2016, p. 367). En esa línea, «se puede observar con cuánta frecuencia los maestros se convierten en objetos de excesivo amor y admiración, así como de odio y agresión inconscientes. El remordimiento y la culpa que les ocasionan estos últimos sentimientos también forman parte de la relación con el maestro» (1922/2016, p. 74).

Estas opiniones se sostienen, en buena medida, en la similitud de las posiciones entre la familia y la escuela, particularmente en lo relativo a la dependencia. Sin perjuicio de ello, Klein reconoce un punto central cuando evaluamos las continuidades del pasado, que radica en las diferencias entre los ámbitos por los que el sujeto transita. Así, por ejemplo, la escuela «brinda la oportunidad de desarrollar la experiencia ya adquirida en materia de relaciones humanas y proporciona campo propicio para nuevos experimentos en este terreno» (1937/2016, p. 367). Ello se debe, en parte, a que existe más distancia afectiva entre los maestros y estudiantes, siendo que los primeros «aportan a la situación menos emoción que los padres» (1937/2016, p. 368). Para Milgram, otra diferencia estaría en que en el ámbito educativo el sujeto aprende «cómo ha de funcionar dentro de un cuadro organizativo» (1980, p. 130), donde, por ejemplo, existen distintos niveles de autoridad; aunque, al igual que en la familia, se mantendría el imperativo implícito de «obedéceme» en cada indicación y mandato.

Jung también alude a esto a modo de advertencia para los docentes, que tienen, «como personalidad, la delicada tarea de no ejercer una autoridad oprimente y de representar esa cantidad de autoridad que la personalidad adulta y con conocimiento ha de tener frente al niño» (1923/2010, p. 55). Fromm, de otro lado, muestra aspectos del ámbito educativo que podrían contribuir a una continuidad, como, por ejemplo, el tener figuras que lleven al sujeto a igualar lo bueno a lo que genera aprobación y lo malo a lo que genera desaprobación, sin que medie una reflexión propia (1947/2012, pp. 22-23). Al igual que en el hogar, los estudiantes estarían sujetos a relaciones de dependencia con los docentes, en las que estos tienen como parte de su poder el asignar o quitar valor.

Hay que advertir, en este punto, que los tránsitos de etapas (familia, escuela, universidad, trabajo) generan ocasiones para distanciarnos de dinámicas relacionales del pasado, a la par de posibles procesos de maduración afectiva y cognitiva (Reimer, 2008). El construir nuevas dinámicas relacionales, el madurar en nuestros vínculos, sin embargo, requeriría, entre otros, de ciertas condiciones ambientales.

Cabe, en este punto, aludir al concepto de experiencia correctiva trabajado por Alexander, que surgió enfocado en la pregunta: ¿qué cura en el proceso psicoanalítico? Sabemos que, en este proceso, el paciente transfiere al analista afectos y posiciones del pasado. Para que el proceso sea una experiencia correctiva, «la reacción del analista se adapta estrictamente a la situación terapéutica real. Esto hace del comportamiento transferencial de aquél -el paciente- un unilateral boxeo con su sombra» (1965, p. 1). Así, el analista no debe entrar al juego del paciente, que, por ejemplo, puede colocarlo en la posición de autoridad que no lo comprende y lo juzga; y, atendiendo al vínculo real y genuino, brindar una escucha sincera y sin juzgamiento al paciente. Se trata, así, de «atravesar experiencias vinculares y afectivas capaces de relativizar la fuerza determinante de las experiencias vinculares y afectivas históricas del paciente» (Sassenfeld, 2018, p. 286). A la par, el analista debe contribuir a que el paciente comprenda, intelectual y afectivamente, su modo de actuar; esto es, que advierta aquella sombra que está marcando su modo de relacionarse con el analista. Es esta nueva y distinta vivencia la que, junto con la comprensión, revela las dinámicas pasadas en el presente; así como la posibilidad, también presente, de construir dinámicas diferentes.

III. VIVENCIAS DE ESTUDIANTES DE DERECHO CON LA AUTORIDAD EN SU ETAPA ESCOLAR

Las vivencias analizadas fueron compartidas como una asignación en el curso de Derecho y Psicología, dictado en la PUCP en el segundo ciclo de la carrera. En este, un total de veinte estudiantes presentaron un documento que narraba una vivencia de la disciplina escolar. La asignación se encargó en una unidad del curso, dedicada a la idea de continuidad en los sistemas regulatorios, en la que se explora el impacto de nuestras vivencias previas en nuestro modo presente de vivir dentro de estos sistemas. Al finalizar una clase en que los estudiantes habían compartido anécdotas de la disciplina escolar en grupo, se les dio como consigna que remitieran una «vivencia de la disciplina escolar, que involucrara a alguna figura de autoridad y que hubiera impactado en su experiencia como estudiantes». Como parte de las pautas, se brindó una definición de sistema regulatorio y de vivencia, dentro del marco de la clase en cuestión.

Los sistemas regulatorios se definieron como conformados por: a) elementos, que son las normas que establecen deberes y prohibiciones, que fijan valores y principios, que establecen procedimientos y sanciones; y los sujetos, que adoptan roles de reguladores y regulados; y b) dinámicas que ponen en movimiento los elementos; esto es, que ligan a los sujetos con las normas en su creación, comunicación, aplicación, modificación, cumplimiento e incumplimiento, entre otras.

Las vivencias, a su vez, se definieron a partir de dos dimensiones: una fáctica, centrada en el hacer; pero también una subjetiva, centrada en lo que la persona siente y piensa. Dentro de un sistema regulatorio, el sujeto, entonces, hace, piensa y siente. Se trata, además, de vivencias en la medida en que se constituyen como «una parte de la vida inserta ya en el porvenir» (Cisneros, 2000, p. 50), en tanto que la regulación existe desde el que sujeto nace y se mantiene a lo largo de su vida, en diversos espacios de socialización, como el de la familia, la escuela, la universidad, entre otros.

Si bien no se solicitó información de los colegios, algunos estudiantes dieron cuenta de cierta información al narrar sus vivencias. A partir de ello, podemos indicar que algunas tuvieron lugar en colegios públicos y otras en privados, algunas en colegios mixtos y otras solo de mujeres o de hombres, y algunas en colegios laicos y otras en confesionales. Estas variables, sin embargo, no fueron tomadas en cuenta en el análisis.

Las narraciones de los y las estudiantes fueron analizadas siguiendo un análisis cualitativo (Gonzales, 2007) y temático-inductivo (Braun & Clarke, 2006) con la finalidad de elegir temas y subtemas que reflejen la diversidad de sus vivencias, cuidando de no guiar dicha labor por ningún parámetro teórico previo. El análisis se limita, entonces, al nivel de «lo dicho» (told) en las narraciones y no «al decir» (the telling) ni a la «construcción del decir» (Creswell, 2018). Los temas fueron elegidos no en función de su frecuencia en los estudiantes, sino de su importancia con relación al objetivo de la indagación (Braun & Clarke, 2006, p. 10); es decir, comprender las dinámicas relacionales presentes en las vivencias de la regulación que pudieran ser relevantes en su futura formación como abogados y abogadas. En ese sentido, se prefirió el análisis temático por su flexibilidad; o, en otra palabras, por no estar comprometido con un marco epistemológico que delimite o preconfigure la codificación y elección de temas (Braun & Clarke, 2006, pp. 4-5), sino que se centre en los contenidos y en su relevancia para la investigación.

La información se analizó siguiendo diversos pasos, que incluyeron la familiarización, la codificación, la elección de temas y subtemas, y la revisión de dichos temas y subtemas (Braun & Clarke, 2006, pp. 15-24). Asimismo, la elección de temas buscó guardar coherencia interna, asegurando la autonomía de cada eje y su relevancia dentro del conjunto (Braun & Clarke, 2006, p. 25).

Bajo dicho análisis, se identificaron modos de «hacer de las autoridades». En concreto: a) la falta de justificación y la incongruencia, b) la violencia y humillación como sanción, y c) la lejanía e interpretación agresiva del otro. Asimismo, identificamos como eje de alta relevancia lo que sienten, piensan y hacen los estudiantes frente a estas figuras de autoridad, con especial énfasis en el «no decir» frente a ellas.

Vale anotar que las vivencias narradas por las y los estudiantes fueron, casi en su totalidad, situaciones problemáticas con figuras de autoridad. Llama la atención que no se narraran situaciones con figuras de autoridad positivas. Ello puede responder a dos factores, no necesariamente excluyentes. De un lado, al carácter crítico del curso, que busca comprender y cuestionar modos en los que opera el derecho y que, en esa medida, puede situar la reflexión en lo problemático. De otro lado, puede que los y las estudiantes consideren que este tipo de vivencias marcaron más que otras su experiencia como estudiantes, o que estas hayan venido a su mente de modo automático al oír la consigna.

En cualquier caso, es preciso reconocer también que nuestra indagación no examina el nivel de frecuencia de estas vivencias ni pretende generalizarlas, negando la existencia de otros modelos de autoridad en la historia escolar de los y las estudiantes. Para el propósito de este trabajo, nos basta dar cuenta de la existencia de estas vivencias y saber que, para los y las estudiantes, tuvieron un impacto especial en su experiencia como estudiantes escolares. En efecto, las vivencias dan cuenta, por sí mismas, de ciertos modos de hacer de figuras de autoridad, así como los modos de sentir, pensar y hacer de los estudiantes frente a ellas. Por supuesto, la indagación podría ampliarse investigando múltiples vivencias de parte de cada estudiante, a modo de análisis de casos, para tener un mayor nivel de detalle y profundidad acerca de su ser regulatorio previo al ingreso a la carrera y su potencial de continuidad.

Notemos, sin perjuicio de lo dicho, que existen indicios claros de que este tipo de vivencias posiblemente se den con alta frecuencia y hagan parte del ethos de la educación básica en el Perú, pese a lo que se declara en las normas que fijan su finalidad8.

