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Derecho PUCP

Print version ISSN 0251-3420

Derecho  no.88 Lima Jan./Jun. 2022

http://dx.doi.org/10.18800/derechopucp.202201.007 

Miscelánea

El delito de financiamiento prohibido de organizaciones políticas

The Crime of Prohibited Financing of Political Organizations

1Universidad de Alicante - España, jc.sandoval@ua.es

Resumen:

Este artículo es una primera aproximación al estudio de las figuras delictivas relacionadas con la financiación corrupta de los partidos políticos en el Perú. A tal efecto, el texto se centra en el análisis de la modalidad básica del delito de financiamiento prohibido de organizaciones políticas (CP, art. 359-A), que fue creado en virtud de la Ley N° 30997, de 5 de agosto de 2019, y que castiga, en resumen, a quien solicita, acepta, entrega o recibe recursos económicos procedentes de fuentes prohibidas para beneficiar a una organización política. La incriminación de esta conducta no es un caso aislado en el derecho comparado, por lo que el trabajo comienza con una revisión de la política internacional anticorrupción para determinar el estado de la cuestión en la lucha contra el fenómeno de la corrupción en el funcionamiento económico y financiero de los partidos políticos. A continuación, se formulan algunas consideraciones críticas sobre el tratamiento que dispensan tanto la Constitución como la Ley N° 28094, Ley de Organizaciones Políticas, de 1 de noviembre de 2003, al problema del sostenimiento económico de los partidos políticos. Los temas anteriores proporcionan las bases conceptuales y normativas que permiten una mejor comprensión de los elementos del tipo objeto y del tipo subjetivo del delito tipificado en el artículo 359-A del Código Penal. Esta aportación termina con la exposición de las principales conclusiones a las que se ha ido arribando.

Palabras clave: Organizaciones políticas; corrupción política; financiación prohibida de partidos políticos; constitución

Abstract:

This article is a first approach to the study of criminal figures related to the corrupt financing of political parties in Peru. To this end, the text focuses on the analysis of the basic modality of the crime of prohibited financing of political organizations (CP, art. 359-A), which was created by virtue of Law 30997, of August 5, 2019, and that punishes, in short, those who request, accept, deliver or receive financial resources from prohibited sources to benefit a political organization. The incrimination of this conduct is not an isolated case in comparative law, so the work begins with a review of the international anti-corruption policy to determine the state of the art in the fight against the phenomenon of corruption in economic and financial functioning of political parties. Next, some critical considerations are formulated on the treatment provided by both the Constitution and Law 28094, on political organizations, of November 1, 2003, to the problem of the economic support of political parties. The previous topics provide the conceptual and normative bases that allow a better understanding of the elements of the object type and the subjective type of the crime typified in the article 359-A of the Penal Code. This contribution ends with the exposition of the main conclusions that have been reached.

Key words: Political organizations; political corruption; prohibited funding of political parties; constitution

I. INTRODUCCIÓN

El 5 de agosto de 2019 se publicó en el diario oficial El Peruano la Ley N° 30997, que incorporó en el título XVII -«Delitos contra la voluntad popular»- del libro II del Código Penal un nuevo capítulo: el relativo a los «Delitos contra la participación democrática». Bajo esta rúbrica, se regularon dos figuras delictivas que también se crearon en esa ocasión: el «financiamiento prohibido de organizaciones políticas» (art. 359-A) y el «falseamiento de la información sobre aportaciones, ingresos y gastos» de las mismas (art. 359-B). A estos tipos penales, la ley de reforma sumó una disposición que fijaba qué fuentes de financiamiento están «prohibidas» a las fuerzas políticas (art. 359-C).

La creación de estos delitos sugeriría que los poderes públicos habrían ampliado su enfoque político-criminal en la lucha contra la corrupción, ya que en estas conductas no se aborda la clásica «corrupción pública» y tampoco la denominada «corrupción en el sector privado». En efecto, desde un punto de vista conceptual se puede considerar que por primera vez una reforma ha prestado atención específica a la «corrupción política», ya que la muestra más expresiva de la misma es, para algunos autores, la financiación ilegal de las formaciones políticas (Malem, 2000, p. 31; Martínez, 2006, p. 207)1. En este sentido, la Ley N° 30997 habilitó la intervención del derecho penal en un área que en el pasado le había sido ajena y que, por lo demás, resulta esencial para el funcionamiento del sistema político democrático: la del sostenimiento económico de los partidos políticos. Ahora bien, al margen de las motivaciones político-criminales concretas que pudo tener el legislador, no es una tarea sencilla evaluar el rendimiento preventivo de una norma que es un tanto reciente y que, a la fecha de entrega de este trabajo, no ha sido aplicada.

Pero esta situación no debería ser un obstáculo para llevar a cabo una valoración de la racionalidad legislativa de esta reforma. En efecto, la idoneidad de una política criminal anticorrupción no solo se apoya, como señala Queralt (2012), en la eficacia de un sistema procesal garantista y en la ejecución de las penas que se impongan, sino también en «la correcta definición de los tipos penales y la previsión de penas adecuadas» (p. 20). Y estas dos últimas variables se pueden analizar en este trabajo. Con todo, dadas las limitaciones de espacio existentes, me ocuparé del tipo básico del delito de «financiamiento prohibido de organizaciones políticas».

En general, la incriminación de esta conducta no es un caso aislado en el derecho comparado, si bien tiene una presencia mucho menor que la que caracteriza a las figuras delictivas asociadas a la corrupción en la esfera pública o la privada. Esta disparidad se explica por el hecho de que los instrumentos internacionales contemplan obligaciones de incriminación únicamente respecto de estas dos últimas formas de corrupción. De hecho, el problema de la corrupción en la vida económica de los partidos prácticamente no se aborda en las convenciones anticorrupción.

Con todo, este vacío ha sido cubierto de alguna manera por la producción normativa de los órganos del Consejo de Europa (CoE) -sobre todo, la Asamblea Parlamentaria, el Comité de Ministros y la Comisión Europea para la Democracia a través del Derecho (Comisión de Venecia)-, ya que han elaborado un conjunto de estándares para guiar la lucha contra la corrupción en el financiamiento de la política. Estos últimos son los únicos que existen a nivel regional. Así, por ejemplo, en el marco de la política anticorrupción de la Unión Europea (UE), el Parlamento Europeo y el Consejo han aprobado reglas para garantizar la transparencia y el control de la financiación que se otorga los «partidos políticos a escala europea». Sin embargo, como advierte Núñez (2017), ninguna de las Decisiones Marco y las Directivas de la UE hace mención a la regulación de este tema en las legislaciones de los Estados miembros, como si los casos de financiación ilegal a nivel nacional fueran «irrelevantes o insignificantes, o bien se encontraran claramente al margen de la corrupción política» (p. 736), lo que evidentemente no es así. En cuanto a Latinoamérica, ciertamente la Carta Democrática Interamericana (CDI) proclama que el «fortalecimiento de los partidos es prioritario para la democracia» y, añade, es necesario «prestar atención especial a la problemática derivada de los altos costos de las campañas electorales y al establecimiento de un régimen equilibrado y transparente de financiación de sus actividades» (art. 5). Sin embargo, esta declaración no ha sido desarrollada a través de otros instrumentos y, por lo demás, tampoco es posible exigir su ejecución a los países signatarios de la CDI, ya que esta no cuenta con cláusulas que aseguren su cumplimiento efectivo (Soria, 2015, p. 65).

En este estado de cosas, en lo que sigue me ocuparé, en primer lugar, de las directrices que ha aprobado el CoE para regular las finanzas de los partidos políticos. En concreto, daré cuenta de la estrategia anticorrupción que promueve esta institución, que, en suma, consiste en sujetar a las fuentes, las cuantías y la contabilidad de los partidos a un riguroso control de legitimidad democrática. En segundo lugar, en el plano del derecho comparado, abordaré un grupo de casos representativos de la decisión político criminal de incriminar de forma específica la financiación ilegal. En orden cronológico, de lo más antiguo a lo más reciente en lo que respecta a la creación de estos delitos, me referiré a la regulación que han adoptado Italia, España y Chile. En tercer lugar, entrando en el núcleo de este trabajo, expondré brevemente la evolución del régimen legal de la financiación de la política en el Perú para, en último término, dar cuenta de la conducta básica del tipo del artículo 359-A CP.

II. BREVE REFERENCIA A LA POLÍTICA ANTICORRUPCIÓN DEL CONSEJO DE EUROPA

Como decía, los tratados anticorrupción casi no establecen pautas para actuar contra la financiación ilícita de los partidos políticos. Sobre esto, es un tópico en la doctrina destacar que la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción es el único instrumento que se refiere a dicho problema, y también que tan solo prevé que cada Estado parte debe valorar la «posibilidad de adoptar medidas legislativas y administrativas» para mejorar la transparencia en el funcionamiento económico de las formaciones políticas (art. 7.3).

Por el contrario, el CoE se ha dotado de un corpus de directivas anticorrupción que se proyectan sobre tres ámbitos: la regulación legal de las fuentes de financiación; las medidas de transparencia y de control de la actividad económica de los partidos políticos; y el régimen sancionador contra la financiación ilegal de las formaciones políticas. Esta normativa empezó a gestarse en la Resolución N° (97)24, de 6 de noviembre de 1997, del Comité de Ministros, que instaba a las autoridades nacionales a incorporar en sus legislaciones los 20 principios rectores de lucha contra la corrupción. De forma particular, con arreglo al Principio 15, se exhortaba a crear «normas para la financiación de los partidos políticos y las campañas electorales que impidan la corrupción».

Uno de los primeros pasos en esa dirección correspondió a la Comisión de Venecia (2001), que elaboró los lineamientos que debían regir la financiación de los partidos políticos y que, con posterioridad, inspiraron la Recomendación N° 1516(2001), de 22 de mayo, de la Asamblea Parlamentaria, sobre «El financiamiento de los partidos políticos». En la parte considerativa de esta última se indicó que el número de escándalos de financiación de los partidos políticos demostraba que era urgente solventar este problema para evitar la pérdida de confianza en los sistemas democráticos. A tal efecto, se proponía que la conducción de la economía de las organizaciones políticas se rigiera por los siguientes principios: el equilibrio razonable entre la financiación pública y la privada; el reparto equitativo de las subvenciones entre los partidos políticos; la imposición de límites a las donaciones privadas y a los gastos de las campañas electorales; la transparencia y el control de las cuentas; y, finalmente, la aplicación de sanciones significativas.

Más tarde, estos principios se recogieron como normas generales en la Recomendación N° (2003)4, del Comité de Ministros, sobre «Reglas comunes contra la corrupción en la financiación de los partidos políticos y las campañas electorales». Estas constituyen la versión más acabada de los lineamientos político-criminales del CoE y su observancia por los Estados que lo integran, aunque no es obligatoria, es expresiva del compromiso político con la lucha contra la «corrupción política». Por este motivo, la verificación del cumplimiento de las estas Reglas se atribuyó a una institución del CoE: el Grupo de Estados contra la Corrupción (Greco), cuya misión es velar por la aplicación de los acuerdos anticorrupción mediante un proceso dinámico evaluador y de presión mutuos.

En el marco de la Tercera Ronda de Evaluación, dedicada en parte a «La Transparencia en la financiación de partidos políticos» (Tema II), la actividad del Greco prestó especial atención a la regulación de determinados asuntos -la financiación de las actividades ordinarias y de las campañas electorales, la contabilidad de los partidos políticos, y los sistemas de control y de castigo- en las legislaciones de los cuarenta y siete Estados del CoE, además de Bielorrusia y Estados Unidos de Norteamérica.

Ahora bien, en lo que respecta la supervisión de las normas sancionadoras, la función del Greco no consistió en auspiciar la creación de un delito autónomo de financiación corrupta de la política. En realidad, la citada Recomendación (2003)4, cuya implementación fiscalizó el Greco, solo preveía la imposición de «sanciones eficaces, proporcionadas y disuasorias» (regla 16) a la financiación ilegal de la política. Además, la observancia de esta directiva no implicaba tipificar una infracción que diera lugar a una responsabilidad penal. Por ello, los informes de evaluación y las recomendaciones de mejora que formuló el Greco entre 2007 y 2013 se limitaron a atender a la capacidad de las normas internas para hacer frente a la corrupción política. Sin perjuicio de lo anterior, como señala Maroto (2015), la labor del Greco constituyó la primera gran iniciativa internacional de evaluación de la legislación sobre financiación de los partidos políticos como mecanismo anticorrupción (pp. 301-302).

III. ASPECTOS DE DERECHO COMPARADO

III.1. Consideraciones previas

De acuerdo con las observaciones anteriores, se puede sostener que la política internacional anticorrupción no ha sido el elemento catalizador para la creación de los delitos de financiación ilegal de las organizaciones políticas. De hecho, en los países del CoE que decidieron dotarse de estas figuras delictivas -entre otros, Italia (1974), Alemania (1994), Francia (1988) y España (2015)- la causa principal fue la situación política interna. Así pues, las auténticas motivaciones político-criminales fueron las que tuvieron que ver con la realidad de la corrupción y la percepción de la misma en la sociedad de un país (Berdugo, 2016, p. 24). Y, salvando las distancias, otro tanto se puede decir respecto de la mayoría de los países de nuestro entorno geográfico -por ejemplo, Chile (2016) y Colombia (2017)-, que en la última década han impulsado reformas penales en el mismo sentido. En general, como señala un informe conjunto elaborado por Transparencia por Colombia et al. (2020), las acciones de sanción y control que se vienen emprendiendo en la región «se explican por la creciente presencia de casos de corrupción política vía financiación irregular de campañas» (p. 7).

En ese orden de ideas, la incriminación del financiamiento ilegal de los partidos ha sido, en gran medida, la respuesta a la preocupación social que ha causado la implicación de partidos políticos importantes en tramas de corrupción. Esto explicaría que, por citar algunos casos, en Italia la génesis de estos delitos esté vinculada de forma indisoluble con los «escándalos petroleros» (Biondi, 2012, p. 145; Forzati, 1998, pp. 274-275; Spagnolo, 1990, p. 6). Y lo mismo ocurre en Chile con los casos Penta y SQM (Fuentes, 2018, pp. 118-119), y en España con el caso Gürtel y el de los papeles de Bárcenas (Bocanegra, 2017, p. 856; Javato, 2017a, p. 2; Macías, 2016, p. 122; Núñez, 2017, p. 732).

