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Anthropologica

versión impresa ISSN 0254-9212

Anthropologica v.29 n.29 Lima dic. 2011

 

INSTITUCIONES

 

La antropología en escena: redes de influencia, sociabilidad y prestigio en los orígenes del Museo Etnográfico de la Universidad de Buenos Aires

Anthropology on stage: networks of influence, sociability and prestige at the begining of Etnographic Museum of the Universidad de Buenos Aires

 

Pablo Perazzi*

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) Correo electrónico: pabloperazzi@yahoo.com.ar.

 


RESUMEN

Este artículo se propone analizar algunos aspectos de la trayectoria inicial del Museo Etnográfico —de 1904 a 1917—, período caracterizado por la dirección del arqueólogo Juan B. Ambrosetti (1865-1917). El objetivo es dar cuenta de la situación del establecimiento en el circuito museológico extendido, la inserción de su director en los ámbitos de sociabilidad, las conexiones con coleccionistas, amateurs, funcionarios e instituciones análogas, las redes de intercambio de favores y recursos, y las estrategias para la adquisición y formación de sus colecciones. A lo que se aspira, pues, es a un entendimiento de las tramas de poder, mecenazgo e influencia alrededor de las cuales un espacio intelectual determinado fue ganando credibilidad, legitimidad y el prestigio necesarios para dotar a la disciplina del capital simbólico y social esperado. La tesis que se sustenta es que, en su fase formativa, las disciplinas antropológicas se modularon y obtuvieron reconocimiento sobre la base de alianzas, generalmente de tipo informal, con instituciones y agentes no pertenecientes a la comunidad de referencia.

Palabras clave: historia de la antropología argentina, Museo Etnográfico, redes de influencia, sociabilidad, prestigio.

 


SUMMARY

This article intends to analyse some aspects of the initial trajectory of the Ethnographic Museum —from 1904 to 1917— period characterized by the direction of archaeologist Juan B. Ambrosetti (1865-1917). The aim is to give an account of the situation of the establishment in the museological circuit locally and internationally, the inclusion of the director in the spheres of sociality, connections with collectors, amateurs, civil servants and similar institutions, networks for the exchange of favors and resources, and strategies for acquisition and training of their collections. What aims, therefore, is an understanding of the plots of power, patronage and influence around which a given intellectual space gained credibility, legitimacy and the prestige necessary to equip the discipline of the expected social and symbolic capital. The thesis supported is that, in their formative stage, anthropological disciplines were modulated and gained recognition on the basis of partnerships, generally of informal kind with institutions and agents not belonging to the community of reference.

Key words: history of the Argentine Anthropology, Ethnographic Museum, networks of influence, sociability, prestige.

 


La fundación

A principios del siglo XX, un nuevo establecimiento científico se incorporaba al circuito museológico argentino: el Museo Etnográfico de la Universidad de Buenos Aires. En efecto, por iniciativa del doctor Norberto Piñero, decano de la Facultad de Filosofía y Letras, el 8 de abril de 1904 se firmaba la resolución de fundación del Museo Etnográfico de la Universidad de Buenos Aires. La institución constituía una creación bisagra: era el último representante de la era de los museos decimonónicos argentinos1 y el primero en su tipo —acaso con la excepción del Museo de Antropología y Paleontología (1885) de la Universidad de Córdoba— como institución académica aplicada a la enseñanza e investigación de las disciplinas antropológicas.

Su creación ofrecía un marco de legitimidad e institucionalidad a disciplinas que, aunque ya practicadas en academias y sociedades científicas, aun conservaban ciertas cuotas de diletantismo y una estrecha ligazón con los estudios naturalistas. Aunque el proceso de demarcación y parcialización de saberes proporcionó el clima adecuado, su aparición también se inscribía en la empresa de construcción de una nación moderna, donde la ideología del progreso, el cultivo de las ciencias y la educación pública eran percibidos como los componentes indispensables para la conquista del paradigma civilizatorio.

