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Anthropologica

versión impresa ISSN 0254-9212

Anthropologica v.24 n.24 Lima dic. 2006

 

TEMAS DE ETNOHISTORIA

 

Los problemas del poder: política local y gobierno en las reducciones de la costa de Piura, siglo XVII

 

Alejandro Diez1

1 Pontificia Universidad Católica del Perú

 


RESUMEN

El poder local puede ser entendido tanto como un gobierno que se configura a partir de relaciones e instituciones sociales, amoldándose a las estructuras sociales, o como una serie de mecanismos y procedimientos de movilización simbólica que generan un efecto de orden necesario para la convivencia cotidiana. En un espacio territorializado, ambos enfoques se complementan y configuran los ámbitos de funcionamiento del poder local. El artículo analiza el poder local en los pueblos de indios de San Juan de Catacaos y San Martín de Sechura (costa de Piura), en el contexto de la conformación de las estructuras de gobierno impuestas por la colonia. Para ello se centra en la figura del cacique colonial, sus mecanismos de acceso y legitimación del poder, los intereses que movilizan en función de sus obligaciones coloniales y para con los indígenas de sus parcialidades, así como los ámbitos del ejercicio del poder local, tanto en los pueblos-reducción como en los escenarios mayores del corregimiento de Piura y el Estado colonial.

Palabras clave: antropología histórica, antropología política, autoridad, caciques, cofradías, costa norte, legitimidad, parcialidades, poder local, sociedad colonial.

 


ABSTRACT

Local power may be understood either as a government, shaped on the basis of social relationships and institutions, that adjusts to social structures, or as a series of mechanisms and procedures of symbolic mobilization generating the effect that an order is required for daily coexistence. In a territorialized space, both approaches are complemented and shape the areas where local power operates. This article analyzes local power in the Indian towns of San Juan de Catacaos and San Martín de Sechura (in the coast of Piura) in the context of the making up of the government structures that the colonial regime imposed. The author focuses on the figure of the colonial cacique, on the mechanisms he used to have access to power and to legitimate it, on the interests he mobilized according to his obligations with the colonial regime and with the Indians living in his territory (parcialidad), as well as on the spheres of influence of local power both at the reducciones and at the larger arenas of the Corregimiento de Piura and the colonial State.

Key words: Authority, caciques, cofradías, colonial society, historical anthropology, legitimacy, local power, North Coast of Peru, parcialidades, political anthropology.

 


El poder local puede ser entendido y analizado de diversas maneras. Por un lado, como un gobierno que se configura a partir de relaciones e instituciones que al mismo tiempo se amolda o acomoda a estructuras sociales y políticas más amplias y, eventualmente, a un Estado. En este caso, la política es una cadena de transmisión de la autoridad, ligada a la estructura social (cf. Gledhill 2002). Por el otro, el poder también puede ser entendido y analizado en tanto dispositivo simbólico que, además de generar gobierno, se enfoca en la generación de equilibrios múltiples, un «efecto de orden» que es reconocido por todos y que es necesario para la convivencia cotidiana. Para ello se movilizan y exhiben símbolos: el poder y la autoridad necesitan ser proclamados públicamente; consecuentemente, la oposición y resistencia al poder se expresan también por las mismas vías (cf. Balandier 1980; Abeles 1990).

Ambos enfoques, teóricamente antitéticos, pueden ser considerados como complementarios y contribuir al análisis de las relaciones de poder en microespacios locales. Sabemos que el poder local es multiforme y se construye en las pequeñas interacciones cotidianas (cf. Ansión, Diez y Mujica 2001), mas, sin embargo, disponemos de pocos casos analizados que discutan los mecanismos políticos y sociales por los cuales se construye y mantiene el poder local. A partir de una combinación de las dos perspectivas señaladas líneas arriba, proponemos un marco de análisis que nos permita una aproximación ordenada y sistemática al problema del poder local. Partimos del supuesto de que los espacios locales son, ante todo, territorios —o si se quiere jurisdicciones— en los que se materializan las estrategias de diversos agentes a partir de tres ejes: (1) el del poder político en sí, conformado por los mecanismos formales e informales de acceso y conservación del poder, así como la serie de atributos y marcadores rituales que configuran el universo simbólico de legitimación y exhibición del poder local; (2) el de los intereses que explican parte del desempeño de los diversos agentes del poder local, así como las interrelaciones existentes entre ellos a partir de las articulaciones, alianzas o conflictos entre los diversos actores; y, (3) los espacios de acción del poder local tanto en los ámbitos geográfico como social, graficando de ser posible las redes y vinculaciones que configuran el universo de la política local.

Nuestro caso de aplicación será el poder ejercido por los caciques coloniales; el espacio, los pueblos creados desde finales del siglo XVI y principios del siglo XVII por el virrey Toledo. Las reducciones toledanas proporcionan una nueva arena en la que se reconfiguran los mecanismos de acceso y ejercicio del poder de los antiguos señores étnicos, que se mantienen como gobernantes al mismo tiempo que transforman buena parte de sus estrategias y, sobre todo, cambian la fuente de su legitimidad. El espacio concreto de aplicación estará configurado por las reducciones de indígenas de Catacaos y Sechura, en la costa de Piura, a lo largo del siglo XVII.

No es necesario abundar sobre la posición subordinada de los gobiernos indígenas bajo el dominio español o sobre el rol intermediario de los caciques, asuntos que están suficientemente demostrados (cf. Assadourian 1983; Diez 1988; Ramírez 2002). Nuestra intención es poner a prueba y explorar el tema del poder local desde algunos de los principales enfoques de la teoría antropológica del poder y de la política, investigando el accionar político de una serie de actores presentes en diversos grados en los pueblos-reducción: curas, hacendados, vecinos de Piura, pero sobre todo caciques e indígenas residentes en estos. Para ello recorreremos los tres ejes planteados, analizando los diversos mecanismos de participación política tanto desde una óptica de continuidades y herencias (que por facilidad llamaré estructuras), como de funcionamiento (dinámicas) y de transformación a lo largo del tiempo (cambio institucional).

El análisis se sitúa en el problema más general de la instalación y paulatina institucionalización de la serie de instituciones españolas que configurarían los mecanismos, pautas y procedimientos de la dominación española en el ámbito local y que tendrían serias consecuencias en la vida cotidiana de los indígenas. Suponemos que en dicho escenario, las posiciones políticas de los diversos actores se hallaban a cada instante en un aparente equilibrio que, sin embargo, ocultaba el desplazamiento constante de las posiciones y pesos relativos de cada uno de los actores, proceso que solo es apreciable en el marco de la mediana duración.

