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Anthropologica

versión impresa ISSN 0254-9212

Anthropologica v.25 n.25 Lima dic. 2007

 

TEMAS Y FUENTES EN RELIGIÓN

 

Religiones omnívoras: el chamanismo chané y las relaciones interétnicas

 

Diego Villar

 


RESUMEN

De origen arawak, el grupo étnico que la literatura amerindia llamó chané se estableció antes de la conquista en el chaco occidental, sobre las laderas orientales de los Andes. Allí trabó complejas relaciones interétnicas con otros grupos étnicos de habla guaraní, indígenas chaqueños y luego, en la medida en que se consolidó el proceso de colonización, también con diversos actores criollos: hacendados, patrones de ingenios, militares, misioneros. A través de documentación etnográfica y etnohistórica, se sugiere que el funcionamiento abierto, flexible, maleable e integrador del chamanismo chané lleva la marca de estas múltiples interacciones históricas, lo cual, por otra parte, lo transforma en un lenguaje simbólico ideal para problematizar las situaciones de contacto intercultural.

Palabras clave: chamanismo, relaciones interétnicas, chané, chiriguano, Gran Chaco.

 


ABSTRACT

Of Arawak origin, the ethnic group identified as the Chané indigenous group in the Amerindian literature, settled on the eastern slopes of the Andes before the Conquest of the Occidental region or Paraguayan Chaco took place. There, this group engaged in complex inter-ethnic relationships with other Guarani-speaking ethnic groups, Chaco natives, and thereafter, as the colonization process consolidated, with several creole social agents: landowners, foremen of sugar plantations, the military, and missionaries. Supported by ethnographic and ethno-historical documents, the author suggests that the open, flexible, malleable and integrating organization of Chané shamanism was marked by these multiple historical interactions, thereby becoming an ideal symbolic language to reflect the problems arising from situations of intercultural contact.

Key words: shamanism, inter-ethnical relationships, Chané, Chiriguano, Gran Chaco.

 


TRAYECTORIAS DE LA SOCIEDAD CHANÉ

Los chané pertenecían originalmente a la rama mojo-baure de la familia lingüística arawak. Tras migrar hacia el sur desde las llanuras amazónicas, se establecieron en los confines occidentales del Gran Chaco y en las laderas orientales de los Andes bolivianos (Métraux 1930). Allí, a partir de los siglos XVI y XVII, fueron conquistados por bandas tupí-guaraní, que a su vez llegaban desde el Este —según algunos, en busca del oro fabuloso de los Incas (Métraux 1948), según otros, tras la legendaria «tierra sin mal» (Clastres 1988)—. Como sea, de la mixtura entre ambos grupos, nació la sociedad que la literatura conocería como chiriguano. Menos numerosos que los chané, los guaraní los dominaron políticamente y los llamaron tapui, ‘siervos’; les impusieron su lengua y su cultura, y se mestizaron con ellos. En efecto, dada la carencia de mujeres entre los invasores, se vieron obligados a desposar mujeres chané; así, la segunda generación tras la Conquista fue compuesta por un alto número de mestizos, asimilados a la sociedad de sus padres a través de la guaranización lingüística y cultural, así como también a través de la iniciación en cofradías guerreras (Combès y Saignes 1991).

Con el tiempo, sin embargo, los estudios antropológicos y etnohistóricos han complementado nuestro conocimiento de este proceso al registrar la otra cara de la moneda, y sabemos hoy que la síntesis implicó tanta «guaranización» de los chané como «arawakización» de los guaraníes. Si la cultura guaraní legó importantes elementos mitológicos, la organización militar, la importancia sociopolítica del matrimonio avuncular, el imaginario guerrero del kerémba y, por sobre todo, el idioma, el componente arawak aportó la densidad demográfica, las mujeres, la fuerza masculina de trabajo, las técnicas de alfarería, de riego y de tejido, el enmascaramiento ritual y las jerarquías de estratificación social (Lowrey 2003; Combès y Villar 2004; Combès 2005; Villar 2006).

