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Anthropologica

versión impresa ISSN 0254-9212

Anthropologica v.26 n.26 Lima dic. 2008

 

ARTÍCULOS

 

El cacicazgo en la región pampeana-norpatagónica argentina a mediados del siglo XVIII. La actuación de los caciques en torno a la instalación de las misiones jesuíticas*

 

María Paula Irurtia

 

* Este trabajo es una versión modificada de mi presentación realizada en el simposio «El liderazgo indígena en los espacios fronterizos americanos (XVIII-XIX)», organizado por el Seminario de Investigaciones de las Fronteras Americanas – SIFRA. Sección Etnohistoria, del Instituto de Ciencias Antropológicas de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, durante los días 2 y 3 de agosto de 2007 en el Museo Etnográfico.

 


RESUMEN

Entre 1740 y 1753, la Compañía de Jesús estableció tres misiones al sur de la frontera conformada por el Río Salado en la actual provincia de Buenos Aires, Argentina. Desde el punto de vista del gobierno colonial, los emplazamientos operaron como puestos de avanzada. Para los grupos indígenas resultaron puntos de reunión, espacios de intercambio y lugares donde se produjeron enfrentamientos y tratos pacíficos. En ellos, los caciques jugaron un rol fundamental. Propongo identificar a los caciques que se acercaban a las misiones, sus fines y las estrategias utilizadas. De igual manera, definir una pauta de actuación en determinado contexto y según ciertos intereses. Se ha realizado una lectura crítica de documentación producida a partir de este intento jesuita y se ha confrontado con la producción bibliográfica de diversos autores sobre el tema. Se ha podido visualizar el estratégico acercamiento de los caciques a las misiones, los tipos de vinculaciones que posibilita-ron esta dinámica y distintos componentes que conformaban el cacicazgo, en especial, la figura del hechicero. Así, se ha caracterizado al cacicazgo de mediados del siglo XVIII en la región pampeana-norpatagónica como una dinámica forma de liderazgo que operaba en distintos niveles y podía ser asumido por distintas personas en las diversas circunstancias.

Palabras clave: cacicazgo – Pampa y Norpatagonia – misiones jesuíticas – siglo XVIII.

 


ABSTRACT

Between 1740 and 1754 the Society of Jesus established three missions in the south of the frontier that shaped the Salado river in the present territory of the State of Buenos Aires, Argentina. Concern-ing the colonial authorities the sites operated as advance post; for the indigenous groups they became a place of encounter, barter and confrontation and pacific dealings, where caciques (chiefs) played a fundamental role. I propose to identify the caciques that went to the missions, their purposes and strategies; to define a model of actions on a certain context and interests. A critic reading has been done from the documents concerning this Jesuit attempt and it has been confronted with the bibliographical production from different authors. It was possible to display the strategic ap-proach to the missions, the kind of bonds that made possible this dynamic and different components which were part of the chief-domship, specially, the hechicero (sorcerer). The chiefdomship in the middle of the 18th Century in Pama-North-Patagonia has been characterized as a dynamic form of leadership that operated in different levels and could be assumed by several persons in different circumstances.

Key words: chiefdomship – Pampa-North-Patagonia – Jesuit.

 


Entre 1740 y 1753, la Compañía de Jesús estableció tres misiones al sur de la frontera conformada por el Río Salado en el actual territorio de la provincia de Buenos Aires. Desde el punto de vista del gobierno colonial, los emplazamientos pretendieron operar como pioneros puestos de avanzada ante la imposibilidad de otro tipo de ocupación efectiva y como cordón defensivo frente a las incursiones de los indios. Las misiones resultaron puntos de reunión, espacios de intercambio de bienes y de información y lugares donde se produjeron enfrentamientos, así como encuentros pacíficos. Los caciques aparecían como figuras centrales y jugaban un rol fundamental. Propongo identificar los fines y las estrategias con que los caciques se acercaban a las misiones, definir pautas de actuación en contextos determinados y, a partir de este análisis y de la producción de otros autores sobre el tema, reflexionar acerca de los aspectos característicos de los cacicazgos en la región pampeano-norpatagónica a mediados del siglo XVIII.

Las fuentes en que me basaré son relatos, informes y cartas de jesuitas referidos al funcionamiento de las reducciones. Entre los testimonios de sacerdotes que las habitaron he utilizado en este trabajo una descripción elaborada por Tomás Falkner S.J. (2003 [1774]), un informe de José Cardiel S.J. [1747] —ambos sacerdotes destinados a la reducción del Pilar— y una carta de Matías Strobel S.J. [14/1/1748], quien habitó las tres reducciones que describiré más adelante. Los escritos de Cardiel y de Strobel fueron producidos en las misiones, mientras que Falkner redactó su descripción unas dos décadas más tarde, desde el exilio en Europa. Los jesuitas también realizaron expediciones al interior del territorio y por las costas patagónicas y así aportaron nuevos datos a su conocimiento. Otra fuente de información era provista por los propios indios y por ex cautivos españoles que respondían a las preguntas de los padres acerca de las características del terreno, distancias y de diversos grupos étnicos y sus caciques. Así, las relaciones también describen territorios y grupos que los jesuitas no conocieron personalmente. Los padres estuvieron en contacto con indios que habitaban los pueblos y regiones cercanas, y con indios que recorrían largas distancias para acceder a las atractivas llanuras pampeanas y visitaban las reducciones. También he recurrido a información proveniente de las Cartas Anuas correspondientes a los años 1735-1743 (las correspondientes al período posterior no se han podido hallar) redactadas por Pedro Lozano S.J., las cuales fueron publicadas Carlos por Moncaut (1981), y he recurrido además a un copioso escrito de José Sánchez Labrador S.J. (1936 [1772]). Este sacerdote, dado que no visitó estos pueblos jesuitas, describe la historia de las reducciones del sur a partir de sus contactos con los indios que iban a comerciar a Buenos Aires y de los relatos de los padres que allí actuaron. A través de la obra de Guillermo Furlong S.J. (1938) se puede acceder a fragmentos de los documentos citados y a otros basados en la producción de los misioneros.

Si bien se trata de misiones que funcionaron un corto período, especialmente en comparación con otras regiones, los documentos surgidos a partir de esta tentativa aportan valiosa información acerca de las dinámicas indígenas, entre otras cuestiones. Estos papeles jesuitas, que se complementan entre sí, deben ser analizados críticamente teniendo en cuenta el contexto en que fueron producidos (escritos por quién, dirigidos a quién, etcétera), es decir, atendiendo a la intención del autor. Se considerará la influencia de las ideas de la época, de la mentalidad religiosa y de los propósitos que llevaban a describir la realidad de determinada manera. Los sacerdotes procuraron resaltar los esfuerzos y logros de la misión, dar cuenta de las dificultades que debieron sobrellevar, tanto en lo relativo a la falta de disposición en los indígenas, como a las acciones entorpecedoras de los españoles y, finalmente, explicar la destrucción de las reducciones. Así, los documentos suelen presentar a los misioneros como bondadosos y justos; a los españoles, como obtusos y ciegos por la codicia; y a los indios, en algunos casos, como bien predispuestos y, en otros, su «rechazo al cristianismo» se entiende como obra del demonio. Por otro lado, vale la pena mencionar que las reducciones eran miradas con recelo por la población y autoridades en Buenos Aires, acusadas de facilitar las incursiones de los indios a los establecimientos fronterizos (ver Información del Cabildo de Buenos Aires [1752]). En cuanto a la utilización de ciertos conceptos, deberemos atender al empleo de términos como «vasallo» —aplicado a la relación de los indios con un cacique— o «hechicero» y considerar que el significado europeo de ese término no reflejaría necesariamente la realidad indígena, sino que se trataría de una palabra utilizada por los jesuitas para abordar un medio hasta entonces desconocido y actuar en él, como señalaremos en cada caso.

