INTRODUCCIÓN
El debate entre garantismo y publicismo ha sido un tema recurrente en el derecho procesal civil1; no obstante, pese a los grandes esfuerzos teóricos que se han realizado al respecto, parece que todavía continúa siendo necesario llevar adelante trabajos con una pretensión aún más analítica, a fin de centrar debidamente el objeto del debate.
En ese sentido, a partir de la identificación de diversas posiciones defendidas por algunos juristas contemporáneos, en el presente trabajo buscamos identificar tres discursos diferentes bajo los cuales se podría abordar el debate publicismo/garantismo en el contexto del derecho procesal, a fin de evidenciar que cada uno presenta características particulares, premisas diferentes y, también, conclusiones que no necesariamente son compatibles entre sí. En efecto, no es poca la cantidad de juristas que han abordado este debate asumiendo uno, dos o los tres discursos, e inclusive alternando entre teorías descriptivas y prescriptivas. Para ello, emplearemos un método fundamentalmente analítico, sin comprometernos con ninguno de los modelos descritos.
Defenderemos una propuesta de enmarcar el debate a nivel del discurso filosófico a partir de la identificación de dos premisas de teoría política que son las que caracterizan a los modelos del publicismo y el garantismo: la función del Estado y la función del proceso. En cuanto a la función del Estado para el modelo publicista, este debe desempeñarse como un prestador a fin de tutelar los derechos fundamentales/garantías procesales y, para ello, el proceso pasa a ser visto como herramienta de la jurisdicción para concretar sus fines. Por su parte, en el caso del modelo garantista, la función del Estado reside fundamentalmente en abstenerse de afectar derechos fundamentales/garantías procesales y, por ello, el proceso, lejos de ser un instrumento del poder jurisdiccional, se orienta fundamentalmente a controlarlo, pasando a configurarse como una garantía del ciudadano.
TESIS PUBLICISTAS Y GARANTISTAS
En el debate publicismo/garantismo es posible encontrar diversas tesis similares entre sí, pero inclusive en una misma corriente es posible identificar posturas contradictorias. Estas tesis se distribuyen a lo largo de la historia del derecho procesal, desde sus orígenes en el siglo XIX hasta la época actual. Sin perjuicio de que más adelante procuremos esclarecer las diferencias entre uno y otro modelo (que, a nuestro juicio, reside en el marco del discurso «filosófico»), a continuación describiremos brevemente las tesis de algunos autores que, desde nuestro punto de vista, son relevantes para comprender este fenómeno.
Cândido Dinamarco (2013)2 desarrolla una tesis sobre la jurisdicción y el proceso que reivindica ideales en donde se aprecia un nítido privilegio del papel del Estado, defendiendo que la teoría del derecho procesal debe reubicar su centro de atención hacia la jurisdicción y, así, dejar de trabajar a partir de la acción, entendido esto como reminiscencia de un modelo privatístico ya superado (pp. 90 y ss.). Con ello, el Estado, mediante la función jurisdiccional, cumpliría diversos fines u objetivos que, según Dinamarco, son sociales, políticos y jurídicos -destacando que son «sus» fines (pp. 90-91)-; y que ni siquiera el proceso podría cumplir un rol central dado que
no es una fuente sustancial ni un blanco de convergencia de las ideas, principios y estructuras que integran la unidad del derecho procesal. Dentro de un sistema que en sí mismo es instrumental, [el proceso] es el instrumento por excelencia, prestándose al ejercicio de una función que también está al servicio de ciertos objetivos (exteriores al sistema) (p. 93).
De esta forma, el proceso pasa a ser entendido, desde una perspectiva teleológica, como «instrumento» para alcanzar aquellos objetivos, siendo, por tanto, una herramienta al servicio del poder público para cumplir con sus fines3.
Las premisas de teoría política no están ocultas en la tesis de Dinamarco: él parte de una doctrina (de gran apogeo en el siglo XIX) según la cual la sociedad no existiría antes del Estado. Este, a través de las leyes, les otorga derechos a sus ciudadanos, mientras que estos -según la interpretación de Georges Abboud y Rafael Oliveira (2008)- serían súbditos del poder estatal que nada podrían hacer para evitar tal sumisión4. De ahí que el juez, encomendado con la misión de realizar los fines del Estado para sus ciudadanos y lograr la efectividad de las decisiones, deba poseer amplios poderes de dirección, instrucción y, en el contexto de la decisión judicial, podría llegar al punto de dejar de lado a la disposición legal y privilegiar los valores de la nación y el sentimiento de justicia (Dinamarco, 2013, pp. 335-351).
De otro lado, Carlos Alberto Alvaro de Oliveira (2010) caracteriza a su propia teoría del proceso (denominada por él como «formalismo-valorativo») como una fase siguiente al instrumentalismo «dinamarquiano» a partir de tres aspectos generales: a) la jurisdicción no tiene un papel meramente declarativo, sino más bien uno reconstructivo del ordenamiento jurídico; b) la relación entre proceso y Constitución trasciende a la positivización de las garantías procesales, puesto que exige que el propio proceso sea pensado a partir de los valores de la efectividad y seguridad, y desde los derechos fundamentales; y c) la jurisdicción no debe estar en el centro de la teoría del proceso pues ignora el papel que tienen la participación y la cooperación entre los sujetos procesales (pp. 20-23). En ese sentido, el autor parte de resaltar el importante papel que cumple el «formalismo», entendido como el conjunto de formas y formalidades de los actos procesales y las propias situaciones jurídicas de los sujetos (o sea, el propio procedimiento), en el equilibro y delimitación de la discusión entre los sujetos del proceso, dado que impide que el proceso sea libremente conformado por el juez y asegura el ejercicio de los poderes de las partes (pp. 28-30). El formalismo, pues, trasciende a la mera técnica y se constituye como una restricción al poder estatal y, por tanto, una garantía de libertad (pp. 87 y ss.).
Alvaro de Oliveira (2010) defiende la idea de que el formalismo procesal no es un cúmulo de reglas adoptado arbitrariamente por el legislador, sino que su estructura está condicionada por ciertos valores a partir de elecciones políticas, reflejando cómo el Estado considera el derecho y la justicia (p. 94). Pero, de la misma manera, defiende que «debe» estar axiológicamente orientado por los valores que emergen de los factores histórico-culturales (pp. 93) que, a su vez, dan paso a los derechos fundamentales5. El autor deja muy claro que el proceso no constituye un fin en sí mismo y, por tanto, que tiene un «carácter esencialmente instrumental» (p. 262). De esa manera, el fin del proceso, según dice, no se debe limitar a buscar la realización del derecho material, sino más bien lograr la justicia material y la paz social (los dos grandes valores que orientan la función de la jurisdicción), siempre según las particularidades del caso concreto. Finalmente, para el autor los problemas entre formalismo y justicia deben resolverse de conformidad con el «sentimiento de justicia» del juez, lo cual, a su vez, conduce a que el juez aplique la equidad, sea extra legem, secundum legem o, inclusive, contra legem.
