Re-politizar el mundo significa devolverle sentido a la políticaFASSIN (2018, p. 14)
I. INTRODUCCIÓN
En uno de los capítulos de su libro Las estructuras elementales de la violencia, Rita Segato (2003) alude a dos situaciones que ilustran el amplio espectro de violencias al que están sometidas las mujeres y las personas LGTBI+ en el dispositivo sexo-genérico1 de nuestras sociedades heterocisnormativas y patriarcales. Por una parte, se refiere a una campaña de alfabetización coordinada por una pedagoga brasileña en Río Grande del Sur: «una y otra vez los maestros reportaron que cuando los maridos se encontraban presentes en la misma sala de aula, las mujeres mostraban un rendimiento menor en el aprendizaje que cuando ellos no estaban presentes» (p. 133). Por la otra, remite a discursos de hombres violadores recogidos por un equipo de estudiantes de la Universidad de Brasilia, en los que
la violación emerge como un acto disciplinador y vengador contra una mujer genéricamente abordada. Un acto que se ampara en el mandato de punir y retirarle su vitalidad a una mujer percibida como desacatando y abandonando la posición a ella destinada en el sistema de estatus de la moral tradicional (p. 138).
La autora habla de la dimensión violenta que es inherente e inseparable de la estructura jerárquica de la relación de género.
En este artículo se abordan expresiones de esa violencia que tematiza la autora y que, en este caso, experimentan mujeres migrantes que residen en las ciudades de Antofagasta y Santiago, ubicadas en el norte y el centro de Chile, respectivamente, y que tienen una participación activa en organizaciones sociales que realizan tareas de cuidado comunitario, aunque esas labores no sean parte de los propósitos y el accionar de esas organizaciones. Este abordaje se realiza en torno a una idea-eje, la de politización, en dos sentidos: en un primer apartado, a partir de la propuesta de politizar la violencia sexo-genérica, al hilo del abordaje crítico del campo de estudio de las migraciones y los géneros que propone Carmen Gregorio Gil (2012) desde el feminismo; y, en un segundo apartado, abordando experiencias de politización2 de algunas de estas mujeres migrantes en las que esa violencia sexo-genérica es resignificada como motor de su participación social, resignificación atravesada por las tensiones y contradicciones que implica esa canalización de la acción participativa en tareas caracterizadas por una desigualdad sexo-genérica como las de cuidados.
En ese entendido, nos preocupa enmarcar muy claramente nuestro análisis, que se realiza a partir de las tramas narrativas biográficas de personas que tienen una participación social activa, con el objeto de no sobredimensionar las posibilidades de contestación y resistencia a esas violencias, pero tampoco victimizarlas, soslayando su capacidad de agencia. Dilucidar las potencialidades transformadoras de esas luchas sobre estas violencias demandaría un estudio con ese propósito específico, sin embargo, el trabajo desarrollado en esta investigación permite advertir transformaciones vinculadas con el cruce de la dimensión de extranjeridad en los modos de hacer-experimentar la ciudadanía a partir de esta participación en organizaciones y procesos de politización. Al demandar derechos a un Estado que no es «el propio» -el de nacimiento-, las personas migrantes que participan en estas organizaciones están reconfigurando, desde abajo y en su dimensión práctica, la noción de ciudadanía, aun cuando las ideas que se asocian a ella sigan ancladas en representaciones convencionales de este concepto, como veremos en el apartado final.
La alusión a la dimensión de extranjeridad demanda otra precaución importante: aunque el análisis que se propone no se realizó sistemáticamente desde el enfoque interseccional, esta mirada es imprescindible al momento de leer la evidencia empírica que aquí se presenta. Como sostienen Viveros Vigoya y Gregorio Gil (2014),
En la actualidad, las relaciones de género, sexualidad, raza, clase y edad [etnia y extranjeridad agregaríamos] parecen no poder pensarse sin tener en cuenta ese proceso de articulación e intersección en el cual se sedimentan mutuamente y producen categorías de identidad, percepción y acción comunes (p. 10).
Este trabajo busca ser un aporte a la reflexión sobre las diversas formas de violencia que experimentan las mujeres en contextos migratorios, contribuyendo así a la comprensión del género y la sexualidad como dimensiones estructurales y estructurantes de los procesos migratorios, a la vez que sobre las posibilidades de contestación y resistencia a esas violencias. En ese sentido, considerando el marco temático de este dossier, si la violencia es entendida como una privación de derechos, las luchas que emprenden estas mujeres por la demanda de derechos al Estado en el que residen pueden leerse, en sus debidas proporciones, como un horizonte esperanzador respecto de un lento camino de transformación de una violencia atávica (y estructural) como la violencia sexo-genérica.
II. EL ENFOQUE BIOGRÁFICO COMO CAMINO METODOLÓGICO
La investigación de la que surge este artículo adoptó una aproximación metodológica cualitativa, recurriendo al enfoque biográfico (Arfuch, 2002) y utilizando como principales herramienta para el trabajo de campo el relato de vida (Bertaux, 2005; Velasco y Gianturco, 2012), además de acompañamientos de observación participante de actividades de las organizaciones sociales de las que son parte las mujeres migrantes con las que se trabajó (asambleas, marchas, funas, cortes de calles y ollas comunes, entre otras).
De un grupo amplio de participantes en el estudio, definido a partir del muestreo teórico (Martínez-Salgado, 2012), se seleccionaron para el análisis que se presenta en este trabajo los relatos de vida de diez mujeres migrantes de origen latinoamericano (peruanas, bolivianas, colombianas, ecuatorianas y dominicanas) en situación de precariedad3, residentes de las comunas de Antofagasta (cinco) y de Santiago (cinco), que participan de forma activa en organizaciones sociales que demandan algún derecho al Estado (directa o indirectamente), con y sin roles dirigenciales. En el marco del proyecto de investigación, se desarrollaron en cada una de las comunas veinte relatos de vida de hombres y mujeres migrantes -en iguales proporciones- que participan en organizaciones y que no lo hacen -también en las mismas cantidades-. Por lo tanto, los relatos seleccionados corresponden al total de los realizados a mujeres con participación en organizaciones sociales debido a la densidad que adquiría en sus relatos el enunciado de la violencia sexo-genérica. También se efectuaron entrevistas a informantes clave, de las que en este caso se seleccionaron cuatro: dos de Santiago y dos de Antofagasta. Se trata de personas chilenas (tres mujeres y un varón) que han cumplido algún rol significativo en la trayectoria de participación social de estas mujeres. El trabajo de campo, a su vez, se desarrolló entre junio de 2019 y abril de 2022.