Se me ha presentado el problema de cómo nombrar a «unos» y a «otros». Al respecto, quisiera recordar, en cuanto a la ya planteada problemática de los nombres y características asignados a los grupos indígenas por españoles, que estos responden a una necesidad práctica de identificar al otro y de ordenar las relaciones que surgen de la situación de contacto; no necesariamente reflejan denominaciones o percepciones de los indios (ver Nacuzzi 1998). Según los relatos, los padres también reconocían en estos nombres la influencia de los contactos con los españoles, incluso interétnicos (Sánchez Labrador [1772] 1936: 29-31, Falkner [1774] 2003: 167-175 y 181-185). No es posible tratar aquí la cuestión del origen y significados de los apelativos, por tanto, me referiré a las agrupaciones indígenas y a los agentes coloniales de la misma forma en que aparecen nombrados en las fuentes, como una manera de visualizar a grupos que entraban en contacto con españoles, con misioneros y entre sí, intercambiaban bienes, pactaban, negociaban, amenazaban, atacaban, etcétera. Se darán, en cada caso, las mayores referencias posibles para su identificación. Para agilizar la lectura de las citas la grafía ha sido modernizada y las abreviaturas han sido desplegadas.

Acerca de los caciques y de los grupos indígenas de esta región, diversos autores han señalado la flexibilidad y movilidad, la profusión de sus relaciones de intercambio y la capacidad de integrar elementos foráneos a sus sistemas sociales. Las sociedades indígena y española, como señala Mandrini, estaban conectadas por «complejos vínculos y lazos» de comercio, alianzas y de amistad (Mandrini 1985). La organización social de los grupos indígenas, según Palermo (1991), era semejante entre sí y su economía seguía básicamente un patrón «de caza y recolección, con desplazamientos estacionales de grupos relativamente pequeños y variaciones zonales en su actividad según los recursos disponibles» (1991: 156) y aprovechaban los recorridos para las actividades de intercambio. En cuanto a la organización política, el autor la caracteriza como «de jefaturas típicamente laxas». Describe las vinculaciones de los grupos entre sí por medio del matrimonio interétnico —vínculo que facilitaba la circulación de personas aun por territorios pertenecientes a grupos enemigos y proporcionaba aliados—. De esta manera, eran posibles los movimientos de los grupos en busca de ganado, hacia los centros de intercambio y las incursiones a emplazamientos españoles. En relación con los caciques, el vínculo matrimonial con mujeres de otros grupos, además, establecía «alianzas de tipo político entre jefes de distintas tribus o parcialidades», las cuales se imponían por sobre «fuertes enemistades étnicas» y brindaban «información, mediación en conflictos, etc.». La autoridad de los caciques era ratificada constantemente por sus cualidades personales y habilidad política. Así, en caso de resultado desfavorable, las familias de su tribu podían instalarse con otro jefe más promisorio. Al respecto, Palermo menciona las «rotaciones» o «pasajes de personal» que no respetaban necesariamente las barreras étnicas e «iban tendiendo lazos de integración étnica» (1991: 176-178). Nacuzzi ha señalado que estas alianzas entre caciques eran frecuentes, de una gran flexibilidad y muy cambiantes, «se acordaban y se olvidaban con mucha rapidez» —dinamismo que también estaría relacionado con la influencia de la presencia del blanco (1998: 118 y 120)—. Los territorios propios de cada cacique y su grupo serían regiones acotadas, mientras que los movimientos con fines de intercambio, en busca de ganado o para atacar otras agrupaciones de indios o poblaciones fronterizas, eran «necesariamente extensos» (1998: 121). Nacuzzi analiza los fenómenos ocurridos a partir de la instalación del Fuerte de Nuestra Señora del Carmen (1779), en el Río Negro, y observa que el establecimiento de este enclave colonial trajo consigo cambios en las relaciones interétnicas y en la «estructura de alianzas y amistades». La autora menciona «un acentuado desplazamiento de caciques/grupos hacia el lugar», el cual suscita intercambios, negociaciones, circulación de la información y, por otro lado, una «reacción defensiva» ante el avance de los «cristianos» (1998: 122). En esta serie de encuentros, negociaciones y enfrentamientos los caciques «aparecen como personajes claves» y se centraliza la relación de los grupos indígenas con los blancos «casi exclusivamente en la figura de sus jefes», si bien los grupos ejercían control sobre esos jefes (1998: 168). De esta manera, «son los caciques los que representan las alianzas, amistades, guerras y enemistades de los grupos». Otras funciones que identifica la autora para los jefes son las de actuar como negociadores, mediadores (1998: 169) o intermediarios (1998: 184). Destaca la capacidad de reacción, perspicacia y talento puestos en juego por los caciques ante situaciones novedosas (1998: 182).

Con respecto a los tipos de liderazgos, Bechis (1999) —en un trabajo que presenta una ponencia realizada en el I Congreso Internacional de Etnohistoria de 1989— ha distinguido aquellos fundados en el poder como «cualidad inherente a un status o posición», y los liderazgos basados en la autoridad surgida de las cualidades personales del jefe y del apoyo de sus seguidores. Si bien la autora desarrolla este modelo para el siglo XIX, este constituye un valioso aporte para comprender fenómenos ocurridos en el siglo anterior. Bechis identifica que, en el caso de los lideratos pampeanos, las jefaturas eran construidas «a partir de las oportunidades creadas por los seguidores». En cuanto a la conformación de las agrupaciones, la autora señala su carácter «segmental». Estas organizaciones formaban un sistema compuesto por repetición de unidades cuya fisión originaba dos o más nuevas unidades independientes, por ejemplo, al hacerse independiente un cacique subordinado o al separarse un confederado. La fusión surgía por subordinación o por alianzas. En tiempos de guerra, los pactos podían unir a varias agrupaciones —unión que se desvanecía al volver la paz—. Por último, otros factores, como la muerte o la prosperidad de un cacique, así como sus relaciones con los blancos, disgregaban o captaban población que era integrada a la vida de la comunidad (Bechis 1999).

Otro planteo ha sido formulado por Mandrini, quien ha identificado procesos de diferenciación social y de riqueza en relación con la figura del cacique ya a mediados del siglo XVIII. A través de complejas y cuidadosas ceremonias y la demostración de su riqueza y prestigio se expresaba la «jerarquía». Mientras que en el plano político distingue en los adornos, en la posesión de bienes valiosos (ganado, mujeres, objetos de plata) y en el «poder militar» ciertos «elementos al menos embrionarios que parecen destinados a superar una organización tribal segmentaria» (1987: 95 y 2003: 40-41).

MISIONES JESUÍTICAS EN TERRITORIO INDÍGENA

Con el avance de la conquista y colonización españolas, la Compañía de Jesús se abocó al desarrollo de misiones consagradas a los indios al tiempo que participaba de actividades políticas y económicas en las distintas regiones. Desde el Perú, en la segunda mitad del siglo XVI, proyectó su obra misionera hacia las regiones de los actuales Paraguay, Argentina, Bolivia y Chile. Hacia mediados de la década de 1580 se inició la presencia jesuita en el Tucumán y Paraguay con una ardua labor misional de resultado diverso frente a indios que practicaban la agricultura y aquellos que no, junto con una larga serie de negociaciones y enfrentamientos por intereses encontrados entre los diferentes agentes coloniales (Mörner 1985 [1968]). La articulación en torno a los polos mineros del espacio colonial americano y la metrópoli, como señala Pinto Rodríguez (1988), dejaría al margen a los denominados espacios fronterizos como el de la Araucanía chilena. Allí, los jesuitas debieron readecuar sus métodos y su acción; demostraron entonces una gran capacidad creadora frente a factores como el rechazo de los indios, la ausencia de la presión ejercida por los ataques de españoles y portugueses que operó en otras regiones y la nula capacidad económica de las reducciones (Pinto Rodríguez 1988). A mediados del siglo XVII encontramos los primeros intentos jesuitas de establecer reducciones en la región chaqueña y un siglo más tarde —época en que cobró gran auge la labor misionera de la orden— procurarían instalarse en la región pampeana. Así, entre 1740 y 1753, la Compañía de Jesús emprendió la fundación de tres misiones al sur de la frontera que marcaba el Río Salado en el marco de una intensa seguidilla de ataques y negociaciones entre españoles e indígenas.

A grandes rasgos, el padre José Sánchez Labrador ([1772] 1936: 29 y 30) identifica cada una de las reducciones con determinadas poblaciones indígenas:

  • La reducción de Nuestra Señora de la Concepción (1740-1753), ubicada al sur del Río Salado, estaba destinada a los pampas —diversas agrupaciones que habitaban las campañas y llanuras inmediatas a Buenos Aires siguiendo la disponibilidad de ganado vacuno—.