Por su parte, Luiz Guilherme Marinoni (2006) elabora una teoría de la jurisdicción de la cual extrae diversas consecuencias para una teoría del proceso. El autor sostiene que, en el contexto del Estado constitucional, la jurisdicción no se limita más a tener una función declaratoria ni a crear la norma individual (algo propio del principio de supremacía de la ley y del «positivismo acrítico»), sino que ahora tiene por función proteger los derechos, en especial los derechos fundamentales y, aun de manera más particular, el derecho del ciudadano de obtener tutela jurisdiccional para sus derechos (pp. 138-142)6. A partir de ahí, según este autor, se reconfigura el papel del juez y la función del proceso. El Estado-juez, además de construir la norma jurídica para resolver el caso, debe tutelar el derecho material reconocido adecuando el procedimiento legalmente diseñado, supliendo lagunas normativas y empleando cualquier técnica procesal que tenga a su disposición para efectivizar dicha protección según las particularidades del caso concreto (pp. 142 y ss.)7. En el caso de la función del proceso, este se consagra con mayor énfasis como un instrumento de la jurisdicción para la protección de derechos, el cual debe tener por característica fundamental que el estar estructurado a la luz de los derechos fundamentales y que el poder jurisdiccional sea ejercitado de forma democrática y legítima, lo cual solo podría lograrse a través de la promoción de la participación de las partes en el procedimiento (pp. 415 y ss.). Concretamente, para Marinoni, el proceso en el marco del Estado Constitucional es entendido como «el procedimiento que, adecuado a la tutela de los derechos, otorga legitimidad democrática al ejercicio del poder jurisdiccional» (p. 414).
De lo reseñado hasta el momento, en estas tesis se puede verificar que, si bien cada una posee matices que las diferencian entre sí, existe un punto común a todas ellas: la idea del proceso como «instrumento» para el cumplimiento de los fines «del» Estado (aplicación del derecho, justicia material, paz social, tutela de los derechos, etc.).
Existen autores cuyas tesis rechazan las posturas anteriormente referidas, aunque no es fácil encontrar auténticas «teorías sobre el proceso». Es más, estos autores parten de premisas muy distintas entre sí e, inclusive, emprenden metodologías de trabajo bastante particulares.
A modo de ejemplo, tenemos a Franco Cipriani (2003a; 2003b; 2003c; 2003d; 2006), cuyo propósito, más allá de crear una auténtica teoría, fue desenmascarar ideológicamente al Codice di Procedura Civile (CPC) italiano de 1940, analizando las bases históricas e ideológicas que subyacen a ese cuerpo normativo para concluir que es antiliberal, autoritario y fascista (2006, pp. 59-60)8. Por su parte, Juan Montero Aroca (2001), como profundo seguidor de Cipriani, también elabora de un análisis histórico-comparativo para identificar las ideologías inspiradoras de ciertos ordenamientos jurídicos, como es el caso del propio Codice di Procedura Civile de 1940 y la Ley de Enjuiciamiento Civil española9. El discurso de Montero Aroca (2006) también está lejos de buscar construir una «teoría del proceso» y se orienta, más bien, a elaborar una serie de críticas contra las legislaciones y un sector de la doctrina, centrándose en el rol de la «ideología» en el derecho procesal10; más específicamente, en el aumento de los poderes del juez, criticando la intención de ocultar las preferencias políticas a través de decisiones técnicas (p. 148).
Un discurso distinto, aunque manteniendo el mismo rechazo hacia la posición contraria, es el de Adolfo Alvarado Velloso (2005). El modelo que él defiende -concebido como un tertium genus entre los viejos modelos clásicos de dispositivismo e inquisitivismo (p. 306)- entiende al proceso a partir de dos perspectivas que podríamos llamar «funcional» y «estructural»: a) funcionalmente, el proceso es una garantía en sí mismo, consagrada por la Constitución para la defensa de las libertades de las personas; y b) estructuralmente, el proceso es un método de «discusión dialógica» cuya «causa» es el conflicto intersubjetivo y su «razón de ser» es la erradicación, la fuerza ilegítima para promover la paz social (2009, p. 25; 2013, p. 14). Esto sería, según este autor, el modelo que guardaría mayor conformidad con la Constitución y que favorecería en mayor medida las garantías procesales como la imparcialidad, la independencia y la igualdad11.
Estas tesis no se agotan con lo descrito hasta el momento, pues existen otras que parten de premisas diferentes y, además, se caracterizan por explicitarlas. Nos referimos al así llamado «garantismo brasileño», dentro del cual destaca Eduardo José da Fonseca Costa. El autor construye una teoría del garantismo calificada por él como una «teoría dogmática» (2019a), remitiéndose al concepto de «dogmática» defendido por Tércio Sampaio Ferraz Jr.12. Esta precisión conduce a la teoría de Costa, llamada por él de «garantística» (2018a). Se trata de una teoría sofisticada que parte del entendimiento del constitucionalismo como un fenómeno jurídico y político que, a su vez, se asienta en una tesis de teoría política que ve al poder (público) como algo que debe ser limitado a partir de su triple fraccionamiento horizontal (check and balances) y, a nivel vertical, mediante las «garantías»13. Dado que se trata de una lectura histórico-filosófica del constitucionalismo, la garantística es una «constitucionalística especializada en las garantías de los ciudadanos» que reclama la necesidad de una estructuración conceptual de plantear bases metodológicas para una teoría de la interpretación específica y de fórmulas prácticas para la efectivización de las garantías («analítica garantística», «hermenéutica garantística» y «pragmática garantística», respectivamente).
Por cierto, Costa no es el único procesalista que, para defender sus visiones sobre el derecho procesal, procura trazar (e incluso edificar) con bastante claridad sus premisas filosóficas e, inclusive, buscar elaborar una teoría propia. Roberto González Álvarez es otro ejemplo. Este autor tiene como pretensión explicar cómo sería posible compatibilizar las ideas de eficientismo y garantismo; y, partiendo de esa preocupación, construye una teoría del modelo constitucional del proceso (que él denomina «neoprocesalismo»), aunque partiendo de las premisas filosóficas del «integrativismo trialista» elaborado por Werner Goldschmidt. González Álvarez (2013) señala que el objeto de derecho es la «interacción litigiosa eficaz» a partir del análisis ontológico de la eficacia, la efectividad y la eficiencia, pasando por distinguir a las dimensiones de finalidad (teoría de justicia), fundamentalidad (teoría del neoconstitucionalismo y del garantismo) y funcionalidad (la teoría del eficientismo, que envuelve al análisis económico del derecho y a la argumentación jurídica). Todas estas, a su vez, están enfocadas a partir del propio modelo integrativista. El concepto de «eficacia» es clave para este autor, pues expresa cómo es que el derecho aspira a justificarse racionalmente, para lo cual no se limita a «describir» la interacción humana, sino que también la dota de una finalidad, conjugando el plano óntico (descripción del ente, a cargo de la teoría del derecho) con el ontológico (prescripción de lo que el ente debe ser, a cargo de la filosofía del derecho) (pp. 42 y ss.). Todo ello sirve para dar soporte a los conceptos de «garantismo» y «neoconstitucionalismo» que González Álvarez desarrolla posteriormente.
