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Anthropologica

versión impresa ISSN 0254-9212

Anthropologica v.30 n.30 Lima dic. 2012

 

ARTÍCULOS

 

Efectos del Estado como poder del Estado: expectativa, ansiedad y temor en la cuenca media del Inambari

State-effects as state power: Expectation, anxiety and fear in the Inambari valley

 

Francisco Lewis Denegri

 


RESUMEN

En esta etnografía se examina la (re)producción del poder del Estado peruano en el tejido de la vida cotidiana en la cuenca media del Inambari, Puno. Propongo que el enfoque en los llamados «efectos del Estado», tanto reales como imaginarios, permite localizar e identificar el poder del Estado peruano en este contexto. Por otro lado, se exploran los efectos sociales de la convergencia de dos proyectos de infraestructura que son a su vez producto de la integración del Perú en la economía global neoliberal, y planteo que dicha convergencia genera un entorno social plagado de expectativas, ansiedad, optimismo y miedo.

Palabras clave: Estado, infraestructura, emociones, medio ambiente, cotidianeidad.

 


ABSTRACT

This ethnography examines the (re)production of the Peruvian state’s power in the fabric of the everyday in the Inambari valley, located in Puno. I argue that focusing on both real and imaginary ‘State-effects’ provides us with a way of tracing the Peruvian state’s power in this context. Further, I examine the social effects of the convergence of two infrastructural projects, both geared towards global, neo-liberal integration, arguing that this convergence led to the creation of a social milieu fraught with feelings of expectation, anxiety, optimism and fear.

Keywords: State, infrastructure, feelings, everyday, environment.

 


INTRODUCCIÓN

Son las seis y media de la mañana. Me visto rápidamente y salgo a la calle. Hoy la bruma y la neblina se ciernen sobre el pueblo. Deambulo de arriba a abajo en la carretera y trato de ubicar a Claudio. Las ruidosas máquinas todavía no han comenzado el trabajo del día, y me alivia tener algo de paz y tranquilidad en este momento. Continúo buscando a Claudio en vano. En el instante en que pienso que probablemente ya se fue a su chacra, lo veo al final de la carretera. Camina hacia mí lentamente, se le ve contento. Nos saludamos y me señala la banca de madera del lado de la carretera para que nos sentemos. Al principio su tono es relajado, pero a medida que nos adentramos en la conversación, siento la angustia en su voz. Hacia el final de nuestra charla su desconcierto es evidente. Sus ojos se mueven de un lado a otro y están impregnados de esa inquietud que está apropiándose rápidamente de todas las conversaciones con los habitantes del centro poblado. Claudio se disculpa: debe ir hacia su chacra; tiene mucho trabajo. Mientras se aleja, recuerdo el desconcierto de su rostro y pienso en esa frase tan ubicua durante mi estadía en Inambari: «Este gobierno ha tomado una decisión fatal. Queremos desarrollo, pero esta es una forma destructiva de desarrollo».

Claudio se refería a la represa de Inambari. Anunciado en 2009, el proyecto amenazaba con inundar la cuenca media del Inambari y desplazar a sus habitantes, alterando seriamente la vida inmediata y futura de él y de comunidades que residen alrededor de la cuenca. El origen de la destrucción se encuentra en una «entidad» —el Estado peruano—, cuyas acciones impactan en la vida de los pobladores de formas inmediatas y obvias, apareciendo como fuente de expectativas o de profunda ansiedad. Al intentar desmadejar el ovillo de poder del Estado desde la cuenca media del valle del Inambari, esta etnografía explora lo que las materializaciones e imaginarios de «efectos del Estado» (Mitchell, 1999) revelan acerca de la (re)producción del poder del Estado peruano en la estructura de la vida cotidiana. La etnografía examina también cómo la convergencia de dos proyectos de infraestructura, ambos orientados hacia la integración global neoliberal, producen un entorno social tenso en el que se entretejen sentimientos contradictorios de optimismo y angustia. En la primera parte se elaboran los objetivos y la metodología; en la segunda, se examinan los efectos sociales de la eclosión de un «Estado neoliberal» en el terreno de investigación etnográfica. En la sección que sigue intentaré situar mi etnografía dentro de debates teóricos/etnográficos más amplios sobre el Estado.