En la carta de aceptación del cargo de director, el arqueólogo Juan B. Ambrosetti daba cuenta de sus aspiraciones: hacer del Museo un «centro de investigación científica abierto no solo a los estudiantes y profesores de la Casa, sino a todos los estudiosos y especialistas que deseen trabajar allí y aprovechar las colecciones en él depositadas».2 Como otros museos de la época, su función consistiría en atender en un delicado e inestable equilibrio los requerimientos de la instrucción superior y del estudio científico. En el caso del Museo Etnográfico, significaba el armado de colecciones que suplieran al mismo tiempo las exigencias de una formación humanista de tipo integral, capaz de abarcar geografías y culturas de los cinco continentes, a la vez que los mandatos de autoridades y estudiosos que solicitaban su especialización en arqueología y etnografía argentinas. Esta dispersión temática no hacía sino exteriorizar las dificultades que para un museo en formación significaba atender equilibradamente las particularidades de la cátedra y la provisión continua de evidencias científicas.

Si bien Ambrosetti señalaría que se trataba de «la primera institución universitaria de la América del Sur que se haya preocupado seriamente de las investigaciones arqueológicas», el perfil generalista de sus colecciones la convirtió en blanco de la crítica (Ambrosetti 1912: 3).3 Aunque algunos críticos —tal vez bien intencionados pero no versados en la materia— se mostraban disconformes con el carácter inespecífico de sus materiales, parecían no solo ignorar la trayectoria científica del director sino además la desventajosa situación del Museo por comparación con otros establecimientos, como el Museo de La Plata, el Histórico Nacional, el de Bellas Artes y el Nacional de Buenos Aires.

Tratándose de un establecimiento universitario y dado «los escasos recursos con que cuenta la Facultad», era esperable que la dotación de personal y las condiciones edilicias no fueran del todo propicias (Ambrosetti 1912: 7-8). En esas circunstancias, las tareas de catalogación se topaban con obstáculos difíciles de superar. Sin embargo, como se ha señalado recientemente, no hay que perder de vista que la saturación del espacio físico era una «táctica trasnacional» a fin de validar los reclamos de mejoras del inmueble (Podgorny 2009: 39). En ese sentido, podría decirse que la acumulación de objetos, amén de su importancia científica, también operaba en el plano de la gestión institucional, como dispositivo de presión más o menos efectivo. Así como Ambrosetti destacaba el excelente trato que la «prensa ilustrada» había dispensado a una exhibición sobre religiones orientales, también recogía los testimonios de «los profesores doctores Jacob, Wexler y el señor Cónsul General de Turquía, emir Arslam» acerca de las «deficiencias del local».4 Para legitimar la práctica antropológica se precisaba no solo buenas investigaciones sino también algo que mostrar y, por extensión, el reconocimiento de los investigadores y el público no iniciado.

La fundación del Museo Etnográfico coincidiría con el repliegue de las cohortes de médicos, geólogos, anticuarios y viajeros decimonónicos que se habían ocupado, bajo el omnisciente paradigma naturalista, de los estudios arqueológicos y antropológicos. La emancipación de la práctica antropológica del campo de las ciencias naturales se producía en el momento en el que las élites políticas e intelectuales se lanzaban a una intensa campaña nacionalista, buscando resaltar lo auténtico y lo genuino frente, no ya a la herencia hispánica, sino al avance de idearios ‘disruptivos’ y ‘extranjerizantes’ atribuidos a la llegada de inmigrantes de origen europeo (Altamirano y Sarlo 1997, Cataruzza 2007). La trasformación del artefacto arqueológico de curiosidad en evidencia científica ponía de manifiesto la existencia de una disposición favorable a la conservación y el estudio del patrimonio cultural, a la vez que su potencial utilización para la producción de nuevas genealogías patrias (Botero 2009, Piazzini 2009, Podgorny 2009).

El arte de la dirección: redes de influencia, sociabilidad y viajes

El éxito de un museo dependía menos de las aptitudes científicas de su conductor que de sus márgenes de influencia, credibilidad y dotes diplomáticas. La disposición del coleccionista era, desde luego, un aspecto importante, del que Ambrosetti daba testimonio.5 La dirección de un museo implicaba la posesión de un registro actualizado de instituciones, autoridades, colegas, confidentes, donantes, coleccionistas, operadores, traficantes, mecenas, padrinos, agentes aduaneros, flotas mercantes, etcétera. Su administración descansaba sobre la figura del director como «razonador práctico», un agente que, a la manera de un bricoleur, generaba y/o aprovechaba las oportunidades materiales que se presentaban a su paso (Knorr Cetina 2005: 99).