  • La reducción de Nuestra Señora del Pilar (1746-1751), ubicada más alejada de la frontera, hacia el sur, en la zona del Volcán (región serrana de la provincia de Buenos Aires de gran atractivo debido a su riqueza ganadera), fue fundada para los peguenches o serranos o puelches que habitaban desde las sierras hasta el Río Negro (entre los caciques de estas agrupaciones, Sánchez Labrador destaca al cacique Bravo Cacapol, quien sería motivo de alarma en las misiones).

  • La reducción de Nuestra Señora de los Desamparados (1750-1751), distante unas pocas leguas de la reducción del Pilar, fue designada para «la nación más numerosa», la de los thuelchus o patagones entre quienes el sacerdote jesuita distingue a los thuelchus de a caballo que habitaban en las cercanías de los ríos Negro y Colorado y a los thuelchus de a pie, al sur del Río Negro hasta el estrecho de Magallanes.

Falkner menciona numerosos grupos indígenas y les atribuye un determinado territorio basándose en distintos informantes que incluían a ex cautivos y a los propios indios, entre ellos al «gran cacique Cangapol». Acerca de la cuestión de la «validez» de estas «clasificaciones», ya se ha mencionado que constituye «un intento de ordenar los datos de la realidad, pero no la realidad misma». Este ordenamiento seguía los lineamientos propios de la ciencia del siglo XVIII, el siglo de las grandes taxonomías (ver Mandrini 2003: 47-51). Aquí, como he señalado en relación con la problemática de los nombres asignados a las poblaciones indígenas, esta información será leída surgida de determinados procesos de percepción y considerando el contexto en que fue producida. De esta manera, el esquema puede darnos una referencia acerca del grupo a que pertenecían los caciques mencionados en las fuentes, su ubicación geográfica y su relación con las otras agrupaciones. Tendremos en cuenta que el propio Falkner ([1774] 2003: 111, 152, 178, por ejemplo) describe los extensos movimientos de los grupos. Advierte acerca de las variantes en los nombres y de los cambios en la ocupación del espacio. Ello, a causa de la disminución en su número producto de las guerras, la viruela, el aguardiente o «porque se han refugiado entre los españoles» ([1774] 2003: 171).

Contamos con trabajos dedicados a las misiones jesuíticas del sur que han enfocado su atención en las cuestiones de la política española de expansión y consolidación territoriales (Tejerina 1996). También en el tema del conocimiento y explotación del territorio; en los conflictos entre sectores de la población blanca con los grupos indígenas (Iglesias 2000); en la problemática del funcionamiento de las misiones enfocada en la relación entre caciques, jesuitas y «chamanes» en el marco de procesos de transformación sociales y económicas (Hernández Asensio 2003). Recientemente, Eugenia Néspolo (2007) y yo (Irurtia 2007) hemos publicado trabajos (con notables similitudes y algunas diferencias) que han tratado el tema de la utilización estratégica de la misión por parte de los indios y su relación con el nomadismo, los circuitos de intercambio y las dinámicas intergrupales. Por su parte, en trabajos inéditos, Nofri ha abordado el tema de «la intervención de la(o)s shamanes en cuestiones políticas» y ha enfocado su análisis en las cuestiones del enfrentamiento, de las «modalidades misionales deculturativas aplicadas por los sacerdotes» y —como respuesta— «la resistencia indígena» (1998, 2003).

 

 

UN ACERCAMIENTO ESTRATÉGICO

Los caciques aparecen en los documentos «pidiendo» misiones. Así, luego de una serie de invasiones a establecimientos de la frontera y ataques a tolderías —que más adelante describiremos con más detalle—, caciques pampas habrían viajado a Buenos Aires a negociar con el gobernador Salcedo. Los indios habrían aceptado su ofrecimiento de vivir en misión y se habría originado así la reducción de la Concepción en 1740 (Sánchez Labrador [1772] 1936: 82-83, este mismo episodio también es relatado por Cardiel [1747], Falkner [1774] 2003: 176-178 y Lozano, citado en Furlong 1938: 80). Los caciques pampas carayhet (llamados así por ser «amigos de los españoles»), don Lorenzo Manchado, don José Acazuzo, don Lorenzo Massiel y don Pedro Milán y el cacique serrano don Yahatí, marcharon con los padres hasta el lugar donde «levantarían alegres su pueblecito» (Lozano [1735-1743], citado en Moncaut 1981: 44). Como veremos más adelante, el ser «amigo de los españoles» podía acarrear conflictos con otros grupos indígenas. Según Martini (1998: 389), la misión se fundó como única opción entre el temor a los españoles y el temor a los enemigos que los pampas tenían en las sierras. Notamos, entonces, la actuación de los caciques tratando con el gobernador una alternativa para lograr resguardo ante el peligro que implicaban los ataques tanto de españoles como de otros grupos indígenas. Sin embargo, quisiera hacer notar también que contemplar esta opción como la «única» resultaría una definición extrema si consideramos los recursos de que disponían los indios. Como plantea Nacuzzi (2006: 446), «solicitar una reducción podía ser una de las tantas estrategias indígenas ante estas nuevas situaciones que les imponía el contacto con los europeos» y, por cierto, también proporcionaba beneficios (raciones, intercambios, nuevas actividades económicas y acceso a información).

La permanencia de los indígenas en las misiones, sin embargo, sería intermitente. A la reducción del Pilar, por ejemplo, se acercaron tres caciques thuelchus, Chanal, Sacachu, Taycocho, y permanecieron con «80 toldos de los cuales cada uno encierra tres o cuatro familias y cada familia cinco personas» y prometieron que llamarían también a sus «parientes y paisanos». El padre Strobel envió una carta a su Provincial en Buenos Aires, el padre Manuel Querini, con un grupo de indios, entre ellos dos caciques. Los indios, luego de entregar la carta, procuraron «celebrar tratos con los españoles en la ciudad para cuyo fin traían unos caballos», pero un asalto ocurrido en ese tiempo a unas carretas en otra jurisdicción motivó que los enviados de los misioneros terminaran presos durante tres meses. Esto causó gran alboroto en el Pilar y «los más de los toldos de los thuelchus se retiraron a sus tierras, quedándose solamente el cacique Taychoco y algunos pocos […]. Por medio de este buen cacique procuraron los padres que volviesen los Thuelchus al Volcán y lo consiguieron» (Sánchez Labrador [1772] 1936: 118-123).

Otra serie de acercamientos y alejamientos protagonizaron los thuelches una vez fundada la reducción de Nuestra Señora de los Desamparados. Allí se acercaron indios de «tierra adentro» hasta que comenzaron una serie de ataques a manos del cacique Bravo Cacapol, cuyas tolderías estaban sobre el Río Negro y se adentraban en territorio indígena hacia la región cordillerana. Luego de un frustrado asalto a las reducciones, Bravo animó a los caciques thuelchus a tomar las armas. Ante tal peligro, Sacachu habría optado por resguardar a los suyos y logró, a través de sutiles maniobras y hábiles argumentos, «sacar» a su gente de la reducción. Ciertamente, Sacachu, con temor por la seguridad de «los thuelchus de su nación, agregados a los misioneros», se acercó a la misión,

y para apartarlos de los padres, fingió que él también quería vivir con los misioneros y reducirse. Poco a poco fue minando este disimulo, y haciéndose lugar en los corazones de los patagones con engañosas palabras. Al fin pudo tanto con ellos que los sacó de la reducción diciéndoles que iban a buscar más gente de su nación, para así unidos en buen número poder resistir al cacique Bravo en caso de ser acometidos, como amenazaba (Sánchez Labrador [1772] 1936: 133-134).

En este caso, la reducción no estaría funcionando como «resguardo». Todo lo contrario, implicaba un peligro inminente, y la decisión del cacique demostraría una inteligente flexibilidad en la utilización de la misión como recurso. Los indios habrían demostrado interés por las misiones en tanto estas ofrecían beneficios, como la posibilidad de acceder a bienes estimados, protección ante conflictos con otros grupos, negociar con los españoles, entre otros (Nofri 2001, Hernández Ascencio 2003, Nacuzzi 2006, Irurtia 2007, Néspolo 2007).1 Sin embargo, estas también serían abandonadas en las distintas circunstancias.

