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Anthropologica

Print version ISSN 0254-9212

Anthropologica vol.27 no.27 Lima Dec. 2009

 

DANZA

 

Apuntes histórico-arqueológicos en torno a la danza del Huacón

Notes on the historical archaeology of the «Huacón» dance

 

Sergio Barraza Lescano

 


RESUMEN

El presente artículo constituye un intento de documentar históricamente los orígenes de La Huaconada, baile ejecutado actualmente en el pueblo de Mito (valle del Mantaro) que, según se infiere a partir de las fuentes archivísticas, tuvo amplia difusión en la costa y sierra central peruana en tiempos coloniales.
A partir de la revisión de fuentes etnohistóricas de los siglos XVI y XVII se propone una correspondencia entre los huacones y los ancestros fundadores de las comunidades en las que se realizaba el baile, explicándose al mismo tiempo la recurrente asociación de estos personajes míticos con elementos claramente vinculados al culto de los antepasados en el mundo andino, como cuevas (machay) y huancas. Se establece además el papel que este tipo de ceremonias cumplía en el marco del calendario agrícola de las poblaciones indígenas durante la colonia.
Finalmente, recurriendo a la revisión de material arqueológico, se sugiere que ciertas tallas de madera integradas a los fardos funerarios prehispánicos y máscaras elaboradas a partir de restos humanos representarían el antecedente material de la parafernalia empleada en la danza.

Palabras clave: Huaconada, danza indígena, máscara, culto a los ancestros, rito agrario.

 


SUMMARY

This article constitutes an attempt to document the origins of the «Huaconada,» a dance currently performed in the town of Mito (Mantaro Valley) but which, as can be inferred from archival sources, was widespread throughout the coast and central Andes of Peru during colonial times.
The study of ethnohistorical sources from the sixteenth and seventeenth centuries reveals a relationship between the «huacones» and the ancestral founders of the communities where the dance was performed. This explains the repeated association of these mythical characters with elements connected to ancestor cults in the Andes, such as caves (machay) and «huancas». The analysis suggests the role of this type of ceremonies in the agricultural calendar of native indigenous populations during the colonial period.
From the review of archaeological evidence, it is suggested that certain pieces of wood carving from prehispanic burial wrappings and masks incorporating human remains represent the materials used for paraphernalia that is employed in the dance.

Key words: huaconada, indigenous dances, masks, ancestor cult, agrarian rites.

 


INTRODUCCIÓN

En la documentación producida en el marco de las campañas de extirpación de idolatrías desarrolladas en los Andes durante el siglo XVII y en las crónicas indianas escritas entre los siglos XVI y XVII, aparece registrada esporádicamente información acerca de ciertos ritos indígenas efectuados en la costa y sierra central del Perú en los que tomaban parte personajes enmascarados con carátulas de madera «de figura disforme» (Polia 1999: 424). Estas ceremonias, identificadas en algunas de las fuentes con el nombre de la «danza del Huacón», eran llevadas a cabo en el marco de las celebraciones de inicio de las épocas de cosecha y siembra del maíz.

Según se puede inferir a partir de la documentación, las máscaras referidas solían constituirse en objetos de adoración debido a que representaban a los ancestros fundadores de las comunidades indígenas (malquis) y a que podían, además, tomar el lugar de los ídolos de piedra que, por ser considerados alter ego de los malquis, habían sido quemados por los extirpadores de idolatrías.

Si bien la danza del Huacón es practicada aun hoy en día en algunos pueblos del valle del Mantaro bajo el nombre de La huaconada ,1 los estudios etnográficos efectuados entre los participantes de esta celebración evidencian que existe un total desconocimiento sobre la función que originalmente tuvo el baile y sobre la identidad de los llamados huacones. Se maneja erróneamente una idea propuesta en 1933 por el padre Villar Córdova, según la cual la figura del Huacón se encontraría vinculada a la del dios Con, mencionado en las fuentes escritas coloniales; no sorprende por ello que uno de los estudios etnográficos modernos se intitule La danza de los sacerdotes del dios Kon. La huaconada de Mito (Orellana 2004).

Por medio del presente estudio buscaremos documentar el origen prehispánico de esta danza. La hipótesis que manejamos es que la función que originalmente tuvo se hallaba ligada tanto a la necesidad que tuvieron las poblaciones indígenas de contar con el apoyo sobrenatural de los antepasados para obtener lluvias y buenas cosechas, como al interés de las elites locales por mantener el orden social y legitimar su autoridad mediante el auspicio de prácticas ceremoniales en las que se rememoraba la figura de sus ancestros fundadores de la comunidad.

LA «DANZA DEL HUACÓN» EN EL REGISTRO ETNOHISTÓRICO

Como ya ha sido señalado en la introducción, el término quechua Huacón era empleado durante la colonia para referirse a cierta danza ritual ejecutada por los indios de localidades como Ambar, Barranca, Cajatambo, Huarochirí, Huaura y Yaután en el marco del calendario agrícola. Traducido en los vocabularios coloniales como máscara o enmascarado (Anónimo 1951: 46, González Holguín 1989: 583), el nombre remitía a uno de los principales componentes del baile: las disformes máscaras de madera portadas por los danzantes.

Si bien la mayoría de fuentes archivísticas y bibliográficas localizan esta práctica en la costa y sierra central peruana, aún se desconoce el rango de difusión que tuvo en los Andes. Por el año 1653, el jesuita Bernabé Cobo mencionó a la danza del Huacón entre los bailes más extendidos del territorio andino, añadiendo que era una danza en la que participaban grupos de hombres enmascarados dando saltos y sujetando «alguna piel de fiera o algún animalejo silvestre muerto y seco» (Cobo 1964, Vol. II: 271).

La información transmitida por Cobo, sin embargo, no fue la primera que sobre la danza del Huacón se escribiera en la historiografía andina. En el texto intitulado Los errores y supersticiones de los indios sacados del tratado y averiguación que hizo el Licenciado Polo,2 impreso en Lima en 1585 junto con otros textos producidos por el Tercer Concilio Limense (1582-1583), se informa que aprovechando las celebraciones del Corpus Christi, los indios del Cusco festejaban la fiesta incaica denominada Ytu «haziendo las danças del llamallama, y de huacon» (Polo 1916: 26).

