I ask no favors for my sex. I surrender not our claim to equality. All I ask of our brethren is, that they will take their feet from off our necks, and permit us to stand upright Sarah Moore Grimke
I. INTRODUCCIÓN
A inicios de los años sesenta, en el caso Hoyt vs. Florida (1961), la Corte Suprema de los Estados Unidos de América sostuvo de forma unánime que sin perjuicio de la emancipación de las mujeres de las restricciones y protecciones de épocas pasadas y su ingreso en muchos ámbitos de la vida en comunidad antes reservados para los hombres, la mujer es aún considerada el centro de la vida doméstica y familiar1.
Cincuenta años después, la situación en ese país es diferente en buena medida gracias a la movilización feminista por la igualdad llevada adelante durante las décadas de los años sesenta y setenta, que tuvo a la Enmienda por la Igualdad de Derechos (en adelante, indistintamente, Equal Rights Amendment o ERA) en el centro de la escena. El presente trabajo propone una relectura de algunos aspectos de esa movilización a la luz de algunos elementos de la teoría de los movimientos sociales y del constitucionalismo democrático.
Para el constitucionalismo democrático, la interpretación constitucional no es una tarea privativa de los operadores jurídicos -tribunales, los funcionarios públicos o los profesionales del derecho-; por el contrario, todos los ciudadanos interpretan la Constitución. En torno a su texto se articulan «consensos y prácticas que autorizan, alientan y empoderan a los ciudadanos comunes a formular reivindicaciones acerca del significado constitucional» (Siegel, 2001, p. 345). En sociedades plurales, es esperable entonces que diferentes grupos de ciudadanos reivindiquen posturas divergentes respecto de los significados constitucionales.
Dado el carácter autoritativo de la Constitución en tanto texto legal, su interpretación es regularmente objeto de disputa entre grupos, que buscan apropiarse de la violencia simbólica que encierra (Bourdieu, 2001, p. 171). Para Bourdieu, el campo jurídico consta de «instancias jerarquizadas que están en condiciones de resolver los conflictos entre los intérpretes y las interpretaciones» (p. 171). De allí que diferentes actores sociales busquen traducir sus reivindicaciones políticas al lenguaje constitucional para que puedan ser procesadas favorablemente en el campo jurídico y adquieran, en ese ámbito, valor de interpretación «auténtica» del derecho, irradiando desde allí su autoridad. Desde la óptica del constitucionalismo democrático, la posibilidad de que esos desacuerdos fundamentales sobre los significados constitucionales existan, lejos de socavar la confianza en la Constitución, dota al documento de mayor autoridad, en tanto personas con convicciones diametralmente opuestas pueden sentirse igualmente identificados con él (Post & Siegel, 2013, pp. 33-35).
La dimensión narrativa del derecho ocupa un espacio central en este fenómeno de disputas hermenéuticas. Nos referimos con esto a lo postulado por Robert Cover (1984 p. 5) en cuanto a que las normas legales adquieren un sentido y un propósito dependiendo del discurso en el que se las sitúa. Similarmente, el mundo normativo se edifica sobre un universo de compromisos interpretativos que involucran igualmente a funcionarios y ciudadanos ( p. 7). Siegel (2001) llama a ese universo «cultura constitucional», y lo define como una «red de entendimientos y prácticas que estructuran la tradición constitucional, incluyendo aquellas que inciden en el derecho, pero no son consideradas “creación legal” de acuerdo con los criterios formales propios del sistema» (p. 303).
La cultura constitucional se ubica en las intersecciones entre el campo político y el jurídico, e informa todas las prácticas institucionales, incluyendo la adjudicación constitucional. Los movimientos sociales buscan imponer su narrativa en la cultura constitucional para incidir a través de esta en el campo jurídico y que, finalmente, su narrativa sea reconocida como la interpretación auténtica por el sistema legal (Bourdieu, 2001, p. 171). Con ese norte, recurren a diferentes repertorios de acción, que pueden incluir -pero no se limitan- a la movilización legal. El éxito de un movimiento social en la imposición de sus narrativas depende en gran medida de sus números (magnitud), compromiso, unidad y del valor de sus reivindicaciones (Tilly, 2015, p. 17).
