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Derecho PUCP

versión impresa ISSN 0251-3420

Derecho  no.89 Lima jul./dic. 2022  Epub 22-Nov-2022

http://dx.doi.org/10.18800/derechopucp.202202.010 

Miscelánea

Ruptura entre promesas, voluntad y autonomía: ¿qué justifica la fuerza obligatoria del contrato?

Rupture Between Promises, Will and Autonomy: What Justifies the Binding Force of the Contract?

Esteban Pereira Fredes1 
http://orcid.org/0000-0002-1471-6590

1Universidad Adolfo Ibáñez - Chile, esteban.pereira@uai.cl

Resumen:

El presente trabajo tiene por objetivo mostrar que la fuerza obligatoria del contrato se encuentra justificada en el respeto por la autonomía personal de los contratantes. Para ello, se efectúa un contraste entre las nociones de voluntad, promesas y autonomía que han protagonizado los esfuerzos para justificar el efecto vinculante del contrato en los estudios dogmáticos y de filosofía del derecho de contratos. Por último, se indican algunas ventajas de la autonomía personal sobre los otros parámetros en competencia, reforzando su pertinencia para fundar el principio de pacta sunt servanda.

Palabras clave: Fuerza obligatoria del contrato; voluntad; promesas; autonomía personal

Abstract:

This paper aims to show that the binding force of the contract is justified in respect for the personal autonomy of the contracting parties. To do this, a contrast is made between the notions of will, promises and autonomy that have led the efforts to justify the binding effect of the contract in dogmatic and philosophical studies of contract law. Finally, some advantages of personal autonomy over other competing parameters are indicated, reinforcing its relevance to support the principle pacta sunt servanda.

Key words: Binding force of the contract; will; promises; personal autonomy

INTRODUCCIÓN

La fuerza obligatoria del contrato ocupa un lugar central en el derecho de contratos. Su posicionamiento como uno de los principios fundamentales de la contratación ha capturado persistentemente la atención de los estudios sobre esta parcela de lo jurídico. De ahí que los sistemas jurídicos privados suelan reconocer expresamente el pacta sunt servanda en el marco de sus regulaciones1. De acuerdo con este principio, los contratos obligan a quienes los celebran de manera incondicionada y sin excepciones. Desde el punto de vista de la filosofía del derecho privado es una cuestión de primera importancia develar sobre la base de qué criterio normativo se justifica la vigencia del efecto vinculante de los contratos2. En este contexto, las nociones de promesas, voluntad y autonomía han cobrado un papel protagónico.

El presente trabajo tiene por objetivo mostrar que la fuerza obligatoria del contrato se justifica con cargo al respeto de la autonomía personal de los contratantes. Para tal propósito se efectúa un deslindamiento entre las promesas, la voluntad y la autonomía, a pesar de la confluencia con que suelen emplearse para desempeñar esta tarea justificativa. Como se sostendrá, la autonomía personal constituye el valor en el cual se funda el efecto vinculante de la relación contractual. Por ello, la atención debe redirigirse a su fuerza apelativa en lugar de a la voluntad y las promesas esgrimidas por las partes del contrato.

El trabajo se encuentra estructurado en cuatro secciones. En la segunda sección, se presenta el problema de la fundamentación de la obligatoriedad del vínculo contractual. En la tercera sección, la relación entre voluntad y autonomía es tematizada. En la cuarta sección, en tanto, se analiza el vínculo entre las promesas y la autonomía. En la quinta sección, por último, se indican algunas ventajas que presenta el respeto por la autonomía personal de las partes como esquema de legitimación de la obligatoriedad del contrato.

FUNDAMENTACIÓN DE LA OBLIGATORIEDAD CONTRACTUAL

El problema de la fuerza vinculante del contrato busca dar cuenta de las razones acerca de por qué la relación contractual deviene obligatoria para quienes la contraen, volviendo necesario el cumplimiento de sus estipulaciones3. Desde luego, el examen teórico de la regla contractual no solo puede efectuarse mediante un esquema normativo que justifique su presencia en un sistema jurídico privado, sino que también puede encararse echando mano a un modelo descriptivo que simplemente atienda a la explicación de la operatividad de la regla, sin dar luces sobre las razones que abonan su aceptabilidad4. En lo que sigue, la cuestión filosófica sobre la regla que establece el pacta sunt servanda en el derecho de contratos será abordada desde el primer punto de vista y, para ello, se acude a tres nociones normativas que ofrecen respuestas al interrogante sobre la fundamentación de la obligatoriedad contractual. La indagación acerca de por qué los contratos obligan a quienes los celebran supone un reto más exigente que constatar la regla jurídica que así lo prescribe5.

Sostener que el vínculo contractual goza de fuerza vinculante no solo implica reconocer la vigencia de uno de los principios básicos de la contratación, erigido así por los estudios dogmáticos; sino también que, luego de ponerse a prueba la justificación normativa del efecto obligatorio, se ha determinado una de las distintas aproximaciones disponibles como satisfactoria y que, bajo tal consideración, la fuerza vinculante de la institución contractual se encuentra debidamente fundada. A diferencia de lo que cotidianamente puede intuirse, los contratos no solo obligan porque las legislaciones así lo establecen. Hay razones de otro orden que justifican que ello opere de esta manera y que revelan el sentido de su carácter institucional6. Antes de este examen más profundo, el reduccionismo a la legislación solo puede brindar una razón parcial para cumplir una relación contractual, aun cuando existan razones meritorias para defraudar tal imposición, sencillamente porque dichas consideraciones se han desplazado en virtud de la existencia de la regla jurídica contractual7. Podría decirse que el contrato debe cumplirse ya que la ley así lo prescribe. No obstante, tal estrategia traiciona el carácter normativo del fenómeno jurídico en general y la institución contractual en particular, cuyas regulaciones responden a propósitos, funciones convencionalmente atribuidas y expectativas sociales8.

En estas coordenadas de análisis, nociones como las de voluntad, promesas y autonomía han protagonizado los esfuerzos teóricos por encarar en términos normativos la cuestión acerca de cómo se justifica la obligatoriedad de la relación contractual9. La autonomía de la voluntad está erigida como la piedra angular a partir de la cual se construye la teoría general de las obligaciones y los contratos por parte de los estudios dogmáticos. Las promesas, por su parte, constituyen la contribución más relevante efectuada por la filosofía del derecho contractual contemporánea para abordar la fundamentación del efecto vinculante del contrato sobre la base del trabajo de Fried10. De modo que la pertinencia de formular una propuesta de justificación de la obligatoriedad contractual depende de deslindar entre tres nociones en juego, a saber: promesas, voluntad y autonomía. Una vez realizado este trabajo, corresponde reforzar el valor justificativo de una de ellas para desempeñar exitosamente el mencionado rol, adaptando sus exigencias al actual derecho de contratos, cuyas variantes o peculiaridades lo diferencian de su imagen clásica. Si bien se trata de un derecho contractual cuyo contraste no es de manera alguna radical en relación con el vigente hasta comienzos del siglo XX, su complejidad interna, la aparición de nuevas formas de contratación y la intervención del legislador en las relaciones contractuales ponen a prueba cualquier propuesta de fundamentación del pacta sunt servanda o, directamente, su vigencia.

La estrategia consistirá, en primer lugar, en diferenciar entre la voluntad y la autonomía, desafiando la idea que es comúnmente conjugada en la dogmática civil bajo la etiqueta de «autonomía de la voluntad»; y, en segundo lugar, en separar la autonomía y las promesas en el ámbito de la justificación de la fuerza obligatoria del contrato. Esta última cuestión exige mostrar cómo, pese a sus evidentes similitudes, existen diferencias cruciales entre las promesas y los contratos que promueven pesquisar el fundamento del efecto vinculante en la autonomía y no así en el valor de las promesas. La apuesta de justificación normativa, como podrá sospecharse, será por la autonomía personal.

VOLUNTAD Y AUTONOMÍA

Comencemos, entonces, con la separación entre los términos «voluntad» y «autonomía». Es un recurso habitual indicar que la autonomía de la voluntad constituye el fundamento de un sinnúmero de instituciones en el derecho privado11. A pesar de que es posible hallar áreas en que no es del todo claro que ocupe un lugar derechamente privilegiado, i. e., el derecho de familia o el derecho de sucesiones, la autonomía de la voluntad está cómodamente asentada en el derecho de contratos. Ello es así aun cuando el contexto contractual contemporáneo parezca prima facie establecer más vallas para su ideal desenvolvimiento en las relaciones contractuales cotidianas. En este ámbito del derecho privado, la autonomía de la voluntad es considerada un principio de la contratación que sirve para organizar otros subprincipios, como la libertad contractual y el consensualismo, que son en realidad consecuencias o aplicaciones específicas de la autonomía de la voluntad en las dimensiones de generación y organización de los vínculos contractuales12.

Debido al tratamiento dogmático desarrollado por los estudios clásicos, la voluntad pasó a tener mayor importancia que la autonomía. Esto es una consecuencia del hecho de que el primer término fue sistemáticamente considerado como uno de los elementos esenciales y de existencia de todo negocio jurídico, siendo el contrato el principal de estos. Sin que concurra la voluntad de los individuos, no puede haber vínculo contractual que les una. Precisamente, uno de los postulados centrales de la comprensión tradicional del contrato reside en que este es, en algún sentido importante, el acuerdo de las voluntades de quienes contratan13. El contrato refleja cuál fue su voluntad respecto de si obligarse o no, con quién pactar y bajo qué términos hacerlo durante el tiempo que hayan definido de común acuerdo. No obstante, uno de los factores que permiten poner en entredicho que se trata del mismo derecho contractual, configurado bajo el influjo iluminista y explicitado por la codificación, es la pérdida de terreno que ha sufrido la voluntad14, en particular por la progresiva intervención del órgano legislativo en la constitución y el desarrollo del contrato15.