Otro miembro de la Compañía de Jesús, el padre José de Acosta, repetiría en 1590 la noticia sobre la ejecución de la danza Huacón durante la fiesta Ytu, transmitida por el licenciado Polo de Ondegardo,3 agregando además que el gesto de las máscaras empleadas por los danzantes «eran del puro demonio» (Acosta 2002: 363, 415).

Algunas décadas después, en 1615, Guaman Poma reportaría la realización de esta danza con máscaras antropomorfas en la región de los Condesuyos, que comprendía el extremo sur occidental del Cusco y el actual departamento de Arequipa (Guaman Poma 1993, Vol. I: 245-246).

La información presentada podría llevarnos a pensar que la danza estudiada tuvo una difusión bastante amplia que trascendía a la costa y sierra central; sin embargo, no se puede descartar la posibilidad de que se estuviera empleando el término huacón en forma generalizada para denominar diferentes taqui4 indígenas en los que tomaban parte personajes enmascarados. La referencia al uso de elementos ajenos a la parafernalia de la danza del Huacón, como las pieles secas de fieras y animales silvestres mencionadas por el padre Cobo, sugiere que efectivamente nos encontraríamos frente a la descripción de ceremonias diferentes.

La lectura de las fuentes etnohistóricas se torna aún más confusa cuando en algunas de ellas se recurre a otro nombre quechua para hacer alusión a la danza del Huacón; nos referimos a la palabra saynata (González Holguín 1989: 156; Guamán Poma 1993, Vol. I: 245-246), que también era interpretada como máscara o enmascarado durante los siglos XVI y XVII (Anónimo 1951: 79, González Holguín 1989: 325).

 

 

 

 

 

 

 

 

Fuera de las crónicas y vocabularios coloniales, información valiosa sobre esta práctica ritual puede ser encontrada en algunos documentos producidos durante el siglo XVII en el contexto de las campañas de extirpación de idolatrías desarrolladas en el Arzobispado de Lima; algunos de ellos ya han sido publicados (Duviols 2003; García 1994; Polia 1999), otros aún permanecen inéditos en el Archivo Arzobispal de Lima y en el Archivo del Obispado de Huacho. Es mediante el análisis de estos tres tipos de fuentes: crónicas, vocabularios coloniales y documentación archivística, que intentaremos conocer los orígenes de la «danza del Huacón».

La danza

Como ya ha sido señalado, la danza que estudiamos se encontraba asociada principalmente a dos celebraciones que integraban el calendario agrícola: al inicio del período de cosecha del maíz (próximo a la fiesta el Corpus Christi) y al comienzo de la temporada lluviosa o período de siembra.5

En el caso de la región de Cajatambo, las fuentes archivísticas son muy precisas al especificar las fiestas en las que se efectuaba la danza con máscaras de madera:

  • Fiesta de Pocoy mita: celebrada cuando empezaba la época de lluvias, antes de comenzar los trabajos de siembra en las chacras; correspondía probablemente con el mes de enero (Duviols 2003: 368, 404), aunque en algunas fuentes etnohistóricas también se la hace coincidir con la fiesta de Todos los Santos, es decir, con el mes de noviembre (2003: 173).

  • Fiesta de Caruay mita: celebrada cuando comenzaba a madurar («choclear») el maíz y adoptaba color amarillo (Duviols 2003: 173, 227, 332); correspondía con la fiesta cristiana del Corpus Christi o poco antes (2003: 197, 368, 374).

  • Fiesta de Urau: celebrada en memoria de la huaca Urau, deidad que otorgaba salud e introdujo el cultivo de coca en Canta y Cajatambo tras despojar al Sol de la bolsa en que guardaba sus semillas (Duviols 2003: 725-726); correspondía con la Pascua de Navidad cristiana (2003: 727), aunque Polia señala que también se realizaba durante la Fiesta de San Juan y el Corpus Christi (Polia 1999: 156, 423).

Como fue señalado por María Rostworowski hace más de veinte años, este tipo de bailes realizados en el marco de ritos agrarios tenían un carácter propiciatorio; su ejecución obedecía a la necesidad de alcanzar un congraciamiento con las huacas y los malquis que asegurara su apoyo en la obtención de buenas cosechas y lluvias (Rostworowski 1984: 53). Además de su importancia ritual, la danza del huacón también se constituía en una ceremonia de control social que, al recurrir a la figura legitimizadora de los ancestros, permitía a las autoridades locales regular las relaciones sociales al interior de sus comunidades, manteniendo las normas morales tradicionales y su poder político.

Esto último queda evidenciado no solamente en la identidad de los personajes interesados en la realización de este tipo de ceremonias, sino también en la parafernalia que acompañaba el ritual. Así, por ejemplo, en un caso registrado en el pueblo de Ambar por el año 1662, el cuñado del gobernador del pueblo llamado Martín Antonio fue acusado de idólatra por haberse hallado en su casa tres máscaras para bailar la danza del Huacón (AOH. 1662: f. 7v). Durante la requisa, junto con las máscaras, fueron también encontradas una peluca o «cabellera de cola de caballo», una gorra forrada con tafetán morado cuya copa se encontraba decorada con rosetas de tafetán de diferentes colores, y un elemento de clara función represiva: «un asote del tiempo antiguo con un pie de guanaco en la punta» (f. 4).

Las máscaras

Las máscaras utilizadas en la danza del Huacón son descritas escuetamente en algunas de las fuentes consultadas, aunque en muchos casos no se hace una alusión directa a la ceremonia. En la Carta Annua de 1618, redactada por el jesuita Diego Álvarez de Paz, se mencionan unas «máscaras de madera de figura disforme [...] (con) unas narices de casi una quarta de largas» que representaban a las huacas Punchau Capcha, Marcan Taico, Avinacpa, Quenanguaio, Punchau Cochachi y Sullca Cochachic, estas últimas veneradas en las provincias de Ocros y Lampas del Corregimiento de Cajatambo (Duviols 2003: 728, Polia 1999: 424).

Sabemos que por lo menos una de estas huacas (Punchau Capcha) correspondía a una de las momias (malquis) veneradas en el pueblo de San Pedro de Acas a mediados del siglo XVII (Duviols 2003: 432); en esta localidad, la personificación de las huacas (ídolos y momias) mediante el uso de máscaras que las reemplazaban parece haber sido una práctica muy frecuente en tiempos coloniales.