La sección II de este trabajo se centra en la movilización legal feminista por la igualdad de derechos en los Estados Unidos desarrollada en las décadas de los años sesenta y setenta. En primer lugar, se enfoca en las narrativas utilizadas por el movimiento en el litigio estratégico por la igualdad de derechos. En segunda instancia, narra los esfuerzos por la sanción de la Equal Rights Amendment, que fue aprobada por el Congreso en 1972, pero no logró reunir en las legislaturas estatales la cantidad de ratificaciones necesarias para convertirse en una enmienda constitucional. Se demuestra que la narrativa utilizada por el feminismo en su doble estrategia de litigio constitucional y movilización social ha logrado permear en la cultura constitucional de los Estados Unidos y cambiar a través de ella los significados constitucionales. En la sección III se trata el reciente resurgimiento de la ERA, que la ubicaría, según algunos autores afirman, cerca de su incorporación al texto constitucional. Se analizan los méritos de la estrategia que busca reactivarla y se delinea una propuesta alternativa, a la luz del análisis desplegado en la sección II, del estado actual de la jurisprudencia de la Corte Suprema de los Estados Unidos y de la emergencia de nuevos movimientos sociales que luchan por la igualdad racial y de género. La sección IV sirve de conclusión.
En la elaboración del presente estudio se recurrió al análisis cualitativo de fuentes primarias como la Constitución de los Estados Unidos de América, propuestas de enmienda de dicha Constitución, leyes federales, precedentes jurisprudenciales de la Corte Suprema y otros tribunales de ese país, grabaciones de audiencias orales y presentaciones escritas ante ese tribunal. Asimismo, se utilizaron fuentes secundarias tales como artículos científicos, libros y publicaciones en periódicos.
En cuanto a sus alcances, es importante advertir que este trabajo versa sobre una serie de hechos puntuales acaecidos en las décadas de los años sesenta y setenta en relación con el litigio constitucional bajo la catorceava enmienda y en los esfuerzos del movimiento feminista por la ratificación de la ERA, en tanto tuvieron consecuencias concretas sobre los significados constitucionales de la enmienda de mención. De ninguna manera pretende ser una reseña de las luchas sociales y las conquistas del feminismo en los Estados Unidos de América en ese periodo. De la misma forma, la sección III se detiene en ciertos fenómenos y situaciones particulares de la actualidad, en la medida en que les son aplicables el marco teórico analizado en la sección II y algunas de las conclusiones parciales allí alcanzadas. Por otra parte, la sección III contiene referencias a jurisprudencia de diferentes épocas en tanto su tratamiento deviene imprescindible para describir el derecho vigente.
II. MOVILIZACIÓN LEGAL
II.1. Antecedentes
El primer texto de la Equal Rights Amendment fue redactado en 1923 por Alice Paul, sufragista estadounidense y una de las fundadoras del National Woman’s Party (en adelante, indistintamente, NWP)2. Para 1944, la ERA ya había sido incluida en la plataforma electoral de ambos partidos mayoritarios.
Para la década de los años sesenta, el movimiento se encontró en una encrucijada. No existía unidad al interior del feminismo respecto de qué estrategia de movilización resultaba más apta para conseguir la igualdad de derechos. Por un lado, algunos sectores entendían que debían emular la estrategia del Movimiento por los Derechos Civiles: avanzar con el litigio constitucional para forzar a los tribunales a interpretar la catorceava enmienda de la Constitución de modo tal que su protección antidiscriminatoria fuera extendida, por vía jurisprudencial, a la discriminación basada en el género. La Equal Protection Clause contenida en dicha enmienda había sido la bandera enarbolada por Thurgood Marshall y la National Association for the Advancement of Colored People (en adelante, NAACP) en sus aún resonantes victorias legales, y representaba para el feminismo una oportunidad de tender puentes con el Movimiento por los Derechos Civiles, así como una señal de preocupación por las mujeres negras y las trabajadoras.