En una época en que las actividades científicas aún no habían alcanzado un desarrollo institucional estable, el despliegue de estrategias para la formación de un circuito de colaboradores era imprescindible. Ganar credibilidad, obtener estatus e inventarse (y reinventarse) una identidad socioprofesional eran cuestiones que no se circunscribían exclusivamente a la comunidad de pares. La apelación a los denominados «campos transcientíficos» —red de relaciones simbólicas y materiales de extramuros— constituía una maniobra fértil y ventajosa (Knorr Cetina 2005: 204). El proceso de «autoconstrucción» involucraba el reconocimiento de colegas, pero también el sustento derivado de las relaciones de mecenazgo y padrinazgo extracomunitarias (Biagioli 2008: 15).

La participación de Ambrosetti en los salones de la época (El Ateneo y la Academia Argentina de Artes, Ciencias y Letras) y en el círculo del escritor y naturalista Eduardo L. Holmberg (1852-1937) —quien a la postre se convertiría en su suegro— lo conectó con literatos, artistas, funcionarios e intelectuales, muchos de los cuales se transformarían en ocasionales o regulares colaboradores del Museo. Miembro correspondiente de diversas sociedades científicas, supo aprovechar la preeminencia de estas redes en la construcción de su propio prestigio y en el armado de relaciones de intercambio con instituciones afines.

Ambrosetti era un participante activo de los círculos de sociabilidad de la juventud porteña, cuyas prácticas asociativas constituían una marca de identidad que hundía sus raíces hasta las primeras décadas del siglo XIX (González Bernaldo de Quirós 2008). Las vinculaciones generacionales y de camaradería devenían un tipo de «amistad instrumental», en la medida en que se presentaban como el nexo con agentes externos al circuito antropológico (Wolf 1980: 28). La cultura de salón y las largas tertulias que se daban cita en cafés y restaurantes céntricos, como Monti, Lucio, Auer’s y Charpentier, combinaban la presencia de hombres de letras como Rubén Darío —quien mencionaría a Ambrosetti en uno de sus versos—,6 Rafael Obligado, Roberto J. Payró, Carlos Correa Luna, de artistas plásticos como Eduardo Schiaffino —organizador de su cena de despedida de soltero en el Restaurante Chevalier el 4 de diciembre de 1899—, Ernesto de la Cárcova, Ángel Della Valle y Eduardo Sívori —quien realizaría un retrato suyo en su taller en 1904— y de destacados miembros de la universidad, las sociedades científicas y el mundo intelectual del Buenos Aires finisecular (Cortazar 1961, Cáceres Freyre 1967, Malosetti Costa 2003).

En un clima atravesado por el modernismo, el criollismo y el romanticismo, Ambrosetti dio sus primeros pasos en las artes literarias, con sus «Cuentos de tierra adentro», publicados con los seudónimos de Fray Tetera y Bicho Moro entre 1903 y 1907 en el popular semanario Caras y caretas, por invitación de su director y amigo Carlos Correa Luna, y su Viaje de un maturrango de 1893, utilizando esta vez el apodo de Tomás Bathata, con ilustraciones de Noris Zucoff, seudónimo de su futuro cuñado Eduardo Alejandro Holmberg (Cortazar 1961, Cáceres Freyre 1967). Se podría conjeturar, entonces, que la actividad literaria de Ambrosetti —y por lo tanto la exhibición de un bagaje, refinamiento y plasticidad cultural ostensible—, aunque habitual entre las élites intelectuales de la época, suministró un componente adicional a su búsqueda de legitimación socioepistemológica.

La descendencia familiar, detentadora no solo de prestigio sino también de los recursos sociales indispensables para intervenir exitosamente fuera del medio de referencia, cumpliría un rol significativo. La procedencia de Ambrosetti de una familia acomodada7 y su condición de latifundista8 le concedieron la posibilidad de efectuar reiterados viajes por Europa y Medio Oriente. La «cultura del viaje», a caballo entre lo comercial, lo turístico y lo intelectual, le proveyó contactos con instituciones y particulares con los que luego mantendría relaciones de intercambio de información, publicaciones y piezas (Colombi 2004: 13). Los viajes eran, según sostendría, «gratos esparcimientos de coleccionista» que le abrirían las puertas al selecto mundo del coleccionismo internacional.9 Eran «gratos esparcimientos» que, en realidad, implicaban motivaciones muy específicas: visitar museos y sociedades científicas, relacionarse con sus directores y personal científico, anoticiarse de los avances institucionales, adquirir bibliografía y, dado el floreciente mercado mundial de objetos antropológicos, acceder a las principales casas de venta.