Al respecto, el testimonio presentado por Alonso Chaupis en 1657, durante el interrogatorio de un proceso de idolatrías, resulta revelador:

[…] quando el señor obispo Don Fernando de Abendaño visito esta doctrina de Hacas saco dos ydolos que el uno era del aillo Yanaqui y se llamaba Caruayacolca, y el otro del aillo Quirca que se llamaba Caquiguaca los quales ydolos eran de piedra y de forma de persona y despues que visito el señor obispo Anton pacari mandon y prinsipal deste pueblo de Hacas y Raucallan gran echisero y docmatisador cuyo nombre propio no se aquerda mandaron haser dos mascaras de palo llamadas guasac para que las adorasen y mochasen en lugar y representasion de los ydolos quemados [...]. (Duviols 2003: 403).

La información proporcionada por Chaupis, además de confirmar la relación que existía entre las máscaras y las huacas (que incluían tanto a los malquis de los ancestros como a los ídolos de piedra, alter ego de las momias), permite conocer el nombre con que genéricamente se conocía a estos objetos de madera: guasac. En otros documentos pertenecientes al mismo proceso de idolatrías se hace referencia a «unos mascarones de palo con unas narices grandes y pintados que llaman guasac» (Duviols 2003: 378) y a «mascarones de palo pintados de amarillo y anaranjado» (p. 458) que eran guardados en una cueva o machay.

Todos estos datos permiten hacerse una idea sobre el aspecto que tenían estas máscaras y a quiénes representaban; en algunos documentos de archivo, sin embargo, aparece información complementaria que sugiere el empleo de diferentes tipos de máscaras durante la realización de la danza del Huacón. En el pueblo de Ambar, por ejemplo, durante la requisa efectuada en la casa del indio Martín Antonio, se hallaron hasta cuatro máscaras distintas utilizadas para bailar la danza: «... una mascara de palo pintada de tiempo de la gentilidad pendiente de las barbas unos cordones de lanas de diferentes colores otra mascara de palo cortadas las narises yten otra mascara de lienso sin perfecion... una cabesa de indio de barro de tiempo antiguo» (AOH. 1662: f. 4), esta última probablemente correspondiente a una máscara prehispánica de cerámica similar a las halladas en Pachacamac (Schmidt 1929: 293) y Cañete (Hutchinson 1873: 133).

Tal como lo señala el padre Acosta (2002: 415), algunos de estos objetos debieron presentar una apariencia tan aterradora y grotesca como la de los demonios pintados en la iconografía cristiana colonial. En algunos documentos del siglo XVII conservados en el Archivo Arzobispal de Lima las máscaras empleadas para ejecutar la danza del Huacón son descritas como de apariencia «muy fiera» (AAL. 1669: f. 1v) y como «lo mas feio que se puede ber» (AAL. 1662: f. 1). Asimismo, cuando el cronista indio Guaman Poma de Ayala se refiere a ellas, las denomina aya milla saynata, que puede ser traducido como «horrible/repulsiva máscara de muerto» (Ludeña 1982: 63, Zuidema 1983: 153); en lengua aymara, la voz saynata fue interpretada por Ludovico Bertonio (1984: 314) como «espantajo o mascara para espantar los niños».6

En otros documentos inéditos también podemos encontrar información novedosa sobre las entidades representadas por las máscaras. Así, por ejemplo, en uno de los testimonios presentados en 1662 contra el mencionado indio Martín Antonio del pueblo de Ambar, se informa que este acusado de hechicería había sido observado «vestido de dansante de una figura que llaman aoca, y se ponen una mascara de dos caras por estar disfrasado» (AOH. 1662: f. 15v); este dato es muy importante pues sugiere la realización de una práctica que ya había sido reconocida por Tom Zuidema entre los incas: la adopción de los enemigos vencidos y asesinados como antepasados (Zuidema 1991: 26).

El término quechua auca o aoca al que se hace alusión en el documento de 1662, tiene dos acepciones en los vocabularios coloniales: 1. soldado, guerrero, o 2. enemigo, traidor, contrario (Anónimo 1951: 18, González Holguín 1989: 38). El contexto en el que es citada la palabra y algunas noticias recogidas en la región de Huarochirí en tiempos coloniales sugieren que el término fue utilizado en el segundo sentido, es decir, para referirse a un enemigo que luego de haber sido derrotado era asimilado como un antepasado, apropiándose así de su camac o fuerza vital animadora y generativa (Taylor 2000a: 5).

El hecho de que se empleara una máscara «de dos caras» para representar al auca es también sugerente y amerita algunas explicaciones. En el escenario social de la antigua provincia de Cajatambo, reconstruido a partir de documentos del siglo XVII y caracterizado por la existencia de una dualidad de oposición y complementariedad (huari/llacuaz) en la composición étnica de las poblaciones (Duviols 1963), las entidades bifrontales se encontraban vinculadas (dentro del imaginario ceremonial) a los huaris, es decir, a los grupos de agricultores locales que practicaban el culto solar.

El testimonio presentado en 1656 por Domingo Rimachim, alcalde ordinario del pueblo de Santa Catalina de Pimachi (en la provincia de Ocros), resulta bastante revelador al respecto:

[...] lo que save y a oido decir a sus antepasados es que los dichos yndios llaquaces fue una nacion que bibio siempre en las punas y los guaris fueron de nacion gigantes barbados los quales crio el sol y a los Llaquaces el rayo con cuya caussa y que estos guaris les pircaron las patas de las chacaras y hizieron las azequias y lagunas y unos destos tenian dos caras una atras y otra delante que se llamaban Guaris ascayes y estos comian gente muchachos yndios [...]. (Duviols 2003: 305).

La asociación de una máscara bifrontal con el personaje auca registrada en el pueblo de Ambar en 1662 evidencia que, por lo menos en esta localidad, la danza del Huacón era organizada por los llacuaces7 y que estos, en el contexto de la ceremonia, identificaban a los huaris como sus enemigos o rivales; este antagonismo, por otra parte, sugiere que un momento importante durante la ejecución de la danza era la recreación de las antiguas guerras y enfrentamientos míticos que acompañaron la fundación del pueblo.

