I. INTRODUCCIÓN
Los conflictos sociales de carácter armado son tal vez los espacios temporales en los que se vulneran en mayor medida las circunstancias típicas de innumerables sujetos de derechos y, también -posteriormente a estas violaciones-, la fuente de mayor productividad en creación jurídico-penal para la protección de esos mismos derechos de seguridad, debido proceso y paz social que fueron tan vulnerables durante la confrontación armada.
Así las cosas, haciéndose cargo de la teoría comunicativa de la pena en contextos de justicia transicional, Accatino (2019, pp. 49-50) establece la necesidad de que los perpetradores de un delito sean categorizados de esa manera, con el objetivo de que el delito no desnaturalice su contenido delictual. Además, hace hincapié en que estos respondan jurisdiccionalmente a fin de ser sometidos -si son vencidos en juicio- a una pena retributiva (lo cual es modulable a partir de una justicia especial posacuerdos de paz), dado que solo de esta manera se puede reflejar los agravios (wrongdoings) que requieren una "respuesta formal y pública, de censura o condena", y con ello posibilitar unísonamente la "lucha contra la impunidad como la preservación del orden jurídico" (Rúa, 2020, p. 124).
No obstante lo anterior, ha sido amplia la práctica del uso de la amnistía y el indulto como instrumentos que potencian la pacificación de los conflictos armados, dejando su ejecución -en la mayoría de casos- a las libres deliberaciones políticas que los gobiernos de turno sustentan y aplican subjetivamente (Lucero, 2012, pp. 22-30). En ese sentido, es de interés notar la flexibilidad de los estándares que limitan dichos armisticios, los cuales dependen tanto de la rigurosidad con que se acojan los criterios internacionales de derecho internacional humanitario y graves violaciones de derechos humanos, como de los instrumentos internacionales suscritos por el país en referencia2.
Es en esta medida que, usando el elemento de exculpación propio de la culpabilidad, abordaremos su practicidad en escenarios de posacuerdos derivados de conflictos armados internos, tratando de eliminar con esto la variación política que pueda afectar los procesos de justicia transicional. Para ello, en primera medida, será necesario precisar en qué tipos penales surcaremos su aplicabilidad, para luego debatir la posibilidad del encuentro de soluciones a partir de la figura justificante del estado de necesidad (EN), y finalmente proponer el uso del estado de necesidad exculpante como mejor medida de resolución de los denominados "delitos conexos" en conflictos armados internos, siendo el razonamiento científico y garantista del derecho penal la respuesta en escenarios transicionales por sobre decisiones políticas coyunturales -y peligrosamente esquizofrénicas3-.
II. DELIMITACIÓN DE DELITOS FRENTE AL ACTUAR EXCULPATORIO
Con el fin de brindar los parámetros de nuestro análisis frente a la respuesta de la teoría del delito -y más específicamente desde la culpabilidad y el estado de necesidad exculpante-, daremos pie a la delimitación de los acontecimientos fácticos de los conflictos armados que pretendemos acoplar en este estudio.
En primera medida, es necesario precisar que todos los conflictos armados internos parten de un margen jurídico internacional de respeto; esto es, un orden normativo para ejercer la guerra -o, como se ha denominado, el ius bellum-. Si bien esto es cierto desde la estructuración de la Organización de las Naciones Unidas y la Declaración de los Derechos Humanos como prismas institucional y normativo, respectivamente, que tienen como fin la paz mundial (Hobsbawm, 2007, p. 179), no es menos cierto que ambas coinciden en la casi irrenunciabilidad del conflicto4, el cual, si bien podría ser considerado como prácticamente connatural al ser humano, debe cumplir con un marco jurídico establecido para ser legitimado (Travesí & Rivera, 2016, p. 2). Es así que en 1949 se establecerían los Convenios de Ginebra como un compilatorio histórico de cuatro tratados precedentes5, siendo necesario para esta época establecer artículos trasversales a todos los convenios, principalmente tres: a) el compromiso de "respetar y a hacer respetar" todos los convenios, b) la obligatoria aplicación de los convenios en conflictos de carácter internacional -valga decir, en los que participe uno o varios Estados contratantes- y c) la obligatoria aplicación de los convenios en conflictos de carácter interno -es decir, en aquellos generados dentro de un Estado contratante-, precisándose que la aplicación de las disposiciones deberá ser cumplida por ambas partes en conflicto: el Estado y la "organización insurrecta".
Ahora bien, este último artículo, cuyo objetivo común es ampliar las garantías establecidas por los Convenios de Ginebra a los conflictos de carácter interno, tuvo su origen en la preocupación constante por consagrar condiciones mínimas relativas a confrontaciones nacionales, sobre todo de carácter social conciudadano6, preocupación que encontraría un nuevo pico una década después de firmados los convenios, pues coyunturas como la latinoamericana y africana -en las que se perpetraron diversas guerras civiles, derrocamientos de gobiernos autoritarios, imposición de dictaduras y, finalmente, enfrentamientos constantes con organizaciones alzadas en armas, cesionistas o rebeldes- marcaron la necesidad de complementar las disposiciones firmadas en 1949 en Suiza. Ello posibilitaría, posteriormente, que las normas por las que se rige un conflicto armado internacional sean incluso "menos elaboradas que las normas por las que se rige el conflicto armado no internacional" (Trejos, 2011, p. 133).
De esta forma, en el año de 1977 se adoptarían en el seno de las Naciones Unidas dos protocolos de reforzamiento para los conflictos de carácter internacional (Protocolo I) y nacional (Protocolo II). Asimismo, este último establecería en su artículo 1:
1. [...] se aplicará a todos los conflictos armados [...] que se desarrollen en el territorio de una Alta Parte contratante entre sus fuerzas armadas y fuerzas armadas disidentes o grupos armados organizados que, bajo la dirección de un mando responsable, ejerzan sobre una parte de dicho territorio un control tal que les permita realizar operaciones militares sostenidas y concertadas y aplicar el presente Protocolo.
2. El presente Protocolo no se aplicará a las situaciones de tensiones internas y de disturbios interiores, [...] que no son conflictos armados.
Con esto precisado, se deben analizar tres elementos fundamentales con los cuales determinaremos la existencia de un conflicto armado interno, a saber: a) el conflicto debe generarse en el territorio de una parte firmante de los Convenios de Ginebra y sus respectivos protocolos, b) la organización insubordinada al mandato estatal debe poseer una estructura que permita visibilizar el responsable de mando de sus acciones, y c) dicha organización debe obtener un control territorial reflejado en actividades militares con dos características, sostenidas en el tiempo y concertadas con su estructura de mando.
En primera medida, es necesario recordar que el alcance de los Convenios de Ginebra y sus Protocolos -a los que denominaremos derecho internacional humanitario (DIH)- tienen una aplicación universal7 debido a la ratificación absoluta de estos instrumentos por parte de todos los países, siendo solo obstáculo para su aplicación el incumplimiento de los elementos antes señalados en el numeral 1 del artículo 1 del Protocolo II de los Convenios de Ginebra8. Por otro lado, de comprobarse dicha ausencia, solo será exigido el efectivo cumplimiento de la normativa contenida por el derecho internacional de los derechos humanos (Trejos, 2008, p. 2).
Aclarado lo anterior, nos encontramos ante el siguiente panorama. Dentro de un conflicto armado interno podemos vislumbrar, además de las hostilidades permitidas por el marco de guerra internacional de Ginebra, tres grandes conjuntos de delitos: a) aquellos atentatorios del DIH; b) los delitos frente al Sistema Internacional de los Derechos Humanos; y, finalmente, c) aquellos delitos conexos al conflicto, con lo cual, claro, dejamos de lado aquellos producidos sin ocasión al desarrollo del conflicto9.
En tal sentido, nuestra propuesta desde la teoría del delito a partir de los estados de necesidad se basará única y exclusivamente en los delitos conexos a los conflictos armados internos, siempre que para el resto existe un particular marco normativo de observación internacional10. En el caso de los delitos remanentes, en su vacío, estos con frecuencia quedan a disposición de la política penal interna del Estado en cuestión, generando con ello no solo mayores problemáticas jurídicas (cuyo origen es meramente político) frente a un posible escenario de pacificación, sino también la perdida de la seguridad jurídica que el Estado debe garantizar a todo el conjunto de ciudadanos de su territorio, aun cuando estos sean combatientes de una organización ilegal en insubordinación estatal11.
Así, concebiremos a los delitos conexos como aquellos devenidos del primigenio acto delictual de contenido político; valga aclarar, la rebelión, de cuya insubordinación se desprenderán otros actos delictuales que soportarán el fin o el objetivo del tipo principal12. De tal forma, el delito conexo está motivado por un móvil y de ello depende su categoría, sin que deje de ser un delito principal en esencia, por lo que Nazir (2015) precisará que este "se realiza concomitantemente al delito político, que no se surte con actuaciones aisladas, requiriendo [por tanto] un mínimo de organización" (p. 41). Ahora bien, debemos considerar que el desarrollo de un delito político como la rebelión nunca se presenta como un delito político puro, pues necesariamente requiere de otros actos para perfeccionarse y conservar su condición, siendo cada uno de estos elementos nuevos actos también tipificados. Es por este motivo que Luis Carlos Pérez (1986) precisaría que:
el delito político puro es una ilusión pura. Nadie se levanta en armas para que estas permanezcan en alto. [...] De sus explosiones depende el sojuzgamiento o la liberación. Cualquiera que sea el daño resultante, como este encadenado al objetivo propuesto, es un daño que se vincula al hecho principal. La culpabilidad se unifica. No hay tantas infracciones como bienes jurídicos afectados sino una sola: la política. Con las excepciones que expresamente señale la ley (p. 132).