Las comunas de Santiago y Antofagasta se seleccionaron porque son las que tienen la mayor cantidad de población migrante del país -220 283 y 61 651 personas migrantes, respectivamente, según datos de 2020, lo que equivale al 15,1 % y 4,2 % del total de la población migrante del país (INE & DEM, 2021)- y, en el caso de la segunda, por la significativa cantidad de esta población que reside en campamentos4, que son espacios representativos de precarización habitacional. De hecho, como señala Méndez Caro (2021, p. 172), se trata de la comuna con mayor cantidad de hogares en campamentos (5581 familias, aproximadamente, en 63 campamentos), un 60 % de ellos migrantes.
El trabajo analítico se realizó a partir de las tramas narrativas biográficas construidas mediante los relatos de vida. Por trama narrativa entendemos, según la propuesta teórico-metodológica de Leonor Arfuch (2002, 2016), los relatos resultantes de procesos de construcción de significaciones en torno a determinados referentes, los cuales dan sentido a lo que sucede en el mundo social y en la propia vida (Meccia, 2016), a la par que constituyen la apropiación personal de los discursos sociales a partir de la enunciación. Esta apropiación personal implica un concepto amplio de enunciación que contempla
cómo se cuenta una historia, cómo se articula la temporalidad en el relato, cuál es el principio que se postula, cómo se entraman tiempos múltiples en la memoria, cómo se distribuyen los personajes y las voces, qué aspectos se enfatizan o se desdibujan, qué causalidades -o casualidades- sostienen el desarrollo de la trama, qué zonas quedan en silencio o en penumbra (Arfuch, 2016, p. 240).
El análisis que se propone entiende que la trama narrativa que construyen las entrevistadas -ese relato biográfico migrante- es una suerte de polea de transmisión entre el nivel micro y macrosocial, aunque la metáfora mecánica no sea del todo feliz en este caso, puesto que ese relato no es un reflejo espectral, sino una relectura, una reconstrucción de ese discurso en este juego infinito de la semiosis social.
Esta disquisición remite a la debatida relación entre generalización y representatividad en el caso de investigaciones de carácter cualitativo como esta. Como explica Rosas (2010), no es incongruente preguntarse por las posibilidades de generalización de los estudios cualitativos, siempre que esa representatividad no se asocie de modo reductivo a la inferencia estadística. Por otra parte, según la autora, no todos los estudios de carácter cualitativo tienen por objetivo lograr esa generalización, y pueden proponerse legítimamente profundizar el conocimiento sobre los procesos y las relaciones sociales implicadas en un fenómeno que se genera en un contexto específico. Ese es, precisamente, el horizonte inmediato con el que se planteó inicialmente este estudio que, como ya queda claro, adopta una mirada microsociológica.
III. «POR MIS HERMANOS, POR MIS HIJOS…»: VIOLENCIA SEXO-GENÉRICA Y MIGRACIÓN
Carmen Gregorio Gil (2012), una autora referente en estos temas, sostenía hace ya una década que era posible hablar de la configuración de un campo de estudios de «género y migraciones». En efecto, la relación entre los procesos migratorios, el dispositivo sexo-genérico, y el régimen heterocisnormativo y patriarcal, es una línea temática ya bastante consolidada dentro del campo de los estudios migratorios. Por lo tanto, el abordaje que se presenta en este apartado no representa novedad en ese sentido, más bien tiene un propósito descriptivo y contextual que apunta a delinear el marco interpretativo para lo que se expone bajo el título siguiente. En esta parte, entonces, nuestro objetivo es ilustrar, mediante escenas biográficas de las mujeres migrantes en situación de precarización con las que hemos estado trabajando, algunos modos en los que la violencia sexo-genérica, en tanto violencia directa, estructural y cultural (Galtung, 1990; Segato, 2003) ejercida en virtud del dispositivo sexo-género, atraviesa sus trayectorias migratorias, dándoles formas y sentidos.
Ciertamente, la inflación en los usos del concepto de violencia (Blair Castillo, 2009) lo ha tornado una noción problemática. Su alcance expansivo ha hecho difícil tener claridad sobre los límites de la categoría, algo que tiende a atenuar su poder heurístico. Lo que sí es claro, en cambio, es que el peso histórico y situacional es muy significativo en su definición. Pero más allá de estas dificultades, o más bien por ellas, resulta necesario explicitar las ideas que se asocian a esta categoría cuando se la utiliza en el análisis que aquí se presenta. Desde esa premisa, la propuesta de Galtung (1990) resulta útil para la aproximación a los procesos sociales observados en el trabajo de campo, más allá del hecho de que, para su delimitación conceptual, recurre a otra categoría compleja y muy debatida: la de derechos humanos. La violencia, dice este autor, puede pensarse como una privación de los derechos humanos fundamentales en un amplio sentido, que se extiende desde el derecho a la vida, la felicidad y la prosperidad, hasta el derecho a la satisfacción de las necesidades básicas.
Desde una aproximación fenomenológica, este concepto de violencia propuesto supone una representación triangular a partir de la distinción entre violencia cultural, estructural y directa. La violencia cultural se refiere a la esfera simbólica de la existencia, que puede ser utilizada para justificar o legitimar la violencia directa o la violencia estructural. Esta supone un flujo constante a través del tiempo, un sustrato a partir del cual los otros dos pueden nutrirse; y tiene una temporalidad persistente, dada la lentitud con que se producen las transformaciones culturales. La violencia estructural alude a las diversas formas de explotación y tiene la temporalidad de los procesos, con sus altibajos. La violencia directa, en tanto, corresponde a lo episódico, al suceso, a su expresión visible (Galtung, 1990)5.
Retomando esta misma conceptualización -aunque con aprensiones críticas, como veremos más adelante-, Liberona Concha y Piñones Rivera (2020) explican que las privaciones del acceso a los derechos que impone la violencia «forman parte de un proceso social, cultural, económico y político restrictivo, estructurado y estructurante», que «nos recuerda que dichos procesos no son ni externos ni puntuales, pues la violencia estructural funciona incorporando la historia, inscribiéndose doblemente en los cuerpos, como condición social y como experiencia histórica, individual y colectiva» (pp. 46-47). Este constructo que articula sustratos y temporalidades para definir la violencia tiene la virtud de, a la vez que precisa los contornos de aquello que se procura aludir, ofrecer la versatilidad suficiente para permitir una aproximación a diversas expresiones del fenómeno, evidentemente conectadas.
Para entender la violencia sexo-genérica -a partir de la definición de dispositivo sexo-género reseñada al comienzo-, recuperamos las ideas de Rita Segato (2003) en torno a su propuesta sobre las estructuras elementales de la violencia de género. La autora habla de una economía violenta propia de la estructura de género y señala que
una de las estructuras elementales de la violencia reside en la tensión constitutiva e irreductible entre el sistema de estatus [el de la «moral tradicional»] y el sistema de contrato [el de la ciudadanía, que establece una igualdad jurídica entre los sujetos]. Ambos correlativos y coetáneos en el último tramo de la larga prehistoria patriarcal de la humanidad (p. 144).