III.1. Falta de justificación e incongruencia

Diversas vivencias dan cuenta de que los estudiantes encuentran que las normas, que son creadas y aplicadas por figuras de autoridad, no tienen justificación, siendo que muchas de ellas carecen de sentido desde su perspectiva. Algunas de ellas tienen que ver con normas que suponen una incomodidad o incluso una afectación al cuerpo de los estudiantes. Un estudiante comparte, por ejemplo, su reflexión sobre el deber de formar hasta treinta minutos, al inicio del horario escolar, bajo el sol.

Como señalé al principio […] los mayores problemas con esta actividad surgían durante los meses de verano (marzo, abril e incluso mayo), ya que la radiación era tan insoportable y sobre todo, muy dañina para nosotros; aun cuando nos decían que podíamos llevar gorros y nos recomendaban usar bloqueador, estas medidas no eran suficientes.

Las normas que se estiman como carentes de sentido regulan también el tiempo de los estudiantes, haciéndoles pasar aburrimiento que entienden como injustificado. En este caso, estamos ante una norma que busca un fin, pero que se extiende a otros estudiantes, que no se encuentran en el supuesto que la justifica.

Existía una regla particular que reflejaba el sinsentido absoluto de muchas reglas que eran aplicadas a los alumnos: estos no podían estar en el patio después de la hora de salida así tengan actividades extracurriculares en la misma sede del colegio. El propósito de esta regla era que los padres de familia que no lleguen a tiempo en la hora de salida pudieran encontrar a sus hijos en un lugar predeterminado para no perder tiempo buscándolos en los patios de salida. No obstante, esta regla era extendida para absolutamente todos los alumnos, incluso aquellos que no tenían que esperar a absolutamente nadie que los recogiera. Por ejemplo, yo terminaba clases a las 2:30 pm. y tenía entrenamiento de básquet a las 5 pm., y tenía que pasar dos horas y media en una terraza fría, gris y ridículamente aburrida junto a otros niños de otras edades cuyas actividades me producían profunda incomodidad.

En algunos de estos casos, los estudiantes llegan a preguntar por el sentido de la norma en cuestión, recibiendo respuestas poco satisfactorias.

[…] lo que los alumnos podíamos ver era que los profesores tampoco entendían el propósito de la regla, puesto que cada vez que les preguntábamos, ellos no podían explicarnos el porqué de su accionar, sino que tenía que obedecer a las reglas de sus jefes, los directores.

En otros casos, la respuesta que se da es absolutamente injustificada y regulan a las estudiantes, colocándolas en posición de víctimas.

[…] muchas de las estudiantes presentamos quejas pues asistir al colegio en verano era sumamente caluroso […] siendo la explicación que recibimos que lo hacían para limitar los pensamientos «sucios» hacia nuestro cuerpo, exactamente nuestras piernas o en todo caso que alguno de nuestros compañeros nos molestase o atentara contra nuestra integridad. Algunas profesoras adicionaron que era para evitar que las niñas «coquetas» se exhibiesen, negándose a creer nuestra justificación de comodidad. Entonces, para evitar esta clase de comportamientos decidieron limitar nuestra comodidad. Entonces, existía esta prohibición mencionada, el castigo en caso de incumplimiento era una disminución en nuestra nota semanal de conducta, así como mandar a llamar a los padres.

En otros casos, las estudiantes muestran razones contrarias a las normas y al modo en que las autoridades las aplican.

Cuando estaba en quinto de secundaria, fui un día al colegio en buzo cuando a mi sección no le tocaba Educación Física porque el frío que hacía esa mañana era insoportable. Las normas decían que, si ibas mal uniformado, el castigo era una suspensión; sin embargo, no consideré que estaba mal uniformada porque era el buzo del colegio, no estaba con ropa de calle o algo parecido.

Me quedé bastante sorprendida porque yo no consideraba que estaba dando un ejemplo negativo a mis compañeros menores, no le estaba faltando el respeto a nadie y no tenía ninguna intención de hacerlo. Considero que, por el clima que hace en invierno, se debía dar facilidades a las alumnas, sobre todo, porque la falda podía ocasionar enfermedades virales.

Una vivencia en particular que me desagradó fue el hecho de que no me dejaran pasar al colegio por el único motivo de tener el cabello un poco más largo que a comparación de los demás. Este tipo de castigos hacían que perdiera horas de clases o que incluso bajaran mi nota de conducta según la tutora, como si tener el cabello largo formara parte de actuar bien o mal según las reglas de convivencia que se habían establecido en el aula: respetar, ser puntual, ayudar, ser sincero, todo menos algo relacionado con el cabello tal cual.

En este último caso advertimos cómo la regla concreta, desde el punto de vista de la estudiante, no es congruente o no está asociada a los valores del colegio y, en esa medida, carecería de sustento o base. Lo injustificado se vive incluso cuando no hay norma explícita que regule la situación y tampoco posibilidad de cuestionar.

Aludió que, si bien el colegio no limitaba las prendas (ya que no contábamos con un uniforme obligatorio), era parte de nosotros los alumnos tener criterio para vestirnos. Asimismo, mencionó que yo debía saber adaptarme al contexto en el que estaba. Recuerdo sus palabras exactas, las cuales fueron: «Debes saber adaptarte a la situación, no estás yendo a una fiesta o a cualquier reunión, estás asistiendo al colegio». Yo me encontraba simplemente sorprendida, puesto que no entendía que parte de mi vestimenta estaba mal o infringía las normas. Claramente, prohibir los leggins no ayudaba en nada al fin que buscaban obtener; pero no se podía recriminar más de una vez, puesto que podían iniciarnos un proceso por disciplina, o, en el peor de los casos, pensábamos que podían «agarrarnos cólera», lo cual no era lo mejor para nosotros.

Se suman, además, vivencias de incongruencia de la autoridad, toda vez que las normas no se aplican a ellas en diversas situaciones. Un ejemplo lo tenemos en la formación escolar durante el verano: «el director y algunos profesores se ubicaban en la parte de la sombra, mientras que el resto de nosotros tenían que quedarse en el patio principal, en pleno sol».

La falta de justificación se da en algunos casos con la aplicación desigual de las normas respecto a otros estudiantes, o con normas que favorecen a unos frente a otros.

Estaba en el salón haciendo la práctica […] como varios de mis, en ese entonces, compañeros de clase; cuando muchos de ellos sacaron sus celulares para usarlos como calculadora y recuerdo haber visto a muchos usando su calculadora de celular, entonces me sentí entusiasmado pues pensé que era común el uso de calculadoras con celular. Entonces, viendo que todos lo hacían, yo también saqué mi teléfono (un teléfono «chanchito» que era a teclas y que no medía más de diez centímetros). Pasaron diez o quince minutos y seguía haciendo la práctica con normalidad […] pero no fue hasta que llegó a la última pregunta, que el profesor llegó a mi lugar y […] entonces me dijo directamente: «quién te ha autorizado a usar celular para la práctica». A lo que yo respondí que mi celular no tenía mayor uso que el académico (usarlo como calculadora) pues no tenía, ni redes sociales, y mucho menos internet. Entonces el profesor, según entendí, pensó que le respondí de una manera inadecuada, y yo en esos momentos no entendía qué pasaba porque yo no era el único que estaba usando la calculadora como celular y solo se dirigió a mí. Entonces procedió a ponerme una amonestación. Yo sin más que sentir injusticia, volví a mi lugar.

En este caso vemos, al igual que en algunos de los anteriores, que el profesor no responde a las razones del estudiante, actuando como si no las oyera. En cuanto a las normas desiguales, una estudiante indica:

[…] el hecho que considero más relevante es el del uso del uniforme de deporte de las mujeres, que constaba de un polo y pantalón de buzo, ya que teníamos la prohibición del uso de shorts en las estudiantes mujeres en cualquier época del año a diferencia de los hombres que sí podían usarlo. En este momento cabe recalcar que mis clases escolares comenzaban usualmente quincena de febrero, por lo cual gran parte del verano nos veíamos limitadas a usar un buzo escolar de doble forro mientras que nuestros compañeros varones sí podían asistir con pantalón corto. Esto generó que muchas veces no podíamos concentrarnos en clase ya que no nos sentíamos cómodas. Puede parecer poco importante, pero en base a mi propia experiencia no nos permitía tener la misma comodidad de los hombres.

III.2. Violencia y humillación como sanción

En las narraciones de los estudiantes, se evidencia la vivencia de violencia y humillación aplicada por figuras de autoridad en diversos escenarios. En algunos casos, la humillación se enfoca en ataques a la imagen de los estudiantes, como nos cuenta una estudiante:

En los meses de marzo y abril hacía mucho calor, por lo que decidí pedirle a mi mamá que me compre un short tipo pantaloneta que tenía los mismos colores del buzo de colegio (azul y rayas celestes al costado), porque había visto a varias niñas vestirlo, por tanto, asumí que lo vendían en una de las tiendas que estaban autorizadas para vender el uniforme y buzo de colegio. Efectivamente, pude llegar a comprar el short, pero cuando estaba en la formación de aquel día, la coordinadora de nuestro año se me acercó para hablarme sobre el short […] Lo que ella me dijo sobre el short, fue más o menos lo siguiente: «¿Por qué te has puesto eso? ¡Se te ve horrible!». Con un volumen de voz muy alto, enfatizando horrible. Aquellas palabras son las que recuerdo con seguridad, pero con respecto al resto de la conversación esta se basó en una insinuación de parte de ella acerca de que yo estaba usando estos shorts para mostrar más mis piernas, [y] por tanto, provocar a mis compañeros hombres. Asimismo, le expresé mi desconcierto sobre si se podía o no usar estos shorts considerando que pude comprarlos, tenían los colores del colegio y varias lo usaban.

Otra estudiante nos cuenta que llegó con la basta baja, porque se le rasgo en el transporte público; entonces, decidió pegarla con cinta adhesiva, pero, sin darse cuenta, esta se despegó y una profesora la vio.