Con esto señalado, consideraremos como delitos conexos los de porte ilegal de armas, extorsión, financiación u ocultamiento de actividades ilícitas, asonadas y afines, sin descartar otros delitos de mayor relieve jurídico13, como el narcotráfico14 y terrorismo15, decisión que finalmente tendrá una connotación política y, eventualmente, jurídica para su justificación (Travesí & Rivera, 2016, p. 8) (ver figura 1).
Ahora bien, debemos observar en igual medida que esta aclaración de política criminal debe someterse necesariamente a un escenario, que además de existir un conflicto armado interno confluya también en un proceso de paz -y, con ello, con la construcción de la justicia de transición16-, por lo cual los delitos conexos al conflicto cobran sentido al no ser sopesados con el conjunto analítico sancionatorio que desarrollarían los tribunales de justicia en tiempos de abierto combate armado, político y jurídico-penal, ya que en este escenario se convertirían en factores agravantes de la sanción y no -como se quiere vislumbrar- en tipos huérfanos que en la coyuntura política de un proceso transicional pueden perjudicar y entorpecer el tratamiento jurídico propuesto por el proceso mismo.
Con esto precisado, comenzaremos la resolución de esta problemática a través de las herramientas del estado de necesidad exculpatoria y justificante presentes en la teoría del delito.
III. UNA ACLARACIÓN DEL PANORAMA: UBICANDO LA EXCULPACIÓN EN EL MAPA DE LA TEORÍA DEL DELITO
Cada uno de los avances teóricos existentes en materia penal devenidos en el último siglo halla sus bases en las necesidades irresueltas por las teorías causalistas en la teoría del delito, propias de Liszt y Beling17. Es de este modo que a través de Welzel (1964; 1968, pp. 223-225) y sus postulados de la "acción final" -que obligaban a observar la conducta humana más allá de un mero fenómeno causante de un resultado (Cerezo, 2009, pp. 83-85)-, el derecho penal se tornó desde la segunda mitad del siglo XX en una ciencia de análisis compartimentado entre la pragmática y el análisis de la voluntad y sus fines. La base para ello fueron las nuevas teorías de carácter funcionalista que, alejadas del causalismo, se cimentaron en la apertura a un "sistema social" que exige, a partir del estructuralismo, dar sentido a la identificación e interpretación de las formas de relación entre los componentes del objeto de conocimiento y, con esto, también a las relaciones del objeto en su contexto (Ramírez, 2016, p. 10; Pouillon, 1969, p. 22), siendo menester el estudio de cada categoría dentro del sistema18.
Ahora bien, superándose los avances de la tipicidad generados a partir del finalismo de Welzel, en donde la culpabilidad toma una suerte de vaciamiento del dolo y la culpa, y se trasladan al tipo (ahora visualizado como objetivo y subjetivo), la antijuridicidad y la culpabilidad se vuelven los componentes que darán refinamiento a la teoría del delito como una práctica dogmática que posibilite la justa adecuación de la sanción a un hecho positivizado, comprobado como ilícito y confirmado como punible.
Dicho lo anterior, podemos considerar una perspectiva bifronte de la antijuridicidad: a) una en la que, a través de las tesis de Graf zu Dohna, M. F. Mayer, Hegler y Zimmerl (Schunemann, 1991, p. 50), se observa como una valoración de la acción típica, siendo un reflejo de la evaluación concurrente a la tipicidad (antijuridicidad formal) y a la dañosidad real del interés jurídicamente tutelado (antijuridicidad material)19; y b) aquella antijuridicidad que abarca las causas de justificación penal del injusto20, en donde la acción puede ser típica, pero justificada por el mismo ordenamiento jurídico -es decir, también lícita (Silva, 1992, pp. 398, 414)-, de tal suerte que la concurrencia de las causales de justificación generaran la falta de perfeccionamiento del delito y, por ende, el reproche sancionatorio por la acción21.
Por su parte, la culpabilidad, para la gran mayoría de la doctrina penal (centrándonos en aquellas que excluyen de la teoría del delito la punibilidad), determina finalmente la posibilidad de ejercicio del ius puniendi, ello siempre que al autor de una acción típica y antijurídica tenga las características precisas que permitan proyectarle un reproche estatal o que, en otras palabras, pueda hacérsele responsable de las consecuencias de sus actos, todo esto bajo los criterios de la dignidad humana (Ovalle, 2019, pp. 48-49, 54; Bacigalupo, 2005, p. 112). Estas características dependerán en gran medida de la corriente doctrinaria que deseemos acoger y el desarrollo histórico en el que precisemos consolidar la culpabilidad (reconociéndola o no como categoría sistemática de la teoría del delito).
En este sentido, podemos abordar la culpabilidad en sus orígenes, durante la Baja Edad Media de los siglos XVI y XVIII, como responsabilidad derivada de la imputatio -Puffendorf-, para pasar a constituirse como el fundamento subjetivo de la punibilidad -Feuerbach- y, con ello, asimilarla a una "imputación subjetiva". Así, con la asunción de la culpabilidad como elemento sistémico jurídico-penal, esta se torna como un presupuesto del injusto -Jhering y Merkel-, generando con esto el estudio del dolo y la culpa en esta sede -Karl Binding- (Velásquez, 1993, p. 284). En este primer desarrollo doctrinal, se cimenta una postura psicologista que vislumbra el peligro generado por un acto típico como eje de estudio para brindar como resultado una sanción penal, relacionándose para ello (aunado el injusto cometido) una evaluación del grado "antisocial" del acto.
Estos retazos doctrinales permitirían finalmente consentir a la culpabilidad como la "contrariedad al deber", por lo que Liepmann la resaltaría como "un juicio de reprobación éticamente matizado", mediando "una actuación de la voluntad contraria al deber" o lo que posteriormente resolvería Beling como el "reproche que se formula a alguien por no haber actuado de otro modo" (Velásquez, 1993, p. 286).
Ahora bien, extraído el dolo y la culpa como formas de la acción (cuyo resultado en el juicio de reproche no tenía peso), y enfocando la culpabilidad como una valoración del objeto (Dohna, 1958, pp. 14, 40; Velásquez, 1993, p. 295) -más que el objeto de la valoración, que constituye el estudio del injusto-, Welzel dota de contenido material al juicio de reprochabilidad al añadir que además de ser personal, se motiva siempre que subsiste una exigencia de comportarse de manera diferente, por lo que requiere en corolario: a) existencia de presupuestos de imputabilidad (una capacidad bifronte, que parte del conocimiento del injusto y arriba en concebir la alternativa de actuación diferente); b) conciencia de antijuridicidad (frente al acto imputado, se es consciente de que constituye un injusto); y c) exigibilidad de actuar de forma diferente (posibilidad de autodeterminación conforme al ordenamiento penal) -esto a partir de Maurach y Kaufmann- (Schünemann, 1991, pp. 54, 56)22.
Es entonces que la culpabilidad se constituye, ya desde una perspectiva pragmática, en el reflejo de una acción retributiva por parte del Estado, por lo cual Schünemann la llama "retribución de la culpabilidad", ello en consecuencia a que la función de la pena se enfoca en retribuir la culpabilidad derivada de la comisión del injusto, la que paralelamente debe ser proporcional en el grado de culpabilidad del autor (Hormazábal, 2005; Schünemann, 1991b, p. 149). Así las cosas, Gimbernat Ordeig (1999) señala que "la antijuricidad es el ámbito del querer y la culpabilidad el del poder" (p. 224)23, por lo que el castigo corresponde directamente a la posibilidad o imposibilidad de llevarlo a cabo. Ello deviene de la proyección político-criminal derivada de un delito, siendo un ejemplo clásico aquel generado por una fuerte presión psíquica en donde, al desear que sea justificado, se arraiga en la antijuridicidad; mientras en casos como el de los delitos que carecen de dicha proyección político-criminal, deben surtir su posibilidad exculpante a través del estudio de la culpabilidad.
Finalmente, la teoría preventiva de Roxín, una de las tesis más aceptadas, vislumbra el sentido de la culpabilidad (o, más bien, de los fines de este elemento) a través de la atribuibilidad originaria de las reglas de necesidad preventiva, bien sea esta general -valga decir, cuando la sanción penal concurra como mecanismo necesario de reafirmación o confirmación social de los valores jurídicos presentados en el ordenamiento legal24- y cuando unísonamente también posea una necesidad especial25 -referente al menester de la pena para la resocialización del delincuente-. De tal forma, es requisito que la imputación de culpabilidad primero restablezca la confianza general en la norma y que, seguidamente, sea completamente necesaria para la regeneración personal del individuo sancionado.
No obstante lo anterior, es menester hacer referencia a importantes críticas a la tesis prevencionista, toda vez que las necesidades preventivo-generales terminan instrumentalizando a las personas, siempre que se consolida un objetivo social devenido de una interpretación sesgada de las necesidades de las mayorías a través de una perspectiva judicial, desconociendo con ello la dignidad humana de cada individuo y su libre determinación26. Aunado a lo anterior, esta crítica se concadena con dos más de gran calado, la primera referente al estudio de "poder actuar de otra manera", lo cual es imposible de demostrar si consideramos detenidamente la imposibilidad de concretar la libre autodeterminación del ser humano (Schünemann, 1991b, p. 149; Velásquez, 1993, pp. 291-292). En segunda medida, si precisamos que la "responsabilidad de la persona se genera por su propio carácter", nos hallamos ante una contradicción si relatamos condiciones socioeconómicas, políticas y culturales diversas para cada persona, donde la dotación de culpabilidad no solo exige una diferenciación, sino que su aplicación homogénea implica la comisión de un acto de injusticia.