DESNATURALIZANDO «EL ESTADO»

El Estado ha emergido nuevamente como un tema de investigación etnográfica en años recientes (Ferguson y Gupta, 2002; Hansen y Stepputat, 2001; Kapferer, 2005). A pesar de que las etnografías sobre el «Estado» muestran una variedad de enfoques, el intento de desnaturalizar el Estado representa una preocupación central en todas ellas. Ciertamente, la antropología puede ofrecer contribuciones valiosas para la teoría política en este aspecto. Por momentos atrapada todavía en el paradigma de un pensamiento modernista, la filosofía política sostiene implícitamente que el Estado es una formación natural, el resultado de una progresión evolucionaria y lineal a través de la historia. Sin embargo, a medida que avanza el siglo veintiuno, resulta más evidente que el poder del «Estado» es cuestionado y resistido por diferentes grupos de actores sociales en el planeta, tanto desde «arriba» como desde «abajo» (Hansen y Stepputat, 2001). Desde arriba, las entidades transnacionales regulatorias como el FMI y el Banco Mundial flexionan sus músculos para imponer reformas estructurales y económicas neoliberales en los países de su esfera de influencia (Žižek, 2009). Simultáneamente, se están multiplicando los movimientos separatistas que luchan por su autonomía e independencia dentro del Estado-nación por todo el mundo contemporáneo, cuestionando el poder del Estado desde abajo (Hansen y Stepputat, 2001). Estos cambios recientes parecen haber «despojado al Estado de su naturalidad» (2001, p. 2), puesto que el poder del Estado no puede ser asumido en esos contextos como estable e inmutable.

La aproximación analítica al Estado como una contingencia —es decir, como una formación social que es producida cultural e históricamente— parece por ello pertinente. Pero si no podemos asumir la «naturalidad» del poder estatal, ¿cómo entender entonces que ciertas formaciones del Estado puedan ser vividas como entidades de poder tan abrumadoras? En otras palabras, ¿cuál es el proceso por el cual el «Estado», una entidad construida e inestable, (re)produce su poder e imprime su hegemonía en las subjetividades de los ciudadanos?

Thomas Blom Hansen (2004, 2005) plantea que considerar la performatividad del poder como un «proyecto continuo e incompleto de control y subordinación» (2005, p. 172) nos permite entender los modos en que el Estado debe desplegar su poder con el fin de ganar legitimidad dentro del universo simbólico de los sujetos. Sin embargo, en casos en que los representantes y funcionarios del Estado no están presentes, el Estado puede manifestar su presencia a través de los efectos de sus decisiones y acciones. Una aproximación etnográfica a los «efectos del Estado» y a las respuestas sociales provocadas por estos «efectos» puede, por lo tanto, ser productiva (Mitchell, 1999). El primer propósito de esta etnografía es contribuir a la comprensión de los «efectos del Estado» desde el espacio particular del valle de Inambari.

EL ROL PRODUCTIVO DEL ESTADO EN LA ECONOMÍA POLÍTICA NEOLIBERAL

Una segunda preocupación de esta etnografía es la relación entre la eclosión del neoliberalismo y la consecuente transformación del Estado (Harvey, 2005a). Con la reforma neoliberal de los ochenta y noventa, el Estado ha retrocedido de la esfera económica que alguna vez ocupó y en su lugar ha dejado un mercado global de libre comercio. Para algunos esto significa que el Estado se estaba convirtiendo en una entidad cada vez más redundante y aún inconsecuente con el crecimiento del mercado como estructura de primer plano en la sociedad. Sin embargo, el Estado ha reaparecido bajo nuevas formas y se manifiesta en la vida de las personas de diversas y enigmáticas maneras. Las aproximaciones a la gobernabilidad inspirada en el concepto foucaultiano del discurso de poder se han concentrado en comprender cómo el Estado ha mutado para adquirir nuevos roles en la sociedad después de las reformas neoliberales (Hansen y Stepputat, 2001).