Con lo anterior no pretendo soslayar que existen diferencias entre la experiencia europea y la latinoamericana en esta cuestión, y tampoco que cada una de ellas exige muchos matices; sino, sencillamente, poner de relieve que en la gestación de estas figuras delictivas no siempre han tenido un rol protagónico los debates sobre su fundamentación dogmática y político criminal. Pero, aparte de esto último, es incuestionable la necesidad de reflexionar sobre los problemas que subyacen en la financiación ilegal de partidos políticos, ya que la corrupción política es un fenómeno muy complejo y, por ende, el derecho penal no puede actuar contra todos los factores que alimentan el problema, máxime si la intervención penal propia de todo Estado democrático de derecho debe responder a las exigencias de fragmentariedad y subsidiariedad.

Así pues, sin ignorar las particularidades que ofrece cada país, es oportuno señalar -como sostiene la doctrina española especializada- que la corrupción en la vida económica de los partidos responde a causas estructurales, que resumiré en estas cuatro. En primer lugar, los partidos políticos tienen una necesidad crónica de recursos económicos, toda vez que, por un lado, deben sufragar el costo de competir en constantes procesos electorales y, por otro lado, las cuotas de sus afiliados no dejan de descender en un contexto creciente de desconfianza y desafección política (Nieto, 2006, pp. 117-118). En segundo lugar, los partidos políticos adolecen de una creciente oligarquización y burocratización, en el sentido de que los rigen cúpulas que están desconectadas de la ciudadanía, en general, y de los afiliados, en particular (Villoria, 2006, p. 206). Esta situación aleja a los partidos de sus aportantes naturales. Estrechamente vinculada a las causas precedentes, en tercer lugar, las administraciones públicas experimentan una suerte de «politización», ya que unos partidos «menos ideologizados y más clientelistas, dotados de estructuras burocráticas altamente centralizadas y opacas» se han apropiado del aparato estatal (Sánchez, 1997, pp. 195-197). Y, como resultado de lo anterior, se crea un margen para la arbitrariedad que favorece el empleo de los servicios públicos como moneda de cambio para obtener financiación (Ariño, 2009, p. 7). Por último, en cuarto lugar, la «corrupción política» resulta viable cuando la legislación de partidos no regula adecuadamente, entre otros aspectos, la financiación de las actividades ordinarias y de las campañas electorales, la transparencia y el control de la contabilidad partidaria, y un régimen sancionador idóneo para los casos de financiación ilegal (Ruiz-Rico, 2014, pp. 230-231).

Este amplio abanico de factores puede proporcionar una idea aproximada de la magnitud del fenómeno de la corrupción política y, por extensión, también puede brindar una imagen de la utilidad que tendría el derecho penal. Ahora bien, en este lugar no es factible analizar el rendimiento preventivo de los delitos de financiación ilegal en el derecho comparado y, por este motivo, en los apartados siguientes persigo una finalidad más modesta.

Como he señalado anteriormente, me ocuparé de las legislaciones de tres países que son representativas de la incriminación específica de la financiación ilegal en Europa y en América Latina. La revisión comenzará con Italia y España, y terminará con Chile, todo ello con el propósito de extraer elementos de juicio que permitan un mejor análisis de la legislación peruana. Con esta misma finalidad, me interesa poner de relieve algunos rasgos de la política criminal que se ha plasmado en la normativa penal de tales países.

III.2. Italia

En 1974, Italia se convirtió en uno de los primeros miembros del CoE en criminalizar la financiación ilegal de la política. Con anterioridad se habían hecho públicos diversos escándalos relacionados con este problema, pero al inicio de ese año estalló el llamado caso Enel, que afectaba a los partidos políticos más importantes del país (Frosini, 2000, p. 415; Severino, 2000, p. 203). Estos, en suma, fueron financiados sistemáticamente por la Unión Petrolera Italiana para conseguir que el precio del combustible se mantuviera en determinados niveles y, dada la gravedad de los hechos, se hizo impostergable el deber de regular el sostenimiento económico de los partidos (L’Erario, 2011, p. 291).

Con este precedente se dictó la Ley N° 195, «Sobre la contribución del Estado a la financiación pública de los partidos políticos», de 2 de mayo de 1974. En el artículo 7 de dicha ley se tipificaron dos delitos: la «financiación pública ilegal» y la «financiación privada encubierta ilegal». El primero castigaba la financiación de los partidos (o de sus estructuras político-organizativas) y de los grupos parlamentarios con recursos de la Administración pública o de sociedades con capital público superior al 20 % o controladas por estas últimas (art. 7.1). El segundo delito hacía lo propio respecto de las donaciones (directas o indirectas) a los mismos destinatarios provenientes de las personas jurídicas no comprendidas en el tipo antes mencionado, pero solo si las aportaciones carecían de la aprobación del órgano societario competente y del registro en la contabilidad partidaria y, además, no estaban prohibidas por la ley (arts. 7.2-7.3). Asimismo, en ambos delitos se castigaba tanto la entrega como la recepción de la financiación ilegal.

Aunque era una ley penal especial, la mayoría de sus disposiciones se ocupaban de la financiación pública (ordinaria y electoral) de los partidos italianos, que hasta ese entonces dependían en exclusiva de donaciones. Así pues, vista en su conjunto, la ley de 1974 buscaba asegurar la subsistencia de los partidos en un contexto de disminución de la participación social (Lanchester, 2000, p. 15) y, por esta vía, también pretendía moralizar la vida pública (Spagnolo, 1990, p. 17). Con todo, como señala Forzati (1998), la escasa aplicación de estos delitos puso en duda su utilidad, dando lugar a que fueran valorados como una suerte «legislación simbólica», pero esta situación dio un vuelco a raíz de las investigaciones del proceso de Mani Pulite (p. 59). Estas sacaron a la luz una extendida trama de corrupción bautizada Tangentopoli, que involucró, entre otros, a los principales líderes de los partidos Socialista y Demócrata Cristiano en actos de corrupción que incluían su financiación (Severino, 2000, p. 202).

De los dos delitos antes mencionados, únicamente el de financiación ilegal pública ha sido objeto de reformas. Primero, en 1981 se amplió el tipo para incluir la financiación ilícita de determinados cargos políticos, en particular la de los miembros de los Parlamentos Nacional y Europeo. Más tarde, en 2012, se incriminó las donaciones de los entes que tuvieran una participación pública igual o inferior al 20 % de su capital que asegurara a un ente público el control de estas sociedades; y, en 2019, se prohibió que las cooperativas sociales y los consorcios aportaran recursos económicos a los partidos políticos.

Aunque estas reformas parecerían indicar que los delitos de financiación ilegal de la política acusan una suerte de tendencia expansiva, en realidad, como advierte Javato (2017b), no han sido pocos los

intentos de despenalizarlos, y trasladarlos al campo del derecho administrativo sancionador; tendencia u opción (político-criminal) que responde no solo a los deseos de un cierto sector de la clase política italiana de garantizarse la impunidad sino también a la deficiente configuración de los comportamientos prohibidos ( p. 7).

III.3. España

En cuanto al caso español, la financiación ilegal de partidos políticos se convirtió en delito en virtud de la reforma penal de 2015. Antes de esta reforma casi todas las fuerzas políticas españolas se habían visto envueltas, en mayor o menor medida, en casos de financiación corrupta (De la Mata, 2016, pp. 1-3; León, 2018, pp. 4-7; Maroto, 2015, pp. 85-111; Núñez, 2017, pp. 735-736; Olaizola, 2014, p. 100), sin que la legislación de partidos pudiera prevenir tales hechos ya que, aparte de ser ineficiente, su principal finalidad era garantizar la supervivencia de los mismos a costa del erario público (Almagro, 2015, p. 15).

Ante esta situación, en el Congreso de los Diputados se registraron algunas iniciativas legislativas para incriminar la financiación ilegal de los partidos políticos (Maroto, 2015, pp. 306-314). Por su parte, salvo por los reparos de un sector de la doctrina2, la postura dominante era favorable a que estos comportamientos constituyeran delitos autónomos. A tal efecto, se elaboraron sólidas propuestas de lege ferenda para crear tipos de financiación ilegal -pública y privada- de partidos (Maroto, 2015, pp. 320-323; Nieto, 2006, pp. 126-138). Con otra mirada político-criminal, se propuso crear agravaciones específicas para los delitos de corrupción pública, junto con tipos relativos a la financiación ilegal oculta (Olaizola, 2014, pp. 197-199 y 209-213).

Empero, estos precedentes no fueron los determinantes para la reforma de 2015, que nació, al igual que en Italia, de la alarma social derivada del estallido de escándalos de «corrupción política» en medio de una crisis económica (De Miguel, 2015, p. 390; Hava, 2016, pp. 455-456). Con todo, la regulación penal española presenta, al menos, cinco diferencias fundamentales en relación con el sistema italiano.

La primera es que en España el nacimiento de los delitos de financiación ilegal no se produjo con ocasión a la implantación ex novo de un sistema de financiación público. La legislación de partidos -Ley Orgánica N° 8/2007, de 4 de julio, de financiación de partidos políticos (LOFPP)- contempla que estos puedan recibir recursos privados y públicos, aunque en la práctica las aportaciones públicas son las predominantes (Ariño, 2009, pp. 36-49; Maroto et al., 2013, pp. 25-27). Esto se debe a que el actual sistema de partidos surgió al final de la dictadura franquista y recibió un fuerte apoyo estatal para asegurar la estabilidad del régimen democrático (Iglesias, 2016, pp. 88-89).

La segunda diferencia es la siguiente: mientras que Italia reguló los delitos reseñados en una ley penal especial, el Estado español lo hizo en su Código Penal, en virtud de la Ley Orgánica N° 1/2015, de 30 de marzo. Esta decisión del legislador fue aplaudida por la doctrina, aunque la concreta ubicación que dio a estas conductas dentro de la sistemática del texto punitivo -a continuación de los delitos contra el patrimonio y el orden socioeconómico- evidenció que no tenía una visión clara de cuál era el bien jurídico categorial (Abadías, 2021, p. 743). En este sentido, se critica que, aunque las consideraciones de tipo patrimonial o económico tienen alguna importancia en estos delitos, «no constituyen el elemento central que se debe tomar como referente para identificar el bien jurídico protegido» (Basso, 2021, p. 7), que está referido a las funciones que desempeñan los partidos políticos en el Estado democrático de derecho. Por ello, estos delitos encontrarían un mejor lugar entre los delitos contra el orden constitucional (Muñoz Conde, 2019, p. 509; Quintero, 2016, p. 530; Sierra, 2017, pp. 802-803). En lo personal comparto esta última lectura, toda vez que es coherente con la idea de que estas conductas tienen un injusto material específico que los inserta en la esfera de la «corrupción política».

Las conductas de financiación ilegal tienen en común -y es la razón por la que son actos de corrupción- el apartamiento de los principios constitucionales que encauzan los procesos políticos. Y la desviación con respecto a este particular marco normativo de integridad es lo que permite considerarlos una expresión de la «corrupción política», al margen de que quien los perpetre sea un particular o tenga la doble condición de «político» y «funcionario público», o con independencia de que la captación de fondos se realice a través de un delito relacionado con la corrupción pública (Sandoval, 2014). Cuestión distinta es que para no pocos autores, aunque estos delitos tienen un injusto propio, lo cierto es que su formulación típica y la «politización de la Administración» los emparenta con los delitos de corrupción pública (Javato, 2017a, pp. 24-25; Nieto, 2019, p. 499); mientras que otros equiparan, desde el punto de vista valorativo, la corrupción política a la de carácter «público» (Benítez, 2021; Terradillos, 2017).

La tercera diferencia radica en que la ley italiana de 1974 castiga un amplio abanico de supuestos de financiación pública ilegal, así como también la financiación ilegal privada oculta cuando proviene de personas jurídicas. Por contra, el Código Penal español tiene un alcance más limitado. Es cierto que tipifica el delito de financiación ilegal privada (art. 304 bis) y el «de pertenencia o dirección de estructuras u organizaciones destinadas a financiar ilegalmente a los partidos» (art. 304 ter); pero, en rigor, solo el primero castiga la financiación corrupta de un partido. El segundo es un delito autónomo de base asociativa semejante a otros que ya castigaba el Código Penal (asociaciones ilícitas, y organizaciones y grupos criminales) antes de 2015, si bien tiene un objetivo específico: proveer, fuera de la ley, fondos para las fuerzas políticas (Macías, 2018, pp. 12-22; Pérez, 2018, pp. 154-180; Sáinz-Cantero, 2020, pp. 229-243).

Como decía, el delito del artículo 304 bis CP recoge casos de financiación ilegal de origen privado (Santana, 2017). Las conductas típicas consisten en «recibir» (pero también se castiga «entregar») determinados aportes destinados a las formaciones políticas con infracción de lo prevenido en la LOFPP, de modo que se castigan las donaciones prohibidas en esta norma, como las anónimas, las finalistas, etc. Sin embargo, la decisión político-criminal de acotar la tipicidad en estos términos, según la práctica totalidad de la doctrina, ha generado importantes vacíos de punición. De entrada, el artículo 304 bis CP no incluye los casos de financiación ilegal de origen público y tampoco la financiación ilegal (pública o privada) destinada a las campañas electorales (Núñez, 2017, p. 758; Puente, 2017, pp. 77-88). Y otro tanto se puede decir de las «falsedades en la contabilidad» de los partidos políticos, si bien el vacío se refiere a la información contable de las actividades ordinarias, ya que la falsedad en la contabilidad electoral está castigada en la legislación que regula los procesos electorales (Bustos, 2021, pp. 168-169; Cano, 2021, pp. 173-179; Odriozola, 2018, p. 125).

La cuarta diferencia está en que, mientras en Italia no existe un régimen de responsabilidad penal de las personas jurídicas propiamente dicho (León, 2019, pp. 68-69), en España ocurre lo contrario y, de hecho, los propios partidos pueden responder por la comisión del delito de financiación ilegal privada (CP, art. 304 bis 5).