Otro hecho que hace dudar del hecho de que el magma guaraní haya fagocitado por completo a la tradición chané es la constatación histórica de rincones relativamente independientes, en los que los antiguos siervos se las ingeniaron para escapar de las garras de los conquistadores y en los cuales siguieron definiéndose étnicamente como chané. En primer lugar, la zona del Isoso, en la provincia Cordillera, en Bolivia, poblada a mediados del siglo XVI por chané que huyeron de los chiriguano del Gran Parapetí. En segundo lugar, el núcleo del río Acero, en el departamento boliviano de Chuquisaca, poblado hacia mediados del siglo XVIII por chané de Saypurú que escapaban de sus viejos amos y que incluso reclamaron apoyo a la Audiencia de Charcas. Un tercer grupo se conformó en el valle de Caipependi, a orillas del Pilcomayo, en una fecha todavía incierta. El último es el asentamiento en las riberas del río Itiyuro, en el actual noroeste argentino, cuya existencia está comprobada por lo menos desde finales del siglo XVIII.

En la actualidad, subsisten solo dos de estas agrupaciones: la del Isoso y la del Itiyuro. Pese a que en ambas se habla un dialecto guaraní y se mantiene, en buena medida, la cultura guaraní, a través de los años se han atesorado tanto la independencia práctica como la conciencia clara de su diferencia cultural (Dietrich 1986; Combès y Villar 2004; Bossert y Villar 2004b; Combès 2005; Villar 2006).

Sin embargo, y pese a que la conjetura de influencias culturales siempre es una empresa arriesgada, parece imposible sostener que la singularidad étnica chané se nutrió únicamente de la síntesis entre la lengua guaraní y la cultura material arawak. Además de la relación simbiótica con la cosmología «guaranizante» de los chiriguano, los chané padecieron la adaptación de su antiguo sustrato amazónico al contexto chaqueño; luego, en el nuevo entorno, los vínculos diversos con pueblos andinos y chaqueños, entre los cuales operaron como intermediarios comerciales; por último, a medida en que se consolidó el avance lento pero inexorable de la colonización, debieron también trabar lazos con diversos representantes de la sociedad blanca: patrones, finqueros, hacendados, comerciantes, militares y misioneros (Nordenskiöld 1920 y 2002; Métraux 1946; Langer 1987; Combès 2005; Villar 2005 y 2006).

UNA PRAXIS HÍBRIDA

Tan enmarañada como su identidad étnica, la cosmología de los chané lleva inscriptas las marcas de sus múltiples interacciones históricas. No sorprende, entonces, que el sistema chamánico chané no sea hostil al cambio, sino que en todo momento mantenga un carácter abierto, no dogmático, maleable e integrador. Esta plasticidad le permite operar como un lenguaje ideal para el contacto multiétnico, un elemento de equilibrio que opera en las márgenes y en los puntos de contacto (Chaumeil 1998; Carneiro da Cunha 1998; Gruzinski 2000; Whitehead y Wright 2004).

Para comenzar, para muchos chané argentinos, los acusados preferenciales de la brujería siguen siendo sus viejos adversarios, los chiriguano, con quienes combatieron desde los siglos XV y XVI hasta principios del XX. La historia oral de los chané argentinos rememora las gestas de los guerreros legendarios que combatían a los invasores que llegaban desde Bolivia, para lo cual recurrían a un arsenal de conjuros llamados mbrae —en castellano, ‘secretos’—. Algunos informantes, incluso, achacan a los invasores el hecho de haber introducido la brujería en el mundo (Bossert y Villar 2004a). Sin embargo, lo notorio es que las conexiones significativas no se limitan al universo de nociones y valores que el chamanismo chané comparte con el chiriguano, sino que la red de relaciones trasciende largamente las barreras idiomáticas: así, los chané contemporáneos, como muchos otros grupos indígenas y criollos del norte argentino, acuden con frecuencia a tratar sus padecimientos con especialistas wichí, cuya lengua les resulta ininteligible, pero cuyo arte curativo es tenido en gran estima (Palmer 2005: 162).