Dichos estudios plantean que este se ha convertido en una institución instrumental que produce ciertas prácticas de exclusión social. Desde estas perspectivas, el Estado actúa como un generador clave de formas particulares de poder/conocimiento que constituye a sujetos particulares como ciudadanos «sin ética» —por ejemplo, los «vagabundos», «drogadictos», «ociosos», y en general miembros «improductivos» de la sociedad (Inda, 2006). Desde estos puntos de vista, podría sugerirse que el rol de la reforma del Estado post neoliberal se ha convertido principalmente en una reforma represiva, donde se ha inculcado terror en los sujetos que no se comportan como «ciudadanos éticos» y trasgreden las normas convencionales de comportamiento.

Pero tan importante como la comprensión del poder represivo del Estado es la de la producción de poderes productivos del Estado en contextos neoliberales. Resulta ingenuo asumir —como a veces hacen los ideólogos neoliberales— que el Estado se ha retirado realmente de la «esfera económica» en las economías políticas neoliberales (Žižek, 2009). Por el contrario, ha demostrado ser un jugador fundamental en el funcionamiento y propagación de las economías neoliberales, tanto a través de formas tangibles de acción (Žižek, 2009) como el desarrollo de infraestructura (Harvey, 2005b), como mediante técnicas discursivas y retóricas particulares en discursos políticos, mítines y radiodifusión pública.

Enfocando en estas formas materiales de acción del Estado examinaré, desde mi campo etnográfico de investigación, primero, las maneras en que el Estado se ha involucrado inextricablemente en el desarrollo de una economía neoliberal, y segundo, los efectos sociales tanto productivos como represivos de esta neoliberalización en la población, en el sentido de haber generado sentimientos simultáneos y conflictivos de expectativa y optimismo, pero también de profundas ansiedades, miedo y preocupación.

Mientras estuve en el valle, me concentré principalmente en las conversaciones informales y de preguntas abiertas con los pobladores. Sin embargo, muy pronto me di cuenta de que, dada la historia de tensiones raciales en el área, el hecho de ser hombre rubio y blanco me convertía en un personaje sospechoso. A esta sospecha antigua se sumaba otra más coyuntural: que cualquier extraño podía ser un espía de EGASUR, la compañía brasileña encargada de construir la represa. Yo era un candidato perfecto para ocupar esas dos categorías. Las historias que relato en esta etnografía son el resultado de vínculos que desarrollé teniendo en cuenta la cautela que había que mantener permanentemente para generar un grado de confianza mínimo con mis interlocutores en este contexto.

LA EMERGENCIA DE LA ECONOMÍA POLÍTICA NEOLIBERAL EN EL PERÚ

En las dos últimas décadas, los ciudadanos peruanos han sido testigos de una transformación radical del funcionamiento de la economía de la nación. La economía fue el primer objetivo de la reforma estructural neoliberal en los comienzos de la década del noventa, cuando Fujimori emprendió una serie de terapias de shock para tratar de revitalizar la entonces debilitada economía nacional. Las reformas económicas de Fujimori marcaron un hito en la historia política del Perú, ya que supusieron giros fundamentales en la política económica del gobierno. A partir de entonces el Estado se vería en el rol de propagador de una economía basada en el mercado y liderada por el sector privado, antes que en el de administrador de la economía, asumiendo cada vez más la línea de «Estado post social» (Inda, 2006).

De Fujimori en adelante la economía peruana ha sido testigo de reformas neoliberales cada vez más profundas. Marcando aún una mayor apertura al mercado global, en 2005 el gobierno de Toledo marcó un hito con la firma del Tratado de Libre Comercio con los Estados Unidos, mientras que el segundo gobierno de García fomentó una mayor inversión extranjera. A pesar de los temores iniciales del sector financiero, el gobierno de Humala ha continuado, sin interrupción, con este proceso de neoliberalización. El resultado ha sido el crecimiento acelerado de empresas privadas por todo el Perú que buscan explotar las reservas naturales de la nación, mientras que los pobladores a lo largo y ancho del país han comenzado a sentir en su propia piel el músculo del capital transnacional.