Pasando al plano político-constitucional, bajo la perspectiva de González Álvarez (2013), el neoconstitucionalismo también es analizado «trialísticamente». En ese análisis, su eficacia está dada por la justicia (que comprende dignidad y libertad), su efectividad está asegurada por un catálogo de derechos fundamentales/principios y su eficiencia depende de la existencia de límites al poder público, que generan el contenido de los derechos fundamentales y la actuación de las garantías (pp. 305 y ss.). Precisamente en ese contexto es que surge el «garantismo», entendido por González Álvarez como una «teoría de la efectividad de los derechos fundamentales» (por tanto, en un plano superior al derecho procesal) y, a su vez, también susceptible de ser analizado desde una perspectiva trialista. Todo esto, aplicado al derecho procesal, revela que el proceso no es propiamente visto como una garantía, sino como un «método sistémico de interacción principal eficaz» donde interactúan los sujetos y los principios fundamentales (p. 230)14. Así, González Álvarez reelabora el concepto de «principio» para entender a los «principios fundamentales» como una estructura compleja que, a su vez, comprende en su contenido a los derechos, las garantías y también a las normas que los reconocen (por ejemplo, de acuerdo con este autor, el «principio de acción» contiene al «derecho de acción» y a las correlativas «garantías» de jurisdicción, tutela jurisdiccional y debido proceso) (pp. 230 y ss.)15. Esta conjunción de ideas y teorías, afirma el autor, acabaría superando tanto el dispositivismo como el publicismo, dando paso a una teoría neoconstitucionalista/garantista (pp. 33, 156, 221, 251 y 334 ), aunque muy diferente, por ejemplo, de las tesis tradicionales del garantismo y, también, de la teoría de Eduardo José da Fonseca Costa.
Pues bien, luego de esta breve reseña de tesis (que bien podrían clasificarse como publicistas y garantistas sin perjuicio de lo que diremos más adelante), pasaremos a abordar los discursos «histórico, filosófico e institucional»16. La importancia de esta tripartición radica en la necesidad de que cualquier debate entre garantismo y publicismo esté libre de superponer estos tres discursos sin realizar una debida diferenciación entre ellos. Pero, además, como hemos advertido, distinguirlos también contribuye a delimitar con mayor claridad las premisas teórico-políticas de ambos modelos.
DISCURSO HISTÓRICO
El discurso histórico (que puede llegar a ser, más precisamente, historiográfico) se caracteriza por describir los principales modelos existentes a partir de la identificación de las características más relevantes de las legislaciones y de la doctrina del pasado17.
Una aproximación muy típica en el contexto del debate entre garantismo y publicismo es distinguir entre dos grandes modelos o vertientes partiendo del criterio de la división del trabajo entre el juez y las partes, vinculado a la ideología subyacente a la época18. Así, una primera vertiente, desarrollada fundamentalmente en Francia, parte de premisas filosóficas del liberalismo de los siglos XVIII y XIX, en donde la importancia de la autodeterminación del individuo ante el Estado y la libertad contractual llevaron a visualizar a la ley como el único límite para la restricción de la autonomía de las personas, sobre todo en lo concerniente a la rama del derecho privado. De esta forma, en el ámbito del proceso civil, habiendo nacido el conflicto de una relación meramente privada, se entendía que el medio para su resolución también debía ser estrictamente privado. Un ejemplo de esto puede ser apreciado en el Code de Procédure Civile de 1806, que autorizó a las partes a fijar plazos, formas y modos de realización de los actos procesales, en tanto que la desconfianza sobre el juez como auténtico funcionario del rey, a causa de la revolucionaria ruptura del Ancien Regime, provocó que este tuviese que limitarse principalmente solo a sentenciar.
Una segunda vertiente, radicalmente distinta, fue la austro-prusiana, con especial destaque de las ordenanzas prusiana y austríaca de fines del siglo XIX19. En ambas se verificó una corriente fuertemente estatista: el proceso era secreto y escrito, mientras que el juez tenía amplísimos poderes, principalmente en la admisión de la demanda, en el impulso del proceso y en los medios probatorios, buscando siempre la verdad real. El juez, según lo previsto en estas legislaciones, podía ir más allá de los hechos alegados por las partes. Dentro de esta tradición se encuentra la famosa Zivilprozessordnung (ZPO) de 1895, de Franz Klein20, la cual, con fuerte influencia social, proponía una renovación de la confianza en el poder estatal, concibiendo al juez como el protector de las partes y el principal responsable de la tutela de los derechos, y asumiendo un rol «asistencialista». Entendiendo el proceso como un mal social que debía ser resuelto velozmente y con el menor costo posible, Klein intentó diseñar un proceso oral, público, simple, barato y rápido, prohibiéndose así la prórroga de plazos pactada por las partes y privilegiándose la concentración de los actos procesales y los poderes de oficio21.
La importancia de investigar los «modelos históricos» repercute en el hecho de que son fuentes de inspiración para muchos sistemas jurídicos antiguos y actuales, resultando esto muy útil para comprender doctrinas, legislaciones y prácticas jurídicas del presente22. No obstante, el discurso histórico tiene sus límites, ya que, con el paso del tiempo, los sistemas jurídicos también tuvieron sus propias conformaciones e influencias culturales que determinaron no solo una edificación diversa en la legislación y la administración de justicia, sino también una práctica jurídica particular23.
De esta manera, si bien el elemento histórico es innegablemente parte del debate entre publicismo y garantismo por parte los juristas del derecho procesal, pues siempre se suele tener presente esta confrontación entre «proceso liberal» y «proceso autoritario», pensamos que la reconstrucción y reencuadramiento del debate contemporáneo debe hacerse a partir de argumentos que se diferencien nítidamente de aquellos propios de los modelos históricos24. Ello se hace más necesario cuando, como veremos, el debate con tintes históricos poco tiene que ver con modelos filosóficos contemporáneos más clásicos, como el de Luigi Ferrajoli.
DISCURSO FILOSÓFICO
Además del discurso histórico, es posible entrar al plano propiamente teórico y distinguir entre un discurso «filosófico» y otro «institucional». Cuando hablamos de «discurso filosófico» queremos aludir simplemente a los enfoques (meta)teóricos con una pretensión fundamentalmente conceptual, y que buscan trascender a un sistema jurídico específico. Por su parte, el «discurso institucional» es uno metodológicamente diferente que centra su análisis en las normas, prácticas y/o características pertenecientes a un sistema jurídico determinado.
No puede perderse de vista que en ambos discursos es perfectamente posible encontrar «tesis descriptivas» y «tesis prescriptivas»; esto es, de un lado, pretensiones que fundamentalmente buscan destacar las características de un modelo para, a partir de allí, extraer diversas conclusiones; y, de otro lado, pretensiones que, por el contrario, ofrecen una serie de razones que, desde una perspectiva justificativa, buscan demostrar que un modelo defendido sería preferible a otros. Una estrategia del enfoque descriptivo podría ser, por ejemplo, identificar cuáles son los modelos de proceso y revelar sus conexiones con diversos valores como la seguridad jurídica, la libertad o la democracia, habiéndoles previamente establecido un contenido. Por su parte, el enfoque prescriptivo, partiendo de la existencia de dichos valores (plasmados en mayor o menor medida en ciertas normas constitucionales), se orientaría a defender un modelo de proceso como el mejor posible y, con ello, plantearía cómo «debería» conformar la legislación o la práctica jurídica para efectivizarlo.
