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Anthropologica

versión impresa ISSN 0254-9212

Anthropologica v.30 n.30 Lima dic. 2012

 

ARTÍCULOS

 

Corriendo riesgos: normas, ley y participación en el Estado neoliberal

Taking risks: Norm, law and participation in the neoliberal state

 

Deborah Poole

 


RESUMEN

Este artículo explora las cambiantes formas de autoridad y fuerza atribuidas a la ley en el neoliberalismo y sus consecuencias para lo que se considera como política. En primer lugar se examina la manera en la que históricamente se invoca la ley a través del recuento de dos momentos en la historia de una importante cooperativa agraria en Cusco; en segundo lugar se analiza mas detalladamente los flexibles y disputados entendimientos de norma y riesgo que circulan a nivel distrital en el proceso de elaboración del presupuesto participativo. En estos dos ejemplos —tomados de dos diferentes periodos en la articulación de la vida política y la forma estatal en el Perú— la ley se manifiesta no como una fuerza transcendental o como expresión de la voluntad estatal, sino mas bien como un espacio en el cual actores locales experimentan con diversos entendimientos de los conceptos de desarrollo y del bien común. En este sentido, argumento que «la ley» da forma a la vida política local no solamente  a través de su capacidad de imponer sanciones represivas y moldear subjetividades políticas, sino también a través de las aberturas que la ley ofrece para el desarrollo de entendimientos alternativos de norma y soberanía.

Palabras clave: ley, Estado, presupuesto participativo.

 


ABSTRACT

This paper explores the shifting forms of authority and force assigned to law in neoliberalism, and its consequences for what «counts» as political life. I look first at how law is invoked historically in a recounting of two moments in the history of an important agrarian cooperative in Cusco; and then in more detail at the flexible and contested understandings of norm and risk that circulate in a district level participatory budgeting process. In these two examples—taken from periods bridging two distinct moments in the articulation of political life and state form in Peru—law emerges not as a transcendent force or expression of the State’s will, but rather as a space in which local actors experiment with diverse understandings of development and the common good. In this sense, then, I argue that «law» shapes local political life not merely through its ability to impose repressive sanctions and to mold political subjectivities, but also through the openings which law offers for advancing alternative understandings of both sovereignty and norm.

Keywords: Law, state, participatory budgeting.

 


 

 

Inicio mis reflexiones sobre el Estado de derecho neoliberal con una puerta que encontramos frente a la entrada principal a la cooperativa de Huarán, en el distrito y provincia de Calca (Cusco). Tirada como uno de los tantos desechos del Estado que brotan —como la mala yerba— en el campo peruano, esta puerta nos llamó la atención por los lindos tonos rojizos de la vieja pintura que servía de fondo para su inscripción borrosa: «Viva la Ley 19400». Este decreto ley —emitido en mayo de 1972 por el gobierno del general Velasco Alvarado— autorizó la formación de las Ligas Agrarias y la Confederación Nacional Agraria, liquidando las principales organizaciones de los terratenientes, incluyendo la Sociedad Nacional Agraria. Hasta su revocación en 1978 por el gobierno del general Morales Bermúdez, esta ley dió vida a la cooperativa y tierras de Huarán1. Ahora la puerta nos exige restaurarle vida a esta ley que ya no goza de vigencia en la normatividad jurídica actual.

El descubrimiento nos resultó una coincidencia llamativa, porque en ese momento Penélope y yo regresábamos a casa después de entrevistar a uno de los fundadores y dirigentes de la cooperativa de Huarán. Ese día el dirigente empezó su relato recordando los múltiples abusos que los campesinos sufrían bajo el régimen de las haciendas, y su propia formación política en las luchas campesinas de la década de 1960. Después nos contó cómo llegaron a formar la cooperativa:

En 1968 se había declarado la Ley de la Reforma Agraria, justamente por los levantamientos que hubo específicamente acá en el sur. [...] Pero resulta que en el año 1971 no había llegado acá para nada. Más bien en el 71, en plena revolución de Velasco Alvarado, [...] invitaron al Ministro de Agricultura, y llegó acá [a Huarán] en helicóptero, y prometió no afectar los terrenos bajo riego, solamente a la parte seca2.