Las respuestas sociales a la intensificación de esta reforma neoliberal han polarizado a la población peruana. Mientras que muchos han interpretado la apertura del mercado nacional a la economía global como una oportunidad para reducir los niveles de pobreza, otros ven estas reformas como la implementación de un sistema económico que profundiza la desigualdad y daña el bienestar de los ciudadanos. Por un lado, el desempleo ha disminuido y se han creado mayores oportunidades económicas para algunos sectores de la población, lo que ha resultado en la eclosión sin precedentes de una clase media antes inexistente. Sin embargo, el descontento frente a estas prácticas económicas del sector (mayoritario) que no ha sido incluido en esta bonanza ha proliferado rápidamente. Para dar un ejemplo, los estudios recientes realizados por la Defensoría del Pueblo confirman que el neoliberalismo generó una intensificación aguda de conflictos sociales entre el Estado y los ciudadanos (2010). De acuerdo con varias fuentes, cerca de la mitad de los casos registrados ocurren como resultado de preocupaciones socioambientales (2010, p. 6).

Pero el desempoderamiento político de los más pobres y vulnerables también se ha multiplicado. En contextos donde las compañías privadas buscan explotar tierras habitadas y usadas por las comunidades locales, los derechos de exploración de estos terrenos son mayormente repartidos entre los pequeños grupos de élites. La intensificación reciente de la reforma neoliberal, por ello, parece haber generado sentimientos encontrados entre la población. Por un lado, se ha creado expectativa, y por el otro, han proliferado la ansiedad y la preocupación. Ambas respuestas convergen para crear un medio social atravesado de profundas tensiones. En el caso de la cuenca media del Inambari, estas dinámicas han sido generadas como resultado del desarrollo de dos infraestructuras: la de la Carretera Interoceánica y la de la represa.

LA CARRETERA INTEROCEÁNICA

Desde comienzos de 2010 hasta finales del año, los pobladores que viven en la cuenca media del Inambari fueron testigos directos de la construcción del tramo 4 de la Carretera Interoceánica. Diseñada bilateralmente por Brasil y Perú, la carretera atraviesa el continente desde el océano Pacífico hasta el Atlántico, y ha sido construida para impulsar la integración económica entre las dos naciones y para facilitar el acceso de la economía brasileña al mercado asiático (Harvey, 2005b). La sección 4 de la Carretera Interoceánica parte de Macusani, la capital de la provincia de Carabaya, y llega al puente Inambari. La carretera atraviesa directamente muchos de los pueblos de la cuenca, incluyendo Challhuamayo, donde viví durante mi trabajo de campo. Rápidamente estos pueblos han experimentado una transformación dramática en su vida cotidiana. De ser lugares tranquilos y relativamente apartados se convirtieron en obras internacionales de construcción, sitio de constantes excavaciones, de movimiento de grandes desmontes de materiales sin tratar, y de incesante flujo de trabajadores y operarios de maquinaria pesada.

Durante mi estancia en Challhuamayo, mientras la carretera estaba en pleno proceso de construcción, los beneficios inmediatos a la población se hicieron evidentes. Para empezar, esta había generado nuevos puestos de trabajo en la industria de la construcción que fueron recibidos con entusiasmo por una población que hasta entonces se había dedicado solo a la agricultura y a la minería informal. Las obras de construcción abrieron nuevas posibilidades de empleos para jóvenes como obreros no calificados, pero también en trabajos de apoyo, como puestos de comida y guardias de seguridad. A pesar de que durante mi estancia la carretera todavía no estaba del todo habilitada, ya se comenzaba a usar para viajes de larga distancia. Jaime, el joven con el que viví durante mi estadía en Challhuamayo, me contaba que antes de la carretera quien quería viajar tenía que sentarse a un lado del camino para esperar pacientemente por horas y horas, mañanas o tardes enteras hasta que pasara un carro. Un viaje a la sierra puneña podía demorar dos o tres días enteros. Ahora, en cambio, se podía tomar uno de los muchos buses de pasajeros que pasaban por el pueblo y llegar a Juliaca en un máximo de seis o siete horas.