Las fuentes para el trabajo consisten en documentos judiciales (corregimiento ordinario y criminal), parroquiales (libros de bautismo, matrimonio y defunción) y episcopales (visitas, causas eclesiásticas), correspondientes a los pueblos-reducción de Catacaos y Sechura, desde finales del siglo XVI hasta principios del XVIII.1

Nuestro punto de partida es el establecimiento del pueblo-reducción, a partir del cual analizaremos los procesos de transformación del poder que se suceden a lo largo del siglo XVII. San Juan Bautista de Catacaos y San Martín de Tours de Sechura fueron creados en 1572 por el visitador Bernardino de Loayza, en el marco de la visita general ordenada por Francisco de Toledo. El proceso no fue sencillo, pues varios años después el corregidor Alfonso Forero de Ureña tuvo que volver a reducir a los indígenas «los quales yndios andavan derramados por otros valles a ocho y diez leguas» (Osma, citado en Diez 1988: 39). Ambos pueblos, junto con el de San Lucas de Colán, constituían una importantísima reserva de mano de obra indígena a relativa proximidad de San Miguel del Villar de Piura, la capital del corregimiento. De hecho, el pueblo de Catacaos —con más de un millar de almas— era el más poblado de todo el partido.

Cada reducción albergaba un número —difícil de determinar— de «pueblos» o «parcialidades»; aparentemente fueron entre diez y doce en Catacaos y cuatro en Sechura (Diez 1988). Cada uno de ellos contaba con sus propias autoridades étnicas y, al menos durante el primer siglo tras su reducción, conservaron muchas de sus diferencias de origen (véase el cuadro 1).

 

 

Sabemos que el gobierno de los pueblos-reducción descansaba sobre un doble sistema de autoridad: (1) los caciques, que fundaban su legitimidad tanto en la costumbre y la herencia prehispánica como en el reconocimiento de la Corona española que les encargaba hacerse cargo de la mita, del cobro de tributos y de asegurar la participación de los indígenas en la doctrina; y, (2) el cabildo, encargado por las ordenanzas de regir la vida cotidiana y la administración de justicia en el pueblo.

Sin embargo, las competencias relativas de ambas instituciones —así como el poder de quienes ejercieron sus principales cargos— fueron cambiantes a lo largo del período colonial: hacia los años de la creación de los pueblos, el poder de los caciques era muy grande en tanto que los cabildos eran prácticamente inexistentes. No obstante, a lo largo del siglo XVII, caciques y parcialidades configuraban la arena de la vida política en los pueblos.

ACCESO AL PODER Y MECANISMOS DE PRESTIGIO

La estructura del poder en los pueblos-reducción descansaba sobre las parcialidades y sus caciques. Pero sobre esta afirmación general existían variaciones de un pueblo a otro; así, la distribución de poder era desigual en Sechura y Catacaos. En el primero se repartía uniformemente entre dos familias de caciques «mayores»: de un lado los Temoche que gobernaban las parcialidades de Sechura y Muñuela y del otro los Sánchez, gobernadores de Muñiquilá y Punta; había también caciques menores «segunda persona», que gobernaban las parcialidades subordinadas (Muñuela y Punta). En cambio, en Catacaos no existía una distribución simple entre caciques y parcialidades: los caciques más importantes eran los Temocha —que gobernaban Narigualá, Muñuela y Melén— y los La Chira, gobernadores de La Chira, Motape, Tangarará y Menón; en posición secundaria se ubicaban los Mechato (también llamados Metal) y los Mecache, que daban nombre a la parcialidad que gobernaban, y los Pariña (gobernadores de Pariña y Cusio y emparentados con los caciques del pueblo de Colán).

Los caciques mantenían una política de matrimonios de élite emparentándose con los principales de otras parcialidades dentro y fuera de su propio pueblo-reducción. Los Temoche de Sechura tejieron vínculos con los otros caciques del pueblo y con los de Lambayeque y Colán: el cacique Phelis Temoche se casó en primeras nupcias con Estefanía —hija del cacique de Colán— y, al enviudar, con María Coscochumbi (1653) —hija del cacique de Lambayeque—. Sus hijas hicieron lo propio: Isabel Temoche se casó con Fernando Sivar, cacique de la parcialidad de Muñuela (1650); Luisa Temoche con Juan de Nonura, quien sería luego litigante al cacicazgo de Punta; Flora Temoche casó con Martín Marcos Sánchez (1662) gobernador y luego cacique de la parcialidad de Punta. Como resultado de estas alianzas, al terminar el siglo XVII había en Sechura una sola familia de caciques gobernando todas las parcialidades.2 Sin entrar en detalles, señalaremos que el árbol de parentesco de los caciques de Catacaos muestra la misma estrategia, con la diferencia de que, en dicho pueblo, las alianzas matrimoniales no supusieron una integración política.

Por otra parte, son conocidos algunos trabajos en los que se ventila el derecho al poder de las «capullanas» —como se conocía a las mujeres caciques—, que gobernaban los cacicazgos «como si fueran hombres», aunque únicamente «en ausencia de un varón». Si a ello añadimos que los caciques de la costa piurana se distinguían de los indios comunes —llamados «parques»— a los que atribuían una naturaleza diferente e inferior, entendemos que en la asignación del poder dentro del linaje apropiado era más importante que las diferencias de género (véase Rostworowski 1967; Diez 1988).3

Este gobierno por linajes fue bastante estable a lo largo del siglo XVII, por lo menos para las parcialidades mayores y medianas: en Sechura, los Temoche gobernaron dos de las parcialidades de Sechura la primera mitad del XVII y las cuatro en la segunda mitad. En tanto que en Catacaos: Juan y su hijo Jacinto Temocha gobernaron Narigualá y Muñuela entre 1638 y 1700; Pablo (mayor), Juan, Carlos, Pablo (menor) y Luis de La Chira, aparentemente los caciques más hispanizados, se sucedieron en el gobierno de las parcialidades de La Chira, Motape y Tangarará, de padres a hijos, al menos entre 1575 y 1705. Pedro, Diego, Alonso y Joseph Mechato gobernaron la parcialidad de su apellido; Alonso, Francisco, Juan, Gonzalo y Venancio a los Mecache; y, finalmente, Domingo, Sancho, Francisco, Sebastián y Juan de Colán y Pariña hicieron lo propio en la parcialidad de Pariña.4 En cambio, buena parte de las parcialidades medianas y pequeñas de Catacaos (Mécamo, Pariña y Cusio, Maricavelica y Menón) cambiaron de gobernante casi sistemáticamente.