La formación de colecciones: donaciones, exploraciones, compra, canje

El funcionamiento de un museo dependía de su incorporación al sistema científico internacional, es decir, al sistema de compra y/o canje de colecciones, instrumental, publicaciones y mobiliario. Para disciplinas como la arqueología y la antropología, cuyo ejercicio estaba vinculado a la clasificación, descripción y comparación —y por lo tanto a la disponibilidad y el ingreso de piezas— la relación con los distribuidores resultaba un asunto de vital importancia. Los distribuidores no solo abastecían objetos etnográficos, sino también gabinetes didácticos, reproducciones, calcos, preparados, publicaciones y gran parte del instrumental necesario para la práctica y la enseñanza de la ciencia (Pérez Gollán 1995, Farro 2009).

La jerarquía y naturaleza de las colecciones fundadoras10 presuponen un intento de provocar un golpe de efecto visual. Se trata de «objetos para el espectáculo», a la vez que para la experiencia perceptiva (Giobellina Brumana 2005: 26). Aunque se privilegiaría la investigación y la enseñanza sobre la exposición pública, su prestigio y posicionamiento estaban íntimamente unidos a la capacidad de captación de la gran audiencia. Así como los laboratorios sustituyeron a los gabinetes de alquimistas, los museos representaron la instancia superadora de la colección privada. En ese sentido, no sería ciencia lo que se buscaría mostrar sino, más bien, un «efecto de ciencia» y, de ese modo, la apropiación de los «beneficios sociales asociados a la conformidad con las formas exteriores de la ciencia» (Bourdieu 2008: 44-45).

En efecto, como ya se señaló, legitimar la práctica de la antropología suponía no solo el despliegue de estrategias de reproducción endogámicas sino también granjearse el consentimiento de aquellos que, sin pertenecer a la comunidad de pares, pudieran convertirse en partícipes del proceso de ampliación de las colecciones. Así, las redes de relaciones se modularían en función de redes diplomáticas y de mecenazgo, en las que la institución del donante adquiriría un papel destacado. Lo que importa subrayar, pues, es que estas informales relaciones de mecenazgo desempeñarían un efecto multiplicador sobre futuras donaciones.11

El perfil del donante era variado: desde eximios coleccionistas hasta maestros de provincia, desde banqueros hasta diplomáticos, desde funcionarios hasta damas de la sociedad, desde científicos hasta generales.12 Esta diversidad sociocultural parece sugerir que el coleccionismo antropológico no era una rareza en algunos segmentos de la sociedad argentina. Para la burguesía en ascenso, la acumulación de objetos obedecía al deseo de legitimar una posición recién adquirida (Corbet y Perrot 1991). Para las familias patricias, en cambio, eran modos de ratificar el prestigio heredado (Baldasarre 2006, Losada 2008). La donación envolvía un calculado sentido de trascendencia. Asimismo, aunque sería aventurado determinar sus motivaciones, podría argüirse que, además de su valuación estética, las colecciones eran expresiones simbólicas (y materiales) del pasado nacional, fragmentos de tradición no corrompidos, «la manifestación irrepetible de una lejanía» (Benjamin 1987: 24).

La donación entrañaba una contraprestación: así como el museo se veía favorecido por el ingreso de piezas, el donante quedaba inmortalizado en catálogos y placas de referencia. A su vez, dada su procedencia de una colección conocida, por lo general de un miembro encumbrado de la sociedad, el artefacto conllevaba un valor adicional, un ascendiente que realzaba sus cualidades específicas.13

Así como la institución-donación —y los atributos simbólicos y sociales ligados a ella— proveyó estatus, prestigio y reconocimiento, las expediciones garantizaron la colecta de piezas que luego serían destinadas a tareas de estudio o exhibición. Las expediciones constituirían la fuente principal de ingreso de colecciones. La especialización en etnografía y arqueología argentinas se convirtió en la apuesta de máxima en su carrera por insertarse en el circuito museológico internacional, así como en el mecanismo a través del cual expandir rápidamente sus existencias. En efecto, durante la gestión de Ambrosetti, se pasó de un patrimonio original de 359 piezas en 1905 a 12 156 siete años después, «todas numeradas y catalogadas» (Ambrosetti 1912: 4).