El impacto de la voluntad en el derecho de contratos está naturalmente determinado por su rendimiento explicativo de las prácticas contractuales. Tal cuestión es especialmente sensible con la evolución y las modalidades en que se desarrollan las prácticas contractuales. Por eso, al existir una mayor presencia del legislador en la contratación, esto inmediatamente afecta la tesis según la cual el contrato responde al concurso de voluntades de las partes. Evidentemente, la voluntad no es una condición suficiente para que exista la relación contractual, pero sí es un elemento necesario del cual no es posible prescindir, al menos bajo la mirada tradicional del derecho de contratos. Del mismo modo, su valor justificativo para abordar el pacta sunt servanda irremediablemente decrece si la participación de la voluntad de los contratantes no es una conclusión indubitada en las relaciones contractuales. Las partes en ocasiones se obligan a prestaciones cuyo origen no descansa en su voluntad e, incluso, se les impone la celebración de contratos sin que eso sea una decisión voluntaria16. A pesar de la ingenuidad con que fue preliminarmente asumido el dogma de la voluntad, es relativamente sencillo cerciorarse de que hoy en día la voluntad de las partes no juega en materia contractual un papel análogo al que desarrollaba con anterioridad al siglo XX17.

De ahí que resulta un camino arriesgado insistir con la voluntad para legitimar la fuerza obligatoria del contrato. Los estudios dogmáticos tradicionales sobre el derecho de contratos posicionaron la manifestación de voluntad de las partes como el nacimiento de las relaciones contractuales y, al mismo tiempo, aceptaron que tal voluntad pudiera determinar el carácter vinculante del contrato. El contrato goza de fuerza obligatoria para quienes lo celebraron porque dicho convenio es, precisamente, la expresión inequívoca de la voluntad de ambos. Sin embargo, si bien esta intuición puede parecer consistente, presenta la dificultad de que confunde dos cuestiones distintas: la formación del contrato con su obligatoriedad. El contrato -como todo negocio jurídico- necesita de al menos un destello de voluntad que sea manifestada por las partes para que, junto con el cumplimiento de otros requisitos, nazca a la vida jurídica; no obstante, de ello no se sigue que necesariamente la voluntad sea idónea para la fundamentación del efecto vinculante del contrato. Se trata de dos preguntas distintas que conviene deslindar. Mientras que la primera indaga cómo se formula un vínculo contractual para que tenga reconocimiento jurídico, la segunda busca desentrañar cuál es la razón normativa de por qué los contratos obligan a quienes contratan de forma incondicionada. Desde luego, el carácter primordial de la voluntad en el ámbito de la formación del contrato fue extrapolado a su obligatoriedad, pese a que allí no tiene por qué poseer un protagonismo similar.

Más allá de esta observación hay una cuestión sustantiva que suele pasar desapercibida para las investigaciones tradicionales en derecho contractual. Esta se encuentra asociada con el tipo de valor que es necesario esgrimir para dar cuenta de la fuerza obligatoria de los contratos. Cuando nos preguntamos por qué estos obligan se inquiere la identificación de un ideal normativo que es considerado valioso por los individuos, justificando que quienes concurrieron a la celebración del vínculo contractual queden concluyentemente obligados por lo que han pactado. Pues bien, ¿la voluntad de los contratantes satisface estas dimensiones? Desde mi modo de ver las cosas, ello no es así. Una de las razones de la negativa tiene que ver con el uso que se efectúa de la voluntad por parte de los estudios de derecho contractual.

El tratamiento tradicional de la voluntad se encuentra restringido a la generación del vínculo contractual, exigiéndola como requisito de la existencia del negocio jurídico y condición de validez de este en la medida en que aquella esté exenta de vicio. Dicha perspectiva está perfilada en la teoría del negocio jurídico y es replicada en la teoría general del contrato, dando cuenta de las condiciones de operatividad de las figuras contractuales previstas en el sistema jurídico privado18. Esto se encuentra completamente despojado de cuestiones sustantivas acerca de por qué cuando la voluntad es manifestada sin adolecer de vicios -y de acuerdo con los términos formales exigidos por el derecho-, da lugar a relaciones obligatorias entre quienes la expresaron. Por ello, la confusión de planos que antes fue anotada, es decir, entre el momento de constitución y el de fundamentación del efecto vinculante, se transparenta y ofrece más dificultades de sistematización.

Una peculiaridad del análisis dogmático efectuado respecto de la voluntad tiene que ver con que, si bien esta permite la existencia del contrato gracias a la formación del consentimiento entre las partes, al momento de fundar la fuerza obligatoria del contrato la mirada de los estudios se traslada al principio de autonomía de la voluntad19. Por supuesto, existe una relación entre la voluntad y la autonomía de la voluntad, pero no es claro cuál es el tránsito teórico específico que desarrollan los estudios para identificar ambas nociones, lo cual lleva a que en ocasiones estas sean utilizadas indistintamente20. El problema que es posible apreciar en este punto es que el movimiento formulado entre la voluntad y la autonomía de la voluntad enfatiza la relevancia de esta última noción y, a su vez, descuida el potencial justificativo de la idea de autonomía.

Tal consideración enfrenta problemas en la construcción del principio de autonomía de la voluntad que articulan los estudios en derecho privado. Normalmente estos acuden a la obra de Kant como una fuente intelectual básica de esta directriz que permea el grueso del derecho de contratos (Hattenhauer, 1987, p. 69). Mas pierden de vista que en la obra del filósofo prusiano la voluntad por sí misma no tiene mérito moral y, en realidad, es la autonomía la cuestión central que permite que una acción posea valor normativo y obligue según los términos autoimpuestos por los agentes. Si se trata de justificar el efecto obligatorio de una relación contractual, es menester apelar a un valor normativo que pueda efectivamente desempeñar ese rol justificativo. A la vigencia de una regla jurídica que consagra el pacta sunt servanda subyace un cierto ideal regulativo que es considerado valioso en la relación contractual, y este únicamente puede ser cubierto de forma adecuada por la autonomía y no así por la voluntad21.

¿Por qué la voluntad no parece ser una candidata idónea para fundar la obligatoriedad del contrato? Pese a su relevancia dogmáticamente exacerbada en la etapa de formación del acuerdo, su incapacidad para cumplir esta tarea justificativa se desprende del contraste que existe entre voluntad y autonomía en la filosofía kantiana. Desde Kant (2013) la voluntad no constituye por sí misma, como pudiere pensarse, un valor normativo. Solo se admite como tal en la medida en que sea autónomamente determinada por parte del agente racional. En sus términos, «la voluntad libre tiene que ser determinable al margen de cualesquiera condiciones empíricas (o sea, pertenecientes al mundo de los sentidos), entonces una voluntad ha de encontrar en la ley, pese a todo, un fundamento determinante al margen de la materia de la ley» (§A 52, p. 113). De ahí que la distinción central para fundar válidamente o no la formulación de obligaciones no es la presencia o ausencia de la voluntad del agente, sino que ella descansa en la diferenciación entre autonomía y heteronomía (2012, §A 74, p. 145; 2013, §A 74, p. 138). Ambos términos pueden actuar sobre nuestra voluntad, pero sus conclusiones son radicalmente distintas. Únicamente cuando la voluntad es determinada de manera autónoma tiene sentido predicar obligaciones del agente y su evaluación como agente libre. Aun cuando se trate de una libertad no experimentable en el mundo de los fenómenos, sí es al menos teóricamente pensable (2012, §A 120, pp. 186 y ss.; 2013, §A 84, p. 147; Pereira, 2016, p. 104).

Mientras que la voluntad que se encuentra determinada por factores empíricos carece de mérito moral por dejarse gobernar por inclinaciones y sensaciones ajenas a la razón, la voluntad determinada por la razón pura práctica goza de un genuino valor moral (Kant, 2013, §A 114, p. 176). De manera tal que la primera voluntad deviene heterónoma, mas la segunda corresponde a una voluntad propiamente autónoma. Como es sabido, el principio de la moralidad en Kant es, en efecto, la autonomía de la voluntad, pero la dogmática civil clásica pudo fácilmente encandilarse con la visión decimonónica de la voluntad, desplazando la autonomía que se exigía para generar verdaderas obligaciones normativas. En forma correcta, esta visión realizó una fractura entre las nociones de autonomía y voluntad, pero erróneamente perdió de vista lo central del principio de autonomía de la voluntad; esto es, que solo la presencia de autonomía hace de la voluntad un estándar normativo válido para obligarnos (Pereira, 2016, pp. 104-105; Kant, 2013, §A 127, p. 188).

La voluntad puede transparentar dimensiones de heteronomía bajo las cuales un contrato puede presentar dificultades al momento de formular deberes de comportamiento a sus contratantes. Pero si tal vínculo contractual derivó de una voluntad determinada por nuestra autonomía racional, entonces se trata de una relación contractual necesariamente obligatoria porque precisamente responde al ideal de la autonomía personal, que será reflejado por el imperativo de tratar a todos los seres racionales en tanto fines en sí. Al desatender esta clase de consideraciones que emanan del pensamiento kantiano -el cual es reconocido como la filosofía que inspira buena parte del derecho contractual moderno-, se sobreestima la relevancia de la voluntad, extendiendo su operatividad desde el nacimiento de las relaciones contractuales hasta su obligatoriedad. Así concebida la conexión entre la voluntad y la autonomía de la voluntad, parece existir una continuidad entre ambas nociones y que el matiz entre estas es que simplemente son aplicadas en niveles distintos; esto es, en la formación y fuerza obligatoria del contrato, respectivamente. El contraste entre voluntad y autonomía de la voluntad es, no obstante, sustantivo22.

Si la voluntad por sí misma no puede fundar obligaciones, mal podría constituir la fuente normativa a partir de la cual es posible sustentar el efecto obligatorio del vínculo contractual. La arista que es necesario notar radica en que la fuente intelectual que es continuamente autorizada como tal en las investigaciones tradicionales del derecho de contratos niega la relevancia de la voluntad y, por el contrario, pone su acento en la intervención de la autonomía en la voluntad del individuo. Solo cuando la voluntad ha sido autónomamente determinada corresponde hablar, en rigor, de relaciones obligatorias entre los agentes. Esta lectura, por lo demás, acarrea mayores obstáculos para que la voluntad sea admitida como justificación del vínculo obligatorio contractual. Ello tiene relación con el hecho de que la voluntad, como es evidente, expresa mayor sensibilidad con las modificaciones generales de las relaciones contractuales y, en especial, con la pérdida de protagonismo que ha sufrido frente a la mayor presencia de intervención legislativa en la contratación contemporánea23.