La huida de los thuelchus de Desamparados incluyó robo de caballos a la reducción de los puelches y, por consiguiente, un conflicto con estos indios «resultando de esto la destrucción de la reducción de los Desamparados y la retirada de los indios a ‘sus tierras’». Los jesuitas enviaron a un indio cristiano al Río Colorado para que procurase la reconciliación entre naciones. Allí encontró a los thuelchus patagones «dispuestos a entrar en alianza con el cacique Bravo». Sin embargo, luego de que el enviado los convenciera de la paz con los puelches, «[a]gradecidos los caciques […] prometieron que volverían dentro de cuatro meses a vivir en compañía de los misioneros» y

[a]ñadieron que sentían mucho el atrevimiento con que los mozos habían atropellado todo buen respeto con los padres que les estimaban como a hijos; y por tanto suplicaban a los padres que se compadeciesen de su nación y no la desamparasen que ellos vendrían a establecerse en su reducción en estando transitables los campos (Sánchez Labrador [1772] 1936: 134-135).

Si tomamos en consideración esta cita, por un lado, vemos que podría reflejar una argumentación del misionero para realzar la importancia de su labor y justificar la aceptación de estos indios en la reducción. Por otro lado, encontramos a los caciques una vez más desplegando el arte de la diplomacia, pactando su estancia con los religiosos, poniéndose en contacto y argumentando de manera tal que, a pesar de los «atropellos», resultara aceptable la vuelta a la misión. También notamos que, con diversas argumentaciones (peleas entre agrupaciones, estado de los caminos), los caciques parecen haber determinado los momentos para habitar o abandonar la misión. Con ello lograrían así un acercamiento que interesaba a los indios, el cual habría sido aceptado y manejado de manera estratégica. Estos ejemplos que nos muestran a los caciques negociando, argumentando, acordando y decidiendo parecen concordar con lo que ha planteado Bechis (1999) acerca de la importancia de los caciques en tanto «procesadores de información intra e inter-étnica» y de su función de «[procesador y] negociador entre su parcialidad y los criollos, entre su parcialidad y otras parcialidades y entre los parciales que le siguen», así como de «administrador de los asuntos con el exterior». También notamos, como ha señalado Nacuzzi, el protagonismo y agudeza de los caciques a la hora de combinar las negociaciones con los españoles y los propios intereses (1998: 182) y la importancia de la «palabra» como recurso que «posibilitaba negociar, pedir, convencer, amenazar, acordar, dialogar, defender o acusar», tanto ante «otros representantes como él», como hacia el interior del propio grupo (1998: 184).

De manera similar —antes de fundarse la reducción del Pilar de los puelches— se acercaban a la reducción de la Concepción de los pampas «muchos indios puelches y aucaes o muluches» que realizaban intercambios con los indios reducidos. Los padres les propusieron que «se les fundaría otro pueblo como el de la Concepción en la serranía del Volcán». Aparentemente, la respuesta habría sido «un seco veremos en las bocas de los caciques puelches» (Sánchez Labrador [1772] 1936: 97). En noviembre de 1746, luego de infructuosos intentos, logró fundarse la reducción del Pilar. Un año más tarde se «agregaron» a los misioneros «[d]os caciques hermanos, llamado el uno Marique y el otro Chuyantuya con 24 toldos» y permanecieron allí «todo el tiempo que duró la yerba del Paraguay, el tabaco, y otros géneros que ellos apetecen y compran a trueque de plumeros de plumas de avestruces, ponchos, pieles de lobo marino y riendas de caballos» (Sánchez Labrador [1772] 1936: 101). Luego regresó otra vez el cacique Chuyantuya con solo nueve toldos. Estos movimientos nos muestran incesantes fluctuaciones que no se correspondían con lo esperado por los sacerdotes, sino que responderían, una vez más, a determinaciones e intereses económicos y políticos de los indios. Así, por ejemplo, al caer preso de los españoles y ser sentenciado a muerte el cacique Felipe Yahati, los mencionados Marique y Chuyantuya junto con tres indios, hermanos del preso cacique, se acercaron «repetidas veces con mucha sumisión a los padres misioneros del Volcán: hacían mil protestas de querer vivir y morir en la reducción y dejar sus hechiceros y su mala vida pasada, si los padres impetraban la vida y libertad del cacique Felipe» (Sánchez Labrador [1772] 1936: 102, el destacado es mío). Marique y Chuyantuya se instalaron sin esperar el resultado de su pedido con doce toldos, los hechiceros entregaron sus «tamboretes» y otros instrumentos y se quemó todo en público. Cabe aquí agregar que, una vez lograda la liberación de Yahati, permaneció el cacique un año junto a los padres, abandonó la reducción y luego de unos meses volvió otra vez al Volcán, «pero siempre se le conoció que no tenía afición a la ley de Jesucristo y que le detenía solamente su interés» (Sánchez Labrador [1772] 1936: 103). La señalada condición que según el relato de Sánchez Labrador plantearon los caciques para incorporarse a la vida en la reducción nos revela un hábil uso de la presencia de la misión y la —en principio aparente— aceptación de sus reglas; por su parte, los padres tampoco desaprovechaban estas ocasiones para atraer a los indios.

Así como las misiones habrían sido aceptadas estratégicamente en determinadas situaciones, en otras, en cambio, habrían sido rechazadas estratégicamente. Los padres mencionan con frecuencia que llegaban amenazas a los pueblos y también tuvieron lugar ataques de los indios. En este sentido, resulta interesante apreciar las acciones del cacique Bravo. El famoso cacique se acercó con una «comitiva» de 500 hombres al Pilar y a Desamparados, recibió los regalos de los sacerdotes y se instaló en la zona del cerro de Tandil «sin voluntad de admitir en sus tierras a los misioneros». Según Sánchez Labrador, Bravo «mostrose muy sentido de que los misioneros juntasen gente en reducciones, que en su concepto era lo mismo que quitarle sus vasallos. Atizaban el fuego sus consejeros, que componían una cuadrilla de mozos y entre ellos tal cual viejo» y también se quejaba «de que le usurpaban las tierras, que blasonaba ser suyas desde Buenos Aires hasta el río de los Sauces, en que tiene su propio establecimiento» (Sánchez Labrador [1772] 1936: 129-130).

Acerca del problema de los «vasallos», esta expresión podría estar relacionada con la cuestión de la flexibilidad que caracterizaba al vínculo de los indios hacia un jefe, como señalamos anteriormente; evidentemente «perder» gente resultaría desfavorable. Los enunciados de Bravo —sin entrar en consideraciones acerca de su veracidad o no— podrían haber funcionado, por un lado, como amenaza y obtener así mayores beneficios; y, por el otro, como aliciente para azuzar los ataques contra las misiones. Bravo denunciaba la presencia de los religiosos en sus tierras al mismo tiempo que aceptaba sus regalos. Las amenazas y los posteriores ataques indicarían que —a pesar de lo acordado aparentemente en un tratado de paz celebrado en 1742, en la región de la Sierra de la Ventana, en presencia de Bravo, o por lo menos ante «sus» indios— la instalación de la reducción en la zona del Volcán no dejaría de suscitar la reacción del cacique. Siguiendo a Nacuzzi (2006), este tratado señalaba la región de las sierras como territorio del cacique, pero este debía permitir a los jesuitas predicar el Evangelio en ese lugar. Además, asignaba a Bravo tanto la obligación como la facultad y el poder de controlar los movimientos de los indios hacia Buenos Aires, evitar que huyeran de la reducción, los ataques, etcétera (ver Nacuzzi 2006). Este documento nos muestra a Bravo acordando con los españoles cuestiones fundamentales como las del territorio y el acceso al ganado. Se trataría de definiciones estratégicas acerca de temas cruciales que lo beneficiaban frente a otros indios, pues, según Falkner, Bravo estaba en paz con los españoles solo por el interés por las cacerías y habría controlado el territorio de esta manera:

no permite que las otras tribus bajen más acá del Luján, porque así aseguran la frontera del sur. Es por esto que sus caciques y aliados, en los meses de julio, agosto y septiembre, disponen su corridas de tal modo que les sea posible observar los movimientos de su enemigos, a quienes no pocas veces atacan y deshacen (Falkner [1774] 2003: 176).

Notamos, como ha señalado Nacuzzi, que las alianzas, acuerdos y movimientos giraban en torno al acceso al «gran polo de atracción que representaba la frontera de Buenos Aires y el ganado de la pampa bonaerense». Estos acuerdos parecerían haberse realizado incluso a costa de posibilitar a los españoles adentrarse en territorios considerados propios por los indígenas (1998: 121 y 122). También podría aplicarse al caso del cacique Bravo el planteo de Nacuzzi (1998: 133), en lo referente a la coincidencia entre las poblaciones de región cordillerana y la de las sierras de Buenos Aires.