La sucesión de los gobiernos «estables» se sustentaba en el sistema español de herencia. En algunos casos, y en particular en los cacicazgos con liderazgo inestable, entraban a tallar estrategias de acceso al poder vinculadas tanto a las normas tradicionales como a los requerimientos de la autoridad española. El caso más importante es el de la parcialidad de Narihualá, gobernada sucesivamente a lo largo de sesenta años, por los Temocha, padre e hijo sin sucesión ni herencia directa sino por el mejor derecho de sus esposas, que ambos tuvieron que probar en los tribunales: así, la transmisión de linajes por línea femenina se tradujo en el gobierno —también por linajes— masculino. Hay otros casos interesantes entre aquellas parcialidades que cambian de familia gobernante a lo largo del siglo XVII. Hacia mediados del siglo, los caciques de La Chira tomaron a su cargo las parcialidades de Mécamo y Cusio, las mismas que serán traspasadas a Joseph Mechato antes del cambio de siglo. Por otro lado, la parcialidad de Pariña pasa de los caciques del mismo nombre a los Colán y Pariña (probablemente por herencia de padres a hijos, vía herencia femenina en algún momento), pero a inicios del XVIII encontramos a Francisco Malacas como cacique. La de Mechato pasó brevemente —por juicio— a la familia Metal, para retornar luego a esa misma familia; cabe señalar que los Metal no solo pierden Mechato sino también Maricavelica, que pasará a Francisco Medina a fines del siglo XVII. Probablemente haya más de un factor tras todos estos cambios: desde un simple cambio de apellido en un mismo linaje por la vía de una nueva alianza por matrimonio, como en Pariña, hasta la desaparición de un linaje, como parece ser el caso de los Metal.5

Vemos que el acceso al poder combinaba la herencia de linajes a partir de una serie de normas de sucesión constituidas por la fusión compleja y mixta entre derecho consuetudinario indígena con sus propias condiciones de legitimidad y el derecho español con los requerimientos del gobierno colonial,6 que se reservaba la atribución de «asignar» el gobierno de una parcialidad a un tercero cuando las circunstancias lo requerían. Esta doble circunstancia se ilustra magistralmente en el acceso de los caciques de La Chira al cacicazgo de Marcavelica, originalmente disputado por otras dos familias.

Tras la muerte del cacique legítimo y ante la ausencia de un heredero indiscutido, el gobierno de la parcialidad fue ocupado interinamente por Luis Beltrán, sobrino del difunto. En 1655, don Luis busca reafirmar su derecho al título, apoyando su argumento en su idoneidad administrativa para el cargo, incidiendo en su capacidad para el cobro de los tributos y para garantizar las mitas: «el dicho Don Luis es persona de toda satisfacción capacidad y suficiencia y que dará buena cuenta de lo que quede a su cargo».7 Sin embargo, y aunque obtuvo una resolución favorable, no llegó a ocupar el cacicazgo, que en cambio fue asignado a Alonso Tirlupú (Metal). Evidentemente, ser reconocido por el Estado español no era suficiente: necesitaba también relaciones de obligación mutua con los indígenas que debía gobernar —con las que aparentemente no contaba— así como (¿y sobre todo?) formar parte de la red de relaciones de los caciques del pueblo-reducción. Carlos de La Chira conseguiría el control de Maricavelica y de otra parcialidad vacante gracias a que contaba con el acuerdo de los otros caciques de la reducción.

En resumen, tres condiciones parecían necesarias para el acceso y la conservación del cargo y título de cacique: (1) pertenecer a un linaje de caciques; (2) el aval del gobierno español; y, (3) legitimidad ante los indígenas y ante los demás caciques. Mostraremos más adelante que, para que ello fuera posible, era necesario también saber desenvolverse en la arena política local ante los diversos intereses en juego. Por ahora, nos concentraremos en ilustrar cuáles eran los mecanismos (rituales) por los que se obtenía el consentimiento de la población y de los otros caciques para gobernar una parcialidad.

Entre los cronistas y documentos tempranos hay escasas referencias a las sociedades de la costa norte. Sin embargo, parece haber consenso en que los caciques auspiciaban takies y borracheras como parte de sus estrategias de poder (cf. Ramírez 2002), atribución que —en la sociedad conquistada— habría pasado al auspicio de fiestas religiosas católicas. A inicios del siglo XVII había al menos una evangelización primaria muy difundida: en las Relaciones geográficas de Indias se menciona la cristianización de los indios de los valles (Jiménez de la Espada 1885; Archivo General de Indias 1943). Existían templos en cada pueblo-reducción, aunque aparentemente muy precarios.8 Ello no impedía una activa vida ritual, pues en 1645 se celebraban en Catacaos treinta y seis fiestas, número que se mantendría invariable al menos hasta 1664.9 Tanto las limosnas recolectadas como las festividades son un indicador de importancia. Las fiestas mayores eran San Juan Bautista, San Antonio, San Pedro y la Asunción, además del Corpus y la celebración de difuntos.

La celebración de las fiestas suponía una organización (las cofradías) y una serie de actos públicos ritualizados. En Catacaos y Sechura, la cofradía más importante era la del Santísimo Sacramento, que proporcionaba el modelo sobre el que se organizaban las demás. Se presume que la de Catacaos fue creada desde el paso por el pueblo del pacificador La Gasca (Cruz 1982), sin embargo, según los documentos recién se instituye entre 1666 y 1673, con ocasión de la visita de Basco Xacinto de Contreras, obispo de Popayán y electo de Huamanga. La naturaleza «pública» de esta fundación es evidente: en ella estuvieron presentes los acompañantes del obispo, el párroco de Catacaos, los caciques principales (Carlos de La Chira, Xacinto Temoche, Alonso Metal y otros), los miembros del cabildo de indios, así como «otros españoles y vecinos notables».10

En su organización, la cofradía reproducía el statu quo. El párroco ocupaba el cargo de prioste (encargado general) asegurando su supremacía en materia religiosa, en tanto que los dos primeros mayordomos fueron los caciques más importantes: Carlos de La Chira y Xacinto Temoche, en tercer lugar se colocaban Phelipe Llingo y Diego Fiesta, indios principales del cabildo, como muñidores.11 La fundación de la cofradía puede ser entendida como la ratificación de una determinada estructura social y de un equilibrio de poderes, que establece al mismo tiempo las relaciones entre el sacerdote, los caciques y los indígenas.