Es en este orden de ideas en los que autores como Hernán Hormazábal Malarée y Jesús Silva Sánchez precisan necesaria la adecuación del concepto y contenido de la culpabilidad, toda vez que la actual comprensión se cimenta en una perspectiva abstracta de "supuesta racionalidad homogénea", la cual solo oscurece la palpable "premisa de la desigualdad social", por lo que una respuesta eminentemente retributiva no puede generarse "sin la debida acción positiva de redistribución de los bienes sociales" (Hormazábal, 2005) que afecten el ámbito penal. Es entonces que Silva (1992) precisa que "el grado concreto de exigibilidad resultará de la conflictiva puesta en relación, por un lado, de las necesidades preventivas [...] y [...] de los argumentos utilitaristas de intervención mínima, criterios humanitarios, garantísticos, en suma, que apoyarían su reducción", a lo que se suma Hormazábal (2005) diciendo que "la responsabilidad no es sólo responsabilidad del autor por el injusto, sino también una responsabilidad social".
Siguiendo lo mencionado, nos enfrentamos a un estadio doctrinario penal, teñido de garantismo en sus elementos, que en su delineamiento antijurídico y culpable ha constituido figuras que rozan en sus particulares características y actualmente revisten imperiosa importancia; se trata de los estados de necesidad justificante y exculpante, el primero correspondiente a la antijuridicidad y el siguiente a la culpabilidad27, espacio en el que centraremos nuestra discusión.
Así las cosas, es necesario partir diciendo que las causales de justificación emanadas del estadio de antijuridicidad no son instrumentos penales homogéneos, pues tienen una funcionalidad diferencial conforme al peso -o entidad- de los bienes jurídicos tutelados y la puesta en peligro o riesgo de los mismos, de lo que resultará la producción de un EN justificante o bien el ejercicio de legítima defensa (Cerezo, 2000, p. 270). Con todo, el estado de necesidad justificante se sustenta en la existencia de causales de justificación que permiten, como ya se ha dicho, hacer coincidir a un hecho típico como lícito o, en otras palabras, ausente de antijuridicidad, lo que ha valido la reseña dogmática frente a que la teoría de la antijuridicidad se resuelve en una teoría de las causas de justificación (Künsemüller, 2001, pp. 73, 185; Cury, 1994; Bustos, 2005, pp. 62-64).
De esa manera, la doctrina reciente ha podido identificar dos perspectivas del estado de necesidad justificante: a) aquella originada de un estado agresivo, centrando directamente a la persona que comete el delito al ser afectada por circunstancias contextuales que la llevan a consolidarse en un estado de necesidad insuperable para sí o para terceros, siendo su actuación un acto dañoso frente a una persona inocente; valga decir, que no ha sido responsable de dichas circunstancias contextuales. Esta institución tiene una acogida histórica en los ordenamientos jurídicos a partir de su consagración en el artículo 134 del Código de Hammurabi, el cual precisaba: "si alguien es hecho prisionero y, no habiendo en su casa de qué vivir su mujer entra en casa ajena, esta mujer es inocente" (Benítez, 2005, p. 27). De tal forma, actuaciones derivadas del hurto famélico o los derechos del propietario en caso de incendio del predio del vecino, han generado que este constructo dogmático tomase fuerza como institución eximente de antijuridicidad (Wilenmann, 2014, pp. 216, 219).
Por otra parte, y a fin no estancar al estado de necesidad justificante en generalidades28, b) la segunda cara de esta institución del tipo penal se vislumbra en aquellas situaciones en las que se parte no de la persona poseedora de dicho "estado" (como en el instituto agresivo), sino de un tercero agresor que, sin existir una imputación cierta (es decir, generadora de peligro) y, por lo tanto, no completamente delictual (aunque podría serlo), su accionar genera una prerrogativa de auxilio necesario para la persona afectada, estado al que se le conocerá como de "necesidad defensiva"29.
Ahora bien, dentro de este estado de necesidad defensivo germina lo que conocemos como legítima defensa cuando la acción cruza la barrera delictual cierta30, por lo que la conducta de respuesta devenida del actor a quien se le presenta un hecho dañoso corresponderá a una acción legitimada por el Estado (Armaza, 2009).
Cabe ciertamente precisar que existirán estados incompletos de los estados de necesidad e incluso frente a la legitima defensa, ello cuando los mismos incumplan con alguno de sus elementos; es decir, cuando en el EN agresivo no se configura una necesidad urgente que pudiese remediarse a través de otros medios; o, por el contrario, cuando existe ausencia de inocencia del tercero damnificado, siendo por tanto un contexto de legítima defensa; o, por parte del EN defensivo, cuando existe una reacción reflejo sin la existencia de un peligro relevante, por lo cual es un acto repelente no justificado, etc.; o simplemente cuando se desarrolla un resultado excesivo o plasmado hacia el agresor de una manera desproporcionada31, hecho que equivaldrá consecuencialmente a la falta de configuración de dichos institutos frente a la no consecución de antijuridicidad, derivando por tanto a disminuciones en grado casuístico de la pena.
Así las cosas, tanto los estados de necesidad justificantes agresivo y defensivo como la legitima defensa serán distinguibles en su estructura, valoración, fundamento y presupuestos de aplicación, los cuales definirán la situación de necesidad desarrollada en una situación determinada, siempre dentro del espectro de la antijuridicidad.
En coherencia con lo anteriormente precisado, veremos lógica la existencia de un grado de imputación diferenciado entre los EN defensivo y agresivo, así como en la legítima defensa, pues de estos se desprenderá el tratamiento sancionatorio hacia el sujeto agresor (EN defensivo y legítima defensa) y también la proyección de los deberes punitivos incumplidos en la estructura jurídica penal.
Consecuentemente, es necesario considerar que el desarrollo de la teoría del estado de necesidad posee en su esencia la exigencia de una contrapartida fáctica; es decir, una actitud de parte del sujeto generador de la ofensa -en el EN defensivo y legítima defensa- y del sujeto receptor del acto dañoso -en el EN agresivo-, estando ambas reacciones fundamentadas en los deberes de ayuda y tolerancia derivados de la solidaridad (Wilenmann, 2014, p. 216), concepto que -a través de la dogmática penal alemana- es la base teórica del principio de justificación del estado de necesidad32.
Es así como, en reflejo del grado de imputación, se generará una suerte de escala frente al deber de solidaridad, siendo necesaria para el caso del EN agresivo la exigencia de un deber de sacrificio por parte del actor "agredido", en consecuencia de la necesidad insuperable del sujeto agresor (Piña, 2019, pp. 255, 257-258, 266). Mientras tanto, en el caso del EN defensivo y la legítima defensa, se exige un deber de colaboración ante la reacción del sujeto agresor como consecuencia -en el caso del EN defensivo- de un acto cuyo contenido posee una punibilidad incierta o en trasformación, a la par que en la legítima defensa se exige además un deber de tolerancia justificado en el hecho típico del finalmente agredido o repelido (Wilenmann, 2016, pp. 36-38).
En tal sentido, la dogmática penal se percató de la existencia de un vacío-conflicto cuando, al concebir que los pilares más elementales del EN justificante parten por lo general de la noción "del entendimiento de la no antijuridicidad de un daño cuando este ha evitado la comisión de un mal mayor" (Benítez, 2005, p. 28), dándose por hecho la existencia de una escala de valores que permitía realizar una medición de males, uno destinado a ser evitado (que finalmente no se realiza) y otro que se causa (mal efectivamente generado). En tal medida, si el EN justificante -genérico- se desprende de establecer la prevalencia33 del mal evitado -es decir, aquel que soporta un interés jurídico mayor que el mal finalmente causado (hecho que permite la justificación del acto "causado" a pesar de su tipicidad, pues, como recordamos, al incoar una causal de justificación, dicho acto es lícito)-, el cuestionamiento devenido se centró en la posibilidad de que algunos males existan en ciertos acontecimientos que, paralelamente, posean un equivalente mal, o incluso la concurrencia de un "mal causado" con una relativa mayor preponderancia jurídica sobre el evitado a través del apoderado del estado de necesidad34; es decir, que su acto generado por un estado de necesidad es relativamente menor -en importancia jurídica- que el del actor ofendido (agresivo) o causante (defensivo).
De Tal modo, se originaría una distinción concreta, mediante escala de valores, entre el conflicto de deberes justificante (en su conjunto) y el exculpante -valga decir, derivado de la ponderación de males- en donde el primero ocurrirá si se sacrifica el deber causado cuando este posee menor valor y, por ende, es justificatorio; mientras que el segundo entrará a analizar la existencia de exculpación cuando ambos valores son equivalentes, o limitadamente mayor el mal causado.
Dicho esto, nos daremos un espacio para ahondar en esta problemática en el tercer acápite. A continuación, nos sumergiremos en la observación de los panoramas del conflicto armado a fin de continuar posteriormente con la resolución de los actos que se observarán a través de la herramienta exculpatoria.
III.1. Resolviendo algunos dilemas
Ahora bien, no podemos dar estudio al acápite exculpatorio sin antes someter a análisis las posibilidades existentes de encontrar respuesta a nuestra investigación a través del estadio de la antijuridicidad; valga decir, legítima defensa y los estados de necesidad justificantes agresivo y defensivo.