Según explica Segato (2003):
La falta de correspondencia entre las posiciones y las subjetividades [en los sistemas de estatus y de contrato] dentro de ese sistema articulado pero no enteramente consistente produce y reproduce un mundo violento. Ese efecto violento resulta del mandato moral y moralizador de reducir y aprisionar a la mujer en su posición subordinada, por todos los medios posibles, recurriendo a la violencia sexual, psicológica y física, o manteniendo la violencia estructural del orden social y económico (p. 145).
Es desde estas propuestas conceptuales que, en el análisis que se propone, se piensa la violencia en general y la sexo-genérica en particular.
Elena (46 años), mujer boliviana que reside en un campamento en Antofagasta, empezó su trayectoria migratoria a los 12 años, cuando partió desde una zona rural donde vivía con su mamá y dos hermanos menores para «pasar» mercadería para «los negociantes» en la frontera entre Argentina y Bolivia6:
salí muy chica de la casa a empezar a buscar la vida… como la gente decía [que] en Argentina se gana mucha plata, entonces yo a los 12 años decía «Si soy grande, puedo ir a la Argentina a trabajar y ganar mucha plata y traer para mis hermanos», decía […] todo era para generar dinero para mis hermanos, para que puedan estudiar […] yo quería que mis hermanos comieran lo que comen los otros niños que tenían plata (Elena, entrevista, noviembre de 2019).
En esta escena biográfica están presentes varias materializaciones de la violencia sexo-genérica resultante de su posición desigual en el dispositivo sexo-género y la de su madre: un hogar monoparental en el que la subsistencia depende solamente del trabajo agrícola de autoconsumo que realiza la mamá; una niña que, en su rol de hermana mayor, y en una subjetivación sexo-genérica que le asigna un mandato de cuidado, debe abandonar su escolarización para «buscarse la vida» en un contexto de pobreza rural.
En esas primeras experiencias migratorias de niña, además, Elena experimentó formas de violencia directa, que pueden ser consideradas expresiones de tortura, de parte de un gendarme que la detuvo en la frontera en una de sus incursiones por el riacho que separa las ciudades de La Quiaca (Argentina) y Villazón (Bolivia):
me dijo uno de esos caballeros [los negociantes]: «Bueno, hoy día como no hay nada de mercancía… solamente hay harina», me dice, entonces yo le digo «Bueno», como cada quince kilos de harina podía pasar, yo me cargué los quince kilos, y no, ese día me agarró el gendarme, me agarró el gendarme, me dio dos patadas, me rompió la harina, me pinchó con las agujas que traía, acá me pinchó, y así me tiró al suelo… como era yo niña chica me puse a llorar, dije «Nunca más, nunca más voy a hacer pasar esto», y la verdad me dio mucha pena, y lo recuerdo con dolor (solloza)… ha sido muy fuerte ese dolor para mí (Elena, entrevista, noviembre de 2019).
Su trayectoria continuó por varios años en Argentina, entre las provincias de Jujuy, en el norte, y Córdoba, en el centro, hasta que regresó a Bolivia, donde se casó muy joven y tuvo tres hijas. Luego, decidió separarse ante situaciones de violencia de pareja y se marchó con sus hijas a Cochabamba para, un tiempo después, volver a migrar, esta vez sola, a Antofagasta en Chile, dejando a sus hijas al cuidado de su madre porque «afrontar mi vida diaria con mis hijas era muy duro allá en Bolivia, muy duro, muy duro. El sueldo que ganaba no alcanzaba para mis hijas, y más encima mamá joven, con un bebé de un mes» (Elena, entrevista, noviembre de 2019), lo que da cuenta de violencias experimentadas como trabajadora con un salario por debajo de los niveles de sobrevivencia. La decisión de migrar a Chile obedeció, dice, a la necesidad de «darle una buena economía a mis hijas, no hacerle sufrirle económicamente a ellas, y pagarles los estudios, para que ellas sean profesionales». Cuenta orgullosa que sus hijas se han graduado ya, pero se le anuda la garganta cuando nos dice que «ellas se criaron sin cariño de madre». Un dolor que resulta de una migración que, según su relato, se emprende otra vez -como la que inició cuando niña- por el mandato de la crianza y el cuidado. Dicho mandato que se inscribe, a su vez, en la obligación de la copresencialidad, lo que genera culpa cuando se instala la distancia física en ese vínculo maternal.
En el caso de Estela (43 años), mujer cis peruana que reside en una habitación en un cité de la comuna de Santiago de Chile con sus tres hijas, la trayectoria migratoria se inició por razones semejantes y, por ende, la violencia sexo-genérica ha jugado un papel igual de relevante. Su madre fue víctima de un femicidio cometido por su padre, que luego se suicidó, por lo que ella, como la mayor de seis hermanos, asumió la responsabilidad de la crianza y emigró a Chile para generar los recursos necesarios para ello:
era difícil, entonces yo pude haberlos dejado botados, pero igual, o sea, igual era joven todavía, entonces yo atiné a cuidar a mis hermanos… mi otro hermano me seguía por un año, pero no, como que no atinaba, o sea, él vivía por su cuenta y no estaba ni ahí con los demás chicos. Entonces yo, yo fui papá y mamá para mis hermanos, entonces por eso me vi obligada a venir y ya, lo logré, o sea, no tanto, o sea, yo pude haber querido que tengan una profesión, pero, o sea, no, no pude más, pero por lo menos han terminado de estudiar, no, no están metidos ni en el alcohol ni en la droga gracias a Dios. Trabajan, acá estamos tres y están tres allá, en Perú […] Yo, con la plata que ganaba acá, contraté a una señora que me les pudiera cocinar y lavar sus ropas, porque igual eran pequeños. Y así salí adelante. Ya cuando yo pude, me los traje a los más pequeños porque los más grandes ya podían trabajar (Estela, entrevista, octubre y noviembre de 2019)7.
Estas dos escenas biográficas, representativas de los relatos de vida con los que se trabajó, ilustran el carácter estructurante del género y la sexualidad en los procesos migratorios (Ariza, 2000; Luibheid, 2005; Manalansan IV, 2006; Cantú, 2009; González López, 2009), un vínculo establecido ya con bastante solidez en este ámbito de estudio, como anunciábamos al comienzo del apartado. A partir de este punto establecido, queremos avanzar en la línea argumental del artículo a partir de una sugestiva propuesta de lectura que realiza Gregorio Gil (2012), reflexionando desde la etnografía y la crítica feminista sobre algunas tensiones conceptuales en la relación entre géneros y migraciones. La autora propone la politización de algunas categorías centrales en este subcampo de los estudios migratorios: la de maternidad transnacional y la de cadenas globales de cuidados. Nos parece fundamental citar sus palabras al respecto para, desde la intertextualidad, tomar esa hebra y proponer una politización de la violencia sexo-genérica en relación con los procesos migratorios.
