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Derecho PUCP

Print version ISSN 0251-3420

Derecho  no.86 Lima Jan./Jun. 2021

http://dx.doi.org/10.18800/derechopucp.202101.011 

Miscelánea

Imparcialidad, estereotipos de género y corrupción judicial

Impartiality, gender stereotypes and judiciary corruption

Rocío Villanueva Flores1 
http://orcid.org/0000-0003-0183-6558

1Pontificia Universidad Católica del Perú - Perú, mrvillan@pucp.edu.pe

Resumen

Este artículo analiza el uso de estereotipos de género en la argumentación jurídica en contextos de severa corrupción judicial, lo que resulta en la vulneración del principio de imparcialidad judicial. La autora sostiene que es la impunidad de la corrupción judicial, asociada a la discriminación estructural, la que explica en gran parte el cinismo en la fundamentación de las decisiones judiciales sobre violencia de género. Asimismo, propone que las virtudes judiciales son esenciales para enfrentar la corrupción en la actividad jurisdiccional.

Palabras clave: Neutralidad; imparcialidad; corrupción judicial; virtudes; estereotipos de género

Abstract

This article analyzes gender stereotypes in legal reasoning in contexts of severe judiciary corruption, which results in the violation of impartiality. The author maintains that it is the impunity of judiciary corruption, associated with structural discrimination, which largely explains the cynicism in legal rulings on gender violence. She also proposes that judicial virtues are essential to face corruption in the judicial arena.

Keywords:  Neutrality; impartiality; judiciary corruption; virtues; gender stereotypes

I. INTRODUCCIÓN

Jerome Frank (1947) se preguntaba, en la primera mitad del siglo pasado, ¿qué posibilidades había de un ataque inteligente al problema de cómo disminuir el efecto diabólico de factores como la deshonestidad en la resolución de los casos si tales factores no se incluían en el estudio de cómo funcionan los tribunales? (p. 1325). La pregunta sigue vigente en un país con severos problemas de corrupción judicial como el Perú.

El tremendo escándalo de corrupción judicial destapado en el país el año 2018 involucra a un exjuez de la Corte Suprema, al expresidente de la Corte Superior del Callao, a fiscales supremos y a exmiembros del Consejo Nacional de la Magistratura por su presunta vinculación a la organización criminal Los Cuellos Blancos del Puerto, conformada, además, por abogados y empresarios. Dicho escándalo fue destapado por un periodista de investigación, gracias a un conjunto de audios de conversaciones telefónicas en las que los propios personajes contaban o aludían a sus fechorías, dando cuenta de cómo habían convertido a la presidencia de la Corte Superior del Callao, a una parte de la Corte Suprema y a fiscalías supremas, así como al Consejo Nacional de la Magistratura, en espacios para el ejercicio de actos de corrupción1.

Por poner solo un ejemplo, en el 2014 se abrió una investigación policial contra el entonces juez superior, César Hinostroza, por la propiedad de dos casas en Miami que no reportó como funcionario público. Sin embargo, la fiscalía archivó el caso acogiendo la explicación de que él solo era propietario de una primera casa, pero no de la segunda, y que esta última la había comprado su esposa sin que él supiera2. En diciembre de 2015, César Hinostroza fue nombrado juez supremo por el ex Consejo Nacional de la Magistratura3.

El 2015, en un discurso que dio el juez superior titular Walter Ríos, quien sería futuro presidente de la Corte Superior del Callao y protagonista de varios audios, señaló que uno de los objetivos fundamentales de las mejoras del sistema de justicia era «consolidar en el Perú una justicia independiente, predecible y moderna, sustentada en principios éticos y morales, protectora e impulsora de la seguridad jurídica, garante del efectivo control judicial ante un posible uso abusivo del poder»4. Este discurso es una pequeña muestra de que tales personajes habían adherido solo retóricamente las reglas del derecho y los principios constitucionales, pues sus actos evidencian un desprecio por los mismos.

Por otro lado, no me parece casual que uno de los primeros audios propalados fuera el de una conversación telefónica del exmagistrado de la Corte Suprema, César Hinostroza, en la que presuntamente negociaba la pena de un violador de una niña de once años («¿Qué es lo que quieren?, ¿que le baje la pena o que lo declaren inocente?»)5. Este tipo de actos podrían explicar la abierta irrazonabilidad, el cinismo de los argumentos, que se advierte en varias decisiones judiciales en casos de violencia de género. Especialmente indignantes, por los efectos que tienen en la vida de las víctimas, son aquellas resoluciones judiciales (y fiscales) que emplean argumentos estereotipados sobre las mujeres, perennizando la impunidad de los perpetradores de la violencia de género. Tengo la impresión de que el binomio corrupción judicial-irrazonabilidad se presenta de manera más frecuente de lo que pensamos. Evidentemente, lo señalado no impide reconocer que en el país hay jueces y fiscales honestos en todos los niveles que día a día honran la importante función que se les ha encomendado.

Como también señalaba Frank (1947), no solo se debe prestar atención a los valores de la democracia, sino a los factores que inciden en que tales valores se vean frustrados en los tribunales (p. 1324). Entre los primeros se ubican la imparcialidad judicial y la igualdad; entre los segundos, la corrupción judicial y la desigualdad estructural.

II. ¿ES EL DERECHO NEUTRO O AVALORATIVO?

El término «neutralidad» es empleado con ocasión de distintos problemas filosóficos y con diferentes acepciones. He dividido, a grandes rasgos, estos usos en tres grupos, el último de los cuales está más directamente vinculado al derecho y a los jueces.

Un primer uso de ese término se da para aludir a una de las características del proyecto normativo racionalista de la Ilustración, así como al de sus herederos (el constructivismo ético o las éticas dialógicas de influencia kantiana) (Thiebaut, 1992, p. 29), que imaginan a los agentes encargados de diseñar la estructura básica de la sociedad como libres, iguales e independientes (Nussbaum, 2016, p. 109). Se trata de teorías éticas que se formulan desde lo que se considera un punto de vista neutral o imparcial, con el objetivo de construir una moral crítica o de proponer diseños institucionales.

Un conjunto de críticas contra tales teorías, como las de los comunitaristas, se dirigen a los supuestos de los que parten las propuestas del liberalismo político: un individuo abstracto, racional, descontextualizado, desencarnado, desarraigado, en una posición original cubierto por el velo de la ignorancia o en condiciones ideales de diálogo (Rawls, 1985; Habermas, 2010). Estos supuestos de una teoría ética formal y abstracta han servido para acusar a tales proyectos de formalistas, de apelar a un procedimentalismo vacío, de no comprometerse con conceptos morales sustantivos, y de ser incapaces de dar cuenta de la amplitud o profundidad de la esfera moral humana (Thiebaut, 1992, pp. 35 y 37). Frente a tales críticas ha habido respuestas liberales. Se ha señalado, por ejemplo, que la justicia como equidad incluye ciertas virtudes políticas como la tolerancia, la razonabilidad y el sentido de equidad (Rawls, 1988, p. 263); y que no se trata de una neutralidad valorativa, pues el liberalismo defiende valores como el de la autonomía personal (Nagel, 2003, p. 38). Un sector del liberalismo también ha defendido el enfoque de las necesidades básicas para fundamentar los principios de justicia (Garzón Valdés, 2001, p. 240) o el de las capacidades (que está orientado al resultado y no al procedimiento), cuestionando una racionalidad idealizada (Nussbaum, 2016, pp. 110, 164 y 173).

Un segundo uso del término, vinculado también al liberalismo, se refiere a la actitud neutral que debe tener el Estado frente a las diferentes concepciones del bien (definiciones particulares de lo bueno, planes de vida de las personas) en la medida en que el liberalismo separa lo justo (o correcto) de lo bueno, lo público de lo privado. En este segundo sentido, la neutralidad se asocia a la idea de tolerancia y respeto a la diferencia, a la actitud del Estado como árbitro imparcial que proporciona «un marco equitativo dentro del cual el individuo es libre de perseguir su propio bien a su manera» (Swift, 2016, p. 206). Este planteamiento ha sido también criticado porque no presupone una teoría neutral sobre lo bueno, sino más bien una concepción liberal e individualista según la cual «lo mejor que se pueda desear para alguien es que persiga su propio camino, siempre que no interfiera con los derechos de los otros» (Nagel, 1973, p. 228). Asimismo, desde el feminismo se ha cuestionado la separación liberal entre lo público y lo privado, a pesar de que tanto el liberalismo como el feminismo defienden «alguna concepción de los individuos como seres libres e iguales, emancipados de los vínculos asignados y jerarquizados de la sociedad tradicional» (Pateman, 2009, p. 38).

