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Apuntes

versão impressa ISSN 0252-1865

Apuntes vol.44 no.80 Lima jan./jun. 2017

http://dx.doi.org/10.21678/apuntes.80.905 

 ARTÍCULOS

 

Jefe, delegado, aspirante y grupo en la Juventud de Acción Católica Argentina (JAC), 1940-1950

Heads, delegates, candidates, and groups in the Juventud de Acción Católica Argentina (JAC), 1940-1950

 

Adrián Cammarota

Universidad de la Matanza, Conicet, Buenos Aires, Argentina

adriancammarota2000@gmail.com

 


Resumen

El trabajo aborda la construcción del perfil del joven militante católico en la Juventud de Acción Católica (JAC) entre 1940 y 1950 a través de varias publicaciones dedicadas a la formación de los jacistas. La experiencia que internalizaron los jóvenes católicos la definimos en términos de una prescrita cosmovisión del mundo terrenal, espiritual y de la transcendencia implícita en los lenguajes, las mentalidades y los sentidos de ese mundo de creencias compartidas. En esta dirección, el artículo privilegia las instancias discursivo-formativas de los grupos y sus respectivas jerarquías, respecto a las cuales se proyectaba que renovarían la capacidad del catolicismo para (re)cristianizar el cuerpo social. En una sociedad dominada por la ingeniería política del liberalismo, el supuesto peligro del marxismo y la expansión del consumo capitalista, la juventud era pensada en términos de vitalidad, renovación y fortaleza espiritual.

Palabras clave: juventud; catolicismo; pedagogía; Iglesia; cristianismo.

 


Abstract

This study deals with how the profile of young Catholic activists was constructed within the ranks of the Juventud de Acción Católica (JAC) in the 1940s and the 1950s, based on a set of publications for the training of the jacistas. The experience undergone by the Catholic youth is defined in terms of a prescriptive cosmovision about the earthly world, the spiritual world, and eternal life that was implicit in the language, the mentalities, and the representations of this world of shared beliefs. The focus is on the discursive/formative constructs of the groups and their respective hierarchies –heads, delegates and candidates– who would renew Catholicism’s ability to re-Christianize society under the precepts of the Catholic Church in the future. In a society dominated by the political engineering of liberal policies, the alleged danger of Marxism, and the expansion of capitalist consumption, youth was conceived of in terms of vitality, renewal, and spiritual strength.

Keywords: Youth; Catholicism; pedagogy; Church; Christianity.

 


En América Latina, el catolicismo tiene una fuerte presencia en el campo social y en el espectro político, cuya estampa misional involucra fuertes lazos histórico-culturales desde el periodo de la Conquista. Una de las formas que tuvo el catolicismo de llevar su mensaje de evangelización fue por medio de la juventud. Entendida en términos de regeneración, vitalidad y fortaleza, esta se constituyó en uno de los pilares que esbozó el integrismo católico para extender su esfera de influencia y apostar a la reproducción de la cultura religiosa. Fundada en la década de 1930, la Juventud de Acción Católica (JAC) se constituyó en una de las ramas más dinámicas de la Acción Católica Argentina (ACA).

El presente trabajo pretende ahondar en las implicancias subjetivas del «ser joven» católico. Nos preguntamos cómo se pensó, organizó y educó a los jóvenes que ingresaron a la JAC durante las décadas de 1940-1950, periodo en el cual la organización tuvo una sugerente expansión en cuanto a tasas de afiliación, aunque con ciertas oscilaciones. También hay que destacar que en la década de 1950 pueden advertirse cambios en cuanto a la relación con los jóvenes por parte de la Iglesia, como la popularización de los campamentos juveniles de verano, las misiones rurales y las peñas folklóricas desarrolladas en sedes parroquiales que se expandirían en los años siguientes (Lida, 2012).

Tomando como referencia el rol cumplimentado por el jefe, el delegado, el aspirante y el grupo como colectivo de integración de la juventud dentro de las parroquias y de expansión del apostolado fuera de ellas, pretendemos trazar el perfil del joven militante católico delineado por la jerarquía eclesiástica.

Centralmente, se utilizaron para este trabajo cuatro divulgaciones impresas destinadas a la JAC: el Boletín del Dirigente, el Boletín en Jefe, Cenáculo y Aspirantes. Estas publicaciones eran referentes editoriales en materia de formación teórica y en la circulación de información y constituyen un interesante punto de partida para dilucidar el entramado ideológico que aspiraba al disciplinamiento del cuerpo católico en pos del ideal de la trascendencia (vida después de la muerte)1. Otras de las fuentes analizadas fueron el periódico Sursum y el boletín Conquista, informes parroquiales de las secciones juveniles y circulares del Consejo Arquidiocesano de Buenos Aires.

Vale decir que no existe «una juventud» propiamente dicha sino que, por el contrario, conviven diversas juventudes en un contexto dado. Por lo tanto, hablar de juventud nos invita a pensar la relación de los jóvenes con el mundo adulto, las instituciones, las normas sociales y culturalmente establecidas y los patrones de socialización manifestados a partir de lo anterior. En resumidas cuentas, la juventud no es un estado biológico, sino un estado cultural en donde los jóvenes en tanto categoría social construida no tienen una existencia autónoma, es decir, al margen del resto del cuerpo social, y se encuentran inmersos en una red de relaciones e interacciones sociales múltiples y complejas (Reguillo Cruz, 2000, p. 24).

En la Segunda Postguerra Mundial, la juventud cobró el estatus de categoría social. Las políticas del Estado de bienestar en Estados Unidos y Europa fructificaron la idea de una juventud más visible, con la incorporación de parte de estos jóvenes a la escuela secundaria y como foco de atracción, dentro del modo de producción capitalista, hacia los mercados culturales. La noción de juventud adquirió una densidad propia y se la comenzó a pensar dentro de ciertos parámetros culturales más que biológicos. Lentamente, esto abrió la compuerta hacia los cambios socioculturales acaecidos en los años 1960: mutaciones en las relaciones entre géneros, apertura hacia una sexualidad menos obstaculizada por los tabúes tradicionales y mayor expansión de la sociabilidad juvenil. Una parte significativa de este colectivo cuestionó las antiguas estructuras que dominaban las convenciones sociales.

Siguiendo a Juan Antonio Taguenca Belmonte, la contraposición joven-adulto supone dos tipos de ideales elaborados sobre la juventud: el autoconstruido por los jóvenes y el erigido por los adultos. Como señala este autor, los distintos tipos de abordajes sobre lo juvenil, tanto en el campo cultural como en el sociológico, pueden complementarse con los análisis conceptuales, aunque no sin dificultades. Lo conceptual actúa como brújula teórica en la práctica empírica que se genera desde la acción social (Taguenca Belmonte, 2009, p. 160). En este caso, hemos seguido en el trabajo la reconstrucción del ideal de juventud católica y sus conceptos subyacentes fijados por la institución eclesiástica. Estos estuvieron fundados en la internacionalización de la cultura religiosa y en las prácticas y costumbres empuñadas para el forjamiento de un determinado «ser joven». Así las cosas, la experiencia que la JAC pretendía inculcar a los jóvenes católicos la conceptualizamos en términos de una fijada cosmovisión del mundo material/espiritual y de la transcendencia. Dicha cosmovisión estaba implícita en los lenguajes, las mentalidades y los sentidos de ese mundo de creencias compartidas.