Por otra parte, en Italia y en España la financiación ilegal no solo recibe una respuesta penal, sino también otra de orden administrativo. La existencia de esta doble vía sancionadora ha alimentado, como ya he señalado, debates en Italia sobre la retirada del derecho penal en favor del uso del derecho administrativo (Castellón, 2021, pp. 890-895). Pues bien, la despenalización no es objeto de discusión en España, sino -y paso a la última diferencia- el trazado de las fronteras entre la intervención penal y la administrativa en esta materia.

El artículo 304 bis CP es una norma penal en blanco, ya que contiene remisiones a concretos tipos administrativos previstos en la LOFPP. Sin embargo, la finalidad de los reenvíos normativos en este delito no parece ser la integración de las conductas típicas: al tratarse de remisiones «en bloque», lejos de servir de complementos, los tipos de la LOFPP son los que definen el ámbito de lo delictivo (Javato, 2017a, pp. 26-27; Quintero, 2016, p. 530). Esta técnica legislativa va en contra de lo que ha estipulado el Tribunal Constitucional español respecto al uso de leyes penales en blanco, toda vez que, para no violar el principio de legalidad, dicho tribunal exige que la norma penal se reserve el «núcleo esencial» de la prohibición. Así las cosas, el artículo 304 bis CP enturbia los límites entre el derecho penal y el derecho administrativo sancionador en la medida que, respecto de algunos ilícitos, no es nítida la mayor lesividad de la infracción penal frente a la infracción administrativa (Basso, 2021, pp. 21-22; Corcoy & Gallego, 2015, p. 1052). El problema se agudiza si se tiene en cuenta lo siguiente: la LOFPP tipifica otras infracciones que, «valorativamente, son equiparables en gravedad, si no superiores, a las criminalizadas» en el artículo 304 bis CP (Terradillos, 2017, p. 21), pero han quedado extramuros de dicho precepto.

Finalmente, hay que añadir que el principio de irretroactividad de la ley penal ha impedido aplicar el artículo 304 bis CP, que entró en vigor en 2015, al juzgamiento de los escándalos de corrupción que impulsaron su creación. Esto no significa, sin embargo, que no se haya acreditado judicialmente la financiación ilegal de un partido político. A modo de breve ejemplo, el mencionado Caso Gürtel consistió en una trama de corrupción vinculada al Partido Popular y dirigida por el empresario Francisco Correa. Las actuaciones judiciales comenzaron en 2009, pero, dada la complejidad del caso, el proceso se fraccionó en varias piezas separadas. Pues bien, en algunas de las que afectaban al Partido Popular se declaró probado que este se financió de manera corrupta. Así sucedió en la Pieza Época I (1999/2005). Al respecto, la sentencia de la Audiencia Nacional 20/2018, de 17 de mayo, declaró probado que el Partido Popular dispuso de una «caja B», consistente «en una estructura financiera y contable paralela a la oficial», que utilizó entre 1989 y 2008. Más tarde, la sentencia del Tribunal Supremo 507/2020, de 14 de octubre, confirmó la existencia de dicha caja. En ambas sentencias, igualmente, se declaró probada la intervención de cargos del partido en delitos relativos a la corrupción pública, pero no se dilucidó la responsabilidad penal del partido, ya que los delitos se cometieron antes de 2012, cuando los partidos políticos pasaron a estar sujetos al régimen de responsabilidad penal de las personas jurídicas. No obstante, el Partido Popular fue declarado responsable civil a título lucrativo en ambas sentencias.

III.4. Chile

A partir de la década de los años ochenta del siglo pasado, cuando los gobiernos elegidos a través de las urnas empezaron a sustituir a las dictaduras militares, se puso de manifiesto que los partidos políticos debían ocupar un lugar destacado en los nuevos regímenes políticos en América Latina (Ramos, 1998, p. 321). La expansión de este tipo de gobiernos fue determinante para que se desarrollara paulatinamente una legislación sobre partidos y, como advierten Valadés y Zovatto (2006), como resultado «hoy todos los países latinoamericanos han constitucionalizado a los partidos políticos y han emitido normas dirigidas a controlar su funcionamiento» (p. XIX).

Una muestra expresiva de esta realidad normativa emergente es el conjunto de disposiciones que regulan las relaciones entre el dinero y la política. El desarrollo de las mismas se convirtió en una «tarea urgente» -afirman Casas y Zovatto (2011)- para las democracias latinoamericanas, y la experiencia de los últimos treinta años lo confirman, ya que han sido patentes los graves riesgos que entraña no legislar adecuadamente el financiamiento político. Para «América Latina -aseveran- el mayor peligro es la posibilidad de que el narcotráfico y, en general, el crimen organizado penetre las instancias políticas para comprar impunidad mediante el financiamiento de las campañas». Los casos de las campañas de los ex presidentes Paz Zamora en Bolivia, Samper en Colombia y Pérez Balladares en Panamá son tan solo algunos de los ejemplos más destacados de dicho peligro (p. 20)

Lamentablemente, aun cuando el tema requería una atención «urgente», los avances que se han realizado son desiguales. Esta disparidad es mayor en lo que toca al sistema sancionador de la financiación ilegal de la política. De la información que brinda un estudio de derecho comparado que se realizó en 2011, y que abarcó las legislaciones de dieciocho países (Gutiérrez & Zovatto, 2011, p. 574), se puede inferir, entre otras ideas, que los procesos legislativos nacionales no siguen los dictados de una política anticorrupción regional.

Ahora bien, a lo largo de la segunda década de este siglo, un grupo de Estados emprendió reformas penales que se tradujeron en la creación de tipos específicos de financiación ilegal de partidos políticos. Un caso representativo de esta tendencia, y que veré a continuación, es el de Chile.

He elegido este país porque dispuso el castigo penal de la financiación ilegal poco antes de que lo hiciera el Perú y, además, el ordenamiento jurídico chileno ha experimentado una evolución positiva, puesto que ha transitado desde la carencia de disposiciones específicas contra la financiación ilícita de partidos a la intervención administrativo-sancionadora y penal contra este problema.

El reconocimiento legal y constitucional de los partidos en Chile ha discurrido a través del lento proceso que interrumpió la implantación de la dictadura pinochetista. Paradójicamente, la actual legislación de partidos se gestó durante dicho régimen (García, 2006, pp. 306 y 328). Así, la Constitución de 1980 reconoció la existencia de partidos políticos (art. 19.15a); pero, señaló que, en tanto no entrara en vigor una ley orgánica constitucional de partidos, estarían prohibidas las actividades «político-partidarias» (décima disposición transitoria). El 4 de abril de 1987 se aprobó esta norma, la N° 18.603.

La Ley N°18.603, de los partidos políticos, reguló por primera vez la financiación de los mismos. Ahora bien, esta solo contemplaba el «financiamiento ordinario» de origen «privado» (cotizaciones de afiliados, donaciones y legados). En cuanto a los posibles aportantes, la ley no fijaba restricciones y no contaba con mecanismos de control propiamente dichos. Así las cosas, el «financiamiento de las campañas electorales» quedó sin regulación alguna y esta situación se prolongó en los años siguientes, lo que convirtió a Chile en uno de los países más atrasados en esta materia (Fuentes, 2011, p. 135; Nogueiro, 2015, p. 573).

Al igual que en Italia y en España, el estallido de un escándalo de corrupción obligó al legislador chileno a prestar atención a la «financiación electoral». Así pues, en 2003 se promulgó la Ley Orgánica Constitucional N° 19.884, de 5 de agosto, de transparencia, límite y control del gasto electoral. A grandes rasgos, esta ley implantó un sistema de financiación basado en subvenciones públicas -directas e indirectas (acceso gratuito a franjas televisivas)- y en aportes privados; y fijaba topes máximos a los gastos electorales. Del mismo modo que la Ley N° 18.603, la Ley N° 19.884 no prohibía que una persona jurídica hiciera donaciones (salvo que el donante recibiera subvenciones públicas o fuera una institución sin fines de lucro); pero, a diferencia de aquella, sancionaba con multas la inobservancia de sus reglas.

Viendo este estado de cosas, no le falta razón a Fuentes (2011) al afirmar que los cambios que se produjeron en la primera década del siglo XXI representaron un avance significativo (p. 179). Esta evolución ha proseguido en los últimos años, ya que las leyes N° 18.603 y 19.884 han sido objeto de profundas reformas que, en su conjunto, han conformado un «esquema regulatorio robusto y complejo» que persigue «evitar la influencia indebida del dinero en la política y nivelar el campo de juego por la vía de garantizar la igualdad de condiciones entre las fuerzas políticas» (Náquira & Salim-Hanna, 2021, pp. 812-813). De todos estos cambios únicamente me referiré, por su relevancia para este trabajo, a los que realizó la Ley N° 20.900, de 14 de abril de 2016, de fortalecimiento y transparencia de la democracia.

Esta norma se enmarcó en un proceso encaminado a solucionar la grave crisis política causada por las investigaciones relativas a la comisión de delitos de corrupción vinculados a las campañas políticas (Torres, 2016, p. 25). A tal efecto, la Ley N° 20.900 introdujo, entre otras, las siguientes reformas en la Ley N° 18.603: a) instauró el financiamiento ordinario público para costear las actividades, el pago de deudas, la adquisición de inmuebles, la elaboración de estudios que apoyen la labor política y programática, etc.; y b) prohibió a los partidos políticos recibir «aportes de cualquier naturaleza de personas jurídicas».

En cuanto a las modificaciones practicadas por la Ley N° 20.900 en la N° 19.884, destacaré que: a) las personas jurídicas de derecho público o de derecho privado quedaron impedidas de efectuar aportes electorales, con excepción de las «que realicen los partidos políticos y el Fisco, en la forma en que lo autoriza la ley»; y b) la financiación ilegal de partidos políticos se convirtió en delito.

Los rasgos básicos de estos delitos pueden resumirse en las siguientes cinco ideas. En primer lugar, la Ley N° 19.884 tipifica dos grupos de delitos: uno referido a la financiación corrupta de la política en sentido estricto y otro relativo a delitos conexos a la corrupción.

Aquí interesa, por razones obvias, solo el primer grupo, que comprende estas modalidades: a) otorgar u obtener para candidaturas o partidos políticos aportes que estén regulados en las leyes N° 18.603 y 19.884, siempre y cuando la cuantía supere el límite permitido en un 40 %; b) otorgar u obtener aportes de personas jurídicas con infracción de lo previsto en la Ley N° 19884; y c) solicitar u ofrecer los aportes de las modalidades anteriores (Decreto con Fuerza de Ley N° 3, 2017, art. 30).

En segundo lugar, las conductas antes reseñadas abarcan hipótesis de financiación ilegal ordinaria y de financiación ilegal electoral. Una opinión similar tiene Torres (2016), para quien la formulación de la conducta típica permite diferenciar entre «otorgar u obtener aportes» para los partidos (financiamiento ordinario) y para los «candidatos» (financiamiento electoral) (p. 30). Así pues, aunque un sector de la doctrina incardina estos delitos dentro del conglomerado de los «delitos electorales»3, no es apropiado circunscribir la interpretación de la tipicidad al ámbito electoral (Náquira & Salim-Hanna, 2021, pp. 812-813).

En tercer lugar, las tipicidades se construyen sobre la base de determinadas prohibiciones que están amparadas con sanciones administrativas en las leyes N° 18.603 y 19.884. Esta opción legislativa, aunque es similar a la adoptada en el Código Penal español, se ha desarrollado en la ley chilena con una técnica más depurada. Así, por ejemplo, el hecho de que los tipos prevean una condición objetiva de punibilidad -que el monto de la aportación supere el 40 % de lo autorizado- permite apreciar la mayor lesividad de las infracciones penales respecto de las administrativas.

En cuarto lugar, la respuesta penal prevista en la Ley N° 19.884 para la financiación ilegal de la política contempla la privación de libertad y la multa proporcional como penas cumulativas, lo que contrasta con la benignidad que acusa el Código Penal español para este tipo de conductas y que ha sido criticada por la doctrina (Echarri, 2018, pp. 409-413; Odriozola, 2018, pp. 126-127).

En quinto lugar, la modalidad delictiva que consiste en otorgar u obtener aportes de personas jurídicas con infracción de lo previsto en la Ley N° 19884 merece dos observaciones. Los aportes de personas jurídicas prohibidos en la Ley N° 18.603 han quedado fuera del tipo de forma inexplicable, punto que critican con razón Náquira y Salim-Hanna (2021, p. 823). Además, la responsabilidad penal derivada de este delito solo afecta a las personas naturales, puesto que las jurídicas solo están sometidas a las sanciones administrativas de la Ley N° 19.884 (Torres, 2016, pp. 36-37). En suma, la opción del legislador chileno, a diferencia del español, ha sido no exigir responsabilidad penal a las personas morales por este delito y, por extensión, a los propios partidos políticos.

IV. EL RÉGIMEN LEGAL DE FINANCIACIÓN DE LA POLÍTICA EN EL PERÚ

Cuando se habla de corrupción en la vida económica de los partidos políticos peruanos hay que tener presente que es un fenómeno que, lamentablemente, tiene hondas raíces en nuestra historia. Así, en las investigaciones más solventes sobre la «corrupción política» y administrativa se acredita que, desde los años veinte hasta los noventa del siglo pasado, cuando alcanza su punto álgido durante los gobiernos de Alberto Fujimori (1990-1995 y 1996-2000), existió una «larga historia estructural de corrupción incontenida» (Quiroz, 2013, p. 519).

Ahora bien, de forma más acusada a partir del periodo fujimorista, los continuos procesos electorales, el alto precio de las campañas (centralizadas en los medios de comunicación social), y la mayor competencia entre los partidos son factores que llevaron a que el costo de la política se incrementara sustantivamente; mientras que, a la vez, el número de afiliados a las fuerzas políticas y sus aportes económicos disminuían de manera progresiva (Tuesta, 2011, p. 445). Bien mirados, estos motivos son muy similares a los que la doctrina española señala como causas estructurales de la financiación corrupta de los partidos políticos.

En este contexto, al igual que en otras latitudes, la necesidad de medios económicos se consolidó como un problema endémico para los partidos y la corrupción, a su vez, se convirtió por desgracia en una vía de fácil acceso para solventarlo a causa de la deficiencia -cuando no la falta- de mecanismos de autorregulación en las organizaciones políticas (asunción de responsabilidades políticas y rendición de cuentas), y también debido al control que estas ejercen sobre la Administración pública.