Cuando habla de politizar la categoría de maternidad transnacional, Gregorio Gil (2012) propone situarla
en el entramado específico de relaciones de poder en el que se inscriben las prácticas, los significados, las imágenes y los sentimientos, social y culturalmente producidos, incorporando los usos políticos de la misma desde las subjetividades y las identidades que reproducen la noción cultural hegemónica de la maternidad, pero también la resisten (p. 575).
Politizar los cuidados, en el marco de lo que se han llamado las cadenas globales de cuidado, implica para ella sacarlos
del espacio ‘privado’ del hogar y de su contenido naturalizado en su asociación con lo femenino, para situarlos en el centro de procesos políticos e históricos que construyen cuerpos generizados, sexualizados, racializados, etnizados y desterritorializados en su relación con el cuidado […], tratando de evitar, con ello, la definición de las mujeres como seres afectivos y asistenciales desde la asunción de su presunta relación con la procreación y la crianza (Gregorio Gil, 2012, p. 577).
Politizar la violencia sexo-genérica, siguiendo esta lógica, supone visibilizar las relaciones de poder que la hacen posible, así como los procesos históricos que han conducido a la construcción de cuerpos y vidas «violentables» a partir de ese entramado que interseca el género y la sexualidad como dimensiones centrales en estos casos, junto con la extranjeridad, la etnia, la «raza» y la clase, entre otras. Asimismo, implica visualizar los intereses a los que tributan esas vidas migrantes violentadas (y violentables) a partir de violencias directas (como las que experimentan mujeres o personas LGTBI+ migrantes abusadas o violadas en sus travesías de desplazamiento), estructurales (como las mujeres, niñas y personas LGTBI+ migrantes tratadas en el comercio sexual o explotadas en el mercado etnizado del trabajo doméstico) y culturales (como las que vivencian cuando se naturaliza su responsabilidad respecto de un mandato de cuidado y crianza asociado a una supuesta feminidad instintiva). Pero politizar la violencia sexo-genérica en relación con los procesos migratorios implica también considerar las formas en que esas violencias se resisten, se contestan, se resignifican. Implica también preguntarnos cómo es posible esta politización, qué habilita el giro en las experiencias de estas mujeres, cuál es su alcance y en qué medida abre una eventual vía de transformación. Procurando alejarnos de aproximaciones victimizantes o, por el contrario, épicas a estos procesos sociales, ese es el camino que proponemos en el siguiente apartado.
IV. «DE AHÍ NACE EL SENTIMIENTO DE SER LÍDER»: DOLORES QUE SE HACEN LUCHAS
Tomando entonces esta hebra de la politización de la violencia sexo-genérica, el trabajo de campo desarrollado durante los últimos tres años nos ha permitido advertir, en algunas de las mujeres migrantes con participación social activa con las que hemos trabajado, una coagulación de sentidos en torno a una resignificación de esas violencias sexo-genéricas como motores de organización social, resistencia o lucha, que se canalizan en parte importante desde lo que se suele referir como «cuidados comunitarios»8. En este apartado procuramos mostrar cómo se establece ese vínculo, qué actores y procesos inciden en esa ligazón, y de qué forma lo hacen.
La noción de cuidados ha generado un amplio debate en las ciencias sociales (Magliano & Perissinotti, 2021), principalmente a partir de la crítica feminista, que ha introducido un hito en esta discusión al conceptualizarlo como trabajo (Zibecchi, 2014) y poner el acento en las desigualdades que atraviesan esas labores. En general, la idea alude a «un espacio bastante indefinido de actividades, servicios, bienes, relaciones y afectos dirigidos a asegurar la reproducción social y la subsistencia de la vida» (Sanchís, 2020, p. 10). En esa línea y en el marco de este análisis, cuando se alude a cuidados se está pensando en
todas aquellas tareas necesarias para el sostenimiento de la vida cotidiana y de su reproducción intergeneracional […] en el marco de dos dimensiones centrales: las disposiciones y motivaciones ético-afectivas y las tareas concretas de la vida diaria, que pueden ser remuneradas o no (Magliano & Perissinotti, 2021, p. 3).
El adjetivo de «comunitario» que se agrega a los cuidados pone en escena otra importante línea de abordaje en este campo temático, que tiene como trasfondo una comunitarización de tareas necesarias para la subsistencia, con aristas asociadas tanto a respuestas frente a la precarización de amplios sectores de la población en nuestras formaciones sociales latinoamericanas como a formas de organización social en resistencia y lucha. En este trabajo, y siguiendo también en este aspecto a Magliano y Perissinotti (2021), entendemos lo comunitario
como la disposición para poner en ejercicio ‘la capacidad práctica que tienen las poblaciones para cooperar entre ellas’ […] en base a relaciones sociales de compartencia que operan coordinada y/o cooperativamente de forma más o menos estable en el tiempo con objetivos múltiples, buscando la satisfacción de necesidades básicas de la existencia social y por tanto individual (p. 3).
El hilo argumental que proponemos desarrollar en este apartado sostiene que, en las tramas narrativas biográficas que relatan estas trayectorias migratorias que estamos analizando, las diversas formas de violencia sexo-genérica experimentadas se resignifican como razón o fundamento de una implicación en procesos de organización social en torno a los cuidados comunitarios con diversas intensidades (desde participaciones no dirigenciales hasta situaciones de politización). Ello, por una parte, deriva en una creciente generización de tareas sociales que es preciso asumir ante la ausencia involuntaria o deliberada del Estado (o una presencia focalizada y asistencial, que no responde a las necesidades de la población); pero, por otra, también deviene, en algunos casos, en confluencias de actores/actrices y circunstancias que permiten la gestación de espacios de resistencia de diferentes alcances.
Como está ampliamente documentado, las mujeres latinoamericanas de sectores populares y territorios empobrecidos han jugado un papel protagónico en los cuidados comunitarios (Rosas & Gil Araujo, 2021), y esa participación «ha sido una de las fuentes de organización popular de mujeres» (Fournier, 2020, p. 67), generando transformaciones tanto biográficas como colectivas, potencialidades que -por supuesto- conviven con tensiones y contradicciones. Probablemente, una de esas contradicciones más importantes reside en el hecho de que estas resistencias y procesos de politización se construyen en parte con base en cuidados comunitarios desigualmente distribuidos en términos de género. Prima facie, resulta contradictorio si pensamos la subjetivación política como la propone Ranciére (2006), es decir, como la demanda de una igualdad en la construcción de un-sí-con-otros, pues las tareas de cuidado comunitario no son precisamente un espacio de igualdad. Ahora, si bien esta es una afirmación difícil de contradecir, en estos casos parece necesario cuestionar lo obvio, sacudir el sentido común. En ese sentido, uno de los aspectos específicos en estos casos, que puede contribuir a ese cuestionamiento, es que se trata de mujeres migrantes; en otras palabras, el proceso de construcción de subjetividades resistentes se interseca con la dimensión de extranjeridad9, lo que le confiere particularidades que nos interesa explorar y que están ligadas a la liminaridad del extranjero respecto del reconocimiento de derechos por parte del Estado en que reside (Fassin, 2018). Avanzaremos en esa línea en el apartado final.