Si bien diversos trabajos han alumbrado la relación entre juventud y catolicismo, el funcionamiento y la cultura dentro de la JAC, el disciplinamiento del cuerpo por medio del scoutismo católico, la militancia de la Juventud Obrera Católica (JOC) y su relación con el peronismo, menos visitada ha sido la formación del joven y el funcionamiento de los centros que articulaban a la organización2. Hay que señalar que desde la década de 1930 otras ramas del catolicismo juvenil y las Vanguardias Obreras Católicas, dependientes de los Círculos de Obreros, adquirieron su propio dinamismo, siendo, en ocasiones, autónomas de la misma jerarquía. Sobre este escenario, entendemos que el trabajo aporta a las investigaciones que han privilegiado la relación entre la Iglesia y la juventud. Por último, el artículo se inscribe en una línea de investigación que indaga en las formas en que las «distintas» juventudes participaron en los disímiles espacios de socialización e interacción, generando identidades culturalmente diferenciadas.

1. Orígenes de la Acción Católica. Organización, reglamento y centros de la JAC

En Europa, la Acción Católica había surgido en países como Italia, Alemania, Francia, Bélgica y Austria entre fines del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX. En 1931, el papa Pío XI le confirió, en pleno auge del fascismo italiano, un nuevo molde de intervención para su organización. Esto se debió a que el fascismo había eliminado las ramas de la Acción Católica italiana: el escultismo, las asociaciones deportivas y universitarias y, por último, la Juventud de la Acción Católica Italiana. Por acuerdo del 3 de septiembre de 1931, el papa Pío XI firmó el estatuto italiano, que reducía el campo de intervención de la Acción Católica a lo estrictamente parroquial y religioso, para evitar la confrontación con el Estado fascista (Escartín, 2010)3.

En Argentina, la ACA fue fundada en 1931 en un contexto en el cual la Iglesia tenía como objetivo recatolizar el país. Se proponía desmantelar la influencia del liberalismo que gobernaba las instituciones políticas. Sin embargo, a comienzos del siglo XX la meta de catolizar a la sociedad había tomado cuerpo con la creación de los círculos de obreros inspirados por el padre Federico Grote. La misión era poner a los trabajadores bajo la tutela de la Iglesia, enfrentar las promesas de igualdad social promovidas por el anarquismo y el socialismo y resistir, a su vez, al «liberal positivismo».

El golpe de Estado del general Uriburu en 1930 fue el prolegómeno para la identificación entre Iglesia y Ejército. Ambos compartían esa cosmovisión del mundo cuyo denominador común era el temor a las ideologías extranjeras y el rechazo a las instituciones liberales que, a modo de ejemplo, habían desterrado a Dios de las escuelas con la Ley N° 1420 de enseñanza libre, gratuita y laica. Sobre este escenario político, el llamado catolicismo integrista encontró en los años 1930 un momento clave para expandirse debido a la crisis de las instituciones liberales que en Europa se puso de manifiesto con el advenimiento de los fascismos.

Los objetivos del catolicismo integrista eran infiltrarse en el Estado y la sociedad, presentándose como un sistema de vida que se aplicaba a todos los aspectos de la sociedad moderna. A la concepción laica y privada de la religión –premisas del liberalismo político–, se oponía esta concepción integral y confesional. Tales ideas se materializaron en el Congreso Eucarístico Internacional de 1934 celebrado en Buenos Aires. El discurso católico integrista entroncó con una serie de fenómenos característicos de la vida cotidiana en la ciudad moderna (el ocio, el turismo, el consumo, los espectáculos de masas y la política) y alcanzó masividad en este periodo, con atisbos de popularidad, como lo demuestra el trabajo del padre Virgilio Fillippo, cuyas obras católicas se publicaban asiduamente en la editorial Tor (Lida, 2013, p. 2).

El proceso de identificación entre la nación, la fe católica y la desprivatización de la simbología religiosa –crucifijos y vírgenes empezaron a aparecer en los establecimientos públicos– condujo a una suerte de «clericalización de la vida pública». La Iglesia intentó propagar su espacio de acción para la conquista del espacio cívico con el impulso de nuevas organizaciones de masas que absorbieron las asociaciones laicales preexistentes, colocándolas bajo el control de la alta jerarquía (Stefano di & Zanatta, 2000, pp. 377-409). Además, se incorporó un catolicismo muy politizado, de sensibilidad nacionalista, criollista, hispanista.

Otro de los rasgos de la ACA fue su carácter secular, siendo una organización compuesta por fieles laicos que trabajaban de manera orgánica dentro de la institución. También, de acuerdo a su par italiana, la ACA disponía de cuatro ramas (hombres, damas, jóvenes varones y jóvenes mujeres). Del modelo belga, se apropió las «especializaciones por ambiente», laboral y profesional: empleados, estudiantes secundarios, universitarios, obreros, etc. (Blanco, 2015b, p. 3).

Como hemos mencionado, la ACA y sus ramas juveniles crecieron, aunque con ciertas oscilaciones, entre las décadas de 1930 y 1950. El carácter periférico del catolicismo con respecto al campo sociocultural a fines de la década de 1920 llevó a los católicos a construir medios de prensa, publicaciones e instancias de sociabilidad diferenciadas y una cultura católica renovada apostó a desarrollar un conjunto de instituciones, habitus y autorrepresentaciones. Testigo de ello fue la multiplicidad de publicaciones que impulsó la ACA, promoviendo, a su vez, los cursos de formación católica (Zanca, 2012, p. 2). La industria editorial nos invita a pensar en los marcos de difusión y en la organización de recursos para sostener el modo de intervención de la jerarquía religiosa. A diferencia del periódico El Pueblo, cuyo sesgo popular lo convertía en una publicación de masas, no directamente ligada a la alta jerarquía de la Iglesia, o de la revista Criterio, dirigida a círculos intelectuales católicos (Lida, 2012), las publicaciones católicas juveniles estaban reservadas para ser distribuidas en las parroquias. Se procuraba forjar la dimensión de la experiencia de los jóvenes y trazar perfiles de conducta moldeados sobre determinados cánones morales y religiosos.

Entre estas publicaciones, se destacaba el Boletín del Dirigente, aparecido a fines de 1938. El Consejo Superior nombró a Manuel Bello, el principal referente de la juventud católica, como director. Bello estuvo en la dirección de la publicación hasta 1943, y entre 1944 y 1945 fue dirigida por Julio César Aranda, para volver después nuevamente a ser direccionada por Bello. En sus comienzos, el Boletín se presentaba como una guía de todo lo que debían hacer semana a semana los centros y sus dirigentes. Conforme transcurrió el tiempo, la publicación fue abordando los problemas que obstaculizaban el desarrollo del apostolado. El último número salió en febrero de 1947. En su reemplazo, comenzó a circular una publicación mensual denominada Cenáculo, destinada a todos los dirigentes parroquiales. Tanto el Boletín en Jefe –publicación que apareció a principios de la década de 1940– como Cenáculo, se enviaban a los subscriptores. Cenáculo contenía en sus páginas un artículo sobre formación espiritual, indicaciones sobre las actividades propias del mes y los elementos de formación técnica para los jefes. Otra de las publicaciones, Aspirantes –La Revista de los Aspirantes Argentinos–, fue fundada el 15 de junio de 1936. Por su parte, el boletín Conquista estaba propuesto para los aspirantes de los centros y era editado por el Consejo Arquidiocesano de Buenos Aires; salió por primera vez en noviembre de 1945. Las publicaciones eran impresas con el apoyo económico del Consejo Superior. Los militantes tenían la obligación moral de subscribirse a estas publicaciones y de hacerse de un grupo de lectores laicos por fuera de la parroquia.