Gisela Cánepa ha realizado un interesante análisis sobre la relación existente entre las máscaras y los enemigos. Siguiendo una propuesta de Deborah Poole, según la cual en la mentalidad andina «lo externo o foráneo es fuente de poder» potencialmente asimilable, Cánepa señala que el uso de las máscaras permitiría al danzante representar al foráneo (enemigo) y al mismo tiempo protegerse frente a él, facilitando la apropiación de las cualidades del enemigo para fortalecerse ritualmente (Cánepa 1998: 48-53).

Entre los grupos que habitaban los pueblos biétnicos de Cajatambo, la representación pública de los episodios fundacionales tenía una doble repercusión social: al mismo tiempo que contribuía en la construcción y consolidación de las identidades colectivas sustentadas en el recuerdo de los antepasados, ofrecía también una justificación a la existencia de jerarquías o asimetrías políticas surgidas como resultado de los conflictos fundacionales, comportamiento igualmente reconocido por Nielsen (2006: 67) en otra región de los Andes.

ORIGEN PREHISPÁNICO DE LA «DANZA DEL HUACÓN»

Una vieja práctica ritual registrada entre los indios de la sierra de Lima a inicios del siglo XVII, el uso ceremonial de máscaras elaboradas con la piel y hueso del rostro de personajes fallecidos podría constituirse en el antecedente prehispánico de la danza del Huacón y de las máscaras de madera empleadas en ella.8

Las noticias más antiguas y detalladas sobre esta costumbre provienen del capítulo 24 del llamado Manuscrito quechua de Huarochirí, recogido por el extirpador de idolatrías Francisco de Ávila alrededor del año 1608; en este texto, al describirse las tradiciones y ceremonias del grupo huarochirano de los checa, se relata cómo los miembros de esta comunidad confeccionaron una máscara cortando el rostro del malqui Ñamsapa, uno de los héroes fundadores que había llegado al territorio checa como un valeroso jefe invasor:

De él (Ñamsapa), decían: «Es el nuestro origen; fue él quien primero vino a estas tierras y se apropió de ellas». Por eso le cortaron el rostro (lo transformaron en máscara y se lo colocaron sobre los suyos) bailando disfrazados así.

Después, cuando capturan (a alguien) en la guerra, le recortaban el rostro (y transformándolo en máscara) bailaban llevándolo puesto. Decían que de ello procedía su valentía. Y los propios hombres que habían sido capturados en la guerra, solían decir: «Hermano, ahora me matarás. Yo he sido un hombre animado con grandes poderes. Harás de mi un huayo y, cuando esté por salir a la pampa, me ofrecerás buenas cantidades de comida y bebida (Taylor 1999: 323).

La misma fuente indica que los portadores de estas máscaras, identificados al igual que ellas con el nombre quechua de huayo, tomaban parte de bailes ceremoniales escenificados en terrenos planos (pampas) y que eran transportados en literas durante dos días, luego de los cuales participaban de un rito en el que se les colgaba maíz, papas y otras ofrendas alrededor del cuello (Taylor 1999: 323 y 325).

Otra fuente que ofrece datos similares es la Carta Annua de la Provincia del Piru correspondiente al año 1609; en este documento, al describirse la fiesta de la Ynacha celebrada en el Corregimiento de Huarochirí, se informa:

La (fiesta) de ynacha es muy notable en la qual encienden lumbre nueva, y se visten los indios al modo de los yungas... y todo el t.po q. (tiempo que) dura esta fiesta ha de estar encendido el fuego nuevo teniendo cuydado de yrle cevando por q. no se acabe. Tienen unas mascaras, o caratulillas cortadas del rostro de un hombre con el mismo huesso y piel, como estava antes, para lo qual deven tener algun modo de çierra o instrum.to muy agudo. Esta mascara su(e)le ser de algun indio muy noble, o valiente, o pers.a. señalada, a esta hacen fiesta q.do el mayz esta de saçon y preparando dos dias la chicha, u lo demas necess.o. El tercero, y cuarto (día de la celebración de la Ynacha), se traen en unas como andas unos hachos colgando mayz al cuello, y ponese uno la mascara y traenle en andas, y el sacrificio q. le ofrecen es echar las indias ene. suelo unos pedacitos de çebo de llama, esta fiesta dura diez dias (Polia 1999: 278-279).

El jesuita Jacinto Barraza cita casi textualmente la información contenida en la Carta Annua de 1609 pero agrega que «al tiempo que habían de coger el maíz, se la ponía (la máscara) uno sobre su cara y con solo esto cobraba tanta autoridad que le traían en andas como en procesión y le hacían ofrendas como a cosa divina» (Duviols 1966: 30).

Finalmente, contamos con el testimonio del doctor Francisco de Ávila, quien por el año 1611 escribió: «Tienen guardados cavellos de difuntos, uñas, manos, y caveças y los rostros cortados de los cuerpos ya forrados en pellejos y untados de dentro con çebo los quales se ponen por máscaras quando le (se) hazen fiestas...» (Duviols 1966: 40).

Es muy probable que estas máscaras de piel y hueso se encontraran vinculadas a los orígenes de la danza del Huacón y que, tal como fue observado anteriormente, algunas de ellas representaran a valerosos aucas derrotados en enfrentamientos. En la concepción indígena, el uso de estas máscaras confería a sus portadores el camac del ancestro del cual habían sido obtenidas, otorgaba su fuerza vital y su ánima que permitía asegurar la procreación y multiplicación (Taylor 2000a: 4-7).

La acción más dramática de vestirse con un muerto es ponerse el huayo o máscara de rostro desollado, hecha a partir de un prisionero sacrificado, la cual imbuía a su portador con el poder del Uma Pacha, la mítica huerta elevada en donde las ánimas que salían de los muertos eran replantadas y regeneradas (Salomon 1998: 12. Traducción nuestra).

En territorio huarochirano, las máscaras huayo eran exhibidas anualmente, por lo menos, en dos ocasiones: durante la celebración de la fiesta en honor del antepasado-héroe Ñamsapa, también conocido como Omapacha o Chutacara (Taylor 1999: 327), y durante la fiesta Ynacha, cuando el maíz estaba «de sazón», es decir maduro, y se iniciaba la cosecha (Duviols 1966: 30, Polia 1999: 279). Esta última fiesta, en la que se encendía el fuego nuevo y se vestían los indios al modo de los yungas, guarda gran correspondencia con la fiesta Caruay mita, celebrada en Cajatambo.