Difícilmente podría sostenerse que las nuevas formas de contratación no han afectado de manera alguna la participación privilegiada de la voluntad en las relaciones contractuales24. Su menor presencia pone en aprietos a los esfuerzos dogmáticos para sostenerla en el ámbito de la formación del contrato y, más aún, en su rol de fundamentación de la fuerza vinculante, pues si ya no posee el lugar que aparentemente tuvo hasta inicios del siglo XX, disminuye la plausibilidad de preservarla como fundamento del pacta sunt servanda. Este último, por el contrario, mantiene su relevancia y constituye uno de los principios fundamentales del derecho de contratos; es decir, no ha resultado afectado por el cambio en ciertas condiciones de contratación. Al intentar explicar por qué se verifica este panorama dual entre el declive de la voluntad en materia contractual y la conservación de la fuerza obligatoria del contrato, se devela que la voluntad ocasiona más dificultades que posibilidades para asentar la obligatoriedad. Tales obstáculos han sido identificados en confundir, por una parte, el rol de la voluntad en la generación del contrato con su pertinencia para servir de sustento de la fuerza obligatoria y en asumir erróneamente, por otra, que la voluntad puede constituir el fundamento de obligaciones contractuales a pesar de que, sin una determinación autónoma, no hay obligación moral alguna.

La cuestión reside en determinar si acaso la autonomía ha sufrido en verdad un debilitamiento similar, pudiendo incluso sugerirse su total anulación, como podría ser eventualmente el caso respecto de la voluntad. Sin embargo, no necesariamente la menor influencia de la voluntad implica la disminución de la autonomía del contratante, ni mucho menos que este ha sido desprovisto de aquella. Al desacoplar el último término del primero, la autonomía personal recupera su importancia en la formulación de obligaciones que gozan de un genuino mérito moral. A diferencia de la voluntad, la autonomía constituye un valor normativo fuerte que está altamente consolidado en las reflexiones de filosofía moral y es, en realidad, el centro de la filosofía kantiana sobre la cual los estudios dogmáticos reposan sus alegaciones. El principio de autonomía de la voluntad debe interpretarse de acuerdo con los términos en que fue formulado como el centro de la moralidad por Kant (2012, §A 97, p. 166; 2013, §A 58, p. 121). Allí la voluntad solo puede fundar obligaciones contractuales cuando ha sido autónoma, pese a que el sistema jurídico privado exija que observe dimensiones formales; es decir, que sea manifestada y se encuentre libre de vicios que afecten el consentimiento. Si bien esta manera de entender la voluntad se encuentra más expuesta a la intervención del legislador, introduciendo esferas de heteronomía en las relaciones contractuales, el valor de la autonomía personal que es desplegado en estas relaciones puede mantenerse plenamente resguardado. La intervención en el derecho de contratos no siempre socava la autonomía, sino que es posible justificarla, por el contrario, en el respeto y fomento de esta.

Puede ensayarse, por último, otra estrategia para afianzar la diferenciación entre la voluntad y la autonomía. La tensión que existe en el derecho de contratos entre las consideraciones de forma y sustancia constituye una de las dimensiones que reflejan con mayor nitidez la complejidad del derecho contractual25. Su presencia abona la negativa frente a una supuesta uniformidad en el tipo de razones que son relevantes en el derecho contractual. A pesar de que esta parcela del derecho es usualmente caracterizada por su constitución formal, hay un conjunto de consideraciones sustantivas que son válidas y resultan progresivamente más atendidas por los órganos jurisdiccionales para resolver los conflictos jurídicos sometidos a su decisión26. Desde este punto de vista, la distinción entre la voluntad y la autonomía puede interpretarse en términos del debate entre forma y sustancia en la filosofía del derecho de contratos27.

Como es sabido, el derecho contractual realiza exigencias ostensiblemente formales de la voluntad, admitiéndolas como una razón para la atribución de consecuencias jurídicas y estados de cosas. Para que haya contrato, por ejemplo, se requiere, entre otros elementos, la manifestación de la voluntad de los contratantes y que esta se encuentre exenta de vicios que puedan invalidar el consentimiento alcanzado. Dicho examen claramente responde a consideraciones de forma exigidas para la existencia y validez de las figuras contractuales, desplazando las cuestiones sustantivas que pueden ahí abrirse. La autonomía personal, por el contrario, no importa un asunto de forma, sino que constituye una de las observaciones de sustancia de mayor transcendencia en el derecho de contratos. En el control de los requisitos de existencia y validez relativos a la voluntad y ausencia de vicios no es, en rigor, evaluado si el contratante efectivamente actuó de manera autónoma. Para que el acuerdo nazca, basta que lo haga en virtud de una exteriorización de voluntad y que no esté afecta a los vicios que amenazan su producción regular de efectos. Así, es una cuestión de voluntad y no propiamente de autonomía.

El problema radica, entonces, en que la fundamentación normativa del efecto vinculante apela a cuestiones sustantivas de la relación contractual, que no se logran capturar solo con el examen formal esgrimido por la dogmática en torno a la manifestación de voluntad y en que esta se encuentre exenta de vicio. La fuerza vinculante del contrato requiere una razón de sustancia para darse por legitimada. De ahí que no sea adecuado acudir a la voluntad de los individuos, sino al valor sustantivo que está en juego al obligarse contractualmente; esto es, la autonomía personal que han ejercitado y que sirve como razón de sustancia para imponerles el cumplimiento de las prestaciones estipuladas. Ello explicaría, en parte, el porqué de la persistencia de los estudios dogmáticos en centrar su mirada en la voluntad y no así en la autonomía: como toda consideración de forma -la voluntad-, desplaza del escrutinio crítico la alegación de sustancia -la autonomía- que yace ahí latente. Y no siempre es el caso de que el análisis dogmático esté dispuesto a abrir el contrato y desentrañar el ideal regulativo allí vigente (Atiyah, 1986, p. 116).

PROMESAS Y AUTONOMÍA

Si fuera pertinente sostener la demarcación entre voluntad y autonomía en materia contractual, e inclinar la balanza a favor de la segunda noción para justificar el efecto obligatorio del contrato, corresponde entonces enfrentar otro rival de envergadura para cumplir dicho rol; a saber, la noción de promesa. Los diversos aspectos en los cuales los contratos y las promesas convergen alientan a reconocer en la promesa el fundamento de la obligatoriedad de la relación contractual. Tal consideración se encuentra respaldada por la influyente tesis del contrato como promesa28. De acuerdo con el prisma de Fried, el vínculo contractual constituye una promesa formulada entre el promitente y su destinatario (1996, p. 18)29. Así, el primero se compromete a realizar una acción futura a favor del segundo con cargo a la confianza que este último deposita en el otro. Por consiguiente, el cumplimiento de lo pactado significa honrar la promesa formulada por el contratante e incumplirlo, por el contrario, importa romper su promesa, defraudando la confianza en la palabra de quien se comprometió a hacer o dar algo en favor de otro. En estos términos, el valor normativo de la promesa puede establecerse como la justificación de la fuerza vinculante del contrato30. Esta fue, en efecto, la visión que célebremente instaló Fried en la filosofía del derecho contractual31.

Sin embargo, hay dos órdenes de observaciones que es posible formular para poner a prueba la pertinencia teórica de las promesas en materia de contratos. En primer lugar, no resulta indubitada la conexión entre los contratos y las promesas32. Y, en segundo lugar, no es del todo claro si las promesas fundamentan, en definitiva, el efecto obligatorio del contrato. Para Fried (1996), en cambio, existe una amalgama entre ambos asuntos: «puesto que el contrato es una promesa antes que ninguna otra cosa, debe cumplirse del mismo modo» (p. 31). Invocar una promesa y luego romperla es incorrecto y, por ende, en palabras del estadounidense, «Si hago a usted una promesa, debo actuar como prometí; y si dejo de cumplirla, es justo que sea obligado a entregar el equivalente de la prestación prometida» (p. 31). Vamos, entonces, a la primera cuestión. A pesar del fuerte influjo de la doctrina del contrato como promesa, en la reflexión filosófica sobre el contrato la asimilación no es pacíficamente aceptada. En este sentido, se pueden traer a colación dos enfoques críticos que acentúan la divergencia entre la promesa y el contrato con posiciones que develan una distinta intensidad en el contraste. Mientras que Shiffrin niega que el contrato sea genuinamente una promesa, Kimel apunta que, más allá de sus similitudes, la promesa y el contrato desempeñan funciones intrínsecas que los diferencian entre sí.

El prisma de Shiffrin está basado en un conjunto de discrepancias que, desde el punto de vista moral, son observables entre las promesas y los contratos. Antes de ello, es necesario tener presente que la gran variedad de vínculos contractuales constituye una dificultad inicial para afirmar que el contrato es una promesa. Una tesis exageradamente fuerte podría sostener que todo contrato es una promesa y que todas las promesas son formuladas a la luz de relaciones contractuales. Por supuesto, no hay necesidad de comprometerse con ese punto de vista. Puede señalarse que es correcta la primera y no así la segunda afirmación. En efecto, «todo contrato es, al menos en lo fundamental, una promesa. Ciertamente, es inconcebible que alguien pueda contratar sin a la vez prometer, es decir, sin asumir voluntariamente una obligación por el mero hecho de garantizar a la otra parte un curso de acción futuro» (Papayannis & Pereira, 2018, p. 16). Sin embargo, esto no tiene por qué comunicarse en el sentido inverso. Es evidente que las obligaciones promisorias no siempre están constituidas en términos de contratos33. Tal como es posible que una persona prometa a otra fidelidad absoluta durante su noviazgo, un estudiante puede prometer a sus padres obtener las calificaciones más altas del respectivo periodo académico, mas en ninguno de estos supuestos de promesas corresponde hablar de contratos. Tampoco su incumplimiento despierta, por cierto, el interés del ámbito jurídico.