Me dijo que en todos los años que conocía mi familia no había visto a algún miembro de la misma más vergonzoso que yo, que yo era «una vergüenza para mi familia y para mi colegio» porque el uniforme debía respetarse y yo me había atrevido a pegarlo con cinta de embalaje en lugar de coserlo, que eso era una señal de la poca limpieza que tenía como mujer y por ende de la poca educación que me habían inculcado mis padres. Asimismo, me cuestionó por no haber cosido la dichosa basta a lo que intenté explicarle lo que había sucedido en la mañana; ella entendió mi intento de responderle como un acto de malcriadez […] intenté explicarle lo sucedido ante lo cual nuevamente me llamó la atención diciendo que seguramente lo había hecho a propósito y que no tenía duda que a la salida me alzaría la falda por encima de las rodillas para pasear así con los chicos del colegio de varones que quedaba cerca al mío; asimismo, me recalco que estaba totalmente decepcionada de mí y que esta vez sí comunicaría mi conducta no propia de una señorita de mi colegio a la subdirectora y a mis padres, esto me hizo enojar y sentir triste a la vez nuevamente. Sabía que cualquier intento de hacer que cambiara de opinión sería inútil por lo que solo asentí.

En algunos casos, la figura de autoridad es conocida por su capacidad para hacer sentir mal. En esas ocasiones, se aplicaba siempre la regla de no poder salir al baño durante la clase. Una estudiante, por miedo a pedir permiso, se hizo la pila en su sitio. Respecto a esta profesora, dice la estudiante:

Recuerdo innumerables ocasiones en las que, revisando la tarea, hacía sentir mal a todo el mundo por los mínimos errores, nos decía que usáramos la cabeza, rehiciéramos todo e incluso llegó a romper varias hojas de los cuadernos de todos porque no le gustaba como estaban hechas las cosas. Queda claro pues que era una profesora muy «a la antigua», de esas que casi y seguían con la mentalidad de «la letra con sangre entra». Por todo ello, era obvio que pedir permiso para ir al baño en sus horas de clase no era para nada una opción. Intentarlo significaba ser humillado por ella por la falta de control sobre nuestros cuerpos e irresponsabilidad por no haber ido en el recreo. Así, todos ya estábamos acostumbrados y sabíamos cómo comportarnos con ella.

En otros casos, tenemos sanciones humillantes.

[…] el profesor paró la clase y me regaño delante de todo el salón y, de repente, cogió mi carpeta y la colocó en el medio del salón, justo donde todos mis amigos podían mirarme claramente; el maestro exclamó que tuvo que ponerme en esa situación para que me concentrara y, una vez dicho aquello, ató mis pasadores a la silla para que no me pare y me vaya con mis amigos y me concentre más en realizar los ejercicios de matemáticas. Aquel momento debió resultarme muy humillante ya que estaba atada a una silla en presencia de mis compañeros, no obstante, me causó gracia, me reí junto con mis amigos, que se sentaban atrás, y comentábamos lo ridículo que nos parecía lo que había hecho. Es por esa razón que me pregunto: ¿por qué habrá causado risa una situación tan vergonzosa como aquella? ¿Por qué la recuerdo como una anécdota divertida en vez de una traumática?

En otro caso, quienes cometían faltas en la formación eran retirados del patio central y llevados a otro patio, donde eran mostrados al resto como estudiantes infractores. Cuenta una alumna al respecto que:

[…] al finalizar la formación general, el alumnado, para dirigirse a las aulas, debía pasar por ese patio, donde eran expuestos los «indisciplinados», a la mirada de sus compañeros, profesores y coordinadores […] el estar ahí, generaba una perspectiva negativa como alumno que repercutía en la calificación de los cursos en el ámbito de la conducta.

Se narran también supuestos de castigo físico, que tienen lugar en ciertos escenarios.

En una oportunidad la profesora me golpeó las piernas cuando me paré de mi pupitre para corregir una palabra que ella había escrito mal en la pizarra: aquella ingenuidad me costó recibir esos golpes en las piernas, ya que yo solo recuerdo que esa palabra estaba mal escrita y era mi deber corregirla, jamás se me pasó por la mente que dicha acción podría incomodar a mi profesora en ese entonces. El resto de mis compañeras sí recibía más que eso: gritos y vulgaridades era lo que recibían si se encontraban fuera del aula o hacían demasiado ruido. En ninguno de mis recuerdos veo a mi profesora como alguien con quien se pudiera conversar o hablar, a pesar de nuestras limitaciones (éramos muy jóvenes como para debatir abiertamente con la profesora).

[…] tenía una profesora que acostumbraba a castigar a mis compañeras mediante el castigo físico. Ya sea mediante el empleo de algún elemento circunstancial (por ejemplo, una regla o un papel periódico enrollado) esta profesora solía pegarnos si alguna se paraba de su sitio o se encontraba fuera del salón en el cambio de hora de clases. Además del abuso verbal contra todas nosotras (gritaba, utilizaba palabras malsonantes, etc.), las palmadas o los reglazos eran regulares.

Un día me demoré en comer por lo que a la hora que el timbre sonó recién guardé mis táperes y me paré a colgar mi lonchera. Como la profesora ya había entrado, decidí regresar a mi sitio corriendo […], pero no me di cuenta, me tropecé y me caí. Cuando me paré, recuerdo, que la profesora estaba parada delante de mí con su regla grande. Con tono de molestia me dijo que yo ya sabía las normas de convivencia y que ni bien tocaba el timbre tenía que estar sentada esperando a que llegue el o la docente que dictaría su curso. Luego de eso me dijo que estire mis manos y con la regla me pegó en cada una. Después de eso, en clase les advirtió a mis otras compañeras que, si desobedecían, así como lo hice yo, iban a tener el mismo castigo.

III.3. Lejanía e interpretación agresiva del otro

En diversas narraciones se evidencia algo que está presente también en los ejes previos: la lejanía de la autoridad y el modo en que esta interpreta el hacer del estudiante. Una estudiante cuenta cómo la docente imagina su intención, lo que le basta para aplicar un castigo físico.

[…] la profesora pidió sacar un libro, entonces yo saqué otro incorrecto por mera equivocación. Ella pidió que sacara el correcto, entonces yo al momento de tomar mi mochila hice caer el libro sin intención de refutar a su «mandato», entonces […] Ella creyó que lo hacía para desafiarle o por rebeldía que como acto de «castigo» me jaló la oreja por un buen tiempo. Yo sin entender qué había pasado, como reacción solo me quedó llorar hasta que llamaron a mi mamá porque no podían calmarme. Puesto que vivía cerca, mi madre vino enseguida preguntando qué había pasado, y ninguna de los profesores o auxiliar quiso decir algo de lo sucedido anteriormente. Incluso ni yo, ya que siendo pequeña no entendía por qué había pasado ello […] hasta que un compañero mío le dijo a mi madre la causa de mi llanto. Es ahí donde, como toda madre, la mía molesta y furiosa va a preguntar a la directora que por qué había sucedido ello y según la profesora dijo que fue de «casualidad».

En algunos casos, lo que tenemos es una muestra de la irrelevancia de la vivencia del otro para la figura de autoridad. Una estudiante cuenta que una compañera:

[…] tuvo un incidente durante horas de clase: repentinamente le llegó su período y, obviamente de manera accidental, manchó la silla en la que se encontraba. Claro que, en un primer momento, no se dio cuenta de la mancha, pero sí de lo que estaba pasando. Inmediatamente, sabiendo que si esperaba más tiempo algo peor podía pasar como cualquier mujer o cualquier persona con una necesidad fisiológica, pidió permiso para ir al baño, o al menos lo intentó. Ella levantó la mano para pedir permiso, pero la profesora, quien estaba en ese momento hablando, la ignoró. Diana mantuvo levantada la mano y miró suplicantemente a la profesora para que le hiciera caso, pero esta solo le hizo un ademán para que bajara la mano. Al no saber qué hacer, solo se quedó quieta en su sitio; una amiga más y yo nos dimos cuenta de su extraña actitud y, como estábamos sentadas al lado de ella, le preguntamos qué pasaba. Mientras […] nos explicaba la profesora fue a sentarse a su escritorio después de dejarnos una actividad, así que le dijimos que podía ser buen momento para pedirle permiso otra vez. Levantó la mano, la profesora le dio la palabra, pidió permiso para ir al baño y «No, ahora tienen que hacer el ejercicio, nada de baño». Quiso pararse, pero se dio cuenta de la mancha y se volvió a sentar por miedo a que los demás la vieran y se burlaran porque se sentaba justo en el medio del aula. Mi amiga y yo tratamos de ir nosotras al escritorio de la profesora para decirle lo que pasaba, pero nos mandó a sentar apenas lo intentamos. Finalmente, no quedó más que esperar al recreo para que […] pueda arreglarse en el baño y ayudarla a arreglar lo que pasó.

Una situación similar tuvo lugar en otra narración, aunque en este caso atendemos a una autoridad que interpreta la acción de una estudiante.

Un día fui a clases como de costumbre, pero me sentía un poco mal, con algunos dolores abdominales y otros malestares. Al llegar el tiempo de recreo fui al baño y me di con la sorpresa de que los dolores eran a causa de mi primera menstruación, eso no fue lo peor. Debido a que no estaba preparada para aquello manché la ropa interior que llevaba puesta incluido el uniforme. Entré en pánico, no quería salir del baño pues «todos me iban a ver». El recreo terminó y yo seguía encerrada en el baño, supongo que alguno de mis profesores alertó al auxiliar de vigilancia pues este me estaba buscando hasta que dio conmigo, le dije que no quería salir porque había tenido un accidente. Él insistentemente me preguntaba qué era lo que me había ocurrido, yo estaba muy avergonzada y quería evadir el tema. Le pregunté si podía ir a mi casa, que necesitaba comunicarme con mi papá urgentemente, el auxiliar se enfadaba cada vez más y decía la actitud que yo estaba tomando era solo un capricho mío. Llegó al punto de amenazarme con que si yo no salía del baño él abriría la puerta del baño. Yo solo empecé a llorar y le dije que era algo muy privado lo que me había pasado, pero el auxiliar se negaba a salir o a darme el permiso antes de que yo saliera del baño. Me «recordó» que nadie podía salir del colegio antes de que las clases finalizaran, excepto que tuviese un permiso firmado por mi apoderado. Evidentemente yo no tenía ese permiso pues lo que me sucedió fue fortuito, le pedí que me comunicaran con mi papá en repetidas oportunidades, pero no accedió. Yo me quedé en ese baño hasta que sonó el timbre de salida, sintiéndome incómoda por la menstruación, con dolores y asustada por los gritos del auxiliar. Además, con el temor de que realmente él fuese capaz de abrir la puerta del baño por la fuerza. Al momento de la salida muchas chicas entraron a los servicios higiénicos, me sentí aliviada pues creí que ellas sí me podían entender. Después de eso, al llegar a casa no fui capaz de contarle a mi papá lo que me sucedió, el auxiliar escribió en el reporte de incidencias que yo había hecho un «berrinche» en el baño porque quería salir del colegio a horas no permitidas. Mi papá confió en lo que le dijo el auxiliar en el reporte y ni siquiera me preguntó qué era lo que había ocurrido.