Esta serie de intereses, alianzas, acuerdos entre los grupos y movimientos de grupos, por cierto, no estaría exenta de riesgos, choques y conflicto como mostraría la seguidilla de ataques y contraataques previos a la fundación de las misiones protagonizados y padecidos por distintas agrupaciones indígenas y los españoles en las fronteras. Así, en 1714, la ciudad de Buenos Aires, necesitada de ganado, convino con los caciques Mayupilqui y Yati que podrían establecerse en los ricos campos al norte del Río Salado, y quedarían así protegidos de los ataques de las tribus enemigas e informarían a los españoles sobre los movimientos de los indios del sur. Hacia la década de 1730, con la casi extinción del ganado cimarrón, volvieron las invasiones y asaltos de los indios a las estancias fronterizas (Moncaut 1981: 16-17). En 1734, una partida española que perseguía a unos indios luego de un robo a una hacienda encontró la agrupación de Mayupilqui y, a pesar de estar de paz, la atacaron y obligaron a retirarse «lejos» (Hux 2003: 101). Según Falkner, a tal distancia corrían grave peligro de ser atacados por aquellos enemigos que se habían hecho «al defender los campos de los españoles contra los demás indios de su misma nación y de la de los Picunches». Efectivamente, el cacique fue asesinado y luego se produjo la invasión a estancias fronterizas por «una partida de Taluhets y Picunches, encabezados por Tseucunantu y Carulonco». A este ataque siguió una campaña de los españoles que, al no poder dar con los «ladrones», acometió contra los toldos «del viejo Calelián» y provocaron una gran matanza. El hijo del cacique, «el joven Calelián», reunió «300 hombres entre paisanos y picunches» e invadió la villa de Luján en la frontera. A esto siguió la respuesta de los españoles que, al no poder alcanzar a Calelián, embistieron contra una partida de huilliches en la zona del Volcán y luego contra Tolmichiya, cacique tehuel, primo de Cacapol, en la cercanía del Río Salado, que estaba de paz. No sorprende que «todas las naciones de indios puelches y molulches» atacaran simultáneamente las fronteras de Córdoba y Santa Fe para gran desconcierto de los españoles. Cacapol se puso al frente de unos 1.000 hombres entre «tehuelhets, huilliches y pehuenches» e invadieron el pago fronterizo de Magdalena con gran acierto. Esta vez la respuesta de los españoles consistió en una embajada de paz al Casuhati. Luego de un año, el joven Cangapol aparentemente había reunido unos 4.000 hombres «de las diferentes naciones», pero a pesar de la ventaja aceptaron la paz, aunque las invasiones a Buenos Aires no cesaron (Falkner [1774] 2003: 176-180). Estos episodios también son relatados con algunas variantes por Lozano ([1735-1743] citado en Moncaut 1981: 33), quien menciona que, luego de los ataques a Mayupilqui, los pampas «puelches o carayhetes» quedaron preocupados de su suerte, pues «temían (por una parte) ser envueltos en la misma desgracia, y (por otra parte) no podían escaparse, teniendo a sus espaldas a sus acérrimos enemigos, los pampas serranos». Este sería el origen, como mencionamos, de la reducción de la Concepción.

Volvamos ahora al año 1751 y a los planes de Bravo. Según Sánchez Labrador, el cacique había decidido «acabar con las reducciones» junto con otros «caciques aliados» y, secretamente, «hizo avisar a unos parientes suyos de toda su trama, exhortándolos a que desamparasen la reducción del Pilar, donde estaban». Luego se habría abocado a enviar obsequios a otros caciques «exhortándoles a tomar las armas con todas sus gentes y que viniesen a ayudarle» (Sánchez Labrador [1772] 1936: 129-131). Pasado un tiempo, arribaron al Pilar indios picunches y avisaron a los caciques que «el furioso cacique Bravo venía ya marchando, aunque lentamente por traer mucha gente y dar tiempo a que llegase otra que esperaba; que su mira era destruir la reducción y así allanarse paso a Buenos Aires». La falta de ayuda desde Buenos Aires, el acoso permanente de los bomberos y el temor al ataque decidieron el abandono del lugar, a donde llegó Bravo poco después. Al encontrar el pueblo deshabitado envió «un cacique amigo de los misioneros con una arenga bien compuesta, pidiéndoles que se volviesen». A lo cual los padres respondieron que «si los caciques querían hablarlos, viniesen a la reducción de los pampas donde los hallarían» (Sánchez Labrador [1772] 1936: 137-140). Este llamado a los jesuitas para que volvieran luego de los rumores, amenazas y acoso a los misioneros parecería formar parte de un juego, podríamos pensar, que consistía en amedrentar a los misioneros y, a la vez, mostrar interés en mantener contacto con ellos y con los españoles procurando tener la situación bajo su control. Bravo podía contar con esto dada su capacidad para movilizar gran cantidad de indios y su conocimiento del terreno frente a la ignorancia e impedimentos de los europeos.

LOS CACIQUES, EL PARENTESCO Y LAS ALIANZAS

La lectura de los documentos acerca de los ataques de los indios a establecimientos españoles revela la existencia de una serie de alianzas entre agrupaciones. Como vimos:

  • la invasión producida luego de la muerte de Mayupilqui fue llevada a cabo por «una partida de Taluhets y Picunches, encabezados por Tseucunantu y Carulonco»;

  • el joven Calelián habría reunido «300 hombres entre paisanos y picunches»; y

  • Cacapol vengaría a sus parientes contando con unos 1.000 hombres entre «tehuelhets, huilliches y pehuenches».

Estos ejemplos permitirían pensar en grupos que se aliaban para un asunto en particular y se ponían bajo el mando de uno o dos caciques. Como señala Palermo, los vínculos entre parcialidades posibilitaban la «formación de grupos étnicamente mixtos», cuya primera forma fue la «asociación temporaria de partidas o tribus de gente de distinta raíz étnica para un fin determinado: guerra, arreo de ganado, etcétera, situación frecuentemente reflejada por las fuentes del siglo XVIII» (1991: 178). Acerca del lugar que ocuparían los caciques, Falkner menciona que en la guerra, «si varias naciones hacen alianza contra un enemigo común, eligen un Apo o general en jefe que será el de más edad o el más prestigioso de los caciques» y, si el caso era importante, «llama a consejo a los principales indios y hechiceros, y con estos consulta acerca de las medidas que conviene tomar». Los jefes elegidos pertenecían al grupo que mejor conocía la región en cuestión (Falkner [1774] 2003: 194-197). Podemos pensar que los grupos contaban con mecanismos dinámicos para establecer alianzas y determinar quiénes serían los caciques según cada circunstancia.

Los elementos señalados —un cacique prestigioso cabeza de una alianza que reúne varios grupos y un consejo— también se hacen presentes en el caso de los ataques de Bravo. En efecto, según Sánchez Labrador, su primer acercamiento al Pilar lo hizo junto con una «comitiva» compuesta por «500 hombres, aunque no todos eran sus vasallos porque venían con él otros caciques aliados entre los cuales había uno de nación auca llamado Piñacal». El padre jesuita también menciona la presencia de «consejeros, que componían una cuadrilla de mozos y entre ellos tal cual viejo». Luego de este primer intento habría convocado a otros caciques. Uno de estos caciques llamado Ayalep era «de nación picunche, deudo muy cercano del mismo Bravo». Sin embargo, a pesar del estrecho vínculo, le habría respondido «que no estaba en ánimo de pelear, ni molestar a los españoles y mucho menos a los padres misioneros de los cuales jamás había recibido agravio, antes si muchos beneficios siempre que había ido a visitar los pueblos». Este desaire no podía ser pasado por alto: Bravo mató a Ayalep y a 50 de sus indios y llevó al resto como prisioneros (Sánchez Labrador [1772] 1936: 131-132). Otro ejemplo de caciques aliados lo proporciona Lozano ([1735-1743] citado en Moncaut 1981: 25) al mencionar que la parcialidad de los pampas serranos o puelches tenía, además del cacique Bravo Cacapol, otros tres caciques —don Nicolás (Cangapol, hijo de Bravo), Gualimeu y Cancaliae— y tres caciques aucas o araucanos, «sus amigos y aliados que se llaman Amolepi, Nicolasquen y Colopichum; sin cuya ayuda jamás se hubieran atrevido, los pampas serranos, declarar la guerra en esta época a los españoles».