Sobre la primera cuestión, hay un elenco de argumentos que han buscado desafiarla. Sheinman (2011, pp. 29-30), por ejemplo, los ha posicionado en tres clases. En primer lugar, las obligaciones promisorias son voluntarias o autoimpuestas por las personas, pero las obligaciones contractuales no necesariamente lo son. Algunas de estas son impuestas por el sistema jurídico a los contratantes y, en otras ocasiones, una parte del vínculo es quien se las impone a la otra. En segundo lugar, la lectura que posiciona los contratos en términos de promesas lo hace apartándose del caso central de la promesa puesto que constituyen supuestos de promesas defectuosas o imperfectas. El contexto en que se efectúan idealmente las promesas es de carácter relacional, personal y cercano, pero los contratos están arraigados en contextos discretos, impersonales y lejanos. El grueso de la contratación se ajusta más bien a una imagen transaccional antes que en una de índole relacional. De ahí que lo que parece ser un contrato perfecto y que genera sus obligaciones propias puede importar, a la vez, una promesa defectuosa o imperfecta. Ahora bien, esto no imposibilita categóricamente que en ese tipo de contratos haya promesas, pero sí es claro que no se está en presencia del caso central de la institución promisoria. Hay contratos que son ejecutados de forma instantánea en que la relación jurídica nace y se extingue casi de forma simultánea. De hecho, la mayor parte de nuestras experiencias contractuales se ajustan cotidianamente a este tipo de transacciones. Aquí es difícil definir con exactitud el lugar de la promesa -en relación con su caso central- y, aun cuando esta estuviera vigente, es discutible si lo está en los términos que se requieren para que funde la obligatoriedad de estos contratos «discretos»34. No resulta equivalente fundar el efecto vinculante de los contratos relacionales que el de los discretos en la promesa de actuación de quienes contraen el vínculo, pese a que ambos pudieren describirse a la luz de la idea de promesa en la medida que la segunda sería defectuosa o imperfecta.

En tercer lugar, la divergencia entre el contrato y la promesa ha sido sostenida por Shiffrin (2012, pp. 250-256), quien nota ciertos argumentos normativos que auxilian la división entre ambas figuras. Entre otras cuestiones, se pregunta por las siguientes: ¿es el contrato como promesa muy exigente moralmente? ¿El contrato como promesa diluye la importancia moral de las promesas? (pp. 250-252). En relación con el primer punto, este es correctamente despejado por la autora, ya que la asimilación común entre ambas nociones no conlleva que todos los deberes contractuales sean transformados en deberes sustantivos más exigentes y característicos de las obligaciones que surgen de relaciones íntimas. Si bien es cierto que el derecho contractual podría tomar medidas que hagan más riguroso el cumplimiento de lo pactado, ello no es equivalente a establecer que los promitentes contratantes muestren necesariamente una mayor preocupación y cuidado por el otro. Esto sería únicamente predicable de las relaciones promisorias, aun cuando puede discutirse si resulta pertinente en el derecho de contratos el ideal regulativo del altruismo moderado35.

Respecto del segundo interrogante, Shiffrin considera que esta preocupación es más seria, aun cuando no es determinante y está expresada en dos vertientes. De un lado, el marco de consideraciones contractuales puede afectar las motivaciones de los promitentes de maneras no deseables. De otro, los requisitos mínimos de los contratos pueden sustituir las normas de las promesas, haciendo parecer que es moralmente suficiente cumplir los requisitos contractuales básicos y diluyendo así las demandas que son estimadas como más valiosas en el contexto moral. Esta última es una objeción más interesante, ya que al volver análoga la promesa con el contrato, la lógica de este último puede nublar la fidelidad promisoria. Su identificación puede generar razones para sospechar que el promitente cumple sus compromisos promisorios, en realidad, por temor a las consecuencias jurídicas previstas por el derecho de contratos y no por el valor de la promesa. La asimilación entre ambos institutos debilita la promesa puesto que afianza la posibilidad de que las partes promitentes efectúen las actuaciones prometidas por el contexto impositivo contractual. Sin embargo, la evaluación de este efecto requiere tener en cuenta elementos empíricos relativos a las motivaciones que consideran las partes para observar sus obligaciones y que no están claramente determinados. Del mismo modo, hay que advertir que no necesariamente eso constituye una debilidad, sino que puede interpretarse como una fortaleza de la relación contractual, ya que las funciones intrínsecas de cada figura únicamente pueden desempeñarse gracias al manto de opacidad que establece el contrato36.

Dichas observaciones podrían considerarse poco concluyentes para abonar la fisura entre el contrato y la promesa. Shiffrin, en efecto, matiza el impacto de las repercusiones de esta clase de argumentos. Por ello, la demarcación entre ambas nociones puede abordarse desde una óptica distinta que atiende a las funciones intrínsecas que cumplen el contrato y la promesa. Al respecto, Kimel (2018) ha llamado la atención sobre el hecho de que, si bien existen innegables semejanzas entre ambas figuras, el contraste definitorio está en la función que a cada una le corresponde desarrollar en las relaciones sociales. La promesa es intrínsecamente valiosa en términos de constituir «un ejercicio en el despliegue de la confianza y el respeto en el marco de una relación entre el promitente y el destinatario de la promesa» (p. 94). Tal función únicamente puede ser satisfecha cuando la confianza y el respeto de hecho existen o, al menos, se espera que existan detrás de las actuaciones y reacciones de quienes participan en la práctica. De ahí que la función distintiva de las promesas es realzar los lazos y las relaciones personales. Los contratos, por su parte, son aptos para cumplir una función intrínseca diametralmente opuesta. A juicio de Kimel, esta función es «la de facilitar el distanciamiento personal» (p. 176). Así, los contratantes participan con otros en prácticas de interacción que no dependen de sus relaciones personales. A partir del vínculo contractual, los individuos se relacionan con otros manteniendo, al mismo tiempo, su distancia si ellos así lo quieren. Gracias al contrato, los participantes interactúan entre sí sin que ello dependa de relaciones personales preexistentes, y tampoco se comprometen a crear y mantener relaciones en el porvenir. Su valor intrínseco se expresa, entonces, en una dirección contraria al fomentado por las relaciones promisorias.

Mientras que las promesas contribuyen a afianzar las relaciones personales, los contratos operan como una forma de evitar dicha vinculación. La práctica contractual permite a las personas hacer cosas con otras sin tener la necesidad de involucrarse personalmente. El distanciamiento personal que facilita el contrato es, piensa Kimel (2018), valioso «como opción, no un predicamento, y como tal es valioso como una alternativa a la dependencia de relaciones personales (preexistentes, futuras)» (p. 153). Por ello, la estrategia que emparenta el contrato y la promesa ofrece una imagen excesivamente simplificada según la cual el derecho puede replicar instituciones morales y exigir las obligaciones que de estas provienen sin ocasionar modificaciones en tales institutos o en las funciones que realizan. De esa manera, si bien el contrato y la promesa pueden desempeñar instrumentalmente funciones semejantes, su funcionalidad intrínseca es irremediablemente distinta. El contrato opera cuando no hay promesa porque los contratantes han descartado su vigencia. Según Kimel, «Pongámoslo así, el contrato emerge no como una promesa, sino como un sustituto de una promesa» (p. 153)37.

Sea como fuere, lo anterior arroja luz acerca de las profundas dificultades para deslindar entre el contrato y la promesa, de manera tal que podemos trasladar el examen a si en las promesas radica o no la justificación de la fuerza obligatoria del contrato. Aquí, de nuevo, enfrentamos el problema de asimilar o separar el vínculo contractual y el promisorio. Pero frente a las complicaciones antes apuntadas, una alternativa posible es indagar la cuestión justificativa de la fuerza vinculante del contrato respecto de las dos visiones en competencia. Una, que es la visión canónica y que sostiene la idea del contrato como promesa; y la otra posición, que aboga, por el contrario, por su diferenciación. Esta estrategia, en mi modo de ver las cosas, es la más provechosa para que el problema de la fundamentación de obligatoriedad contractual no dependa de la discusión acerca de la relación entre ambas entidades. De este modo, es posible encarar la justificación normativa del pacta sunt servanda sin necesidad de tomar partido por la distinción entre contrato y promesa ni asumir que el contrato es una promesa.

El enfoque más decisivo sobre la tesis del contrato como promesa se encuentra, desde luego, en Fried, cuya visión de las relaciones contractuales sitúa a las promesas en un lugar de privilegio. Sin embargo, existen pasajes en que este explicita que la justificación última de por qué los contratos obligan incondicionadamente debe hallarse -como es posible sospechar- en otro sitio: en la autonomía de los individuos. Cuando una persona formula una promesa, comprometiéndose a realizar en el futuro una determinada acción a favor de otra, y luego la rompe, naturalmente menoscaba la confianza que en ella depositó el destinatario de la promesa. Existen expectativas de cumplimiento y, al no hacer aquello que había prometido efectuar, el promitente abusa de la confianza que libremente invitó a depositar en él al acudir a la figura promisoria. Sin embargo, desde la mirada del contrato como promesa, ¿cuál es la justificación de por qué el promitente debe cumplir su promesa? De acuerdo con Fried (1996), «La obligación de mantener una promesa no se funda en argumentos de utilidad, sino en el respeto a la autonomía individual y en la confianza» (p. 30)38.

Esta consideración es de especial relevancia para abordar el problema de la justificación del efecto obligatorio de los contratos. Si el contrato es antes que nada una promesa y debe cumplirse del mismo modo, puede pensarse que la razón que justifica ambos deberes es la misma. En tal pasaje, el autor recurre al valor de la autonomía junto con el de la confianza como fundamentos de la obligación promisoria. No resulta claro establecer cuál es el estatus de la autonomía y la confianza, en el sentido de determinar si una está basada en la otra o bien si acaso se trata de valores sustantivos totalmente independientes entre sí. En otros momentos, en tanto, Fried (1996, p. 31) olvida la declaración expresa de la autonomía, e invoca los principios de confianza y respeto como fuentes de la obligatoriedad de las promesas y, por tanto, de los contratos.