Teniendo en cuenta este panorama, resulta llamativo que los poderes públicos empezaran a ocuparse del problema de la financiación de la política desde hace poco tiempo. Así, la primera referencia normativa al tema aparece en la Constitución de 1993, mas el nacimiento de una legislación de partidos propiamente dicha, en la que se aborda el sostenimiento económico de los partidos políticos, se produjo con la Ley N° 28094, de 1 de noviembre de 2003.

Al igual que las reformas que se han acometido en Italia, España y Chile en esta materia, los cambios más importantes que sufrió la Ley N° 28094 tuvieron como causa determinados escándalos de corrupción. Y, como se sabe, Odebrecht es el nombre que se ha dado a la trama que desencadenó la crisis social y política más importante de este siglo en nuestro país. Sin este escándalo (y otros de diferente gravedad), no se puede entender que el Poder Ejecutivo promoviera en 2018, dentro del marco de una pretendida «reforma política», un conjunto de reformas constitucionales anticorrupción encaminadas a redefinir la composición y las funciones del órgano de gobierno del Poder Judicial; restablecer el sistema bicameral en el Poder Legislativo; prohibir la reelección de los congresistas; y, en lo que aquí interesa, regular las finanzas de los partidos con arreglo a los principios de transparencia y rendición de cuentas.

Los objetivos de la «reforma política» no se alcanzaron por completo cuando se aprobaron de las reformas constitucionales -salvo la relativa al retorno a la bicameralidad- en un referéndum en diciembre de 2018. Así, ese año el Poder Ejecutivo creó la Comisión de Alto Nivel para la Reforma Política con el cometido de elaborar un conjunto de proyectos de reformas legislativas anticorrupción. Pues bien, el actual régimen legal aplicable a la financiación de los partidos políticos es, de alguna manera, tributario de las propuestas de dicha Comisión, ya que algunas se plasmaron con posteridad en el Código Penal y, como decía, en la Ley N° 28094.

Así las cosas, al objeto de identificar los principales problemas del sistema legal de financiación de la política, en lo que sigue de este apartado me ocuparé, en primer lugar, de los lineamientos generales que la Constitución y la Ley N° 28094 fijaban en la materia hasta que se produjo la reforma constitucional antes comentada; en segundo lugar, daré cuenta de uno de los proyectos de la Comisión de Alto Nivel para la Reforma Política (CANRP); y, en tercer lugar, señalaré de forma breve las últimas reformas practicadas en la legislación de partidos políticos.

IV.1. La Constitución y la legislación de organizaciones políticas

El artículo 35 de la Constitución establece en su primer párrafo que los «ciudadanos pueden ejercer sus derechos individualmente o a través de organizaciones políticas como partidos, movimientos o alianzas, conforme a Ley». Con todo, en su segundo párrafo, señala que el legislador ordinario debe asegurar en los partidos -no en todas las «organizaciones políticas»- la «transparencia en cuanto al origen de sus recursos económicos, y el acceso gratuito a los medios de comunicación social de propiedad del Estado en forma proporcional al último resultado electoral general». Al margen de los problemas de técnica legislativa, el artículo 35 da a las «organizaciones políticas» un evidente protagonismo.

Pese a esta relevancia, se tardó casi una década en desarrollar dicho precepto, pues, como decía, recién en 2003 se promulgó la Ley N° 28094. Aunque la Constitución se refiere a las «organizaciones políticas», esta era una ley -como su nombre indicaba- dedicada solo a los partidos políticos, que se convirtieron así en el eje del sistema político democrático. Esta prominencia se mantiene hasta hoy, a pesar de que en 2016 la ley pasó a llamarse «Ley de Organizaciones Políticas» (LOP).

El principal mérito de la LOP fue abordar por primera vez en nuestra historia, entre otros, cuatro temas centrales: a) el sistema de financiación de la política (art. 28). Así, junto con una «financiación pública directa» a los partidos con representación en el Congreso (art. 29) y otra «pública indirecta», que se cifraba en la gratuidad en el acceso de cualquier fuerza política a los medios de comunicación públicos y particulares (arts. 37-38), se regulaba la «financiación privada» (art. 30). b) Las fuentes de financiamiento prohibidas. En concreto, se vetaban las aportaciones de las entidades de derecho público, o de empresas estatales o que tengan participación del Estado; las «confesiones religiosas de cualquier denominación»; y los partidos y agencias de gobiernos extranjeros, salvo cuando financien la formación, capacitación e investigación (art. 31). c) El sistema de control de la actividad económica-financiera de los partidos (art. 34). La LOP dejaba el control «interno» en manos de los partidos, pero encomendaba el «externo» a la Gerencia de Supervisión de Fondos Partidarios de la Oficina Nacional de Procesos Electorales (en lo que sigue, ONPE). d) Un sistema administrativo-sancionador. En el artículo 36 LOP se tipificaban tres infracciones, mas solo dos están relacionadas con la financiación ilegal en sentido estricto. Así, por un lado, recibir «ingresos de una fuente prohibida», y omitir o adulterar la «información de la contabilidad de ingresos y gastos», son conductas, respectivamente, de tenencia material de fondos prohibidos, y de ocultación del origen o de la cuantía de los mismos. Por otro lado, recibir «contribuciones individuales o aportaciones anónimas» que violen los topes fijados en la LOP (art. 36.c) también alude a la disponibilidad de dinero. La multa proporcional era la sanción prevista para estas conductas y la cuantía dependía del valor de la contribución recibida, omitida o adulterada.

No obstante, la LOP también adolecía de graves deficiencias. Dado que este no es el lugar para examinarlas de forma pormenorizada, paso a señalar de manera resumida las cuatro siguientes.

La primera era que la «financiación pública directa» solamente podía sufragar dos tipos de gastos: los de formación, capacitación e investigación; y los de funcionamiento ordinario. Esta es una diferenciación que, además de rígida, me parece artificial: la formación y la capacitación de los afiliados deberían ser, en mi opinión, una parte esencial de la vida cotidiana de los partidos políticos; pero estos, al menos en la historia peruana, nunca han sido -y difícilmente lo serán en el corto plazo- un espacio de investigación.

En el derecho comparado, la Ley N° 18.603, de los partidos políticos de Chile, incluye como uno de los destinos de la «financiación pública ordinaria» la preparación de los candidatos para cargos públicos, la formación de militantes y la elaboración de estudios que apoyen la labor política (art. 40). Esta regla merece, a mi criterio, una valoración semejante a la que acabo de expresar.

En mi opinión, el pago de gastos de formación y otros semejantes con fondos públicos suscita el riesgo de que supuestas «escuelas» para militantes o, incluso, la realización de estudios de educación superior, se conviertan en una vía para desviar la «financiación pública» de sus legítimos objetivos. Por lo demás, la LOP no tenía en consideración si los gastos de formación y los ordinarios se realizaban o no durante una campaña electoral.

La segunda deficiencia era que, además de no contemplar los «gastos de campaña electoral», la ley tampoco establecía reglas para los aportes -públicos o privados- destinados a sufragar los procesos electorales. Ahora bien, lo más preocupante de este vacío era que, aunque la LOP no regulaba la financiación y los gastos electorales, estos siempre han existido en la práctica y han carecido de cualquier supervisión. Tal limitación es necesaria, según la Comisión de Venecia (2001), para garantizar la «igualdad de oportunidades para las diferentes fuerzas políticas» (§ B.8). Además, si se tiene en cuenta que la necesidad de dinero y el endeudamiento con las instituciones financieras nacen, precisamente, de la constante concurrencia a elecciones, entonces resulta razonable, como prevé la Recomendación (2003)4 del CoE, «establecer límites a los gastos asociados a las campañas electorales» (regla 9).

La tercera deficiencia era que el mandato constitucional de transparencia no se cumplía por completo. Sin perjuicio de otros motivos, que la LOP admitiera ciertas donaciones anónimas equivalía a dar permiso para una opacidad financiera que favorece la corrupción. Así, el «anonimato» es una vía idónea para que un donante capture la voluntad de un partido y, si lo logra, se oculta a los votantes las verdaderas razones y los procedimientos que se siguen para adoptar ciertas decisiones, lo que viola el principio de publicidad, entendido como el uso de la razón pública en la gestión política (Malem, 2000, pp. 121-127).

El derecho comparado ofrece un dato interesante. La legislación electoral chilena exige la identificación completa de todos los aportantes y, asimismo, garantiza la publicidad de esta información, si bien admite excepciones a esto último -mas no al carácter nominativo de las aportaciones- para donaciones menores (Ley N° 19.884, arts. 19 y 20).

Y la cuarta deficiencia era que el catálogo de conductas de financiación ilegal no contemplaba algunos supuestos que, según la experiencia comparada, aconsejan una respuesta sancionadora. La legislación de partidos española tipifica como infracciones administrativas, por ejemplo, la condonación de deudas que los partidos han contraído con las instituciones financieras, y el pago directo o indirecto de los gastos de los partidos políticos por parte de terceros.

Los defectos antes señalados impidieron que la LOP tuviera en los primeros años de este siglo un rendimiento preventivo óptimo. Entre 2003 y 2021 se llevaron a cabo cuatro elecciones generales y otras de diferente alcance, y a raíz de cada una de ellas volvió a aflorar la cuestión no resuelta de captación ilícita de recursos financieros. Con todo, el escándalo que mejor condensa las manifestaciones más nefastas de la corrupción en el ámbito político es el de Odebrecht, que toma su nombre de una empresa constructora brasileña. Como es sabido, las investigaciones judiciales realizadas hasta el momento, que incluyen las confesiones de directivos de la corporación en el marco de acuerdos de colaboración eficaz, acreditarían que la entidad habría realizado pagos sistemáticos a diversos cargos políticos (comprometiendo, incluso, a los presidentes que gobernaron la república entre 2001 y 2018). Y todo lo anterior con un fin principal: obtener la concesión de contratos de obras públicas. Al margen de las calificaciones jurídicas de estas conductas, y con independencia de que a la fecha constituyen casos sub judice, destaca de manera particular la presunta financiación corrupta del Partido Nacionalista Peruano y del Partido Peruanos por el Kambio, cuyos candidatos presidenciales ganaron las elecciones generales, respectivamente, en 2011 y 2016. Y otro tanto se puede decir del principal partido de la oposición en la última década, Fuerza Popular, que presuntamente recibió fondos ilegales para concurrir a ambas contiendas electorales.

Frente a la situación de profunda inestabilidad política y social que se derivó de estos graves sucesos, la reacción de los poderes públicos fue reformar la LOP. Desde que entró en vigor, sus disposiciones sobre el financiamiento de los partidos prácticamente no se habían visto afectadas. Esta situación terminó con la Ley N° 30689, de 30 de noviembre de 2017, aunque, si hubiera que hacer una valoración de los cambios que aparejó, no predominan los aciertos.

Por un parte, la reforma establecía que los fondos de «financiamiento público directo», que desde 2003 solamente podían ser empleados en la formación, capacitación e investigación, así como en el funcionamiento ordinario, no debían superar en cada uno de estos rubros el 50 % del total de la asignación. En mi opinión, esta regla limita la autonomía de los partidos en orden a decidir qué gastos necesitan realizar y, en todo caso, no es sencillo entender por qué razón la LOP establece una distribución a partes iguales. La reforma de 2017 dificulta encontrar una explicación porque, además, permitía a los partidos «adquirir bienes inmuebles» para el funcionamiento de los comités partidarios, egresos que, por su naturaleza, incrementarían sin lugar a duda los gastos ordinarios. Y, por añadidura, la reforma no abordaba la cuestión de la «financiación pública electoral».

Por otra parte, la Ley N° 30689 también afectó el catálogo de fuentes de financiamiento prohibido, en el sentido de que ampliaba el veto a los aportes procedentes de: a) personas jurídicas nacionales con o sin fines de lucro; b) personas jurídicas extranjeras con fines de lucro; c) personas naturales o jurídicas extranjeras sin fines de lucro (salvo que los aportes se dedicaran exclusivamente a formación); d) personas naturales «condenadas con sentencia consentida [hasta diez años después de cumplida la condena] o ejecutoriada, o con mandato de prisión preventiva vigente por delitos contra la administración pública, tráfico ilícito de drogas, minería ilegal, tala ilegal, trata de personas, lavado de activos o terrorismo»; y e) los «aportes anónimos de ningún tipo». Esta última novedad, en particular, fue un motivo de satisfacción. Con todo, el legislador de 2017 no introdujo ninguna cautela respecto a las instituciones financieras, de modo que estas pudieron continuar concediendo créditos o bien condonándolos sin ninguna restricción que evite una financiación corrupta.

Sin perjuicio de otros cambios, me interesa destacar los tres siguientes: se ampliaron las reglas relativas al sistema de control externo del funcionamiento económico de los partidos; se remodeló el sistema administrativo sancionador, pues el número de infracciones se elevó de tres a diecisiete y se clasificaron en leves, menos graves y graves; y, si bien no se tipificó como una infracción administrativa, se prohibió con carácter general que, durante un proceso electoral, los candidatos (o terceros que actúen a sus órdenes) entregaran o prometieran dinero u objetos de naturaleza económica de manera directa.

De forma muy próxima en el tiempo a los cambios antes señalados se modificó la Constitución. Dejando de lado el convulso contexto en el que se esta gestó, en agosto de 2018 el Poder Ejecutivo presentó al Congreso de la República cuatro proyectos de ley de reforma constitucional que modificaban aspectos básicos del sistema político y judicial, los cuales fueron aprobados y, luego, ratificados en un referéndum en diciembre del mismo año.