En el caso del feminismo, la separación entre lo público y lo privado (la actitud neutral del Estado frente a las distintas concepciones del bien) ha sido cuestionada por no tomar en cuenta la ordenación patriarcal de la sociedad y por ocultar la realidad social que contribuye a construir (Pateman, 2009, p. 39), así como por perpetuar las relaciones de discriminación en perjuicio de las mujeres (al excluir de la preocupación teórica el espacio de las relaciones familiares) (Turégano, 2001, pp. 319-329). Por el contrario, desde el feminismo se ha defendido que las esferas privada y pública están absolutamente relacionadas (Pateman, 2009, p. 43), que son multivalentes y controvertidas (Fraser, 1997, p. 157).

Tiene razón Farrell (1994) al señalar que no hay una única concepción de neutralidad, ni tampoco una posición homogénea sobre el papel que la neutralidad desempeña en el estado liberal (p. 179). Para los efectos de este artículo, solo quiero precisar que un sector del liberalismo defiende que el Estado justo debe respetar las diversas concepciones del bien que sean compatibles con principios básicos de justicia (valores materiales). En una obra posterior a la Teoría de la justicia, Rawls (2006) afirmó que lo justo y lo bueno eran complementarios, y que los principios de justicia imponían limitaciones a los estilos de vida permisibles (p. 206). Por lo tanto, la tolerancia respecto a esos estilos o planes de vida no puede ser indiscriminada (Beltrán, 2014, pp. 214 y 224). Más bien, algunos liberales señalan que se puede distinguir entre mejores y peores planes de vida, que el Estado puede alentar a llevar vidas valiosas y desalentar que las personas malgasten sus vidas (promover el arte, gravar el juego, etc.) (Swift, 2016, pp. 197-198 y 208-209), así como que una forma de vida colectiva es superior a otra cuando en ella la posibilidad de engaño y coacción es menor (Garzón Valdés, 2001, p. 241). Así, para un sector del liberalismo importan tanto el marco en el cual se llevan a cabo las decisiones sobre los planes de vida (Gargarella, 1999, p. 20) como la redistribución de los recursos (Nagel, 2003, p. 31; Swift, 2016, p. 191).

II.1. Neutralidad y derecho

El tercer uso del término está directamente asociado al derecho; más concretamente, a la concepción formalista. Como he señalado en otro lugar (Villanueva, 2020a, p. 277; 2020b, pp. 55-57), el formalismo jurídico surge en la segunda mitad del siglo XIX con la idea de que el derecho, al ser una ciencia, era objetivo y neutro. Incluso actualmente los formalistas defienden que la aplicación de las leyes no obedece a criterios valorativos, sino que se ciñe al tenor literal de las normas, prescindiendo totalmente de la justificación de la ley o de los objetivos que persigue (Pintore, 2017, p. 50). Ello se corresponde con la idea de que el razonamiento jurídico es exclusivamente subsuntivo; por tanto, los jueces son neutrales porque no realizan valoraciones ni resuelven los problemas jurídicos motivados por criterios personales o de ideología política.

Sin embargo, la noción de neutralidad asociada al derecho y a la actividad judicial fue duramente criticada por los integrantes del realismo jurídico norteamericano, por los Critical Legal Studies y por el feminismo jurídico. Así también por quienes han sostenido que la neutralidad contribuye a disfrazar una actitud servil frente al poder político (Andrés, 2002).

Los realistas jurídicos norteamericanos, a partir de los años veinte del siglo pasado, cuestionaron la neutralidad judicial (la idea de que los jueces no hacen valoraciones), poniendo en evidencia cómo los jueces conservadores abandonaban esa pretendida neutralidad para ejercer un activismo y discrecionalidad judiciales contra las leyes de corte liberal (Pérez Lledó, 2008, p. 78). Muchos años más tarde, refiriéndose a los Estados Unidos, Dunkan Kennedy (2013), uno de los representantes más importantes de los Critical Legal Studies, señaló que siempre hay motivaciones ideológicas (liberales o conservadores) en las sentencias judiciales, las que -sin embargo- se presentan a sí mismas como «técnicas, deductivas, objetivas, impersonales o neutrales» (pp. 36 y 30). Para Kennedy no hay criterios de corrección, más allá del despliegue de herramientas interpretativas (p. 44). Asimismo, para ese autor, la aparente objetividad consiste en que la aplicación de una norma a un caso parezca «ser un procedimiento necesario, obligatorio y no discrecional» (1999, p. 102), aunque los jueces moldeen el derecho en una dirección o en la otra (2013, p. 30). De esta forma, dependiendo del tipo de juez, estos deciden de forma discrecional (de acuerdo a su ideología política, liberal o conservadora) cómo resolver los casos (pp. 27-84). Para los Critical Legal Studies el derecho, lejos de ser neutral, contribuye más bien a mantener las distintas jerarquías existentes en la sociedad (incluidas las de género) y a congelar la realidad social (Gordon, 1987).

Por su parte, el feminismo jurídico ha dirigido también fuertes críticas a la neutralidad como característica del derecho y de su aplicación. La teoría jurídica feminista ha señalado que tal idea ha servido para reforzar el patriarcado, denunciando que el derecho ha sido creado, aplicado e interpretado teniendo en cuenta solo la perspectiva masculina (Bartlett, 2011; Faccio, 1996; Jaramillo, 2009; MacKinnon, 1987; Mossman, 1991; Olsen, 1990; West, 2000). En ese sentido, la neutralidad era simplemente el modelo masculino; la masculinidad o el ser de los hombres era la referencia (MacKinnon, 1991, pp. 381-382). Un conjunto de normas y de decisiones judiciales han servido para demostrar la falta de neutralidad (por el sesgo machista) de muchas leyes y decisiones judiciales.

Por último, la neutralidad también ha sido cuestionada por haber servido de (contra)valor ideológico, «de cobertura de actitudes judiciales caracterizadas por su integración en la política del poder en acto. Sobre todo en momento de ausencia de democratización y proscripción del pluralismo» (Andrés, 2002).

Las críticas a la neutralidad del derecho y de los jueces han sido hechas desde diferentes perspectivas o concepciones jurídicas y con distintas finalidades, pero con una preocupación común sobre los sesgos en el ámbito legal. Por eso, considero que es pertinente decir algo, aunque sea de manera muy breve, sobre la concepción pospositivista, que, en mi opinión, es la que da mejor cuenta del derecho de los Estados constitucionales. Dentro de esta concepción se ubican autores como Alexy, Dworkin, MacCormick y Atienza.

Para el pospositivismo jurídico el derecho no puede ser considerado neutro -en el sentido de avalorativo-, pues incorpora derechos que debe proteger (tiene una pretensión de corrección, de objetividad); no es un fenómeno exclusivamente autoritativo, sino una empresa que trata de conseguir ciertos fines y valores (Atienza, 2017, p. 273). Tales derechos condicionan el contenido y la aplicación del resto del ordenamiento jurídico. De este modo, el derecho impone límites no solo formales, sino sustantivos; y, por lo tanto, no cualquier contenido debería tener cabida en él.

Si el derecho impone límites sustantivos, ello implica que los legisladores no pueden aprobar cualquier tipo de norma ni los jueces resolver los casos de acuerdo a criterios subjetivos. Pospositivistas como Atienza (2017) afirman que el cognoscitivismo ético permite dar cuenta de aspectos importantes de la práctica del derecho, como la que corresponde a la justificación de decisiones judiciales (pp. 195-196). Incluso un positivista como Prieto Sanchís (2003) sostiene que si en algo cambia el panorama jurídico por la incorporación de principios en la Constitución, es en el papel relevante que ha de asumir la argumentación jurídica (p. 133); es decir, la justificación racional de los juicios de valor contenidos en las decisiones judiciales (2001, p. 34). Un juez no motivaría adecuadamente una decisión si, luego de dar las razones por las que considera que el acusado de un delito debe ser absuelto, señalara que «su decisión no pretende ser la decisión correcta, sino, simplemente, una a favor de la cual se pueden dar razones que a él le parecen aceptables» (Atienza, 2017, p. 196).