Migdalis (42 años), mujer colombiana que reside en otro campamento de Antofagasta, nos compartió una escena biográfica brutal en uno de nuestros encuentros sin tono de drama, pues bastó la simple descripción de los hechos para proveer el dramatismo necesario. Tenía alrededor de 10 años cuando, una noche que estaba sola en su casa al cuidado de sus hermanos menores, fue víctima de una violación por parte de un vendedor ambulante, de esos que iban pueblo por pueblo en la ruralidad del valle del Cauca, que se metió en la vivienda:
Yo fui a salir a correr y pegué la carrera y cuando salí él, ¡pá!, me pescó la mano y chao, hasta ahí fui... entonces afuera me tiró ahí, había un espacio, un piso, pero como… nunca me olvidé… un espacio así como todo roñoso, ahí me tiró, yo no me quería dejar y el tipo me sangonió, y cuando no quería «¡Quédate quieta!», y yo le dije «Y no, y no», y saltaba yo, tenía un cuchillo… él, muy puntudo... me puso un cuchillo por aquí [señala el cuello] y me dijo «Tírate al piso y acuéstate ahí, si no te acuestas, te entierro este cuchillo; y ustedes, si no se callan [refiriéndose a los hermanos], la mato acá». Entonces siente uno que ha tenido... la muerte cerca… Luego ahí, bueno, pasó lo que pasó, luego me hizo entrar hacia el cuarto, ahí estaban mis hermanos... yo me sentí, la verdad, me sentí mal, me sentí feo… pero... me sentía como una líder, una héroa, yo creo que de ahí nace el sentimiento de ser líder (Migdalis, entrevista, diciembre de 2019)10.
La cita es una materialización de la relevancia que ha adquirido, en el relato de estas mujeres migrantes dirigentes o participantes activas de organizaciones sociales, el nexo que establecen entre la superación de sus experiencias de violencia sexo-genérica con su trabajo comunitario, que en algunos casos ha derivado en procesos de politización. Sin duda, el relato de Migdalis recurre a un punto nodal instituido en el magma de significaciones imaginarias sociales11 (Castoriadis, 1988): la imagen sacrificial del rol de cuidadora de la mujer; es decir, uno que naturalmente le corresponde y «le nace», ya sea respecto de los hijos, los hermanos e, incluso, las parejas, y que es una expresión de violencia cultural, en términos de Galtung (1990). Pero más allá de este hecho harto probado, si se lee desde la propuesta politizadora de Gregorio Gil (2012), resulta interesante observar cómo es que esos hechos y situaciones de violencia llegan a ser construidos como fundamentos de acciones dirigenciales que, aunque giran en torno a acciones que eventualmente pueden considerarse una comunitarización de esas labores y responsabilidades de cuidado asignadas por naturaleza, derivan también, en ciertas circunstancias, en acciones de resistencia y hasta en estrategias de lucha. Esta deriva se amplifica más aún cuando están protagonizadas por mujeres que, de jure, no son consideradas ciudadanas del Estado en el que residen; esto es, no son consideradas legítimas interlocutoras de ese Estado al que plantean sus demandas de lucha.
Julia (52 años), mujer peruana que reside en un campamento de Antofagasta (distinto al de Elena y Migdalis), habló en uno de los encuentros para la construcción de su relato de vida de una escena biográfica muy significativa, que representó para ella un quiebre en la situación de violencia que estaba experimentando de parte de su pareja:
me separé tres veces [de esa pareja] y en la última vez que me... la última vez que me separé ya le dije «Va a ser definitivo», y fue definitivo porque yo lo decidí, y a mí algo que me motivó, y por eso yo tengo mucho cariño a las organizaciones de mujeres, es que justo estaba caminando por la calle, así que venía... estaba trabajando de auxiliar de párvulos acá en un colegio, y estaba pasando por la calle XX y había una intervención de mujeres, de eso como hacen los artistas que bailan callejero todo eso, y yo me acerqué a mirar así, a mirar así, también estaba súper angustiada con lo que me pasaba, con mi decisión que yo tomaba, porque de partida ya me estaba vulnerando, no tenía plata, muchas cosas, todo lo que conlleva la separación, y vi una intervención artística de mujeres, todas vestidas de negro, donde todas luchaban por querer ser libres y querer ser más, y en medio de eso, un muñeco gigante que era el hombre, que lo movían como títere que no las dejaba, y ellas quemaron ese muñeco y lograron vencer su libertad, yo no paraba de llorar te cuento, así que lloraba... lloraba, lloraba y lloraba, y decía «Y si ellas pueden hacerlo, ¿por qué yo no?», y te estoy hablando de eso hace cuatro años… y por eso, yo siempre cuando hay una intervención de mujeres, voy por dos razones: una, porque siento que es una sanación para mí importante; y, otra, porque, de repente, quién sabe si con mi ánimo estaré animando a otra que está pasando por ahí a decir que «Ya basta», ¿cachai? [¿entiendes?] (Julia, entrevista, diciembre de 2019).
Julia también deriva de esta escena una razón para su labor de dirigente, pues «empoderar» a sus compañeras y ayudarlas a superar situaciones de violencia intrafamiliar son propósitos centrales que emergen profusamente en su trama narrativa. En mayo de 2020, en un conversatorio al que fue invitada a exponer, decía que una de sus consignas es:
hacer que la vulnerabilidad se convierta en dignidad. Y por qué digo eso, porque cada día, cada día que nosotros vivimos acá en el [campamento], comunidad de 75 % de migrantes, y se podría decir que el 55% de esos migrantes son mujeres, mujeres que han dejado sus historias, sus casas, sus vidas, y que han sido violentadas desde miles y millones de maneras, pero, sin embargo, tienen la posibilidad de encontrar en este Chile próspero y neoliberalista un nuevo sistema para cambiarlo… Entonces comienzas a descubrir que tu mundo no es una burbuja, que tu mundo no es una… no es un cascarón de huevo y que tienes que romper para poder mirar más allá. Entonces, en ese proceso que yo iba viviendo de romper el cascarón, me encuentro conmigo misma, me encuentro con mis compañeras y comenzamos a armar una organización (Julia, exposición en conversatorio público, mayo de 2020).
La ruptura del cascarón, la salida de una burbuja, son metáforas muy decidoras para entender cómo se van construyendo estos sentidos que ligan la superación de situaciones de violencia sexo-genérica con trayectorias de participación social. También aparece la significación de esta implicación social como posibilidad de terapia y de cura. Julia lo explica de este modo:
Lo mío fue como… cómo te digo, o sea, este espacio de entretención para mí en... en cómo se llama este… el proceso de liderazgo que tuve fue como para… una catarsis, para poder salir… para no morirme de depresión. Entonces, siendo así, ya conociendo aquí, conociendo allá, sin pensar, me quedé envuelta en muchas cosas; por ejemplo, como coordinadora local de [una red nacional de organizaciones migrantes] (Julia, entrevista, noviembre de 2019)12.