La costumbre de utilizar estas máscaras huayo no se circunscribía a la región de Huarochirí, pues tenemos noticias que también era practicada por los indios checras que habitaban en las cabeceras del río Huaura; al respecto, algunos «ministros de idolatría» del pueblo de San Francisco de Musca (localizado en la provincia de los checras) confesaron por el año 1614 que

[ ...] cada sinco años se asia una fiesta que llaman guayo, baylando con unas calaveras de personas para lo qual asian un chaco de culebras, ratones y pajaros, y abiendolos coxido los ahorcaban por decir que murmuraban de las guacas y baylaban junto al ydolo caruacayan çinco dias no comiendo axi, sal ni durmiendo con mugeres, cumplidos los quales se lavavan el rostro, cavesa y manos y a las dichas calaberas, y acabado el dicho lavatorio no podian comer sal y lo demas (Iwasaki 1984: 88).

La información proporcionada por las fuentes documentales del siglo XVII nos lleva a concluir que las máscaras de madera empleadas para realizar la danza del Huacón habrían comenzado a producirse en tiempos posteriores al contacto con la cultura occidental, cuando el control social e ideológico desarrollado por la Iglesia católica imposibilitó que la población indígena continuara elaborando máscaras con restos humanos.9

Por otra parte, este reemplazo de las máscaras huayo por aquellas de madera parece formar parte de un patrón cultural muy extendido entre diversas sociedades tradicionales del mundo, a tal punto que el etnólogo alemán Leo Frobenius (1873-1938) sugirió la existencia de todo un proceso lógico que, comenzando con el uso ritual de cráneos humanos, derivaría en su transformación en máscaras y en el posterior tallado de máscaras de madera (Pernet 1987: 266).

Como veremos a continuación, la costumbre de manipular restos humanos y tallas de madera en representación de los ancestros estuvo presente entre las sociedades prehispánicas de la costa central peruana desde varios siglos antes de la llegada española a los Andes.

Evidencias arqueológicas vinculadas al origen de las máscaras ceremoniales

En la región centro andina es muy poco frecuente el hallazgo de máscaras prehispánicas que pudieran haber sido empleadas durante la ejecución de rituales similares a la danza del Huacón; sin embargo, las evidencias arqueológicas recuperadas hasta la actualidad sugieren que las primeras máscaras ceremoniales habrían sido elaboradas en la costa surcentral peruana durante el período Horizonte Temprano (900-200 a.C.). A esta época se remontan algunas máscaras de cerámica Paracas Cavernas conservadas en el Museo de Brooklyn (Zuidema 1983: 149) y en la Colección Dumbarton Oaks de Washington (Castedo 1988: 135).

Durante el Intermedio Temprano (200 a.C.-600 d.C.), el uso de máscaras estuvo presente en la costa norte entre los moche, quienes emplearon máscaras antropomorfas de cerámica naturalista (Hocquenghem 1989: 171, figs. 31-32, Kauffmann 1998: 121). La iconografía plasmada en algunas botellas finamente decoradas indica que durante la escenificación de ciertas danzas, los moche no solo utilizaban máscaras con la representación de rostros humanos sino también con imágenes de calaveras y cabezas de zorros (Hocquenghem 1989: fig. 164, Kaulicke 2000: 269, fig. IV.6).

En el caso de la costa central peruana, un somero recuento de los materiales arqueológicos hallados desde las últimas décadas del siglo XIX permite reconocer que las máscaras portadas durante la ejecución de la danza del Huacón podrían tener su antecedente en las «máscaras funerarias» y «cabezas postizas» que comenzaron a emplearse en esta región a partir de los períodos Intermedio Temprano (200 a.C.-600 d.C.) y Horizonte Medio (600-1000 d.C.) respectivamente, como parte de la parafernalia de culto a los ancestros.10

Las máscaras tipo huayo registradas en la sierra limeña a comienzos del siglo XVII y halladas en la región de Matucana, y en las cercanías de Huacoy, en el valle del Chillón (Giglioli 1891: 84-85), guardan una gran correspondencia con algunas de las llamadas «cabezas escalpes» de la cultura Lima; estas últimas eran elaboradas a partir de la piel del rostro y el cuero cabelludo de personas fallecidas. En el caso de las «cabezas escalpes» recuperadas por Louis Stumer en Playa Grande, las pieles desolladas de los rostros de dos individuos fueron cosidas a cestas de paja formando máscaras funerarias con las narices reforzadas por tabiques de madera y hueso (Barraza 2000: 39, Stumer 1953: 46, fig. 10).

El hecho de que ambas «cabezas escalpes» de Playa Grande fueran encontradas en el nivel superior de dos contextos funerarios, aquel en el que aparecían concentraciones de materiales y estacas que marcaban las bocas de las fosas (Barraza 2000: 31-32), sugiere la posibilidad de que estas hubieran sido utilizadas como representaciones de los ancestros enterrados y que tomaran parte de actividades rituales celebradas sobre las tumbas. Sociedades contemporáneas, como los nazca y los recuay, desarrollaron prácticas similares empleando estatuas funerarias de piedra con las imágenes de los ancestros, las que eran colocadas en las proximidades de sus lugares de entierro (Kaulicke 2001: 41, Lau 2002: 295 y 297).

Durante el período Horizonte Medio, particularmente a partir de sus fases 3 y 4, los fardos funerarios de la costa central suelen presentar «cabezas postizas» confeccionadas de madera, los ojos de estas eran elaborados con aplicaciones de concha, y las narices eran talladas en relieve (Kaulicke 1997: 41-42). En forma similar a lo sostenido sobre las máscaras funerarias escalpe de la cultura Lima, a las que consideramos el antecedente formal de las máscaras ceremoniales tipo huayo, en las cabezas postizas de madera podemos hallar los orígenes de las máscaras de palo mencionadas en las fuentes escritas coloniales (García 1994: 106 y 110).