Solo caciques ocupaban las mayordomías y se situaban en lugares preferentes en procesiones y banquetes. Pero además, su participación respondía a la distribución del poder entre las parcialidades.

El otro espacio de exhibición del poder del que tenemos referencia es durante la celebración de Semana Santa, cuando únicamente los caciques portaban los guiones (estandartes de la cofradía): entre 1687 y 1705 existían tres guiones: Miércoles Santo, Jueves Santo (o del Santo Cristo) y Viernes Santo (o de la Soledad), cuyo derecho a ser portado rotaba entre las parcialidades. No había un orden aparente para llevar el guión pero, por línea general, una parcialidad no portaba dos guiones en el mismo año y muy raramente llevaba uno el año próximo. Es posible que portar el guión haya reflejado también la importancia relativa de las parcialidades: sobre 31 oportunidades de las que tenemos registro, las parcialidades de La Chira y Pariña lo llevan cinco veces cada una (y solo en miércoles o viernes), en tanto que Muñuela, Mecache, Mechato y Narigualá lo hacen en cuatro oportunidades; Maricavelica únicamente en tres (solo el miércoles) y Motape solo en dos (exclusivamente el viernes).12 La importancia de portar el guión era tal que, en el pueblo vecino de Colán, los caciques menores llegan a entablar un juicio para que se respete su turno.

Así, el culto religioso reproducía la separación y diferenciación entre caciques e indios del común: el sistema de cofradías reproduce, pues, un sistema de estatus. En él, la distinción entre parcialidades es diferenciada para cada estrato, y entre los caciques se construye en el prestigio y la representación pública. De alguna manera, la participación y el control de la cofradía del Santísimo permitían a los caciques mantener su rol distribuidor al menos en el ámbito del ritual.

Ahora bien, la identidad de intereses de los caciques frente a los indios del común, no implicaba una comunidad de intereses entre ellos. Si ocasionalmente podían comportarse como un colectivo, existían entre ellos conflictos declarados o latentes, intereses diferenciados que se manifestaban en el ejercicio del poder en el pueblo-reducción. A lo largo del siglo XVII, numerosos litigios oponen a los caciques entre sí, sea por el derecho a la gobernación, por el entero de tributos o la administración de mitayos, cuando no por problemas de tierras y aguas. Conflictos como el que opuso a Pablo de La Chira a todos los demás caciques al anunciarles a los indios que les estaban cobrando los tributos en exceso, por lo que «le cobraron al dicho Don Pablo de La Chira los dichos caciques odio y mala voluntad y por pleitos que tuvieron lo desposeyeron del cargo».13 Para procurar entenderlos debemos aproximarnos más a los diversos actores y sus roles en el pueblo-reducción.

INTERESES Y CONFLICTOS

Los caciques ocupaban un papel central como redistribuidores de riqueza y ejercían un considerable control sobre el acceso a tierras de cultivo, así como probablemente también sobre los matrimonios de los indígenas de sus parcialidades (cf. Ramírez 2002; Diez 1988). En el contexto del virreinato, dicho control se extenderá sobre una serie de otros ámbitos en los que se expresará en adelante el dominio étnico colonial sobre los indios parques del común: la administración de las tierras, el cobro de tributos y, sobre todo, la administración de la mano de obra.

Los indígenas de Catacaos y Sechura, fundamentalmente agricultores y pescadores, respectivamente, se dedicaban a otras actividades como la crianza de ganado, la artesanía y el tráfico de mercancías tanto de cabotaje como a través del arrieraje (Diez 1988). Entre todas, la agricultura tenía un lugar central. Se realizaba sobre los terrenos irrigados por el río, así como en tierras de temporal cuando había lluvias. Los principales cultivos eran el algodón, el maíz y la calabaza, y pronto se introducirían el frijol, el melón y sobre todo el trigo, que sería además uno de los productos en los que debían pagar el tributo. La ganadería de cabras y ovejas, así como de mulas y animales de carga, se adoptó también muy pronto en la región de Piura, constituyéndose en ocupación complementaria.

En el tema agrícola, el problema del acceso a la tierra era central. De las doce parcialidades que conformaban durante el siglo XVII el pueblo de San Juan Bautista de Catacaos, seis eran oriundas del valle de Lengash (Piura),14 en tanto que las otras provenían del valle del Chira o de territorios más al norte. Aunque no hay claridad en las fuentes, un ejercicio de reconstrucción de la posición de las tierras de las parcialidades en el valle muestra que la distribución del espacio tomó como referencia el río y los canales de irrigación establecidos en este, resultando que la posición de las parcialidades a ambos lados del mismo era probablemente como sigue:

 

 

Ello equivale a decir que había una separación entre las tierras de los originarios del valle de Piura, ubicados en la orilla izquierda y las de los «forasteros» a los que se les asignaron tierras en la banda derecha. Señalaremos que las mejores tierras eran las de la banda izquierda, donde existía la represa del Tajamar y una gran acequia que tenía más de cuatro leguas de largo (unos 22 kilómetros).15

Esta distribución muestra que parte de los intereses que movían la política cataquense, y que respondían a la oposición entre originarios del valle de Lengash (Piura) y los forasteros del valle del Chira, se sustentaba en cierta forma en la diferente provisión de recursos de unos y otros: de un lado estaban los Temoche, los Mechato y los Mecache y del otro los La Chira y los Pariña. Es probable que ambos grupos hablaran además lenguas o dialectos diferentes, pues siglo y medio después Martínez de Compañón señala la diferencia dialectal entre los indígenas de ambos valles. No es de extrañar que las principales rivalidades entre caciques pasaran por esta separación de origen: Xacinto Temoche decía de Pablo de La Chira: «es mi enemigo capital».16

La separación entre tierras de parcialidades se sumaba, además, a la distinción estamental entre tierras de caciques y tierras de indios, que aparentemente era arrastrada desde épocas prehispánicas (cf. Ramírez 2002). Cabe resaltar que, en los juicios, un argumento importante contra los caciques acusados de acaparamiento de tierras no se sustentaba en la ocupación o dominio de estas, sino en el hecho de que arrendaran las tierras a indios de otras parcialidades.17 Lo que se reclamaba era, pues, la debida correspondencia entre caciques, tierras e indios bajo su gobierno. Esto era aparentemente trastocado tanto por indígenas foráneos que por esta vía escapaban a sus caciques y se proveían de tierras más fértiles, como por caciques que, por intermedio de sus indios, obtenían acceso a tierras —en particular en la banda izquierda del río—18 trastocando así las posiciones y equilibrios originales entre parcialidades y caciques, por lo tanto generando conflictos.