Pero también estaba el lado oscuro de la carretera. Cuando el proceso de construcción comenzó, muchos perdieron sus terrenos —de los que dependían como principal fuente de sustento— y otros fueron desplazados de sus hogares para crear mayor espacio. La ampliación necesaria para transformar la vieja pista en una carretera significó que aquellos que vivían en los bordes de la vieja pista tuvieron que desmantelar sus casas y levantarlas en una nueva ubicación. Por ejemplo, Cuesta Blanca, un pueblo de alrededor de cincuenta viviendas, debió ser reubicado en una locación con características totalmente distintas de la original, con el fin de abrir el espacio necesario para la construcción de un puente. La preocupación de la gente más afectada residía en el hecho de que, aunque desde un inicio el Ministerio de Transportes se había comprometido legalmente con los pobladores a resarcirlos por todas las pérdidas monetarias sufridas, este no había cumplido su palabra. Aquellas no habían sido sino promesas vacías. La mayoría de los afectados había recibido pagos incompletos o ningún pago. Esta situación había generado desconfianza frente a los funcionarios y las instituciones del Estado, punto al que retornaré más adelante.

Podría parecer contradictorio que, a pesar de esta historia de incumplimiento estatal, la mayoría de los habitantes —aun aquellos que habían sufrido pérdidas cuantiosas— apoyara el proyecto1. Un caso ejemplar es el de Antonio, quien vivía en Cuesta Blanca con su esposa y sus tres hijos, y quien, como sus vecinos, iba a ser desplazado de su casa. El proceso de desplazamiento iba a ser arduo, ya que suponía mudar toda una casa hacia un terreno a cincuenta metros de distancia. Pero Antonio insistía en que era necesario afrontar estos inconvenientes, ya que eran pocos comparados con los beneficios a largo plazo. La razón era simple, la construcción de la carretera crearía oportunidades sin precedentes para el desarrollo de la economía local. Todo el mundo, decía, se beneficiaría: los agricultores serían capaces de vender sus productos agrícolas directamente a los comerciantes que pasaban por la carretera aboliendo así a los intermediarios abusivos; aquellos que se dedicaban a la extracción de oro del lado del río podrían vender el oro que acopiaban directamente a los vendedores que pasaran, y finalmente, aquellos que poseían tiendas en el área podrían comprar y vender los productos fácilmente a los pasajeros de buses. Debido a que el valle era un lugar donde la mayoría había migrado inicialmente en busca de formas de trabajo para sobrevivir, resulta comprensible que el hecho de estar ubicado justo en medio de la arteria comercial entre Perú y su poderoso vecino económico tuviese este potencial de galvanización en el imaginario local.

Como resultado, la gran mayoría de habitantes en Inambari terminó imaginando a la recién construida carretera como parte deseada de sus pueblos, como parte del paisaje íntimo y bien integrado a sus terrenos y sus casas. Nótese por ejemplo una entrevista con la señora Olga Cutipa, publicada en la página web de una ONG. En ella, Cutipa se refiere afectuosamente a la carretera como «nuestra Carretera Interoceánica» (Acevedo, 2010). Reforzando esta apropiación afectuosa de la carretera, en un viaje que hice con ella y su esposo en la misma Interoceánica a Juliaca, cuando pasamos por un tramo todavía sin completar dije que sería chévere cuando estuviera todo terminado. Cutipa respondió sonriendo: «Sí, será bonita». La atribución de cualidades estéticas de belleza a una carretera podría parecerle peculiar a un extranjero, pero desde el punto de vista de Cutipa la carretera se había convertido, efectivamente, en la principal fuente de placer y símbolo de expectativa para el futuro.

EL ANUNCIO DE UNA CATÁSTROFE: LA REPRESA

Sin embargo a mediados de 2009, una desastrosa noticia llegó a Inambari. Primero hubo confusión, explicó Antonio. Se dispararon los rumores, las personas se agruparon en las casas vecinas para enterarse de lo que los otros sabían, otros se reunían en las tiendas para recoger lo que podían de los viejos televisores. Mientras la gente trataba de calzar la información fragmentada recibida de diversas fuentes, un nebuloso panorama cobraba forma generando una incredulidad generalizada. ¿Podría realmente suceder, a pesar de todos los avances logrados, que el gobierno estuviera considerando ahora sembrar una destrucción de tamaña proporción en Inambari? No, claro que no, decían algunos. Tenía que ser un error.