En otro caso, una estudiante es obligada a participar en una competencia académica dentro del colegio, en la que tenía que responder preguntas. La estudiante se había preparado mucho para ello.

Comenzó la primera pregunta por parte de mi profesor y, lamentablemente, no la sabía. Aún creía que yo podía, que solo era la primera y que a la siguiente la respondería bien. Luego, fue el momento de la segunda pregunta, pero no había podido escucharla por los gritos que las barras de los salones hacían en ese momento; entonces, respondí mal también. En ese momento, ya comencé a sentirme nerviosa, a mirar a todos lados y era más consciente de que mi temor a fallar se hacía realidad, pero, sobre todo, de que la seguridad que tenía por haber estudiado se esfumaba. Posteriormente, me realizó la tercera pregunta y no me quedaba casi nada de esperanza. Tenía ganas de llorar y me moría de vergüenza por lo que todo el colegio pensaría de mí. Evité mis ganas de salir corriendo y quise seguir. Fue en ese momento en que, como se dice, me vino el alma al cuerpo y pude, por fin, responder bien a la pregunta. No obstante, para mí eso no fue lo peor, sino que, al momento de contestar mi profesor, delante de todo el colegio, me diga: «Ya era hora que respondas. Hay que ser serios si se piensa participar. Haz debido estudiar».

En este caso, el profesor interpreta los errores iniciales como falta de seriedad, sin reconocer que no conoce la causa de los mismos. La alumna opina, sobre el particular: «al mencionarme que debía ser seria en competencias académicas como esas, es dar a entender, ante todos, que él sí toma en serio su trabajo y que yo no».

En algunos casos, la percepción del docente inhibe siquiera el intento de dar cuenta de la propia situación.

[…] el profesor que estaba cuidando la entrada era uno de los más estrictos, eso significaba que, aunque le explique la situación, no me iba a comprender y significaba la sanción. O tal vez sí me hubiera entendido, pero al tener la concepción de que es uno de los más estrictos, me dio miedo intentarlo.

Finalmente, podemos mencionar el ejemplo de una estudiante que era tímida y no hablaba mucho. Los profesores lo toman como buena conducta y, por «no hablar», la eligen policía escolar, lo que le trae muchos problemas al enfrentarla con sus compañeros.

III.4. El sentir, pensar y hacer de los estudiantes frente a la autoridad

Podemos notar en las diversas vivencias narradas los modos de sentir, pensar y actuar de los estudiantes. De un lado, piensan en su posición de inferioridad, se conciben como de menor poder.

[…] éramos unos cuantos críos de quinto grado de primaria que no tenían la suficiente fuerza como para unidos poder resistir ante la violencia que era ejercida hacia ellos por una norma injusta y arbitraria: podían ser identificados y posteriormente sancionados.

En ninguno de mis recuerdos veo a mi profesora como alguien con quien se pudiera conversar o hablar, a pesar de nuestras limitaciones (éramos muy jóvenes como para debatir abiertamente con la profesora).

Esto ligado a un «no hacer» o, más precisamente, a un «no decir»: no dar cuenta de su necesidad por sentir temor a la reacción, a la humillación o a colocarse en una posición perjudicial con respecto a la autoridad.

[…] ella temía la reacción que la profesora pudiera tener si ella decía que quería ir al baño y por eso se quedó callada.

Intentarlo significaba ser humillado por ella por la falta de control sobre nuestros cuerpos e irresponsabilidad por no haber ido en el recreo. Así, todos ya estábamos acostumbrados y sabíamos cómo comportarnos con ella.

Claramente, prohibir los leggins no ayudaba en nada al fin que buscaban obtener; pero, no se podía recriminar más de una vez, puesto que podían iniciarnos un proceso por disciplina, o, en el peor de los casos, pensábamos que podían «agarrarnos cólera», lo cual no era lo mejor para nosotros.

En algunos casos, se convencen de que son ellos o ellas quienes están mal.

[…] sentí una serie de emociones desde la humillación hasta la frustración. Estoy segura de que, ante esta mezcla, lloré. Sin embargo, no sentí ganas de responder en voz alta o pegarle, sino, me sentía triste porque me convenció de que yo estaba equivocada.

Asociada a lo anterior, algunas de las narraciones muestran también la seguridad de que el decir del estudiante no generará cambios o, en todo caso, que generará mayores agresiones de parte de la autoridad.

[…] intenté explicarle lo sucedido ante lo cual nuevamente me llamó la atención diciendo que seguramente lo había hecho a propósito y que no tenía duda de que a la salida me alzaría la falda por encima de las rodillas para pasear así con los chicos del colegio de varones que quedaba cerca al mío […] Sabía que cualquier intento de hacer que cambiara de opinión sería inútil por lo que solo asentí.

En otros casos, el no decir está asociado a ver la conducta de la autoridad como normal o a la dificultad para dar cuenta de lo ocurrido.

A pesar de lo anteriormente descrito, tanto mis compañeras como yo no distinguíamos estos hechos como lamentables. Simplemente considerábamos que era parte de la disciplina que la profesora ejercía sobre nosotras.

Después de eso, al llegar a casa no fui capaz de contarle a mi papá lo que me sucedió, el auxiliar escribió en el reporte de incidencias que yo había hecho un «berrinche» en el baño porque quería salir del colegio a horas no permitidas.

[…] sin entender qué había pasado, como reacción solo me quedó llorar hasta que llamaron a mi mamá porque no podían calmarme.

En ciertos casos, los estudiantes intentan comunicar lo que ocurre, sin llegar a ningún resultado.

[…] nos mandó a sentar apenas lo intentamos. Finalmente, no quedó más que esperar al recreo para que Diana pueda arreglarse en el baño y ayudarla a arreglar lo que pasó.

[…] cada vez que les preguntábamos, ellos no podían explicarnos el porqué de su accionar, sino que tenía que obedecer a las reglas de sus jefes, los directores.

Asimismo, frente a diversas normas, atendemos a situaciones de incumplimiento del lado de los estudiantes.

Pero, además, hay casos, como el mío, en el cual los alumnos incumplían la norma sin importarles la misma. Por dicha razón, mis compañeros de equipo y yo preferíamos pasar esas dos horas y media escondiéndonos y escapándonos de los profesores que nos buscaban para llevarnos a la fuerza, por medio de gritos, amenazas, o incluso hasta por la fuerza hacia aquella aburrida terraza. Nos pasamos escapando durante todo el año, y esa costumbre la mantuve mientras estuve en el equipo del colegio de básquet. […] muchos de nosotros nos quejábamos de sentirnos incómodos por estar tanto tiempo expuestos al sol, ellos no nos escuchaban y nos seguían obligando a asistir a dichas formaciones. Esto generaba que muchos de nosotros, con muchas más ganas, incumplieran esta norma y no asistieran los días lunes en la mañana. Esto era porque pensábamos que era completamente innecesaria una exposición al sol por cumplir una «norma» que nos afectaba a todos en conjunto.

Finalmente, vale anotar que, en algunos casos, como aquellos donde tiene lugar la violencia física, los estudiantes recurren a su papá o mamá, quienes luego asisten al colegio a quejarse por lo ocurrido.

IV. DINÁMICAS RELACIONALES SUBYACENTES A LAS VIVENCIAS CON LA AUTORIDAD

El marco psicoanalítico revisado en la primera parte de este trabajo nos permite explorar, en las vivencias descritas, una serie de prácticas que, desde nuestro análisis, hacen parte de las dinámicas relacionales que ligan a los y las estudiantes con figuras de autoridad que hacen parte de las narraciones. Asimismo, el análisis nos ha permitido postular posibles afectos y concepciones asociadas a dichas prácticas y posiciones.

Por supuesto, comprender dinámicas relacionales a partir de narraciones de las vivencias de uno de los sujetos (los estudiantes) tiene limitaciones. Tenemos mayor capacidad para postular la existencia de ciertas prácticas (posiciones, modos de hacer) que adoptan y siguen los sujetos, y que hacen parte de las dinámicas en cuestión por ser su parte más superficial y visible. Podemos también postular qué concepciones implícitas parecen operar en dichas prácticas. En esa línea, encontramos mayores dificultades para comprender los afectos y defensas que juegan un rol por estar estas más asociadas a lo que subyace a las prácticas. Esto, sin embargo, se puede hacer en alguna medida y de modo exploratorio, ya que el marco psicoanalítico liga tipos de prácticas a afectos y defensas. Podemos así, advirtiendo las prácticas y tomando en cuenta las narraciones que dan cuenta de aquello que sintieron los estudiantes, postular posibles afectos y concepciones asociadas.