La segunda fuente de disputa era el cobro de tributos. Desde mediados del siglo XVII, lejos de representar algún trazo de reciprocidad para con el Estado o los caciques, el tributo era visto por los indios como una carga, aparentemente mal comprendida en sus procedimientos, por lo que se prestaba al juego interesado de los caciques cobradores. Durante una fiesta, y fruto de un evidente desacuerdo entre caciques, Pablo de La Chira —a la sazón gobernador del pueblo— reveló a los indios de las parcialidades diferentes a la suya que sus caciques les cobraban cantidades excesivas. Ante este acto traidor a sus intereses de «clase», los caciques de Mechato, Narigualá y Mecache destituyeron a La Chira de su cargo de gobernador del pueblo y dieron lugar a un largo juicio.19

¿En qué consistía el cobro excesivo denunciado? Al parecer, desde la segunda mitad del siglo XVII el tributo se entregaba a la caja de comunidad íntegramente en dinero, incluido tanto lo tasado en pesos como aquello tasado en especies en la tasa vigente; según el corregidor Juan de Chávez y Mendoza «[...] estas especies las an pagado los yndios en reales a los precios dados continuamente i si an pagado algunas pieças de ropa que an sido muy pocas como dies u once pieças cada tercio [...] y nunca an pagado el mais en especie», añadiendo además que esto es por «[...] boluntad de los yndios pagar lo mas de estos tributos en plata y que asi lo certifica por verdad».20 Sin embargo, parece ser que los indios entregaban buena parte del tributo en especies (ropa y maíz, en Catacaos; pescado, en Sechura) a los caciques, quienes los vendían a precio de mercado —más alto que el registrado en la tasa— apropiándose de la diferencia.

Esta circunstancia marca una doble separación entre el cacique y sus indios. Por un lado, su tarea como cobrador de tributos «contamina» su función de representación ante los indígenas, aunque refuerza su posición frente al sistema colonial. Por el otro, al actuar de acuerdo con sus propios intereses genera una mayor distancia, pues falta a los lazos de reciprocidad con sus subordinados, enfatizando con ello su función administrativa colonial, en desmedro de la representación étnica.

La tercera y probablemente principal fuente de diferencias y disputas era el acceso y control de la mano de obra de los indios. Desde finales del siglo XVI, las parcialidades de Catacaos y Sechura estaban sujetas fundamentalmente a una mita ganadera; los indios mitayos estaban asignados a personas y a rebaños de ganado (un indio cada 500 cabezas), y eran tan escasos que la venta de un rebaño solo era posible si se transfería también el derecho de mitayos de guarda. Ante la escasez endémica de mano de obra se desarrolla tempranamente un sistema de yanaconaje, consistente en «retener» a los indios en las haciendas de españoles de manera permanente.

Hacia la segunda mitad del siglo (1668), el párroco de Catacaos emprende un sonado juicio en el que terminarán involucrados hacendados, caciques y sacerdotes disputándose la mano de obra, los tributarios y las almas.21 El sacerdote se quejaba porque «[...] además de 73 o 74 mitayos con otras tantas mujeres y otros tantos ijos o mas que precisamente por razon de mita estan escusados todos los dias festivos, faltan en ellos 173 almas y que son yanaconas fuera de todos los quales no ai dia festivo en que los residentes y asistentes en este pueblo no faltan 70, 90, 110, 8022 y este numero no baja». Ante este reclamo, el protector de naturales emprende la defensa de los indios yanaconas, secundado por los propios hacendados dueños de los rebaños, entre los que se contaban los individuos más importantes y ricos del corregimiento: Isidro de Céspedes, Joseph Velásquez y Tineo, Francisco de Soxo, Francisco de Herrera y Laureano de la Riva, quienes defendían incluso con más denuedo que el propio protector el derecho de los indios a trabajar y recibir un salario.

Pero los hacendados no eran el único blanco del reclamo del sacerdote. Alonso de Losada Roldán acusa y responsabiliza también a los caciques:

Catacaos, constituydo de mas gente que ninguno de los beneficios de esta jurisdiccion es el menos avitado y reducido y se hallan oy los naturales de dicho pueblo tan inclinados a la malicia y poca xpiandad [...] y siendo demas tan ladinos y advertidos quanto es notorio [...] influidos por uno de sus caciques que les hace cabeza [Carlos de La Chira] y que se halla de suerte apoderado de las voluntades de los demas que los domina con notable libertad y a quien respetan.23

Ante la acusación, los caciques reaccionan corporativamente, presentándose como un grupo con unanimidad de intereses y sin discrepancias internas: Carlos de La Chira, Sancho Colán y Jacinto Temocha, se quejan también de la ausencia de los indios, pero presentan una lista con solo 32 ausentes, ocultando evidentemente buen número de los yanaconas, de lo que podemos deducir que probablemente varios de los ausentes tenían el consentimiento de sus caciques —después de todo varios de ellos estaban asociados con los citados hacendados. Hacia los últimos desarrollos del juicio queda claro que los caciques estaban de acuerdo con la existencia de los yanaconas, pero opuestos a que los indios puedan dejar el pueblo por su libre albedrío, aduciendo para ello tanto razones de Estado como de autoridad: «y si faltan a dicha reduccion y se diera la libertad a los yndios [...] perdieran el respeto a sus caciques quien suple por ellos los tributos que faltan, y quien correría los chasquis ordinarios y que tanto importan al servicio de su magestad».24

Este argumento probablemente nos aproxima a la razón central del conflicto y al fundamento, en último término, del poder del cacique de la costa norte, es decir, al trasfondo de su autoridad: ante todo, ellos eran «señores de indios»; la relación específica que los unía a sus subordinados, que definía y aseguraba el ejercicio de su autoridad, era el «respeto».25 Finalmente, el poder de los caciques dependía ciertamente de su riqueza, de sus tierras y de su participación en los rituales, pero sobre todo del número de indios que podía movilizar. Esta posibilidad de influir sobre otros era lo que distinguía a los caciques principales de los secundarios o «segundas personas» (cf. Diez 1988) y también a los caciques más poderosos, como los Temocha y los La Chira de Catacaos que mandaban sobre 89 y 61 tributarios —y sus familias— respectivamente; mientras que los caciques menos importantes como los de Mechato o los Mecache movilizaban a las justas 40 y 34 tributarios, correspondientemente.