Pese a ello, la alusión que este realiza a la autonomía tampoco puede solo estimarse como algo que Fried haya indicado al pasar39. Puede ser que la promesa por sí misma constituya, en ciertas ocasiones, una fuente normativa suficiente para respaldar incondicionalmente el cumplimiento de lo prometido; o que, al menos, sea posible rastrear en la promesa una cierta fuerza obligatoria intrínseca en virtud de la cual la sola formulación de la promesa genera el deber de observarla. Pero no hay que olvidar el hecho de que se trata de pesquisar el fundamento del efecto vinculante del contrato y no solo de las promesas -deslizando que tampoco puede haber una relación de absoluta identidad entre ambas entidades-; y, de ahí, que dicha justificación debe abarcar las dimensiones generales del contrato. En supuestos en los cuales el contrato no parece describirse adecuadamente en términos de la figura promisoria, por ejemplo, la idea de promesa puede resultar insuficiente. Por tanto, es menester identificar un fundamento general del pacta sunt servanda contractual que no conviene hacer descansar en la promesa, si es que no resulta del todo pacífico que el contrato sea un caso de promesa.

Debido a lo anterior, y con independencia de la efectiva relación conceptual existente entre el contrato y la promesa, quizá puede articularse la intuición según la cual no toda la fuerza vinculante de la obligación contractual puede encontrarse en la promesa que los contratantes efectúan respecto de sus actuaciones futuras. Sin embargo, sí es al menos plausible afirmar que la obligatoriedad general del contrato proviene del respeto de la autonomía personal. La posición de esta última es, lógicamente, anterior y la aplicación de sus exigencias es, en tanto, normativamente más general que las promesas. Sería precipitado despojar de toda relevancia normativa a la promesa moral forjada al momento en que un contratante se compromete a actuar de una determinada manera a favor de otro, mas no resulta conveniente reducir la totalidad de la obligatoriedad de la relación contractual a esa promesa. En el respeto de la autonomía personal desplegada por las partes para contratar, en cambio, sí puede hallarse efectivamente la fundamentación general de la fuerza vinculante de ese contrato. El valor de la autonomía precede al impacto de la promesa en una relación contractual y, de hecho, la fuerza normativa de la segunda es extraída del primero40.

Ello explica que, en cuanto criterio de justificación de la obligatoriedad del contrato, las promesas y la autonomía se encuentran, en verdad, en niveles distintos. Mientras que las primeras pueden dar cuenta -aunque no de forma pacífica- de una parte importante de los contratos, parece insostenible asegurar que la segunda no se encuentra presente -al menos en un grado básico- en la generalidad de los vínculos contractuales. El posicionamiento de la autonomía personal diverge del de la promesa en la relación contractual porque el último depende, en buenas cuentas, del primero. La promesa encuentra normativamente su apoyo en la autonomía personal del contratante quien la ha formulado y no al revés. Del mismo modo, las exigencias derivadas del respeto a la autonomía personal gozan de mayor generalidad que aquellas fundadas directamente en la promesa de comportamiento que un contratante en específico esgrime a favor del otro. Así, los deberes secundarios de conducta encuentran -con ciertas observaciones- su encaje más natural en el amparo de la autonomía de los contratantes y no en la promesa efectuada por uno de estos de hacer algo a favor del otro, porque tales deberes pueden no coincidir con lo que explícitamente se ha prometido efectuar41.

Esto se encuentra afianzado tanto a nivel dogmático como filosófico. Desde el punto de vista dogmático, la autonomía juega un papel crucial en la sistematización general del derecho de las obligaciones y los contratos. Los estudios dogmáticos difícilmente podrían prescindir de esta para organizar el estudio de los vínculos obligaciones y, a su vez, el impacto que tiene el principio de autonomía de la voluntad en la justificación de la fuerza obligatoria del contrato es prácticamente irrenunciable. Cuando este principio de la contratación es bien entendido, poniendo el acento en el valor de la autonomía y no así en la noción de voluntad, no hay razones fuertes para despojar al contrato de sus alcances, sustituyéndolo por las promesas como un parámetro justificativo alternativo. Por lo demás, el rendimiento de las promesas presupone en distintos sentidos la vigencia de la autonomía de los contratantes. La sugerencia de instalar el valor normativo de las promesas como la fundamentación de la fuerza vinculante del contrato en lugar de la autonomía generaría, con toda probabilidad, una mayor hostilidad por parte de los estudios dogmáticos acerca del derecho de los contratos.

Desde la óptica filosófica, en tanto, conviene cuestionarse si acaso una persona puede o no formular una promesa y comprometerse a cumplirla sin hacer ejercicio de su autonomía. Ya fue advertido que Fried (1996) explícitamente señala que la obligación de observar la promesa se funda en el respeto a la autonomía personal y confianza depositada, y en otras ocasiones acude directamente a la confianza para desempeñar esa tarea justificativa, omitiendo el rol de la autonomía. Dicha tensión está presente en el siguiente párrafo de su trabajo: «el partidario de la moral del deber, ve en la promesa un instrumento modelado por individuos morales libres que se apoya en la premisa de la confianza mutua, y que obtiene su fuerza moral precisamente de esta premisa» (p. 31)42. En este lugar, el autor entrelaza la confianza recíproca que existe entre los individuos y su estatus de agentes morales libres para fundar las obligaciones promisorias. Pero lo que de allí se desprende es que la relación de confianza sobre la cual se basa la fuerza obligatoria del contrato solo puede tener lugar entre individuos libres. De esta manera, el sustento normativo último que es condición de posibilidad de la confianza mutua entre los contratantes es su calidad de agentes morales libres. Por supuesto, no cabe realizar una conexión conceptual entre la libertad y la autonomía, pero se trata de términos estrechamente relacionados y ello se agudiza desde una perspectiva filosófica que atiende a los fundamentos de una determinada cuestión, como ocurre con la filosofía del contrato. Y, en el marco de la reflexión en filosofía moral, en particular, la autonomía lleva la delantera para establecerla como fundamento de las obligaciones morales. Por consiguiente, si la confianza entre los contratantes supone que sus estipulaciones han sido autónomamente convenidas, este último valor sirve de justificación de su obligatoriedad43.

Por lo demás, la lectura kantiana que Fried articula adolece de sobreestimar la idea de confianza y solo deslizar tímidamente la presencia de la autonomía del individuo. Al apuntar a los principios kantianos en los cuales está basada su propuesta, esto es, la confianza y el respeto, termina desplazando el valor de la autonomía de los agentes en la relación contractual. Pero no resulta evidente si, por una parte, puede haber confianza en obligaciones contractuales contraídas de manera no autónoma y, si la hubiere, tampoco es claro que la confianza allí presente lo está en una medida suficiente para fundamentar el efecto obligatorio de la relación contractual. Por otra, tampoco resulta claro si cuando es propuesto el respeto como un fundamento de la fuerza vinculante, no es sino el respeto a la autonomía de quienes se han obligado acudiendo a la institución promisoria lo que determina la incorrección de romper lo pactado.

Cuando Fried (1996) se refiere al trabajo de Atiyah, recoge una interpretación más fiel a la letra del prusiano: «El principio de promesa fue acogido como expresión del principio de libertad -dicho en términos kantianos, la voluntad obligándose a sí misma más que constreñida por las normas de la colectividad- y la condena a pagar una indemnización por las expectativas siguió como la consecuencia natural del principio de promesa» (p. 34)44. Allí está expresado, precisamente, el ideal regulativo que subyace al cumplimiento de una promesa y cuya infracción desata la consecuencia indemnizatoria; a saber, que la voluntad del contratante se ha obligado a sí misma -hay, por tanto, autonomía- sin influencia de cuestiones externas a ella que sean rastros de heteronomía, validando así su genuina obligatoriedad. Como antes fue sugerido, solo cuando la voluntad es autónomamente determinada tiene sentido hablar de una obligación moral. De ahí que la cuestión central en la obligatoriedad de los contratos es que, aun cuando se recurra a las promesas efectuadas por las partes para describir el contrato, el fundamento último de por qué es apropiado sostener que estas son vinculantes de manera incondicionada -como lo exige el pacta sunt servanda- es que son desplegadas en virtud de la autonomía de los contratantes. Por el contrario, las promesas heterónomamente establecidas no generan, en estos términos, obligación con mérito moral alguno45.

Veamos, entonces, si el diagnóstico es divergente respecto de una posición que remarca el contraste entre las funciones distintivas de las promesas y los contratos, rechazando su posible conexión analítica. De acuerdo con Kimel (2018), según fue advertido, ambas instituciones cumplen funciones intrínsecas contrapuestas entre sí. Mientras que las promesas contribuyen a reforzar las relaciones personales, los contratos fomentan el distanciamiento personal por el tiempo en que las partes así lo decidan. Bajo su prisma, la confianza juega un papel crucial en la justificación de la obligatoriedad de las promesas, y ello está en consonancia con el tipo de relación que suponen y promueven las promesas; es decir, una relación de carácter personal. Los contratos, en cambio, generalmente no dependen

de la confianza personal en el mismo sentido y en la misma medida que las relaciones que surgen de una promesa, y celebrar un contrato no supone necesariamente invocar la confianza personal de la misma manera que típicamente lo hace la formulación de una promesa (p. 179).

Por lo tanto, la justificación de la fuerza vinculante de ambas instituciones no puede efectuarse en términos similares. Dado que las relaciones contractuales alientan el distanciamiento personal entre los contratantes mientras ellos así lo quieran, el fundamento de su obligatoriedad debe hallarse en esa función intrínseca. Allí aparece, de nuevo, el respeto de la autonomía personal de los contratantes como un aspecto fundamental. Este se conjuga con el distanciamiento personal, cuyo valor descansa en constituir una alternativa a la dependencia de relaciones personales, sean estas preexistentes o futuras. Su valor es, precisamente, constituir una opción a las relaciones personales. El contrato es una alternativa a la promesa y, en este sentido, Kimel (2018) piensa que «el contrato puede servir como un sustituto genuino de una promesa» (p. 224). El valor clave que está ostensiblemente defendido en la teoría del derecho contractual de Kimel es en definitiva la autonomía personal. Así, el ejercicio de la opción a entablar relaciones personales que implica el vínculo contractual constituye un indicador de la importancia que posee la determinación autónoma de los contratantes. El distanciamiento que logran las partes gracias al instituto contractual indudablemente refuerza su autonomía.