Graciela (35 años), mujer colombiana que reside en el mismo campamento de Julia, también relaciona su labor dirigencial con una posibilidad de salir de la situación de violencia intrafamiliar en la que estaba envuelta:
por lo menos en lo personal, para mí, el ser dirigenta y el trabajar con la comunidad ha sido también como una terapia, porque deja uno de pensar en los propios problemas de uno y empieza a ver que hay problemas muchísimo más grandes que son los del entorno, de la comunidad, entonces empiezas a ver que tú sirves como puente de red de apoyo para otros. Entonces yo empiezo a hacer cursos, capacitaciones de lideresa, de líderes, aprender de derechos humanos, aprender de igualdad, equidad... después de unos años [una universidad regional] empieza a expandirse sobre todo el territorio del campamento y ahí en ese entonces yo era dirigenta, y tomo la opción de quererme preparar… Entonces ahí es donde yo me preparo ya con argumentos ya más validos sobre la historia de las mujeres, y empiezo también… a conocer el tema del feminismo, sobre la historia, sobre todos estos temas de la actualidad que está ahora (Graciela, entrevista, noviembre de 2019)13.
La escena de la performance de mujeres con la que se cruza Julia o el testimonio de Graciela traen, además, al primer plano un elemento fundamental para entender estos procesos: el rol protagónico que ha jugado el movimiento feminista en la escena sociopolítica nacional de las últimas décadas y que ha tenido como acontecimientos-hito recientes las tomas universitarias feministas de mayo de 2018, las últimas marchas del 8M y el rol decisivo del movimiento en el llamado «estallido social» chileno (Ibáñez & Stang, 2021), un hecho que atravesó los inicios del trabajo de campo cuyos resultados se analizan en este artículo. De hecho, la revuelta popular del último trimestre de 2019 es uno de los acontecimientos sociales que, al menos, han potenciado procesos de subjetivación política de algunas de estas dirigentes, los cuales, por supuesto, se habían iniciado de manera previa a estos sucesos.
Elena es uno de esos casos. Cuando nos encontramos por primera vez estaba por viajar a Santiago como representante de su comité de vivienda invitada a un encuentro del Tribunal Internacional de Desalojos, que se realizó en Chile en diciembre de 2019. Se trata de un tribunal popular y de opinión, establecido en 2011 por la Alianza Internacional de Habitantes (AIH) y otras organizaciones sociales, que tiene por finalidad «analizar y cuestionar de manera práctica e interactiva casos de desalojos forzados que tienen lugar en distintas partes del mundo» (International Tribunal on Evictions, s.f.) desde un rol de abogacía, principalmente. Elena me contaba que iría para defender el derecho a la radicación de su campamento frente a la permanente amenaza de desalojo en la que viven. En un encuentro posterior me relató la experiencia de haber participado en la Plaza de la Dignidad, centro neurálgico de las protestas del estallido social en Santiago de Chile, en sus días de estancia en la capital. Estaba muy emocionada por esa vivencia:
esos muchachos gritan, el grito que hicieron, nosotros cuando llegamos ahí, con nuestros volantines así, nosotros como inmigrantes extranjeros, ¿no [es] cierto?, indígenas, llegamos ahí justamente. Me sacaba fotos, me parece que me vieron y me gritaron, un solo grito que dan ellos es: «Extranjero, únete a la lucha»... ¡que te parte el corazón ahí! Y cómo esperar entonces, tenís [tienes] que unirte… Y agarramos nosotros y nos unimos ahí, estuvimos como dos horas ahí con ellos (Elena, entrevista, diciembre de 2019).
Como señalábamos, un conjunto de actores individuales, colectivos e institucionales -entre ellos el Estado-, trayectorias biográficas con ciertas particularidades, contingencias sociales, situaciones relacionadas con procesos estructurales y especificidades territoriales se han ido ensamblando para contribuir con la emergencia de estas trayectorias de participación social activa y de dirigencia, relacionadas fundamentalmente con tareas de cuidado comunitario en un amplio espectro, dándoles forma y sentido. Se trata de ensamblajes que la categoría de «entramado», propuesta por Perissinotti (2019) a partir del trabajo con mujeres peruanas en territorios de relegación urbana de la ciudad de Córdoba (Argentina), ilumina de manera muy precisa, mostrando además conexiones de procesos sociopolíticos en el Cono Sur que ameritan estudios multisituados. Retomando esa categoría en un trabajo conjunto, Magliano y Perissinotti (2021) hablan de ese entramado
de vínculos y relaciones que despliegan [estas mujeres], no sin tensiones, con vecinos/as, organizaciones sociales y agentes estatales con el fin de asegurar la reproducción de la vida desde un lugar ‘común’ de solidaridad y resistencia en los confines de las ciudades (p. 13).
La metáfora del tejido, el entramado, el ensamblaje, tiene una potencialidad icónica que la vuelve muy ilustrativa de lo que se pretende mostrar y que, sin duda, remite en sus antecedentes a la idea de tejido social. Leyla Méndez Caro (2021), en un trabajo sobre este mismo territorio en el que habitan Julia, Elena y Migdalis, recurre a la idea de la «cadenita», surgida de una expresión usada por sus entrevistadas al hablar del tejido, para cuestionar la noción de «cadenas globales de cuidados» (Hochschild, 2000) que referíamos antes y para proponer una relectura desde su trabajo de campo:
Estas ‘cadenitas’ son conceptualizadas desde sus propias experiencias. Son, entonces, ‘cadenitas’ que se agencian y transforman, no cadenas que se padecen. En este sentido, van más allá de las teorías modernas de cuidados, pues se sustentan en prácticas precoloniales o de inteligencia de sobrevivencia de quienes mantienen el recuerdo de vivir de otro modo. Son encadenamientos de corporalidades, esta vez en un buen sentido, ‘cadenitas’ de cuidados y reciprocidad con tu gente (Méndez Caro, 2021, pp. 177-178).
La propuesta de Méndez Caro trae además a escena la huella ancestral en estas cadenitas, conectando el concepto con un pasado fracturado por el trauma colonial latinoamericano. Son nociones emparentadas, como la de experiencias reticulares de solidaridad, que utilizamos en otro trabajo -en el que empezamos a aproximarnos al análisis de los resultados iniciales del trabajo de campo- y que definimos como una
articulación de actores y actrices provenientes de ámbitos diversos, tanto nacionales como migrantes, que se van entramando en red en torno a propósitos de acompañamiento y apoyo, y que van proveyendo, según sus posibilidades, diferentes recursos materiales y simbólicos para sortear situaciones de precariedad, contingentes o (y) estructurales (Stang, 2021, p. 55).