ESPACIOS DE PODER

La tercera y última dimensión considerada en el análisis del poder local es el ámbito geográfico o espacial sobre el que se ejerce. Ello nos remite tanto a la «arena» en la que se desenvuelve la acción política local como a la capacidad de influencia sobre ámbitos mayores y viceversa. ¿Cuál era el ámbito de influencia del poder en y desde el pueblo-reducción?

No cabe duda de que el pueblo-reducción constituía la principal arena del desenvolvimiento político de los caciques; era el espacio en el que expresaban tanto la defensa y particularidad de las parcialidades como aquel en el que defendían sus propios intereses personales, familiares e incluso los de la «clase» cacical.

Hemos presentado al pueblo-reducción como la principal arena política del actuar de los caciques que intervienen tanto en defensa de sus parcialidades como de sus propios intereses. Sin embargo, hemos visto también que buena parte de sus acciones dependen de una serie de redes que sobrepasan largamente el espacio de los pueblos, extendiéndose hacia otras familias de caciques, otras parcialidades y otros pueblos de indios. Los casos de Catacaos y Sechura muestran que para un cacique el ámbito de la política étnica era bastante más amplio que su restringido pueblo-reducción.

De hecho, el pueblo mismo se insertaba en una serie de redes y relaciones que lo vinculaban con otros espacios de poder. Los párrocos, además de constituirse como actores políticos importantes en la esfera local, eran importantes también por los vínculos que mantenían con diferentes espacios de poder, ampliando la acción política local hacia otros actores y otros espacios. Durante buena parte del siglo XVII la parroquia de Catacaos estuvo encargada solo a tres sacerdotes: Juan de Mori (1626-1647), Diego de Torres (1648-1663) y Luis de Losada Roldán (1668-?).26 Hemos visto, pues, el rol del tercero en la disputa contra hacendados y caciques; los otros dos nos permiten ilustrar el papel de los sacerdotes residentes en el ejercicio del poder en el pueblo. Juan de Mori es famoso en la historia de Catacaos porque en 1645 compuso con su majestad una suerte de tierras a beneficio de los indios, evitando el acaparamiento de tierras por el cacique Carlos de La Chira, quien buscaba componer y registrar las tierras a título personal (cf. Cruz 1982). Menos conocido es el hecho de que Juan de Mori era el vicario del obispo de Trujillo en Piura, responsable de la Iglesia católica en el partido de Piura, con un rango mucho más elevado que cualquier sacerdote en la propia ciudad de San Miguel, capital del corregimiento.27

En cambio, Diego de Torres ilustra más bien las posibilidades de la acción política del sacerdote local, pues protagonizó un larguísimo litigio contra los indios del común, con acusaciones mutuas, que llegó en apelación primero a Trujillo y luego a Lima; aunque el juicio implicó la separación temporal de Torres de la parroquia, a la que regresó algunos años después de ganar el juicio interpuesto. Ante este resultado judicial, se produce una de las primeras movilizaciones «populares» de las que se tenga noticia en la historia de Piura: el 8 de diciembre de 1655,

[...] había en las casas del ayuntamiento cantidad de yndios e yndias con sus hijos y familias enteras en más de ducientas personas del pueblo de Catacaos que dista de esta ciudad dos leguas, llegados a su merce disiendo en voces altas así indios como indias que benían a faboreserce del ausilio real de su merced porque avía vuelto al dho pueblo por cura y doctrinero de este el Br don Diego de Torres y que por los malos tratamientos y sin rrasones que con ellos hacía el dho cura no podían ni querían assistir en el dho pueblo ni acudir en el algunas ordenes de los curas y antes que si les agraviaban se irán y ocultarían, en el interior que está en el pueblo dho cura querían acudir y asistir en esta ciudad para que se les administren los sacramentos [...] Como eran muchos [...] después de haberlos hablado, pedido y amonestado una, dos, tres y muchas veces [...]

el cabildo combino en ordenar a dos escribanos para que pongan por escrito y den fe de lo sucedido.28 De los documentos se desprende que los caciques se mantuvieron al margen del conflicto; este involucró básicamente a indios parques de todas las parcialidades del pueblo en contra del sacerdote, pero también quedó claro que la capital del corregimiento era una instancia a la que se podía acudir en caso de necesidad, y a la que se le reconocía una posición política superior.

La ciudad de San Miguel del Villar de Piura fue ubicada definitivamente en la zona llamada del Chilcal, hacia finales del siglo XVI, por su prudencial distancia a la costa (a cubierto de excursiones de piratas y corsarios) pero sobre todo por su cercanía a Catacaos (a dos leguas), lo que se esperaba facilitara el acceso a una de las principales fuentes de mano de obra en la región (Clarck 1958). La historia de la ciudad de Piura estará íntimamente ligada a la de los pueblos indígenas más próximos. Los habitantes de Catacaos, Sechura y Colán interactuaban constantemente con la población de la ciudad capital de manera diversa, constituyendo a lo largo del siglo XVII una nueva sociedad fuertemente indígena, pero también española.

Además de ser lugar de residencia de los individuos y familias más acaudaladas del partido, en Piura estaban el corregidor y el alférez real, un cabildo de españoles y los notarios que protocolizaban cuanta actividad económica se desarrollaba en el corregimiento. Es claro que para los indígenas del común el poder venía de la ciudad que era reconocida como un locus de poder, como lo prueba el desplazamiento de la población de Catacaos. Creemos que la política era un asunto fundamentalmente urbano y que se expresaba probablemente de manera escalonada en las diversas jurisdicciones en las que operaban entre los diversos pueblos y ciudades.