Y, por la misma razón, el valor normativo de la autonomía personal justifica que lo pactado sea obligatorio para quienes han decidido por esta vía, manteniéndose de este modo durante el tiempo que estimen conveniente. Lo anterior está ilustrado en la interpretación que perfila Kimel (2018) acerca del presupuesto compartido por las tesis de Fried y Atiyah. En sus palabras,

El presupuesto radica en que permitir que las personas voluntariamente asuman obligaciones y reconocer la fuerza obligatoria de dichas obligaciones (y, en lo que a los contratos se refiere, exigir su cumplimiento cuando ello se torne necesario) es mostrar respeto por la autonomía de las personas, mientras que impedir que las personas voluntariamente asuman obligaciones o no reconocer la fuerza obligatoria de dichas obligaciones es demostrar una falta de respeto por su autonomía (p. 206)46.

Si lo anterior fuese correcto, al desmarcar el valor de la autonomía de las nociones de voluntad y promesa se obtienen considerables ganancias teóricas. Respecto de la primera, es posible clarificar por qué los estudios dogmáticos en derecho contractual perdieron erróneamente de vista el potencial justificativo de la autonomía al centrarse en la voluntad de los contratantes, tanto en el ámbito de la constitución como de la obligatoriedad del contrato. Ello permite develar el sentido de la expresión «autonomía de la voluntad» en la fundamentación de las obligaciones morales, a la luz de la fuente intelectual de la cual la dogmática civil reconoce que aquel principio proviene. Y, en relación con la segunda, más allá de la amplia discusión acerca de la conexión entre el contrato y la promesa, es posible argumentar en el sentido de que, tanto desde una posición que aboga por la identidad entre el contrato y la promesa como de otra que aboga por la demarcación entre ambas instituciones, se desprende que, en última instancia, el valor en juego es el respeto por la autonomía de los contratantes.

LA AUTONOMÍA PERSONAL Y SUS VENTAJAS

Cuando se trata de desentrañar cómo se justifica la obligatoriedad de la relación contractual, resulta indispensable prestar atención a la autonomía personal. En efecto, en sus alcances puede asentarse un eventual punto de conciliación entre las teorías que asimilan y aquellas que divorcian al contrato y la promesa. Esta consideración puede apuntarse como una significativa ventaja de la autonomía al mantener su vigencia frente a ambas posiciones. En esta sección añadiré dos adicionales que inclinan la balanza a favor de la autonomía personal. En primer lugar, la autonomía encaja con las variaciones experimentadas por las prácticas contractuales, que muestran una mayor participación de la intervención legislativa en la configuración de contratos y, a su vez, un debilitamiento del ejercicio de la voluntad de los contratantes. La voluntad y las promesas son especialmente sensibles con la mayor presencia de mecanismos de intervención legislativa en el derecho de contratos. Este fenómeno incide de distintas maneras en cada uno de los parámetros que hemos revisado, impactando fuertemente en la voluntad y las promesas, pero resultando compatible con el ideal de la autonomía personal en el ámbito contractual. El reto que logra sortear este último valor reside en que su demanda por el autogobierno y el aliento por extender las dimensiones de la autonomía del agente se refuerzan al develar el sentido de las intervenciones en materia contractual.

Ni la voluntad ni la promesa moral podrían fortalecerse mediante la implementación de las categorías contractuales que se entienden celebradas o exigen suscribirse bajo ciertos términos unilateralmente establecidos y en una clara posición de asimetría47. La presencia de la voluntad y las promesas, naturalmente, se resiente en un marco de la contratación que no se ajusta a los paradigmas tradicionales, mas la pérdida de protagonismo de la voluntad y las promesas no se reproduce en la autonomía personal de los agentes. De ahí que lo que parece forzado para los primeros criterios no es necesariamente así para el último. Una noción de autonomía personal que se encuentre formulada como una cuestión de grado, apartándola de la operatividad en términos de todo o nada, conserva su solvencia frente al desafío constituido por hallar un fundamento de la fuerza obligatoria del contrato que resulte pertinente a las distintas formas de contratación y que, a su vez, no pierda fuerza frente a la mayor intervención del legislador en las relaciones contractuales48.

¿Por qué el respeto por la autonomía personal de las partes preserva su vigencia a pesar de la variación en las condiciones de contratación? Una observación que contribuye a develar tal cuestión radica en que las intervenciones que resienten la presencia y la fuerza con que se expresan la voluntad y las promesas de los contratantes responden a un determinado sentido, y este involucra sustantivamente demandas de respeto por la autonomía personal de ciertos contratantes. Frente a situaciones en que son contrariados los postulados de la comprensión tradicional del contrato -como la imagen preeminente de la voluntad de las partes y su posición simétrica- y tienen lugar nuevas formas de contratación o intervenciones legislativas en la generación de los vínculos, estos dispositivos procuran hacerse cargo de quienes específicamente no cuentan con condiciones o medios suficientes para ejercer autónomamente su agencia individual.

Dado que hay personas situadas en contextos de desequilibrio, protagonizando situaciones particulares, y que sus acuerdos pueden resultar lesivos porque su autonomía no se encauza en condiciones adecuadas, conviene intervenir en resguardo de ese valor49. De ahí que la protección de la especificidad de la autonomía personal es la cautela del efectivo despliegue de su agencia individual. En lugar de desafiar la pertinencia de la autonomía personal, la intervención del legislador es precisamente exigida para honrar la autonomía de ciertos contratantes. La cuestión crucial, entonces, no es la presencia de las intervenciones legislativas en el derecho de contratos, sino el sentido que las justifica y el valor normativo que persiguen amparar. Se trata de una reacción institucional frente a situaciones de desequilibrio contractual. Su compromiso descansa en el resguardo del valor de la autonomía de los distintos contratantes, cuestión que se ve agudizada cuando se trata de personas situadas en posiciones asimétricas y apartadas de la pretendida paridad contractual50. Por ello es que mientras la voluntad y las promesas del contratante inevitablemente se debilitan en este contexto, el valor de la autonomía personal se robustece (Pereira, 2016, p. 110).

En segundo lugar, la autonomía personal resguarda la demanda que alberga el respeto por las promesas; a saber, el valor de la sociabilidad. Si bien los estudios dogmáticos han hecho hincapié en el rol de la voluntad para la fundamentación del efecto vinculante del contrato, la filosofía del derecho de contratos ha centrado su atención en las promesas, ya sea afianzado o bien cuestionando su posición. De ahí que pueda haber algo que filosóficamente se pierde cuando la obligatoriedad del contrato no se funda en ellas, sino en la autonomía personal. ¿Qué es, en definitiva, lo valioso de las promesas? Por supuesto, no hay solo una respuesta a este interrogante, pero podemos echar mano de las consideraciones de Hannah Arendt sobre las promesas para ofrecer una aproximación y evaluar si ello irremediablemente se pierde al apostar por la autonomía personal.

Arendt ha entendido la moralidad como algo más que una suma de mores, costumbres y modelos de comportamiento que se consolidan y validan en el ámbito de los acuerdos. Los preceptos de la moralidad, señala, están basados en la buena voluntad de las personas en aras de preservarlos. Según Arendt (2005), los modelos cambiantes de la conducta humana no tienen «al menos políticamente, más soporte que la buena voluntad para oponerse a los enormes riesgos de la acción mediante la aptitud de perdonar y ser perdonado, de hacer promesas y mantenerlas» (pp. 264-265)51. Esta clase de demandas tiene la peculiaridad, pensó Arendt, de no aplicarse a la acción humana desde una fuente exterior a la persona o que exceda los alcances de la acción. Se trata, por el contrario, de exigencias que provienen inmediatamente de la persona que las observa, de manera tal que «surgen directamente de la voluntad de vivir junto a otros la manera de actuar y de hablar, y son así como mecanismos de control construidos en la propia facultad para comenzar nuevos e interminables procesos» (p. 265)52.

Las promesas se insertan en el complejo de acciones y discursos gracias al cual los seres humanos pueden deshacer lo efectuado y controlar, al menos parcialmente, los procesos que han desencadenado. De lo contrario, las personas estarían sometidas al inexorable dominio de la causalidad y las leyes de la física. Esta aptitud es, ciertamente, parte de lo que Arendt entendió como la condición de lo humano. Un aspecto de crucial importancia que caracteriza a las promesas radica en su compromiso con la sociabilidad y su fuerza apelativa de actuar en forma conjunta a la luz de un objetivo común, manteniendo el grupo social unido. Arendt (2005) remarcó este rasgo distintivo de los seres humanos y consideró que la capacidad de disponer para el futuro como si se tratara del presente -i. e., nuestra aptitud de prometer- permite deslindar la vida humana de la animal. Los seres humanos no se mantienen unidos por una cierta voluntad mágica, sino que lo hacen en virtud de «un acordado propósito para el que sólo son válidas y vinculantes las promesas» (p. 264). Esto brinda una soberanía superior que la libertad que importa actuar sin sujeción a ninguna promesa y careciendo de un propósito. Así, las promesas constituyen aquella clase de cosas que los seres humanos solo pueden efectuar recurriendo a los otros. Al efectuarlas, las personas se reúnen y actúan de común acuerdo, asegurando tal actuación conjunta precisamente mediante el efecto obligatorio de lo acordado. Como observa Arendt, «La fuerza que las mantiene unidas […] es la fuerza del contrato o de la mutua promesa» (p. 264)53.

De acuerdo con lo anterior, entonces, las promesas develan una dimensión propiamente humana de hacer cosas con los demás, efectuando compromisos recíprocos de comportamiento en el porvenir para alcanzar propósitos comunes. Al situar la fundamentación del efecto obligatorio del contrato en la autonomía personal y no en las promesas, ¿se extravía esta función de sociabilidad? Desde mi modo de ver, ello no es así. La relación contractual surge gracias a la opción autónoma de los contratantes de vincularse recíprocamente. Es cierto que no toda expresión de la autonomía personal está necesariamente dirigida a las demás personas, pero una versión robusta de esta, articulada para fundar la obligatoriedad del contrato, presenta el compromiso sustantivo de actuar de forma conjunta con otros. Al justificar el pacta sunt servanda contractual en la autonomía personal, se reafirma esta dimensión de sociabilidad que, según Arendt, las promesas capturan.