Consagradas a la recolección de objetos, las campañas arqueológicas —generalmente a razón de una por año y aprovechando el receso estival— eran instancias de entrenamiento de los estudiantes de la cátedra de Arqueología Americana (Pegoraro 2005).14 Aunque mayormente de carácter arqueológico, también se realizaron campañas etnográficas, dada la escasez de materiales que, en 1907, apenas rondaban los 41 objetos (Pegoraro 2005). La primera de ellas, de marzo a mayo de 1909, por las provincias de Chaco y Jujuy, fue conducida por Salvador Debenedetti (1884-1930), el sucesor de Ambrosetti en la dirección. El objetivo consistía en reunir colecciones, recabar información sobre «el vocabulario de la lengua hablada por los indios chorotes» y «seguir a los mencionados indios en sus costumbres, ceremonias religiosas y funerarias, usos, prácticas sociales y guerreras y sobre todo dedicar atención al problema de la sumisión del indio a la civilización».15

Las expediciones solían disponer del soporte logístico de lugareños y personal militar de frontera. Durante la campaña de Debenedetti, fueron «los Sres. Ovejero y Cia., personas altamente calificadas y atentas», quienes prestaron la correspondiente asistencia.16 Los Ovejero eran copropietarios de uno de los más importantes ingenios azucareros de la zona (Ledesma), con conexiones familiares con la gobernación, la justicia y la legislatura. A la cooperación de los Ovejero se agregó la de un teniente de apellido Quintana, quien resultó «un colaborador asiduo, tenaz e inteligente […] quien me ha acompañado en todas mis excursiones a las tolderías y me ha facilitado entrevistas con caciques».17 Además de reducir el coste de las campañas —pernocte y movilidad garantizados—, la asistencia de agentes informales ponía en evidencia el hecho de que la práctica de la disciplina constituía una empresa colectiva que involucraba la intervención de personas no relacionadas de modo directo con el medio científico.

Guaqueros y coleccionistas se transformarían en competidores silenciosos pero eficaces. Estos buscadores «de minas y ocultas riquezas» revelaban la propagación de prácticas que, si bien en apariencia en los márgenes de la ciencia, constituían una suerte de arqueología paralela, entonces apenas diferenciada de la oficial. Aunque la arqueología oficial denunció sus actividades considerándolos inexpertos y especuladores,18 no se trataba de rústicos baqueanos sino de agentes que demostraban dominio técnico y conocimiento del terreno, participaban de las redes de coleccionistas y eran conscientes del valor de los hallazgos. Si bien la guaquería no alcanzó en Argentina las dimensiones que en otros países —como en Colombia, donde existieron emprendimientos familiares (Botero 2009, Piazzini 2009)—, el parentesco entre minería y arqueología (oficial o amateur) no era una circunstancia infrecuente. El mismo Ambrosetti, cabe recordar, se había desempeñado como Inspector Nacional de Minas entre 1898 y 1906 (Boman 1920).

La compra de colecciones siguió diversos criterios, alternando entre la adquisición de piezas para la enseñanza y las que se utilizarían al servicio de la exhibición. Las operaciones incluían desde compras de colecciones particulares hasta el encargo de originales, réplicas, calcos o reproducciones tridimensionales a instituciones afines.19

Las subastas eran acontecimientos usuales en la Buenos Aires finisecular. La prensa anunciaba los remates, especificando fecha, lugar y características del lote. Los interesados visitaban previamente la residencia del coleccionista, contemplando por última vez las piezas en su propio orden, antes de su ulterior desmembramiento (Baldasarre 2006). De ese modo se adquirieron el cráneo fósil de Arrecifes de la colección de Florentino Ameghino (¿1854?-1911) y el lote de antigüedades catamarqueñas del americanista Adán Quiroga (1863-1904).

Los viajes de investigadores o de personas allegadas a la institución resultaban oportunidades estimables para realizar adquisiciones.20 La red de colaboradores se extendía incluso a diplomáticos en ejercicio, como el cónsul argentino en Calcuta, Florencio de Basaldúa, quien compró una colección de objetos de la religión hindú. Este caso fortalece la tesis de la influencia de agentes externos en el desarrollo interno de la disciplina: el diplomático, quien había impartido conferencias en la Facultad de Filosofía y Letras, era el padre de Manuela de Basaldúa, una de las dos graduadas asignada a la organización de la Sección de Antropología del Museo Etnográfico.