Los pospositivistas afirman que sobre los derechos cabe una discusión racional y que los juicios de valor contenidos en las decisiones judiciales no expresan meras preferencias personales, sino que en favor de ellos se pueden dar razones de un cierto tipo a las que se les puede atribuir un carácter objetivo (Atienza, 2017, p. 194)6. Sobre los criterios objetivos que dan carácter racional a la práctica de justificar decisiones jurídicas se ha ocupado ampliamente la teoría estándar de la argumentación jurídica (Atienza, 2014); entre ellos se ubican la universalidad, la coherencia, la consistencia o la razonabilidad. No obstante, en este artículo me ocupo, básicamente, de una clase de razones que hay excluir del derecho, argumentos que no deberían tener cabida en este al no cumplir al menos con uno de los criterios de racionalidad práctica (la coherencia con los principios constitucionales, con los criterios sustantivos de corrección). Ese es el caso de los argumentos estereotipados.

Osborne (1995) señala que entre hombres y mujeres no reinan sin más la libertad y la igualdad (p. 510). El derecho no se aplica en el vacío, sino en un cierto contexto -con determinadas características- que explica que aunque formalmente no haya normas que discriminen directamente a las mujeres, sí sea posible identificar con alguna frecuencia decisiones judiciales cuya argumentación es discriminatoria. Sin embargo, que se dicten ese tipo de decisiones no significa que haya que renunciar a la objetividad del derecho. Por el contrario, si los derechos son tomados en serio, hay que rechazar el escepticismo frente a las normas y las razones jurídicas; y es preciso, más bien, contar con criterios que nos permitan identificar los malos argumentos (Dworkin, 1987, pp. 248-253) y cuestionar las decisiones judiciales incorrectas cuando incorporan razones que no caben en el derecho.

Un juez imparcial tiene que ser objetivo. Objetividad y aplicación del derecho no son incompatibles. Como afirmaba Dworkin (1985), se trata de una objetividad de razones, de argumentos (pp. 171-174). El derecho no es solo poder, es también valores y razones (o argumentos) de un cierto tipo. Los jueces no son los señores del derecho, sino los protectores de los derechos (Atienza, 2017, p. 226).

III. INDEPENDENCIA E IMPARCIALIDAD JUDICIALES

Antes de ocuparme del contenido de estos principios debo hacer una referencia a la distinción entre el contexto de descubrimiento y el contexto de justificación, entre razones explicativas y razones justificativas. Como se sabe, el contexto de descubrimiento tiene que ver con las cuestiones de hecho (motivos o causas) que llevan a una decisión (ideología, clase social, creencias religiosas, etc.), con las razones que la explican; en cambio, el contexto de justificación tiene que ver con las razones que validan o justifican una decisión, con las razones basadas en el derecho (Villanueva, 2019, pp. 461-463; 2020a, pp. 277-278; 2020b, pp. 64-65). La obtención de un beneficio indebido por parte de un juez a cambio de adoptar una decisión debe incluirse en la lista de motivos, de razones explicativas.

De acuerdo con Aguiló (1997), un pospositivista, los principios de imparcialidad e independencia se traducen en sendos deberes de los jueces como correlato del derecho que tienen todas las personas a ser juzgadas desde el derecho (p. 75)7. Ambos principios operan en beneficio de los justiciables. El deber de independencia trata de controlar los móviles (motivos) del juez frente a influencias extrañas al derecho que provengan desde fuera del proceso; es decir, de otros jueces, poderes del Estado, medios de comunicación, etc. (Aguiló, 2009, p. 30; Ernst, 2003, p. 235). Por ello, Andrés (2012) distingue entre la independencia judicial externa y la interna. La primera protege a los jueces frente a las posibles injerencias de los otros órganos de poder, mientras que la segunda «tutela a la jurisdicción frente a sí misma, esto es, frente a las intromisiones que pueden venir del propio campo institucional» (pp. 49 y 55).

Por otro lado, el deber de imparcialidad es definido por Aguiló (2009) como «el deber de independencia frente a las partes en conflicto y/o al objeto de litigio» (p. 30; STC N° 2465-2004 AA/TC, § 9). Este deber trata de controlar los móviles (o motivos) del juez frente a influencias extrañas al derecho que provengan desde el propio proceso jurisdiccional. En esa medida, la imparcialidad exige que la aplicación del derecho se lleve a cabo sin ningún sesgo a favor o en contra de algunas de las partes (Bartlett, 2014, p. 376). Un juez imparcial es el que no permite que sus preferencias o prejuicios personales influyan en el juicio (Vásquez, 2015, p. 167), el que está libre de prejuicios o preconcepciones sobre los justiciables (Clérico, 2018, p. 81; Herrera Ulloa vs. Costa Rica, 2004, § 137.3). El deber de imparcialidad le «prohíbe al juez decidir (actuar) por motivos incorrectos» (Aguiló, 2009, p. 32).

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) ha señalado que la imparcialidad tiene un aspecto subjetivo y otro objetivo. De acuerdo con el primer aspecto, el juez debe carecer de prejuicio personal. Desde el aspecto objetivo, el juez debe ofrecer garantías suficientes para que no haya duda legítima sobre su imparcialidad. Bajo el análisis objetivo:

se debe determinar si, aparte del comportamiento personal de los jueces, hay hechos averiguables que podrán suscitar dudas respecto de su imparcialidad. En este sentido, hasta las apariencias podrán tener cierta importancia. Lo que está en juego es la confianza que deben inspirar los tribunales a los ciudadanos en una sociedad democrática y, sobre todo, en las partes del caso (Pabla KY vs. Finland, 2004, § 27).

Entre los prejuicios de los que debe estar libre el juez están los que responden a sesgos machistas, a estereotipos de género. El prejuicio o sesgo, incluso si es inconsciente (Papayannis, 2016, p. 37), se expresa en argumentos estereotipados y en una motivación discriminatoria; puede, por tanto, ser desenmascarado o develado. De forma semejante al TEDH, la Corte IDH ha sostenido que:

la imparcialidad exige que el juez que interviene en una contienda particular se aproxime a los hechos de la causa careciendo, de manera subjetiva, de todo prejuicio y, asimismo, ofreciendo garantías suficientes de índole objetiva que inspiren la confianza necesaria a las partes en el caso, así como a los ciudadanos en una sociedad democrática (Duque vs. Colombia, 2016, § 162).

Los argumentos estereotipados no guardan coherencia con los principios de igualdad e imparcialidad judicial. Las representaciones estereotipadas son parte de la injusticia cultural, arraigada en patrones sociales, y «en procesos y prácticas que sistemáticamente ponen a unos grupos de personas en desventaja frente a otros» (Fraser, 1997, p. 23). Los prejuicios, sesgos o estereotipos de género deben ser excluidos de la argumentación judicial, pues no son razones justificativas (Villanueva, 2019)8. Si una decisión judicial se sustenta en un prejuicio o estereotipo de género se vulnera no solo el derecho a no ser discriminado, sino también el principio de imparcialidad judicial. Fraser (1997) afirma que el machismo es un particularismo disfrazado que se oculta tras la parodia del universalismo (p. 9). Si la decisión es el resultado de un prejuicio es arbitraria (Waldron, 2005, p. 199).

Tiene razón Aguiló (1997) en cuestionar que se entienda que el juez independiente es el que actúa según su propio criterio, pues supone ignorar la posición institucional del juez, que más bien exige que sea independiente incluso de sus propios credos autónomamente aceptados (p. 76). Para este autor, en el ideal del juez imparcial e independiente coinciden la explicación y justificación de la decisión (2009, p. 42).

Por último, en relación a la neutralidad judicial, debo señalar que Aguiló (2009) distingue dos momentos en la actuación del juez: cuando actúa como director del proceso y cuando resuelve el conflicto. El principio de imparcialidad requiere que el juez, como director del proceso, sea neutral frente a las partes durante su desarrollo «de forma que se mantengan el equilibrio y la equidistancia ante los sujetos en tanto que partes del proceso» (p. 43). A lo largo de este, el juez recoge información -de manera equidistante y neutral-, la cual valora al momento de resolver. Sin embargo, el juez imparcial no es neutral al decidir el resultado del conflicto (cuando determina los hechos probados y las consecuencias debidas), pues para ello requiere realizar balances de intereses y valores, «y con mucha frecuencia éstos no se sitúan precisamente en el punto medio» (2003, p. 53; 2009, p. 43). En ese momento, la neutralidad parece valer poco porque la imparcialidad requiere de decisiones comprometidas con criterios de corrección sustantiva (2009, p. 44).

IV. CORRUPCIÓN, DESTRUCCIÓN Y DESLEALTAD AL SISTEMA

La corrupción suele ser calificada como un fenómeno permanente que se presenta en los Gobiernos democráticos, autoritarios o dictatoriales (González Amuchastegui, 1999, pp. 7-8; Vásquez, 2007, p. 207). Para el presente artículo interesa la severa corrupción judicial en democracia, como ocurre en el caso peruano.