El programa de la ACA se proponía formar jóvenes en los valores cristianos y trabajar por la «salvación de las almas, la grandeza de la Iglesia y de la Nación». La JAC, como rama juvenil, estaba gobernada por el Consejo Superior, afincado en Buenos Aires. Este consejo, bajo la jurisdicción del episcopado argentino, era la máxima autoridad dentro de la organización. Siendo masculina, la JAC reafirmaba una serie de valores y conductas ligados a la masculinidad: fortaleza, valentía, coraje y organización. Este modelo de masculinidad se contraponía al rol que se otorgaba a la mujer, relegada al ámbito doméstico y educada para cumplir el papel de futura madre, esbozado por la doctrina religiosa. La organización de la JAC tomó el modelo español (Fullana & Montero, 2003).

Según el reglamento de la ACA, el centro de la JAC agrupaba a los socios, siendo la célula principal de la asociación. La organización se desglosaba en cinco tipos de centros: el centro parroquial, los centros locales (creados en las poblaciones existentes dentro de los límites de una misma parroquia) y los centros internos, formados por alumnos del mismo. Luego le seguían los centros de estudiantes secundarios y los centros universitarios. Cada centro constaba de dos secciones: la Sección de Efectivos, que agrupaba a jóvenes de quince a treinta años, o hasta el matrimonio; y la Sección de Aspirantes, que congregaba a los chicos y jóvenes de diez a quince años de edad, los que luego pasaban a ser socios efectivos provisorios. Para ser aceptado como socio efectivo, era menester frecuentar los sacramentos, demostrar conocimientos suficientes de religión y de la historia de la ACA y no estar inscripto en asociaciones cuyos programas o tendencias no estuviesen de acuerdo con el espíritu de la Iglesia (Asociación de los Jóvenes de la Acción Católica, 1946, pp. 23-33).

Los centros de mujeres estaban organizados de la misma forma (niñas, jóvenes y mujeres). En un nivel superior estaba la Junta Parroquial, presidida por el párroco. A nivel de arquidiócesis, la Junta Arquidiocesana se encontraba compuesta por la Junta Arquidiocesana de Jóvenes y la Junta de Hombres. A ella se integraba la Junta Arquidiocesana de las Jóvenes y la Junta de Mujeres. Es decir, en el plano de la arquidiócesis se repetía la misma estructura que a nivel parroquial. Los cuatro consejos arquidiocesanos estaban reunidos en una Junta Arquidiocesana presidida por el obispo. Esa junta central respondía a Roma directamente a través del obispo4. Resta aclarar que los jóvenes pasaban a la categoría de hombres al cumplir los 35 años o al casarse, mientras que las jóvenes, si bien se las trataba con el mismo criterio, podían elegir pasar a la Liga de Damas Católicas a los 30 años (Acha, 2010).

La JAC estimulaba distintas actividades en las que participaban los jóvenes con un delegado como intermediado. Estas actividades podían ser: a) vocacional; b) obrera (económico-social); c) línea política-acción cívica; d) conquista y mantenimiento de socios; e) campañas; f) enseñanza religiosa-libertad de enseñanza; g) coordinación con el centro de jóvenes; h) aporte ambiental; i) acción familiar; j) buena prensa; todas estas comprometían a la parroquia para intervenir en las distintas esferas del ámbito social. Cada año, los centros convocaban a una asamblea con todos los socios para informar sobre la labor realizada y allí también se tenía que reflexionar sobre los problemas capitales que afectaban el funcionamiento del centro (Asociación de los Jóvenes de la Acción Católica, 1946, pp. 32-33). Por último, la juventud católica confluía en las asambleas federales, donde se reunían los jefes y pioneros de la JAC. La primera fue celebrada en 1933 en Buenos Aires, y en los años siguientes se transformaron en un punto de encuentro obligado. Las asambleas sesionaron en Rosario (1935), Córdoba (1937), Tucumán (1940), Mendoza (1943), Buenos Aires (1946), Santa Fe (1949), Córdoba (1952), Luján (1955) y Rosario (1958) (X Asamblea Federal, 1958).

2. El jefe y el grupo

El ideal formativo de los jóvenes católicos de la JAC estaba pensado sobre un modelo masculino con una educación integral, moral, física y sexual. Partiendo de este esquema, iremos analizando las distintas instancias de formación y jerarquización propuestas por la JAC. La enseñanza dentro del grupo tenía tres objetivos: piedad, estudio y acción para formar a los futuros dirigentes. Considerando este propósito, los jefes se formaban en las reuniones del Cenáculo, donde se bregaba por reuniones con un carácter práctico. Según el Boletín del Dirigente:

La Reunión de Cenáculo es importantísima porque en ella–mediante los Pensamientos Formativos– ilustramos la mente de los Jefes sobre sus deberes y su misión.
Pero no basta con saber. Hay que obrar. Y la verdadera formación del Jefe se obtendrá haciéndolo trabajar continuamente, observando su trabajo y orientándolo y corrigiéndolo (Boletín del Dirigente, 1945c, p. 14).

Los esquemas para las reuniones del Cenáculo partían de una idea central, para lo cual se citaba un pasaje de la Biblia, por ejemplo, la agonía de Jesús y la conducta de María frente a la «plebe insolente de Judíos». Los dirigentes tenían que desarrollar las lecciones y enseñanzas que comprometían al relato del libro sagrado. Los esquemas eran organizados en cuatro semanas de estudio y ejercicios de reflexión para forjar la psicología religiosa de los jefes. Por ejemplo, la actividad del Cenáculo de 1946 estaba comprendida por cuatro etapas de formación cuya agenda era: «Los jefes de la victoria» (primera semana), «Los caballeros de la reina» (segunda semana), «También tengo otras ovejas» (tercera semana), «Salió el sembrador» (cuarta semana). A su vez, estas etapas se dividían en actividades internas y actividades apostólicas. El delegado debía poner gran esmero y dedicación a la preparación de las reuniones, para lo cual se le persuadía de organizar la reunión en cuatro partes: la primera era formativa, comenzaba con el pensamiento espiritual y contaba con la guía del padre asesor, en su ausencia, el delegado era el encargado de llevar adelante el evento. Se leían obras como el «Joven y Cristo» de Tihamér Tóth, el misal, el Evangelio y los libros de lecturas editados por la JAC. La segunda parte abarcaba los esquemas de estudio que el delegado preparaba, para luego editarse en el Boletín del Dirigente. La tercera comprendía el esbozo, por parte del delegado, de las actividades y los problemas que se presentaban en la vida cotidiana del centro. Por último, en la parte denominada «Preparación de los jefes», el delegado debía cuidar la formación de los jefes, evitando la improvisación en sus opiniones y enviando, previamente, una orden del día (Boletín del Dirigente, 1946b, p. 14).