El intercambio de duplicados pondría a prueba los avales y credibilidad de Ambrosetti, optimizando los contactos con directores, curadores e investigadores de museos metropolitanos. Las operaciones de canje estaban supeditadas a la circulación de catálogos, esos sistemas de comunicación artificial a través de los cuales las colecciones «viajaban libremente» por el circuito museológico internacional (Lopes 1997: 224). Como «tecnología virtual», los catálogos representaban una suerte de museo ambulante: la descripción de colecciones, las ilustraciones y un puñado de fotografías que cabían en una publicación formato estándar, permitían su transporte de una punta a otra del planeta (Shapin y Schaffer 2005: 100).

Los canjes cumplían el propósito de «dar salida al gran stock de material duplicado extraído en nuestras exploraciones» (Ambrosetti 1912: 5). La abundancia de duplicados calchaquíes convertiría al Museo en una plaza atractiva en materia de colecciones arqueológicas del noroeste argentino. En 1908, Clark Wissler, uno de los curadores del Museo Americano de Historia Natural de Nueva York, aprobaba el canje de 95 objetos calchaquíes por colecciones del río Mississippi, los indios Pueblo, Centroamérica y las Filipinas. Aunque los intercambios con Wissler no supusieron mayores altercados, la inoportuna llegada de materiales dañados por descuidos en el embalaje provocó quejas de la administración del museo estadounidense (Pegoraro 2005). Ese mismo año se accedería a una solicitud del Museo Paulista, con el que se canjearon 71 objetos calchaquíes por «ornamentos, peines, collares, abanico para el fuego, flautas, carcaj y dardos envenenados y sonajeros de médico de las tribus Macusis» (Ambrosetti 1912: 21).

Al año siguiente se concretaba un intercambio con el Real Museo Etnográfico de Leyden, por iniciativa de su director, el Dr. J. D. E. Schmeltz. En carta formal, Schmeltz expondría sus intereses: «El museo nuestro posee de Calchaquí solamente pocos objetos de cobre. Yo aceptaré de usted con mucho gusto los objetos de tierra».21 Se acordó cambiar 108 objetos calchaquíes por 107 piezas de enclaves coloniales holandeses. Para aventar sospechas, dada la circulación de objetos fraguados, Ambrosetti expresaría al colega: «Todas las piezas llevan número del catálogo de nuestro Museo Etnográfico de manera que son garantizadas como auténticas».22 El aserto ponía de relieve las transformaciones suscitadas en el seno de la práctica arqueológica: la documentación del proceso de extracción se volvería la vara de medida «para diferenciar una excavación científica de una comercial o aficionada», lo que sería rápidamente asimilado por los administradores e investigadores del museo porteño (Podgorny 2009: 99).23

Consideraciones finales

La constatación de la importancia operativa de instituciones y agentes informales en el desarrollo temprano del Museo Etnográfico ha sido el propósito del presente trabajo. Se ha buscado comprender el modo en que las tramas de poder, mecenazgo e influencia, generalmente forjadas más allá de las fronteras de la comunidad de referencia, modularon el estatus, la credibilidad y el reconocimiento de un establecimiento científico en su fase formativa.

La puesta en funcionamiento de un museo implicaba la formación de redes de colaboradores, que incluían desde mecenas y funcionarios hasta coleccionistas, militares y empresarios. El director debía exhibir un calibrado sentido de la oportunidad y amplias dotes diplomáticas. La descendencia familiar, las relaciones de camaradería y el involucramiento en los ámbitos de sociabilidad resultaron factores indispensables en el proceso de autoconstrucción del director como el genuino conductor de los destinos de la institución.

El proceso de legitimación de las prácticas antropológicas requirió el concurso de sus cultores, así como el de una dilatada gama de agentes que, sin inscripción profesional, añadieron la cuota de prestigio externa. Así, legitimar la práctica de la antropología supuso no solo el despliegue de estrategias de reproducción endogámicas sino también granjearse el consentimiento de aquellos que, sin pertenecer a la comunidad de pares, pudieran convertirse en partícipes del proceso de validación extracomunitario.

 

REFERENCIAS

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* El presente trabajo fue realizado en el marco del proyecto «Antropología del presente: prácticas profesionales, políticas de conocimiento y representación» (Programación Científica de la Universidad de Buenos Aires, F009), dirigido por la profesora Cecilia Hidalgo.

  1. En efecto, dicha ‘era’ se inauguraba con el Museo Público de Buenos Aires (1823) y era continuada con el Museo de Paraná (1854), el Museo de La Plata (1888), el Museo Histórico Nacional (1891), el Museo Naval de la Nación (1892), el Museo Nacional de Bellas Artes (1896) y el Museo de la Policía Federal (1899).