Resulta evidente que tanto las máscaras funerarias escalpe lima como las cabezas postizas no se constituyen en retratos que buscan reproducir fielmente los rasgos físicos y expresiones faciales de los individuos tal y como se vieron en vida: estas efigies utilizan más bien la estrategia de la «convención» para representar vagamente las facciones de los rostros (Millones 2001: 118). Este desinterés por una cabal representación de la individualidad humana también puede ser observado en las máscaras de madera portadas actualmente por los danzantes de la Huaconada y, muy probablemente, estuvo también presente entre los enmascarados que ejecutaban danzas ceremoniales durante la colonia. La ausencia de claros referentes de identidad en las máscaras y cabezas postizas invita a pensar que estos podrían haberse exhibido en otro tipo de objetos, por ejemplo, en las finas camisetas (uncu o cusma) que cubrían tanto a los fardos como a los enmascarados.

Al período Horizonte Medio también pertenece una máscara de cuero en miniatura con diseños pintados (Dockstader 1967: fig. 135) procedente de Pachacamac; este ejemplar constituye una réplica a menor escala de las máscaras de tamaño natural derivadas de las cabezas escalpe lima. Para los períodos prehispánicos tardíos, se ha reportado el hallazgo de máscaras de cerámica en los valles de Lurín, en Pachacamac (Schmidt 1929: 293), y Cañete (Hutchinson 1873: 133), así como de una botella con la representación de un personaje que sujeta una máscara procedente de Chuquitanta, localidad ubicada en el valle del Chillón (Schmidt 1929: 258).

El registro etnográfico actual a la luz de la información etnohistórica

La danza del Huacón no desapareció durante la colonia; continuó siendo ejecutada en la sierra central peruana y puede ser espectada aún en la actualidad bajo el nombre de La Huaconada. Las numerosas investigaciones etnográficas que sobre esta danza han sido publicadas (Enríquez 2006; Mujica 2004, 2005; Orellana 1971, 2004; Rojas y Cuba 2002; Rojas y Palacios 1992) evidencian la pervivencia de algunos componentes de la parafernalia del ritual presentes desde tiempos coloniales. Entre estos elementos atávicos podemos mencionar:

  1. Las máscaras de madera: componente central de la danza que, buscando representar a los ancestros, usualmente es tallado hasta formar rostros grotescos de ancianos y caras arrugadas que dan la impresión de vejez (Mujica 2005: 334, Orellana 1971: 469-470); otra característica que permite vincular las máscaras a tiempos remotos son sus prominentes narices, «como las de los antepasados indios» (Rojas y Cuba 2002: 17, 20).

  2. El sombrero: prenda distintiva de los huacones usualmente decorada con una roseta de color oscuro (Orellana 1971: 488-489); este elemento decorativo nos remite al sombrero forrado con tafetán morado que, junto con tres máscaras y un látigo, fue hallado en el pueblo de Ambar a mediados del siglo XVII.

  3. El látigo o «tronador»: instrumento de control social que, en forma similar al encontrado en el pueblo de Ambar por el año 1662 (que poseía una pata de guanaco en el extremo) suele en la actualidad presentar una pata de cabra a modo de mango (Orellana 1971: 515).

  4. El cepo o corma: este instrumento, empleado por los huacones para sancionar a las personas que transgredían las normas de conducta impuestas por la sociedad (Enríquez 2006: 5-6; Orellana 1972: 563-564), fue el mismo que utilizara el «danzante» Martín Antonio en 1662 para maltratar a una india llamada Juana María, según queda registrado en la Visita Pastoral de 1662 al pueblo de Ambar (AOH. 1662: f. 1, 3v)

Paradójicamente, el primer estudio sobre estas manifestaciones modernas de la ceremonia no estuvo basado en una observación etnográfica de la danza sino más bien en la recolección de relatos orales procedentes de Canta, región en la que aún se realizaba el baile a inicios del siglo XX (Villar 1933: 175).

El artículo publicado en 1933 por el padre Villar Córdova marcó en gran medida los estudios posteriores sobre La Huaconada ya que, al identificar básicamente a partir de una similitud fonética al huacón o wakon con el dios Kon de los mitos andinos coloniales (Villar 1933: 171), dejó por sentada una asociación que ha sido repetida acríticamente por algunos de los investigadores que se han interesado en el tema (Enríquez 2006: 2, Orellana 1971: 585-586, 2004).

Si nosotros relacionamos los mitos andinos prehispánicos recogidos por el Padre Villar Córdoba y otros científicos sociales referentes al dios Kon, y lo relatado por los cronistas, no podemos evitar concluir que detrás de todo ello existe un personaje, sacerdote o shaman, que actualmente se le conoce como el huakón y que es el danzarín principal de la hoy denominada danza de la huaconada (Orellana 2004: 14).

En el pueblo de Mito, localizado en el valle del Mantaro, como consecuencia de la constante visita de investigadores que llegan a presenciar la ejecución de La Huaconada, los miembros de la comunidad han ido asimilando la identificación de los huacones con el dios Kon (Rojas y Cuba 2002: 13), lo que contribuye a dejar en el olvido la función original del ritual y a quiénes estaba dedicado.

No obstante, la confrontación de la información etnohistórica con la tradición oral conservada entre las poblaciones andinas actuales permite explicar ciertas creencias que rodean la figura del Huacón, las que, inconscientemente, remiten a su identidad ancestral.

La asociación registrada en los documentos del siglo XVII entre los enmascarados y el culto a los antepasados aclara, por ejemplo, ciertos vínculos existentes entre los huacones, los machays (cuevas utilizadas como mausoleos) y las huancas (grandes piedras sagradas que representaban a los ancestros y que solían localizarse junto a su tumba). Al respecto, en Canta existía la creencia de que el Huacón residía en la caverna de Wakonpahuain (Waqonpawashan) y que descansaba debajo de una huanca ubicada afuera de la caverna Yagamachay (Ortiz 1973: 187, Villar 1933: 162); de forma similar, en el pueblo huancaíno de Mito, hasta las primeras décadas del siglo XX, los danzantes de La Huaconada salían de una caverna localizada en una montaña cercana a la población (Orellana 2004: 307, Ortiz 1973: 48).