El jefe y el grupo tenían que estar unidos en una suerte de relación simbiótica. Considerando esta relación y al grupo como una célula viva de la JAC, el Boletín en Jefe reflexionaba:

¿Cuándo vive el Grupo?
El grupo vive […] cuando el Jefe sabe hacerlo vivir. Este es el gran secreto.
Y el grupo vive cuando todos sus Aspirantes están contentos de ser miembros de ese grupo […]. Esa sensación de contento entre todos los aspirantes, que están contentos de su Grupo y de su Jefe, es lo que constituye el «Espíritu de Grupo». Un grupo sin espíritu quiere decir un grupo que no vive (Boletín del Jefe, 1949a, p. 20).

Así se pautaba una psicología de la dependencia y una contención religiosa basada en una jerarquía referencial. El secreto del liderazgo era «mandar con mucha caridad como lo haría Jesús» (Boletín del Jefe, 1949a, p. 17). Los jefes estaban obligados a informar sobre la marcha de sus grupos en materia de asistencia, pago de cuotas y campaña de afirmación católica con miras a atraer más fieles a la Iglesia. Por su parte, se encomendaba al delegado despertar la responsabilidad de los jefes y que estos últimos sean parte activa de la reunión proponiendo y discutiendo. Cabe recordar que se publicaba para los aspirantes jefes el boletín llamado Cenáculo con suscripción anual.

El grupo se organizaba de manera particular. Tenía que ser parejo y con igual número de chicos. En la primera reunión («Reunión constituyente»), se elegía la referencia del grupo con nombres «varoniles y modernos», acordes al modelo de masculinidad esbozado por el catolicismo y en honor a los héroes militares de la Nación (San Martín y Belgrano, entre otros). Así también se seleccionaba el lema: «Vencerán las águilas», «Con Cristo hasta la muerte», «Unidos venceremos», para luego aprobarse al patrono del grupo y, por último, el canto o grito característico para emplearlo en juegos, paseos o reuniones sociales (Cenáculo, 1947a).

Los delegados y aspirantes jefes se formaban también en escuelas cuyos cursos debían ser aprovechados por todos los integrantes del centro. Hacia 1944, el Consejo Arquidiocesano decidió organizar la Escuela Nacional de Aspirantes Jefes respondiendo a las demandas esbozadas por los centros. Los esquemas de las lecciones a internalizar en la Escuela Nacional de Aspirantes Jefes nos brindan un mapeo de sus objetivos formativos a partir de los cuatro grandes contenidos en los que estaban diagramadas:

1) El llamado del Gran Rey: ¿Quien me llamó? ¿Para qué vine a ser Jefe? Mi dignidad de Jefe. La nueva Cruzada. Mi Responsabilidad. El premio que nos espera.
2) La Pequeña Hermandad: La sociedad de los siete. La Jabonería de Vieytes. Los Signos Misteriosos. El parte de guerra.
3) En el campo de batalla: El ejemplo que arrastra. Cuando nadie te ve. A cada paso. Conocer. Hacer rendir. Setenta veces siete. Siempre alegre. Las armas secretas.
4) El Concurso Interno: Sin concurso no hay Sección Divertida. Cómo se hace. Los juegos, ¿fútbol sólo? Paseos y excursiones. Los premios. Cómo conseguirlos (Guía de la VI Asamblea Federal, 1946, p. 61).

Sobre este escenario, los jefes obtenían ascendencia sobre el grupo pregonando el ejemplo en la vida cotidiana, guiando y orientando a sus hombres. Además, extendiendo sus funciones, el jefe tenía que preocuparse por los lugares que transitaban sus aspirantes por fuera del perímetro parroquial:

¿Sabes qué libros leen y qué cosas oyen en el Colegio tus chicos?
A veces hay profesores o maestros que enseñan cosas contrarias a la Fe, o cuentan chistes inmorales.
Hay profesores que hacen leer a sus alumnos libros inconvenientes o sucios.
Habla con ellos, y pregúntales a menudo qué libros les hacen leer. Los anotas y consultas al Delegado o al P. Asesor. Lo mismo de las cosas que oyen de sus profesores, en clase de Historia, de Religión, etc.
¡Debes defender a tus Aspirantes! (Cenáculo, 1947c).

Las obras apostólicas estimulaban la humildad y el espíritu de sacrificio para sobreponerse a los grandes obstáculos que imponía el mundo terrenal. Las reuniones de estudio en los centros intentaban impregnar las subjetividades de los jóvenes en ese carril. Para evitar el desfasaje en materia de estudio, se recomendaba que cada centro adoptase el texto «Doctrina de vida (La promesa mesiánica)», cuya obra estaba compuesta de una guía didáctica. En cuanto al pensamiento espiritual, este quedaba a criterio del asesor. Ante la incapacidad de los delegados por abarcar el amplio abanico de responsabilidades asignadas –grupos, subsecciones y reuniones–, se pensó en la formación de subdelegados. El Boletín en Jefe aconsejaba la formación de subdelegados mediante «[…] observaciones oportunas y prudentes». Como instancia de formación, se auspiciaba la participación en las escuelas de apostolado que periódicamente organizaba la delegación diocesana (Boletín del Dirigente, 1945b, p. 119).

Resta aclarar uno de los conceptos más destacados dentro del universo católico militante: el apostolado celular. Direccionado por el centro y sus dirigentes, en él los socios eran agrupados, como ya hemos señalado, según sus ambientes de trabajo: empleados, obreros, profesionales o estudiantes universitarios. A cada joven le incumbía llevar el mensaje misional y predicar con el ejemplo en su respectivo ambiente. El presidente del centro controlaba las acciones del apostolado celular y mantenía un coloquio semanal con cada socio.

Por su parte, el apostolado colectivo se proponía tres objetivos: preparación, realización y fijación. El presidente, ayudado por los dirigentes y jefes de grupos, estaba en condiciones de formar a los socios. Para ello se guiaban con el «Cuaderno del apostolado celular». El trabajo constaba también de un fichero dividido en dos partes: una de jóvenes y otra de ambientes. En la primera, se fichaban y clasificaban las características de todos los jóvenes de la parroquia, que eran divididos según sus posibilidades de acercamiento y conquista. Sus ítems eran: buenos católicos, tibios, indiferentes, ignorantes en materia religiosa, fríos, ateos, enemigos declarados, enemigos activos. En el fichero se anotaban todos los ambientes juveniles de reunión: escuelas, fábricas, sociedades, bibliotecas, cafés y bares (Boletín del Dirigente, 1946b, pp. 6-7). Estos métodos de clasificación y observación no fueron los únicos. Las conductas católicas, la fidelidad al dogma, los avances y retrocesos en el ejercicio misional podían ser medidos con otra metodología.

3. Psicología, cuantificación y valor del grupo

La selección de los socios para el centro debía ser cuidadosa. Según Manuel Bello, había que buscar muchachos con condiciones brillantes, aptitudes naturales e intensa vida sobrenatural (Boletín del Dirigente, 1946c, p. 37). Por su parte, el dirigente tenía que instituirse como un verdadero conductor de apóstoles. En palabras de Bello, el dirigente era individuo que no pertenecía a sí mismo sino a la asociación y a su centro, a quien debía entregarse de cuerpo entero (Boletín del Dirigente, 1946c, p. 42).