Se trata de nociones cuyas escenas fundantes ha venido a poner en primer plano la pandemia causada por el COVID-19. Son categorías, sin embargo, que corren el riesgo de romantizar estrategias de subsistencia frente a una precarización de la vida que tiene bases estructurales y actores responsables; y también de armonizar las relaciones sociales que se tejen en esas resistencias, permanentemente atravesadas por conflictos y tensiones, como observan certeramente Liberona Concha y Piñones Rivera (2020) en su libro Violencia en la toma. Los autores señalan, por una parte, que no debe perderse de vista que la violencia estructural que está en la base de estas situaciones tiene responsables, y de allí su aproximación crítica a la noción de violencia estructural, que encierra para ellos una paradoja:
mientras saca la comprensión de las trampas individualizantes, legitimando la indignación frente a la estructura de la opresión, el mismo carácter estructural produce la ilusión de que, en concreto, este orden de cosas no es atribuible a nadie en concreto. Para nosotros […] el Estado es el principal actor de la violencia estructural (p. 48).
Por otra parte, también muestran que esas tramas de organización y resistencia están atravesadas por tensiones y disputas relacionadas, por ejemplo, a situaciones de caudillismo generadas por algunos dirigentes (Liberona Concha & Piñones Rivera, 2020, p. 141). Además, es preciso desrromantizar (y politizar) la imagen sacrificial que también prima en torno a estos cuidados comunitarios que asumen las mujeres, que tienden a concebirse como actos de amor y de entrega totalmente desinteresados, invisibilizando los costos que tienen para ellas, silenciando la genuina demanda de algunas por obtener una remuneración por esa labor y desoyendo otros intereses que se juegan en estas participaciones, entre ellos:
el reconocimiento a las organizaciones que otorgan a estas mujeres un lugar, la búsqueda de valorización de la tarea efectuada -a partir de la capitalización de la experiencia-, las expectativas de profesionalización y la necesidad de un ingreso urgente que les permita sobrevivir (Zibecchi, 2014, p. 142).
Son elementos que una mirada compleja de los procesos sociales nos exige no perder de vista.
El rol del Estado es una arista importante a considerar como elemento de análisis de estas resignificaciones de violencias sexo-genéricas en procesos de organización en torno a cuidados comunitarios. Como señalábamos antes, además de la gestación de espacios de resistencia que ocurre en algunos casos, esos entramados de cuidados también responden a una generización de las acciones colectivas de subsistencia ante la precarización de la vida. Además, esa generización se relaciona, por una parte, con lo que podría considerarse una feminización de los programas de apoyo social y, por la otra, con un avance de la institucionalización de la perspectiva de género en políticas y programas estatales.
En efecto, las políticas sociales de «gestión de la precariedad» descansan en una medida importante en las mujeres14; y, específicamente, una parte considerable de los programas sociales de gobierno (a escala nacional y local) se canalizan a partir de su rol maternal. Eso hace que la tenencia de hijos se transforme en una puerta de entrada a un vínculo con el Estado, en algunas ocasiones asistencial, que abarca desde el seguimiento del embarazo hasta la provisión de útiles escolares, pasando por el control del niño sano, entre otros procesos. El Registro Social de Hogares (RSH, s.f.), por otra parte, «un sistema de información cuyo fin es apoyar los procesos de selección de beneficiarios de un conjunto amplio de subsidios y programas sociales», puntúa favorablemente los hogares monoparentales encabezados por mujeres.
Esto no significa necesariamente un cuestionamiento a estos criterios -lo que exigiría un análisis específico, que no es el propósito de este trabajo-, sino el señalamiento de elementos que han llevado a la construcción de un cierto vínculo entre precariedad, género y Estado. Por otra parte, como decíamos, desde el primer gobierno de la presidenta Michele Bachelet (2006-2010), el género se incorporó al lenguaje del Estado a través del entonces Servicio Nacional de la Mujer y Equidad de Género (Sernameg), iniciándose una creciente institucionalización de esa perspectiva en la política pública, acompañada de un desperfilamiento crítico (Richard, 2008) -como suele ocurrir con estos procesos de institucionalización (Esguerra & Bello, 2014)-. Sin embargo, la incorporación de esta mirada a cursos de diverso tipo que se ofrecen sobre todo a una población femenina, muchas veces como condición para acceder a subsidios y beneficios, masificó este lenguaje y, de paso, habilitó también resignificaciones y reapropiaciones que, en algunos casos, contribuyeron a la construcción de argumentos de lucha. Las mujeres migrantes valoran esa fuente de lo que consideran su «empoderamiento»:
acá tú te sientes libre porque acá te dan el empoderamiento, y algo que yo agradezco tanto aquí a Chile es estas charlas del Sernameg, porque algunas mujeres dicen que no sirven, que no… de pronto una ha llegado al fondo, donde ya hay que ir ¿no?, o que hay algunas que esperan que den más plata, o otras charlas más este, pero yo siento que si tú la recibes de la mejor manera, esto ayuda a empoderar mucho a una mujer y le da las salidas, le da el… te quita el temor (Migdalis, entrevista, noviembre de 2019).
El Estado, de todas maneras, no es la única fuente desde la que se accede a estas nociones. Julia y Graciela, por ejemplo, a partir de herramientas de afrontamiento ante las situaciones de violencia intrafamiliar que les tocó vivir, provistas por organizaciones no gubernamentales y de educación superior que trabajan en el campamento, han ido construyendo un discurso que se alimenta de estas nociones como «empoderamiento», tanto desde variantes funcionales del enfoque de género como desde concepciones provenientes de un feminismo más radical, que les llega desde organizaciones territoriales. Ese bagaje las ha puesto en un camino de creciente implicación con el trabajo de organización comunitaria, que ciertamente adquiere forma en tareas de cuidado, pero particularmente en su lucha por la vivienda. Esa lucha es, justamente, otro elemento que explica sus procesos de politización en la medida que la causa de la vivienda es una muy politizada en el país, y provee a sus actores y actrices un lenguaje y un imaginario político específico (Angelcos, 2012) a través de las organizaciones y dirigencias que lideran esa causa.
Varios de los territorios precarizados en los que residen estas mujeres son espacios sociales muy intervenidos, tanto directamente por el Estado como por organizaciones sociales que, muchas veces, son vehículo de tercerización de la política pública, pasando por instituciones eclesiales, algunas de beneficencia y académicas -a partir de estudios e intervenciones apoyadas en diferentes dispositivos-, y organizaciones de base. El carácter y perfil de las organizaciones que realizan este trabajo comunitario incide notoriamente en las formas que toma la participación en las organizaciones sociales de estas mujeres migrantes y en las derivas de sus eventuales procesos de subjetivación política15. La incidencia de algunos de esos perfiles de las organizaciones con las que se trabaja en los espacios de la cotidianidad, en confluencia con territorios que tienen tejidos sociales con historias combativas, sumada a memorias familiares de participación y de lucha en los países de origen, y a caracteres personales con determinados rasgos, llevan a estas mujeres que han experimentado situaciones de violencia sexo-genérica como las descritas a pasar del registro de la compasión (que individualiza) al de la razón de lucha, aun en tiempos en que el Estado demanda implícitamente performativizar las calamidades de las vidas precarizadas para otorgar beneficios (no derechos) (Fassin, 2018).