Entre los caciques «convidados» por Bravo también encontramos a los thuelchus. Algunos se excusaron por las grandes distancias, pero otros «por temor de Bravo en cuyas cercanías habitaban se coligaron con él para ejecutar sus designios». Finalmente, Bravo envió «un cacique amigo de los misioneros» como embajada. Notamos que el cacique logró reunir un importante número de indios aliándose con otros caciques de distintos grupos y tenía también contacto con caciques de las reducciones. El modo en que se fueron conformando las alianzas mostraría que para lograr «adhesión» la fuerza también parece haber jugado un rol decisivo, aun por sobre relaciones «muy cercanas» —aunque al mismo tiempo debemos considerar que Sánchez Labrador ha enfatizado la figura de Bravo como «salvaje» y «bárbaro régulo»—. Según Falkner, el cacique Cacapol y su hijo Cangapol «hacen las veces de reyes de los demás»; su nación encabezaría la de los Chechehets y Tehuelhets y al declarar la guerra «al punto acuden los Chechehets, Tehuelhets y Huilliches, y también aquellos Pehuenches que viven al extremos sur» (Falkner [1774] 2003: 175). Sin embargo, acerca de la trascendencia de este «poder de convocatoria» y de estas alianzas, debemos recordar que no habrían sido permanentes ni tampoco el dinamismo y la movilidad que caracterizaron a las agrupaciones indígenas en relación con las cambiantes situaciones (prosperidad o muerte de un cacique, contacto con los cristianos, etcétera).

Luego de la avanzada de Bravo sobre la reducción del Pilar, seguirían ataques contra el pueblo de los pampas —sucesos en que volvemos a encontrar alianzas entre grupos indígenas para las incursiones—. Según Sánchez Labrador, luego de la muerte del cacique Yahati a manos de los soldados españoles en la reducción de la Concepción, sus tres hermanos «alistaron 300 combatientes» —entre ellos encontramos un cacique auca—. En el ataque a la misión, los indios lograron hacerse de un importante número de cabezas de ganado, pero en su huida los encontró el cacique Bravo que, a su vez, «quitó a bastantes la vida y a todos despojó del hurto», y murió así el cacique Felipe Yahati. Poco tiempo después, los «infieles» intentaron una vez más acabar con la reducción. Esta vez eran unos 200 hombres «a los cuales capitaneaba el cacique Marique». De este hecho resultó la muerte de Marique y de «otro cacique serrano» (Sánchez Labrador [1772] 1936: 155-159).

Como se puede vislumbrar gracias a los distintos ejemplos, en la conformación de las alianzas y la realización de las empresas aparecían con frecuencia menciones a vínculos de parentesco. En el caso del cacique Bravo Cacapol y de su hijo Cangapol, he identificado a:

  • Tolmichiya, cacique tehuel, primo de Cacapol, en la cercanía del Río Salado;

  • parientes suyos en la reducción del Pilar;

  • Ayalep, «de nación picunche, deudo muy cercano del mismo Bravo», «jefe de un grupo picunche o pampa de los llanos de Córdoba y el sur de Cuyo» (Palermo 1991: 176). Según un Memorial de 1745, un tal cacique «Ayalepe» y otro cacique Agustín Mayu, que van a Buenos Aires por un tratado de paz, figuran como sobrinos de Bravo (Marcoleta [1745], citado en Nacuzzi 1998: 184);

  • el cacique Sausimian, hermano de Cacapol (Falkner [1774] 2003: 88);

  • una hermana de Bravo parece haber actuado como intermediaria en las relaciones entre el cacique y los españoles. En efecto, según Charlevoix ([1757] citado en Moncaut 1981: 58 y 63), la mujer estaba reducida en la Concepción y fue enviada como embajada para «ajustar una paz sólida y duradera». A continuación, Charlevoix afirma que Bravo, «ganado por su hermana, prometía recibir a los padres de la Compañía que quisiesen establecerse en sus montañas»;

  • como «espía» encontramos a un «consuegro» de Bravo. Según Strobel [14/1/1748] en una carta al padre Jerónimo Rejón, un serrano, suegro del hijo menor de Bravo, anduvo por la reducción «para saber qué amenazas VS hace contra aquellos ladrones [aucas]».

  • También sabemos de la función de las «esposas» como modo de vincular a los grupos. Según Sánchez Labrador, Bravo tendría «hasta siete mujeres» (Sánchez Labrador [1772] 1936: 73), aunque es un dato que habría que explorar.

Una vez más, el caso de Bravo parece coincidir con lo planteado por Nacuzzi (1998: 122) acerca del cacique Negro y la beneficiosa profusión de sus relaciones con los blancos y sus vinculaciones políticas y parentales. Otro par padre-hijo que hemos mencionado es el del viejo Calelián y el joven Calelián. De igual manera, hemos encontrado la actuación conjunta de hermanos caciques, como Marique y Chuyantuya y los Yahati. Otros caciques aparecen nombrados de a dos, pero no consta si se trataba de hermanos. Así, por ejemplo, hemos visto el arreglo de la ciudad de Buenos Aires con los caciques Mayupilqui y Yati, en 1714; y Lozano refiere la presencia, unas décadas más tarde, de los caciques auca Carsiengo y Melipilu entre los picunche y menciona como caciques establecidos en el Volcán a Doenohayal y Yahati ([1735-1743] citado en Moncaut 1981: 24 y 26).

Estos ejemplos muestran a caciques emparentados cercanamente entre sí y a distintos parientes jugando papeles clave en las dinámicas de contactos entre grupos, la circulación de la información y la consecución de los planes. Al respecto, Bechis (1999) ha destacado la relevancia de las relaciones de parentesco en tanto «conformaban la base de la fábrica social de casi toda el área» —aunque la autora advierte que faltarían aún investigaciones—. Ha planteado que «[e]sta red de parentesco con mucha profundidad genealógica parece haber tenido importancia en el aspecto adscriptivo de muchos de los liderazgos» (Bechis 1999). En cuanto al tema de la presencia de «pares de caciques», este ha sido analizado por Nacuzzi (1993-1994, 1998), quien ha desarrollado la cuestión de los «cacicazgos duales». Como plantea la autora, esta característica constituiría «un aspecto de la organización de las sociedades indígenas de Pampa-Patagonia», y ha identificado «jefaturas duales entre hermanos y no-hermanos». Si bien resulta difícil delimitar las funciones de cada cacique, Nacuzzi propone la posibilidad de distinguir entre jefes de guerra y jefes de paz, así como un tercer personaje: el «jefe ceremonial» o el «consejero». Al respecto, la autora observa que los «consejos de jefes» aparecen asociados con referencias a «confederaciones» de caciques —aspectos que también hemos encontrado para nuestro caso—. Acerca de la cuestión de la conformación de las redes de parentesco y de los cacicazgos, Nacuzzi plantea la cuestión de «cómo se transmitían las jefaturas». Presenta la hipótesis de que «había familias que conservaban las jefaturas, se emparentaban entre ellas y las reproducían horizontalmente (hay muchos hermanos de caciques), sin llegar a afirmar que la jefatura era necesariamente hereditaria de padres a hijos»¨. Así, propone «pensar más bien en ‘linajes’ de familias que detentaban los cacicazgos en una región determinada» (Nacuzzi 1998: 184).

CACIQUES Y HECHICEROS

Entre los tipos posibles de jefe, Nacuzzi plantea si podría «equipararse» el «brujo o adivino» de los «pampeanos» al «jefe ceremonial» que existía en otras sociedades indígenas (1998: 174). Si bien la autora no responde a esta pregunta —y aquí tampoco pretenderemos hacerlo—, la figura del «hechicero» que aparece reiteradamente en las fuentes al frente de diversas actividades parece ofrecer una contracara, respecto de la del cacique, cuyo análisis resulta ineludible abordar. Sobre este tema, Nofri (1998, 2001) ha descrito la existencia de «una estrategia compartida por los miembros más importantes de la sociedad indígena» que ha denominado «relación complementaria del shaman y el cacique» —estrategia orientada a «abroquelarse en sus modos de vida tradicionales»— y menciona una «actitud de avasallamiento de los misioneros». Ciertamente, la noción de «relación complementaria» resulta sugerente para abordar este fenómeno, aunque quisiera notar que «ampararse en la tradición» constituiría solo uno de los aspectos de las estrategias puestas en juego. La razón es que, como vimos, la incorporación de elementos novedosos, el acercamiento, las negociaciones, los enfrentamientos, las alianzas y los intercambios formaron parte de las relaciones entre indígenas y españoles y fueron propiciados por ambos. Al mismo tiempo, este posicionamiento frente a la presencia de los misioneros excede ese hecho puntual en sí, y se inscribe en el complejo y más general proceso de relación con los españoles.