En primer término, atendemos a autoridades que se constituyen como titulares del deseo y de la verdad que prima en la regulación y en el vínculo. Al regular, lo hacen desde su perspectiva, desde su posición, conforme a cómo ha sido en su pasado y a lo que estiman debido, sin diálogo ni consciencia de la situación del otro. La vivencia del estudiante, de esta forma, no es relevante; sus razones no son relevantes; su deseo, su dolor, su problemática no son relevantes; y su expresión no encuentra una escucha sincera. Esto ocurre aun ante indicios muy claros de una vivencia concreta de parte de los estudiantes, como, por ejemplo, el estar en un baño por haber tenido un accidente. En diversos casos, se niega su verdad y se les quita la capacidad para dar cuenta de ella. La crítica y la explicación de la propia situación, de la propia vivencia, se entienden como un intento de eludir, como una falta de obediencia en sí misma, como un acto obstinado. La verdad de las figuras de autoridad puede versar sobre qué es lo que los estudiantes deben hacer o, más aún, cómo es que deben verse; pero también respecto a su intención, al por qué de sus actos, que se interpreta sin su concurso. Así, un pedido de alumnas centrado en la comodidad se entiende como un intento de ser coquetas con sus compañeros. En esa línea, el otro es puesto como un sujeto que, cuando dice su verdad, oculta algo y miente, frente a otro sujeto que sabe su verdadera verdad.

Esta primacía de la verdad y del deseo del otro, muy clara en las vivencias narradas, se muestra como un rasgo muy lejano de un «regulador suficientemente bueno», en los términos de Winnicott (1963), ya que no muestra apertura a comprender al otro ni tiene disposición a dar lugar a la expresión del otro, y mucho menos a permitir que esa expresión madure. En ese contexto, la presencia de recursos como la capacidad de entonamiento afectivo a que se refiere Stern (2004) se mostraría como ilusoria, puesto que existe una clara barrera a la expresión del otro, que es la inmediatez en el surgimiento de la verdad de la autoridad. Asimismo, notamos que la falta de diálogo y la primacía de la propia verdad es un rasgo autoritario, tal como hemos visto en autores como Deleuze (1981/2015), Fromm (1947/2012) y Jung (1934/2010). Cuando este rasgo se presenta, se reduce a los y las estudiantes a una condición de sujeto sin subjetividad. Asimismo, juega un rol central en ello la titularidad del saber oficial (Schraml, 1971; Cisneros, 2000) que recae en la figura del profesor.

Asociado al asunto de la verdad, atendemos a la vivencia de autoridades que marcan una separación con los otros (estudiantes) en la que aquellas toman una posición jerárquica superior, de dominio, frente a quien está en una posición de sumisión. Desde esta separación, la autoridad es propietaria de la regulación y ejerce su rol de creación y aplicación de las normas sin control ni límite. En ese sentido, no justifica sus normas y decisiones en función a valores o razones debidamente planteadas. Por lo general, la justificación está ausente y, cuando se tiene que presentar, se evidencia que es una tarea que incomoda profundamente. Asimismo, la autoridad sanciona en algunos casos con castigo corporal u otras medidas que no están establecidas oficialmente, y en otros casos frente a infracciones a normas que no son tales en tanto no están previstas. A esto se suman los escenarios en que la misma autoridad incumple las normas o se ubica en una posición preferente respecto a las mismas. De ese modo, atendemos a una autoridad que no se encuentra limitada por la regulación, sino que la posee y utiliza situándose fuera de su alcance.

Los y las estudiantes pueden en algunas ocasiones acercarse a la autoridad, ya sea cuestionando el sentido o pidiendo alguna justificación. En algunos casos, muestran razonamientos que los llevan a pensar que están actuando bien (por ejemplo, porque no están dañando a nadie), pero estos no son manifestados dentro de un diálogo donde expongan razones, sino que se frustran ante autoridades que no argumentan. Así, ese acercamiento se frustra con respuestas agresivas y elusivas que colocan al otro en la posición vulnerable o culpable, aunque no quede claro por qué; o se deriva la decisión a alguien con quien ya no es posible hablar. Con las respuestas, se frustra cualquier posibilidad de diálogo. Cuestionar puede afectar el vínculo, tornarlo hostil y hacer que el estudiante pierda la valoración del otro. De igual manera, insistir es visto por los estudiantes como un esfuerzo sin sentido porque nada se logrará cambiar.

Vale poner especial énfasis, en este punto, en los tratos desiguales de parte de la autoridad, particularmente en razón del género, toda vez que en diversos casos la regulación afecta particularmente a las mujeres y, frente a sus reclamos, la respuesta que se obtiene acentúa violentamente la desigualdad y frustra cualquier posible diálogo. Ello ocurre, por ejemplo, cuando se justifica la norma para evitar «pensamientos sucios» en los compañeros o cuando se niega la intención expresada por las estudiantes (evitar incomodidad con el uniforme) por la verdad de la autoridad (quieren coquetear con sus compañeros).

Podríamos atender, asimismo, a una concepción del otro que se gesta sostenida en la pulsión de muerte; es decir, como vimos con Freud (1933/2012) y Fromm (1947/2012), en la separación entre sujetos que tiende a evitar la creación y se opone a la unión. Los y las estudiantes no llegan a ser reconocidos como sujetos con derechos, sobre todo con el derecho a participar, opinar y recibir una respuesta motivada. Salvo excepciones, la regulación es relativa al estudiante únicamente en tanto que este debe cumplirla, sin que tenga posición de agencia en la creación y aplicación de las normas. Así, estaríamos ante un modelo heterónomo, en los términos de Castoriadis (1996/2018), donde el regulado no se autorregula, sino que es, en definitiva, regulado por otro. Del lado de las autoridades, notamos la ausencia de justificación y de autocrítica como una práctica ligada a lo autoritario (Herrera, 2018). La separación entre sujetos titulares y pasivos marca una lejanía que impide incluso acceder a las razones de las normas o cuestionar las decisiones de la autoridad (Herrera, 2018). La lejanía, asimismo, marcaría un «no saber» sobre el otro, que es conocido únicamente en sus actos y no en lo que los anima (Del Mastro, 2018b) ya que esto último es definido por la misma autoridad.

En relación a esto último, atendemos a un mecanismo como la humillación, utilizado para sostener el poder de la autoridad. En diversos casos, se hace sentir vergüenza al estudiante, se le atribuyen motivaciones inapropiadas, se los disminuye y agrede verbal o físicamente. De ese modo, la autoridad se afirma en su capacidad para dañar (Herrera, 2018), lo que logra silenciar al otro, frenar su posibilidad de hablar o seguir la discusión.

En estos casos, se marca una diferencia mayor entre los sujetos: uno, el titular de la verdad y la regulación, puede dañar; y el otro, sin voz ni agencia, corre riesgo. El daño se daría en una relación de dependencia en al menos dos niveles: uno corporal (calor, vestimenta, control del propio cuerpo, tiempo y movimiento) y otro afectivo (posibilidad de ser humillado, temer la reacción del otro, necesitar tener un vínculo estable, la nota asociada al valor propio). En la dependencia, sin embargo, la separación se hace más riesgosa, puesto que el otro es puesto en el lugar de alguien diferente a uno mismo, pero al mismo tiempo sometido a uno mismo.

En estas dinámicas relacionales autoritarias los estudiantes callan o aprenden a callar. Consideramos que en este punto se abre la posibilidad de plantear posibles afectos que marcan las posiciones y el hacer de los estudiantes. En efecto, atenderíamos, en algunos casos, y en el marco de lo sostenido por autores como Bettelheim (1962/2012) y Miller (1994/2015), a una vivencia dolorosa; a un no poder dar cuenta de la propia experiencia, del propio pensamiento; a un ser silenciado por quienes deberían darnos su atención; a un ser puesto en la posición de insignificancia, de irrelevancia de lo propio.

El silencio, por lo demás, evita mayores problemas y rupturas, mayores humillaciones, mayores derrotas. En esa medida, en algunos casos puede darse como un «no decir estratégico» que, por ejemplo, busque estar bien con el docente porque eso genera beneficios y evitar perjuicios. Esto no implica, necesariamente, que a la par no pueda también existir temor y dolor a nivel afectivo como producto del «no decir». El silencio, además, y en similar línea, hace parte de una práctica que pareciera tener, y al mismo tiempo construir, una base estructural. En efecto, atendemos -a partir de lo visto hasta el momento- a una serie de concepciones implícitas que haría del no decir algo congruente con la visión de la realidad de la regulación: como propiedad de la autoridad, compuesta por normas que regulan el hacer desde fuera y sin el propio concurso, cuya justificación es inaccesible. Al mismo tiempo, en algunos casos pareciera operar un principio organizador de la experiencia (Stolorow, 2010) que consiste en dividir el propio ser, separando el sentir y el pensar del hacer y decir. Estos últimos, visibles para la autoridad, quedarían en situación de sometimiento y pasividad, mientras que el sentir y el pensar estarían silenciados. Por supuesto, existen casos en los que el hacer y decir se activan y se recurre al papá o la mamá, o a una autoridad de mayor nivel, como medio para hacer frente a la autoridad autoritaria. En otros casos, como hemos visto, los estudiantes dicen lo que piensan y sienten, pero renuncian a continuar ante las respuestas autoritarias. Podemos sospechar que el «decir en primera instancia» sería un modo de notar ante qué tipo de autoridad se encuentran. En esos casos, cuando la respuesta es autoritaria y el diálogo se frustra, operaría el desligamiento del decir y hacer respecto del pensar y sentir.

VI. PROBLEMÁTICAS PARA LA ENSEÑANZA DEL DERECHO

¿Son relevantes las vivencias analizadas para la enseñanza del derecho? ¿Las facultades de derecho deberían actuar pedagógicamente frente a ellas? A la luz del marco teórico revisado en el este trabajo, atendemos a vivencias que forman parte de la construcción del ser regulatorio del sujeto; es decir, de su modo de vivir dentro de sistemas regulatorios. Este ser, no determinado, está sin embargo marcado por su pasado y su historia con figuras de autoridad, que influirán, de diversos modos y con diferentes intensidades, en sus vínculos en la carrera y en el ejercicio profesional.