De las leyes de reforma que se refrendaron en la consulta popular, aquí interesa la que afectó al artículo 35 para regular el financiamiento de las organizaciones políticas. En virtud de esta, la Ley N° 30905, de 1 de octubre de 2019, introdujo cuatro grandes modificaciones en dicho precepto: a) se dispuso que el legislador garantizara que las «organizaciones políticas» en general, y no en exclusiva los partidos, fueran transparentes en cuanto al «origen de sus recursos económicos», incluyendo, además, su «verificación, fiscalización, control y sanción». b) Se incluyó que el financiamiento de tales «organizaciones» podía ser público y privado, y debía regirse «conforme a los criterios de transparencia y rendición de cuentas». Además, se señaló que la financiación pública debía promover la «participación y el fortalecimiento de las organizaciones políticas, bajo criterios de igualdad y proporcionalidad». A su vez, la financiación privada debía canalizarse «a través del sistema financiero con las excepciones, topes y restricciones correspondientes». c) El «financiamiento ilegal -reza el nuevo artículo 35 de la Constitución- genera la sanción administrativa, civil y penal respectiva». d) Se añadió que la «difusión de la propaganda electoral en los medios de comunicación radiales y televisivos» sería autorizada cuando se realizara en los espacios contratados a través del «financiamiento público indirecto».

IV.2. La Comisión de Alto Nivel para la Reforma Política

Como señalé en páginas atrás, poco después de la celebración del referéndum de 2018, el Poder Ejecutivo creó la CANRP con el objetivo de que propusiera «medidas integrales» para fortalecer las instituciones, el sistema democrático y el Estado constitucional de derecho. En cumplimiento de este cometido, el Informe final de este equipo contenía doce proyectos de reforma para mejorar la calidad democrática y legislativa de la Constitución, el Código Penal, la Ley Orgánica de Elecciones, etc. (Tuesta et al., 2019). Tales propuestas se presentaron al Poder Ejecutivo con miras a que, a su vez, se remitieran al Congreso de la República para su discusión.

Ahora bien, en lo que en mi opinión constituye un importante valor añadido, la CANRP también elaboró un diagnóstico del sistema político peruano. De manera muy resumida, el Informe final (Tuesta et al., 2019) señala que en la década de los años ochenta del siglo pasado el país tenía un sistema de partidos incipiente, pero más representativo e institucionalizado que el actual. Y esto se apreciaba tanto en la selección de sus candidatos, que emergían de sus estructuras internas; el desarrollo de campañas electorales, que se basaba en el voluntariado; y la actuación coordinada de los representantes en las cámaras legislativas. A mediados de los años noventa, este sistema de partidos colapsó y en su lugar se edificó otro caracterizado por su escasa representatividad y fragilidad institucional. Sobre la base de este diagnóstico, la CANRP, esbozó algunas directrices para llevar a cabo una reflexión político-criminal sobre las causas estructurales de la «corrupción política» (pp. 22-62).

Respecto al concreto problema de la financiación de la política, la CANRP propuso, entre otras soluciones, modificar la LOP y el Código Penal (Tuesta et al., 2019, pp. 245-263). A continuación, dadas las limitaciones de espacio de esta aportación, solo me referiré al precedente del actual artículo 359-A CP.

La CANRP propuso tipificar el «financiamiento ilegal de organizaciones políticas», que estaba configurado como un tipo especial, ya que únicamente podrían ser sujetos activos quienes tuvieran facultades de gestión económica-financiera o de representación legal de los partidos, o bien de dirección de las campañas. La modalidad básica consistía en solicitar o recibir, bajo cualquier modalidad, directa o indirectamente, «aportes, donaciones o cualquier tipo de beneficio de fuente de financiamiento ilegal» (Tuesta et al., 2019). Las penas previstas -privativa de libertad e inhabilitación y multa- se agravarían en el caso de que el agente cometiera el delito como miembro de una organización criminal, o si el valor de los fondos ilícitos superara las cien UIT. Las mismas penas se aplicarían al candidato (y a los sujetos cualificados del tipo básico) si, conociendo la fuente de financiamiento ilegal, hicieran uso de este en las actividades partidarias. Otro tanto ocurriría con el responsable del sistema de control interno de la organización si, violando sus deberes legales de verificación y control, permitiera que esos recursos se incorporaran en la actividad del partido.

La propuesta de reforma penal de la CANRP incluía un precepto que señalaba cuáles eran las «fuentes de financiamiento prohibidas» a efectos penales. Las aportaciones proscritas serían las que procedían de cualquier ente público o empresa del Estado o controlada por este; fuentes anónimas; la comisión de determinados delitos -delitos contra la Administración pública, tráfico ilícito de drogas, minería ilegal, tala ilegal, trata de personas, lavado de activos, terrorismo y crimen organizado-; las personas jurídicas -nacionales o extranjeras- sancionadas penalmente en el país o en el extranjero, o de quienes se les haya sancionado con arreglo a la Ley N° 30424, de 21 de abril de 2016, de responsabilidad administrativa de las personas jurídicas; y las «personas titulares del derecho real, personal -aparente o presunto- de dominio, respecto de bienes sobre los cuales se hubiere aplicado medidas cautelares o sentenciado en un proceso de extinción de dominio».

Las reformas administrativa y penal que auspició la CANRP eran el fruto de un esfuerzo dirigido a brindar una respuesta de amplio espectro al fenómeno de la financiación corrupta de la vida política. Esta pretensión, sin embargo, estaba lastrada por algunos problemas de técnica legislativa. Aquí me limito a señalar la existencia de solapamientos entre lo prevenido en las normas administrativas y en las penales que proyectó la CANRP. Por ejemplo, se recomendaba que la LOP contemplase como infracción muy grave «recibir aportes de fuente prohibida», si bien la misma conducta -no «solicitar»- se castigaba como delito de «financiamiento ilegal de organizaciones políticas». El solapamiento era más claro si se tenía en cuenta que la modificación de la LOP y la del Código Penal también consideraban «fuentes prohibidas» a las entidades de derecho público o de empresas estatales o propiedad del Estado, y a las aportaciones anónimas.

El problema de fondo radicaba, en definitiva, en que para demarcar las fronteras entre el derecho administrativo sancionador y el derecho penal se requiere, ante todo, definir con claridad cuál es el bien jurídico que se pretende proteger. Tan solo sobre esta base se puede acometer la concreción de las figuras delictivas con arreglo a los principios de intervención mínima y lesividad, cuidando, en todo caso, que sean manifiestos los criterios que delimitan la mayor dañosidad de la infracción penal respecto de la infracción administrativa.

IV.3. Balance de las últimas reformas

El Poder Ejecutivo hizo suyos los proyectos diseñados por CANRP y, con el fin de alcanzar los objetivos de la «reforma política», en abril de 2019 los presentó, no sin ciertos cambios, al Congreso de la República. En lo que aquí interesa, las modificaciones propuestas para la LOP y el Código Penal fueron agrupadas en una sola iniciativa, el Proyecto de Ley N° 4189/2018-PE, aunque solo las modificaciones del texto punitivo superaron la fase de tramitación parlamentaria.

Efectivamente, la Comisión de Constitución y de Reglamento y la Comisión de Justicia y Derecho Humanos concluyeron en un Dictamen Conjunto, de 19 de julio de 2019, que algunos de los cambios propuestos para la LOP eran de carácter formal; mientras que otros, aunque eran de orden sustantivo -por ejemplo, los referidos a los criterios de distribución del «financiamiento público directo», los límites del «financiamiento privado» y el sistema sancionador- afectarían a preceptos que habían sido retocados en 2017. Así pues, según ambas Comisiones, lo más aconsejable era evaluar la ejecución de la reforma de 2017 antes de emprender una nueva. No obstante, la LOP volvería a ser modificada en 2020.

Esta vez, la Ley N° 31046, de 26 de septiembre de 2020, introduciría algunos ajustes de calado; mas estos, lamentablemente, no llegarían a consolidarse como auténticos avances. De forma breve, me parece relevante mencionar dos casos significativos. El primero es que esta reforma permitió a los partidos utilizar la «financiación pública directa» para sufragar actividades «orientadas a los procesos electorales convocados e involucrar la realización de encuestas, desarrollo de sistemas informáticos o herramientas digitales y procesamiento masivo de datos». Parecería, pues, que el legislador autorizaba el uso de fondos públicos para hacer frente de forma específica a «gastos electorales». Sin embargo, la reforma dispuso que estos gastos se llevaran a cabo en el marco de la ejecución de «actividades de formación, investigación y capacitación». No insistiré en las observaciones que en páginas anteriores he formulado sobre la separación entre gastos de actividades ordinarias y los de actividades de formación, capacitación e investigación, pero habría que añadir que, desde un punto de vista conceptual, los «gastos electorales» no pueden subsumirse en ninguna de estas últimas. En definitiva, el legislador sigue siendo renuente a regular, como una cuestión autónoma, la «financiación electoral».

El segundo caso consiste en que la reforma introdujo nuevas restricciones al «financiamiento privado» para reducir el riesgo de prácticas corruptas. Así, se redujo la cuantía de los ingresos -de doscientas cincuenta UIT se baja a cien UIT- que un partido puede obtener de la realización de una actividad proselitista. De la misma manera, la Ley N° 31046 era más exigente respecto al cumplimiento del mandato constitucional de bancarizar «cualquier aporte privado en dinero». Así, el límite mínimo para utilizar el sistema financiero pasó de una UIT al 25 % de una unidad impositiva tributaria. Con todo, la «financiación privada» siguió incluyendo, sin ninguna restricción, los aportes derivados de la concesión de créditos financieros a las organizaciones políticas. Esta opción político-criminal es, sin duda alguna, la causa de un grave peligro para que el juego democrático se desarrolle con transparencia y en igualdad de condiciones entre las fuerzas políticas, ya que los bancos podrían proporcionar recursos económicos en condiciones muy ventajosas solo a las fuerzas políticas que defiendan sus intereses y, a su vez, tales partidos podrían asumir deudas sabiendo de antemano que sus acreedores podrían renunciar a ejecutarlas o, en su caso, las condonarían.

Cabe añadir que la ONPE ha dictado normas reglamentarias que afectan a la LOP, estando vigente al momento de redactar este trabajo el Reglamento de Financiamiento y Supervisión de Fondos Partidarios (Resolución Jefatural Nº 001669-2021-JN/ONPE), de 30 de noviembre de 2021.

Ahora bien, volviendo a las iniciativas legales que presentó el Poder Ejecutivo al Congreso de la República en abril de 2019, la que consistió en la modificación del Código Penal se acumuló a otros ocho proyectos de ley de distintos grupos parlamentarios, que también apuntaban hacia la incriminación autónoma de la financiación ilegal de los partidos políticos. De esta acumulación surgió un texto sustitutorio que se plasmó en la Ley N° 30997, de 5 de agosto de 2019. Y en lo que resta de este trabajo me ocuparé de la modalidad básica del «financiamiento prohibido de organizaciones políticas» que dicha norma tipificó, examinando el artículo 359-A CP.

V. EL DELITO DE FINANCIAMIENTO PROHIBIDO DE ORGANIZACIONES POLÍTICAS. ANÁLISIS DE LA MODALIDAD BÁSICA

El delito de financiación ilegal de las organizaciones políticas (CP, art. 359-A) encabeza el capítulo II, «Delitos contra la participación democrática», del título XVII, «Delitos contra la voluntad popular», del libro II del Código Penal. Y la conducta básica está tipificada de la siguiente manera:

El que, de manera directa o indirecta, solicita, acepta, entrega o recibe aportes, donaciones, contribuciones o cualquier otro tipo de beneficio proveniente de fuente de financiamiento legalmente prohibida, conociendo o debiendo conocer su origen, en beneficio de una organización política o alianza electoral, registrada o en proceso de registro, será reprimido con pena privativa de libertad no menor de dos ni mayor de cinco años y con sesenta a ciento ochenta días multa, e inhabilitación conforme al artículo 36, incisos 1, 2, 3 y 4, del Código Penal.

En este apartado daré cuenta de los elementos objetivo y subjetivo del tipo, así como de las consecuencias jurídicas del delito.

V.1. El tipo objetivo

V.1.1. El bien jurídico

Como decía al comenzar este trabajo, en algunos países la intervención del derecho penal en el funcionamiento económico de los partidos tiene como causa directa -no la única- el estallido de escándalos políticos relacionados con la corrupción. Así pues, el clima de alarma social que generan dichos problemas hace de catalizador para la creación de tipos autónomos de financiación ilegal de los partidos políticos. Esto último habría potenciado la función simbólica del derecho penal en tales países, ya que, sin ningún género de dudas, con una tal reforma se pretendía restablecer la confianza y la tranquilidad públicas. La búsqueda de este objetivo, sin embargo, no se ha convertido en un obstáculo insalvable para que la legislación penal también cumpla una función instrumental, que consiste en la protección de los intereses que son esenciales para la convivencia social.

Es más, en los casos de derecho comparado a los que me he referido en páginas atrás, la doctrina opina que los tipos de financiación corrupta de la política brindan protección a bienes jurídicos de incuestionable legitimidad constitucional y democrática (Javato, 2017a, p. 24). Desde este punto de vista, se podría sostener que estos casos cumplen las exigencias del principio de exclusiva protección de bienes jurídicos, que se resumen en que la decisión de incriminar una conducta se justifica en atención a la determinación de un bien jurídico que, además de ser digno de protección penal, merezca y se encuentre necesitado de la misma.

Así, por ejemplo, en la doctrina española, con anterioridad a la reforma penal de 2015, que incorporó al Código Penal los tipos relativos a la financiación ilegal, Nieto (2006) sostuvo que, desde un punto de vista político-criminal y dogmático, la financiación corrupta de la vida política era una conducta que perturbaba «bienes jurídico penales autónomos de extraordinaria importancia para el funcionamiento del sistema democrático». Y, desarrollando esta idea, el mismo autor formuló una tesis que tiene una amplia difusión en España: los intereses que debería tutelar el derecho penal en esta materia eran la «transparencia en la financiación, la igualdad de oportunidades entre las distintas fuerzas políticas y la democracia interna de los partidos políticos» (p. 123). La reforma penal de 2015, afirmaría más tarde Nieto (2019), consagra la protección específica de estos valores en el Código Penal, si bien dentro del marco del «correcto funcionamiento del sistema de partidos en el sistema democrático» (pp. 498-499). En lo esencial, esta interpretación del bien jurídico es compartida, como decía, por un importante sector doctrinal4.