Un acto de corrupción implica el incumplimiento de un deber posicional o institucional con el fin o expectativa de obtener un beneficio indebido (que puede ser una ganancia económica, sexual, política, etc.) para quien lleva a cabo el acto o para un tercero (Garzón Valdés, 2004, p. 14; González Amuchastegui, 1999, p. 14). La corrupción es un fenómeno relativo a un sistema de normas o práctica normativa, pues se transgreden las normas que rigen el cargo que se ostenta o la función que se cumple (Malem, 2002, p. 33; Lifante, 2018, p. 89). De ahí que la corrupción se dé en distintos ámbitos (político, judicial, empresarial, educativo, deportivo, etc.) y que tenga un elemento destructivo para el sistema de normas (Vásquez, 2005, p. 131). Cabe añadir que el motivo del acto de corrupción (la obtención de un beneficio extraposicional indebido) permanece oculto y que los actos de corrupción no suponen necesariamente la violación de una norma penal.

Como afirman González Amuchastegui (1999, p. 14) y Vásquez (2007, p. 209), en los fenómenos de corrupción es necesaria la presencia de un decisor o de una autoridad; es decir, de un agente con capacidad para tomar decisiones y cuya actividad está sujeta a cierto tipo de deberes. La violación del deber supone un acto de deslealtad al sistema normativo de referencia (González Amuchastegui, 1999, p. 14) y hasta de traición (Vásquez, 2007, p. 210).

Citando a Laporta, González Amuchastegui (1999) afirma que la causa última de la corrupción es la decisión del agente, el acto voluntario de realizar un acto corrupto (pp. 20-21). Sin duda pueden concurrir otras causas que faciliten la corrupción (ausencia de sanciones, sobrerregulación, salarios bajos, etc.), pero la causa última es una decisión personal. Evidentemente, que la causa última de la corrupción sea una decisión personal no significa que haya que descuidar los factores que la facilitan ni la búsqueda de frenos institucionales contra ella.

Los deberes institucionales que vulnera un acto corrupto son aquellos «que se contraen en virtud de la aceptación voluntaria de algún cargo y que valen tan sólo [sic] para quienes lo desempeñan» (Garzón Valdés, 2004, p. 14). Según Lifante (2018), esos deberes institucionales, sobre todo en el caso de las funciones públicas, son complejos pues requieren cuidado y atención a lo largo de un periodo prolongado de tiempo. De acuerdo con esta autora, tales deberes se definen por su conexión con la promoción de determinados valores, fines o estados de cosas que se consideran valiosos (pp. 99, 105 y 107). De este modo, un determinado rol o función en una institución social está comprometido con la persecución de los fines que justifican su existencia o con sus propósitos (p. 99); en consecuencia, el cumplimiento del deber no está disociado de la responsabilidad que tienen los funcionarios públicos por promover tales fines y valores (p. 116). Por tanto, según Lifante, una decisión corrupta en el ámbito público es aquella en la que el órgano decisor sustituye los fines y valores por los que se ha de velar en el ejercicio de la función pública por otros fines distintos. Y la deslealtad se da también respecto de esos fines y valores (p. 112).

Como se ha señalado, la corrupción tiene siempre un efecto destructivo, ya que el beneficio lo obtiene la autoridad o el decisor violando sus deberes; en ese sentido, la corrupción carcome el sistema normativo en cuestión. Lo grave de la severa corrupción judicial es que ataca directamente al derecho como un todo, de forma que se perjudica al conjunto de reglas, principios y valores que los jueces están llamados a (tienen el deber de) proteger, empezando por el propio valor de la justicia. Los jueces corruptos adhieren las normas sólo de manera retórica. Ellos abandonan lo que Hart (1997) llamaba el «punto de vista interno» (pp. 89-90), en lugar de ser los primeros en aceptar y usar las reglas y principios como guías de conducta o razones para la acción9. De este modo, y tal como lo demuestran los audios mencionados en este artículo, el derecho se convierte en un mero juego de poder en el que las normas jurídicas no son más que instrumentos de engaño (Schedler, 2005, p. 87) que caen, como decía Frank (1947), en el bote de la basura (p. 1325). La severa corrupción judicial mina la credibilidad de las decisiones judiciales y de las razones jurídicas, haciendo volar por los aires la confianza que deben tener los ciudadanos en sus jueces. Esa deslealtad al derecho es inexcusable en un Estado constitucional.

IV.1. Corrupción judicial y carencia de virtudes

La corrupción judicial en el Perú es el tipo de problema que Garzón Valdés (2007) calificaría de viejo por persistente, pues todavía no se le encuentra la solución adecuada (p. 224). Se trata de redes que estarían conformadas por abogados litigantes, estudios de abogados, jueces y fiscales, así como por trabajadores del Poder Judicial y el Ministerio Público (CAJ, 2003, pp. 70-96). De acuerdo con una investigación sobre cuatro estudios de abogados en Lima, la corrupción judicial puede traducirse en el pago de sumas de dinero por agilizar trámites judiciales, admitir recursos presentados fuera de término, emitir resoluciones «a la medida», permitir que una de las partes redacte la sentencia, desaparecer expedientes judiciales, obtener copias de las resoluciones y escritos de la parte contraria antes de que sean oficialmente notificadas o pliegos interrogatorios antes de la audiencia (Quiñones, 2018, pp. 8, 14 y 107-138). Diversa es también la moneda de cambio (Jiménez, 2019, p. 631).

Por otro lado, una de las causas que pueden dar lugar a la corrupción en el nivel jerárquico más alto es el sistema de elección del presidente de la Corte Suprema, que se hace entre los magistrados que la integran y con voto secreto. Durante las «campañas electorales» tienen lugar agasajos financiados por terceros ajenos a la judicatura, quienes, como afirma Ramírez (2019), aspiran a obtener beneficios si su candidato gana la presidencia de la Corte Suprema. Asimismo, el que ofrece su voto suele exigir o recibir beneficios, como por ejemplo, integrar una determinada sala y que le acompañen sus colegas preferidos, viajes a cursos, licencias, etc. (p. 576)10. No hay que olvidar que el presidente de la Corte Suprema tiene total discrecionalidad para conformar las salas, obviando incluso la especialidad de los jueces (pp. 579-580)11.

Los audios del escándalo de corrupción judicial dan también cuenta de otro tipo de redes, la de los favores recíprocos entre algunos magistrados de la Corte Suprema. En el caso del juez supremo Martín Hurtado, por ejemplo, ello dio lugar a que la Junta Nacional de Justicia le aplicara una medida cautelar de suspensión provisional en el cargo de juez supremo por seis meses, pues este le pidió a César Hinostroza (que integraba otra sala) intervenir en el trámite de un expediente penal que iba a ser elevado a la Corte Suprema, coordinó con el ex juez supremo -a modo de favor- la contratación de personal CAS y atendió a una persona -a solicitud de Hinostroza- que, al parecer, era parte de o tenía interés en un proceso judicial (Resolución N° 136-2020-JNJ, de 20 de julio de 2020). Y este es solo un ejemplo de las distintas formas que puede adoptar la corrupción y las diferentes monedas de cambio utilizadas.

Como puede apreciarse, uno de los factores que podría explicar que no se encuentre una respuesta adecuada frente a la corrupción judicial es que está enquistada hasta en las instancias más altas del sistema de justicia. Por ello, el caso Los Cuellos Blancos del Puerto grafica perfectamente lo que Andrés (2003) denomina «la degradación criminal del poder» (p. 248). Ese enquistamiento también explicaría que la imagen corrupta del sistema de justicia contraste con la falta de datos duros sobre la corrupción judicial (Pásara, 2005, p. 106).

Vásquez distingue entre dos tipos de corrupción: el soborno y la extorsión. De acuerdo con el mencionado autor, «se soborna a un decisor cuando se le otorga un beneficio para que viole su obligación y se es extorsionado cuando se otorga a un decisor un beneficio para que cumpla con su obligación» (2005, p. 131). Tanto en el soborno como en la extorsión el motivo o causa de la decisión judicial es incorrecto (la obtención de un beneficio indebido).