No es menos compleja la trama de relaciones entre el chamanismo chané y el mundo de los blancos, los karaí —término que, dicho sea de paso, designaba antiguamente a los más poderosos chamanes tupí-guaraní (Métraux 1931; Clastres 1988)—. A finales de siglo XIX, José Cardús escribe: «y es tanta fé que tienen en la existencia de los brujos malos, que todos, cuando están enfermos, creen que lo están por efecto de algún maleficio; y si mueren, todos creen que es por maleficio también» (1886: 248). Unas décadas más tarde, la situación se mantiene, y los misioneros franciscanos de finales de siglo XIX observan que la imputación de las enfermedades a la brujería era poco menos que excluyente en estos grupos: «Si enferma de un pie, si de la cabeza, si del vientre u otra parte del cuerpo, la culpa no la tienen ni la naturaleza humana, ni los elementos, ni las estaciones, ni el cambio repentino de la atmósfera, tan común en la región, sino los brujos malos» (De Nino 1912: 148). Doroteo Giannecchini —acaso el más grande conocedor de los antiguos chiriguano— observa finalmente: «Es tanta la ceguedad de esta obstinada y desgraciada tribu chiriguana y tanta la creencia que profesan al poder de sus brujos, que llegan a negar la muerte natural […]. Solo admiten la muerte natural en casos muy excepcionales de suma decrepitud. En todos los demás casos, aun de enfermedades muy conocidas, como pulmonía, tisis, viruela, etcétera, creen y tienen por cierto que sanarían de ellas si no obstara el maléfico influjo de los hechiceros» (Giannecchini 1916: 101)1.

Entre los chané, la brujería sigue siendo un eslabón fundamental en la cadena causal que relaciona a determinado individuo con determinados acontecimientos. Sin embargo, incurriríamos en una distorsión de su filosofía actual si dijéramos que se trata de la única causa de las cosas: las determinaciones «naturales» y las «simbólicas» interactúan de tal modo que es casi imposible desenmarañarlas (Evans-Pritchard 1976). Todo sugiere, en efecto, que en alguna medida opera una síntesis simbólica entre la causa «natural» de la enfermedad y su causa «chamánica». Por ejemplo, se constata una tácita tolerancia entre el sistema chamánico y la medicina occidental, dos saberes que no se invalidan mutuamente, sino que se articulan en una convivencia que sugiere una predilección por el pluralismo y la complementariedad de los procedimientos.

Los chané conocen bien las competencias de los diversos sistemas terapéuticos, y disciernen tanto las respectivas causalidades como también los distintos ámbitos de su resolución. En la comunidad de Tuyunti, donde durante décadas funcionó una misión franciscana, algunas enfermedades son imputadas a Dios como castigo a los pecados; en estos casos, existen serias dudas acerca de la competencia del chamán. De la misma manera, se admite también que ciertas enfermedades deben ser tratadas directamente por los médicos. No se niega tampoco que existan causas «naturales» para las enfermedades, las cuales coexisten con aquellas otras afecciones provocadas por la brujería.

Dado que la acción del brujo provoca un tipo especial de calor en el enfermo, si el curandero escudriña a través del humo del tabaco dentro del cuerpo y no encuentra la característica chispa provocada por la hechicería, sabe que el mal se debe a causas «naturales» y se abstiene de intervenir. Cuando el curandero reconoce los síntomas de la tuberculosis, por lo general, se abstiene de intentar cualquier malabar terapéutico y envía al paciente al hospital; de la misma forma, a ningún chamán se le ocurriría tratar un cáncer o un mal de Chagas, pues le sería imposible garantizar un resultado satisfactorio. Ala inversa, los médicos criollos de la zona no tratan el «susto» (kiye), una competencia exclusiva de los especialistas indígenas. La situación no es nueva: Erland Nordenskiöld, en 1908, registraba ya casos de criollos que acudían a los curanderos chiriguano y chané (2002: 200).

El problema de las relaciones entre las creencias tradicionales y las cristianas presenta una mayor complejidad. Si tenemos en mente que hace más de un siglo el padre Giannecchini advertía a los chiriguano «No os hagáis embrujar por los brujos, pues es pecado» (1916: 87), es obvio que sería necio ignorar el impacto que las doctrinas misioneras, tras años de evangelización más o menos exitosa, tuvieron en el imaginario y las prácticas asociadas con el oficio chamánico (Giannecchini 1996; Del Campana 1902; De Nino 1912; Corrado 1945; Hirsch y Zarzycki 1995).