V. RECAPITULACIONES, REFLEXIONES Y CONCLUSIONES
El análisis presentado en este trabajo nos ha permitido visibilizar una arista importante del carácter estructural que tienen el género y la sexualidad en los procesos migratorios: la de la violencia sexo-genérica, que además de motivar muchos de los procesos migratorios de mujeres, da forma y sentido a sus trayectorias. Su materialización adquiere las múltiples caras en que se expresa la violencia sexo-genérica en general: desde la violencia intrafamiliar que han padecido o los mandatos encarnados de cuidados que están en la base de las decisiones migratorias, hasta la explotación laboral en nichos de trabajo generizados, sexualizados, etnizados y racializados en los países de destino como expresión de violencia estructural, pasando por abusos, torturas y violaciones en los trayectos.
Sopesando de manera realista ese marco de violencias, también pudimos observar instancias de organización social -aunque fundamentalmente en torno a un ámbito desigual, sexo-genéricamente jerarquizado, como el de los cuidados comunitarios-, e incluso formas de resistencia y de lucha construidas desde esas instancias, que en algunos casos siguen caminos de creciente politización cuando confluyen ciertos actores y procesos que lo habilitan, y posibilitan. Esas vías de participación social surgen en algunos casos de la resignificación de las violencias experimentadas. Cabe preguntarse, entonces, cuáles son los alcances de esa resignificación y qué potencial transformador de esas violencias reside en estos caminos de implicación en la organización social.
En principio, el alcance parece limitado: se refiere, por ejemplo, a una posibilidad de elaboración acompañada de ese dolor (la participación como terapia, como catarsis, como instancia sanadora), o de visualización y alejamiento de situaciones de violencia intradoméstica; es decir, el alcance parece ser fundamentalmente individual, aunque conocimos también casos, eventualmente excepcionales -lo que no les quita su capacidad iluminadora para el análisis de los procesos sociales- en los que ese dolor se reapropió como fundamento de una lucha social que contempla, entre otras causas, la de la igualdad sexo-genérica. Como lo muestran esos casos, avanzar hacia resistencias frente a esas formas de violencia que experimentan las mujeres requiere de otros recursos, de nuevos apoyos y, fundamentalmente, de la generación y potenciación de procesos de visibilización y asunción, o de politización (en sentido de historización), para decirlo en los términos que retomamos de Gregorio Gil.
En esa misma línea, este trabajo nos permitió evidenciar la importancia de considerar esa conjunción de múltiples elementos que inciden en estos procesos: esa visibilización y asunción de las situaciones de violencia que experimentan las mujeres es fundamental, pero requiere de un acompañamiento y de una articulación con otros actores, ya sea institucionales u organizacionales.
De todos modos, como ya sugerimos en algunos pasajes de este artículo, la intersección de las dimensiones del género y la sexualidad con la extranjeridad permite sugerir otra vía transformadora que surge de estos procesos de implicación en la participación social o, derechamente, de politización. Hay, por una parte, una experiencia singular relacionada con la situación de extranjeridad que estas mujeres expresan y que puede leudar estos «empoderamientos» sociales, por utilizar categorías nativas: se trata de esa sensación de fortaleza que dicen experimentar al emprender estas migraciones, al afrontarlas y superar las múltiples desigualdades que implican. He ahí un frente de esta transformación, a escala individual. Pero a escala agregada, las prácticas que llevan a cabo en la cotidianeidad de sus actividades organizacionales van socavando día a día esa frontera que divide al «ciudadano» (de jure) del extranjero; o, para ponerlo en los términos de Fassin (2018), esa liminaridad del extranjero frente al reconocimiento de derechos que «pone a prueba la línea divisoria moral del mundo occidental», la que define dónde situarlo «en la escala de valores de la vida humana»: si del lado de «los próximos, a los cuales se otorga protección», o del lado de «los lejanos, a quienes esta no puede garantizarse» (Fassin, 2018, pp. 162-163).
En las luchas en que se implican estas mujeres con sus organizaciones, demandando derechos a ese Estado que las coloca del lado de «los lejanos» (esos derechos de los que la violencia las priva); o, más bien, en las acciones concretas en que esas luchas se expresan, en sus haceres y prácticas, van horadando de manera silenciosa y a largo plazo, incluso sin saberlo, ese constructo de la ciudadanía, aun a pesar de que en sus representaciones sigan imaginando a la ciudadanía en los modos convencionales en los que la educación formal nos enseñó a pensarla.
En concreto, la noción convencional de ciudadanía se compone de dos elementos fundamentales: adscripción de derechos y deberes, y pertenencia a una comunidad política (Durán Migliardi & Thayer Correa, 2020). En ese sentido, una primera sistematización sobre las representaciones en torno a la idea de ciudadanía que prima en estas mujeres muestra tres condensaciones de sentido principales:
La asociación con derechos y deberes es la que más densidad adquiere, con sus variantes: adscripción acotada de derechos («nos corresponden menos derechos que a los nacionales») o adscripción amplia, y otra variante que podemos denominar «pragmático-economicista», según la cual se tiene derechos a pesar de ser extranjero porque se aporta al Estado en el que se vive, sobre todo mediante el pago de impuestos.
Una segunda condensación de sentido asocia la ciudadanía a la nacionalidad, al sostener la migrante que se considera una ciudadana del Estado en que reside porque se siente chilena.
Y una tercera, que alude al vínculo con la comunidad política mediante la participación y el voto. Esas entrevistadas dicen sentirse ciudadanas del Estado en que residen porque participan y votan.
Algunas, sin embargo, aunque menos, plantean que se debe escindir el vínculo entre ciudadanía y nacionalidad, y también sostienen la necesidad de establecer una igualdad de derechos entre nacionales y migrantes: «no me voy a nacionalizar, me tienen que aceptar como soy, peruana residente chilena, con los mismos derechos e igualdad de condiciones», decía Julia en un encuentro en noviembre de 2019. Dicen saberse «sujetas de derechos», y accionan desde esa prefiguración de sí mismas en su interlocución con actores y entidades estatales: luchando por una vivienda, por la radicación de su campamento, pidiendo la entrega de canastas de alimentos y solicitando becas para sus hijos con ascendencia indígena, entre otras acciones en las que performatizan la ciudadanía como una relación con una comunidad política en sentido amplio, no atada al lugar de nacimiento o al «derecho de sangre» que liga a un territorio desde la distancia. Aunque es preciso desarrollar y complejizar estas ideas, que no fueron el eje central de este artículo, al menos podemos decir preliminarmente que en estos procesos parece estar contenida, en germen, una transformación del constructo de ciudadanía al menos en este aspecto, bastante determinante de los alcances de esta noción.