Sin embargo solo fue cuestión de tiempo. Luego del acuerdo energético con Brasil firmado en 2008, el gobierno peruano había acordado que las compañías brasileñas tendrían acceso a la Amazonía peruana para evaluar las posibilidades de construir una serie de importantes represas hidroeléctricas (Barrera-Hernández, 2010). Uno de los resultados de este acuerdo era que EGASUR, la compañía de construcción respaldada por una enorme cantidad de capital brasileño, comenzaría muy pronto una serie de estudios en el valle para estudiar si este era un lugar adecuado para la construcción de la primera de esas represas. La construcción de la represa dependería a la postre de una serie de factores, incluyendo la conclusión exitosa de una serie de «estudios de factibilidad» que estarían sujetos a la aprobación del gobierno. El proyecto se encontraba oficialmente, por eso, todavía en un nivel «probatorio». Sin embargo, los habitantes rápidamente cayeron en la cuenta de que las piezas del rompecabezas se acumulaban para trazar una figura que terminaría en la construcción de la represa. La magnitud de la fuerza y el enorme peso de EGASUR, combinado con la sed casi insaciable del gobierno para catapultar la inversión extranjera a niveles sin precedentes, significaba que la construcción de la represa sería altamente probable en un futuro inmediato2.

Ciertamente, la destrucción potencial causada por la construcción de la represa sería de proporciones enormes. La represa proyectada amenazaba con inundar cerca de veinticuatro mil hectáreas; las poblaciones desde el pueblo de Inambari hacia el Puerto Manoa quedarían completamente anegadas. Finalmente, por lo menos quinientas personas serían desplazadas de sus hogares. Las casas de la gente, las chacras y el paisaje de los alrededores, imbuidos de años de memoria, quedarían sumergidos bajo toneladas de agua.

¿Y qué sucedería con la carretera, un proyecto que había demandado tanto sacrificio entre los mismos pobladores? Quizá lo más desconcertante de todo era que quedaba claro que la carretera también sería inundada como consecuencia de la represa. A pesar de que reiteradamente EGASUR aseguraba que financiarían la construcción de una ruta alternativa a la carretera y que la población podría reconstruir sus casas a lo largo del nuevo camino, la mayoría de la población se mostraba profundamente suspicaz ante estas promesas. Después de todo, si las autoridades estatales habían sido incapaces de reembolsar a los pobladores que perdieron sus casas con la construcción de la carretera, parecía francamente ingenuo esperar que el Estado asegure que a su vez EGASUR cumpliría con su promesa en lo que sería un proceso de recompensación infinitamente más complejo (Lewis, 2010).

ANSIEDAD, IRA Y EXPECTATIVA EN INAMBARI

Las noticias sobre el proyecto de construcción de la represa se convirtió en una amenaza sin precedentes a la expectativa que la construcción de la carretera había producido. El optimismo que por un momento parecía haber colmado previamente el ánimo en la cuenca amenazaba ahora con convertirse en asunto del pasado, en un breve instante de ingenua expectativa. En este entorno, el impacto inicial de las noticias poco a poco se fue transformando en una angustia, en una ira que fue filtrándose por todas las grietas de la vida cotidiana. «[La represa] nos ha enfermado sicológicamente», me dijo una mujer. «Aquí es donde yo he vivido con mi familia por años... [donde] mi hija menor ha nacido. Todo quedará pronto destruido». Cuando lavaba mi ropa en el río, Esliván, un adolescente sostenía que «solo un dictador [haría esto]», reflejando la ira de un poblador adulto que en un negocio local gritaba: «Si la gente dice NO es ¡NO! Fin de la historia».

El malestar social había también brotado ya dos veces bajo la forma de violentas confrontaciones con la policía. En diciembre de 2009, un grupo de habitantes bloquearon con piedras una sección de la Carretera Interoceánica para expresar su oposición a la construcción de la represa. Cuando la policía llegó, la multitud fue dispersada con gas. Jaime estuvo en la protesta, y por mostrar su oposición con arengas, terminó en una reyerta con uno de los policías y fue herido de bala en la pierna. Felizmente fue solo una herida superficial y se recuperó. De manera similar, en marzo de 2010, hubo una gran protesta contra la construcción de la represa en la ciudad puneña de Juliaca3.