La degradación criminal del poder es triplemente grave en el caso de la corrupción judicial. En primer lugar, porque, como sostenía Frank (1947), los jueces deben ser los guardianes de los valores (p. 1326) y están llamados a cumplir un rol relevante en la protección de los derechos fundamentales, pues, «en razón de su cargo o posición, tienen específicos deberes y responsabilidades que importan el cumplimiento y la protección de bienes constitucionales, como la correcta administración de justicia» (STC N° 2465-2004-AA/TC, § 13). En segundo lugar, porque el Poder Judicial es el mecanismo más importante de rendición de cuentas en una democracia, a donde se debe acudir en los casos más graves de corrupción. En tercer lugar, porque el juez debe ser un sujeto que goce de credibilidad social dado el importante rol que desempeña. A diferencia de lo que ocurre en el Perú, en los países en los que no hay severos problemas de corrupción judicial el Poder Judicial es visto por la opinión pública como el poder público llamado a atender los casos de corrupción (Andrés, 2003, p. 249), el único capaz de hacer frente a la corrupción política (Atienza, 2017, p. 226) o la instancia donde se puede rectificar la injusticia del proceso político (Fiss, 1999a, p. 142).

IV.2. Virtudes judiciales

El ejercicio de la función jurisdiccional, según Andrés (2012), tiene una inevitable dimensión de contrapoder frente a toda clase de injerencias, lo que explica que la independencia judicial sea considerada un valor incómodo (pp. 49 y 60). Por ello, en mi opinión, en los sistemas de justicia con problemas severos de corrupción, las virtudes judiciales no pueden pasarse por alto. Tales virtudes no solo contribuyen al cumplimiento de los deberes de imparcialidad e independencia (Atienza, 2017, p. 24), sino que son esenciales para enfrentar (y denunciar) los distintos tipos de injerencias.

Como afirma Camps (1990), las virtudes son rasgos de carácter aprendidos, «queridos» por la voluntad, un modo de ser individual (p. 22). Las virtudes son cualidades humanas que se adquieren (MacIntyre, 2001, p. 237), actitudes que se forman a lo largo del tiempo. De este modo, la ética de la virtud se centra en el carácter del agente moral (¿qué tipo de persona debo ser?), en la educación de los sentimientos para disponer a las personas hacia el bien a fin de hacer más digna la vida en común (Camps, 1990, p. 12; Atienza, 2017, p. 229). Se distingue de las éticas del deber pues estas proporcionan un catálogo preciso de nuestros deberes morales (deontologismo y consecuencialismo) (Farrell, 2003, p. 149) y en ellas la categoría central es el deber (Camps, 1990, p. 18). En la ética de la virtud las cuestiones relativas a los rasgos de carácter ocupan un lugar central pues atañen a lo que haría una «buena persona» (íntegra) en situaciones de la vida real (Pence, 1995, p. 348).

Las virtudes se ejercen en el contexto de prácticas; es decir, en el marco «de cualquier forma coherente y compleja de actividad humana cooperativa, establecida socialmente, mediante la cual se realizan los bienes inherentes a la misma» (MacIntyre, 2001, p. 233). MacIntyre distingue entre bienes externos y bienes internos. Los primeros son objeto de una competencia en la que hay perdedores y ganadores; y, si se logran estos bienes, son de propiedad y posesión del individuo (como el dinero o lo fama: cuanto más tenga alguien, menos hay para los demás). En cambio, los bienes internos son el resultado de competir en excelencia, pero su logro es un bien para toda la comunidad que participa en la práctica (p. 237). El ejercicio de las virtudes «tiende a hacernos capaces de lograr aquellos bienes que son internos a la práctica» (p. 237).

Según Atienza (2017), para ser un «buen juez» se requiere algo más que cumplir con las normas jurídicas (y no incurrir en responsabilidad civil, penal o administrativa), pues es preciso que se hayan «desarrollado profesionalmente ciertos rasgos de carácter que constituyen las virtudes judiciales» (p. 229). Siguiendo a MacCormick, Atienza propone algunos rasgos de carácter que deben poseer los jueces: buen juicio, perspicacia, prudencia (inteligencia práctica, saber cómo aplicar principios generales a las situaciones particulares), altura de miras, compasión y valentía. Se trata de rasgos de carácter o virtudes a las que el citado autor añade la templanza o autorrestricción, que entiende como la cualidad que debe disponer al juez a usar moderadamente el extraordinario poder del que está investido (p. 230).

En contextos de severa corrupción judicial, sin embargo, hay que hacer necesaria referencia a otra virtud más general: la honestidad. Cabe señalar que, según Dworkin (2014), uno de los sentidos que tiene la responsabilidad como virtud es el de la honestidad. Así, actúa de manera responsable quien rechaza un ofrecimiento (p. 133).

En el Perú es preocupante que la falta de virtudes se extienda a algunos de los jueces del más alto nivel, cuya conducta debería ser modélica y estimular en otros el desarrollo de virtudes. Los jueces supremos deberían ser modelos de excelencia, sobre todo para los que se inician en la carrera judicial. Como sugiere Atienza (2004), dado que se trata de rasgos de carácter que se forman o desarrollan a lo largo del tiempo, habría que pensar en el papel de las virtudes en la promoción de jueces a puestos superiores o al elegir a profesionales del derecho para tales puestos (p. 24), como sucede en el caso de los cargos de jueces superiores, jueces supremos o magistrados del Tribunal Constitucional12.

Evidentemente, las virtudes judiciales no reemplazan a los conocimientos del derecho y el juez debe saber lo que está haciendo cuando actúa virtuosamente. La persona virtuosa actúa sobre la base de un juicio racional (MacIntyre, 2001, p. 189).

Coincido con Vásquez (2005) en que desde el punto de vista interno del individuo, la educación y las convicciones morales orientadas por un sentido de honestidad, decencia y sentido de justicia, son también antídotos contra la corrupción (p. 144). Asimismo, como proponía González Amuchastegui (1999), se debe pensar en potenciar los mecanismos de adhesión al sistema para evitar que esta sea solo retórica, pues es uno de los puntos débiles de las democracias contemporáneas (p. 24). En esa medida, se requiere de ciertas virtudes que, como afirma Camps (1990), sean favorables al ejercicio de la democracia (pp. 23 y 30).

V. DISCRIMINACIÓN ESTRUCTURAL Y ARGUMENTOS ESTEREOTIPADOS

El derecho no rige en un mundo ideal. En nuestra región, su aplicación tiene lugar en contextos de discriminación estructural que pueden explicar en gran parte el porqué del uso de argumentos estereotipados en las decisiones judiciales.

La Corte IDH se ha referido a la discriminación estructural en varios casos, aunque no la ha definido13. Algo más ha avanzado el Comité sobre los derechos de las personas con discapacidad al señalar que dicha discriminación:

se manifiesta a través de patrones ocultos o encubiertos de comportamiento institucional discriminatorio, tradiciones culturales discriminatorias y normas y/o reglas sociales discriminatorias. La fijación de estereotipos de género y discapacidad nocivos, que pueden dar lugar a ese tipo de discriminación, está inextricablemente vinculada a la falta de políticas, reglamentos y servicios específicos para las mujeres con discapacidad. Asimismo, las prácticas nocivas están estrechamente vinculadas a las funciones asignadas a cada género y las relaciones de poder creadas por la sociedad, y las refuerzan, y pueden reflejar percepciones negativas o creencias discriminatorias sobre las mujeres con discapacidad (Observación General N° 3, 2016, § 17e)14.

Este tipo de situaciones se presentan cuando hay estructuras sociales de subordinación (Añón, 2013, p. 130) o formas persistentes de injustificada desigualdad en las que es posible identificar a grupos que se encuentran en una situación de desventaja, que es histórica y da lugar a la violación de derechos. Estas formas persistentes de subordinación u opresión están caracterizadas por ciertas condiciones como la carencia de poder, la explotación, la marginación o la violencia (Barrère Unzueta & Morondo Taramundi, 2011, p. 22). Alguna, o más de una de estas condiciones, están presentes en los casos en los que la Corte IDH se ha referido a la discriminación estructural.

No se trata, por tanto, de inconvenientes o perjuicios transito rios y fortuitos, sino de dinámicas de poder que llevan a la persistencia de la subordinación o desventaja (Añón, 2013, pp. 148-150). Por otro lado, los grupos no tienen que ser necesariamente minoritarios y, aunque trabajar con la categoría de grupo sea más problemático que hacerlo con la de individuo, ello no niega la importancia o validez de la idea (Fiss, 1999a, p. 139).