La tensión no se traduce —o no se traduce solamente— en un duelo de resignificaciones simbólicas, de traducciones semánticas. Entre los chané, como entre los chiriguano, existió la rispidez habitual entre los especialistas indígenas y los misioneros, lo cual, por lo general, condenó a los primeros a la clandestinidad. Los chamanes no solo eran percibidos como competidores en la carrera por los corazones, las almas y las mentes, sino que su mismo modo de vida constituía un escándalo moral —la remuneración que los enfermos les daban, por ejemplo, indignaba a los sacerdotes, quienes veían tras todo chamán a un embaucador, charlatán o estafador—.2 Los religiosos tampoco admitían el carácter benéfico de ciertos chamanes, considerados enemigos de la evangelización —cuando no, en las versiones más exaltadas, aliados del mismo demonio—. Sin embargo, no es menos cierto que, al combatir a los especialistas nativos, los misioneros los reconocían, de algún modo, como iguales, y entonces reforzaban su prestigio.

Además, la absorción del legado misionero —con sus cuadros institucionales, su atractivo económico y social, su coherencia interna, su fuerza de persuasión, su capacidad para forjar ortodoxias— debe ponerse en relación directa con los cambios impuestos a la vida indígena. En otras palabras, la colonización catequística no fue únicamente una contienda ideológica que opuso panoplias de símbolos, amuletos y doctrinas. No es solo que el proyecto misional modelara —o intentara modelar— un individuo con «alma», «conciencia» y «mente», preferentemente alfabetizado, desligado de los circuitos tradicionales de intercambio, dependencia y jerarquía, inclinado hacia el trabajo, la superación personal y la responsabilidad: la ética cristiana y el espíritu del individualismo (Weber 1996; Hertz 1970 y 1996). La guerra de imágenes fue precedida por la conquista de la tierra y la desarticulación de las redes tradicionales de organización social y alianza matrimonial. Las confederaciones supralocales, la poliginia, el avunculado, el matrimonio entre primos, el levirato, el sororato y la familia extensa desaparecieron en detrimento de una exogamia planteada a partir del patronímico, el ideal de «comunidad» y la familia nuclear como interlocutor privilegiado de la vida parroquial.

GUERRA DE SÍMBOLOS

Los conflictos entre las instituciones en pugna, sin embargo, no impidieron que ciertas nociones del imaginario cristiano encontraran eco en el arsenal conceptual del chamán. Las crónicas sobre los chiriguano y los chané revelan que, por lo general, el éxito de los misioneros dependía de saber interpretar con éxito el papel de los chamanes. Los sacerdotes eran vistos como equivalentes poderosos del chamán —lo cual suponía, en virtud de la ambivalencia siempre implícita en ese oficio, el riesgo enorme de ser tomados por brujos y de correr su triste suerte—.

Desde un principio, los chané y los chiriguano parecen haber interpretado el mensaje cristiano en clave chamánica. Entre 1568 y 1573, la cordillera chiriguana se vio revolucionada por los milagros del «Ángel Santiago», quien según se decía era capaz de volar por los aires, practicar curaciones maravillosas e incluso resucitar a los muertos. De acuerdo con el historiador jesuita Francisco Pifarré, aquel personaje era, en realidad, un misionero carmelita a quien se había confundido con un ama-iya, un tipo de chamán que literalmente significa ‘dueño de la lluvia’. Lo mismo sucedió con las hazañas prodigiosas del apóstol Santo Tomás —tomé, para los indígenas—, otro conspicuo hacedor de milagros cuyo rastro los misioneros franceses creyeron poder seguir hasta entre los célebres tupinambá (Pifarré 1989: 66).3

A finales de siglo XVIII, fray Miguel Jerónimo de la Peña fue el único misionero que logró entablar relaciones amistosas con los chiriguano de la Cordillera Central. Como las comunidades padecían una sequía, le solicitaron que intercediera ante Dios para propiciar la lluvia. Pero al llegar a Guacaya una mujer chamán lo desafió a demostrar que sus poderes eran superiores a los de ella. Tras invocar a Dios y a la Virgen, el sacerdote la venció al lograr que la lluvia cayera; luego de este duelo singular, comenzó a ser requerido en todas partes, al punto de que el cacique de Guacaya propuso que la Virgen María fuese nombrada «capitana de toda su gente» (Pifarré 1989: 189-190).