Ya vimos que muchas veces las reducciones eran aceptadas de manera interesada por los beneficios que comportaban. Sin embargo, esto no implicaba necesariamente la aceptación de las normas de los jesuitas. Incluso cuando habitaban en la misión, los indios podían expresar juicios contrarios o rehusarse a cumplir con los mandatos de los padres —punto en el que los hechiceros habrían tenido un papel predominante—. De esta manera, el rol de representante que ha señalado Nacuzzi (1998: 184) para los caciques también parece hacerse presente en el caso de estos jefes religiosos en tanto manifestaban una visión grupal. En palabras de Nofri (1998), habrían actuado como «portavoces de una situación de resistencia grupal». Así, los hechiceros y viejas calificarían las enseñanzas de los padres como «fábulas y sueños de españoles» y, ante el rechazo de los religiosos por las «inmundas fiestas de Elel», los hechiceros clamarían por no «dejar nuestras costumbres autorizadas de la antigüedad y veneradas de nuestros mayores» (Sánchez Labrador [1772] 1936: 110-111).

Entre sus intervenciones, como menciona Sánchez Labrador, la ciencia de los hechiceros «no se ciñe a los que están presentes y a sus sucesos, va mucho más adelante y ve aun las cosas distantes». Pero si los hechos se muestran contrarios a lo declamado, el hechicero encuentra el modo de «salir con aire». Si declara, por ejemplo, que una persona murió y esta aparece luego, el hechicero viene «a felicitarle su llegada y en tono grave dice: yo lo he resucitado», mientras que «nadie replica, todos le creen, y aun el recién llegado, que podía desmentirle, calla como un muerto, agradecido al beneficio» ([1772] 1936: 53-54). Sánchez Labrador también relata otro episodio que muestra este modo de actuar. Según el jesuita, en una ocasión, unos indios de la Concepción habían ido a Buenos Aires y a causa de las grandes lluvias se retrasó su regreso a la reducción. Allí, sus parientes consultaron al hechicero y este les dijo que la demora se debía a que «los tenían presos los españoles». La animosidad contra los misioneros no se hizo esperar y los indios «determinaron quitarles las vidas como a autores de sus desgracias». Poco después llegaron los indios de Buenos Aires y el hechicero, frente a los reproches de los misioneros, «respondió lleno de satisfacción que él había enviado un diablo que los libró, cuando los querían prender los españoles. Quedó muy ufano y acreditado» (Sánchez Labrador [1772] 1936: 53-54).

Resulta llamativo encontrar un episodio muy similar unas tres décadas más tarde, relatado por el piloto Pablo Zizur [1781] enviado en comisión a los establecimientos españoles en la costa patagónica. Según su diario, durante la estadía en los toldos del cacique Lorenzo Calpisquis en la zona de la sierra de la Ventana, «el brujo, o adivino de ellos, llamado Matías Gallo (que va vestido de mujer) había dicho que por la parte de Buenos Aires, había gran novedad, que a los potreadores los habían corrido los nuestros» y habían despertado así la desconfianza del cacique. El piloto español contestó que «no creyese nada de lo que decía su adivino, que de nuestra parte no tenía de haber la más leve alteración en punto a las paces». Sin embargo, estas razones «no le hicieron desechar de sí lo que ya había creído de su adivino (a quien creen ciegamente cuanto dice)». No obstante, Zizur también sospecha que esta desavenencia tuviera su origen en «algún cisma» con otro de los caciques [1781: 26]. Para gran satisfacción del piloto español, al día siguiente regresó de Buenos Aires el chasque enviado desde la toldería con el indio que había ido de baqueano «bien regalado y al parecer gustoso». El piloto aprovechó las buenas nuevas para reconvenir al cacique y hacer notar «cómo venía regalado el indio que había ido de baqueano a Buenos Aires, y cuán diferente era todo esto que veían de lo que había dicho el adivino […], que no diese ascenso a nada de lo que le decía su brujo», palabras que Lorenzo y sus indios escucharon con atención, «pero creo que no les hizo la más leve impresión» [1781: 27-27v].

En ambos casos, pese a las «demostraciones» que serían contrarias a los dichos del hechicero, los indios aparentemente no cambiaron la opinión en su favor. Para comprender estos fenómenos puede resultar un aporte sugerente el análisis de la Antropología acerca de la «religión tribal» y de los «rituales». Al respecto, Gluckman (1978) sostiene que las «creencias místicas constituyen uno de los mecanismos importantes de control y ajuste» de la vida social. Siguiendo en gran medida la línea de Evans-Prichard, el citado autor plantea que la actuación de los «brujos», calificada por los observadores externos como un «fraude», forma parte de todo un «sistema de creencias» —aquí las creencias «místicas» tienen un valor equiparado a las creencias «empíricas»—. Estas creencias y prácticas operan en el marco de los principios en los que se basa el funcionamiento de una sociedad, aun discrepantes entre sí o en conflicto. Así, en una «sesión de adivinación» que procura encontrar la «causa mística concreta» de una desgracia y su remedio, se manifiestan las alianzas y los enfrentamientos existentes entre los sujetos implicados. De esta manera, los agentes y las formas místicas «reflejan las discordias y luchas presentes en la vida social» y «los profundos conflictos» que encierran las distintas posiciones (Gluckman 1978). En nuestro caso, podríamos pensar en los dichos de los adivinos como expresión de las discrepancias, la tensión y los intereses encontrados que representarían para los indios la instalación de enclaves coloniales y el trato mismo con los españoles. En este sentido, resultaría irrelevante que las adivinaciones luego resultasen «falsas», pues su valor radicaría en poner de manifiesto un «profundo conflicto» que va más allá de la situación concreta.

El rechazo a los mandatos de los jesuitas encontraba también otras vías de acción apelando al ingenio. Se lograba así evitar el rechazo directo y permanecer en las enseñanzas tradicionales. Así, por ejemplo, cuando estaba enfermo el cacique Chuyantuya, según el relato de Sánchez Labrador, fueron los padres Strobel y Vilert «varias veces a hablarle en el negocio de su alma. [...] mas en lo tocante a recibir el Bautismo, siempre les respondía que después le bautizarían». Los padres insistieron hasta último momento, pero el cacique perseveraba en reconocer «muy bien ser verdad cuanto le decían y así que el día siguiente le administrarían el bautismo». Incluso ante la proximidad de la muerte, los padres no pudieron convencerle, sino que «luego que se apartaron de su toldo, fue a curarle el hechicero, al cual para animarle y consolarle dijo: Cúrame, que solamente por despedir de aquí a los padres y que no me molestasen les he dicho que mañana me bautizarán» (Sánchez Labrador [1772] 1936: 113, el destacado es mío). El cacique revelaría una agudeza que le permitía evitar el compromiso con los padres y permanecer en la propia convicción. Esto era evidencia de una gran habilidad para congeniar la figura de los enfrentados hechiceros y jesuitas.

Ahora bien, en cuanto a la distinción entre caciques y hechiceros, encontramos algunos casos en que esta no parece delinearse con tanta claridad. Así, por ejemplo, en las celebraciones con motivo de «las dos primeras reglas o menstruos de alguna muchacha, hija o parienta cercana de algún cacique», reunida toda la gente, «un viejo, el más respetable,» les hacía un «razonamiento largo» referido a observar las ceremonias y ritos de los mayores y a cumplir las órdenes que les dará Elel. Luego, «el mismo anciano predicador» designaba a un indio como lugarteniente de Elel o para que le representara (Sánchez Labrador [1772] 1936: 67). Notamos que aquí Sánchez Labrador habla de un anciano respetable sin aclarar si era cacique o hechicero, si bien parecería tratarse más bien del segundo. No obstante, más adelante afirma que para estas fiestas «manda el cacique que un mozo robusto se vista y revista del Elel» ([1772] 1936: 74).