En los casos de discriminación estructural, el estatus de los miembros del grupo resulta determinado en parte por el estatus del grupo (Fiss, 1999a, p. 139), lo que explica que en relación a ellos se identifiquen patrones de comportamiento discriminatorios (que ni siquiera son siempre ocultos) y se fijen estereotipos que los impactan negativamente. Si bien el trato injusto es experimentado por personas indivi dualmente consideradas, la causa de ese trato «es que comparten o se les atribuyen unas características, rasgos o prejuicios propios de una colectividad» (Añón, 2013, p. 134). Barrère Unzueta y Morondo Taramundi (2011) utilizan el término «subordiscriminación» para aludir a actos de discriminación en sistemas de subordinación o dominación que se originan en «profundas injusticias enraizadas en normas y estereotipos que sufren algunos grupos, que estructuran al Estado y al mercado, y que no resultan necesariamente evidentes e intencionales» (p. 19). Para las mencionadas autoras, lo que se conoce como motivos o razones de la discriminación -como el género- son ejes, estructuras o categorías de un sistema de dominación sobre los que se construyen normas, estereotipos y roles (pp. 31 y 40).

En lo que respecta a las mujeres, la idea de grupo ha sido controvertida, pero una de las razones que permite considerarlas como tal es el hecho de que, por ejemplo, en materia de remuneraciones o de cargos de poder o responsabilidad, aparecen como grupo sistemáticamente infrarrepresentado (Añón, 2013, p. 133). Basta revisar las estadísticas sobre la presencia de las mujeres en puestos de poder político y en las altas cortes de justicia, o las remuneraciones en relación a los hombres con igual responsabilidad, para comprobar la situación de desventaja. Se afirma que el género es una cuestión de poder, de supremacía masculina y de subordinación femenina, pues quien lo detenta, de acuerdo a esa jerarquía, triunfa en la construcción de la percepción y realidad sociales (MacKinnon, 1991, pp. 386-387). El sistema patriarcal jerarquiza a los géneros, «creando desigualdad social donde sólo hay diferencia sexual» (Osborne, 1995, p. 500).

Según Raquel Osborne (1995), «el feminismo ha nacido de la contradicción entre la proclamación formal de unos principios y su negación en la práctica para las mujeres» (p. 500). Cuando se identifican argumentos estereotipados, no se debería obviar que los contextos de discriminación estructural facilitan su uso, pues en ellos esas prácticas discriminatorias se naturalizan o normalizan15. Es preciso recordar que la discriminación por motivos de género puede intersectarse con otros factores, como el origen étnico o la condición económica (Crenshaw, 1991).

Estereotipar por género, afirman Cook y Cusack (2010), no es necesariamente problemático per se, «sino cuando opera para eliminar las características, habilidades, necesidades, deseos y circunstancias individuales, de forma tal que se le niegan a las personas sus derechos y libertades fundamentales y se crean jerarquías de género» (p. 23). Tales autoras clasifican en cuatro los distintos estereotipos de género: de sexo, sexuales, sobre los roles sexuales y compuestos, que son los que se encuentran de forma implícita o explícita en el razonamiento de las cortes (pp. 29-34).

En los ejemplos que citaré a continuación interesan principalmente los estereotipos sexuales. Estos dotan a las mujeres y a los hombres de unas características y cualidades que sirven para demarcar las formas aceptables de sexualidad femenina y masculina; es decir, para establecer lo que la sociedad considera como comportamientos sexuales aceptables (Cook & Cusack, 2010, p. 31).

V.1. Algunos ejemplos

En la introducción de este artículo hice referencia al escándalo de corrupción judicial destapado en el año 2018, uno de cuyos protagonistas es César Hinostroza, el exjuez de la Corte Suprema. Como también señalé al inicio, hay un audio de una conversación telefónica en la que se escucha a este exmagistrado negociar presuntamente la sanción del violador de una niña de once años. Dado el impacto que ha tenido en el Perú el destape de la corrupción vinculada a la organización criminal Los Cuellos Blancos del Puerto, he seleccionado tres sentencias sobre violencia de género adoptadas -por unanimidad- por las salas que integró el citado exmagistrado en las que se identifican argumentos que refuerzan estereotipos de género.

Como he señalado anteriormente, el empleo de argumentos estereotipados en las decisiones judiciales puede explicarse por el contexto de discriminación estructural, pues quien detenta el poder se encarga de reforzar y naturalizar estereotipos y prácticas discriminatorias. Lo que llama la atención en el caso peruano es el uso instrumental, cínico, de tales estereotipos por parte de algunos magistrados de la Corte Suprema, quienes, además, adoptan las decisiones de manera unánime. Resulta también extraño que jueces que tienen una buena reputación firmen -junto a otros sin tal reputación- decisiones sustentadas en argumentos abiertamente irrazonables. La unanimidad en la adopción de decisiones podría obedecer a favores recíprocos entre los jueces, lo que vulneraría el principio de independencia judicial. En contextos de severa corrupción judicial, donde la moneda de cambio puede ser tan diversa, el uso de argumentos estereotipados y la unanimidad de las decisiones nos tienen que llevar a la sospecha, más aún tratándose de la máxima instancia del Poder Judicial.

El primer ejemplo es el Recurso de Nulidad N° 3303-2015-Lima (Segunda Sala Penal Transitoria de la Corte Suprema de Justicia) porque se ha especulado que podría ser la sentencia que resolvió el caso de violación sexual que fue objeto de la citada conversación telefónica, la misma que tuvo lugar el 4 de abril de 2018. Según Montoya (2019), el caso podría haber sido resuelto en la primera parte del 2018, pero, por una mala práctica de la Corte Suprema, que consiste en colocar en las sentencias una fecha anterior a la que corresponde al día en que realmente se vota el caso, la decisión de la Segunda Sala Penal Transitoria tiene como fecha el 24 de febrero de 2017 (p. 269). En cualquier supuesto, hay que insistir en que no es la única sentencia controvertida que el exmagistrado Hinostroza suscribió en casos de violencia de género.

La decisión judicial absolutoria de la Segunda Sala Penal Transitoria de la Corte Suprema, del 24 de febrero de 2017, resuelve el recurso de nulidad presentado contra la sentencia de la Primera Sala Penal para procesos con reos en cárcel de la Corte Superior de Lima, que condenó a Mauricio Faustino Huamaní Saldívar como autor del delito contra la libertad sexual, en las modalidades de violación sexual de menor de edad (artículo 173 del Código Penal)16 y de proposiciones sexuales a adolescentes (artículo 183-B del Código Penal)17. El ponente de la decisión absolutoria fue el exmagistrado César Hinostroza.

Los hechos, de acuerdo al Ministerio Público, son los siguientes. El acusado, Mauricio Faustino Huamaní Saldívar, captó por Facebook a la menor de 13 años, identificada con la clave N° 78-2014, iniciando una relación de amistad que se prolongó mediante llamadas telefónicas al celular de la agraviada y un encuentro para conocerse. El acusado citó a la agraviada por primera vez el 26 de marzo de 2014 para llevarla a un hotel, a lo que ella accedió; sin embargo, ella se negó a tener relaciones sexuales. No obstante, todo ese día y el siguiente, el procesado la obligó a mantener relaciones. La agraviada se volvió a encontrar con el acusado el 31 de marzo de 2014, quien la llevó a otro hotel donde mantuvieron relaciones sexuales hasta el día siguiente. Finalmente, el 2 de abril de 2014, la agraviada salió de su casa para encontrarse con el acusado, pero en esta oportunidad fue seguida por su tío. La menor se encontró con el acusado, quien la condujo a un hotel; pero, gracias a la intervención de un policía, el acusado fue conducido a la Dirección de Investigación Criminal de la Policía.

La Primera Sala Penal para procesos con reos en cárcel de la Corte Superior de Lima sancionó al acusado por el delito contra la libertad sexual -en las modalidades mencionadas- sobre la base de: a) la declaración de la menor, en presencia del Ministerio Público, en la que de manera enfática declaró que había sido víctima de violación sexual por parte del acusado (acta de entrevista única); b) el certificado médico legal, que concluyó que la agraviada tenía aproximadamente 13 años, que presentaba desfloración antigua y actos contra natura antiguos; c) un acta de reconocimiento fotográfico donde se aprecia que el 26 de marzo de 2014 el acusado entró al hotel con la agraviada; y d) una pericia psicológica que concluía que la agraviada presentaba indicadores de afectación emocional por experiencia traumática de tipo sexual.