Podríamos recordar, finalmente, la veneración de la cruz por parte de los indómitos chiriguano, apostasía que llegó incluso a discutirse en la corte del virrey toledo —este, con buen olfato, desconfió de un éxito tan rápido de la evangelización, y la historia posterior le dio la razón—.4 La cruz era vista como un arma poderosa de los misioneros, y como tal fue adoptada por los indígenas. No veían en ella el símbolo de un nuevo dios, sino un tupicho, un instrumento mágico que servía para alcanzar metas bien concretas: «Los misioneros del siglo XVI andaban entre ellos, plantaban la cruz en las plazas de los pueblos, hacían ramadas con la cruz; y en una sequía, los indios pidieron al andante carmelita que "haga la lluvia"; cayó esta y los Chiriguanos comenzaron a venerar la cruz» (Susnik 1968: 74). Tras la pretendida devoción a kurusu no parece detectarse más que el deseo de apropiación de los poderes ajenos, puestos al servicio de las intenciones propias. Hay noticias de imágenes católicas utilizadas como dispositivos chamánicos contra la viruela; mucho más cerca en el tiempo, Nordenskiöld observó que los chané pintaban cruces rojas en las frentes de los perros para que no los mordieran los animales rabiosos (2002: 171).

Consideremos ahora los actuales procesos de apropiación y resignificación de las figuras cristianas en términos chamánicos. En la comunidad de tuyunti hay una imagen de la Virgen que ha recibido el nombre de ama-iya, ‘la dueña de la lluvia’. La imagen se encuentra ubicada en la misma zona en donde hace algún tiempo vivía un chamán que invocaba las precipitaciones. A medio camino entre la descripción y la metáfora, algunos chané relatan que en el monte existen dos caminos: uno conduce hacia la Virgen, el otro hacia la salamanca, una creencia del folklore criollo que consiste en una cueva en la cual los brujos obtienen sus poderes maléficos mediante un contrato y el cumplimiento de ciertas prescripciones alimentarias y rituales (Lowrey 2006). Si uno se acerca a su puerta pensando en la Virgen, seguramente la encontrará cerrada. Para muchos chané, esto explica la ausencia de chamanes: no se puede entrar a la salamanca si se está bautizado. Los «antiguos» no estaban bautizados; por eso se perdían más seguido en el monte, entraban en la salamanca y se iniciaban como chamanes. El bautismo y la salamanca parecen instancias simbólicas mutuamente interdictas. Algunos incluso afirman que, para que un individuo bautizado pueda ser instruido por un chamán, este debe iniciarlo removiendo de su frente la «marca luminosa» que deja el bautismo —este signo, aparentemente, es lo que provoca el rechazo de la salamanca—. Otros agregan, inversamente, que quien conoce muchos «secretos» no puede ser bautizado, pues perdería la razón (Bossert y Villar 2004a).

Sin embargo, no debemos exacerbar las contradicciones. Como hemos dicho, en la mayoría de los casos se percibe una convivencia entre las creencias cristianas y las propias.5 Los chané no desdoblan las representaciones en polos éticos tajantes, y se adhieren en cambio a una lógica pragmática y acumulativa que hasta incluso podríamos llamar —usando la terminología predatoria que encandila a los amazonistas— omnívora. El uso de las vestimentas sacerdotales y de los objetos litúrgicos registrado por las crónicas, en esta perspectiva, no era una parodia irrespetuosa del cristianismo, como pensaron algunos jesuitas, sino más bien un intento de captación de poderes ajenos (Fausto 2005). Así, la praxis curativa de un chané llamado Koronsai combina las tradicionales técnicas chamánicas con elementos folklóricos criollos, católicos, evangélicos, mormones e incluso toba-pilagá. Con sabiduría pascaliana, por su parte, una vieja curandera pronuncia los «secretos» en idioma y luego le reza a Jesús —después de todo, dice, «Jesucristo me da un pedacito de su poder»—.

Los chamanes chané, en definitiva, se apropian de todo lo que tengan a mano; forjan así un arsenal ecléctico en el que los mbrae tradicionales se combinan con los saberes wichí, los «gualichos» criollos y las oraciones evangélicas, tal como el tabaco chamánico se combina sin problemas con la señal de la cruz. Esta hibridez también es evidente en el lenguaje terapéutico, que combina las expresiones cotidianas con aquellas propias de los espíritus, los dueños de los animales, la terminología misionera, el léxico criollo y también el de otros grupos étnicos: una variación chané sobre el tema de la glosolalia.