Pues bien, en lo que corresponde al discurso filosófico sobre el debate publicismo/garantismo, en el ámbito del derecho procesal, brilla con luz propia la contribución de Mirjan Damaška (1986). El autor distingue dos modelos ideales de Estado: el «Estado activista» y el «Estado reactivo», y reconstruye sus características partiendo de los modelos más extremos. El primero tiene una función predominantemente gerencial pues busca «perseguir e imponer visiones particulares de la sociedad ideal y dirigirla hacia fines deseables» (p. 72), no existiendo ámbito de la vida social que, potencialmente, no «pueda ser evaluada en términos de política estatal y modelada a sus demandas» (p. 80). Así, los ciudadanos deben cooperar entre sí para lograr objetivos comunes, los cuales, a su vez, están subordinados a los intereses del Estado. El segundo modelo, por el contrario, parte de la premisa de que la sociedad debe quedar inmune de cualquier tipo de dirección gubernamental, buscando así crear un marco en el cual los ciudadanos puedan perseguir sus propios objetivos. Para ello, se persigue un modelo de Estado mínimo (minimal government) que sea capaz de preservar la autonomía de las personas.
La función de ambos modelos de Estado tiene una importante repercusión en el papel de la jurisdicción (administration of justice). En el caso del Estado activista, el conflicto entre dos privados es contemplado como un pretexto para que el Estado encuentre la mejor solución para resolver un problema social, con el riesgo de que el litigio entre el Estado y un particular se decante a favor del primero por titularizar siempre un interés prevalente frente a este (Damaška, 1986, p. 86). Asimismo, dado que el derecho es un instrumento para la implementación de políticas públicas, el proceso no puede tener otro objetivo que aplicar el derecho a fin de elegir las medidas que favorezcan el interés estatal. De ahí que se justifique una injerencia estatal en la conducción del procedimiento, dando paso a modelos inquisitoriales.
En el caso del Estado reactivo, por el contrario, la manutención del orden presupone simplemente la resolución de los conflictos, privilegiando la solución amistosa y, solo como último recurso, llevando el conflicto al Estado (el cual solo actúa cuando un privado se lo requiere). El proceso se entiende como una competición entre dos partes en donde el juzgador debe intervenir lo menos posible, manteniendo su neutralidad a fin de preservar la legitimidad de su decisión. Con ello, un juez del Estado reactivo se asemeja más a la figura de un árbitro.
De esta explicación es posible concluir que el objetivo del proceso judicial en el Estado activista es la aplicación del derecho a fin de imponer los fines estatales, justificándose, de ahí, los poderes del juez. Por otro lado, en el Estado reactivo se privilegia un mayor equilibrio entre las partes y el ejercicio irrestricto de sus poderes, con la consecuente neutralidad y pasividad del magistrado, siendo que la aplicación del derecho se da rigurosamente en función de los ciudadanos25. Esta debida delimitación entre ambas funciones que puede asumir el Estado y su impacto en la jurisdicción es muy relevante respecto de la identificación de las premisas teórico-políticas que caracterizan a los modelos publicista y garantista, tal como veremos más adelante.
Otro gran enfoque dentro del discurso filosófico del debate garantismo/publicismo se centra en la vinculación entre Constitución y proceso o, más específicamente, en determinar cómo es que el fenómeno del «constitucionalismo» ha impactado en el derecho procesal. En ese punto, el discurso adquiere una particular complejidad porque existen diversas formas de entender el concepto de «constitucionalismo». Por ejemplo, al menos en lo que concierne a Europa continental, con las constituciones de la postguerra se asumió la prevalencia de los derechos, elevados a rango constitucional, como limitación al poder de las mayorías parlamentarias y del poder público en general, otorgando un papel fundamental al poder jurisdiccional a efectos de realizar este control, aunque con grados e intensidades diferentes. Empero, hace algunas décadas existe un fuerte debate en el seno de la filosofía política, en el cual esta postura ha sido puesta en jaque al revelar una tensión entre el «constitucionalismo» y la «democracia», defendiendo la prevalencia del autogobierno de las personas de una comunidad política mediante una representación en los órganos mayoritarios y, con ello, la posibilidad de decidir sobre los derechos, no siendo esos últimos precondiciones de la democracia (todo esto a partir de la idea de libertad como no dominación)26.
Así, la concepción del «constitucionalismo de derechos» se muestra particularmente compatible con el rol estelar del juez en la protección de los derechos, echando mano del control de constitucionalidad para alejarse de la aplicación de la ley y hacer prevalecer las garantías procesales; mientras que la concepción de «constitucionalismo democrático» se mostraría particularmente favorable al respeto o deferencia que debe guardar el juez frente al legislador, quedando fuertemente limitado el propio control de constitucionalidad con la correspondiente sujeción a la ley democráticamente instituida27.
Pues bien, la doctrina procesal asume como premisa incuestionable al «constitucionalismo de derechos»; es decir, haciendo énfasis en la dimensión de las situaciones jurídicas subjetivas de los ciudadanos y en el papel de la jurisdicción como contralora de la Constitución a fin de proteger dichas situaciones. No es poco común, inclusive, referirse al «modelo de Estado constitucional» o al «paso del Estado de derecho hacia el Estado constitucional», aunque estos sean términos muy polisémicos y con profundas implicancias en la teoría y filosofía del derecho del siglo XX que, cuando mínimo, merecen ser aclaradas28. De cualquier manera, es bastante usual encontrar por detrás de diversas tesis, así llamadas publicistas y garantistas contemporáneas, el entendimiento ya asentado de que el constitucionalismo, fundamentalmente, presupone un «control del poder estatal» y que esto habría abierto el paso para la llamada «constitucionalización del proceso», la cual involucra dos dimensiones: a) la jurisdicción constitucional (esto es, acciones o procesos judiciales que buscan directamente la protección de derechos fundamentales de los ciudadanos o, en general, la supremacía normativa de la Constitución)29; y b) la elevación a rango constitucional de las garantías de las partes (defensa, contradictorio, cosa juzgada, etc.)30.
Nótese, pues, que tanto los autores «publicistas» como los «garantistas» reivindican que el modelo de proceso defendido por ellos debe ser pensado a partir de la Constitución y, por ello, existiría un compromiso de respeto y/o protección de los derechos fundamentales o garantías constitucionales. Esto, a primera vista, podría ser paradójico, pero veremos que no es así.