El lugar central de Piura se reforzaba por el hecho de ser la sede de la recaudación de tributos del corregimiento y de la única caja de comunidad para el conjunto de los pueblos de indios del mismo. Las tres llaves de dicha caja estaban en poder del corregidor y justicia mayor y de los caciques gobernadores de los pueblos de Catacaos y Colán, por lo que podemos afirmar que el poder de algunos caciques se proyectaba al menos a escala regional/local.

En cambio, en el ámbito del virreinato, tanto corregidor y caciques eran igualmente impotentes ante la injerencia externa. En febrero de 1666, las gestiones de las autoridades de Piura y de los caciques Carlos de La Chira (gobernador de Catacaos) y Sebastián de Colán y Pariña (gobernador de Colán) no fueron suficientes para evitar el traslado del dinero de la caja de comunidad, que ellos esperaban conservar en Piura para los múltiples gastos que tenían pendientes.29 El poder mayor estaba en otra parte.

BREVE BALANCE DE LA APLICACIÓN Y EPÍLOGO

El análisis de los casos estudiados muestra, en parte, la utilidad de los enfoques contemporáneos de la antropología política pero también sus límites. Dada la naturaleza y disponibilidad de las fuentes, el enfoque de instituciones y procesos ligados a estructuras y dinámicas de grupos sociales e instituciones formales de ejercicio de gobierno son ampliamente utilizables, aunque más aplicables que aquellas marcadas por el manejo simbólico del poder: es más sencillo hablar de parcialidades, caciques, población, que de símbolos, significados y sentidos del accionar político. El análisis simbólico, si bien resulta útil para entender mecanismos como el «respeto», tiene límites para el análisis de los mecanismos por los que este se reproducía en la vida cotidiana o ritual en el espacio local, por lo que se necesitaría el acceso a fuentes más émicas y descriptivas de las que habitualmente se encuentran. Con ello, si bien el análisis es posible, es básicamente interpretativo. Por otro lado, los territorios del poder aparecen regulados por la estructura política y muestran diversos espacios de aplicación: desde el microsocial, de construcción de las diferencias, distinguiendo el ámbito de la reducción, del valle, del partido y del virreinato.

Desde finales de la segunda mitad del siglo XVII, la legitimidad fundada en la exclusividad del patrocinio y la participación de las fiestas religiosas por los caciques empieza a resquebrajarse. Excluidos de la cofradía del Santísimo, los indios principales del común (los notables no-caciques) empiezan a crear sus propias cofradías. En 1683, se instituye la cofradía de San José, Santa Rosa de Lima y San Juan Bautista. Su fundación, estimulada por el visitador Francisco de Subiate, estuvo apoyada por los alcaldes y vecinos del pueblo, registrándose una larga lista de adherentes entre los que no figura ni un solo cacique, a quienes se les admitía el ingreso con la condición de «que siendo caciques o personas de caudal [...] se reputaran como españoles».30 Años después se crearán las cofradías de la Santa Cruz (1704) y de Santa Lucía (1711), también para los indios parques. Este proceso es concomitante con la pérdida del poder de los caciques hacia la segunda mitad del siglo XVII. Las nuevas cofradías permitieron generar movilidad social y prestigio a disposición de los notables indígenas de los pueblos. Una muestra de ello son las protestas de Joseph Mechato en 1707, que tuvieron como origen que el cura Bernardino de Saavedra, «contra la voluntad de los mayordomos y oficiantes introduxo a nombrar a un cholón criado suyo para que fuese mi compañero [en la cofradía] no debiendo serlo siendo yo casique y persona de autoridad que se me aya de dar por compañero a un cholo que solo es bueno para criado y no para mayordomo».

Aunque el proceso sería largo y lento, terminará por minar la legitimidad cacical. Pero ello corresponde ya a la historia del siglo XVIII.31

 

REFERENCIAS

ABELES, Marc 1990 Anthropologie de l’État. París: Armand Colin.

ALDANA, Susana 1999 Poderes de una región de frontera. Comercio y familia en el norte (Piura 1700-1830). Lima: Panaca.

ANSIÓN, Juan; Alejandro DIEZ y Luis MUJICA 2001 El poder en espacios locales. Una mirada desde la antropología. Lima: PUCP.

ARCHIVO GENERAL DE INDIAS 1943 La Iglesia de España en el Perú. Colección de documentos para la historia de la Iglesia en el Perú, tomo 1, volumen 2. Sevilla: E. Chaves-Lissón.

ASSADOURIAN, Carlos S. 1983 «Dominio colonial y señores étnicos en el espacio andino». Hisla. Revista latinoamericana de historia económica, n.º 1, pp. 7-20.

BALANDIER, Georges 1980 Le pouvoir sur scènes. París: Balland.

CLARCK, Luis 1958 «Fundación de la ciudad de Piura (recopilación)». En Rómulo León Zaldívar (comp.). Prosistas piuranos. Lima: Minerva, pp. 32-69.

CRUZ, Jacobo 1982 Ccatac Ccaos. Origen y evolución histórica de Catacaos. Piura: CIPCA.

DIEZ HURTADO, Alejandro 1988 Pueblos y caciques de Piura, siglos XVI y XVII. Piura: CIPCA.

---------- 1994 Fiestas y cofradías. Asociaciones religiosas e integración social en la historia de la comunidad de Sechura (siglos XVII al XX). Piura: CIPCA.

---------- 1997 «Catacaos: caciques, cofradías, memoria y parcialidades». Anthropologica, n.º 15, pp. 151-172.

GLEDHILL, John 2002 El poder y sus disfraces. Barcelona: Bellaterra.

JIMÉNEZ DE LA ESPADA, Marcos 1885 Relaciones geográficas de Indias. Madrid: Ministerio de Fomento, tomo 2, pp. 225-242.

RAMÍREZ, Susan 2002 El mundo al revés. Lima: PUCP.

ROSTWOROWSKI, María 1967 Curacas y sucesiones. Costa norte. Lima: Minerva.

 


  1. Las fuentes de información utilizadas para el trabajo provienen principalmente del Archivo Departamental de Piura (ADP), el Archivo Arzobispal de Piura (AAP) y el Archivo Parroquial de Sechura (APS).