RELIGIONES OMNÍVORAS

Sería totalmente erróneo pensar que la institución chamánica pierde su vigor o su consistencia al entrar en contacto con influencias externas. Esta idea encubre una idealización cándida de la vida indígena, una teoría ingenua del cambio social y la aculturación. Sin demasiados fundamentos, parte de la premisa de una suerte de correlación entre la intensidad del contacto con el mundo urbano y la finura del conocimiento mágico, etnobotánico o etnomedicinal (Erikson y Lenaerts 2002), cuando, en realidad, el dinamismo de cosmologías como la chané se debe precisamente a su interacción constante con creencias y prácticas chiriguano, misioneras, andinas, chaqueñas y criollas. Igualmente artificiosa es la imagen del criollo ávido e inescrupuloso que se apropia de un esquivo conocimiento «nativo». La práctica folklórica criolla se articula según una lógica propia y no constituye un pálido remedo de presuntas creencias y prácticas «originarias» —en todo caso, hemos visto que históricamente los chané han obtenido tanto rédito de la interacción cultural como sus múltiples interlocutores—.

El chamanismo chané se articula con los sistemas de creencias vecinos tanto indígenas como criollos, y conforma así un único campo de acción simbólica. Entre los isoseños del Parapetí, parientes cercanos de los chané, un renombrado chamán fue recientemente acusado de brujo y expulsado de su comunidad, por lo que fue a trabajar a la ciudad como «espiritista» (Lowrey 2003: 186 y 195).6 Los chamanes isoseños, de hecho, han adaptado sin mayores problemas sus saberes a los nuevos discursos de la medicina naturista, la ecología y la defensa de los derechos medioambientales (Lowrey 2006). De la misma manera, el destino del chamanismo chané parece garantizado por su eficacia, su plasticidad y su ubicuidad. La ideología chamánica ofrece un conjunto de claves heterodoxas y estrategias pragmáticas lo bastante maleables y ambiguas como para que cada quien encuentre lo que busca: la expresión del resentimiento, la envidia o el temor, el antídoto contra la desgracia, la resolución de las tensiones domésticas, las rencillas comunitarias y hasta una explicación del mundo. Se trata de un esquema adaptable a múltiples contextos por lo simple y estereotipado, pero también por su innegable capacidad de integración y resignificación, por su propensión a la heterodoxia y al eclecticismo. Reflejando las circunstancias de una historia rica en migraciones, mestizajes, préstamos y contactos, el chamanismo de los chané conforma un mosaico abigarrado que no puede comprometerse con pureza teológica alguna.

 

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  1. Del Campana anota: «¿Por qué mueren los chiriguano? Únicamente, dicen ellos, por maleficios de los ipayes malignos. Si estos no existieran, todos vivirían eternamente, pues cualquier mal que les ocurriera, aún gravísimo, no podría matarlos» (1902: 43).

  2. Véase, por ejemplo, Cardús (1886: 248-249).

  3. Se suele hablar de la resignificación de los símbolos misioneros por parte de los indígenas, pero poco del proceso inverso, cuando ejemplos como este revelan cuán necesario sería un estudio profundo del impacto histórico que las religiones indígenas tuvieron en la lógica explicativa de la teología católica.

  4. Véase al respecto Dabbs (1953).

  5. Cuando decimos cristianos, nos referimos principalmente a los católicos y a los evangelistas —la influencia del mormonismo, actualmente, es mínima entre los chané—. En términos generales, los chamanes se sienten más cómodos interactuando con la religión católica que con la evangélica: primero, por la simple razón de que la convivencia ha sido más larga; segundo porque, a pesar de que los «evangelios» ofrecen a los fieles una actividad litúrgica más ritualizada y periódica, prohíben sistemáticamente los «vicios» como el tabaco —medio de curación por excelencia— y el alcohol.

  6. Lowrey también refiere el siguiente caso: «A comienzos de los años ‘90, una pareja acusada de brujería viajó a Santa Cruz de la Sierra para obtener un "certificado" de un espiritista de la ciudad que comprobase que ellos no eran brujos. Se dice que el espiritista se negó a firmar semejante exoneración, y que, luego de su regreso al poblado, fueron ejecutados como brujos» (2003: 196).