Las fuentes etnohistóricas ofrecen también una explicación a la naturaleza antropófaga, algunas veces atribuida a los huacones y a los sacrificios de niños a los que se han visto vinculados (Cerna 2006: 21, Mujica 2005: 333, Ortiz 1973: 46). En el mito Wakón y los Willka recogido en 1925 por Villar Córdova en Canta, Wakón devora a la diosa Pacha Mama, madre de los mellizos willka, tras su fracasado intento de seducirla (Villar 1933: 162); este carácter antropófago del Wakón ha llevado a que, con mucha razón, se lo compare con otro personaje de la mitología andina denominado Achkay o Achikay, un ser maligno que, según las tradiciones recogidas en los departamentos de Cerro de Pasco, Huánuco, Áncash y la sierra de Lima, solía devorar a los niños (Howard-Malverde 1986, Mejía 1952, Ortiz 1973: 184-185, Pulgar 1933: 443, Robles 1965: 18, Villegas 1998).

Como ya ha sido sugerido por Ortiz (1973: 45 y 57) y Howard-Malverde (1986: 2), existe una gran correspondencia entre el Wakón de Villar Córdova y el Achkay o Achikee: además de su antropofagia, ambos personajes comparten el uso del látigo (Orellana 1971: 515, Villegas 1998: 14), el empleo de cuevas como morada (Robles 1965: 17, Villar 1933: 162) y la asociación con el pájaro huaychau (Robles 1965: 18, Villar 1933: 162), cuyo graznido es asumido actualmente como anunciador de un mal augurio o de la muerte de alguien. Tal vez la única diferencia que exista entre ambos seres radica en el hecho de que, a diferencia del Wakón que es un personaje exclusivamente masculino, el Achkay puede presentarse como una figura masculina y, más frecuentemente, femenina.

El estrecho vínculo entre el Huacón y Achkay encontraría su explicación en la figura del auca «de dos caras» al que hemos hecho referencia al describir las máscaras de madera coloniales. Ya hemos indicado que durante el siglo XVII, en el imaginario ceremonial de los indios de Cajatambo, los seres con dos caras eran identificados como los guaris; estos personajes, enemigos de los llacuaz, aparecen mencionados en la documentación colonial como Guaris ascayes, señalándose además que estos comían gente muchachos yndios (Duviols 2003: 305).

Sin duda, el término ascayes, utilizado para referirse a estos guaris antropófagos, representados con máscaras de madera durante los ritos coloniales, es una variante del nombre Achcay, Achikay o Achiquee con que se denomina a los seres devoradores de niños de la mitología andina (Howard-Malverde 1986: 17, nota 12). Esta asociación entre los guaris fundadores y los achkay permite explicar el hecho de que algunos machay o cuevas empleadas como sepulcro de los primeros progenitores de los ayllus del pueblo de San Francisco de Mangas recibieran por el año 1662 el nombre de ascai huasi o achacai huasin (Duviols 2003: 597 y 645).

En tiempos coloniales, el ave huaychau, registrada en los documentos con el nombre de guachao, era considerada una encarnación de los míticos guaris antropófagos; al respecto, resultan bastante esclarecedoras las declaraciones que por el año 1656 hiciera un indígena residente en la doctrina de San Pedro de Acas, en Cajatambo:

Fuele preguntado si saue donde estan enterrados los cuerpos de los susodichos (Guaris): dixo que tiene notizia que en el pueblo en las chacaras del en una cueba que esta debajo de la tierra que se llama Yaro cocha estan enterrados y que estos a oido decir que se convierten en lechuzas tucos uscos y tordos que en su lengua son chiuillos en carcas y en culebras y Guachaos tucus vecochos pajaros y animales los quales tienen particular abuso en oiendolos cantar y dizen los yndios que vienen a comerse la gente o que se an de morir y que los dichos pajaros y animales son los dichos Guaris que vienen a comerse (a) la gente... (Duviols 2003: 305).

Finalmente, debemos señalar que el carácter nocturno de los huacones, que ha llevado a que se lo identifique como el señor o dios de la noche (Cerna 2006: 21, 24, Mujica 2005: 333, Ortiz 1973: 44), encuentra también su explicación en la figura de los antepasados guaris; estos últimos, según los testimonios registrados a mediados del siglo XVII en Cajatambo, «andaban de noche solamente» (Duviols 2003: 274).

COMENTARIOS FINALES

El pueblo huancaíno de Mito, como muchos otros que integran el territorio andino, es heredero de un inapreciable acervo cultural que se ve expresado anualmente durante la ejecución de La Huaconada; esos primeros días del mes de enero, tan esperados por muchos, no solamente se transforman en el escenario temporal de la fiesta y el espectáculo escénico sino también en un episodio afianzador de la identidad local que va nutriendo la historia del poblado.

Frente a las acciones desplegadas por los huacones, el espectador no puede evitar preguntarse por los orígenes de aquella danza y por la enigmática identidad de estos personajes; lamentablemente, hasta la actualidad, las respuestas a estas dos interrogantes se han visto limitadas a explicaciones imprecisas basadas en un conocimiento muy superficial de la historia de La Huaconada.

Tal como ocurre en el caso de muchas otras danzas tradicionales de los Andes, los investigadores han dedicado muy poco interés al estudio de los orígenes de esta manifestación cultural, focalizando todos sus esfuerzos en la descripción e interpretación etnográfica; de ese modo, el análisis del fenómeno histórico-social se ha visto reducido al estudio de sus implicancias sociales en la actualidad. En este artículo hurgamos un poco en el pasado de La Huaconada, intentando con ello reconstruir parte de su historia.

Una de las primeras cosas que hemos podido reconocer a partir de nuestra investigación es el carácter agrícola que tuvo originalmente la danza, que se encontraba vinculada a, por lo menos, dos fiestas del calendario agrícola indígena: el comienzo de la temporada de lluvias, que marcaba el período de siembra, y el inicio de la época de cosecha. Además de estas dos ocasiones, la danza del guacón también era ejecutada en algunas fiestas locales en las que se conmemoraba la figura de míticos antepasados-héroes como Urau en el caso de Cajatambo y Ñamsapa en Huarochirí.