  2. Todos los datos sobre los matrimonios de los Temoche en: APS, «Libro de matrimonios, siglo XVII».

  3. Tenemos conocimientos de dos litigios sobre capullanas, ambos en la parcialidad de Narihualá de Catacaos, el primero por el gobierno de la parcialidad y posesión de tierras y el segundo sobre el derecho de la «segunda persona». Esta nos muestra algunos elementos de las reglas de sucesión: «[...] que las capullanas heredan en los cacicazgos como si fueran hombres y sirven y gobiernan los dichos cacicazgos [...] cuando no hay barones legítimos que hereden los tales cacicasgos es uso y costumbre entre los dichos yndios que susedan las hembras legitimas los dichos cacicasgos y siendo pequeñas ponen en su lugar un principal para que govierne los yndios en el ynter que tiene edad para ello» (citado en Rostworowski 1967: 31). Las relaciones geográficas añaden que «[...] cuando morian los caciques, casi generalmente sucedian hermanos y sobrinos; pero ya va pervirtiendo este orden, y van, como acá en España subcediendo los hijos» (Jiménez de la Espada 1885: n. 174). Visto en función de parentesco, se aprecia que la herencia del cacicazgo era por la vía matrilineal. Los cambios introducidos por el sistema español determinarán el paso a la herencia patrilineal y a la imposibilidad del gobierno femenino y desde la segunda década del siglo XVII, la sucesión sería patrilineal y masculina, a la usanza española.

  4. Documentos varios en ADP y AAP.

  5. El apellido Tirlupú, que cambia a Metal a mediados del siglo XVII, desaparece luego. Sería necesario un profundo análisis de las relaciones de parentesco para establecer si hubo alguna solución de continuidad.

  6. Es conocido el papel intermediario de los caciques, que se ilustra en los términos de la concesión del título de cacique, que da cuenta también de la relación contractual (¿o de reciprocidad?) establecida entre el cacique y las autoridades españolas: «[...] y mando a la segunda persona, principales y demas indios obedescan y respeten y acaten, cumplan y observen estos mandamientos». El cacique por su parte debía cuidar el orden y buen gobierno «[...] haciendo que todos acudan a la doctrina cristiana, sin consentir hagan taquies ni borracheras ni tengan otros vicios entre si, castigando los que ubiere» (ADP. Cor. Ord., leg. 8, exp. 117, 1655).

  7. ADP. Cor. Ord., leg. 8, exp. 117, 1655.

  8. El de Catacaos se arruinó en 1619 y aún no se reparaba en 1630, cuando «[...] los oficios divinos se celebran en una ramada que esta en la plaza» (ADP. Cor. Ecle., leg. 59, exp. 1217, 1626).

  9. AAP. «Libro de Bautismos 1643-1733» y «Papeles varios» (resto de un libro de bautismos hoy inexistente).

  10. AAP. «Primer libro de la cofradía del Santísimo del pueblo de San Juan Bautista de Catacaos».

  11. La supremacía de los caciques en la cofradía se mantendrá por lo menos hasta la segunda década del siglo XVIII. En 1707 se otorga a Joseph Mechato, cacique de Mechato, Cusio y Mécamo la mayordomía perpetua. A inicios del siglo XVIII cambia la distribución de la cofradía, empezará a tener: dos mayordomos, dos priostes, un procurador, un escribano y dos muñidores. Se trata de la misma estructura inicial ampliada: los cargos de prestigio siguen siendo para los caciques, solo los tres últimos cargos podían ser ocupados por indios del común.

  12. AAP. «Papeles varios, Catacaos».

  13. ADP. Cor.Ord., leg. 13, exp. 216, 1673.

  14. De ellas, solo una no habría correspondido a la original composición de la unidad socioeconómica de los Catacaos: la parcialidad de Muñuela, originalmente de Sechura, se incorporó al pueblo dada su actividad agrícola y su cercanía física.

  15. ADP. Cor. Ord., leg. 18, exp. 323, 1644.

  16. ADP. Cor. Ord., leg. 13, exp. 216, 1679.

  17. ADP. Cor. Ord., leg. 14, exp. 254, 1680.

  18. ADP. Cor. Ord., leg. 19, exp. 345, 1649.

  19. ADP. Cor. Ord., leg. 13, exp. 216, 1679.

  20. ADP. Cor. Ord., leg. 8, exp. 118, 1661.

  21. Todas las referencias al juicio citado en: ADP. Cor. Ord., leg. 11, exp. 171, 1668.

  22. Cabe señalar que desde principios de siglo (1630) hay referencias constantes a la ausencia de tributarios; estos fluctúan aproximadamente en un centenar, a lo largo del siglo. ADP. Cor. Eclec., leg. 59, exp. 1217, 1626.

  23. ADP. Cor. Ord., leg. 11, exp. 171, 1668.

  24. ADP. Cor. Ord., leg. 11, exp. 171, 1668 (las cursivas son nuestras).

  25. Señalaremos que la palabra respeto —junto con la razón— es aún el principal atributo de la autoridad en el bajo Piura.

  26. No tenemos referencias completas sobre los párrocos de Sechura, sabemos que Nicolás García de Cassasola ocupó el curato durante más de una década a mediados del siglo XVII (Diez 1994).

  27. Por ello, entre los papeles de la parroquia de Catacaos se encuentran evaluaciones de sacerdotes de la diócesis y otros documentos obispales: AAP. «Papeles varios».

  28. ADP. Cor. Ord., leg. 8, exp. 120, 1655.

  29. ADP. Cor. Ord., leg. 10, exp. 156, 1665.

  30. AAP. «Papeles varios, Catacaos».

  31. Solo a título de hipótesis colocamos la caída de los caciques en el poder de la cofradía del Santísimo en la tercera década del siglo XVIII, cuando las lluvias destruyen el Tacalá, la fuente del poder económico de los caciques. «Como consta de las limosnas recogidas a la buelta de esta, ymporta 135 p 6 r cuia diminución respecto de los antecedentes años fue motivada de la suma escases que ocassiono la ruina del Tacala, ayandose el pueblo sin gente pues las tres partes de el se retiraron a las estancias en busca del [...] mantenimiento» (Nicolás Montero, párroco, 1722). En 1752, al llegar un nuevo cura, «hall[ó] que la Cofradía del Santísimo Sacramento se havia dirigido sin dar cuenta ni rason como consta en este libro por espacio de 28 años». En su reconstitución participaría el conjunto del pueblo y, en particular, el cabildo de indios que empezaba a constituirse en el mayor órgano de poder local.