A partir de esta conexión entre poder público, constitucionalismo y derechos fundamentales/garantías procesales es posible -aunque no sea la única opción teórica- distinguir dos grandes «modelos filosóficos» en torno a los cuales se reúne un amplio conjunto de teorías diversas y tesis sobre el «modelo constitucional del proceso». Estos modelos pueden asumir el nombre de «publicismo» y «garantismo», y las diferencias que puedan tejerse entre ambos radican en las premisas teórico-políticas asumidas. De manera específica, las dos premisas son las siguientes: a) la función del Estado en el contexto del proceso y b) la función del proceso frente a la extensión del control del poder público31. La asunción de alguno de estos modelos conduce, a nuestro juicio, a una comprensión diferente de los sistemas jurídicos y, también, de la práctica jurídica, pues es el modelo escogido el que llevará a interpretar de una cierta manera las disposiciones normativas de un sistema jurídico.
Dentro del modelo publicista es posible encontrar una serie de entendimientos diversos entre sí, pero en buena medida complementarios. Se trata de un conjunto de tesis que sostienen que el proceso busca (o debe buscar) la efectiva tutela de las situaciones jurídicas sustantivas, la actuación de la voluntad de la ley, la (correcta) aplicación del derecho objetivo, la averiguación de la verdad32, la protección del interés público, la justicia material o la paz social. No obstante, una premisa compartida es que se concibe la función del Estado como el gran prestador de tutela (protección) en el contexto de un servicio público (la justicia estatal), siendo esto, precisamente, una «condición necesaria» para la protección de los derechos fundamentales de las partes y la efectivización de las situaciones jurídicas materiales llevadas al proceso. Dentro del entendimiento de esta función del Estado no hay duda de que existen muchos matices que permiten identificar, por ejemplo, modelos muy rígidos en los que abiertamente se coloca a la jurisdicción en el centro de la actividad de adjudicación (tesis de Dinamarco); otros un poco más moderados en los que se hace mayor énfasis en el respeto a los derechos fundamentales y las garantías, clamando por un modelo más dialógico entre el juez y las partes para la realización de los valores constitucionales (Carlos Alberto Alvaro de Oliveira); y otros que, más bien, se orientan a destacar la protección de las situaciones jurídicas subjetivas (del demandante) como finalidad última del proceso y el deber del Estado de prestar dicha tutela a través del proceso (como es el caso de Marinoni)33.
Empero, la premisa filosófica que relaciona a las tesis anteriormente descritas sobre el fin del proceso (de las cuales son consecuencia varios de los poderes del juez consagrados en las legislaciones procesales) es que, más allá del mayor o menor énfasis que se quiera hacer en la importancia del respeto de los derechos fundamentales/garantías de las partes, se acepta que el Estado, a través del ejercicio del poder jurisdiccional, debe ejercitar una función «prestacional» (y, por tanto, «activa», en el sentido damaskiano) para cumplir ciertos fines, ya sean políticos, jurídicos y/o sociales.
Precisamente, para el cumplimiento de estos fines, el proceso se muestra como un «instrumento»34 que habilita el ejercicio del poder del Estado (en específico, el «poder jurisdiccional»)35. Nótese que las tesis publicistas no desconocen que el poder ejercitado por el Estado debe tener límites, pero -he aquí lo relevante- «el proceso no es visto como uno de estos límites»; más bien, este se configura como una herramienta que no es «de» las partes ni (únicamente) «para» las partes, sino (exclusiva o principalmente) «para» el Estado o, inclusive, «para» la sociedad, debido a la necesidad de la tutela del interés público de todos los ciudadanos en la resolución de la controversia mediante el respeto del orden jurídico. Así, si bien es verdad que existe un interés privado del ciudadano envuelto en la controversia, este interés cede (o «debería» ceder) ante el interés público/social/de la nación36.
De esta premisa se deriva la segunda, también desde una perspectiva de teoría política, que termina conectando las teorías publicistas. Dado el papel renovado de la jurisdicción en el contexto del constitucionalismo y la necesidad de protección de los derechos fundamentales a través de ella, se asume que el proceso también puede servir para realizar un control del poder. Empero, el poder que puede y debe ser controlado en el contexto de un proceso es aquel que se ejerce mediante la función estatal administrativa (revisión judicial de actos administrativos), la función estatal legislativa (control constitucional de actos legislativos) y, eventualmente, el poder privado. El proceso, por lógica consecuencia, no puede existir para controlar «el poder jurisdiccional» porque aquel es instrumento de este37. En otras palabras, para el modelo publicista, el proceso, bajo el fenómeno del constitucionalismo, no tiene por función proteger a los ciudadanos de los eventuales excesos del poder ejercitado por la propia jurisdicción. En efecto, si es que el Estado-jurisdicción concreta sus propios fines a través del proceso (efectivizando los derechos fundamentales, tutelando el interés social, etc.) y, con ello, se constituye como el poder público que por antonomasia protege a los ciudadanos a través de comportamientos prestacionales, entonces no es contra este poder que los ciudadanos deberían cuidarse. La jurisdicción, pues, no puede proteger a los ciudadanos de sí misma; esta, más bien, sería (o debería ser) un aliado y no podría ser vista como una enemiga.
La consecuencia natural de adoptar este modelo es la elevación del papel del sujeto que representa al Estado en el proceso (el juez) y, en consecuencia, la intensificación de sus poderes. Solo de esta manera es que el Estado cumpliría su rol prestacional de tutela de derechos fundamentales y, de esa forma, el proceso sería «efectivo». Al respecto, a partir de un análisis empírico en diversas legislaciones procesales, pueden identificarse algunas características (aunque no las únicas, por cierto) que adopta, explícita o implícitamente, este modelo:
«Control inicial (in limine) de la petición inicial», en donde el juez pasa a tener poderes discrecionales para impedir el trámite de demandas condenadas al fracaso.
«Posibilidad de corrección de las postulaciones», traducido en el iura novit curia, recalificando jurídicamente los hechos alegados en la demanda o en la «suplencia de queja deficiente» en el ámbito del proceso constitucional, lo que permite una auténtica adición o sustitución oficiosa de los pedidos38.
«Juez director», con el correspondiente deber de impulso de oficio del proceso.
El deber de «colaboración procesal» del Estado-juez hacia las partes y de las partes entre sí, pudiendo ser objeto de sanción si no lo cumplen (Crevelin, 2017; 2020; Raatz, 2019).
«Poderes oficiosos», los cuales podrían llegar a ser ejercidos aun sin la promoción del contradictorio.
«Poderes probatorios» mediante la incorporación de pruebas no ofrecidas ni producidas por las partes y la dinamización de la carga de la prueba (por ejemplo, en los casos de dificultad de probanza)39.
«Adaptabilidad procedimental», permitiendo que el juez pueda modificar el procedimiento legalmente previsto, adecuándolo, según su criterio, a las necesidades del derecho material (Marinoni, 2004, pp. 222 y ss.).
«Restricciones a la autonomía de la voluntad de las partes» a través de la consagración de normas que, a su vez, disponen que las normas procesales son de orden público o que son imperativas, inmodificables y, en general, una supresión de la posibilidad de negociación entre las partes.
«Ablandamiento o flexibilización en la interpretación y la aplicación de las normas jurídicas» siempre que sea necesario para obtener una decisión justa y adecuada (Barcellos & Delfino, 2019).
«Paridad de oportunidades/armas de las partes», teniendo el juez el deber de detectar desigualdades y, frente a ello, realizar comportamientos activos para equilibrarlas o igualarlas.