Así las cosas, empezaremos descartando el remedio derivado de la legítima defensa para aquellos tipos conexos dentro de un conflicto armado, y lo motivaremos en el sentido de que su ejecución no puede poseer una justificación por parte del Estado mediante la legitimación del hecho delictivo como una defensa legitima. En este entendido, la defensa propia de los derechos debe encontrarse cubierta de una agresión ilegítima35; es decir, que ha usado medios no cubiertos por la ley. Es entonces que no podemos usar la herramienta de legítima defensa como justificante de tipos cuya motivación, primero, no proviene de una defensa ante una acción ilegítima, pues no estamos hablando de la rebelión en sí misma, sino de los conexos a esta; y, segundo, porque las características de los delitos constituyen un debatible medio racional para repeler la agresión -valga recordar, legítima por parte del Estado-.
Con esto dicho, nos resta la observación de las dos vertientes del EN justificante. En primera medida, a partir del EN agresivo se desprende un interesante acercamiento de una defensa derivada de la antijuridicidad frente a los delitos conexos del conflicto armado, en tanto esta institución exige un deber de sacrificio por parte de la sociedad en general. No obstante, a pesar del papel de víctima de la sociedad frente a las vulneraciones generadas por el conflicto -en este caso, del bien jurídico tutelado de seguridad ciudadana, la salud pública, etc.-, estos delitos son solo el resultado de impedir el menoscabo de un interés de mayor valía o entidad -desde la perspectiva insurgente, la "paz" o la "justicia"-. Por su parte, desde la óptica del EN defensivo, también se viabiliza su aplicación cuando se exige al sujeto agresor -en este caso, el Estado- un deber de colaboración, toda vez que dicha actuación, si bien no es ilegal (pues correspondería al uso de legítima defensa), sí puede abarcar imputaciones lesivas que tendrían connotaciones al borde de la ilegitimidad. Ello sin duda no solo justifica el acto de rebelión (desde la perspectiva del grupo armado y sus integrantes), sino también centra a la acción estatal como "ilegítima" (como respuesta a la rebelión y sus delitos conexos), lo que se convierte en la motivación del ejercicio de los tipos penales y, con esto, en su configuración justificante.
Una vez dicho esto, debemos mencionar las complicaciones que se presentan en ambos escenarios, básicamente unidas en su estudio de exoneración antijurídica, ya que la ponderación de valores de los males causados en los estados de necesidad posee -desde la perspectiva de quien escribe- una débil consolidación de excepción a la imperativa exigencia de cumplimiento del ordenamiento penal. Esto porque: a) no solo no se consagra precedente a la actuación un criterio permisivo que dote al sujeto activo de conocimiento del eximente antijurídico del tipo36, sino que también se b) vislumbra un difícil cálculo valórico que -posea un resultado unánime y- permita justificar los delitos conexos que cometieron los actores armados, tanto en su variante defensiva (siempre que la ilegitimidad del acto devenido del Estado -y a partir de la cual se motiva la defensa del actor armado- sea una percepción jurídica subjetiva de una colectividad, en este caso del grupo rebelde y no de la generalidad)37 como también en su variante agresiva -aunque en menor proporción- (por cuanto, aun aceptando el carácter insuperable de la necesidad de rebelarse del actor armado, ello requiere la ausencia de otros medios que hayan podido evitar el hecho dañoso, lo cual a la vez es indeterminado y no posee valóricamente una preponderancia sustancial aceptada por la sociedad y el sistema judicial)38.
Es estas condiciones, la aplicabilidad de cualquiera de los estados de necesidad derivados de la antijuridicidad presenta grandes dificultades para asumir un eximente normativo de responsabilidad, siendo más conducente para este camino el hallar dicha justificación en el ámbito de la falta de reprochabilidad asentada en sede de la culpabilidad, en la que se puede reconocer la existencia del injusto cometido y, paralelamente, la no conducencia de una sanción por parte del Estado. El sentido contrario sería reconocer abiertamente que el ejercicio de la rebelión daría permisión jurídico-penal, valga decir, lícita ante la falta de antijuridicidad, para la comisión de delitos -más entendibles en el consciente colectivo y en la racionalidad jurídica- como porte ilegal de armas, pero también otros más reprochables y difíciles de asimilar como extorsión, financiación u ocultamiento de actividades ilícitas, e incluso narcotráfico. La respuesta en sede de culpabilidad la podremos detallar en el siguiente acápite.
IV. JUSTIFICACIÓN DE LA APLICABILIDAD DEL ESTADO DE NECESIDAD EXCULPANTE EN CONTEXTOS DE CONFLICTO ARMADO Y SU IMPORTANCIA EN EL ANDAR CIENTÍFICO DEL DERECHO PENAL
Tal y como precisamos en nuestra parte introductoria, el objetivo de la ciencia penal es recubrir garantísticamente todos los espacios posibles de vulneración de derechos, blindando la armonía perfecta entre el principio de seguridad jurídica y el de tutela judicial efectiva. Así, la cientificidad con la que se trata la dogmática penal parte de su a) adecuación empírica con los conflictos pragmáticos de lo social, frente a lo que consolida b) enunciados normativos libres de contradicción, resultando de su c) sistematización teorías aplicables a estadios específicos de dicho conflicto, todo ello bajo d) fuertes correlatos de motivación que permitan la discusión dogmática y su crítica frente a su falsedad científica (Kindhäuser, 2009, pp. 955-958; Schurmann, 2019, pp. 556-557).
En esta medida, el tratamiento jurisdiccional de delitos de naturaleza política (eminentemente, el de rebelión y los conexos a este) en conflictos armados internos dentro de un escenario de pacificación o justicia transicional no solo no debe, sino que no puede ser observado -o si se quiere, deconstruido- desde un panorama de política criminal errante, cimentada en los diálogos eminentemente políticos de la guerra; sino que, por el contrario, estos en primer orden deben obedecer a respuestas propias de la dogmática penal, cuyo método científico permita la resolución de controversias independientes del proyecto político -de interfaz- que tenga un gobierno de turno en un contexto en donde la beligerancia se encuentra en una quebrantable balanza. De la misma manera, dicha política-criminal posacuerdos debe ser guiada por su carácter reconciliador en miras a la obtención de los mayores fines del derecho como institución: la paz, la seguridad y la justicia (Squella, 2014, pp. 634-637), elementos que evidentemente no pueden ser alcanzados en un contexto de conflicto (ausencia de eficacia normativa e institucional).
De tal forma, debemos retrotraer lo anunciado anteriormente por Hormazábal Malarée (2005) al objetar que en la comisión de algunos tipos penales, "la responsabilidad no es sólo responsabilidad del autor por el injusto, sino también una responsabilidad social", por lo que, bajo la lupa de la reprochabilidad, se extiende también un componente factico-moral que tiene indiscutible valor al momento de impetrar una sanción penal. Por ello, aun cuando el resultado típico y antijurídico se confirme, la culpabilidad debe poseer un análisis profundo sobre la correspondencia o no de una pena de acuerdo a los matices sociales que hayan influido al actor a cometer dicho delito39.
De este modo, y ya realizada una introducción necesaria hacia el sistema propositivo objeto de este estudio, hemos de retomar la deliberación del acápite II, siendo menester precisar que el EN exculpante se distinguirá del justificante, en principio, mediante la escala de valores a la que se someten el mal a evitar y el mal causado40, ello a través del nivel de preponderancia que estos posean41. Basta considerar para ello lo constituido por el § 34 del Código Penal Alemán al establecer frente al EN justificante que "no actúa antijurídicamente si en la ponderación de los intereses en conflicto, en particular de los bienes jurídicos afectados, y de su grado del peligro amenazante, prevalecen esencialmente los intereses protegidos sobre los perjudicados". En el caso del EN exculpante (§ 35), se pronuncia solo como una oportunidad genérica de inculpabilidad al encontrarse "un peligro actual para la vida, el cuerpo o la libertad no evitable de otra manera"42, a través del cual se "cometa un hecho antijurídico con el fin de evitar el peligro para él, para un pariente o para otra persona allegada"; advirtiéndose, no obstante, que "no rige en tanto que al autor se le pueda exigir tolerar el peligro, de acuerdo con las circunstancias particulares, porque él mismo ha causado el peligro o porque él estaba en una especial relación jurídica"43.
A pesar de esta distinción encontrada continuamente en la dogmática penal, no es un tema inacabado en el empirismo ético, pues el mero hecho de la ponderación de valores de los bienes jurídicos puestos en riesgo en un escenario de estado de necesidad puede, en muchos casos, llegar a graves inconsistencias e incoherencias pragmáticas44. En tal medida, no se puede considerar la intervención de las figuras de estado de necesidad como un simple cálculo matemático y, por ende, se requiere fronteras de mayor determinación para su aplicabilidad45. Una de estas se ha establecido a través de la dignidad humana determinada por Roxín, quien la considera un límite que inadmite toda ponderación valórica46. Esto en referencia a casos como las denominadas "torturas de salvación" (Muñoz, 2017), tesis que es defendida de manera contundente por Jeremy Waldron al mencionar que la evolución del derecho penal ha generado la existencia ciertos inadmisibles, verbigracia la esclavitud y la tortura, los cuales no pueden ser constituidos como un elemento cuantificable, medible o ponderable en una balanza de valores jurídicos47, pues estos sobresalen del pizarrón analítico y guardan protección superior.
Por su parte, algunos autores como Mir Puig consideran al estado de necesidad como herramientas jurídico penales peligrosistas, prefiriendo por tanto implementar para los casos difíciles de falta de antijuridicidad o culpabilidad el denominado "miedo insuperable", tratado en el derecho anglosajón como duress48 , como eximente en sede de culpabilidad (Mir Puig, 2016; Muñoz, 2017; Suñez, 2013, p. 11), asumiendo con ello una solución razonable de exoneración del reproche estatal y despojándose de las ponderaciones valóricas49 que pueden tener respuestas incoherentes con el resto de instituciones garantistas del ordenamiento jurídico, sobre todo constitucional y del derecho internacional de los derechos humanos.