Al asesor le correspondía la selección de estos dirigentes basándose en un conjunto de cualidades psicológicas para testear las posibilidades latentes del apostolado. Se recomendaba enfrentar al posible dirigente con las carencias cristianas del ambiente en que actuaba, con miras a comparar ese cristianismo endeble con el ideal evangélico. De esta forma, se despertaría en él «[…] las exigencias apostólicas de su bautismo frente a la decadencia del ambiente, excitándole en su alma gradualmente la inquietud por las almas» (Boletín del Dirigente, 1946c, p. 42). También se instaba al postulante a un estudio sistemático de la doctrina del «cuerpo místico» para desarrollar en él una clara consciencia cristiana5.

El uso de la medición cuantitativa y cualitativa permitía realizar una caracterización de los jóvenes de los centros. Hemos descripto en otra investigación (Cammarota, 2015, pp. 214-215) los concursos que se realizaban anualmente en las parroquias para desarrollar el ideal cristiano y las instancias pedagógicas. El concurso «Querer» tenía ese horizonte. Los preaspirantes rendían un examen de cultura religiosa para las secciones parroquiales, locales y de estudiantes secundarios en la penúltima meta anual de la competencia (noviembre-diciembre). Los meses de octubre y noviembre eran para los centros de internos. El puntaje obtenido se sumaba y se dividía por el número de aspirantes oficializados en cada sección y en el puntaje total se agregaba la nota promedio del examen (oscilando entre 1 y 10) y una apreciación sobre la vida de la sección (de 1 a 5 puntos) (Cammarota, 2015, p. 215). Los resultados de cada concurso eran elevados al Consejo Arquidiocesano de Buenos Aires. Estos concursos y las encuestas y campañas de diversa índole otorgaban una caracterización de la labor y el nivel de espiritualidad de los socios y aspirantes. Por ejemplo, la encuesta del año 1946, publicada en el Boletín del Jefe, estaba compuesta de ocho temas que a su vez se desglosaban en tres preguntas. Estos temas eran, a saber: a) tú y tus subdelegados; b) tus jefes; c) tus aspirantes; d) organización de la sección; e) recreaciones; f) actividades; g) tus aspirantes y su ambiente; h) publicaciones. Las encuestas, de la cuales no disponemos de las respuestas, eran enviadas al delegado superior de aspirantes (Boletín del Dirigente, 1946a, p. 185).

Por su parte, en la «Planilla de informes» se consignaba un registro sistemático del movimiento de los socios dentro de las parroquias. La planilla correspondiente al Centro Inmaculada Concepción de la Parroquia de Morón (oeste de la provincia de Buenos Aires) describía el número de socios provisorios y oficializados y el movimiento de socios dentro de la parroquia. El ítem b estaba destinado al diseño del cumplimiento de los deberes: reuniones de estudio, reuniones de piedad, misas dominicales, comunión mensual, reuniones sociales, reuniones de sección, reuniones de subsección mayores, reuniones de subsección menores, reuniones del grupo de estudiantes, reuniones del grupo de trabajadores, reuniones del cenáculo de los jefes, otros actos (Parroquia de Morón, 1948). Otro modelo de informes dividía en cuatro trimestres las actividades del centro. A modo de ejemplo, el balance correspondiente al año 1951 refería:

Delegado: Gerardo T. F. (19 años, estudia y trabaja).
Subdelegado: F. A. (17 años, estudia y trabaja).
Subdelegado: J. C. (Estudia y trabaja).
Durante el primer trimestre de este año concurrieron a la Sección 10 (diez) socios: 1 (uno) oficializado; 5 (cinco) provisorios y 4 (cuatro) oyentes. Asistencia a las reuniones: Buena.
Durante este trimestre fue expulsado de las filas el socio oficializado J. V. […] (Parroquia de Morón, 1952).

Sobre la dinámica de las reuniones:

Las reuniones se hicieron en grupos separados, en que cada delegado exponía un tema. Se estudiaba catecismo de Perseverancia, Historia Sagrada, La Regla del Aspirante, como lectura espiritual: Los Santos Evangelios (Parroquia de Morón, 1952).

Ahora bien, si las conductas individuales tenían que ser modeladas en pos del ideal cristiano, el grupo era la instancia formativo-pedagógica más importante de la JAC, donde esas conductas eran moldeadas o corregidas.

4. Grupo y aspirante

La adolescencia era visualizada como un periodo de crisis. Según el Boletín del Dirigente:

Porque el adolescente que sale de su tranquilo y pequeño mundo infantil, por una parte ve construir un yo aislado y distinto de las cosas entre las cuales como niño se movía y por otra ve dispuestas en vértigo mil distintas posibilidades, matices, formas.
Hay materia para todo […] y precisamente por eso sobreviene una etapa peligrosa […] (Boletín del Dirigente, 1945a, p. 118).

Por lo tanto, el accionar del grupo tenía un fuerte componente psicológico que actuaba sobre las conductas y el crecimiento intelectual de los jóvenes. La pedagogía del aspirante («formación de los aspirantes») apuntaba a la formación integral del ser humano, es decir, ponerlo en movimiento hacia la plena realización de las potencialidades del sujeto de acuerdo a las condiciones propias del mismo. Estas potencialidades tenían tres direcciones: la humanidad, la cristiandad y la apostolicidad del individuo. Recordemos que las edades de los chicos oscilaban entre diez y quince años para el sector de aspirantes.

El grupo se medía en sus aspectos psicológicos en dos instancias: en cuanto a sus integrantes y en cuanto a su dinamismo psicológico y, por ende, su valor en sí mismo. Tenía un valor terapéutico en beneficio de la comunidad: «Al mismo tiempo al ser el nosotros y no el ego el centro de interés, pierden su sentido […]». «Por otra parte, al desarrollar, con la ayuda beneficiosa del estímulo comunitario las propias potencialidades, se vencen las inhibiciones» (Anónimo, s. f., p. 3).

El valor terapéutico de la actividad del grupo podía observarse, según el documento citado, en la tarea que desempeñaba al escalar una montaña o en la actividad realizada en un campamento. Allí desaparecería la satisfacción egocéntrica que se manifestaba abiertamente en la infancia del individuo. La aceptación del scoutismo como actividad formadora y contemplativa de la naturaleza incorporaba esa dimensión (Cammarota & Ramacciotti, en prensa). En este sentido, uno de los tributos más importantes del grupo bien constituido eran los aportes personales que hacían los jóvenes. Por ejemplo, todos ellos tenían que colaborar en la confección de la cartelera o preparar volantes para conseguir dinero. Estas metas comunes auxiliaban al espíritu de solidaridad. Por su parte, con la competencia se perseguía un ideal comunitario que todos estaban obligados a alcanzar, por ejemplo, con los distintos concursos ya mencionados que impulsaba la JAC entre las parroquias.