Estos grupos rechazaban la ERA por elitista y la asociaban con el feminismo blanco. Específicamente, creían que su aprobación establecería una igualdad formal total ante la ley que pondría fin a los beneficios que las legislaciones laborales especiales conferían a las mujeres trabajadoras. En tanto, otro sector del movimiento propugnaba por la incorporación de la ERA al texto constitucional: descreían de las posibilidades de éxito del litigio estratégico, al que encontraban íntimamente emparentado con el Movimiento por los Derechos Civiles, que percibían entonces como un competidor (Mayeri, 2004, p. 762).
Para 1964, se produjo un importante cambio en los marcos legales de referencia del movimiento: la sanción de una nueva Ley de Derechos Civiles (Civil Rights Act, 1964). Aunque había sido concebida con la finalidad principal de prohibir la discriminación racial por parte de instituciones privadas -la protección contra los actos estatales que discriminaran en virtud de la raza ya estaba contemplada por la Equal Protection Clause-, la ley incluyó en su título VII la prohibición de discriminación por sexo en el ámbito laboral. Esta inclusión despejó la resistencia de ciertos sectores del feminismo a la sanción de la ERA, pues la enmienda ya no representaría una amenaza a la situación laboral de las mujeres trabajadoras, cuyo derecho a no ser discriminadas en el ámbito del trabajo estaría, en adelante, asegurado por ley. Adicionalmente, la inclusión de las mujeres como una categoría legalmente protegida, junto con los afroamericanos, convenció a la facción del feminismo más reacia a la estrategia judicial que planteaba que la construcción sobre la base del legado del Movimiento por los Derechos Civiles representaba una oportunidad (Mayeri, 2004, pp. 770-775).
Durante los primeros años de vigencia de la Civil Rights Act de 1964, el impulso del Gobierno federal respecto del cumplimiento del título VII fue más bien tenue y no conformó al movimiento feminista, que expresó su descontento en un comunicado redactado durante la Tercera Conferencia Nacional sobre la Situación de las Mujeres, de 1966 (Eskridge, 2001, p. 456). En el seno de esa conferencia sería fundada la National Organization for Women (en adelante, indistintamente, NOW), agrupación más pragmática que el NWP de Alice Paul, con una agenda más amplia y conformada por mujeres más jóvenes. La NOW se puso al frente de una estrategia dual de movilización legal, que fue finalmente apoyada por el NWP: la de perseguir, simultáneamente, el litigio estratégico basado en la Equal Protection Clause y la aprobación de la ERA (Mayeri, 2004, pp. 783-785).
II.2. El litigio estratégico
La estrategia de litigio constitucional debió superar dos desafíos relevantes de cultura constitucional. El primero de ellos fue el entendimiento extendido de que la Constitución no prohibía la discriminación sobre la base del género. El segundo, el sistema de creencias, estereotipos de género y sesgos inconscientes predominantes en la sociedad en general, y en los agentes del campo jurídico en particular, que hacían que las desigualdades existentes en el trato a hombres y mujeres no fueran percibidas como injustas por los magistrados que debían pronunciarse respecto de ellas.