En su declaración preliminar, el acusado admitió «haber contactado con la agraviada» y haber mantenido relaciones sexuales en dos oportunidades, pero con su consentimiento. Como el artículo 173° del Código Penal protege la indemnidad sexual, el consentimiento de los menores de 14 años es irrelevante. Por ello, el acusado alegó error de tipo al no haber tenido conocimiento de la edad de la agraviada al momento de tener relaciones sexuales18. Sin embargo, la Primera Sala Penal para procesos con reos en cárcel de la Corte Superior de Lima afirmó que tal alegación carecía de respaldo porque, de acuerdo al certificado médico legal, el desarrollo corporal, los caracteres sexuales secundarios y la dentición de la agraviada correspondían a una menor de aproximadamente 13 años, «lo que sin dudas ha sido observado por el acusado desde el primer momento que vio a la víctima». Asimismo, la citada sala penal sostuvo que según las características que presentaba la víctima (que se podían constatar en la ficha de denuncia policial por desaparición, donde constaba su foto), esta aparentaba incluso tener menos de 13 años.

No obstante, la Corte Suprema absolvió al acusado. Llama la atención que al inicio de la fundamentación, la corte señale que el artículo 173 del Código Penal protege la «falta de padecimiento o involucramiento en cualquier contacto sexual» (fundamento cuarto del Tribunal Supremo). ¿Qué quiere decir esto? ¿Que en los otros casos las víctimas de violación sexual deben padecer o que si una adolescente está involucrada con el agresor ya no puede ser víctima? ¿No se refuerza con este tipo de argumentos los estereotipos sexuales de que las víctimas de violación oponen una resistencia heroica, no están involucradas -sexual o sentimentalmente- con los agresores y sufren violencia física necesariamente? Como afirma el Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer, el uso de estereotipos de género afecta la credibilidad de las declaraciones de las mujeres (Recomendación General N° 33, 2015, § 26).

Para absolver al acusado del delito de violación sexual, la Corte Suprema debía sustentar que sí se trataba de un error de tipo. Para ello, la citada corte señaló, entre otras cosas: a) que según el acta de entrevista única, la segunda vez que fueron al hotel, el cuartelero tocó la puerta de la habitación donde se encontraban el acusado y la agraviada, preguntándole a esta si era menor de edad, a lo que ella respondió que tenía 16 años y que el DNI lo había dejado en su casa, cosa que el cuartelero creyó (con lo que la Sala Penal Transitoria de la Corte Suprema da a entender que la menor sí aparentaba tener más de 13 años). Y b) que el médico legista había examinado superficialmente a la paciente; por lo tanto, no se trataba de una prueba idónea para acreditar la edad real de la menor (lo que se debió determinar con una prueba psicosomática). Sin embargo, la citada sala de la Corte Suprema no desvirtuó la pericia psicológica, según la cual la agraviada presentaba indicadores de afectación emocional por experiencia traumática de tipo sexual, ni hizo mención alguna a la foto de la ficha policial en la que, según la Primera Sala Penal para procesos con reos en cárcel, se advertía que la agraviada aparentaba tener incluso menos de 13 años. Tampoco justificó por qué un cuartelero de un hostal tiene elementos para evaluar la apariencia de una adolescente, mientras que un médico legista carece de ellos.

Por otro lado, la Corte Suprema también absolvió al acusado del delito tipificado en el artículo 183-B del Código Penal (proposiciones sexuales a adolescentes), sustentando la absolución en otro estereotipo de género. Para ello, interpretó -sin ningún fundamento- que, para que se configure el delito, el sujeto activo debe ser quien inicie el contacto. De esta manera, sostuvo que el Ministerio Público no había reunido material probatorio suficiente e idóneo para demostrar lo señalado y que, más bien, el acusado había declarado que la agraviada lo había contactado, pero que él había eliminado las conversaciones.

Tal como se aprecia de la lectura del artículo 183-B, el tipo penal no exige que el sujeto activo sea quien contacte primero a la menor. Incluso, en el supuesto de que la menor hubiera sido quien contactó al acusado, ¿haber tenido la iniciativa la excluye de la protección penal? ¿El involucramiento con el agresor la excluye de esa protección? Como es evidente, la decisión de la Segunda Sala Penal Transitoria de la Corte Suprema emplea un argumento estereotipado que se basa en un prejuicio de género (una adolescente que toma la iniciativa no puede ser víctima), el mismo que no parece ser inconsciente. A pesar de los argumentos estereotipados, de la finalidad de las normas en esta materia (la protección de la indemnidad sexual) y de lo estipulado claramente en el artículo 183-B del Código Penal, la sentencia fue adoptada por unanimidad.

El segundo caso es el Recurso de Nulidad N° 269-2017-Junín, fechado el 23 de abril de 2018, mediante el cual se absolvió a Medarno Paulino Oré, profesor de colegio acusado de violar a su alumna, a quien habría llamado al salón de clases mientras se llevaba a cabo la formación escolar en el patio de la institución educativa. El ponente fue también César Hinostroza. Ni la edad de la víctima ni la del acusado figuran en la decisión judicial. A partir de las sanciones establecidas en los artículos citados en la sentencia -en función a la edad de la víctima- (Código Penal, arts. 173, inc. 1, y 176-A, inc. 3), se deduce que la menor tenía 10 años (fundamentos quinto y séptimo del Tribunal Supremo). ¿Es la omisión del dato sobre la edad de la niña -presunta víctima de un delito de violación sexual- un simple olvido? ¿Ninguno de los otros cuatro magistrados de la sala advirtió esa omisión?

Uno de los argumentos en los que se fundamentó la absolución del acusado fue que:

desde un plano de logicidad, el relato de la presunta agraviada, linda con lo fantasioso, toda vez que por máximas de la experiencia, el delito de violación sexual siempre es clandestino, y el agresor evitará dejar huellas o vestigios del hecho punible; por lo que no es verosímil, que el sexo oral denunciado por la presunta víctima, se haya cometido en horas de la mañana, en un salón de clases dentro de un centro educativo, cuando alumnos y profesores están reunidos para iniciar las clases del día; tal como ha denunciado dicha agraviada (R.N. N° 269-2017-Junín, fundamento 18).

Los magistrados de la Corte Suprema saben que lo que caracteriza a las violaciones sexuales es que suelen ocurrir sin testigos, como pudo haber sucedido precisamente en este caso en el que el profesor aprovecha la formación escolar para llamar a su alumna a un salón de clases donde solo estaban los dos (fundamento sexto). ¿Hacer alusión a lo fantasioso no refuerza más bien el estereotipo de que las víctimas de estos delitos mienten frecuentemente? ¿Ninguno de los magistrados pudo advertir que lo señalado por la víctima era compatible con las circunstancias en las que suelen ocurrir las violaciones sexuales?

El tercer caso es el de una sentencia que absolvió a una acusada del delito de trata de personas (R.N. N° 2349-2014-Madre de Dios), fechada en enero de 2016, cuando el entonces juez Hinostroza formaba parte de la Sala Penal Transitoria de la Corte Suprema. De acuerdo con esa sentencia, poner a trabajar a una adolescente de 15 años -captada en un lugar y trasladada a otro en Madre de Dios- por trece horas diarias, bebiendo licor en un bar y haciendo pases (relaciones sexuales) con los clientes, no constituía trata de personas (modalidades de explotación laboral y sexual), ya que no era un trabajo que agotara la fuerza laboral ni la intención primigenia de la captación había sido la explotación sexual. El tipo penal vigente al momento de los hechos no admitía este tipo de interpretaciones (artículo 153 del Código Penal), pero la sentencia fue adoptada por unanimidad19. Se trata, por el contario, de argumentos abiertamente irrazonables, cínicos, que desprotegen a las víctimas de trata y refuerzan el estereotipo de que las mujeres son objetos sexuales de los hombres. Es más, si se compara la sentencia de este caso (R.N. N° 2349-2014-Madre de Dios) con otra sentencia sobre el mismo delito, pero expedida por una sala diferente de la Corte Suprema (R.N. N° 1610-2018-Lima), no parecen únicamente decisiones de países distintos, sino de planetas distintos. Como es obvio, la predictibilidad judicial es inexistente, por no hablar de la afectación a la imparcialidad judicial o de los efectos destructivos para con el ordenamiento jurídico.

En el mes de diciembre de 2016, Hinostroza fue ponente en otro caso de violencia de género (lesiones graves por violencia familiar), que fue muy mediático pues la víctima pertenecía al medio artístico (R.N. N° 1969-2016-Lima Norte). En aquella oportunidad, la Corte Suprema sancionó al agresor y en la fundamentación de la sentencia se argumentó que la violencia contra la mujer era uno de los hechos más execrables, que era un fenómeno transversal a todos los ámbitos de la colectividad y que era necesario actuar de manera efectiva frente a las denuncias. Sin embargo, al poco tiempo (R.N. N° 3303-2015-Lima, del 24 de febrero de 2017), Hinostroza parecía un juez distinto.