Así las cosas, la mera ponderación de valores como núcleo de diferenciación de los estados de necesidad no es suficiente para dotarlas de una fortaleza jurídico-penal que les brinde sostenibilidad en la teoría del delito. Es por ello que existen en la doctrina exigencias específicas que configuran cada institución en tanto criterios de análisis, tales como la gravedad, la lesión, el carácter recuperable y la afectación, generando una comparación valorativa de males colisionados bajo un criterio neutral (Quinteros, 2010, p. 40; Gómez Huilca, 2017, p. 37), esto sin querer decir que también se establezcan requisitos genéricos para ambas instituciones. En ese sentido, entre aquellos requisitos conjuntamente establecidos para los dos EN, justificante y exculpante, se encuentran a) la situación de necesidad para un bien jurídico, esto es, la existencia de colisión de bienes o intereses cuyo resultado genera forzosamente sacrificar uno de estos, provocando dicho conflicto un verdadero estado de necesidad (Vives & Cobos, 1999, p. 522). En el mismo sentido, deben configurar b) una situación de peligro, la cual puede ser tanto inminente como un peligro futuro, siendo requisito para la existencia de este elemento la precisa intervención de la actividad que fundó el EN50.
Ahora bien, en cuanto los requisitos propios o específicos de cada EN, tratándose del justificante se hallan: a) el interés preponderante, b) la acción justificada o grado motivacional, y c) la ausencia de provocación; mientras que para el EN exculpante se presentan dos tipos de características: a) la teórica, concebida en la proporcionalidad de males, y b) las deducibles, que recaen en las que denominaremos b.i) déficit motivacional y b.ii) probabilidad de provocación.
Como podemos observar, la diferenciación de las dos figuras de los EN recae, además de en la ponderación valórica (interés preponderante para el EN justificante y proporcionalidad de males para el exculpante), en la gradualidad de dos características; a saber, el grado motivacional y de provocación.
De tal forma, en el EN justificante se requiere que la acción desarrollada a fin de resguardar el bien jurídicamente tutelado de mayor relevancia sea la más idónea para el logro del objetivo protectorio propuesto (Vives & Cobos, 1999, p. 526), por lo que para esta institución se exige un nivel motivacional alto. En el EN exculpante, por su parte, el grado motivacional es más difuso, pues no corresponde su justificación como una respuesta legal, sino como parte de un eximente de reproche, valga decir, de última ratio, en donde se pretende dotar de coherencia al ordenamiento penal a través del último instituto de la teoría del delito51. No obstante lo anterior, esto no quiere decir que no deba existir correspondencia entre la acción exculpada mediante el EN, y el interés salvaguardado, sino que el grado de exigibilidad es menor al presentado en sede justificante.
Por otro lado, frente al grado de provocación, el EN justificante exige su ausencia, en el sentido no de una realidad fáctica ante la aparición de un EN autoprovocado (el cual solo puede reconocerse), sino como requisito para la consolidación del carácter "justificante" que este exige tener para constituir la ausencia de antijuridicidad52. Lo contrario implicaría admitir que el derecho penal, a pesar de no reconocer la facultad de un individuo para actuar contra legem, al tiempo le brinda garantías para provocar el contexto que exija a este sujeto actuar de dicha manera típica53. Por su parte, en sede de culpabilidad, el EN exculpante, en tanto reconoce la acción como un injusto penal (no siendo reconocido ningún justificante legal), difiere su análisis de reproche a través del estudio de la situación de peligro y el grado de motivación, así como de la gravedad del resultado y el grado de recuperación de la afectación, todo ello abarcado en la recién mencionada proporcionalidad de males producto de la comparación valorativa de males colisionados, cuyo resultado puede restringir el impacto de reprochabilidad ya sea eximiéndolo o disminuyéndolo (Luzón, 2012, p. 265; Gómez Huilca, 2017, pp. 52-53; Guerra, 2019, p. 57; Vera, 2019, pp. 266, 268-269).
A pesar de lo comentado, es preciso decir que pese a los requisitos adicionales para la aplicabilidad del EN exculpante, estos se remiten a una posición subjetiva del resultado generado derivado de la decisión, incapacitada de ser lícita (justificada en sede antijurídica), pero imposibilitada para ser sancionada, a fin de brindar coherencia jurídica al ordenamiento penal y otorgar respuesta efectiva a una demanda social. En tal medida, Zárate Conde y González (2015) precisan:
la inexcusabilidad del remedio, es decir es la inevitabilidad del mal que constriñe al sujeto a la acción lesiva de los bienes ajenos. A diferencia de la fuerza mayor, en la que no se puede escoger, en el estado de necesidad se puede escoger, pero la alternativa que tiene el sujeto de reaccionar de otra manera queda reducida por la premura psicológica (p. 261).
Ahora bien, no es extraño considerar que la teoría del estado de necesidad desde sus dos prismas, el antijurídico (justificante) y el culpable (exculpante), sean una construcción doctrinalmente conflictiva, siendo este escenario probablemente un acontecer insuperable pues el estado de necesidad es una institución que tiene un núcleo argumentativo problemático54, por lo que es probable que una sensación de crisis le sea inmanente (Wilenmann, 2014, p. 216), de forma que el acuerdo -o alineación- sistemático de toda la doctrina frente a este instituto es un hecho casi imposible.
Así, pese a la complejidad de la ponderación valórica en los EN, estos poseen una gran utilidad para otorgar respuestas desde la teoría del delito a tipos penales aplicables en contextos de crisis, siempre que el hermetismo resolutivo de estas situaciones -desde una comprensión conservadora de la antijuridicidad y, sobre todo, la culpabilidad- pueda implicar que el ejercicio jurisdiccional penal sea un tropiezo hacia la resolución de conflictos sociales de gran envergadura (siendo, en tanto, la producción de sanciones su única respuesta como remedio ineficaz), verbigracia a lo acontecido frente a los delitos conexos a la rebelión, a los que -sostenemos- no deben serle abrogadas sanciones cuando se encuentra en curso un proceso de justicia transicional.
Por tanto, acogeremos primordialmente la perspectiva doctrinal en la que se distingue entre el EN justificante y el exculpante (tesis diferenciadora ortodoxa), y donde este último entiende el desmedro sobre un bien de igual (Armaza, 2009, p. 2; Uribe, 2012, pp. 3-4) o mayor jerarquía que el salvado (Wilenmann, 2014, pp. 215, 219, 221, 223); mientras que en el justificante, el bien perjudicado es siempre menos valioso (Castillo, 2016, pp. 341, 349; Armaza, 2009, p. 40; Guerra, 2020, pp. 8, 11), momento en el cual se hace imperante la escala de valores, pues al verse vulnerado de forma relevante el interés jurídico depositado en el mal causado, se generará consecuentemente no un EN exculpante, sino por el contrario una atenuación sancionatoria55.
Como podemos observar, existe una homogénea relación entre el EN exculpante y lo que hemos denominado la "atenuación sancionatoria preponderante", ello debido a que la distinción entre valores como el "mal causado" y el "mal evitado" se reducirá al criterio judicial subjetivo cuando estos tengan una relativa cercanía valórica. Por tanto, resulta posible que un juez permita la existencia del EN exculpante en una situación con similitud de valores, siendo levemente superior el interés jurídico del "mal causado"; mientras que otro juez, frente al mismo caso, deliberará observando un mayor nivel de desigualdad valórica, provocando así en el proceso punitivo una atenuación sancionatoria en la que el hecho es típico, antijurídico, culpable y, por lo mismo, un acto ilícito y delictual, pero con atenuación en su pena56.
Aún más interesante podemos considerar el que las referencias doctrinales postuladas nos hagan prever la existencia, dentro de la escala de preponderancia, de un "nivel medio de equivalencia" en el que el "mal causado" y el "mal evitado" coinciden debido a su homogénea o relativa equivalencia en su valor o importancia jurídica. La siguiente figura busca resumir los párrafos anteriores:
Con todo lo observado, será momento de establecer -desde la teoría del delito y las herramientas exculpatorias- nuestra propuesta a la problemática de delitos conexos en escenarios de conflicto armado interno en los que se desarrollen procesos de pacificación.
IV.1. Propuesta
Hemos de añadir de primera mano que nos encontramos con la imposibilidad de considerar las acciones delictuales conexas al conflicto salvaguardadas dentro del EN justificante; valga decir, su estudio no puede pasar por la antijuridicidad o juridicidad del acto, pues evidentemente no podrá enmarcarse dentro de las causales justificatorias desprendidas del ordenamiento jurídico, siendo por tanto hechos indiscutiblemente típicos, ilícitos y antijurídicos.
Ahora bien, al quedar bajo el estudio de culpabilidad, requeriremos añadir una doble visión:
La primera, sometida a los lineamientos de Roxín frente a la teoría de necesidad preventiva, en la que exigiremos, bajo un escenario de proceso de paz, el cuestionamiento de existencia de prevención especial y general (Silva, 1992, p. 295), siendo su falta de necesidad el camino que brinda apertura a la omisión de culpabilidad.
La segunda: una vez integrados en la institución de culpabilidad, desarrollaremos un análisis del deber de solidaridad y su misión en la "escala de valores de preponderancia", sometidos al carácter de los delitos conexos y la justificación de la rebelión en los Estados democráticos.