II.2.1. La analogía raza-sexo
Para hacer frente al primero de estos desafíos, el movimiento necesitó construir un argumento constitucional para persuadir a los jueces de que el sexo debía ser incluido entre aquellas categorías en virtud de las cuales la Equal Protection Clause prohibía discriminar, tales como la etnia y la nacionalidad. Con ese fin, sostuvo que la discriminación por sexo era asimilable, en su naturaleza y funcionamiento, a la discriminación racial. Esta analogía ya había sido utilizada por las sufragistas en su lucha por el derecho a votar (Mayeri, 2001, p. 1054). Pauli Murray, abogada y activista afroamericana que había participado en la formación de la estrategia de la NAACP en el caso Brown (1954), decidió convertirla en la narrativa principal de su plan de litigio estratégico. De esta forma, Murray procuró capitalizar la oportunidad política que representaban las victorias del Movimiento por los Derechos Civiles y la centralidad de la Equal Protection Clause en la argumentación constitucional de la época.
Hemos dicho que la cultura constitucional opera en las intersecciones del campo político y el campo jurídico, y que las normas adquieren diversos sentidos dependiendo de las narrativas bajo las cuales son articuladas. La analogía raza-sexo fue la narrativa que permitió la traducción de las reivindicaciones políticas igualitarias del movimiento feminista al lenguaje constitucional de la década de los años sesenta. Así se buscó generar, por medio de argumentos conocidos y válidos en la cultura constitucional de ese entonces, el entendimiento de que las clasificaciones basadas en el sexo resultaban inconstitucionales por estar basadas en el mismo tipo de razonamientos que aquellas fundadas en la raza. Si eso era cierto, entonces de allí se seguía que debían ser examinadas por los tribunales bajo un escrutinio constitucional más riguroso que el de la mera racionalidad, test que las distinciones legales basadas en el género habían superado con éxito hasta entonces3.
Para enfatizar su posición, Murray solía caracterizar la situación de las mujeres en los Estados Unidos como un régimen de «Jane Crow» (Murray & Eastwood, 1965)4. En su visión, raza y sexo
son clases comparables, definidas por características fisiológicas, a través de las cuales un cierto estatus se fija desde el nacimiento. Las prescripciones legales y sociales basadas en la raza y el sexo han sido muchas veces idénticas, y generalmente han implicado la inferioridad inherente de estas clases respecto de un grupo dominante. Ambas clases han sido definidas por, y subordinadas a un mismo grupo de poder: los hombres blancos (Murray, 1971, p. 257).
Según esta visión, ambas minorías constituían grupos subrepresentados políticamente cuya subordinación era sostenida sobre la base de supuestas diferencias «naturales». Como se demostrará a continuación, la narrativa que emparentaba a la discriminación de género con la racial encontró terreno fértil en la cultura constitucional estadounidense y logró influir en el campo jurídico, logrando apropiarse del sentido de la catorceava enmienda.
La primera prueba para la estrategia de litigio basada en la analogía raza-sexo fue el caso White vs. Crook (1965), en la Corte de Apelaciones del Distrito Central de Alabama. En esa oportunidad, Murray se presentó en representación de la American Civil Liberties Union (en adelante, ACLU), que persiguió la anulación del veredicto absolutorio de los acusados por el asesinato de dos militantes del Movimiento por los Derechos Civiles, dictado por un jurado compuesto íntegramente por hombres blancos con base en la «exclusión sistemática de ciudadanos negros y de ciudadanas de ambas razas» del jurado (Chiappetti, 2017, p. 491). El caso resultaba atractivo como banco de pruebas de esta nueva estrategia porque ambas formas de discriminación (raza-sexo) operaban en simultáneo. Cabe indicar que el estado de Alabama era uno de los tres estados que aún prohibía que las mujeres integraran jurados (p. 491). Por su parte, la exclusión de ciudadanos de los jurados debido a su raza había sido declarada inconstitucional hacía casi un siglo (Strauder vs. West Virginia, 1880), aunque persistía, en la práctica, en ese estado. En ese contexto, la Corte de Apelaciones del Distrito Central de Alabama dictó una sentencia que reconoció que «las mujeres en Alabama tienen un derecho constitucional a no ser arbitrariamente excluidas del servicio de jurado» (White vs. Crook, 1965). La victoria fue parcial: como el estado de Alabama no apeló la sentencia, la Corte Suprema nunca se llegó a pronunciar sobre el caso.