Las reuniones de grupo, de acuerdo con las actas que disponemos, gozaban de monotonía, esquematismo y ritualización: oraciones y lectura de material como La religión explicada –obra que había sido aprobada por el Ministerio de Justicia e Instrucción Pública de la Nación para las escuelas secundarias estatales el 11 de abril de 1945–, Introducción al estudio de la vida de Jesús (1943) y otro tipo de lecturas aprobadas por la alta jerarquía. Las obras se basaban en los contenidos que componían el Programa del Episcopado Argentino. Sin embargo, se reconocía el peligro que entrañaba la monotonía de los ejercicios espirituales. Según el Boletín del Dirigente, no era necesario multiplicar dichos ejercicios del aspirante, ya que esas prácticas activaban la fatiga en el niño, dándole una falsa idea de la religión católica. Los ejercicios no eran fines sino medios para llegar a la piedad, pugnándose por la incorporación de un cristianismo total en el estudio, la calle, la escuela o la familia. Entre las figuras de santos y apóstoles, había que inculcarles a los jóvenes el ideal de santidad como un estado puro de naturaleza, saneando la acción de aquellos «cristianos flojos, amorfos sin capacidad de irradiación» que se advertía en los colegios católicos (Boletín del Dirigente, 1946c, p. 43).

Las actividades diagramadas por el jefe tenían que generar un interés verdadero en los aspirantes por el grupo, haciéndoles sentir que representaban una rueda necesaria en el engranaje del mismo:

A uno lo nombrarás encargado del cobro de cuotas, otro dirigirá la revista mural, el de más allá llevará la asistencia. Entre estos pequeños cargos se encuentra el de segundo Jefe, que en conformidad con el Delegado, podrás elegir para que te ayude con el apostolado y te reemplace en caso de necesidad (Conquista, 1949).

Ascetismo, obediencia a la jerarquía y sacrificio eran los tópicos que dominaban el ethos de la formación de los jefes, delegados y aspirantes. El cuerpo disciplinado obstruía el peligro de la herrumbre o la oxidación de las almas, provocada por la vida terrenal que conspiraba contra la formación espiritual. Por ejemplo, las vacaciones constituían el peligro latente que invitaba a la pereza espiritual:

Cuerpos tonificados por el aire, el sol, la actividad. El movimiento intenso se convirtió en crecimiento… son casi atletas. Pero… ¿y tu espíritu, mi buen Aspirante? ¿Se ha tonificado también con ese aire puro que es la oración, que te une a Dios? […] O por el contrario, cuidándote tan solo de divertirte, tu alma, descuidada, sin actividad espiritual, se ha ido cubriendo de herrumbre, como máquina que no funciona? (Aspirantes, 1955, p. 1).

El cuerpo del grupo y de los aspirantes era el cuerpo de Cristo. Siendo que el denominado «reino de Cristo» no es concebido como natural por el catolicismo, sino como sobrenatural, el cuerpo de los creyentes no podía estar disociado de ese yugo, por lo tanto, el cuerpo,

[…] amigo Aspirante, debe ser digno de Dios. Tu cuerpo debe ser santo. Tu cuerpo debe ser puro. Tu cuerpo debe servirte para llevar a Dios al mundo […]. De ahí que la consigna o regla del Aspirante sea clara: El Aspirante es PURO en pensamiento, palabras y acciones (Aspirantes, 1957, p. 7).

Con el disciplinamiento de los cuerpos, al joven no se lo preparaba solo para afrontar con la ética cristiana el mundo terrenal, sino que se extendía la condición de abnegación y santidad para alcanzar la transcendencia. Se instaba a que el aspirante se horrorice ante toda profanación de los cuerpos, equiparando el hecho a la quema de una Iglesia. Para mantener la pureza, el delegado de aspirantes velaba por la conducta moral de estos últimos, llevando a los mejores chicos de la sección a los retiros de aspirantes. Participaban solo seis de ellos, tratando de evitar colmar la capacidad del lugar. En marzo de 1944, el retiro espiritual contó con 72 personas entre aspirantes y delegados y se realizó en las siguientes parroquias: Nuestra Señora de la Piedad, Nuestra Señora de Buenos Aires, Nuestra Señora de la Divina Providencia, Nuestra Señora de Pompeya, Resurrección del Señor, San Francisco Javier, Nuestra Señora del Carmen, Nuestra Señora del Buen Consejo, Nuestra Señora de la Misericordia, Nuestra Señora de las Mercedes, San Benito, Nuestra Señora de Guadalupe y Santa Rosa. Todos los que participaron eran representantes de trece secciones (Consejo Arquidiocesano, 1944).

En resumen, el grupo tendía a la colonización de las subjetividades de los aspirantes, cristianizando el cuerpo para preservarlo de un mundo subsidiado por los preceptos de la modernidad, esa misma modernidad que había alejado a Dios de la centralidad terrenal. La juventud pensada para revitalizar el nexo misional que comunicaba la fe, la Iglesia y los hombres tenía que ser preservada en un estado de pureza ante la decadencia moral que revelaba la sociedad en su conjunto.

5. Juventud, heroísmo y decadencia del mundo

Lo que fue llamado la conquista de un nuevo mundo demandaba acciones de valentía y sacrificio, que se equipararon con las guerras caballerescas del siglo XII. Así, las metáforas militares citadas en las publicaciones católicas tendían a ejemplificar en base al heroísmo y su predicamento:

Si un oficial –escribe el padre Plus– comunica a sus soldados la orden del comandante de salir de las trincheras y afrontar la muerte y esta orden no consiste más que en palabras escritas sobre el papel, los soldados no se moverán. Pero si el oficial se arroja primero, entonces los soldados le siguen (Boletín del Dirigente, 1945c, p. 13).

Conforme se ingresaba a la juventud –momento marcado por el pase de sección después de tres o más años de trabajo–, se transitaba a los centros de jóvenes. La terminología militar nuevamente salía a la luz para ilustrar el acontecimiento: según la publicación Cenáculo, «pasar a jóvenes» significaba «cambiar de guardia», dejar el «colegio militar» –eufemismo utilizado para designar a la sección– y pasar a revistar en el «cuadro de oficiales» (Cenáculo, 1947a, p. 1).

Las alusiones a la terminología castrense y las figuras de héroes, mártires y traidores, de puros e impuros, convivían con los pasajes sagrados de la Biblia, acercándose inmediatamente a la vida del grupo:

A mí, que soy Jefe, Jesús me ha encomendado en su ejército –como a los Santos–, un puesto de Vanguardia: dirigir a mis chicos del Grupo, buscarlos, animarlos, visitarlos, traerlos, hacerlos estudiar y conquistar.
Si soy fiel y combato en mi puesto, un día pasaré de Jefe de Vanguardia a Jefe de la Victoria, con Todos los Santos.
¡Quiero vencer, quiero llevar mis hombres a la Victoria! (Cenáculo, 1946b, p. 5-6).

El aspirante, según el material discursivo, formaba parte de un «escuadrón pujante y viril» y de una «milicia de conquista» con carácter legionario (Sursum, 1958, p. 123). En un nivel macro, la Patria y la comunidad católica, apostólica, romana, eran sinónimos terrenales. La «misa dialogada», para ser entonada en la VI Asamblea Federal de 1946, exaltaba la siguiente combinación:

Coro: ¡El oprobio, se olvida! ¡Miremos al sol! ¡Seguimos la senda de los misioneros! ¡La ruta que la espada protegió siempre en esta tierra nuestra! Y se ven adelante las figuras señeras de Francisco Solano, y Rosa la de Lima, y con derechura de bronce Belgrano y San Martín.
Relator: ¡Sois misioneros y conquistadores! La Cruz va en alto, la bandera al tope. Vuestra alma en gracia lleva un signo nuevo […].
Coro: ¡Anunciamos la luz de las estrellas que España nos legó! (Guía de la VI Asamblea Federal, 1946, p. 31).