Definido lo anterior, comenzaremos diciendo que los conflictos armados de cualquier magnitud encuentran su punto de inflexión en los espacios donde se empieza a controvertir las causas justificadoras -valga decir, originarias, genéticas- de la confrontación (Trejos, 2011, p. 132). En tal sentido, tratándose particularmente de conflictos de índole interno, se puede observar lineamientos políticos establecidos como patrones ideológicos o pilares que se proyectarán hacia la construcción de un nuevo sistema estatal, hecho que lleva a generar confrontaciones armadas contra el orden gubernamental establecido en determinado territorio. Al consolidarse circunstancias fácticas que posibilitan el desarrollo de conflictos de larga duración (desigualdad social, inconformidad estatal, escaso acceso a la justicia, etc.), dichos objetivos políticos, delimitados por marcos ideológicos inquebrantables, empiezan a matizarse por razones del mismo conflicto, ya sea para el mantenimiento de la confrontación bélica o las trasformaciones del mando militar o político de la organización insubordinada y del Estado (Barry, 1987, pp. 24-49; Trejos, 2008, pp. 20, 22), e incluso la coyuntura político-social internacional, lo cual permite encuentros entre las antiguas diferencias y las nuevas razones de encontrar espacios de deliberación en contextos de paz. Es así que los procesos armados, aun cuando durasen varias décadas o aquellos que poseen alta intensidad (estos más por razones humanitarias), encuentran caminos de negociación y elaboración de procesos, si bien no relativos a la materialización de la paz, al menos sí a la garantía de la dejación de armas.
De esta manera, aquellos espacios de construcción de reconciliación, y junto con ellos los procesos de sometimiento a la justicia, reparación a víctimas, consolidación de memoria histórica, restablecimiento de un orden normativo -o el llamado a la edificación de uno nuevo-, son objetivos fundamentales para ambas parte de la confrontación (Cortés, 2017), lo cual necesariamente implicará un grado de alto compromiso, tanto de la cadena de mando político-militar de la organización insubordinada como de las instituciones estatales, pues básicamente de ello dependerá el logro definitivo del cese al conflicto, y más aún, del cumplimiento de la "no repetición" (Muñoz, 2016, pp. 215, 217, 222).
Es así que, recopilando lo antecedido, nos encontramos en un espacio bilateral de plena voluntad política y militar para finalizar el conflicto armado (valga la aclaración, de carácter interno) dentro del cual una de las principales necesidades es la generación de un proceso de justicia que resuelva los crímenes devenidos del conflicto. Asimismo, es necesario precisar que existe una demanda social por el efectivo cumplimiento del fin jurídico de paz, justicia y seguridad, siendo este encontrado en la normativa constitucional y en el pronunciamiento popular (Squella, 2010, pp. 177, 185, 197; Accatino, 2019, p. 48). Finalmente, bien resaltan Delgado y Carnevali (2020) que el objetivo del sistema acusatorio de encontrar la verdad procesal no es exclusivo y, por tanto:
el sistema acusatorio alcanza su pretensión, aun cuando no logre dilucidar la verdad absoluta, si se soluciona el conflicto y de esta forma se mantiene la paz social. Solución que, incluso, puede pasar por la no imposición de una pena, aunque el hecho históricamente sí sea un delito (p. 4)57.
Con esto entendido, es evidente el no encontrar un elemento que permita que aquellos delitos de carácter conexo al conflicto (no tratados por el DIH) se encuentren sumergidos en la necesidad especial y general propuesta por Roxín. Así, por un lado nos enfrentamos a miembros que participaron en el conflicto y que, junto a su cadena de mando -tanto la estatal como la insurgente-, se encuentran inmersos en un proceso de sometimiento ante la justicia (siendo este un vector prevalente del análisis conductual de la guerra no solo desde la punibilidad generada por el derecho interno, sino también desde el DIH), lo cual nos impide creer que los actos cometidos con anterioridad puedan ser supuestos de comisión a futuro. Esto se da incluso más cuando tratamos delitos conexos, pues estos se deben entender per se como inviables en el tratamiento punitivo de un proceso de paz, descartándose con ello la prevención especial58; y tampoco podemos establecer la atribuibilidad roxineana a dichos delitos cuando, a través de un proceso de paz validado normativa y socialmente, se reflejan los valores jurídicos presentados en el ordenamiento legal, siendo innecesaria desde una perspectiva preventiva general la imposición de sanciones penales que restablezcan este dominio normativo, pues la confirmación de un ordenamiento jurídico al que se someterán los actores del conflicto es innata del proceso de paz (y no, por el contrario, de una rendición).
Ahora bien, llegados a este punto, nos falta analizar la intromisión del deber de solidaridad y la escala de valores en los delitos conexos del conflicto armado interno, por lo que abordaremos con mayor claridad la justicia y la paz como fines del derecho y de la gran mayoría de las organizaciones estatales del mundo.
Así, el derecho a la paz, versado sobre la construcción social de la prohibición del uso de la fuerza ilícita, en donde los conflictos son resueltos a través de la fuerza legitimada por el ordenamiento jurídico (Squella, 2014, pp. 634-637), posee un vértice de doble cara, a saber: a) aquella que sostiene, dentro de un esquema de orden estatal, la necesidad de centrar la paz como justificante del orden social y finalidad del derecho; y b) aquella que busca, fuera del esquema estatal y a través del uso de la fuerza ilícita, el medio para el encuentro de una verdadera "justicia" y "paz". En tal sentido, la primera cara incluye el marco de fuerza prohibitiva y permitida como herramienta de búsqueda convencional de la paz, siendo esta debidamente determinada normativamente. No obstante, el centro de nuestra atención se colocará sobre la segunda cara del derecho a la paz, ya que este deviene de una construcción ajena a la base de un marco estatal y, en sí, proporciona un análisis crítico frente a la estructura institucional, normativa y de efectivo funcionamiento del Estado, siendo este espacio en donde con más claridad se percibe la unión analítica y directamente proporcional de la justicia con la paz (Travesí & Rivera, 2016, pp. 2, 15-16).
Es menester señalar que es precisamente en este segundo ítem en el que se trasponen las razonabilidades asentadas en los fundamentos provenientes de la rebelión frente a los actos tiránicos e injustos, aun cuando estos representan dos coyunturas disímiles: hechos políticos tiránicos y desarrollo político tiránico (Negro, 1992, pp. 692-693). Así pues, podemos considerar en esta primera coyuntura la denominada ex defectu tituli ab origine o absque titulo generada a partir de la obtención de facto -o ilegítima- de la gobernanza de una comunidad, conllevando a la consolidación de un espectro de ilegitimidad del poder político. Por otra parte, la tiranía ex parte exercitii o ab exercitio hace referencia a un contexto político definido como válido por la comunidad, pero cuyas decisiones tiránicas se han tornado abusivas y, por ende, incompatibles del ejercicio justo del poder y autoridad.
Con ello, desde estos dos parangones, Platón definiría como lícita la resistencia frente al tirano, estableciendo un "seudo derecho" de la sociedad a defenderse de dichas decisiones (De la Mora, 2005, p. 47); mientras que, posteriormente, autores como Isidro de Sevilla y Santo Tomás de Aquino (Cracogna, 1984, p. 167) sostuvieron que "cuando un régimen genera leyes injustas y gobierna con ellas para satisfacer a minorías, o en su propio beneficio, se transforma en ilícito y puede, por tanto, ser objeto de la rebelión" (Linares, 1984). Esta idea sería amoldada -en configuración de cuestionamiento- por San Agustín en el siglo IV, quien señaló en su obra La ciudad de Dios: "si de los gobiernos quitamos la justicia, ¿en qué se convierten sino en bandas de ladrones a gran escala?" (Martínez et al., 2014, p. 286).
Posteriormente, se establecería una visión más profunda en los estudios de John Locke, quien concebía al contrato social como una relación de confianza (Cortés, 2011, p. 128) en la que los individuos de una comunidad eligen un representante en quien centralizan su confianza y el poder general en favor del bien de la población, a diferencia de lo sostenido por Hobbes, quien, en busca de la neutralización total del "estado de naturaleza" -caracterizada por la famosa frase "el hombre es el lobo del hombre"-, postula un Estado regulador que brinda al "administrador-soberano" un poder ilimitado para legislar sobre la vida y la muerte de los individuos (Ramírez, 2010, p. 34). Locke, si bien concibe los peligros devenidos de dicho "estado de naturaleza", prevé en el gobierno de confianza el prevalecimiento de los derechos (aunque en dicho momento solo llegaban a ser prerrogativas) individuales de cada persona de la comunidad (garantizando la seguridad jurídica y salvaguardando fundamentalmente la garantía de la propiedad), cuya inobservancia hacía meritoria la actuación de reclamo que podía encontrarse junto con otros sentimientos de inconformismo, llegando en gran escala a ser asumidos como una rebelión (Biagini, 1978, p. 155) si esta se configura como reflejo de la voluntad general de la comunidad. En tal sentido, Locke (2005) señala de forma silogística que:
La finalidad del gobierno es el bien de la humanidad. [...] ¿Y qué es mejor para la humanidad? ¿Que el pueblo esté permanentemente sometido a la voluntad irrestricta de la tiranía, o que los gobernantes estén expuestos, ocasionalmente, a que se les oponga resistencia, cuando el ejercicio de su poder se vuelve exorbitante y lo emplean en aras de la destrucción y no de la protección de las propiedades de sus súbditos? (pp. 254; 260).
Estas construcciones harían que posteriormente la Declaración de Independencia de los Estados Unidos y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Revolución Francesa, ambas en la segunda mitad del siglo XVIII, permitiesen vislumbrar que las garantías ciudadanas obtenidas a través de ordenamientos jurídicos, las cuales a la postre reflejarían la paz, justicia y seguridad (como finalidades del derecho y de la organización estatal), pueden en su incumplimiento fundar conductas comprendidas como "autodestructivas" por el Estado, e incluso -o, por ende- ser calificadas por el mismo como ilícitas, pero que esconden un fundamento de legitimidad intrínseco en la misma consolidación de la organización social: la "resistencia a la opresión". Así las cosas, la Declaración de Independencia norteamericana precisaría que:
para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; que cuando quiera que una forma de gobierno se haga destructora de estos principios, el pueblo tiene el derecho a reformarla o abolirla e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios, y a organizar sus poderes en la forma que a su juicio ofrecerá las mayores probabilidades de alcanzar su seguridad y felicidad.