El movimiento debió esperar al año 1971 para probar la suerte de la analogía raza-sexo ante el máximo tribunal. En el caso Reed vs. Reed (1971), Ruth Bader Ginsburg -fundadora y entonces directora del Proyecto para los Derechos de las Mujeres de la ACLU- condensó en la presentación escrita de Sally Reed ante la Corte Suprema (Ginsburg et al., 1971) los argumentos de Pauli Murray y otras feministas. La estrategia fue parcialmente exitosa: la sentencia, unánime, decidió que una ley de Idaho que establecía la preferencia automática de hombres sobre mujeres para la administración de acervos hereditarios era inconstitucional por representar «exactamente el tipo de legislación arbitraria prohibida por la Equal Protection Clause» (Ginsburg et al., 1971. A pesar de la victoria en los méritos, el tribunal no receptó explícitamente la analogía raza-sexo y descalificó la ley, utilizando el test constitucional de mera racionalidad5.
El destino de la estrategia de litigio constitucional de Murray y Ginsburg en la Corte Suprema se dirimió dos años más tarde en el caso Frontiero vs. Richardson (1973). Se trataba de un cuestionamiento a la constitucionalidad de una ley que establecía requisitos diferenciales, en función del sexo del solicitante, para el otorgamiento de ciertos beneficios económicos a empleados de las fuerzas armadas. Sharon Frontiero, empleada de la Fuerza Aérea, solicitó esos beneficios, previstos por la ley para los militares que tuvieran familiares que dependieran de ellos económicamente, como era el caso de su esposo Joseph. Aunque la solicitud era concedida a sus colegas varones automáticamente, a Sharon le fue denegada por no haber demostrado que su esposo dependiera de ella en más de un 50 % de su manutención. Frontiero se agravió de que la ley exigiera a las mujeres acreditar este extremo, el cual se presumía cuando los solicitantes eran hombres.
La ACLU se interesó en el caso y presionó a los abogados de Frontiero para que declinaran la representación en su favor; sin embargo, estos se mantuvieron firmes en su postura de que presentarían su propio caso ante la Corte. No estaban de acuerdo con la estrategia de litigio propuesta por la ACLU, que insistía con asimilar la discriminación por género a la racial para su elevación al estatus de categoría sospechosa. Finalmente, los abogados de Frontiero cedieron unos minutos de su tiempo de exposición ante la Corte Suprema a la ACLU, que se presentó como amicus curiae y argumentó, al igual que anteriormente en Reed vs. Reed (1971), que el estándar de revisión apropiado para los casos de discriminación por género era el escrutinio estricto, que ese tribunal ya utilizaba en casos de discriminación racial. Los abogados de Frontiero, en cambio, peticionaron a la Corte que aplicase un nivel de escrutinio «intermedio», hasta entonces inédito. El resultado es llamativo: en la misma presentación, la representación de Frontiero mantuvo un aproximamiento más ceñido al caso concreto; en tanto que la ACLU, representada por Ginsburg, insistió en el efecto expansivo del caso, en la analogía raza-sexo y en la aplicación del escrutinio estricto para todas las clasificaciones basadas en el género6.
La sentencia de la Corte hizo eco del abanico de posibles niveles de escrutinio aplicables a las normas que establecieran clasificaciones basadas en el género. El voto de la pluralidad, integrada por cuatro jueces7, recogió explícitamente la analogía entre la raza y el sexo, y sostuvo que ambas clasificaciones debían ser analizadas bajo escrutinio estricto. Entendió que tanto raza como sexo son características inmutables, no elegidas por las personas, y que clasificar en torno a ellas tiene como efecto relegar a una clase entera de individuos a un estatus legal inferior, sin que esa subordinación esté relacionada con su capacidad de contribuir a la sociedad. Además, consideró que el Congreso había decidido, al aprobar la ERA en 1972 y otras leyes antidiscriminatorias, que el sexo era, como la raza, una «categoría sospechosa». No obstante, esta postura no alcanzó a reunir los cinco votos necesarios para ser considerada voto mayoritario y convertirse en precedente.