Los sentimientos productivos causados por un particular efecto de Estado, el de la construcción de la carretera, se había transformado así en un entramado de sombrías tensiones con los sentimientos represivos creados por otro efecto: el de la potencial construcción de la represa. La expectativa, esperanza y optimismo habían florecido en el valle de Inambari solo para confrontarse de pronto e inesperadamente a una amenaza sin paralelos. Sin embargo, eso no significaba que la construcción potencial de la represa había simplemente borrado la expectativa generada por la construcción de la carretera. En vez de ello, parecía que los sentimientos productivos creados por la represa ahora iban en paralelo y coexistían con la amenaza de destrucción causada por la represa, en algunos puntos se entretejían, y en otros, se experimentaban separadamente en las subjetividades de la gente. Por ejemplo, Antonio había pintado un cuadro colorido sobre cómo sería la vida en Inambari una vez que la carretera estuviera terminada; mientras hablaba muy lúcido lo hizo sin mencionar la ominosa amenaza de destrucción. El tenor de la conversación con Antonio no tenía, sin embargo, nada de excepcional: muchos pobladores hablaban a menudo acerca del brillante futuro que le esperaba a la gente de la cuenca una vez que la carretera fuese completada, sin hacer referencia alguna a la represa. En estas instancias, las personas parecían suspender el peligro de la represa para albergar sentimientos de gran expectativa. En realidad, mientras que la construcción de la represa no fuera confirmada, no había razón para abandonar totalmente el optimismo.

En otros momentos, la preocupación y la expectativa se entrelazaban en el discurso cotidiano de la gente. Por ejemplo, Jaime expresaba una tremenda incertidumbre sobre su futuro. Para Jaime, existían dos escenarios potenciales: uno definido por la promesa; el otro, por la catástrofe. ¿Qué podría esperarse en los próximos años? ¿Sería el futuro uno de desarrollo verdadero? ¿O sería acaso uno de demolición y destrucción? La única certidumbre parecía ser la incertidumbre de su futuro. Las palabras de Abram, un poblador que conocí en uno de los bares en un lado de la carretera, expresaba una actitud parecida acerca de la carretera como «un proyecto que promete todo... que nos va a permitir salir de esta situación», mientras simultáneamente hablaba del «tremendo monstruo del Inambari». Desde la perspectiva de Abram, como de aquella de Jaime, el futuro parecía muy borroso.

REFLEXIONES FINALES

En el vértice de los dos proyectos de infraestructura, por lo tanto, reside una sociedad atrapada entre dos mareas que se mueven en direcciones contradictorias. La carretera y la potencial represa, entendidas desde un macroanálisis como resultado de la integración de la nación peruana a un orden económico global neoliberal, ha producido actitudes profundamente conflictivas al interior de la población. Por otro lado, en el proceso de discusión de estos proyectos, los símbolos de poder y los funcionarios del Estado brillaron por su ausencia en las poblaciones de la cuenca del Inambari; sin embargo, la hegemonía del Estado estuvo siempre ahí, palpable y (re)producida en formas más sutiles y esquivas a través de los efectos de sus acciones y decisiones, lo que sugiere la capacidad eficaz —y aun sorprendente— en el contexto de neoliberalización del Estado de (re)producir su poder en la vida cotidiana del valle.

Conviene cerrar este artículo con una breve reflexión sobre la forma en que la construcción de la carretera y la represa podrían ser leídas desde un ángulo conceptual ligeramente diferente. Inspiradas por David Harvey, las etnografías de la globalización (Inda y Rosaldo, 2008) han lidiado con la manera como las tecnologías de la comunicación han alterado la forma en que el tiempo y el espacio son experimentados en el mundo contemporáneo. Como Harvey sugiere, la rápida expansión de las tecnologías de la comunicación han llevado a la «compresión de nuestros mundos espaciales y temporales» (Harvey, 1989, p. 240). Al «encogerse» el mundo, los flujos globales comienzan a circular más aceleradamente, y las distancias espaciales y temporales que alguna vez fueron amplias se condensan. Así, la construcción de la carretera como infraestructura de comunicación que «comprime la compresión» del espacio y tiempo ha llevado beneficios inmediatos a la población (mejora en el transporte dentro del valle y sus alrededores). Simultáneamente, la compresión imaginada del espacio-tiempo generó una mayor expectativa, debido a que los pobladores esperaban con entusiasmo los beneficios que prometía el proyecto una vez concluido. Sin embargo, la dimensión espacio-tiempo también se ve alterada, pero en un sentido radicalmente distinto del que sugiero arriba. Este nuevo giro de tuerca se me presentó como una posibilidad en una de las últimas noches que pasé en la cuenca.