Tal como se advirtió anteriormente, no es raro que todos estos poderes del juez sean comprendidos precisamente para proteger al ciudadano y tutelar sus derechos fundamentales, sobre todo por parte de los tribunales de justicia.
En la orilla contraria a estas ideas encontramos al modelo del «garantismo»40 que, tal como el publicismo, como mencionamos anteriormente, también posee una gran cantidad de teorías y tesis no siempre del todo homogéneas entre sí. Por ejemplo, es muy usual vincular las tesis garantistas con el llamado modelo del «liberalismo procesal». Tal como señala Costa (2018c), este modelo puede entenderse de la siguiente manera:
El liberalismo procesal es el molde procesal de los valores liberales. Es la ideología liberal hecha proceso. Es la primacía del individuo y, en consecuencia, de la libertad de las partes (que ejercitan sus posiciones procesales con irrestricta autosuficiencia) sobre la autoridad del Estado-juez (que ejerce la jurisdicción con absoluta neutralidad funcional). Propone menos juez y más partes. Se trata, en efecto, de una teoría político-liberal del proceso. Nada tiene de jurídico-dogmática. No construye un sistema normativo procesal a partir de textos de derecho positivo vigentes. Simplemente proyecta sobre el plano microprocesal los valores a los cuales rinde culto en el plano macrosocial (individualismo, libertad negativa, razón, tolerancia, etc.). Si “el mejor gobierno es el que menos gobierna” (“the government is best which governs least”) [Thomas Jefferson], entonces el mejor juez es el que menos juzga. De allí el culto al “juez mínimo”, el “juez inerte”, el “juez enano”, el “vigilante nocturno”, el “policía de tránsito”, el “árbitro pasivo”, el “mandatario de las partes”41.
Este elemento del «liberalismo procesal» hace precisamente que existan muchos matices en las teorías consideradas garantistas. Hemos evidenciado que existen tesis que parten de discursos fundamentalmente históricos (Cipriani y Montero Aroca) y otras que se centran en sistemas de derecho positivo (como el caso de Glauco Gumerato Ramos o Eugenia Ariano, como veremos más adelante). Empero, sí es verdad que muchas veces las posturas garantistas son planteadas en términos claramente ideológico-políticos. Así, reivindicando los ideales del liberalismo clásico, existen tesis que defienden que el proceso es (o debe ser) de «propiedad» de las partes, defendiendo, a su vez, que el rol del juez debe ser mínimo, volcado principalmente a emitir sentencias42. Aquí, pues, una tesis como esta no pasa de ser un modelo «privatista».
Consideramos, sin embargo, que el delineamiento del debate entre publicismo y garantismo debe centrarse más en la filosofía del derecho constitucional y en la teoría política y, con ello, despercudirse del factor ideológico-político que se le ha atribuido43. En efecto, en contraste a lo que se señaló al caracterizar el modelo filosófico publicista, el modelo filosófico garantista parte de premisas enteramente diversas en cuanto a la función del Estado y la del proceso frente a la extensión del control del poder.
Las tesis sobre garantismo procesal suelen partir de una premisa fuerte de constitucionalismo liberal clásico, consistente en la necesaria «abstención» del Estado en las libertades ciudadanas. El propio fundamento en la teoría política es indispensable para las tesis garantistas, ya que el discurso sobre la «garantía» se remite directamente a la relación entre Estado y ciudadano. Por ello es que se muestra como necesario asumir una cierta teoría de poder. En este caso, parecería defenderse un entendimiento clásico; esto es, una concepción «relacional» entre sujetos: el poder de A implica la no-libertad de B, mientras que la libertad de A implica el no-poder de B (Bobbio, 1985, p. 68)44. Así, a fin de cuentas, el poder se reduciría a la «posibilidad» del ejercicio de la fuerza y, siendo el Estado el principal detentor del poder, este tiene la capacidad de afectar gravemente a la esfera de los ciudadanos45. Precisamente por ello es que el poder, para ser contenido y controlado, es distribuido por la Constitución entre los órganos que lo ejercen y, además, instituye garantías para que el ejercicio del poder, cualquiera que este sea, solo pueda ser materializado respetando los cauces constitucionales46.
De esta manera, visualizando el proceso, antes que nada, como una «garantía de libertad» para los ciudadanos, necesariamente es rechazada la premisa de que el Estado deba tener una función «prestacional» (o, al menos, que esta sea la más importante para el respeto de las garantías), lo cual sería más propio, por ejemplo, de los derechos sociales47. Desde esta visión, pues, el proceso no es una herramienta «para» el Estado ni tampoco «para» la sociedad y, como consecuencia de ello, se niega (o se reduce) cualquier preponderancia del interés público o social sobre el interés privado, enfatizándose la importancia de la protección de la libertad como límite al ejercicio del poder público en general. El proceso, de esta forma, no es un instrumento de la jurisdicción ni sirve para la imposición de sus fines, pues, según afirman los defensores de las posiciones garantistas, esa concepción sería un signo de autoritarismo. Frente a ello, la administración de la justicia debe conducirse en pleno respeto por las garantías, dentro de las cuales destacan primordialmente la libertad y la imparcialidad, promoviendo la aplicación del derecho sin desvíos ni excesos.
De aquí es de donde se deriva la segunda premisa. Si el Estado, en el contexto de la impartición de justicia, ejercita un poder que afecta la esfera jurídica de los ciudadanos (específicamente, mediante la restricción de la libertad y los bienes), la principal forma de mantenerla a salvo es abstenerse de afectarla y solo podría hacerlo únicamente a través del proceso. De esta manera, el proceso se constituye como una «garantía» para el ciudadano «contra» el Estado y, principalmente, «contra el poder jurisdiccional». Por ese motivo, se ha llegado a afirmar que el propio proceso es una «garantía individual contrajurisdiccional» (Costa, 2018a).
La consecuencia de adoptar alguna tesis garantista (aun cuando venga impregnada de «liberalismo procesal») es defender la necesaria disminución de los poderes del juez y, como consecuencia de ello, buscar el aumento de los poderes y espacios de autonomía de las partes48. De esta manera, contra los poderes que pueden verificarse en diversas legislaciones procesales, las tesis garantistas podrían oponer los siguientes cuestionamientos:
«Restricción de los espacios de discrecionalidad judicial» al momento de calificar las postulaciones (prevalencia de la legalidad, entendida esta también como garantía de las partes)49.
«Fuerte prevalencia por un contenido más exigente de imparcialidad», diferenciando rígidamente entre la función de postular y de juzgar (que implica la prohibición de «auxiliar a las partes» y de interferir en la postulación de la prueba), inclusive preocupándose por evitar que el juzgador pueda verse afectado por sesgos cognitivos50.
«Toda decisión judicial está sujeta al contradictorio», forzando al juez a desarrollar un proceso más dialógico con una mayor exigencia en la motivación, no pudiendo fallar sobre una cuestión no debatida.
«Se comprende al procedimiento legalmente establecido como garantía de las partes», razón por la que el juez pasa a estar sujeto a la construcción procedimental realizada por el legislador.