La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Revolución Francesa, por su parte, consignaría en sus artículos 33, 34 y 35 que "la resistencia a la opresión"59 es "la consecuencia de los demás derechos del hombre", por cuanto "el gobierno viola los derechos del pueblo, la insurrección es, para el pueblo y para cada una de sus porciones, el más sagrado de los derechos y el más indispensable de los deberes", siendo por tanto dicho uso rebelde de la fuerza (valga recordar, en determinadas circunstancias) el camino, probablemente último, para salvaguardar la función de la justicia del derecho y, con esta, la integralidad de la paz.
Ahora bien, esta construcción social de adquisición de justicia, usando para ello mecanismos de fuerza fuera de la acción legal y dotando a su base justificatoria (o, si se quiere, de validez) en la legitimidad reflejada en la sociedad en "resistencia", se ha impreso en el Preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, donde se expresa "Considerando esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión".
Con lo antes mencionado, es necesario hacer referencia a Hannah Arendt de cara al análisis de la denominada "crisis de la República", quien precisa que la desobediencia civil60 se genera cuando un:
significativo número de ciudadanos ha llegado a convencerse, o bien, de que ya no funcionan los canales normales de cambio y de que sus quejas no serán oídas o no darán lugar a acciones ulteriores, o bien, por el contrario, de que el gobierno está a punto de cambiar y se ha embarcado y persiste en modos de acción cuya legalidad y constitucionalidad quedan abiertas a grandes dudas (Henao, 2006, pp. 70-76).
Es cierto, no obstante, que la desobediencia civil centra su finalidad en un nivel inferior a lo que representa la rebelión, puesto que hace mención a cualquier acto o proceso de oposición pública a una ley o una política adoptada por un Estado (Furfaro, 2013), mientras que la segunda tiene una connotación más estructural, siendo su nivel de trasformación mucho más profundo. A pesar de lo anterior, la desobediencia civil activa, así como la rebelión, precisan en su búsqueda de cambio de un acontecer injusto (cualquiera sea su índole) el uso gradual de la fuerza. Así, de llegar a ser consolidado argumentativamente el carácter justo de su actuar contrasistema, su acción fáctica se encontrará protegida no solo por el derecho internacional, sino también por gran parte de legislaciones nacionales que han rescatado taxativamente en sus cuerpos normativos el constructo histórico del uso de la fuerza legítima frente a una forma de gobierno injusto, incluso siendo este legal (Lucero, 2015, pp. 113-123, 126).
Así las cosas, hemos obtenido por un lado una acción de insubordinación que puede ser legitimada (lo cual dependerá esencialmente de las causas del conflicto y las dinámicas de la confrontación); y, por otro, delitos conexos que han sido puentes para la realización de conductas delictuales de mayor desvalor contra derechos individuales y colectivos, algunas incluso atentatorias del DIH (pero los cuales, como ya lo señalamos, no tratamos en el presente texto).
Pues bien, hemos de afrontar la problemática, primero, mediante la escala de valores que nos permitirá desarrollar una medición valórica de males, enfrentando aquel mal destinado a ser evitado (que en este caso sería, desde la perspectiva de la organización insubordinada, la continuación de un régimen político injusto) con aquel mal causado (los delitos conexos en los conflictos armados internos en el marco de procesos de paz). En segundo lugar, definiremos el grado del déficit motivacional y la probabilidad de provocación que encaucen los delitos conexos en la falta de reprochabilidad a través del EN exculpativo.
De tal forma, el resultado frente al primer ítem no puede ser otro que el hallar en ambos males intereses jurídicos valóricos muy por encima del "nivel medio de equivalencia", lo cual generará la integración de dichos delitos, por su preponderancia y cercanía el uno con el otro, bajo el manto de un EN exculpante en donde el Estado no alcanza el nivel de reprochabilidad suficiente desde la culpabilidad para exigir la consagración de un delito. Ahora, en cuanto los delitos conexos en un conflicto armado interno que surca un proceso de justicia transicional (no incurso aquellos vulneradores del DIH o graves violaciones al DIDH), por los razonamientos ut supra señalados en relación a la ausencia de prevención roxineana general y específica, así como al des-enlazamiento de los actos conexos con la rebelión cuando esta es reconocida en un proceso de paz, y siendo a su vez dicha actuación cobijada como una garantía también democrática del ejercicio ciudadano, consideraremos que aquel de mayor preponderancia será, bajo los estipulados anteriores, el "mal causado".
Por su parte, el déficit motivacional proviene justamente del carácter subjetivo existente entre la comisión de los delitos conexos y el resultado de salvaguarda de los intereses -surtidos por la rebelión- causantes de la exculpación, siendo el EN en sí mismo un hecho evidente en la confrontación armada que, sin embargo, encuentra discusión en su grado de autoprovocación, en donde nos enfrentaremos a dos respuestas: la primera, dirigida a aceptar un nivel de creación de la situación de peligro; y la segunda, que admite esta circunstancia como causante del EN exculpante.
En la primera perspectiva, nos encontramos con autores como Esteban Righi y Cerezo Mir, que determinan que el imputado "debe ser extraño a la creación de la situación de peligro" (Gómez Huilca, 2017, pp. 42-43), entendiendo esto como el accionar del sujeto como un factor apartado de la razón principal de causación; mientras que Maurach, Zipf y Roxín -cuyas tesis seguiremos- consideran irrelevante que un sujeto invoque la causal de necesidad que fue provocada tanto por el autor o por el titular del bien a salvar (Donna, 2008, p. 331; Gómez Huilca, 2017, p. 42), pues solo la sede de estudio para la acogida del EN se encuentra en discusión (valga decir, antijuridicidad o culpabilidad), mas no el EN en sí mismo.
Por otro lado, dicho EN debe enfrentar un doble examen, tanto de ponderación extensiva de intereses (que verifique su ubicación exculpante) como del grado de apropiabilidad colectiva o grado motivacional frente al resultado finalmente generado. Así las cosas, la acción tiene cobijo exculpatorio siempre que el bien a salvar goce de una valoración social considerable frente al bien a sacrificar (Donna, 2008, p. 287), cuya justificación se haya en el mismo contexto de un proceso de paz que está cimentado en esta necesidad colectiva de surtir dichas cesiones ante los intereses jurídico-penales vulnerados a través de la comisión, en este caso, de los delitos conexos.
Con esto dicho, la teoría exculpatoria de delitos conexos en conflictos armados internos sujetos a procesos de paz queda concluida, no sin antes prever algunos espacios problemáticos que debemos resolver.
V. LOS BACHES EN LA PROPUESTA
Bien sabemos que la sola aceptación doctrinal de los estados de necesidad y su ubicación en la teoría del delito son discusiones que aún no poseen resolución unilateral, pero debemos ser claros al reconocer que en el caso de una teoría que trata con herramientas teóricas, modificar escenarios punitivos de confrontación armada es una actividad todavía más problemática.
En tal medida, resolveremos preguntas necesarias que ayudarán a dar más fortaleza a la propuesta presentada en el presente texto.
1. ¿Podríamos asumir el tratamiento de los delitos conexos, desarrollados en la propuesta del texto, como un estado de necesidad provocado? Actualmente, gran parte de la doctrina considera de manera correcta que para que se genere el efectivo acontecimiento de un EN, es necesario -entre otras cosas- que no haya sido provocado intencionalmente por el actor que sufre dicho "estado"61. Ahora bien, esta premisa se basa en la fuente genérica de los EN; es decir, la existencia de un "estado" anormalizado normativamente, con base en el cual el Estado es indulgente en la ilicitud (EN justificante) o culpabilidad (EN exculpante) del actuante. Como pudimos observar anteriormente, el actuar insubordinado -entiéndase, rebelde- tiene bases tanto filosóficas como jurídicas en la misma estructura estatal, por lo que la rebelión o la desobediencia civil no es un espacio que se surte per se, sino un derecho que se ejerce cuando existen justificaciones político-sociales (Lucero, 2015, pp. 129-130; Carvajal, 1992, pp. 93-101). Al ser protegido dicho ejercicio volitivo por el mismo sistema normativo, es contraproducente pensar que a la par sea también una conducta que por el hecho de ejercerse tendrá una eliminación de facto de sus constructos justificatorios, haciéndola por ello una acción de mera connotación delictual y no un ejercicio político-social. Ahora bien, la finalidad de la insubordinación presentada en un conflicto armado interno (prevista en el artículo 1 del Protocolo II de los Convenios de Ginebra) no radica en solicitar la aparición de un EN exculpante en un proceso penal ordinario, lo cual elimina nuevamente de facto las situaciones justificatorias -sede de antijuridicidad- de la insubordinación; sino, por el contrario, en la trasformación de un sistema político cuya finalidad, sea buena o mala (o, en otras palabras, más o menos acorde al DIDH, lo cual no es objeto de discusión en este texto, sino la valoración político-criminal de los delitos conexos), es permitida en las mismas bases filosóficas de nuestros sistemas republicanos de Estados-nación. Por todo lo anterior, debemos descartar la provocación del EN, en este caso exculpante, de aquellos delitos conexos a la rebelión, pues no asume coherencia dicha circunstancia hipotética con la asunción de un conflicto armado y el desarrollo de un proceso de paz que, per se, proponen las actuaciones beligerantes como consecuencias de una causa común, si se quiere, provocada -entre otros- por el Estado y que debe ser resuelta62. Con ello también debemos asumir que se daría respuesta a la "falta de posibilidad de actuar diferente"63 y del "conocimiento del riego dañoso" (Schunemann, 1991, pp. 54, 56) exigidos por la culpabilidad.