Por supuesto, los hechos en que se manifiesten las dinámicas relacionales examinadas variarán de la escuela al ámbito universitario. Por ejemplo, estaremos a normas distintas, pues difícilmente en la universidad tendrán lugar castigos corporales o, en general, reglas estrictas sobre el cuerpo (uniforme, formación bajo el sol, tamaño de pelo, poder ir al baño). Lo que sostenemos es la posibilidad de que los estudiantes entren en vínculos, durante su formación y ejercicio profesional, donde las dinámicas relacionales identificadas jueguen un rol, aunque se manifiesten en normas y actitudes distintas. Vale indicar, por otro lado, que al decir que las vivencias del pasado influirán en el modo de seguir la carrera no sostenemos que los estudiantes no tendrán otro tipo de vinculaciones, al igual que pudieron tenerlas en la escuela con figuras de autoridad empáticas, con capacidad de escuchar la expresión del otro y de realizar autocrítica; sin embargo, sin perjuicio de ello, queremos decir que dinámicas relacionales como las examinadas podrán tener continuidad:

  1. Con figuras de autoridad que actúen bajo esas dinámicas. Con ellas -es decir, con autoridades autoritarias-, los estudiantes podrían actualizar las dinámicas. Incluso, estas podrían marcar la elección de los estudiantes; es decir, llevarlos a preferir y buscar vínculos con figuras de autoridad que les permitan mantener las dinámicas en cuestión.

  2. Con figuras de autoridad que, aun sin ser autoritarias, sean colocadas en dicha posición por los estudiantes.

  3. En el propio ejercicio del rol de autoridad.

Los modos y la intensidad en que las dinámicas relacionales del pasado encontrarían continuidad serán, por supuesto, diversos y encontrarán sentido en la trama de cada estudiante. Esto implica reconocer también la posibilidad de construir un ser regulatorio que se distancie de este tipo de dinámicas.

Queremos explorar ahora posibles modos en los que el pasado podría encontrar continuidad, a la luz de lo revisado previamente en este trabajo.

Hemos visto que, a nivel estructural, las vivencias del pasado pueden marcar nuestro saber sobre los sistemas regulatorios; es decir, pueden delimitar y establecer un conjunto de verdades sobre sus elementos y funcionamiento, así como nuestro lugar en ellos. En esa medida, por ejemplo, podríamos tener como una verdad que existe cierto tipo de docentes o autoridades que actúa en función a su propio deseo y su verdad, sin justificar decisiones ni establecer diálogo, etcétera. Estos patrones estructurales se manifestarían también, por ejemplo, en el silencio estudiantil frente a este tipo de docentes o de autoridades. Podemos advertir lo negativo de este «no-decir» frente a lo incorrecto de quien tiene poder en un contexto de formación como profesional del derecho.

Junto con el plano estructural, podemos pensar en otros modos en que el pasado puede estar presente en el plano de la enseñanza del derecho mediante diversos mecanismos explorados previamente en este trabajo.

Podríamos atender, por ejemplo, a una transferencia de temores y defensas que lleve a los estudiantes a una «restricción del yo», a que eviten mostrar lo que sienten y piensan e, incluso, a que eviten el contacto con los docentes por colocarlos en una situación de riesgo pasado. Esto podría ocurrir con docentes que tienen modos de actuar autoritarios y que, por ejemplo, frente a críticas o incluso ante preguntas respecto a algo vinculado al curso (por ejemplo, el número de lecturas o el corto plazo con que son asignadas), responden explícita o implícitamente con hostilidad, frustrando el diálogo. Ahora bien, podría ocurrir también con docentes que no tienen conductas autoritarias, pero que igual generan un temor dentro de la fantasía porque los y las estudiantes los colocan, por vías de transferencia, en el lugar de autoridades pasadas. Podemos advertir lo problemático de esta restricción para la formación jurídica, ya que se renuncia a presentar los propios argumentos por temor o por respuestas hostiles que terminan «ganando el debate» por poder y no por medio de razones.

Podrían operar otros mecanismos, como la identificación participativa, en la que el deseo de ser oído y de que otro actúe según nuestro deseo, insatisfecho en la historia del estudiante, lo lleve a buscar «eminencias», que mandan y tienen poder, para entrar en su círculo de aduladores. Desde esas posiciones, replicarían sus modos de actuar con sujetos que pasen a estar más lejos en el círculo de cercanías y celebrarían el modo en que la autoridad es oída y obedecida por todos, participando así de la satisfacción del deseo insatisfecho en la propia historia. Podríamos pensar incluso que figuras de poder autoritarias tendrían una cierta «fuerza gravitacional» para atraer a estudiantes con un ser regulatorio marcado por dinámicas como las exploradas.

Podría ocurrir que la incapacidad para lidiar con la ambivalencia, sumada a la necesidad de descargar agresividad, lleve a los estudiantes a tomar un bando bajo una figura de autoridad que sea vista como totalmente buena, mientras que a los opositores se les proyecte todo lo malo, perdiendo capacidad para notar lo cuestionable en uno mismo y en las figuras de autoridad a las que estamos ligados. Esto podría ser perjudicial para el aprendizaje y favorable a la «clausura de la interrogación», en términos de Castoriadis.

Podríamos atender al deseo de ser reconocido o, en su cara negativa, el temor a la desvaloración, que marque decisiones vocacionales y éticas en función a lo aceptado y valorado, lo que llevaría a no desarrollar ni oír la propia voz en la construcción y desarrollo de la identidad profesional. Los maestros a seguir podrían buscarse, por vías de compulsión a la repetición, en sujetos narcisistas que asignen valor únicamente a quienes son eco de su propia voz. El papel del reconocimiento en el ámbito de la formación profesional podría ser alto debido a que los y las estudiantes están ingresando a un ethos en el que comienzan a construir su futuro, y donde su capacidad y valor está en evaluación.

Se puede pensar también lo autoritario respecto al aprendizaje mismo del derecho y la profesión, que podría ser un «aprender el derecho y una profesión que la autoridad desea que yo aprenda»; es decir, que «mi» concepción del derecho y de la abogacía sea, en rigor, la concepción de otro, que desea que sus seguidores sigan sus pensamientos y pasos. Esto podría llevar a situaciones de estado agéntico, en los términos de Milgram, en las que los estudiantes no sientan responsabilidad por sus actos como profesionales porque, en rigor, son agentes del deseo de otro.

Podríamos atender, de otro lado, a estudiantes que compensan vivencias pasadas de sometimiento con actitudes presentes de distancia y crítica no constructiva ni debidamente informada a las figuras de autoridad.

En cualquier caso, la continuidad será más probable e intensa en la medida en que las facultades y escuelas de derecho tengan un ethos regulatorio que, lejos de ser una experiencia correctiva, replique y refuerce dinámicas como las que hemos analizado. Lamentablemente, las investigaciones apuntan a ello. Llaman la atención, por ejemplo, los casos de docentes que incumplen sus obligaciones al devolver notas fuera del plazo establecido, faltan o llegan tarde a clases, no cumplen con su palabra, cambian las reglas de los sistemas de evaluación unilateralmente, responden con hostilidad ante dudas o cuestionamientos respecto al curso, humillan o acosan a estudiantes, o los tratan desigualmente, etcétera (Del Mastro, 2018b; Pásara, 2004). El ámbito de las prácticas preprofesionales -que, a pesar del poco control de las facultades de derecho, hace parte de la formación jurídica que brindan-, también muestra serias problemáticas, particularmente en puntos como el incumplimiento del máximo de horas de prácticas permitido por ley9.

En este contexto, las facultades de derecho, responsables de la formación de quienes en el futuro ejercerán la profesión, deben atender a las vivencias pasadas de sus estudiantes y tomar consciencia de las dinámicas que hacen parte del propio ethos regulatorio, de modo que estas se puedan constituir como una experiencia correctiva.

VI. CAMINO PARA LA MADURACIÓN DEL SER REGULATORIO DE ESTUDIANTES Y DOCENTES

Las vivencias que hemos analizado, en conjunto con el marco teórico psicoanalítico, nos permiten esbozar caminos para la maduración del ser regulatorio; en concreto, para salir de dinámicas relacionales autoritarias.

Consideramos central, en primer lugar, abrirnos a la experiencia de comprender genuinamente al otro y a nosotros mismos. Para esto, un punto clave es la capacidad de escuchar que, conforme a Paulo Freire, «significa la disponibilidad permanente por parte del sujeto que escucha para la apertura al habla del otro, al gesto del otro, a las diferencias del otro» (1997/2008, p. 112). Algo clave para ello, es el silencio.

Escuchar, entonces, al oír y al ver al otro, pero también al hablar. El educador democrático, dice Freire «aprende a hablar escuchando» (1997/2008, p. 112); es decir, es consciente de cómo su habla es recibida y tomada por el otro, de qué piensa y siente realmente el otro sobre lo que decimos.

Desarrollar la capacidad de comunicarnos de este modo implica concebir al otro como un sujeto que sabe, que sabe acerca de su mundo y su experiencia, que posee un conocimiento relevante y único sobre sí mismo y sobre su entorno, que no puede ser reemplazado por nuestro deseo, nuestra verdad o nuestros prejuicios. Esto supone concebirse a uno mismo como un sujeto que no posee la verdad, que está siempre en la posición de aprender.

En esa línea, es recomendable sospechar siempre de las conversaciones que frustramos, del «sí» de los y las estudiantes que con sus gestos afirman, sin embargo, su desacuerdo o su duda; y encontrar, en esos diálogos frustrados, aquello que quizá temíamos descubrir u oír. Se trataría de aprender a notar cuándo nuestra opinión queda como la correcta porque nosotros o nuestros estudiantes, o ambos, actuamos desde dinámicas autoritarias. Ello ocurriría, por ejemplo, cuando justificamos el presente con nuestro pasado, colocando al estudiante en la posición de quien no puede o quien no se esfuerza o quien no puede discutir porque no vivió en aquella época planteada como mejor, y todo esto sin haber dialogado con apertura para comprender el presente. Ello ocurriría también, posiblemente, cuando hablamos por mucho tiempo y el otro termina estando de acuerdo o callado, ya que «nuestra habla» posiblemente no ha sido consciente de quien la escucha. Advertir nuestros rasgos autoritarios en las conversaciones, entonces, es un buen modo de tomar consciencia y mejorar nuestra escucha.