VI. CONCLUSIONES

Los ordenamientos jurídicos incorporan valores en la forma de derechos. Por ello, el derecho no es neutro en el sentido de avalorativo; más bien, impone límites de naturaleza sustantiva, impidiendo que la motivación judicial sea discriminatoria, como sucede cuando emplea argumentos estereotipados. Tales argumentos violan no solo el principio de igualdad, sino el principio de imparcialidad judicial, que exige que los jueces resuelvan las controversias desde el derecho, libres de prejuicios o sesgos.

Los argumentos estereotipados se explican por el contexto de discriminación estructural en el que se aplica el derecho; sin embargo, en países como el Perú, el uso instrumental de tales argumentos también podría explicarse por la severa corrupción judicial (y las diferentes monedas de cambio). Esta socava de una manera decisiva la credibilidad de los jueces y tiene un efecto destructivo en el sistema normativo al reemplazar los fines y valores del ordenamiento jurídico por otros diferentes. Pensar en la importancia de las virtudes judiciales -como la honestidad y la autorrestricción- resulta crucial, pues ellas son esenciales para enfrentar la corrupción, lo que contribuye, finalmente, a garantizar la igualdad y el cumplimiento de los derechos en su conjunto.

El Perú, sostenía Quiroz (2013), es un país profundamente afectado por una corrupción sistémica, tanto en su pasado lejano como reciente (p. 39). Y lo peor es que, como afirma Garzón Valdés (2004), la importancia de la corrupción no radica en la magnitud del fenómeno, sino en su carácter de síntoma de males más graves y profundos (p. 16). El de la desigualdad es sin duda uno de ellos. De ahí que sea imperativo combatir los estereotipos o prejuicios de género que se manifiestan de manera tan evidente -y muchas veces cínica- en las decisiones judiciales, y que ofenden el compromiso de la judicatura con criterios de corrección sustantiva. La igualdad, como dice Fiss (1999b), es una de las vigas centrales del ordenamiento jurídico, es «arquitectónica» (p. 23).

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1Al respecto, ver IDL-Reporteros (2018a, 2018b).

2Ver Ahora (2018).

3César Hinostroza fue destituido del cargo de vocal supremo por infracción a la Constitución mediante Resolución Legislativa del Congreso N° 04-2018-2019-CR, publicada en el Diario Oficial El Peruano, sección Normas Legales, el 6 de octubre de 2018.

4Ver Ríos (2015). Cabe señalar que Walter Ríos fue detenido el 15 de julio de 2018 y permanece en prisión preventiva.

5Ver IDL-Reporteros (2018c).

6Como señala Atienza (2017), las normas (reglas) presuponen juicios de valor pues son el resultado de ponderaciones de valores; no puede, por tanto, trazarse una separación radical entre normas y valores (pp. 207-208). Los valores, como los principios de dignidad, igualdad o imparcialidad, son también susceptibles de una justificación objetiva, racional (p. 215).

7Según Aguiló (1997, p. 74; 2009, p. 29), las exigencias normativas de los principios de independencia e imparcialidad no deben ser reducidas a las garantías para facilitar su ejercicio, como la inamovilidad, el autogobierno o la posibilidad de recusación o inhibición. El caso de los exmagistrados César Hinostroza y Walter Ríos, ambos jueces titulares, confirma la tesis de Aguiló.

8La Corte IDH se ha referido a las decisiones judiciales que se sustentan en estereotipos de género (Atala Riffo y Niñas vs. Chile, 2012, §§ 124-126 y 146; Gutiérrez Hernández vs. Guatemala, 2017, § 173), a la utilización de estereotipos en la investigación y el juzgamiento (Véliz Franco vs. Guatemala, 2014, § 209; Velásquez Paiz y otros vs. Guatemala, 2015, §§ 181-191 y 200; Gutiérrez Hernández vs. Guatemala, 2017, §§ 170, 175 y 184; López Soto y otros vs. Venezuela, 2018; §§ 215, 220, 231-232, 236, 240-257 y 278; Azul Rojas Marín y otra vs. Perú, 2020, §§ 181 y 199-202), y a la valoración de la prueba y las nociones estereotipadas sobre las víctimas de violencia de género (Gutiérrez Hernández vs. Guatemala, 2017, § 209).

9De acuerdo a la interpretación que Alexy (2008) realiza sobre el punto de vista interno de Hart, se trata de quien adopta la perspectiva del participante; es decir, de «quien en un sistema jurídico participa en una argumentación respecto de lo que está ordenado, prohibido, permitido en ese sistema jurídico» (p. 368). Para Alexy, en el centro de la perspectiva del participante se halla el juez, quien debe decidir correctamente. En cambio, adopta la perspectiva del observador quien se pregunta cómo se decide realmente en un determinado sistema jurídico en lugar de cuál es la decisión correcta.

10Sobre las redes de favores recíprocos, puede escucharse el audio en TVPerú Noticias (2018, 13 de julio).

11Para escuchar los audios, ver TVPerú Noticias (2018, 22 de julio; 2018, 7 de agosto).

12Sobre el presunto nombramiento de un fiscal a cambio de «10 verdecitos», puede escucharse uno de los audios de Walter Ríos en TVPerú (2018, 10 de julio).

13Véanse los casos González y otras —«Campo Algodonero»— vs. México (2009, §§ 208, 398, 401 y 450), Atala Riffo y Niñas vs. Chile (2012, §§ 92 y 267), Azul Rojas Marín y otra vs. Perú (2020, § 90) y Trabajadores de la Hacienda Brasil Verde vs. Brasil (2016, § 343).

14También pueden verse la Observación General N° 20 del Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (2009, § 8b, 12 y 39), la Recomendación General N° 34 del Comité para la Eliminación de la Discriminación Racial (2011, § 6), la Recomendación General N° 30 del Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer (2013, § 77), y la Recomendación General N° 33 del Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer (2015, § 3).

15Véase la Recomendación General N° 33 del Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer (2015, § 3).

16«Artículo 173° del Código Penal.- El que tiene acceso carnal por vía vaginal, anal o bucal o realiza cualquier otro acto análogo con la introducción de un objeto o parte del cuerpo por alguna de las dos primeras vías, con un menor de catorce años, será reprimido con pena de cadena perpetua».

17«Artículo 183-B. Proposiciones a niños, niñas y adolescentes con fines sexuales.- El que contacta con un menor de catorce años para solicitar u obtener de él material pornográfico, o para proponerle llevar a cabo cualquier acto de connotación sexual con él o con tercero, será reprimido con pena privativa de libertad no menor de seis ni mayor de nueve años. Cuando la víctima tiene entre catorce y menos de dieciocho años, y medie engaño, la pena será no menor de tres ni mayor de seis años En todos los casos se impone, además, la pena de inhabilitación conforme al artículo 36, incisos 1, 2, 3, 4, 5, 6, 8, 9, 10 y 11».

18«Artículo 14 del Código Penal.- El error sobre un elemento del tipo penal o respecto a una circunstancia que agrave la pena, si es invencible, excluye la responsabilidad o la agravación. Si fuere vencible, la infracción será castigada como culposa cuando se hallare prevista como tal en la ley».

19«Artículo 153 del Código Penal.- El que promueve, favorece, financia o facilita la captación, transporte, acogida, recepción o retención de otro, en el territorio de la República o para su salida o entrada del país, recurriendo a: la violencia, la amenaza u otras formas de coacción, la privación de libertad, el fraude, el engaño, el abuso del poder o de una situación de vulnerabilidad, o la concesión o recepción de pagos o beneficios, con fines de explotación, venta de niños, para que ejerzan la prostitución, o someterlo a esclavitud sexual u otras formas de explotación sexual, obligarlo a mendigar, a realizar trabajos o servicios forzados, a la servidumbre, la esclavitud o prácticas análogas a la esclavitud u otras formas de explotación laboral, o extracción o tráfico de órganos o tejidos humanos, será reprimido con pena privativa de libertad no menor de ocho ni mayor de quince años. La captación, transporte, traslado, acogida, recepción o retención de niño, niña o adolescente con fines de explotación se considerará trata de personas incluso cuando no se recurra a ninguno de los medios señalados en el párrafo anterior».

Recibido: 12 de Noviembre de 2020; Aprobado: 15 de Marzo de 2021

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