Al rescatar la figura de los próceres, se trazaba una tradición histórica que anulaba la injerencia de las ideologías foráneas o el afincamiento de las corrientes religiosas desertoras del catolicismo tradicional. Literalmente, la Tierra no tenía que caer en manos de los enemigos declararos por la Iglesia: el marxismo, el liberalismo o el protestantismo. Con respecto al liberalismo, una extensa bibliografía ha abordado la temática (Caimari, 1994; Stefano di & Zanatta, 2000). Solo diremos que, a pesar del discurso de la Iglesia en las décadas de 1930 y 1940, el sueño de la institución estaba dentro del horizonte del integrismo católico y de un imaginario teocrático. Sus aspiraciones rondaban en cimentar un régimen de «cristiandad». Según Di Stefano y Zanatta, resultó endeble el hecho de que entre esas décadas la Iglesia haya estado decidida a destruir la ingeniería político-institucional del régimen liberal más que a tratar de conquistar mayores espacios dentro de ella (2000, p. 419).

Una de las preocupaciones de la jerarquía eclesiástica era la relación entre la Iglesia, la juventud y el mundo moderno. ¿Hasta qué punto la institución llegaba a los jóvenes que eran cautivados por las nuevas tendencias de consumo, las promesas de la suficiencia y el hedonismo?6 Durante las décadas de 1940 y 1950, atraer a los jóvenes al catolicismo había sido una de las preocupaciones para la Iglesia. Allí se jugaba la capacidad del catolicismo para batallar contra estas nuevas modalidades, como la generación de nuevos códigos de conducta y patrones de comportamiento que afectaban las relaciones entre varones y mujeres y entre padre e hijos. Por añadidura, a fines de los años 1950, Manuel Bello realizaba una fuerte autocrítica al decir que el recambio generacional dentro de la organización prácticamente se había estancado (Acha, 2010, p. 34).

Estas problemáticas acuciantes hay que enmarcarlas dentro de un cuadro de raíz sociohistórica. Para el catolicismo, la decadencia de la modernidad se verificaba en la filosofía kantiana, cuyo pensamiento llevaba a la exaltación del «yo», glorificando la naturaleza humana y la afirmación de su suficiencia y de su independencia terrena.

Como ya hemos señalado, la juventud no era pensada para el placer mundano sino para el heroísmo, la valentía, la santidad, y se resaltaba el carácter misional de su labor y el destino de la transcendencia. ¿Eran algunos de estos elementos valores premodernos que entroncaban con el pensamiento reaccionario o contrarrevolucionario europeo del siglo XIX y comienzos del siglo XX? Entendemos que la respuesta es afirmativa. Pareciera ser que el catolicismo de entreguerras fue una de las derivas o un rechazo de los siglos XIX y XX, una reacción a la Ilustración, al racionalismo y al laicismo. El debate, aún hoy inconcluso, sigue incentivando a los historiadores a meditar sobre el problema (Stefano di, 2011; Lida, 2012)7.

Las publicaciones católicas daban cuentan de estas antiguas estructuras. Por ejemplo, con motivo de la X Asamblea Federal celebrada en la ciudad de Rosario en 1958, el editorial de Sursum hacía un llamado en la voz de Cristo. Según el editorial, en el mundo nuevo se había vuelto a escuchar la voz de Jesucristo para ungir a los jóvenes de apóstoles. A continuación, se esgrimía que Rosario sería el Cenáculo que sellaría esta consagración de apóstoles y que de sus jornadas nacería «una juventud mejor, en marcha hacia su destino de gestores de un nuevo mundo». El mundo que había que dejar atrás estaba cimentado en el desarrollo tecnológico, el crecimiento del consumo y el alejamiento de Dios de toda la centralidad (secularización moderna). Apelando a los soldados de otros tiempos, Sursum hacía la siguiente declamación:

Jacista, el Maestro está allí y quiere verte. Necesita verte, y sobre todo lo necesitarás tú. Han entrado vacilaciones en tu vida porque has chocado con los esquemas de un mundo viejo y tú has nacido en un mundo nuevo. Buscaste un futuro para tu vida como lo soñaras, grande, generoso, y no supiste qué hacer con el presente que lo mentía. Y en la sociedad de hoy, llegaste a temer el que no hubiera un lugar para tus ideales (Sursum, 1958a, p. 1).

La modernidad se presentaba como un mundo sin certezas. Siguiendo a Taylor, la modernidad representa un cambio en la comprensión de la sociedad, de Dios y del mundo, pero, esencialmente, es la afirmación de la vida común, una mixtura de prácticas y nuevas formas institucionales en lo científico, lo tecnológico, lo productivo y lo urbano. La modernidad es la concepción de un tiempo secular sin su contraparte sagrada. Esto implicó un cambio del imaginario social, un nuevo orden moral que transformó la comprensión del cosmos y la trascendencia (Taylor, 1992, en Morello, 2008, pp. 106-107). Caídas las antiguas estructuras de las sociedades premodernas, donde el individuo nacía en un lugar prefijado y ordenado naturalmente por la intervención de Dios, la incertidumbre desvinculó a la vida humana de lo trascendental.

En esta cruzada contra un mundo cada vez más deshumanizado y anticristiano, la juventud católica era escenificada como una de sus mejores reservas espirituales. Todas las editoriales católicas dedicadas a la juventud invocaban los verbos «vencer», «coraje» y «conquista», términos que estaban ligados entre sí con la empresa de llevar a la Iglesia al conjunto del cuerpo social. Por «conquista», se entendía la atracción de nuevos jóvenes a la Iglesia, pero también implícitamente requería vencer los malos pensamientos y las tentaciones mundanas, como el sexo y las superficialidades que gobernaban el interior del individuo. Por lo tanto, el editorial de Conquista, señalaba: «Quien sabe vencer a sí mismo sabe conquistar». Para conquistar había que ser puro y fuerte, obstaculizando las «voces del mal» (Conquista, 1950, p. 1).

En esta dirección, el editorial de Sursum reproducía la alocución del papa Pío XII. Según su autoridad, era necesaria la reconstrucción de un mundo mejor. Esto demandaba cuidar a esos jóvenes que eran objeto de «tantas insidias» en un mundo que los ensordecía con su «bullicio», que los desorientaba con su relativismo en cuanto a la verdad y el error y que los fascinaba con su policromía, los envilecía con su vulgaridad y los encadenaba con su lujuria. Por lo tanto, la tarea de conquista de las almas corrompidas era acuciante, ya que el enemigo se tornaba cada día más multiforme, fraudulento e invasor (Sursum, 1958, p. 2). Ese enemigo había desterrado a Cristo del núcleo familiar, quebrantando su autoridad y, como consecuencia, el matrimonio se asemejaba a una unión de intereses o de placeres y la maternidad se sufría, por parte de la madre, como una carga (Asociación de los Jóvenes de la Acción Católica, 1946, pp. 14-15).