No se trata, por supuesto, de restar valor al conocimiento que brinda la experiencia, pero sí de reconocer los límites de dicho saber para conocer unilateralmente acerca del otro y su presente, máxime cuando puede estar marcado por proyecciones y temores propios. El conocimiento del otro puede resistirse a ser conocido (Felman, 1982) por la incomodidad que supondría reconocer, por ejemplo, que no generamos en este interés con nuestras clases o que nuestros métodos no despiertan motivación ni compromiso en los estudiantes, quizá porque nosotros mismos hemos perdido energía y motivación con nuestro quehacer docente. La práctica autoritaria de no admitir críticas al propio quehacer, de no dar ocasión al decir del otro sobre nuestro hablar y hacer, puede tener como base el evitar cuestionamientos a la imagen idealizada que tiene la persona de sí misma.

El modo de darle valor a nuestra opinión y experiencia, sostenida en nuestro pasado, podría ser mirarla críticamente aceptando sus ambivalencias, y hacerlo dialogar con el presente, respetando las complejidades del antes y el ahora, para construir en conjunto el mañana. Para ello, se requiere coraje socrático para no cerrarnos en nuestras convicciones, en nuestros «pensamientos congelados» (Arendt, 1971/2002, pp. 189-216), y concebirnos como sujetos que aún aprenden, en el sentido que Luis Jaime Cisneros dio a la «verdadera vocación universitaria», que supone «imponerse la paciencia y el repetido trabajo de la negación: negarnos a la molicie, a la improvisación, a la vanidad. Se trata de estudiar sin descanso, para ingresar de veras en la calidad de estudiante. Un universitario no deja de serlo nunca» (2000, p. 50).

Requerimos, así, abrirnos a comprender las vivencias y la historia de nuestros estudiantes, así como sus opiniones. Cuando digo estudiantes, por lo demás, hablo de una gran diversidad de personas, vivencias y modos de pensar y sentir. El riesgo radica, en ese contexto, en formarnos una opinión totalizadora sobre «los estudiantes» a partir de nuestras concepciones y sin diálogo abierto, pero también en formarnos una opinión a partir del conocimiento de «algunos estudiantes» que refuerzan nuestras seguridades y pensar que su vivencia es «la vivencia».

En mi experiencia, las y los docentes de derecho reconocen la necesidad imperiosa de conocer más acerca de sus estudiantes. Se siente una distancia generacional y una dificultad para comprender al otro; sin embargo, muchas veces esa dificultad se llena con miradas totalizantes a «la nueva generación» que «ya no lee», que «está todo el día en redes», que «ya no reconoce el valor del esfuerzo y el sacrificio». Buscamos muchas veces comprender al otro a través de lo que se dice en otras latitudes sobre la nueva generación antes que mediante un acercamiento genuino a ese otro con quien convivimos. Estos modos de reducir a los otros y su complejidad pueden ponerse fácilmente al servicio de actitudes autoritarias no advertidas, en tanto nos dan poder para definirlos, encontrar sus debilidades y marcar su deber ser, todo sin diálogo genuino y abierto. Puede ser, además, un mecanismo defensivo que nos da tranquilidad al mantener nuestras convicciones sin alteración, pese a sus distancias con la realidad pasada y presente.

Tengamos presente, además, que el riesgo de reducir al otro aumenta en situaciones vividas de modo conflictivo, puesto que en ellas podemos tender a ver todo lo malo en el otro y todo lo bueno en uno mismo sin aceptar ambivalencias ni complejidades.

Además de aprender del otro y de uno mismo, de modo genuino y sin defensas, salir de los patrones autoritarios requiere concebir la tarea pedagógica como una tarea de crecimiento colectivo del propio ser. Esto supone reconocer que nuestro modo de hacer las cosas está lejos de ser perfecto, particularmente en lo que toca a nuestro ethos regulatorio; en otras palabras, reconocer nuestras prácticas autoritarias sin temor y con foco en aprender a salir de ellas en conjunto. En esto, es central concebir al otro no como un sujeto separado y enfrentado, sino como parte de una comunidad académica que tiene retos colectivos que deben asumirse en conjunto.

Si en el salón tenemos la sensación de que los estudiantes no leen, la salida no sería colocar controles de lectura sorpresa. Esta podría ser una medida autoritaria porque se sostiene en nuestra verdad, en lo que pensamos que está pasando y en un prejuicio que totaliza «al otro». Podríamos, por ejemplo, pensar que no leen porque, cuando preguntamos por el texto, nadie se ofrece a participar; o porque no se esfuerzan. Ambas ideas podrían ser equivocadas y, en cualquier caso, son generalizaciones unilaterales de una realidad compleja y diversa que involucra a diferentes estudiantes. Asimismo, es una respuesta que nos omite como personaje del curso y como parte de la problemática. Sobre esa base, decidimos algo en función a lo que necesitamos para eludir posiblemente el malestar de no tener respuestas, de tener una baja asistencia en el curso o de preocuparnos por la imposibilidad de lograr los resultados de aprendizaje que estimamos valiosos. Lo resolvemos de modo inmediato y sin mayor esfuerzo, pero lo hacemos sin diálogo, sin concurso del otro; es decir, sin comprender verdaderamente qué está pasando, qué diversas cosas están pasando, y sin advertir cuál es nuestra responsabilidad en ello. Opera, entonces, una escisión: los alumnos, la nueva generación, son los que están mal y a nosotros, que estamos haciendo todo bien, no nos queda otra salida que establecer un mecanismo de evaluación para coaccionar el otro sin saber cuál es el impacto de esa medida en su experiencia como estudiantes.

Lo dicho es particularmente grave cuando estamos en situaciones que son vividas de modo conflictivo entre autoridades o docentes con sus estudiantes. En estos casos, se debe tener presente que el rol de aquellas es formar integralmente a sus alumnos y alumnas. La meta, así, no es ganar un conflicto encontrando todo lo malo en la opinión y acción estudiantil, como si sus errores o imperfecciones fueran puntos a favor nuestro porque demuestran que estamos bien. De hecho, son todo lo contrario: oportunidades de formar mediante el ejemplo desde la misma vivencia.

En similar línea, es importante notar y sospechar de nuestra hostilidad en el ejercicio del rol docente. Recuerdo el caso de un docente que había tenido cierta hostilidad en sus comentarios a estudiantes de su curso. Reflexionando al respecto, advirtió que esta podía responder a la falta de atención y participación que notaba en los estudiantes, lo que le afectaba porque amaba y consideraba vital su materia. Pienso, en este caso, en el deseo de brindar al otro, de compartir aquello que para nosotros tiene mucho valor, y en el malestar que se gesta cuando sentimos que ello no es recibido ni valorado. Cuando lo que uno ama no es bien recibido, el riesgo de reaccionar de modo agresivo es alto. Al mismo tiempo, es difícil reconocer este deseo y el temor asociado con la finalidad de entrar en un diálogo con los estudiantes que permita mejorar. La hostilidad, vista así, puede ser una puerta a la comprensión de uno mismo y una ocasión para entablar un diálogo sincero.

Un punto importante, en el camino de lo colectivo, es concebirnos como sujetos que deben cumplir con valores y deberes que rigen nuestro quehacer como docentes, autoridades y estudiantes. Los docentes que exigen responsabilidad y el respeto de plazos, pero no asisten a clases y devuelven las notas fuera del plazo establecido, son docentes autoritarios en el sentido de que se sitúan por fuera de la regulación, sin consecuencias. Son también autoritarios quienes exigen alta excelencia académica sin dedicarse responsablemente a su curso y a tareas como la evaluación o la preparación de las clases.

Así, al incumplir las normas y exigir a otros lo que uno no cumple, los docentes marcan una separación en función al estatus, lo que contradice posiblemente aquello que sostienen a nivel discursivo respecto al derecho.

Cabe resaltar que se debe actuar frente a los incumplimientos de los docentes o de autoridades, y también de estudiantes. La institución debe generar mensajes y mecanismos efectivos y firmes para identificar prácticas contrarias a los valores y deberes institucionales, y estas deben tener consecuencias. Si un docente ha incumplido con los plazos de entrega de notas parciales o de devolución de recalificaciones en diversas ocasiones, y ello no ha generado ninguna consecuencia pese a que la información puede ser conocida, estamos ante una práctica autoritaria que refuerza la idea de que no tiene caso dar cuenta de las faltas de la autoridad porque genera riesgos y no trae consecuencias. La institución debe equilibrar el desbalance de poder, debe garantizar que los docentes cumplan con sus obligaciones y no dejar toda la carga en los estudiantes.

Por supuesto, también se deben desarrollar acciones pedagógicas para que los y las estudiantes se empoderen y comprendan que la jerarquía, a nivel ético, no descansa en el cargo ni en cuánto derecho se sabe, sino en la actuación conforme a valores. Es necesario hacer notar a estudiantes y docentes cuando estos estén ingresando en dinámicas relacionales autoritarias. Por supuesto, este hacer notar debe darse a partir del diálogo, siguiendo criterios pedagógicos, y no de la afirmación de nuestra verdad en el hacer del otro, lo que podría derivar en la proyección de nuestra sombra. No se trata de decirle al otro «quéjate de la autoridad que no cumple» o «habla con el profesor y exígele», cuando la institución no hace esfuerzos serios por generar un ambiente donde el incumplimiento sea advertido y genere consecuencias, ni forma en las actitudes que exige.

Así, la propia inacción, ligada quizá al propio temor, a la propia comodidad y quietud, puede ser proyectada en el estudiante. Estas respuestas, por lo demás, tienen implícita una renuncia a nuestra tarea formativa, que supone dar lugar a la expresión del ser del estudiante, a su individualidad, desde la que vive esa situación, para dialogar y formar capacidad de autoconocimiento, reflexión, deliberación y acción. No se advierte, así, que «no puede hacerse autónomo a alguien por medios heterónomos» (Castoriadis, 1996/2018, p. 134).