  2. Carta de Ambrosetti al decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA Norberto Piñero, Buenos Aires, 26 de junio de 1905 (Caja 1, Carpeta 1, Fondo Institucional Museo Etnográfico / Sección Juan Bautista Ambrosetti, Archivo Fotográfico y Documental del Museo Etnográfico «Juan B. Ambrosetti»).

  3. En 1910 Ambrosetti encontraría resistencia a su solicitud para efectuar un intercambio de duplicados con el Museo de San Petersburgo, debido a que, según el consejero Ernesto Quesada, «si no se especializa el Museo en la Arqueología Argentina y Americana será forzosamente pobre». Ambrosetti argumentó que, teniendo en cuenta la cantidad de duplicados, resultaba un despropósito no aprovechar las ofertas de canje. El decano José Matienzo indicó que el establecimiento era «en primer término de arqueología y etnografía argentina», en segundo término de «arqueología americana» y en tercero de «etnografía general» (Revista de la Universidad de Buenos Aires, año VII, tomo XIV, 1910).

  4. Caja 1, Carpeta 1, Fondo Institucional Museo Etnográfico / Sección Juan Bautista Ambrosetti, Archivo Fotográfico y Documental del Museo Etnográfico «Juan B. Ambrosetti».

  5. Su domicilio particular constituía un «valioso» (Cáceres Freyre 1967: 53), «exquisito y bien cuidado museo de objetos de plata, de cerámica, de marfil, procedentes de todas las latitudes y selección representativa de las más diversas culturas» (Cortazar 1961: 10).

  6. «Monti, Lucio y Auer’s son templos / allí se excluyen las políticas / se muestran líricos ejemplos / vuelan las odas y las críticas // Aparecen por allí Ambrosetti y Correa Luna / ambos poseídos por un / palenginesia calchaquí» (Darío en Cáceres Freyre 1967: 17).

  7. Su padre era un rico e influyente inmigrante que, además de propietario de colonias en el Chaco santafesino, presidió el Banco Italiano del Río de la Plata y alcanzó la orden de Caballero de la Corona (Cáceres Freyre 1967).

  8. Bilbao (2002) afirma que los hermanos Ambrosetti se habían beneficiado con los programas gubernamentales de concesión de tierras fiscales.

  9. Carta de Ambrosetti al decano de la Facultad de Filosofía y Letras, Buenos Aires, 11 de julio de 1914 (Legajo 70, Fondo Institucional, Archivo Fotográfico y Documental del Museo Etnográfico «Juan B. Ambrosetti»).

  10. Se trataba de calcos y originales de Egipto, Asiria, Asia y África, un gran altar budista, piezas de bronce calchaquíes, platería pampeana y una nutrida colección de objetos polinesios.

  11. Entre 1904 y 1912, las donaciones alcanzaron la cifra aproximada de 2000 objetos, pertenecientes a unos setenta y cinco donantes (Ambrosetti 1912). En 1909 el mismo Ambrosetti expresaba su voluntad de ceder su colección particular una vez concluidas sus tareas en la dirección («Catálogo de la colección particular de objetos etnográficos y arqueológicos del Dr. Juan B. Ambrosetti y que pasarán a ser propiedad del Museo Etnográfico una vez que deje su dirección. 1909», Caja 1, carpeta 4, Fondo Institucional Museo Etnográfico / Sección Juan Bautista Ambrosetti, Archivo Fotográfico y Documental del Museo Etnográfico «Juan B. Ambrosetti»).

  12. Entre los donantes más conspicuos del Museo se destaca Victoria Aguirre Anchorena, una dama de la aristocracia porteña que consiguió notoriedad por sus actividades como mecenas de instituciones culturales y caritativas. Además de la donación de una colección de objetos etnográficos de Paraguay, Bolivia, Chile y Argentina, destinó una suma de dinero para cofinanciar la adquisición de dos trajes de plata aimaras. Luego entregaría $ 790 para la compra de «los cristales correspondientes a los muebles de la sala Ambrosetti, donde se guardan los trajes bolivianos» (Carta de Salvador Debenedetti al decano de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA) Alejandro Korn, Buenos Aires, 2 de agosto de 1920, Legajo 99, Fondo Institucional, Archivo Fotográfico y Documental del Museo Etnográfico «Juan B. Ambrosetti»).