La ciudad era un espacio que incentivaba al peligro del dogma y uno de los principales focos de descristianización para los jóvenes. La corrupción moral de las almas se equiparaba con la agresividad de las enfermedades venéreas, que hacían peligrar la constitución orgánica de los ciudadanos y el futuro de la Nación. Higiene física e higiene moral eran conceptualizaciones que arbitraban una serie de metáforas en torno al cuerpo del buen cristiano. Paradójicamente, mientras en las ciudades el catolicismo se mostraba con más vigor y lograba los mayores éxitos organizativos y materiales, las miradas temerosas sobre el mundo urbano se ahondaron (Mauro, 2014, p. 239).

A pesar de la manifestación del mundo católico como un espacio homogéneo y sin fisuras ideológicas ni generacionales, los conflictos dentro de él no tardarían en llegar en los años subsiguientes. Como ha señalado José Zanca (2012), durante la Segunda Postguerra Mundial el humanismo cristiano se constituyó como una antropología que se alejaba de la teología ligada al tradicionalismo de los años 1930. En ese momento, al menos una parte de los jóvenes católicos encontraron en el humanismo cristiano una posibilidad de redención social por fuera de la jerarquía, un cambio de estrategias que les permitió aunar política, religión y militancia laica por fuera de las parroquias. Este humanismo implicaba una mayor confianza en la potencialidad humana y en su capacidad para gozar de la libertad. Lo señalado y la formación de un partido político que representaba a los cristianos en la sociedad civil permitieron modificar determinadas percepciones. El humanismo cristiano introdujo una serie de cambios que cuestionaron la autoridad de la jerarquía, dado que los conflictos intereclesiásticos habrían generado una tendencia a la desacralización del poder religioso. En otro carril, el periodo de la Segunda Postguerra Mundial fue también una etapa que replanteó la relación entre Dios, la religión, el pecado y el sacerdocio. Cabe preguntarse entonces cómo repercutieron estos vaivenes dentro de la JAC y qué punto de incidencia tuvo este proceso en la declinación de las tasas de afiliación y en el nulo recambio generacional en la cúspide de la dirigencia de la organización juvenil.

6. Conclusiones

Este trabajo nos ha ayudado a adentrarnos en las formas en que son pensadas las «distintas juventudes» en un periodo dado por diversas instituciones que proyectan, en el plano social, las aspiraciones discursivas. Particularmente dentro del catolicismo, la juventud era vislumbrada como metáfora de virilidad, cambio, santidad, ascetismo, heroísmo y virtud. El perfil del joven militante católico descansaba sobre esta diagramación espiritual. Como hemos señalado, la JAC fue una de las vanguardias juveniles más activas dentro de la ACA. Sobre sus militantes pesaban una serie de pensamientos formativos que buscaban la cristianización del cuerpo social acorde a los preceptos de la Iglesia católica. Con esta cristianización, al jacista no se lo preparaba solo para afrontar el mundo terrenal. La práctica de abnegación, la solidaridad y la obediencia al dogma eran las condiciones primarias para alcanzar la transcendencia o el reino de los cielos.

En cuanto a la organización de la JAC, el grupo era concebido como una célula viva, que proyectaba un fuerte componente psicológico sobre las subjetividades de los jóvenes, y tenía un valor terapéutico, que podía ser medido y cuantificado con encuestas, competencias y «juegos» de aventuras, como el scoutismo. Las caracterizaciones obtenidas permitían actuar, al menos en las intervenciones discursivas, sobre las conductas de niños y adolescentes.

El grupo contaba con jerarquías en cuya cúspide se encontraba el delegado para la formación de los futuros jefes y aspirantes. Tanto los delegados como los jefes tenían que predicar con el ejemplo, guiando los destinos de la juventud católica en un mundo que, según el integrismo católico de la década de 1930, había relegado a Dios de su centralidad.

Una de las matrices de acción fue el apostolado celular, es decir, la actividad misional de los niños y jóvenes en todos los ambientes en donde actuaban o se desempeñaban: la familia, el trabajo, la escuela, el taller o la universidad. Tal apostolado estaba direccionado por el centro y sus dirigentes. Los socios eran agrupados según sus ambientes de trabajo y en cada ambiente los jóvenes debían llevar su mensaje misional y predicar con el ejemplo. La capacidad del apostolado celular de atraer más fieles a la institución se ligaba, según las publicaciones católicas citadas, al grado de convencimiento, voluntad y eficacia en el mensaje internalizado por los jóvenes en la labor en su militancia diaria. Esto se transformó en una de las preocupaciones nodales de la jerarquía eclesiástica: atraer nuevos niños y jóvenes a la Iglesia batallando contra las modalidades, tendencias y normativas socioculturales recientes que fueron mutando lentamente entre las décadas de 1940 y 1960. Nos preguntamos por qué motivo estos cambios no llevaron a un reagrupamiento de los sentidos dentro de la JAC durante la década de 1960, mientras que otros jóvenes católicos optaron, durante esos años, por militar en espacios políticos incentivados por los lineamientos del humanismo cristiano que había emanado de la misma institución religiosa.

 

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1 Por oposición a la denominada inmanencia –entendida como la experiencia que vivimos y el mundo que nos rodea–, la trascendencia, en la filosofía tradicional, se remite a la inmortalidad del alma y a la existencia de Dios. En este sentido, para la Iglesia católica existe un destino terrenal (temporal) y otro celestial. Bajo la lupa de este material filosófico, está contemplada la vida de los seres humanos. Esa era la misión del apostolado celular y la base espiritual de la juventud según las publicaciones analizadas.

2 Ver Bianchi (2002); Lida (2012); Acha (2011); Blanco (2015a, 2015b); Cammarota (2015); Cammarota & Ramacciotti (en prensa).

3 Para la construcción del Estado fascista, ver Gentile (2005).

4 Entrevista a Alfredo Biernat (noviembre, 2016). 

5 Según la doctrina del «cuerpo místico», la Iglesia es un cuerpo –el cuerpo de Cristo– compuesto por individuos que actúan de manera organizada por el dogma. Por medio de él, Jesucristo ejerce una acción unificadora y vivificadora. Y esto se debe a que, según la doctrina, en la Iglesia hay vida sobrenatural (gracia divina).

6 Para el tema del consumo, ver Milanesio (2014).

7 Según Eric Hobsbawm, convivieron en el siglo XX tres tipos de movimientos en las cuales esos elementos se entremezclaban. La primera corriente es denominada por el autor como «autoritaria o conservadora de viejo cuño» y se caracterizaba por carecer de una ideología concreta más allá del anticomunismo y el rechazo al liberalismo. Una segunda estaba compuesta por los denominados «Estados orgánicos», defensores del conservadurismo y el orden tradicional, que conjugaban el temor de la lucha de clases mediante la aceptación de la jerarquía social y el reconocimiento de los «estamentos». De aquí derivaron las teorías corporativistas que desplazaban la democracia liberal por la representación de los grupos con una fuerte injerencia del Estado. Este tipo de corriente imperó en algunos Estados católicos. como el Portugal de Oliverio Salazar o, en menor medida, la España de Franco. Por último, el historiador menciona a los Estados fascistas, que predicaban la insuficiencia de la razón y del racionalismo y la superioridad del instinto y la voluntad. Lo que unía a los reaccionarios de viejo cuño del siglo XIX con los fascistas y la Iglesia católica eran todos los tópicos mencionados (Hobsbawm, 1998, pp. 120-121). 

 

Artículo recibido el 18 de agosto de 2016

Aprobado para su publicación el 15 de marzo de 2017