Finalmente, en el camino de construcción colectiva, es importante justificar nuestras decisiones y normas en principios y razones, sobre la base del diálogo, y tener apertura para cambiar nuestro parecer si las razones del otro lo justifican. Se debe, en esa línea y como hemos dicho antes, evitar justificar decisiones o normas en función al pasado, a que «está en el reglamento», a que «lo dice la autoridad», a que «viene desde arriba». Todas estas son formas de eludir el diálogo. Las vivencias que hemos explorado en el ámbito escolar dan cuenta de la falta de justificación como algo posiblemente naturalizado, de lo que deriva que las normas sean lejanas y no exista la práctica de concebirlas como reglas que deben tener un sustento. El formalismo en el derecho, de ese modo, se vería replicado en el formalismo en las decisiones y normas dentro de las facultades de derecho, y estaría asociado también a lo autoritario porque sostiene la vigencia en el cargo de quien decide y su estatus, y no en razones.

En esa línea, sería una buena práctica notar aquello que decidimos y que afecta al otro sin comunicar las justificaciones, así como aquello que defendemos sin dar razones de fondo para, sobre esa base, comenzar la práctica de justificar debidamente.

VII. REFLEXIÓN FINAL

La enseñanza del derecho juega un rol central en el sistema jurídico y, en esa medida, en la sociedad. Los retos que enfrenta hoy en día, a la luz de las problemáticas éticas que aquejan a la abogacía, tocan centralmente un aspecto de la formación históricamente desatendido: la maduración del ser. Al centrar los esfuerzos en la formación del saber y el saber hacer se ha perdido de vista que la fuerza de gravedad de la actuación real del egresado radicará en el ser regulatorio que marca el para qué y el cómo del uso de dichos conocimientos y destrezas.

Esta maduración no es únicamente una tarea que deban emprender las y los estudiantes. Las y los docentes y autoridades deben también seguir el consejo de Jung y «prestar mucha atención a su propio estado psíquico» (1945/2010, p. 115), teniendo «siempre presente la posibilidad de ser engañado […] en primer término por sí mismo» (2010, p. 102). En similar línea, debemos reconocer que uno «es capaz de entender de acuerdo a lo que es capaz de asumir» ( Rav Yehuda, 2013, p. 80) y que, en esa medida, nuestro modo acostumbrado y quizá acomodado de vivir la regulación puede ser un freno para advertir los caminos hacia la maduración del propio ser regulatorio.

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11 Se trata de veinte estudiantes matriculados y matriculadas en el curso de Derecho y Psicología, dictado en el segundo ciclo como curso optativo en la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Perú. La técnica de recolección de información se explica en la segunda parte de este trabajo, dedicada a la presentación de resultados.

22 La definición de ethos y ser regulatorios hace parte de un proyecto de investigación en curso. Sin perjuicio de ello, preliminarmente, para efectos de este trabajo, entendemos como ethos regulatorio al conjunto de dinámicas relacionales (afectos, defensas, pulsiones, concepciones y prácticas) que ligan a los sujetos que integran un grupo o una institución en el quehacer relativo a las normas que fijan las pautas de la convivencia. Este quehacer incluye la creación, comunicación, modificación, cumplimiento, aplicación, entre otras tareas, de las normas en cuestión. De otro lado, entendemos el ser regulatorio como las dinámicas relacionales relativas a un sujeto en concreto; esto es, a su modo particular de vivir (de sentir, pensar y actuar) dentro de un sistema regulatorio determinado. Estas dinámicas incluyen la dimensión consciente e inconsciente del sujeto y se gestan, construyen y modifican a lo largo su historia a través de las vivencias en sistemas regulatorios.

33 En el 2004, como respuesta frente a la crisis del sistema de justicia, evidenciada y aumentada por el régimen de Fujimori, la Comisión para la Reforma del Sistema de Justicia identificó como un problema del sistema de justicia que «se ha olvidado el rol ético y social que debe ser inherente a la formación profesional, con mayor énfasis en las facultades de derecho» (Ceriajus, 2004, p. 244). La reciente crisis del sistema de justicia ha reavivado la preocupación por la enseñanza del derecho. Frente a los denominados CNM Audios, el Poder Ejecutivo presentó un proyecto de ley para incentivar la probidad en la abogacía, que establecía la obligatoriedad de formación ética para facultades de derecho. Sin embargo, el Congreso no aprobó dicha disposición por considerar, entre otras cosas, que la ética se forma en casa y que la disposición vulneraría la autonomía universitaria. El presidente, a pedido de un grupo de facultades de derecho y de la Asociación de Jueces para la Justicia y la Democracia (Jusdem), principal asociación de jueces en el país, observó el proyecto aprobado por el Congreso. En el oficio de observación, indicó que el ejercicio ético de la abogacía es «un pilar fundamental para la reforma del Sistema de Justicia». En esa línea, «el ejercicio profesional de los abogados, teniendo presente la función social que desempeñan, (…) debería tener un rol decisivo en la lucha contra la corrupción, particularmente en el ámbito del Sistema Judicial» (Presidencia de la República, 2019). Debemos añadir que un grupo de facultades de derecho se ha agrupado para crear un Consorcio para el Ejercicio Ético del Derecho y que, en declaraciones citadas en este plan, diversas facultades a nivel nacional han reconocido la falta de formación en ética y la necesidad de trabajar a nivel del currículo oculto; no obstante, al mismo tiempo, se advierte la falta de conocimiento respecto a cómo hacerlo.

44 En el 2017, por ejemplo, diez facultades de derecho a nivel nacional indicaron, en una declaración suscrita en la Facultad de Derecho de la PUCP, que «en la mayoría de casos, la ética es un rubro inexistente en la formación o puesta en su totalidad a cargo de un único curso de poca relevancia en la formación académica del estudiante de Derecho».

55 Por ejemplo, el curso Derecho y Psicología dictado en el segundo ciclo de la Facultad de Derecho de la PUCP tiene orientación psicoanalítica.

66 Quisiera dar cuenta de aquello que entendemos por estos cinco términos en este trabajo. Afectos y defensas. Por afectos nos referimos deseos y temores como, por ejemplo, en lo relativo a lo regulatorio, el deseo de ser reconocido y querido, así como el temor de no ser oído o no ser valorado. Incluimos también el deseo de agredir y el temor a ser agredido, el deseo de cuidar y brindar, y el temor a que no se reciba lo que brindamos. Incluimos también afectos como el amor, el odio, la culpa y la envidia, entre otros. Por defensas entendemos a los mecanismos psíquicos que buscan mantener alejados de la consciencia contenidos inconscientes tales como la represión, la identificación, la proyección y las restricciones del yo, entre otros. Las defensas están ligadas a los afectos en tanto que aseguran que aquellos incómodos, asociados a vivencias dolorosas o peligrosos, se mantengan alejados del registro de la experiencia consciente. Pulsiones. Pese a la complejidad del término y la dificultad para ubicarlo en un marco empírico, los ejemplos de pulsiones en el marco psicoanalítico se muestran con poder explicativo para vivencias identificadas y son parte crucial de las investigaciones sobre la autoridad y el poder. En nuestro análisis, tomamos lo pulsional particularmente cuando hablamos de las tendencias a la separación y la destrucción, y a la unión y creación (pulsión de muerte, pulsión de vida), así como de la pulsión de dominio. En rigor, concebimos a la pulsión como una especie de tendencia que se manifiesta en afectos; por ejemplo, en el deseo de ser reconocido (de estar unido, de ser parte), en la agresividad y la envidia (que separa del otro y destruye su individualidad) o en la afirmación de la propia verdad sobre el otro (que respondería a la pulsión de dominio sobre el saber y a la angustia del sinsentido), pero también a nivel de posiciones en las mismas prácticas (sujetos que, al regular, se distinguen y separan; que conciben a la regulación como algo que no une a los sujetos en función a una meta, sino que asigna roles y evita las cercanías). Concepciones y prácticas. Por concepciones entendemos a los saberes, por lo general implícitos, que el sujeto tiene relativos a su entorno y a sí mismo; se trata, así, de aquello que concibe como la realidad en la que opera. Por prácticas entendemos a los modos de hacer dentro de dicha realidad, que incluyen una dimensión estructural, puesto que el hacer del sujeto pasa por un ubicarse, un tomar cierta posición y asumir ciertos roles. Las prácticas, por lo demás, al tener lugar entre sujetos, suponen una distancia entre estos, un posicionamiento con cercanía o lejanía respecto al otro. Las concepciones y las prácticas están ligadas en tanto que las primeras sostienen a las segundas y, al mismo tiempo, estas construyen aquellas. La dinámica relacional articula afectos y defensas con concepciones y prácticas. Podríamos sospechar que estas últimas son parte más visible de las dinámicas, mientras que los afectos y defensas les subyacen.

77 Las citas utilizadas en este punto también aparecen en Del Mastro (2018a).

88 En otra ocasión, he descrito algunas de las investigaciones que dan cuenta de la realidad preocupante de la disciplina escolar en nuestro país, así como de las normas que establecen un «deber ser» al respecto bastante distante de la realidad en cuestión (Del Mastro, 2019). Al respecto, véase también Constantino (2012).

99 En la PUCP, en el 2019, de 122 estudiantes que realizaban sus prácticas en estudios de abogados, el 42,4 % practicaba más de 31 horas y, de dicho porcentaje, 9,3 % más de 40 horas, siendo que la ley fija un máximo de 30 horas semanales. Estos datos emanan de la encuesta realizada por la Oficina Académica de Prácticas Pre-Profesionales de Derecho PUCP (2019).

Recibido: 21 de Enero de 2020; Aprobado: 13 de Abril de 2020

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Profesor asociado e investigador en la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), donde ocupa el cargo de coordinador del Área de Ética y Responsabilidad Profesional y del curso Derecho y Psicología. También es responsable de la Oficina de Ética y Bienestar de la Facultad de Derecho de la PUCP. Máster en Derecho por la Universidad de Duke como becario Fulbright y máster en Estudios Teóricos en Psicoanálisis en la PUCP. Actualmente, es estudiante del Doctorado en Estudios Psicoanalíticos en la PUCP con un proyecto de tesis que explora cómo, a través relación docente-estudiante, los estudiantes de Derecho construyen saberes acerca de la regulación. Certificado por la American Management Association para aplicar el Myers & Briggs Type Indicator. Abogado por la PUCP. Código ORCID: 0000-0003-1599-7598. Correo electrónico: fdelmastro@pucp.pe.

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