Jaime había regresado de un día de trabajo en la carretera. Mientras subía las escaleras hacia su cuarto lo noté cansado, incluso abrumado. Dos horas más tarde, mientras la noche avanzaba, comenzó a hablar sobre los efectos desastrosos de la construcción de la represa que amenazaba con destruir el valle. Mientras más hablaba, más claramente asomaban los tonos apocalípticos en sus palabras. Lo que sigue son las notas que tomé de su discurso.

La idea de construir una represa aquí en Inambari es un ecocidio. Si se construye, nada podrá recuperarse; nunca podremos ver nuevamente los árboles que existían aquí. Son demasiadas las familias, las personas que tendrán que mudarse. Eso sin mencionar las dificultades para acostumbrarnos al terreno de nuestras nuevas viviendas. De estar acostumbrados a vivir con la naturaleza, tendremos que acostumbrarnos a vivir en la ciudad. Porque nos forzarán primero a trabajar en un negocio informal y luego a mudarnos hacia la ciudad. Cuando vives con la naturaleza vives bien, se come bien, natural. En cambio con todas estas cosas artificiales que la gente come en la ciudad no se vive bien. Cuando el muro de la represa se construya el agua va a subir y todos los animales y las plantas que viven en el valle se ahogarán. El lago se convertirá en un enorme espejo e incrementará los efectos del calentamiento global. ¿Para qué hacer todo eso? ¿Qué pasará en el futuro? ¿Qué pasará con nuestros hijos? ¿Quién reemplazará nuestros árboles?

El discurso de Jaime condensa las angustias que inundaban el ambiente durante mi permanencia en Inambari. Como queda claro, no solo se trata de preocupaciones personales, sino de los efectos ambientales que se temía causaría la construcción de la represa, haciendo eco así de las preocupaciones socioambientales de la nación (Defensoría del Pueblo, 2010). Jaime y los miembros de su comunidad tendrían que recurrir a un tipo de trabajo informal para sobrevivir, lo que a su vez implica que terminarían alimentándose de «productos artificiales». «Las condiciones ambientales en el valle son perfectas», me había dicho, «algunas de las frutas que crecen aquí no se pueden comer en ningún lado». En las palabras de Jaime podemos encontrar pistas para comprender cómo un «efecto del Estado» impacta la dimensión espacio-tiempo del sujeto. En este caso, la represa significaría un momento de enorme ruptura que, como tal, produciría una repentina y dramática disyunción en su propia vida y en la de todos los pobladores del valle. Un futuro marcado por la incertidumbre que arrasaba con los cimientos temporales relativamente seguros y conocidos de la comunidad y un presente fragmentado, repentino, diferenciado de aquel otro más familiar y secuencial entendido como etapas sucesivas de desarrollo. El enorme trabajo que había requerido la construcción de su casa, recién terminada nueve meses antes, también terminaría inundado, desaparecido bajo ese «enorme espejo de agua». Junto a su casa desaparecería todo su entorno social: la comunidad de Challhuamayo, su chacra, el bosque. Esta ruptura permanecería indeleble en su memoria, mientras que el pasado espacial y temporal del valle quedaría indefinidamente sumergido bajo el agua.

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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Žižek, Slavoj (2009). First as Tragedy, Then as Farce. Londres: Verso.

 


  1. En las cuatro semanas de trabajo de campo que pasé en la cuenca de Inambari, entrevisté a alrededor de cuarenta habitantes sobre la construcción de la carretera. De ellos solo una mujer se oponía al proyecto.

  2. En una sorprendente vuelta de tuerca, el ministro de Energía y Minas anunció en el 2011 que el permiso de Egasur para los estudios de factibilidad había sido revocado permanentemente. Sin embargo, todavía está viva la suspicacia entre los pobladores de que una represa de proporciones similares podrá ser construida por otra empresa.

  3. A partir de estas fechas ha habido una larga serie de protestas en la región Puno, aunque estas se han enfocado en la problemática de la consulta popular y las concesiones mineras, en especial con relación al proyecto minero Santa Ana.