Otro ejemplo en que esta diferenciación parecería difumarse lo encontramos en el relato de una ocasión en que, según Sánchez Labrador, un hechicero patagón indicó a los indios que desamparasen el lugar de la reducción, pues el canto de una tórtola sobre su toldo anunciaba muchas enfermedades ([1772] 1936: 76). Aparentemente, las órdenes para marchar, que tradicionalmente se han asociado a los caciques, también podrían darlas los hechiceros. Al respecto, Sánchez Labrador menciona que para las mudanzas de los toldos habría bastado «que el cacique o el hechicero diga que los muden y aparten a otro lado» ([1772] 1936: 74). Como ha notado Nofri (1998) para el caso de la celebración de un ceremonial «en el campo», el hechicero «conduce» a los indios «fuera del espacio controlado por los misioneros». Como hemos visto anteriormente, también los movimientos «tierra adentro» —parte de la dinámica del nomadismo— llevaban a los indios fuera del alcance de los jesuitas.

Otro caso en que parecerían actuar en conjunto sería al conformar los consejos. Como mencionamos, según Falkner ([1774] 2003: 194), el cacique «cuando el caso es importante, especialmente, si es de la guerra que se trata, llama a consejo a los principales indios y hechiceros, y con estos consulta acerca de las medidas que conviene tomar». Podríamos pensar que ambos actuaban en conjunto. Según estos ejemplos, las argumentaciones de los hechiceros para interpretar e intervenir en la realidad estarían basadas en su manejo de los seres sobrenaturales y en la apelación a las costumbres heredadas de los mayores. Respecto al tema del resguardo de las tradiciones en relación con el funcionamiento de la sociedad, Gluckman ha notado que las desgracias también pueden ser causadas por «los espíritus ancestrales», que castigan especialmente las faltas con respecto a las obligaciones con los parientes en tanto «descendientes de los antepasados» vinculados por una serie de derechos y obligaciones mutuos. De esta manera, «[e]l culto a los antepasados sirve para controlar las relaciones entre los parientes vivos» (Gluckman 1978: 270).

Finalmente, el estrecho vínculo que parece unir a caciques y hechiceros también se manifestaría en la matanza de los segundos ante la muerte de los primeros (Sánchez Labrador [1772] 1936: 55, 61 y Falkner [1774] 2003: 190, por ejemplo). Al respecto, solo puedo aventurar preguntar, siguiendo a Bechis, si este hecho «no apunta tanto al líder como a la construcción de su liderato» (1999). Es decir, si no se trata de fenómenos que reflejarían procesos sociales (o su significación), más que la importancia individual de un cacique en particular.

Los ejemplos detallados nos muestran tanto diferencias como puntos en común entre ambos tipos de líderes. Comparando la activa participación de los caciques en cuanto a entablar relaciones con españoles y misioneros, con el rechazo expresado por los hechiceros, podríamos asociar, a los segundos, con el resguardo de las tradiciones y la consiguiente oposición a las novedades; y a los primeros, como más propensos a tratar con nuevos agentes, así como a su incorporación en los circuitos de intercambio. Los caciques habrían procurado aprovechar al máximo las oportunidades en el ámbito de lo político y lo económico y utilizaban estas relaciones en un espacio en el que el contacto era cada vez más inminente. Al mismo tiempo, hemos encontrado ámbitos en que ambos coincidían: en celebraciones, en la determinación de los movimientos o en asuntos de suma gravedad. Debemos contemplar también que el énfasis o no en «conservar las tradiciones» se habría expresado de diferente forma en las distintas instancias. Así, no sería lo mismo una ceremonia ritual que los momentos de negociación con los misioneros o un encuentro con tropas españolas para celebrar un tratado.

Sin embargo, caciques y hechiceros no estarían en oposición, sino en diálogo permanente; se trataría de dos formas de manifestación de un determinado fenómeno. Cada una representaría una de las voces en la discusión interna acerca de qué actitud tomar frente al otro. Podríamos pensar en dos o tres personas distintas que encarnaban diversos aspectos de una misma y compleja experiencia, y distintos modos de abordarla desde sus particulares puntos de vista. Ante una realidad que presentaba al mismo tiempo bienes novedosos estimados, regalos, traiciones y atropellos, no debe sorprendernos encontrar al interior de los grupos que la experimentaban al menos dos diversas percepciones y disímiles respuestas (la aceptación y el rechazo). Estas perspectivas parecerían haberse hecho presentes a través de las figuras de los caciques y los hechiceros, respectivamente.

Para el siglo siguiente, la relación entre ambos tipos de liderazgo sería diferente. Como nota Nacuzzi (1998: 186) acerca de los cacicazgos duales que identifica para el siglo XVIII, luego del contacto con el blanco y «como consecuencia de las relaciones políticas y comerciales de los grupos indígenas con las autoridades hispano-criollas, esos cacicazgos se transformaron en unipersonales». También Boccara, acerca del proceso de etnogénesis entre los rechemapuche de Chile, ha señalado una concentración en el jefe mapuche de «todas las funciones de organización de la sociedad que antes competían a personas distintas», donde las cualidades guerreras y dotes de orador habrían sido reemplazadas por habilidades en el ámbito económico y político (Boccara 1999: 449, citado en Nacuzzi 2008). Por su parte, Nofri (2001) observa un «incremento de la autoridad del cacique y la ampliación de sus esferas de acción a áreas de incumbencia específica del shaman», mientras que aumentó la participación de las mujeres en los «ámbitos shamanísticos».

A MODO DE CONCLUSIÓN

Hemos visto cómo los caciques se acercaron a las poblaciones blancas y utilizaron estrategias para abordar esta relación haciendo gala de un dinamismo y habilidades que nos obligan a pensar en su capacidad de acción, protagonismo e iniciativa. Ante la presencia de las misiones, pusieron en juego su habilidad para la negociación, para representar y para conformar alianzas apelando, tanto a fuentes tradicionales (los lazos de parentesco, las dinámicas relacionales intergrupales, el papel de los «hechiceros», entre otros), como a la aptitud para incorporar lo novedoso (la utilización inteligente de los enclaves coloniales, por ejemplo). Como ha señalado Nacuzzi (1998: 139), el área en cuestión se caracterizaría por la complejidad de las relaciones interétnicas y la importancia de sus recursos económicos.

Entre los aspectos que definían a la figura del cacique, el análisis de sus actuaciones en torno a la instalación de las misiones jesuíticas ha resaltado su carácter de «administrador de los asuntos con el exterior», de «procesador de información» y de «negociador» (Bechis 1999), así como de «representante de los grupos», «mediador» e «intermediario» (Nacuzzi 1998). Estas ocupaciones son las que les habrían parecido más visibles a los distintos agentes coloniales —cuestión que, por supuesto, se ve reflejada en las fuentes—. No obstante, también encontramos referencias a las funciones del cacique como negociador «entre su parcialidad y otras parcialidades y entre los parciales que le siguen» (Bechis 1999), y como representante también al interior del propio grupo (Nacuzzi 1998). Creo que en este espacio, especialmente, se encontraba con el hechicero que, a partir de una perspectiva específica, también analizaba la información y proponía formas de acción. No he encontrado a hechiceros negociando con misioneros o con el gobernador —aunque podrían haber estado presentes en la celebración de algunos tratados—, pero sí sabemos que se han ocupado y han actuado en relación con estos problemas de manera no tan evidente para españoles y jesuitas.

A partir de lo analizado, podríamos pensar el cacicazgo de mediados del siglo XVIII pampeano-norpatagónico como una forma de liderazgo dinámica que combinaba múltiples variables y operaba en el nivel local y regional, en el ámbito intra e intergrupal, y atendía a intereses económicos, políticos y sociales. En función de esta variabilidad, podía ser asumida por una o más de una persona en cada instancia. Me parece que el movimiento —tanto en relación a personas y grupos como a bienes e información— y la flexibilidad que parecen caracterizar al cacicazgo constituyen un desafío para nuestra manera de pensar, la cual suele sentirse más cómoda con definiciones precisas y con límites claros. Aquellas nos invitan a pensar de manera más abierta —«en términos menos etnocéntricos», como propone Nacuzzi (2008)—, en otras formas posibles de organización social.

 

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1 Este acercamiento estratégico a las misiones, los acercamientos y las «huidas» y el aprovechamiento como espacio de subsistencia, de protección y de asimilación creativa de elementos europeos también los encontramos en distintas regiones de las fronteras iberoamericanas (Sweet 1995), por ejemplo, en Nueva Vizcaya al norte de México (Deeds 1995) o en la región central y austral del Chaco (Lucaioli 2005 y Nesis 2005).