«Se incrementa la posibilidad de negociación procesal» en lo referido a las situaciones jurídicas de las partes y, en general, a la conformación del procedimiento, siempre que sean solamente ellas las que, en ejercicio de su autonomía de la voluntad, lo realicen, quedando prohibida al juez la posibilidad de alterar dicho procedimiento (de nuevo: por ser este entendido como una garantía de legalidad)51.
«Paridad de oportunidades/armas para las partes», pero bajo el entendido de que el juez no debe favorecer a ninguna de ellas con sus actuaciones de oficio (en perjuicio de la otra) ni tener ningún papel en la isonomía o el equilibrio. El mecanismo de igualación corre a cargo de otras instituciones, como la defensoría pública o el propio Ministerio Público.
Como advertimos, tanto en el modelo publicista como garantista puede existir una convergencia en el destaque de la necesidad de protección de los derechos fundamentales y garantías procesales; empero, la diferencia es bastante nítida en torno a «cómo» es que la jurisdicción debe protegerlas. La divergencia en las premisas de teoría política no solo determina, a nuestro juicio, la propia edificación de los modelos; sino también, ya a un nivel de discurso institucional, al menos los siguientes factores: a) la interpretación de la Constitución y el contenido normativo de las garantías en un sistema jurídico dado; y b) la conformidad de la legislación infraconstitucional al modelo constitucional de proceso de dicho sistema jurídico, específicamente en cuanto a la extensión de los poderes del juez y los espacios de autonomía de las partes.
Antes de pasar a nuestro tercer discurso, sin embargo, corresponde hacer un excursus respecto del garantismo ferrajoliano.
EXCURSUS: EL «GARANTISMO PUBLICISTA» DE FERRAJOLI
La reconstrucción del modelo de garantismo «procesal» que hemos realizado se aleja de una importante y consagrada teoría filosófica construida también sobre el rótulo de «garantismo», como la de Luigi Ferrajoli, surgida en un contexto muy particular (Andrés Ibáñez, 2013, pp. 20 y ss.), y que también predica por el privilegio de las libertades frente al poder público. Sin embargo, la tesis ferrajoliana es plenamente compatible con el modelo procesal publicista que hemos descrito hace poco.
En efecto, la idea de «garantía», según Ferrajoli, encierra una necesidad de «tutela contra la frustración» generada en los casos de vulneración a los derechos reconocidos por las normas del sistema jurídico (Costa, 2019b). Para este autor, cuando las «garantías de primer grado» (v. gr., obligaciones de prestación, deber de no lesionar), destinadas a la inmediata satisfacción del derecho, no son respetadas, se hace uso de las «garantías secundarias» (o instrumentales) para efectivizar las primeras y, de esa manera, reparar el derecho, reduciendo el daño causado o sancionando al responsable. Así, estas son garantías de «justiciabilidad», dirigidas a las autoridades públicas Ferrajoli (1995, p. 917; 2013, p. 630) y su actuación requiere una «intermediación» que resulta ser el propio «proceso», en cuyo seno se encuentran las subgarantías secundarias como el derecho de acción, el contradictorio, la imparcialidad, la defensa, etc.
Un detalle importante, además, es que la obligación de instituir un debido proceso es una obligación/garantía «primaria» por parte del Estado y, si aquella no es debidamente resguardada, existe entonces la garantía «secundaria» de reparación a favor de los ciudadanos (Andrés Ibáñez, 2013, p. 27). Por consiguiente, esta obligación de construir un procedimiento de conformidad con el debido proceso no se confunde con la propia garantía del debido proceso: aquella es primaria; esta, secundaria.
Nótese que en la teoría de Ferrajoli (1995) también es de gran relevancia la premisa liberal clásica de la «minimización del poder» para lograr privilegiar las libertades (pp. 931 y ss.). No obstante, este papel abstencionista se manifiesta fundamentalmente en las garantías primarias (por ejemplo, de prohibición de vulnerar las normas penales primarias que protegen derechos), pero ciertamente no en las garantías secundarias, en donde el Estado tiene un papel de «prestador». Es por ello que, en el contexto de la actuación de las garantías secundarias, también llamadas de «procesales» o «jurisdiccionales», Ferrajoli coloca particular énfasis a la importancia de la correcta aplicación sustancial de la ley, lo cual, a su vez, lleva a la aceptación de la decisión como verdadera desde una perspectiva procesal o aproximativa (pp. 50 y ss.) y, con ello, a que la jurisdicción, como «institución de garantía», consiga legitimidad democrática (2013, pp. 828-829).
Cabe concluir que siendo la jurisdicción una garantía a favor de los ciudadanos, esta se vale del proceso para la actuación de las garantías primarias que habrían sido violadas. El proceso aquí no pasa de ser un instrumento de la jurisdicción, en la que recae la obligación primordial de hacer respetar las normas del sistema jurídico. Los ciudadanos, por tanto, no son titulares de garantías (primarias) contra el poder jurisdiccional. El papel del Estado para Ferrajoli, en el contexto del proceso judicial, responde exactamente a un modelo publicista, tal como lo hemos descrito.
DISCURSO INSTITUCIONAL
Un discurso metodológicamente diferente a los dos anteriores es el «institucional». Aquí, si fuera el caso de tesis descriptivas, interesa responder preguntas como las siguientes: ¿cuál es el modelo adoptado en un sistema jurídico dado (SJ)? ¿Cuáles son las normas jurídicas pertenecientes al SJ que permiten reconocerlo? ¿Cuál es el contenido normativo de las garantías consagradas por las normas del SJ? ¿Qué contradicciones normativas existen entre la legislación infraconstitucional procesal del SJ y las garantías o normas constitucionales? ¿Cómo es posible resolver tales contradicciones? ¿Qué tan ajustada se encuentra la práctica jurídica a las garantías procesales reconocidas por el SJ?
De otro lado, tratándose de tesis «prescriptivas», las interrogantes podrían ser: ¿cuál debería ser el modelo adoptado por un SJ? ¿Cuál debería ser la regulación del SJ, en cuanto a la legislación infraconstitucional, para una mayor compatibilización con las garantías constitucionales? ¿Cuál es la mejor forma de resolver las contradicciones normativas entre legislación constitucional y legislación infraconstitucional procesal? ¿Cómo debería conformarse la práctica jurídica a fin de promover un mayor respeto de las garantías procesales?
Como podemos ver, la amplitud del discurso institucional es vasta e, inclusive, además puede ser enfrentado mediante tesis jurídico-dogmáticas descriptivas o prescriptivas52. Lo que es cierto es que la interpretación de la Constitución de un sistema jurídico específico tiene como condición necesaria la asunción previa de algún modelo filosófico de proceso (publicismo o garantismo). Teniendo en cuenta la caracterización hecha precedentemente, esto significa partir de algunas de las premisas de teoría política respecto de la función del Estado y la del proceso frente al control del poder jurisdiccional. Más allá que la elección de dichas premisas sea explícita o implícita -o, inclusive, consciente o inconsciente-, el hecho de partir de algunos de estos modelos conducirá, a su vez, a construir interpretaciones sobre un sistema jurídico procesal específico. En primer lugar, el modelo filosófico permite reconstruir el subsistema constitucional y, en segundo lugar, hacer lo propio con el subsistema infraconstitucional a fin de contrastarlo con el primero.