2. Frente a los delitos conexos en un conflicto armado, ¿cómo se tendría certeza de que existe una superioridad considerable del nivel medio de equivalencia (ver figura 9)? En primer lugar, podemos afirmar que cada uno de los conflictos armados posee sus particulares diferencias, ya sea en los elementos justificatorios del mismo como en las acciones político-militares desarrolladas, lo cual dependerá en gran medida del territorio en el que se gesta la confrontación armada y del tamaño de la población que legítima la insubordinación. De esta forma, arribar a que el "mal causado" deberá siempre presentarse más relevante jurídicamente que el "evitado" en la escala de preponderancia de los delitos conexos tratada en la figura 9, es una cuestión de correlación de situaciones que, una vez dadas, originan procesos de paz y de justicia transicional, pues de estos espacios es que surge la justificación política-subjetiva que reivindica jurídicamente64 (aunque no totalmente, pues entraríamos a escenarios de indulto o de amnistía) como un derecho la rebeldía ante la injusticia estatalizada (Trejos, 2011, p. 138; Travesí & Rivera, 2016, p. 2), aun cuando no se afirme con certeza absoluta que dichos ideales y contextos arbitrarios encuadran en lo que teórica y normativamente se desprende del entendimiento de desobediencia civil o rebelión. Correlativamente, de no establecerse un sistema jurisdiccional especial para el tratamiento transicional de los delitos devenidos del conflicto armado interno, es predecible concebir un tenso apuro en tanto el relativismo de la percepción punitiva que puede tener un juez o una jueza, si bien ya está inmerso/a en un proceso transicional, puede virar de un EN exculpante a uno de atenuación sancionatoria preponderante (ver figura 7). Lo anterior podría tener una solución acorde a un sistema tasado de prevalencias o preponderancias en el que no exista duda de los tipos penales cobijados en la conexidad a la rebelión durante dicho proceso de paz, no siendo óbice para que se incluyan otros siempre que no se encuentren inmersos en las prohibiciones (si se quiere, también valóricas) de exculpación (y, más aún, de justificación) de aquellos vulneratorios del DIH, o que generen grave afectación al DIDH65.
3. Acudiendo a las tesis que encuentran en el libre albedrío el elemento fundador de la culpabilidad, en tanto sin esta no es posible un reproche penal, ¿la consideración del EN exculpante no es una propuesta reforzada para dar solución a dicho inconveniente político-criminal? Es cierto admitir que el reproche de culpabilidad se concibe, además de desde las tesis prevencionistas de Roxín, desde la arista de la corroboración de la libertad del agente agresor, cuyo eje se estipula en la idea del "poder actuar de otro modo"66 y, por tanto, en el cuestionamiento de poder o no haber evitado el hecho imputado (Rodríguez, 2017, p. 115).
Con todo, dicha libertad no es vislumbrada desde la abandonada "relación psicológica entre el sujeto y la acción" (culpabilidad en cuanto dolosa o culposamente el actor ejercitó el injusto), sino desde una concepción normativa de la culpabilidad (Welzel, 1980). De acuerdo a esta, se concibe la ejecución de la pena con un sentido finalista, aun cuando cobra renovada importancia el denominado "neorretribucionismo"67, en donde la misma no puede ser impuesta al actor si este no tuvo la capacidad para decidirse libre y correctamente entre el derecho y la injusticia (Wessels, 1980, p. 109)68, pues, como bien afirmaba Hassemer (1984), "sin libertad de voluntad no hay alternativas de comportamiento y sin alternativas de comportamiento no hay reproche de culpabilidad" (p. 283).
Así las cosas, es posible proponer que la libertad, transformada en el estudio del "libre albedrío" inmerso en la culpabilidad69/70, tenga el potencial de inimputabilidad al existir coacción en la realización de tipos penales. Por tanto, es posible que los y las ciudadanas rebeldes en situación de reclutamiento forzado, habiendo participado en el conflicto armado ejecutando delitos conexos (no incluyéndose, o como mínimo, estando en arduo debate aquellos atentatorios al DIH y gravosos al DIDH), puedan ser consideradas dentro del estudio de la teoría del delito como si sus acciones no estuvieran cubiertas de culpabilidad, a causa del miedo insuperable atentatorio del libre albedrío del imputado71; e incluso, en ciertos escenarios, que se depreque la inimputabilidad de sus actos (cuando, verbigracia, se encuentran bajo observación penal los combatientes menores de 14 años)72. No obstante lo anterior, a pesar de ser válida la encuadernación de los elementos penales para los exclusivos casos de reclutamiento forzoso, la misma no alberga una solución generalizada para el grueso de combatientes que ejercitan la rebeldía, quienes, como hemos previsto, tienen -en un contexto de justicia transicional- una solución prevista en la institución del EN exculpante.
4. ¿Aun cuando el desarrollo de un proceso de paz justifique en gran parte la ausencia de prevención general e individual para los delitos conexos, podemos eliminar per se el carácter de peligrosidad de los actos? Para esta última grieta deberemos recurrir a lo precisado por el doctrinante Jesús María Silva (1992), quien -añadiéndose a Amelung- manifiesta la posibilidad político-criminal de que "al excluir la culpabilidad, excluyen asimismo la peligrosidad" (p. 411). Así, en aquellos casos en los que se realiza dicha exclusión, se repele la aplicación "tanto de penas como de medidas de seguridad" (p. 411), y en los casos en que no, se deja abierta la posibilidad de establecer dichas medidas debido a que subsiste la "necesidad de reacciones preventivo-especiales" (p. 411). A partir de ello, Silva destaca que en aquellos casos en los que:
impiden incluso la imposición de medidas excluirían la imposición de toda reacción jurídico-penal, lo que las mostraría como causas de más amplia trascendencia, al eliminar también la consideración del delito como manifestación de una "peligrosidad" del autor. Esto situaría a estas causas más cerca de las de exclusión del injusto penal (p. 411).
En este entendido, podemos considerar que el contexto de confrontación armado, y el consecuente proceso de paz como un escenario de resolución del mismo, deben ser vislumbrados como causas de indiscutible trascendencia, las cuales se verían reflejadas en el interés político de toda la sociedad de llegar a una resolución pacífica del conflicto y en la no repetición del mismo. Esta proyección, por tanto, será reflejada en aquellos delitos conexos que, si bien surtieron gran importancia en el desarrollo de la confrontación armada y la comisión de actos ilícitos, pueden ser superados tras teorías político-criminales, siempre que se excluyan bajo este panorama resolutivo aquellos cometidos contra el DIH. Por ello, la óptica de falta de peligrosidad es incluyente para todos los delitos conexos cometidos por todos los miembros de la organización beligerante, siendo su límite los ilícitos ocasionados en vulneración del DIH pues estos, en su análisis jurisdiccional de la teoría del delito en sede de culpabilidad, sí representan la peligrosidad visionada en la necesidad preventiva general y especial roxineana.
5. ¿Cuáles son los mínimos para considerar la existencia real de un proceso de paz que permita la aplicabilidad de la teoría de exculpación frente a delitos conexos al conflicto? Considerando lo anterior, deberemos entender como mínimos fácticos para la aplicación plena de esta teoría exculpatoria de los delitos conexos lo siguiente: a) la existencia real de un escenario de pacificación (confrontado, verbigracia, con el cese bilateral armado y la confluencia de actores internacionales que velen por el continuo desarrollo del proceso de paz, entre otras); b) el establecimiento de garantías políticas como económicas que impidan el continuo ejercicio de los delitos conexos, aun cuando la rebelión haya sido evacuada a través del reconocimiento legitimatorio de los rebeldes mediante un proceso de paz73; y c) finalmente, la configuración o construcción de un acuerdo especial de paz con recubrimiento constitucional que impida su modificación con el fin de imposibilitar la repetición -al menos normativamente- de las motivaciones específicas que dieron nacimiento al conflicto.
VI. PALABRAS FINALES
Como bien dijimos comienzo a este breve texto, la misión del jurista es salvaguardar a los pilares jurídico-filosóficos del derecho penal como herramientas que faciliten y, por tanto, no entorpezcan el ámbito fáctico de obtención de derechos. Los conflictos armados de carácter interno son escenarios que seguirán ocurriendo en todo el mundo, cuya resolución pasa por elementales cambios de hegemonía política y efectiva tutela de derechos por parte de los Estados, pues en aquellos hechos, en gran parte de ocasiones, se encuentran las causas más notables de las confrontaciones beligerantes. Así, la propuesta devenida en este artículo permite que, en el marco de un proceso de paz, el conflicto se vuelque en la resolución juiciosa de procesos jurisdiccionales en los que se ha vulnerado el DIH, y que desde este parta también el vislumbramiento de los cambios estructurales que los Estados actuales deben surtir en su misión social, antes que el de su interés económico poco o nada reflejado en el bienestar colectivo. Por lo expuesto, concluimos que la institución de la exculpación de los delitos conexos al conflicto implica tan solo el "engrasamiento" de un proceso de paz y una deliberación jurídica que debe volcarse con mayor fortaleza en otros ítems que permitan el sostenimiento de un sistema real de justicia y paz colectiva, siendo este el material fundamental-y no los ejércitos- que evitará la repetición de conflictos.