Por su parte, el voto concurrente del Juez Powell8 también hizo lugar a la pretensión de Frontiero; sin embargo, se rehusó a considerar que el sexo fuera una categoría sospechosa. Sostuvo que era innecesario reconocerlo así, pues la aplicación del precedente Reed (1971) bastaba para resolver el caso. Para fundar su voto tuvo en cuenta, al igual que el voto de la pluralidad, la movilización popular por la ERA, pero la interpretó en sentido contrario. Argumentó que, dado que la ERA se encontraba aprobada por el Congreso y en pleno proceso de ratificación ante las legislaturas estatales, la Corte estaría actuando prematuramente si adoptaba el estándar de revisión más estricto para las clasificaciones basadas en el género. Tal decisión -argumentó Powell- vaciaría de contenido el mecanismo de enmienda constitucional y socavaría el proceso democrático que estaba teniendo lugar.
Los integrantes de la Corte siempre tuvieron en claro en qué sentido fallarían, aunque sabían que lo verdaderamente importante sería el razonamiento utilizado, puesto que ello determinaría el nivel de escrutinio que habría de ser aplicado, en adelante, respecto de las clasificaciones basadas en el género (Graetz & Greenhouse, 2016, p. 169). El «sexo» quedó a solo un voto de ser considerado una categoría sospechosa por la Corte Suprema, lo que hubiera llevado a las normas que lo utilizaran como criterio clasificatorio a ser analizadas bajo el más riguroso escrutinio constitucional por parte de los jueces. A pesar de ello, la narrativa propuesta por Murray -y recogida por Ginsburg y otras feministas- ya había logrado permear en la cultura constitucional, de tal manera que cuatro jueces de la Corte Suprema llegaron a recogerla como la interpretación constitucional correcta.
Frontiero (1973) dispara algunos interrogantes adicionales. El primero de ellos, naturalmente, es qué habría ocurrido si la representación de Frontiero hubiera cerrado filas detrás de la argumentación de la ACLU. Otro, a la luz de la utilización del proceso ratificatorio de la ERA en los argumentos de los jueces, es hasta qué punto la «estrategia dual» jugó a favor de los objetivos del movimiento feminista. El voto de la mayoría parece operar bajo la asunción de que la interpretación constitucional está informada por elementos provenientes del campo político y bajo la visión de que la exégesis constitucional no es una tarea privativa de los funcionarios judiciales. Con esta óptica, la campaña por la aprobación de la ERA apuntaló las perspectivas del litigio estratégico y viceversa. De otro lado, el voto concurrente señala los límites de la «estrategia dual» y trata como una contradicción la persecución simultánea del mismo objetivo por ambas vías. Bajo esa lente, el avance obtenido en la aprobación de la ERA mediante el proceso de enmienda constitucional obturó las posibilidades de éxito por vía jurisprudencial.
En suma, las opiniones de los tribunales en los casos reseñados en este apartado dan cuenta de dos procesos simultáneos. Por un lado, revelan el rol central que la movilización social ocupa en la configuración de la cultura constitucional. A su vez, reflejan cómo los cambios que esta opera en los entendimientos acerca de la Constitución impactan en la adjudicación constitucional.
II.2.2. Los estereotipos de género
Pauli Murray (1962) tenía claro que el problema de la discriminación por género era especialmente grave porque «la composición de los tribunales […] es abrumadoramente masculina, y no comprenden el problema» (p. 32). En similar sentido reflexionaba Ruth Bader Ginsburg acerca de su participación en las audiencias orales en la Corte Suprema por el caso Frontiero (1973):
Sentí una sensación de empodera