Un ejemplo muy claro de ello, haciendo referencia al ordenamiento brasileño, es el aporte de Glauco Gumerato Ramos (2013). La lectura que Ramos hace de la Constitución Federal brasileña de 1988 sostiene que esta coloca en el mismo nivel jerárquico a la jurisdicción (poder), a la libertad y al debido proceso (garantía). Esta dimensión «semántica» constitucional, a criterio del autor, consagra un auténtico modelo garantista, republicano y democrático, buscando que el poder jurisdiccional no sea ejercido subjetivamente o con arbitrariedad. Sin embargo, contrariamente a esta semántica constitucional, Ramos denuncia la existencia un modelo «pragmático» activista (y, por lo tanto, «político»), plasmado tanto en el Código de Proceso Civil brasileño como en la práctica jurídica de dicho país, que termina subyugando el modelo propuesto por su Constitución (p. 256)53. Al menos en este trabajo, se observa que la propuesta de Ramos es fundamentalmente descriptiva, defendiendo contradicciones entre ambos subsistemas jurídicos.
En el contexto de la doctrina peruana, Giovanni Priori (2019) parte de un modelo claramente publicista al afirmar que la finalidad del proceso sería la tutela de las situaciones subjetivas de los ciudadanos y, además, defendiendo que también se trata de un instrumento de la jurisdicción. El discurso de Priori aquí puede ser calificado como «prescriptivo», pues argumenta sobre cómo «debería» ser visto el proceso (no solo en el sistema peruano, sino en general) en el marco del Estado constitucional de derecho, paradigma que, según el autor, es presentado como el máximo y mejor punto alcanzable para un Estado contemporáneo. Así, la propuesta de Priori pasa por desarrollar un modelo de proceso en el marco del Estado constitucional que busque la realización plena de los valores constitucionales y la protección de las situaciones materiales de las personas. Para ello, en opinión del autor, es absolutamente determinante el rol de la jurisdicción, tanto en el control de la constitucionalidad (evitando excesos del resto de poderes estatales) como en el respeto a los derechos fundamentales y en la protección de las situaciones jurídicas de ventaja (pp. 41 y 61).
A partir de este modelo, Priori (2003) pasa a defender un discurso «descriptivo» cuando, a partir de la interpretación del artículo 139, inciso 3, de la Constitución peruana de 1993, construye el diseño conceptual del derecho fundamental a la tutela jurisdiccional efectiva, el cual sería capaz de explicar la función prestadora que el Estado debe tener en el proceso judicial54. En efecto, según el autor, este derecho tiene un contenido específico: a) acceder a un órgano jurisdiccional solicitando protección, b) a través de un proceso dotado de garantías mínimas, c) a fin de obtener una decisión fundada en derecho y d) con posibilidad de ejecución o efectivización. A partir de aquí, Priori asigna una doble dimensión al derecho a la tutela jurisdiccional efectiva: a) como un derecho fundamental macro, capaz de comprender a todo el conjunto de garantías procesales; y, de otro lado, b) la dimensión de la efectividad55.
En la doctrina peruana también vale la pena destacar la contribución de Eugenia Ariano, para quien el modelo de proceso de la Constitución peruana contrasta radicalmente con el modelo infraconstitucional del Código Procesal Civil peruano de 1993. Ariano (2006) afirma que este último no habría sido construido a la luz de las garantías procesales y que, partiendo de los amplios poderes otorgados al juez (para calificar la ineptitud de la demanda de forma liminar, los poderes probatorios oficiosos, etc.), habría consagrado un desequilibrio que termina perjudicando a los ciudadanos (pp. 378-379). Es notorio que Ariano está profundamente influenciada por el discurso de Cipriani, no solo respecto a sus ideas sobre la experiencia jurídica italiana, sino también por su metodología de trabajo. Por ello, lejos de elaborar alguna tesis filosófica sobre el garantismo procesal, nuestra autora emprende la labor de deconstruir histórica e ideológicamente el Código Procesal Civil peruano y la doctrina que ha defendido insistentemente las tesis publicistas asumidas por dicha legislación (2003), buscando demostrar sus contradicciones e incoherencias con las garantías constitucionales.
Finalmente, Eduardo José da Fonseca Costa, partiendo de su propia «garantística» (que, como se dijo, es una teoría filosófica «prescriptiva» del constitucionalismo), elabora otro discurso, esta vez «descriptivo», respecto al sistema jurídico brasileño centrado en el ámbito del derecho procesal. Uno de los grandes objetivos del autor es proponer una reinterpretación o relectura de la Constitución Federal brasileña de 1988 y, a partir de allí, analizar críticamente la conformación institucional del sistema procesal infraconstitucional brasileño, la doctrina dominante y la práctica jurídica y jurisprudencial de dicho país56. Consecuentemente, en el caso de Costa, son discursos estrechamente vinculados, pero inconfundibles: uno pasa a ser manantial conceptual y filosófico del segundo. Precisamente ello hace que esta teoría sea muy diferente de otras posiciones garantistas, acaso más conocidas.
CONCLUSIONES
El debate publicismo/garantismo es extremadamente rico, primero porque posee diversos discursos que hunden sus raíces en complejos fenómenos históricos y modelos teóricos de naturaleza filosófico-constitucional. Precisamente esta riqueza, no siempre percibida por los contendores de una orilla o de otra, ni por aquellos que buscaron reconstruir las premisas del debate, ha dificultado y complejizado la discusión al punto de que podría considerarse obsoleta o pasada de moda. De allí nuestra propuesta (no exhaustiva) de distinguir los discursos histórico, filosófico e institucional -y, en estos dos últimos, discursos descriptivos y prescriptivos-, mostrando que estos no pueden ni deben ser confundidos.
Los entendimientos teóricos sobre lo que significa el constitucionalismo, la relación entre Estado e individuo y, también, las «preferencias ideológicas de los juristas», pueden generar que tanto el discurso publicista como el garantista sean «discursos posibles sobre el modelo filosófico-constitucional del proceso». Es cierto que existen razones que pueden llevar a demostrar mayores o menores inconvenientes en uno u otro, pero el punto esencial es que se trata de un debate que, en el fondo, por el hecho de profundizar en complejas teorías filosóficas respecto de la visión del rol del Estado ante el ciudadano, sigue vigente y permanente. No obstante, para juzgar la idoneidad de una teoría en el contexto de este debate, lo primero que debe hacerse, en nuestra opinión, es diferenciar las diversas tesis publicistas y garantistas, revelar sus premisas y dilucidar la coherencia de sus conclusiones.
De esta manera, la riqueza del debate exige también que el jurista especializado en derecho procesal no limite su campo de análisis a los argumentos que comúnmente son levantados. Dialogar en términos de filosofía del derecho (específicamente, de filosofía del derecho constitucional), teoría política y filosofía política al menos garantizará esclarecer el nivel del debate y, en consecuencia, se obtendrán mejores y más prolíficos acuerdos y desacuerdos.