Un contratante debe observar lo pactado porque autónomamente se ha vinculado con otro en aras de una finalidad compartida. La fuerza obligatoria de lo acordado se sustenta en la autonomía personal de la parte, quien ha decantado su decisión atendiendo a otra persona para realizar algo en conjunto con ella. La autonomía personal que funda la relación contractual devela esta soberanía humana de hacer cosas con los demás. En el ámbito contractual, en particular, se trata de un despliegue autónomo de vincularse con los demás, comprometiéndose a observar las prestaciones respectivas para alcanzar los fines compartidos. Ello únicamente puede efectuarlo el contratante con otra persona, con quien se mantiene unido gracias al contrato, sin poder concebir su ejercicio de manera aislada. Por consiguiente, siguiendo a Arendt (2005), la soberanía en la esfera de la acción y los asuntos humanos está de manifiesto en la autonomía personal de los contratantes. El efecto obligatorio de su vinculación con otro responde a esta potestad humana y denota algo -celebrar un contrato y obligarse a cumplirlo- que «sólo puede realizarse por muchos unidos» (p. 264). Así, el contrato revela conspicuamente la decisión autónoma de vivir junto a otros la manera de actuar y de hablar.

Si lo anterior es correcto, el respeto por la autonomía personal de las partes constituye un criterio idóneo para justificar la fuerza obligatoria del contrato y, al detenerse en la demarcación entre esta noción y la voluntad y las promesas, es posible observar las ventajas que ofrece la autonomía sobre aquellas candidatas a desempeñar la tarea de fundamentación. La apuesta por la autonomía refuerza la fuerza apelativa de la autodeterminación en nuestras relaciones contractuales, conservando su pertinencia en un panorama contractual caracterizado por la intervención legislativa y, además, evitando perder de vista lo valioso de vincularse con otras personas para efectuar cosas de manera conjunta.

CONCLUSIONES

La cuestión de la justificación normativa del efecto vinculante del contrato constituye una preocupación de primera importancia tanto para tratamientos dogmáticos como filosóficos sobre el derecho de contratos. En estas coordenadas, las nociones de voluntad, promesas y autonomía se encuentran en disputa para posicionarse como el criterio común de fundamentación de la obligatoriedad de la relación contractual. No obstante, se trata de nociones que pueden distinguirse entre sí y cuyo rendimiento justificativo es diferenciado, develando que el respeto de la autonomía personal de los contratantes ofrece un promisorio parámetro para fundar el pacta sunt servanda.

Su potencial puede reflejarse frente a la voluntad sobre la cual han concentrado su interés los estudios tradicionales de derecho contractual y, del mismo modo, sobre las promesas que capturan la atención de la filosofía del derecho de contratos. En relación con la voluntad, es indispensable diferenciar entre la constitución de la relación contractual y su obligatoriedad. Respecto de las promesas, y pese al debate que media acerca de la identidad entre contrato y promesa, la autonomía presenta una operatividad mayor y más general que las promesas y, en verdad, la fuerza vinculante de estas descansa en la autonomía que despliega quien las formula. Por último, la autonomía presenta al menos dos ventajas sobre la voluntad y las promesas. A diferencia de estas, que resultan debilitadas por el contexto contractual, en que ha cobrado protagonismo la intervención legislativa en la formulación de relaciones contractuales, el valor de la autonomía personal resulta fortalecido, demandando precisamente la intervención en aras de resguardarlo. Asimismo, conserva el ideal de sociabilidad que promueven las promesas para actuar cooperativamente con los demás y hacer cosas con otras personas.

A pesar de que puede advertirse un uso indistinto de estas nociones para efectos de justificar la obligatoriedad del contrato, conviene deslindarlas y situar el problema en el marco del respeto por la autonomía personal de quien contrata. Los contratos obligan a los contratantes a cumplir sus prestaciones para resguardar la actuación autónoma de quienes acuden a este instituto como mecanismo de cooperación y colaboración. De este modo, la fuerza vinculante de la relación contractual honra la autonomía personal y la ruptura que se ha formulado entre las nociones en competencia abona su pertinencia como criterio general de fundamentación.

¿Por qué debería importarnos la identificación del criterio de justificación de la obligatoriedad de los contratos? Si bien se trata de un principio básico de la contratación que es reconocido en los sistemas jurídicos privados, el análisis acerca de por qué obligan los contratos no ha sido una cuestión debidamente desentrañada y su tematización acarrea cubrir dimensiones dogmáticas y filosóficas sobre el derecho de contratos. Precisamente, la contribución de esta empresa es agudizar nuestra comprensión del instituto contractual y las exigencias normativas a las cuales responde su efecto vinculante. Al determinar qué justifica la fuerza obligatoria del contrato se logra develar qué se encuentra en juego en el cumplimiento de las prestaciones por parte de los contratantes. La autonomía personal ofrece una atractiva respuesta a ese interrogante y, a su vez, delinea un prometedor campo de reflexión tanto para los estudios dogmáticos enfocados en la voluntad de las partes como para la filosofía del derecho contractual comprometida con el rendimiento justificativo de las promesas.

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1Esta regla jurídica puede hallarse, por ejemplo, en los artículos 1545 del Código Civil chileno, 1602 del Código Civil colombiano, 1361 del Código Civil peruano, 959 del Código Civil y Comercial argentino, 1091 del Código Civil español y 1103 del Código Civil francés. También se encuentra presente en instrumentos de armonización contractual, como ocurre con el artículo 6 de los Principios Latinoamericanos de Derecho de los Contratos y el II.-1:103 del Marco Común de Referencia. En el marco del primer texto de armonización, se ha indicado que el efecto vinculante constituye «un pilar de la contratación, pero no debe escabullirse el control al cual queda sometida esa obligatoriedad, a través de determinadas reglas que permiten extraer la noción de contrato. El derecho de los contratos no puede entenderse sin afirmar la libertad de las partes para modelar su contenido, decidir su celebración y escoger al contratante; lo mismo ocurre con la fuerza obligatoria y el principio de la buena fe, que si bien estos últimos pueden entrar en colisión a propósito del cumplimiento específico o la revisión por circunstancias sobrevinientes, es necesario que la palabra dada sea temperada, y en general, el derecho de los contratos, se equilibra con el principio de la buena fe» (Pizarro, 2017, pp. 23-24). Tal consideración muestra la manera en que el principio de buena fe ofrece un desafío a la obligatoriedad del contrato. Puede encontrarse una revisión sobre la actual regla legal francesa en Taisne (2019, pp. 41-56)

2Sobre la filosofía del derecho privado, véase Pereira (2017, pp. 193-261). Para la relevancia de la cuestión normativa en la justificación de las obligaciones contractuales y el análisis de diversas estrategias para encararla, puede consultarse Smith (2004, pp. 106-163).

3El efecto paradigmático de la fuerza obligatoria del contrato se expresa en su intangibilidad, que excede la órbita de los contratantes. Al respecto, se ha declarado en la jurisdicción chilena que «El principio de la fuerza obligatoria se expresa en el aforismo ‘pacta sunt servanda’; los pactos deben observarse, cumplirse estrictamente, la obligatoriedad del contrato se traduce en su intangibilidad. Vale decir, que el válidamente celebrado no puede ser alterado o modificado ni por el legislador ni por el juez, pues, al igual que las partes, deben respetar las estipulaciones convenidas» (Comercial Amaya Limitada con Redtec Sociedad Anónima, 2018). Con todo, cabe hacer presente que los textos de armonización del derecho de contratos reconocen el cambio de circunstancias por excesiva onerosidad sobreviniente, lo cual pone en entredicho la vigencia del efecto vinculante. Ello se encuentra presente, por ejemplo, en los artículos 84 de los Principios Latinoamericanos de Derecho de los Contratos, 6:111 de los Principios de Derecho Europeo de los Contratos, III.-1:110 del Marco Común de Referencia, y 6.2.1 y siguientes de los Principios Unidroit.

4Respecto de los modelos de comprensión de la fuerza obligatoria del contrato, entre esquemas normativos y no normativos, véase Pereira (2016, pp. 27 y ss.).

5También se ha pensado como una posible estrategia emparentar ambas dimensiones de análisis. Al cuestionarse dónde se encuentra el fundamento de la obligatoriedad contractual, Oliver Soro (2016) observa lo siguiente: «En primer lugar, en el hecho que las partes tienen la obligación moral de cumplir con lo prometido. Y en segundo lugar, en que la ley las obliga formalmente a respetarlo. Dicho de otro modo, el contrato implica, en primer lugar, el respeto a la palabra dada (a). En segundo lugar, el contrato obliga porque tiene carácter de ley entre las partes (b)» (p. 109).

6El contrato reviste una innegable imagen institucional que se acentúa desde una aproximación moderna del fenómeno jurídico al notar que el instituto contractual sirve para que las personas alcancen cooperativamente estados de cosas deseados. Su rol como institución se encuentra resaltado en MacCormick (2011, pp. 285-290) y Messineo (2007, pp. 61-62).

7Tal examen respondería a un razonamiento exclusionario de la regla jurídica contractual. En este sentido, ver Raz (1991, pp. 17-54).

8Esta corresponde a la lectura hermenéutica de Hart (1961, pp. 99-123).

9John Cartwright (2019) ha observado que la comprensión del contrato en el derecho inglés está afianzada en el valor de la certeza en las relaciones contractuales y esta es naturalmente una idea subyacente a la obligatoriedad del contrato. Siguiendo a Cartwright, «La certidumbre es un valor importante que debe respetarse, y esto generalmente significa mantener a las partes en el contrato según lo acordado, sin permitir que el contrato cese en su eficacia con demasiada facilidad» (p. 121).

10Como es sabido, el esfuerzo de Charles Fried (1996) perseguía mostrar la conexión que media entre el contrato —en tanto la institución jurídica compleja— y los principios morales que informan su estructura. Según el autor, su trabajo —originalmente publicado en 1981— buscó, «a nivel de teoría, aportar evidencia que demuestre que el derecho de contratos tiene una estructura que lo sostiene, lo unifica, y en el ámbito de la exposición doctrinaria, argumentar cómo esa estructura puede estar referida a principios morales» (p. 9). Por supuesto, la empresa excede con creces la justificación normativa de la fuerza obligatoria del contrato puesto que permite delinear una atractiva teoría del contrato con base en fundamentos morales. Al entender el contrato como promesa, su propuesta brindó una respuesta unitaria acerca de por qué los contratos obligan a quienes los celebran.