  13. Los primeros donantes constituyen ejemplos significativos: dos ministros de gobierno, Juan M. Garro e Indalecio Gómez —en cuya finca de Pampa Grande (provincia de Salta) se llevaría a cabo la primera expedición arqueológica del Museo—, dos ex presidentes del Banco Italiano, industriales, terratenientes y miembros influyentes de las sociedades de connacionales, Antonio Devoto y Tomás Ambrosetti —padre del director—, y María Helena Holmberg de Ambrosetti —esposa del director—.

  14. En mayo de 1905, Ambrosetti informaba al decano de los resultados de la primera campaña: «De este modo el naciente Museo Etnológico [sic] de la Facultad, tiene ya su vida asegurada con la base de las colecciones recogidas, que llevan 51 cajones conteniendo seguramente más de 250 piezas, algunas de gran tamaño y sumamente raras; las que una vez instaladas, y convenientemente restauradas, podrán exhibirse como un conjunto modelo» (Revista de la Universidad de Buenos Aires, año II, tomo III, N° 13, 1905).

  15. Carta de Debenedetti a Ambrosetti, Buenos Aires, 12 de julio de 1909 (Legajo 19, Fondo Institucional, Archivo Fotográfico y Documental del Museo Etnográfico «Juan B. Ambrosetti»).

  16. Carta de Debenedetti a Ambrosetti, Ledesma (provincia de Salta), 25 de mayo de 1909 (Legajo 19, Fondo Institucional, Archivo Fotográfico y Documental del Museo Etnográfico «Juan B. Ambrosetti»).

  17. Carta de Debenedetti a Ambrosetti, Ledesma (provincia de Salta), 25 de mayo de 1909 (Legajo 19, Fondo Institucional, Archivo Fotográfico y Documental del Museo Etnográfico «Juan B. Ambrosetti»).

  18. Al dar con un yacimiento previamente intervenido por un buscador, Debenedetti expresó su disgusto: «Aguiar ha destruido mucho en su afán, no de hallar tesoros arqueológicos, sino mineros […] Excavando una tumba colectiva que Aguiar revisó con poca prolijidad, extraje un esqueleto al cual le falta el cráneo, el cual, según me cuentan, se lo llevó aquel señor y que, supongo, se encontrará entre las piezas de la colección existente en [el Museo de] La Plata» (Carta de Debenedetti a Ambrosetti, Tamberías (provincia de San Juan), 8 de noviembre de 1914, Legajo 19, Fondo Institucional, Archivo Fotográfico y Documental del Museo Etnográfico «Juan B. Ambrosetti»).

  19. A fines de 1906, Ambrosetti solicitaba al decano José Matienzo autorización para invertir $ 500 en la compra de «una serie de calcos en yeso de los monumentos de las Civilizaciones Americanas, Perú, México y Centro América» por ser «muy necesarios para la enseñanza de la Arqueología Americana». El trabajo fue realizado por el Departamento de Calcos del Museo Imperial de Berlín (Legajo 6, Fondo Institucional, Archivo Etnográfico y Documental del Museo Etnográfico «Juan B. Ambrosetti»).

  20. Así, por ejemplo, durante una excursión por Bolivia y Perú, por sugerencia de Ambrosetti, Debenedetti adquirió una colección tiahuanacota. Del mismo modo, también de viaje por el oriente boliviano, aunque comisionado por el Ministerio de Agricultura, el cuñado de Ambrosetti, Eduardo A. Holmberg, compraría una serie de piezas del Fuerte de Samaipata.

  21. Carta de Schmeltz a Ambrosetti, Leyden, 27 de agosto de 1909 (Legajo 9, Fondo Institucional, Archivo Fotográfico y Documental del Museo Etnográfico «Juan B. Ambrosetti»).

  22. Carta de Ambrosetti a Schmeltz, Buenos Aires, 11 de diciembre de 1909 (Legajo 9, Fondo Institucional, Archivo Fotográfico y Documental del Museo Etnográfico «Juan B. Ambrosetti»).

  23. En ese sentido, Debenedetti señalaría: «La importancia de los museos no debe basarse en el número de piezas conservadas sino en la documentación precisa, antecedentes, condiciones y todos aquellos datos de cuya interpretación pueda desprenderse una conclusión […] Los museos deben alejarse del común criterio de los coleccionistas particulares y huir de las seducciones de la cantidad por la cantidad misma; sus colecciones, antes que para el público, son para la ciencia, por cuanto la ciencia hará que el pueblo las comprenda, las interprete y goce con su presencia» (Debenedetti 1917: 245, cursiva mía).