Sin apartarse -en mi opinión- de forma sustantiva de la exegesis anterior, otros autores ponen el acento en que la realización de los cometidos que la Constitución asigna a los partidos es el bien jurídico que resulta perturbado en la financiación corrupta de la política. Y considero que no existe una diferencia insuperable entre estas dos lecturas porque, si existe un interés del Estado en garantizar el desempeño democrático del «sistema de partidos políticos», la autonomía y la legitimidad de dicho valor no puede desgajarse de las funciones que tienen cumplir las organizaciones políticas. Volviendo a esta segunda lectura del bien jurídico, Sáinz-Cantero (2021) sostiene que el Código Penal español protege

el normal desarrollo de las funciones constitucionalmente atribuidas a los partidos políticos (funciones de garantía del pluralismo político, de conformación y manifestación de la voluntad popular, y de desarrollo de la participación política), procurando garantizar su ejercicio en los términos de libertad e igualdad que el artículo 6 del texto constitucional propone» (p. 209).

Esta lectura es la postura mayoritaria actualmente (Javato, 2017a, p. 24; Macías, 2016, p. 131; Maroto, 2015, p. 299; Olaizola, 2015, p. 341; Rebollo, 2018, pp. 89-90). Ahora bien, de forma reciente, un sector de la doctrina señala que las dos interpretaciones precedentes solo dan cuenta de la ratio legis del delito y no del objeto formal propiamente dicho, que sería la «igualdad de oportunidades (entre formaciones políticas) en materia de financiación» (Bustos, 2021, pp. 160-161). Así pues, el delito consiste en una suerte de «competencia desleal» entre partidos políticos, «pues la ventaja económica que pudiera obtenerse ilícitamente por la formación política correspondiente situaría a ésta en una mejor posición competitiva respecto del resto de partidos» (León, 2018, pp. 10-11).

Una vez acreditado que el bien jurídico es de primer orden, la necesidad de protegerlo se justifica en la doctrina española con dos argumentos adicionales. Como bien resume Pérez (2018), se alega, por un lado, que la legislación administrativo-sancionadora se habría mostrado ineficiente para prevenir estas conductas y, por otro lado, que intentar el castigo de las mismas aplicando otros delitos provoca procesos judiciales sumamente complejos (p. 2). En particular respecto a esto último, Quintero (2015) afirmaba que la «estructura bilateral del cohecho resulta demasiado angosta para comprender los casos en los que el dinero lo recibe el partido, pero no el funcionario». Es más, la «entrega puede no estar siquiera destinada a la realización de un acto concreto, sino para una continua relación de “buena amistad y trato favorable”» (p. 509).

Pasando al caso peruano, como se verá a continuación, durante la tramitación de la reforma que da lugar a la creación del artículo 359-A CP, los poderes públicos utilizaron los argumentos antes citados para justificarla.

De una parte, reproduciendo la fundamentación esgrimida por el Informe final de la CANRP (Tuesta et al., 2019, p. 275), en el Proyecto de Ley N° 4189/2018-PE, remitido en abril de 2019 por el Poder Ejecutivo al Congreso de la República para incriminar la financiación prohibida de organizaciones políticas, se citó casi literalmente la interpretación que propuso Nieto. Las nuevas figuras delictivas estarán alojadas, reza la Exposición de Motivos de esta iniciativa legal, dentro del título dedicado a los «Delitos contra la voluntad popular», ya que el «bien jurídico que se busca proteger es el adecuado funcionamiento del sistema de partidos», que, en última instancia, tiene implicancias sobre el «sistema democrático».

De otra parte, en el Dictamen Conjunto de las Comisiones de Constitución y de Reglamento, y de Justicia y Derecho Humanos, de julio de 2019, con el que se aprobó el texto sustitutorio a la iniciativa legal que acabo de mencionar y que, finalmente, se plasmó en nuestro Código Penal, se citan las opiniones de Nieto y la de quienes interpretan el bien jurídico como el «normal desarrollo de las funciones constitucionalmente atribuidas a los partidos políticos». Sobre la base de estas y otras consideraciones, el Dictamen concluyó que en el futuro delito de «financiamiento prohibido de organizaciones políticas» se tutelarían «el principio de transparencia en el manejo de los recursos económicos, el pluralismo político, el principio-derecho de igualdad y el adecuado funcionamiento del sistema de partidos e, incluso, que la voluntad popular no se vea alterada».

A su vez, en la doctrina peruana también se han formulado análisis próximos a los de la doctrina española. Antes de la reforma de 2019, autores como, por ejemplo, Castillo (2017), sostuvieron que era necesaria la intervención penal en el ámbito del financiamiento y del uso ilegal de fondos de los partidos políticos. Y dado que, conforme al principio de lesividad (CP, título preliminar, art. IV), el uso de la pena precisa de la perturbación de un bien jurídico tutelado por la ley, señalaba que los intereses relevantes a tal efecto serían, entre otros, la igualdad de condiciones en la competencia electoral, la transparencia en la vida política y la competencia electoral, y el desarrollo de las funciones de representación y expresión de la voluntad popular y de canalización de la política (pp. 335-341). En cambio, una vez realizada la reforma comentada, Caro (2019) propuso una lectura más restrictiva del bien jurídico: «se protege -afirmaba- la libre competencia entre los partidos, y no se trata de llegar al poder a cualquier precio, sino a través de medios lícitos».

Llegado a este punto, opino que el bien jurídico del artículo 359-A CP se puede interpretar en un sentido cercano al de la expresión «normal desarrollo de las funciones constitucionalmente atribuidas a los partidos políticos». Al hilo de las siguientes consideraciones, explicaré mi punto de vista.

En primer lugar, las organizaciones políticas desempeñan un papel protagónico en nuestro sistema democrático, ya que son, según el artículo 35 de la Constitución, el cauce para el ejercicio colectivo de los derechos de los ciudadanos; esto es, son el instrumento de participación política por excelencia, y «concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular». Estas funciones se recogen igualmente en el artículo 1 LOP. Asimismo, los partidos cumplen una función conformadora de la institucionalidad democrática, puesto que ejercen una importante influencia en las principales instituciones políticas y administrativas del país, tanto en lo que respecta a la elección de quienes las dirigen como en lo que atañe a la regulación de las funciones que desempeñan.

En segundo lugar, la trascendencia de los cometidos que tienen los partidos hace que su sostenimiento económico constituya una cuestión de vital importancia para el país, por cuanto, sin una financiación óptima, sencillamente no podrían realizar sus actividades ordinarias y menos aún concurrir a los procesos electorales. No obstante, el dinero en la política está muy lejos de ser algo puramente instrumental. Al contrario, advierte Ariño (2009), la financiación de las actividades políticas es «uno de los parámetros configuradores del modelo de democracia de un país», ya que el «sistema a seguir para obtener los fondos necesarios con los que hacer frente a los gastos que exige la acción política» es «tan importante como el sistema electoral o la forma de Estado». En realidad, las «relaciones recíprocas entre partidos y candidatos, y entre partidos y sociedad civil, dependen en gran medida de cómo se articule la financiación de unos y otros» (p. 4).

En tercer lugar, el planteamiento de Ariño (2009) ayuda a apreciar con cierta claridad que la imposición de parámetros de legitimidad y de límites democráticos a la captación de fondos económicos persigue, primordialmente, que las actividades de las organizaciones políticas canalicen la libre participación de la ciudadanía; que expresen el pluralismo político y no solamente los intereses de los grupos de poder; y que conformen la voluntad popular sin la interferencia de intereses espurios. Sobre esto último, como señala la Comisión de Venecia (2001), la «regulación sobre el financiamiento a los partidos políticos es esencial para garantizar su independencia de las fuentes financieras y la oportunidad de competir en igualdad de condiciones» (§ C.54). Desde esta perspectiva, como decía, el bien jurídico puede ser designado como el «normal desarrollo de las funciones constitucionalmente atribuidas a los partidos políticos». Y, dentro de este ámbito, se podrían identificar -como concreciones del bien jurídico- otros intereses, que serían, en principio, los que la doctrina española y la nacional han señalado. Con todo, es obligado introducir tres cautelas a lo anterior.

Una es que el interés del Estado en la «transparencia sobre el origen» de la financiación de la política (Constitución Política del Perú, 1993, art. 35) tiene una protección deficiente. En efecto, el artículo 359-A CP castiga el financiamiento procedente de «fuentes legalmente prohibidas», que son, a los efectos de este delito, las del artículo 359-C CP. Pues bien, teniendo en cuenta que este no proscribe por completo las donaciones anónimas, llega a ser casi una contradicción en los términos hablar de una tutela mínimamente idónea de la transparencia en el funcionamiento económico-financiero de las organizaciones políticas. En todo caso, la tolerancia del legislador penal a la opacidad que es inherente a las donaciones anónimas -el artículo 359-C CP veta solo los «aportes anónimos dinerarios superiores a dos unidades impositivas tributarias»- contrasta con la interdicción total que establece la LOP respecto a este tipo contribuciones.

No resulta fácil explicar esta disparidad. La LOP prevé desde 2017 que las «organizaciones políticas no pueden recibir aportes anónimos de ningún tipo» (art. 31); sin embargo, ni la propuesta de la CANRP, ni el Proyecto de Ley N° 4189/2018-PE, y, menos aún, el Dictamen Conjunto de las Comisiones de Constitución y de Reglamento, y de Justicia y Derecho Humanos, auspiciaron una regla semejante. En el Dictamen antes aludido se puede leer lo que podría ser una explicación: dado que el proyecto de ley del Poder Ejecutivo reproducía tres de las cinco «fuentes» excluidas en esa época en la LOP, y no fijaba «diferencias por topes o alguna otra» distinción entre las vetadas por el derecho penal y el administrativo sancionador, se concluyó que, en el caso de los aportes anónimos, era «necesario establecer un tope diferenciador». Esta razón es débil: el tope del artículo 359-C CP no expresa la mayor lesividad del injusto penal respecto del administrativo, ya que la dañosidad de la opacidad es la misma por encima o por debajo de ese límite cuantitativo. Bien mirado, el problema de la colisión normativa existente en el proyecto de ley se pudo depurar en sede parlamentaria reservando la prohibición de las aportaciones anónimas al ámbito penal, y dejando -si las hubiere- o tipificando en la LOP otras de menor envergadura.

La protección penal de la transparencia plantea más interrogantes de las que aquí puedo solventar, ya que, entre otros aspectos, designa un principio general que instruye la lucha contra corrupción, con lo que se pone de manifiesto su carácter transversal e instrumental. Esto último ha sido señalado en la doctrina italiana más reciente. Páginas atrás señalé que en 1974 se tipificó en Italia el delito de «financiación privada ilegal», que castiga las donaciones de personas jurídicas cuando son realizadas de manera oculta (sin la aprobación del órgano corporativo de control o sin registrarlas en la contabilidad societaria), lo que en los primeros trabajos sobre el tema se interpretó como un ataque contra la transparencia en el funcionamiento económico de los partidos (Spagnolo, 1990, pp. 32-38). Con todo, esta lectura ha sido objeto de críticas debido a la naturaleza instrumental de la transparencia, de modo que, en el caso de la financiación ilegal privada oculta, habría que entender que la tutela de aquella se encamina a garantizar la participación democrática en la vida política (Manna, 1999, p. 147) o la información que necesita la ciudadanía para adoptar decisiones racionales (Forzati,1998, p. 96).

La segunda cautela consiste en que el tipo del artículo 359-A CP también puede ser perpetrado utilizando fondos públicos. En la doctrina italiana se afirma que la financiación ilegal pública perturba el pluralismo político, ya que si una formación política resultara más beneficiada que otras con fondos estatales no se daría cabida a la diversidad existente (Manna, 1999, p. 144). Pero, también se buscaría, según Forzati (1998), asegurar imparcialidad de la Administración pública y la integridad de su patrimonio (p. 253). Esto último también se apreciaría en el caso de que la financiación se lleve a cabo con recursos procedentes de un delito relativo a la «corrupción pública».

Con todo, el artículo 359-C CP no recoge con claridad como «fuente prohibida» la comisión de delitos contra Administración pública, ya que, por un lado, veta las aportaciones de entes públicos o de los que tienen participación estatal -«cualquier entidad de derecho público o empresa de propiedad del Estado o con participación de este»-; y, por otro, las de «personas naturales condenadas con sentencia consentida o ejecutoriada, o con mandato de prisión preventiva vigente» por delitos contra la Administración pública.

Es sabido que en no pocos casos la financiación de una organización política ha sido obtenida a cambio de la concesión de contratos de obra pública, o bien ha provenido del desvío de subvenciones públicas o, incluso, de la descapitalización de empresas públicas o privadas controladas por los integrantes de un partido político (Valeije, 2008, p. 36). De ahí que, como he manifestado páginas atrás, en opinión de una parte de la doctrina española (Cugat, 2015, p. 240; Sáinz-Cantero, 2021, p. 874), la intervención penal en esta materia también se apoya en razones de política criminal asociadas al peligro para el correcto funcionamiento de la Administración pública. En la doctrina peruana, Caro (2019) sostiene que el delito en cuestión protege «de modo anticipado a la Administración pública, ya que los cargos públicos no están en venta ni sujetos al libre mercado».

Aunque suscribo en lo esencial los puntos de vista anteriores, me parece oportuno advertir, siguiendo a Puente (2017), que los delitos contra la Administración pública y la financiación ilegal de partidos políticos constituyen realidades diferentes y no siempre tienen que llegar a confluir (p. 67). En efecto, los delitos contra la Administración pública no abarcan los casos en los que la financiación no guarda relación directa con una contraprestación administrativa, ya sea porque no existe o porque es imposible probarla (Maroto, 2015, pp. 224-225). En ese orden de ideas, la «corrupción pública» es una categoría conceptual poco útil para analizar la corrupción en la vida económica de los partidos políticos (Rebollo, 2018, p. 89). En rigor, el contenido de injusto de la financiación prohibida entra de lleno en el ámbito conceptual de la «corrupción política». Esta comprende, según Villoria (2006), «las actuaciones dirigidas a la adquisición y mantenimiento del poder político por medios ilegítimos». Y lo que permite diferenciar -añade- las conductas que respetan la «legitimidad de la política» de las que constituyen «corrupción política» es la violación de un «marco normativo de referencia», que en este caso consiste en una «ética pública» que es exigible a cualquier sujeto, ya sea un funcionario público, una autoridad pública o un particular (pp. 102-107)

En último lugar, aunque no menos importante, la tercera cautela es la siguiente: la fundamentación de la legitimidad democrática del bien jurídico se vertebra en torno al artículo 35 de la Constitución; pero este precepto, a partir de la reforma que sufrió en 2019, también establece que «financiación ilegal genera la sanción administrativa, civil y penal respectiva». Entonces, ¿qué papel juega esta última disposición?; es decir, ¿estamos ante un mandato positivo de incriminación respecto de la financiación ilegal de la política? El Dictamen Conjunto de las Comisiones de Constitución y de Reglamento, y de Justicia y Derecho Humanos, que aprobó el texto del actual artículo 359-A CP, respondió a esta interrogante de forma afirmativa. En concreto, se concluyó que la «responsabilidad penal por financiamiento ilegal de organizaciones políticas» tenía rango constitucional, aunque al momento de aprobarse el Dictamen todavía estaba «pendiente establecer la fórmula del tipo penal» correspondiente.