El origen de la danza se remontaría a tiempos prehispánicos, y se encontraría vinculado a ceremonias en las que se manipulaban máscaras elaboradas a partir de restos humanos (tipo huayo). Como ya lo hemos señalado, estas máscaras tienen su antecedente formal en otras de carácter funerario identificadas en la literatura arqueológica como «escalpes», que fueron confeccionadas por miembros de la sociedad lima, por lo menos, desde la fase Lima 6 del período Intermedio Temprano. Las escasas evidencias arqueológicas recuperadas hasta el momento, sin embargo, no permiten establecer el lugar donde se originó esta práctica ni los mecanismos empleados en su difusión dentro del territorio que corresponde a la costa y sierra central peruana.

Lo que sí resulta claro es que el ritual estuvo dedicado al culto de los ancestros fundadores, cuya presencia y ayuda eran fundamentales para obtener lluvias y buenas cosechas, así como para legitimar la autoridad de sus descendientes (los gobernantes locales) y mantener el control social. En este contexto, la representación de los episodios fundacionales y de las disputas que conllevaron, entre los llacuaz y guaris, parecen haber ocupado un lugar central durante la realización de la danza.

A pesar de las transformaciones que la «danza del Huacón» ha experimentado a través de los últimos cuatro siglos y de las reinterpretaciones locales sobre su función (influenciadas en ciertos aspectos por la intervención de concepciones imprecisas tomadas del ambiente académico), aún se perciben elementos muy antiguos durante su ejecución. Asimismo, en la memoria colectiva de los participantes de la Huaconada, todavía es posible reconocer contenidos muy tradicionales que, consciente o inconscientemente, remiten a viejos cultos ancestrales.

Agradecimientos

Deseo expresar mi mayor agradecimiento a Melecio Tineo por haberme puesto en contacto con la documentación inédita del Archivo del Obispado de Huacho y por brindarme todas las facilidades para la revisión y trascripción de la misma. Asimismo, hago extensivo este sentimiento a Alex Huerta-Mercado por sus oportunas sugerencias y su colaboración bibliográfica.

 

FUENTES DOCUMENTALES Y BIBLIOGRAFÍA

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  1. En la actualidad, La huaconada es realizada principalmente en el pueblo de Mito los primeros días del mes de enero, aunque también se la ejecuta en Aco y Sincos (Oficina Departamental de Estadística e Informática de Junín 2001: 125). Otro de los poblados en los que se realizaba la danza era Apata, en donde José María Arguedas la presenció a mediados del siglo pasado (Ortiz 1973: 48).

  2. Este texto corresponde a un compendio del Tratado y averiguación de los errores y supersticiones de los indios escrito por el licenciado Polo de Ondegardo alrededor del año 1559 y adoptado por el Segundo Concilio Provincial de Lima en 1567 (González 1977-1981: 114).

  3. El padre Enrique Fernández García, S.J. y Teodoro Hampe, con mucho acierto, han reconocido al jesuita José de Acosta como el autor del compendio del tratado de Polo de Ondegardo publicado en 1585 (Fernández 1990: 226; Hampe 2001: 133); la gran influencia ejercida por el licenciado vallisoletano en la obra de Acosta, declarada abiertamente por este último (Acosta 2002: 374), respalda esta posibilidad.

  4. El término quechua taqui era utilizado en el siglo XVII para referirse a los bailes indígenas en los que se incluían la danza, el canto y, en la mayoría de los casos, el uso de algún instrumento musical como el pincullo (flauta) o la tinya (tamborcillo) (González Holguín 1989: 338, 445-446).

  5. Esta relación entre la danza del Huacón y el calendario agrícola también ha sido reconocida por Zuidema (1993: 364-365), aunque él coloca esta danza entre los bailes realizados después del tiempo de cosecha y durante la primera labranza.

  6. Existe otro término quechua, hayachuco, que aparece registrado en el Lexicón de fray Domingo de Santo Tomás como equivalente a saynata (çaynata) y es traducido como carátula, máscara o enmascarado (Santo Tomás 1951: 289-290). Es probable que esta voz hayachuco provenga de la conjunción de aya «cuerpo muerto» (González Holguín 1989: 39) y chuco (chucu) «bonete o sombreros antiguos» (p. 118).

  7. En la región de Huarochirí, eran también los invasores pertenecientes a los ayllus llacuaces quienes, durante la fiesta en honor de su antepasado-héroe Ñamsapa (identificado también como Omapacha o Chutacara), realizaban un baile portando la máscara huayo confeccionada con el rostro de este (Salomon 2002: 18). Como veremos posteriormente, estas máscaras tipo huayo se constituyen en el antecedente prehispánico de aquellas empleadas en la danza del huacón.

  8. Dos máscaras confeccionadas con restos humanos, pertenecientes a la colección de antigüedades peruanas del investigador italiano Ernesto Mazzei, fueron publicadas por su compatriota Enrico H. Giglioli en 1891; una de ellas procedía de la región de Matucana, en el valle medio del río Rímac, y la otra de la huaca Chacoy, localizada en las cercanías de Huacoy y Caudevilla, en el límite superior del valle bajo del río Chillón (Giglioli 1891: 84-85). Agradecemos al doctor Frank Salomon el habernos informado de la existencia de esta publicación (comunicación personal, 26 de junio de 2007).

  9. El origen colonial de las máscaras de madera también se encuentra sugerido por algunas fuentes etnohistóricas en las que se indica que, por lo menos en la región de Cajatambo, la confección de «máscaras de palo» se habría iniciado durante la campaña de extirpación de idolatrías desarrollada por Fernando de Avendaño, es decir, entre 1613 y 1618 (Duviols 2003: 404).

  10. Si bien las llamadas «máscaras funerarias» y las «falsas cabezas» o «cabezas postizas» no se constituyen cabalmente en máscaras para ser portadas por individuos, comparten con estas últimas su principal función ritual: otorgar materialidad a los ancestros. La interacción de los antepasados con los vivos, vinculada en muchos casos a la transmisión de autoridad política y derechos sobre tierras/propiedades entre sus descendientes, implicaba la presencia física de los ancestros fundadores en ceremonias públicas, ya fuera mediante la manipulación directa (momias) o indirecta (fardos con «máscaras funerarias» y «cabezas postizas») de sus cuerpos, del uso de simulacros corpóreos (ídolos y estatuas de piedra, tallas antropomorfas de madera, etcétera) o del empleo de elementos miméticos (máscaras, tatuajes, pintura corporal, etcétera) que permitieran representarlos (Kelly 2001: 44, Nielsen 2006: 68-69).