11Según Luis Díez-Picazo (2007), «El contrato tiene pues su fundamento más hondo en el principio de autonomía privada o de autonomía de la voluntad» (p. 143). Respecto del artículo 1091 del Código Civil español, que consagra —según se indicó— la eficacia vinculante del contrato, se ha observado que esta regla legal constituye «una plasmación, tal vez la más genuina, del dogma de la autonomía de la voluntad y del principio ‘panta sunt servanda’» (Sánchez, 2021, p. 1395).

12Sobre el diseño de los principios, véase Alessandri (2009, pp. 10 y ss.), y López y Elorriaga (2017, pp. 247 y ss.).

13Acerca de estos postulados, puede consultarse Pereira (2019, pp. 272 y ss.).

14En relación con este fenómeno, véase Alpa (2015, pp. 446-359).

15El anterior estado de cosas correspondería a la llamada «vieja ortodoxia» del derecho contractual. Al respecto, ver Scheinman (2000, p. 206).

16Sobre el particular, véase López y Elorriaga (2017, pp. 174-188). En relación con la incidencia de las nuevas formas de contratación, revisar Corral (1997, pp. 59-71).

17Sobre el declive del dogma de la voluntad, véase Bianca (2007, pp. 45 y ss.).

18Desde este punto de vista, Galgano (1992, pp. 65-68).

19Carrasco (2021) advierte que «el principio de autonomía impone una consecuencia de autorresponsabilidad personal, que viene expresada en el brocardo universalmente admitido de pacta sunt servanda. Autonomía contractual y vinculatoriedad de los pactos se explican y fundamentan recíprocamente» (p. 79).

20Luigi Ferri (2001, p. 5) ha observado que tampoco media una relación de sinonimia entre los términos «autonomía de la voluntad» y «autonomía privada». Mientras que la primera se conjuga con la relevancia de la voluntad real de las personas para generar efectos jurídicos, la segunda versa sobre el fundamento del poder reconocido a los particulares para la creación de reglas jurídicas. Desde luego, la dimensión de la autonomía que es relevante en la fundamentación de la obligatoriedad del contrato es distinta de la denominada «autonomía conflictual», que versa sobre la posibilidad que tienen las partes de elegir la ley que regirá la relación contractual y cuya relevancia se manifiesta en el ámbito del derecho internacional privado. La cuestión acerca de cómo justificar el pacta sunt servanda en el derecho de contratos se expresa en el respeto por el valor de la autonomía que se despliega en las relaciones contractuales, haciéndolas vinculantes para las partes. Así, en la dogmática civil italiana se ha resaltado el vínculo existente entre las reglas que consagran la autonomía contractual —1322, inciso 1°— y la fuerza obligatoria del contrato —1372-— en el Código Civil italiano de 1942, evidenciando que la primera sirve a los particulares para crear reglas y generar un vínculo representado por el efecto obligatorio de la relación. De este modo, «con la autonomía contractual se ejerce este ‘poder creativo’ de las partes: estos, con el acuerdo, determinan un sistema vinculante de sus propios intereses» (Capobianco, 2017, p. 184).

21Esta apuesta se encuentra desarrollada en Pereira (2016, pp. 87-123).

22Hay estudios que, sin embargo, advierten las confusiones que existen en el tratamiento de la autonomía de la voluntad. Sobre este punto, ha sido señalado que «La autonomía es un poder de la persona como realidad eminente. Conviene en este punto observar que cuando se habla, como es usual entre nosotros, de ‘autonomía de la voluntad’, no deja de incurrirse en algún equívoco. Porque el sujeto de la autonomía no es la voluntad, sino la persona como realidad unitaria. La autonomía no se ejercita queriendo —función de la voluntad— sino estableciendo, disponiendo, gobernando. La voluntad o el querer es un requisito indudable del acto de autonomía (que ha de ser siempre libre y voluntario), pero para ejercitar la autonomía es preciso el despliegue de las demás potencias» (Díez-Picazo & Gullón, 2012, p. 367). Énfasis añadido.

23Se ha entendido que la llamada crisis del contrato es, en verdad, la crisis de la autonomía de la voluntad. En esa línea, consultar Alterini y López (1989, p. 14).

24Sobre el impacto de estas modalidades de contratación en la teoría tradicional del contrato, véase Radin (2017, pp. 503-533).

25Sobre esta distinción, véase Atiyah (1986, pp. 93-120).

26Por ejemplo, puede pensarse en institutos como la teoría de la imprevisión, la ventaja injusta, la lesión subjetiva-objetiva o el abuso del derecho que apelan a cuestiones indudablemente sustantivas. La tensión que media entre alegaciones individualistas y altruistas que moldea la operatividad de tales figuras se encuentra presentada en Kennedy (1976, pp. 1685-1778).

27Robert Summers ha indicado que la implementación de esta distinción en la teoría jurídica no está necesariamente comprometida con la idea de razones de forma y razones de sustancia del modo en que el contraste fue introducido de manera preliminar en la filosofía del derecho contractual. Dicha intuición está aquí asumida al proyectar la relación entre forma y sustancia sobre el vínculo entre voluntad y autonomía. En relación con la utilización del contraste en la teoría del derecho, véase Summers (2006, pp. 61-63).

28Según Fried (2014), la principal ambición de su proyecto fue «conectar una serie de destacadas doctrinas del derecho contractual con —de hecho, derivarlas de— un principio moral y doctrinal organizador central: el principio de promesa» (p. 17).

29Esto es entendido por el autor en términos de la «concepción del contrato como promesa».

30Esta visión conjuga una tesis conceptual y otra normativa. Dado que el contrato constituye una promesa, obliga a los contratantes en los términos en que lo hace la promesa a quienes prometen.

31Fried (2012) observó que su obra buscaba «afirmar la coherencia de la doctrina estándar del contrato como proveedor de la estructura mediante el cual los actores podrían determinar por sí mismos los términos de sus interacciones y cooperación, ya sea en las relaciones comerciales o personales» (p. 962). Sobre la filosofía del derecho de contratos, véase Kraus (2004, pp. 687-751), Lucy (2004, pp. 75-108), Markovits y Emad (2021), y Pereira (2021, pp. 207-237).

32Respecto de las posibles relaciones que median entre los contratos y las promesas, puede resultar de utilidad revisar los esquemas que se encuentran disponibles en Sheinman (2011, pp. 30-35). Una posición por la afirmativa respecto de la conexión entre contrato y promesa se encuentra en Holmes (2020) al sostener que «El elemento común a todos los contratos podría decirse que es una promesa» (p. 249). Énfasis añadido.

33Según Searle (1997), el carácter de hecho institucional del contrato determina que su conexión con la promesa dependerá del cumplimiento de la regla constitutiva respectiva, la cual dispondrá que «una determinada clase de promesa como X puede contar como un contrato Y, pero ser una promesa es ya tener una función de status Y a un nivel inferior» (p. 94).

34La incidencia de esta tipología de contratos en la configuración del derecho contractual se manifiesta en la teoría relacional del contrato. Al respecto, véase Macneil (1974, pp. 691-816).

35El esfuerzo de posicionamiento del altruismo moderado en la estructura de fundamentación del derecho contractual está presente en Pereira (2018, pp. 139-168).

36Esta es la posición que precisamente defiende Kimel en la demarcación que arguye entre el contrato y la promesa.

37Una evaluación crítica acerca de la teoría del derecho contractual de Kimel se encuentra en Papayannis y Pereira (2018, pp. 13-50).

38Énfasis añadido.

39Con posterioridad, Fried (2012) reiteró la relevancia de la autonomía al clarificar que su tesis fue «abiertamente moralizante. Se basaba en una moral de la autonomía, el respeto por las personas y la confianza» (p. 962).

40Desde este punto de vista puede interpretarse la siguiente afirmación de Fried (1996): «La fuerza moral que está detrás del contrato como promesa es la autonomía: las partes están obligadas por su contrato porque así lo han elegido» (p. 87).

41Los deberes secundarios de comportamiento derivados de la buena fe de las partes ofrecen dificultades porque no responden a lo expresamente acordado y, a su vez, algunos de estos están orientados a actuar positivamente en favor del otro contratante, distanciándose de la versión negativa de los deberes contractuales (Pereira, 2020, pp. 111-142).

42Énfasis añadido.

43En sintonía con lo anterior, Messineo (2007) advierte que la obligatoriedad del contrato surge «del hecho de que las partes han aceptado libremente (y muy a menudo, elegido y concordado) el contenido del mismo, aceptando así también la limitación de las respectivas voluntades que de él deriva; y surge, además, de la confianza suscitada por cada contratante en el otro con la promesa que le ha hecho» (p. 79).

44Énfasis añadido.

45Richard Craswell (1989), por cierto, interpreta en estas coordenadas la teoría de Fried al mostrar su insuficiencia para dar cuenta de las reglas supletorias contractuales. Refiriéndose a Fried y Atiyah, denuncia que «las teorías que justifican la fuerza vinculante de las promesas sobre la base de la obligación de decir la verdad, o sobre consideraciones de libertad y autonomía individual no son de ninguna ayuda en tal empresa» (p. 511).

46Énfasis añadido.

47En relación con las limitaciones que rondan el derecho de contratos contemporáneo, se ha sostenido que «No se trata tanto de limitar la voluntad por razones de interés general como de proteger a los individuos de los abusos que derivan de la desigualdad, del ejercicio abusivo de una superioridad económica o estructural, tanto en las relaciones personales y familiares como en las relaciones contractuales y patrimoniales» (Parra, 2018, p. 61).

48Acerca de la noción de autonomía esgrimida en estos términos, véase Kimel (2018, p. 206) y Raz (1986, p. 224).

49Por ejemplo, Kimel (2018, p. 210).

50El canon de igualdad formal entre los participantes de las relaciones de derecho privado se encuentra enfatizado en el esquema de comprensión de Ernest J. Weinrib, engarzando el vínculo de derechos y deberes correlativos con las demandas de la justicia correcta, la cual honra el trato igualitario que debe brindarse a ambas partes. Véase, Weinrib (2017, pp. 109-115, 145 y ss.).

51Énfasis añadido.

52Énfasis añadido.

53Énfasis añadido.

Recibido: 17 de Marzo de 2022; Aprobado: 24 de Mayo de 2022

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