En mi opinión, es razonable considerar que la inclusión de la fórmula comentada en la Constitución persiguió, en el contexto de la «reforma política» promovida por el Poder Ejecutivo entre 2018 y 2019, poner fin a la atmósfera -no al estado de cosas existente- de impunidad generalizada que envolvía el fenómeno de la financiación ilegal de los partidos políticos. Desde este punto de vista, el artículo 35 de la Constitución viene a expresar el compromiso del Estado peruano de no dejar sin una respuesta «civil, administrativa y penal» a una forma de corrupción especialmente grave. Sin embargo, incluso así entendida, estamos ante una disposición que vincula al legislador penal en esta materia. Salvando las distancias, se puede trasladar aquí lo que señala Huerta (2012) a propósito del artículo 8 de la Constitución; es decir, que la

referencia a la obligación de combatir y sancionar el tráfico ilícito de drogas es un mandato constitucional que no puede considerarse una frase sin ninguna repercusión jurídica importante en el ordenamiento jurídico, pues lo contrario sería reconocer que la Constitución puede contemplar normas sin relevancia jurídica (p. 186).

Esta cláusula de incriminación positiva plantea dos problemas fundamentales. En primer lugar, despierta dudas sobre si en la misma subyacen determinadas motivaciones de orden puramente simbólico. En este sentido, evoca las conocidas estrategias de «tolerancia cero» o de «lucha sin cuartel» contra determinadas formas de criminalidad que, a la postre, se han traducido en populismo punitivo, irracionalidad legislativa y exiguo rendimiento preventivo.

En segundo lugar, la Constitución no parece ser el lugar adecuado para una fórmula como la comentada, toda vez que, de una parte, no se compadece -siguiendo a la doctrina mayoritaria- con la textura abierta que deben tener las disposiciones constitucionales; y, de otra parte, podría ser utilizada como un argumento poderoso para excluir del debate sobre la incriminación de la financiación ilegal cualquier consideración sobre la fragmentariedad y la subsidiariedad de la misma.

Para terminar, la interpretación del bien jurídico protegido como el «normal desarrollo de las funciones constitucionalmente atribuidas a los partidos políticos» no es, en mi opinión, discordante con la ubicación sistemática del artículo 359-A CP, que está al inicio del segundo capítulo -«Delitos contra la participación democrática»- del título XVII relativo a las conductas contra la «voluntad popular». Si bien la localización que una figura delictiva tiene dentro de un texto punitivo no es determinante para identificar el objeto de tutela, creo que en el caso del tipo del artículo 359-A CP no plantea dudas serias sobre el fundamento de la postura que aquí he asumido.

V.1.2. Los sujetos

En páginas atrás señalé que en el Informe final (Tuesta et al., 2019) de CANRP se propuso la incriminación del «financiamiento ilegal de organizaciones políticas», cuya modalidad básica contemplaba dos conductas -«solicitar» y «recibir»- relacionadas con «donaciones o cualquier otro tipo de beneficio de fuente de financiamiento ilegal». Y también indiqué que se trataba de un tipo especial. Ahora me interesa añadir que los sujetos activos eran determinadas personas -en concreto, el tesorero, el responsable de campaña, el representante legal, el administrador de hecho o de derecho de los recursos del partido- que tenían como denominador común la capacidad, en mayor o menor medida, de adoptar decisiones sobre la vida económica de una organización política.

El Poder Ejecutivo incluyó esta conducta en la iniciativa legislativa que remitió al Congreso de la República, pero realizó dos cambios en su aspecto objetivo. Por un lado, añadió dos conductas -«aceptar» y «hacer prometer»- y, por otro, en lo que respecta a la delimitación de los sujetos activos, suprimió toda exigencia de cualidades personales. Así pues, el Proyecto de Ley N° 4189/2018-PE dibujaba un delito que abarcaba tanto actos de «financiamiento ilegal pasivo» («solicitar», «recibir» y «aceptar») como otro de «financiamiento ilegal activo» («entregar»), que podía ser perpetrado por cualquier persona.

Por su parte, el legislador penal que aprobó la creación del delito comentado en virtud de la Ley N° 30997, no solo eliminó la conducta que consistía en «hacer prometer» una donación ilegal; sino que, además, como se verá más adelante, para determinar el objeto material del delito, sustituyó la expresión «fuente de financiamiento ilegal» por la frase «fuente de financiamiento legamente prohibida».

Esta breve reseña puede ser útil para interpretar quiénes pueden ser los sujetos activos del «financiamiento prohibido de partidos de carácter pasivo». En efecto, la «solicitud», la «recepción» o la «aceptación» de una aportación de «fuente legalmente prohibida» solo pueden perturbar al bien jurídico si, en todo caso, los fondos vetados pueden llegar al partido político. Y, para tal efecto, es necesario que los sujetos activos tengan algún tipo de vinculación con la agrupación política. Esta sería la razón por la que, en mi opinión, la CANRP propuso sujetos activos cualificados en el tipo básico, sin perjuicio de que contemplara, adicionalmente, agravaciones para los casos en los que, por ejemplo, el tesorero o el responsable de campaña o el representante legal de una organización política hicieran uso de fondos, conociendo que procedían de una fuente de financiamiento proscrita.

Aunque el proyecto del Gobierno y el legislador penal prescindieron de cualquier cualificación para los sujetos activos del artículo 359-A CP, esto no invalida la idea de que, por mandato del principio de lesividad, en el plano de la autoría, el «financiamiento prohibido pasivo» solo pueda realizarlo aquel que se encuentre en determinadas circunstancias que lo liguen -de iure o de facto- con una organización política, porque ello es lo que permite pensar de forma razonable que «solicita», «acepta» o «recibe» recursos financieros prohibidos para la misma. Un criterio interpretativo similar es adoptado por la doctrina mayoritaria en España al interpretar la financiación ilegal privada pasiva (CP, art. 304 bis 1), en la que se castiga «recibir» donaciones ilegales, pero sin acotar el ámbito de los sujetos activos (Hava, 2016, p. 459; Odriozola, 2018, p. 118; Pérez, 2018, p. 114).

Cabe añadir que el tipo del artículo 359-A CP prevé que la solicitud, la aceptación y la recepción se pueden realizar de forma directa o bien «indirecta», y esto último abre la posibilidad de incluir a quien facilita la financiación corrupta. La misma lectura se admite en la doctrina española mayoritaria, que incluye en el ámbito de los sujetos activos al «intermediario»; esto es, a quien recibe la donación para su posterior desvío a la agrupación política (Macías, 2016, p. 136; Puente, 2017, p. 94). A tal efecto, como bien señalan Corcoy y Gallego (2015), no es necesario que el sujeto tenga alguna vinculación orgánica al partido beneficiado (pp. 1053).

Los sujetos activos del «financiamiento prohibido activo» también son indiferenciados, pudiendo realizar la «entrega» de la aportación prohibida de forma «directa» o «indirectamente» (en este caso, a través de un intermediario). Todo esto sugeriría que la intención del legislador penal fue no establecer limitaciones al momento de castigar a los donantes. Con todo, para el caso del delito del artículo 359-A CP, el Código Penal no contempla la aplicación del régimen de responsabilidad administrativa de las personas jurídicas que está regulado en la Ley N° 30424, de 21 de abril de 2016, y que, según su artículo 2, comprende «a las personas jurídicas como las entidades de derecho privado, así como las asociaciones, fundaciones y comités no inscritos, las sociedades irregulares, los entes que administran un patrimonio autónomo y las empresas del Estado peruano o sociedades de economía mixta». En cambio, la regulación que diseñó la CANRP y el Proyecto de Ley N° 4189/2018-PE sí perseguían reformar la citada Ley N° 30424, en el sentido de que la misma se pudiera aplicar a los delitos relativos al «financiamiento prohibido de organizaciones políticas».

La exclusión de las personas jurídicas, asociaciones, fundaciones y otros entes del círculo de sujetos activos de este delito es una decisión político-criminal que merece la crítica más severa, toda vez que debilita de forma notable el efecto preventivo de la norma, poniendo así en cuestión el compromiso del Estado peruano en la lucha contra la «corrupción política». En todo caso, es importante desligar esta cuestión de si los partidos políticos deben responder penalmente de algunos delitos, ya que no se trata de que estos puedan quedar sujetos al régimen de la Ley N° 30424, sino de que los actos de «financiamiento prohibido activo» se puedan castigar con arreglo a esta norma.

Para terminar, en el ámbito de la modalidad básica, no forman parte del universo de sujetos activos del «financiamiento prohibido pasivo» y tampoco del «financiamiento prohibido activo» el candidato, el tesorero, el responsable de la campaña o administrador de hecho o derecho de los recursos de una organización política. Si estos llevan a cabo tales actos, realizarán el tipo agravado que está previsto en el párrafo segundo del artículo 359-A CP.

V.1.3. La conducta típica

El tipo básico del delito de financiamiento prohibido de organizaciones políticas castiga tanto a quienes «solicitan», «aceptan» o «reciben» las aportaciones procedentes de «fuentes legalmente prohibidas» como también a los que efectúan tales donaciones; es decir, a quienes las «entregan». Al respecto, el legislador peruano, al igual que el español (Javato, 2017a, p. 29; Quintero, 2016, p. 531; Puente, 2017, p. 74), ha utilizado la técnica de tipificación que preside algunos delitos relativos a la «corrupción pública» (Montoya, 2015) y, del mismo modo, el delito de «corrupción privada» (Caro, 2021).

Con todo, mientras que en el caso del «delito de financiación ilegal privada», el Código Penal español emplea la técnica de la ley penal en blanco (con todas las cuestiones de legalidad que ello conlleva) para determinar cuáles son las aportaciones ilícitas (el tipo realiza un reenvío expreso y «en bloque» a una norma extrapenal); el Código Penal peruano hace lo propio a través de una remisión interna implícita, incluyendo una expresión -en concreto, «fuente de financiamiento legalmente prohibida»- que posee un significado normativo, pero sin aludir de forma expresa a disposición penal alguna (Doval, 1999, p. 90). El artículo 359-C CP es el encargado de concretar el significado de dicha expresión.

La primera cuestión que plantea la conducta típica es la del momento consumativo del delito, ya que los verbos rectores aluden a situaciones que no pueden ser equiparadas entre sí. Por lo que respecta a la «solicitud», la «aceptación» y la «recepción», la perfección del «financiamiento prohibido pasivo» se producirá con la sola realización de tales conductas. Aun así, teniendo en cuenta las considerables dimensiones del bien jurídico protegido -el «normal desarrollo de las funciones constitucionalmente atribuidas a los partidos políticos»- y el carácter indeterminado de los sujetos activos, es aconsejable adoptar una interpretación restrictiva a efectos de apreciar la antijuricidad material de las conductas, tal como he señalado en el apartado anterior. En la doctrina chilena se aprecia una interpretación similar respecto del delito de financiación ilegal de partidos políticos (Náquira & Salim-Hanna, 2021, p. 820).

En cuanto a la «entrega» del aporte prohibido, siguiendo a Nieto (2019), la consumación se llevará a cabo «en el momento en el que la cantidad entra en el ámbito del dominio del partido político» (p. 501).

El tipo penal no incluye algunas conductas como, por ejemplo, «hacer prometer» a un donante la concesión de «financiamiento prohibido» (que sí estaba prevista en el Proyecto de Ley N° 4189/2018-PE) y «ofrecer» dicha clase de aportaciones. Pese a todo, son comportamientos que entran de lleno en la fase de ejecución del delito y, habida cuenta de que en la legislación peruana, a diferencia de otros ordenamientos jurídicos, la tentativa puede ser admitida en todos los delitos dolosos (Villavicencio, 2006, p. 421), aquellos se podrían castigar como formas de ejecución imperfecta del delito.

La segunda cuestión que me interesa poner de relieve es la siguiente: mientras que en el párrafo segundo del artículo 359-A CP el tipo cualificado alude al «candidato» y al «responsable de campaña», el tipo básico no contiene -salvo error u omisiónde mi parte- ninguna referencia que haga pensar que el delito se puede castigar con independencia de que se perpetre durante un proceso electoral (nacional, regional o local). No es lo que ocurre en el caso del delito de financiación ilegal chileno, ya que la conducta típica consiste en aportes a «candidaturas o partidos» que están prohibidos en la ley de partidos o en la ley electoral.

Como he advertido páginas atrás, el legislador peruano siempre ha sido reacio a dar un tratamiento específico al tema de la «financiación» y los «gastos» de orden «electoral», lo que ha dado lugar a un vacío normativo que dificulta enormemente el control de la actividad económica-financiera de las organizaciones políticas. Y este problema se hace sentir incluso en la interpretación del delito al que vengo refiriéndome, toda vez que el financiamiento corrupto de campañas es un problema que merece una atención particular. Así las cosas, resulta necesario que la LOP regule la cuestión del «financiamiento -público y privado- de las campañas electorales», estableciendo los límites y las «fuentes prohibidas» oportunas. Sobre esta base, habría que determinar el espacio que, desde un punto de vista fragmentario y subsidiario, le corresponde al derecho penal.

Finalmente, en tercer lugar, me parece oportuno poner de relieve que «recibir aportes de una fuente legalmente prohibida» es una conducta tipificada como delito en el artículo 359-A CP y también como infracción muy grave en el artículo 36.c.5 LOP. Como se verá a continuación, el solapamiento normativo no se reduce al verbo rector, sino que también se puede apreciar en los artículos 359-C CP y 31 LOP, que regulan las «fuentes de financiamiento legalmente prohibidas».

V.1.4. El objeto material

A diferencia de la legislación penal de Italia y España, en la peruana el nomen iuris del delito no alude a la «financiación ilícita» o «ilegal de partidos políticos», sino al «financiamiento» de estos con aportes de «fuentes de legalmente prohibidas». Así pues, el objeto material del delito no comprende cualquier aporte económico conseguido al margen de la legalidad. Y otro tanto se podría decir del dinero o de los bienes que se obtienen a través de comportamientos que, a pesar de que pueden realizarse al amparo de una norma jurídica, resultan «ilícitos» debido a que -concurriendo determinados factores- son opuestas a determinados principios y a que constituyen el abuso del derecho, el fraude a la ley y la desviación del poder (Atienza & Ruiz, 2000, pp. 16-31).

El legislador peruano evitó emplear en los artículos 359-A y 359-C CP la expresión «financiamiento ilegal». Y la explicación se puede inferir de la Exposición de Motivos del varias veces citado Proyecto de Ley N° 4189/2018-PE. Según este, con el proyectado artículo 359-C CP se pretendía demarcar las fronteras entre el futuro delito de «financiamiento prohibido» de partidos y el de «lavado de activos». Aunque el prelegislador no lo expresara, había que diferenciar ambas figuras delictivas porque algunos de los escándalos más recientes de financiamiento corrupto venían siendo investigados como presuntos casos de lavado de activos.

El Ministerio Público centra sus actividades en el lavado de activos, afirma Caro (2019), a pesar de que la prueba de este delito tiene estándares muy exigentes, ya que los hechos investigados se realizaron con anterioridad al nacimiento del delito de «financiamiento prohibido» de partidos. El problema, añade, es que los imputados por recibir dinero para campañas electorales afirman que la incriminación de la financiación prohibida es la «prueba palpable de que sus actos no eran delictivos: el nuevo delito solo existe desde agosto del 2019». Asimismo, los procesados alegan «que, en el peor de los casos, debe aplicarse la nueva ley [el delito de financiamiento prohibido] porque las penas son bastante menores a las del lavado de activos». Aunque es evidente -concluye Caro- que son dos delitos diferentes, el debate sigue abierto porque existe una cierta similitud entre ambos: el lavado se refiere a «bienes de “origen ilícito”» y exige que dicho origen deba ser conocido o presumido por el autor; y el otro delito «se refiere a “fuente de financiamiento legalmente prohibida” y demanda que dicho origen sea conocido o deba serlo por el autor».

En mi opinión, la financiación corrupta de un partido y el lavado de activos son fenómenos que en ocasiones se desarrollan de forma conjunta. Como señala Maroto (2015)

evadir el cumplimiento de los límites de la regulación de las campañas electorales, así como el producto de otros delitos conexos [a la financiación ilícita], implica por lo general poner en marcha mecanismos de ocultamiento del origen y destino de las donaciones, así como su cuantía, intermediarios implicados, etc. (p. 294).

Esta confluencia explica que, al igual que lo que sucedía en España antes de la reforma penal de 2015, en el Perú, con anterioridad a la de 2019, el delito lavado de activos se podía perfeccionar como parte de una estrategia para financiar ilegalmente a un partido o el pago de campañas blanqueaba dinero sucio. Cuestión distinta es que, como opina la doctrina mayoritaria española, el delito lavado de activos (al igual que otros delitos como, por ejemplo, el cohecho o el tráfico de influencias) no abarca todo el desvalor de la financiación corrupta de partidos (León, 2018, p. 7). Y esta última lectura se puede trasladar sin dificultad alguna a los casos sub judice antes mencionados. En definitiva, carece de sustento la tesis de que el blanqueo de dinero vinculado a la financiación ilegal no podía constituir lavado de activos antes de 2019.

Por lo demás, para hablar de una eventual aplicación retroactiva pro reo del artículo 359-A CP a los casos sub judice de lavado de activos debe cumplirse algo que no se aprecia en la reforma del Código Penal de 2019: una sucesión de leyes en el tiempo que exprese cambios valorativos. En efecto, la incriminación autónoma del «financiamiento prohibido» de partidos no repercute en la necesidad ni en la utilidad, y tampoco en el merecimiento del castigo penal del lavado de activos. Ahora bien, si, desde que entró en vigor la reforma de 2019, se volvieron a cometer hechos como los antes aludidos, entonces se podría apreciar el concurso de delitos entre el «financiamiento prohibido» de partidos y el delito de lavado de activos.

Un problema diferente al anterior es que, en el ámbito de la legislación de partidos, el artículo 31 LOP se encarga de tipificar las «fuentes de financiamiento prohibidas» y, reproduciendo literalmente una parte de este último precepto, el artículo 359-C CP hace lo propio en la legislación penal. Este solapamiento plantea la cuestión de qué criterios deben regir la selección de tales «fuentes» en el Código Penal.

Entrando en materia, la elección de las «fuentes» tiene que justificarse, entre otras consideraciones político-criminales, en atención al bien jurídico protegido en la legislación penal. Así, las «fuentes» tendrían que ser aquellas respecto de las cuales se pueda afirmar, en primer término, que es «necesario» que estén vetadas en la ley penal a los efectos de tal tutela. Solo por poner dos ejemplos: la prohibición penal de una financiación de origen público (distinta de la «financiación pública directa o indirecta») se sustenta en el principio de neutralidad estatal en el juego democrático; y la interdicción de la «financiación privada» procedente de personas jurídicas (nacionales y extranjeras, con o sin fines de lucro) se fundamenta en el principio de independencia de los partidos frente a los grupos de presión económicos. Además, garantiza el principio de igualdad de oportunidades en competición política, que puede verse comprometido debido a la afluencia de donaciones privadas a determinadas fuerzas políticas. Acerca de estos casos, la ley penal se presenta, en segundo término, como el instrumento de control más «idóneo», habida cuenta de la aptitud que tienen para perturbar el «normal desarrollo de las funciones constitucionalmente atribuidas a las organizaciones políticas». Lo mismo se podría afirmar, como vengo sosteniendo, sobre las aportaciones de «fuentes anónimas». Como afirma Callejón (2021), «el anonimato de las fuentes de financiación propicia mayores probabilidades de corrupción impune» (p. 869). Y, sin perjuicio de otras, también habría que proscribir la condonación de deudas bancarias y la renuncia a ejecutarlas. Conceder un préstamo a un partido sabiendo con antelación que no será pagado u otorgarlo con la determinación de no cobrarlo son conductas que, según García (2017), están «muy cerca del más elemental concepto de corrupción».

Una selección más racional de las «fuentes de financiamiento penalmente prohibidas» haría que la remisión implícita del artículo 359-A CP al artículo 359-C CP expresara la mayor lesividad que tiene el delito respecto a la infracción administrativa. Es más, opino que podría prescindirse del catálogo de «fuentes prohibidas» que contiene la LOP, puesto que tiene una importancia preventiva menor de la que se podría pensar: al parecer, el papel del artículo 31 LOP se limita a integrar el tipo administrativo del artículo 36.c.5 LOP. En ese orden de ideas, la intervención administrativo-sancionadora de la LOP se podría ceñir a los comportamientos -por ejemplo, el incumplimiento de los límites cuantitativos de las aportaciones, la inobservancia de deberes de transparencia y rendición de cuentas, etc.- que, por su menor lesividad, no deberían tener cabida en el Código Penal. En todo caso, se trata de un problema que merece una reflexión más profunda y detenida de la que realizó el legislador.

La que no está justificada es la pervivencia de la regulación paralela de los artículos 31 LOP y 359-C CP, máxime si no es sencillo encontrar una razón que explique de modo satisfactorio por qué ambos preceptos se solapan de forma parcial. La propuesta de incriminación que preparó la CANRP acusaba el mismo problema e, igualmente, existía en el Proyecto de Ley N° 4189/2018-PE.

V.2. El tipo subjetivo

El artículo 359-A CP castiga solo las conductas dolosas. Tanto los que «solicitan», «aceptan» o «reciben» las aportaciones como quienes las «entregan» tienen que hacerlo -señala el tipo- «conociendo o debiendo conocer su origen». Es razonable sostener que el conocimiento también debe abarcar que el destino de las mismas es un partido. Con todo, es admisible el error de tipo.

V.3. Penalidad

Las conductas del tipo base están castigadas con pena privativa de libertad no menor de dos ni mayor de cinco años y con sesenta a ciento ochenta días multa, además de inhabilitación conforme al artículo 36, incisos 1, 2, 3 y 4, del Código Penal. Esta regulación plantea dos problemas.

El primero está referido al escaso rendimiento preventivo de estas penas. Así, los márgenes de aplicación de la privación de libertad son insuficientes, al menos en lo que corresponde al tope mínimo, para desplegar el efecto disuasivo que ha demandado el Greco para la sanción de la financiación corrupta de la política. Tampoco es muy razonable que el delito tenga asignada una pena privativa de libertad abstracta de menor rigor que las previstas, por ejemplo, para los delitos de cohecho o de tráfico de influencias. Y, más aún, dado que estos delitos pueden entrar en concurso, entonces la pena concreta y final igualmente sería reducida.

Si se atiende igualmente a la gravedad del delito, entonces tampoco es satisfactoria la extensión prevista para la pena de multa. Además, el importe de la multa, al ser calculado con arreglo a parámetros asociados a la situación económica del penado (CP, art. 43), podría llegar a ser inferior que la cuantía de la multa administrativa prevista, por ejemplo, para la infracción del artículo 36.c.5 LOP, pues está ligada al valor que tenga la unidad impositiva tributaria.

Finalmente, el segundo problema, que me limito a mencionar, es la respuesta sancionadorapara los partidos que se benefician con este delito. Sin perjuicio de otros aspectos del problema que tienen una complejidad similar, el de la extensión de la legislación que regula la responsabilidad administrativa de las personas jurídicas a los partidos daría lugar a una tensión entre, por un lado, el legítimo interés del Estado en prevenir y castigar el delito en el interior de los partidos políticos y, por otro, el ejercicio del derecho de participación política -en sentido amplio- de los afiliados y simpatizantes de una organización política. Y el paradigma de esta tensión es la disolución de un partido político (Faraldo, 2018; Sandoval, 2018)

VI. CONCLUSIONES

La decisión político-criminal de castigar penalmente el «financiamiento prohibido de organizaciones políticas» está justificada, en primer lugar, por la extraordinaria importancia que tiene el bien jurídico protegido -el «normal desarrollo de las funciones constitucionalmente atribuidas a los partidos políticos»-, que es susceptible de ser concretado, a su vez, en otros valores -por ejemplo, el interés del Estado en la transparencia del funcionamiento económico-financiero de las organizaciones políticas, la libre formación y manifestación de la voluntad popular y del pluralismo político, la competición política en igualdad de condiciones, y la independencia en el funcionamiento de los partidos políticos- de primer orden para nuestro sistema político-democrático.

En segundo lugar, la intervención penal en esta materia se hizo necesaria debido a la escasa eficacia preventiva de la LOP, la ausencia de mecanismos de autocontrol en los partidos y la falta de un sistema institucionalizado de responsabilidades políticas. Y, sin ser menos importante, hay que sumar un telón de fondo compuesto por los escándalos de corrupción y el perturbador mandato positivo de incriminación del artículo 35 de la Constitución.

Las figuras delictivas relacionadas con la «corrupción pública», el delito de lavado de activos y el delito tributario, por citar algunos casos, podían dar cuenta antes de 2019 de la financiación corrupta de partidos que se perpetraba durante la preparación o la ejecución de tales delitos. Sin embargo, en tercer lugar, no podían abarcar ni con mucho todo el contenido de injusto de la obtención de recursos económicos para los partidos a través de la corrupción.

Por otra parte, como ya he señalado, la incriminación de la financiación ilegal no es un hecho aislado en el derecho comparado, si bien el caso peruano tiene, en comparación con otros ordenamientos jurídicos, algunos aspectos meritorios. Tomemos como ejemplos la financiación con fondos públicos distintos de los arbitrados en la LOP y el falseamiento de la información sobre aportaciones, ingresos y gastos, que están tipificadas en el Código Penal peruano, mas no en el de España, lo que ha sido criticado prácticamente por la totalidad de la doctrina de ese país5.

Sin perjuicio de lo que se pueda decir de la fundamentación del delito y de los aspectos del mismo que merecen una opinión positiva, cualquier pronóstico sobre su rendimiento preventivo tiene que tener presente que adolece de no pocos problemas. De los que he mencionado páginas atrás, solo insistiré en que los límites entre el sistema de control administrativo -radicado en la LOP- y el sistema de control penal -artículos 359-A y 359-C CP- no se han fijado con criterios que atiendan a la mayor lesividad de las conductas constitutivas de delito. Esta deficiencia se ha traducido en la existencia de superposiciones normativas que afectan a los verbos rectores del delito y a la regulación de las «fuentes de financiamiento prohibidas», que designan su objeto material. La falta de racionalidad técnico-legislativa antes mencionada ha contribuido a que existan importantes desajustes en la respuesta penal contenida en el tipo.

Aunque la reforma penal de 2019 supuso un avance hacia el objetivo de eliminar los espacios de impunidad en los que medra la «corrupción política», no puede decirse que se haya producido un cambio decisivo en el sistema de control administrativo o en el uso de mecanismos de autorregulación en los partidos. Por ello, para terminar, no hay que perder de vista que, como advirtió la CANRP, la debilidad representativa, el extendido fraccionamiento, el bajo nivel organizativo y la escasa cohesión interna de los partidos vuelven al sistema político muy vulnerable a la corrupción (Tuesta et al., 2019, pp. 23 y 32). Y no le corresponde al derecho penal revertir este estado de cosas.

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1Asimismo, ver, con matices, Villoria (2006, pp. 106-107).

2Ver, por ejemplo, García Arán (2016, pp. 590-604).

3Ver, con reservas, Maldonado (2018, p. 706).

4Ver, entre otros, Corcoy y Gallego (2015, pp. 1051-1052), Núñez (2017, pp. 754-755), Odriozola (2018, p. 112) y Puente (2017, p. 59).

5Recientemente, por Bustos (2021, pp. 161-174) y Cano (2021, pp. 195-198).

Recibido: 31 de Octubre de 2021; Aprobado: 24 de Febrero de 2022

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