Entonces, nosotros llegamos a organizar el sindicato de los campesinos de Arin, de Sillacancha, y de Huarán. [...] Y seguimos trabajando, presionando legalmente antes las instancias pertinentes por los abusos existentes desde hace muchos años. Entonces, no se ha podido, [y] al final, en plena lucha, se muere [el dirigente] José Zúñiga Letona en un partido de fútbol, en un atentado. Era un partido de fútbol, pero el mayordomo de la hacienda había planificado matarlo a golpes. Bueno, lo tomamos [este evento] como causal para tomar a la fuerza la hacienda de Huarán. Planeamos tomarla a la fuerza, como para decir [al hacendado]: «Como ustedes no hacen caso de las notificaciones de desubicación por aviso del Ministerio de Agricultura, a nosotros sí tienen que hacernos caso». [...] Y allí hicimos un pacto y el MAA hizo un compromiso en un lapso de unos días para hacer el trámite de afectación. Y así quedó.

En esta historia, las leyes del Estado figuran como pronunciamientos que posibilitan la formación de espacios donde los actores sociales logran avanzar sus propios proyectos locales. En una primera fase, los actores que dominan el espacio jurídico son el hacendado y sus amigos: son ellos quienes mueven sus influencias para que las leyes de la Reforma Agraria no afecten los terrenos bajo riego. En la segunda fase, los campesinos y sus dirigentes (a partir de la toma) logran recanalizar la fuerza de la ley para apoyar la formación de la cooperativa y el desmantelamiento del poder del terrateniente3. En ambos casos, la ley adquiere fuerza no por tener sus orígenes en el poder soberano del Estado, sino porque el contenido (o significado) de los derechos que la ley supuestamente garantizaba se debatían en espacios (y actos) políticos que funcionaban al margen de lo que constituye el Estado de derecho (los poderes fácticos locales en el caso del hacendado, y la toma en el caso de los cooperativistas). En este sentido, podemos decir que las leyes de la Reforma Agraria representaban el contexto político, pero no el instrumento técnico, con el que los campesinos lograron recuperar sus tierras y formar una cooperativa. Esta distinción es clave porque evidencia, por un lado, que los campesinos actuaban con plena conciencia de su derecho de apelar a la ley como ciudadanos, y por otro, su no aceptación de la soberanía de un Estado —por «reformista» que sea— que mantiene como propio el derecho soberano a definir la relación entre justicia y ley.

Pero esta historia no termina allí. De hecho, en la narrativa que sigue se puede apreciar cómo la cooperativa ha venido cambiando y adaptándose a los nuevos tiempos a través de una serie de desafíos a la ley:

[H]ubo un golpe de Estado, de Morales Bermúdez, ¿no? Entonces las cosas cambiaron. Y Morales Bermúdez entrega [el poder] a Belaunde. Y desde allá empiezan a poner trabas a las organizaciones cooperativas. Y por último, Alan García Pérez, y quien lo remató fue Fujimori. Saca leyes para que desaparezcan todas las organizaciones. Ya no hay créditos. Pero lo hemos mantenido siempre como empresa, pese a todas estas dificultades todos estos años. Es la única cooperativa que existe todavía. Y es solvente. Hemos puesto como prioridad hacer proyectos de envergadura, como plantaciones en las áreas que tenemos, [enfrentar] al cambio climático, entrar en la producción ecológica, y otras cosas, como frutales, estas cosas. Antes es necesario mencionar también los cambios que han ocurrido. Porque como era una cooperativa, nos decían que éramos comunistas porque éramos muy unidos para cualquier cosa. Por esta misma razón, éramos así capaces de hacerlo. Si había un problema social en Calca, por ejemplo, estuvimos siempre listos para apoyarlo. Y a mucha gente no le gustaba y por esto nos han tildado de comunistas. [...] Lo cual no era [cierto]. Nuestro afán era progresar, salir adelante, tantas cosas a la vez. Por otro lado, era política del gobierno: ya no había apoyo. Así pasan estas cosas hasta los años ochenta. Unos grupos que les decían: «tierras por allá, por acá», y antes de llegar a un caos llamamos a una asamblea general en que dijimos: «si quieren tierras, no hay problema». Se discutió en asamblea general como tres o cuatro veces a ver la modalidad de entregar las tierras a los socios [...] Hasta que establecen como mayoría que la entrega de tierras sea por los días trabajados durante los diez años de vida empresarial. Todo el trabajo era registrado [para] todos los socios. Entonces se hizo un recuento, una revisión para tener en cuenta quiénes habían trabajado más, y quiénes habían trabajado menos. [....] Se dividieron en nueve grupos de trescientos en trescientos días. Los que habían trabajado más días podían recibir hasta nueve veces más. Hablando en hectáreas, a los que trabajaron más les llegaron tres hectáreas nada más. Los que trabajaron menos, recibieron 1300 metros cuadrados. La mayoría había trabajado más días, [entonces] dijeron que sí. ¿Quiénes eran los que trabajaron menos? Eran los que se asociaron para aprovechar de los servicios —de la maquinaria, etc.—, pero no habían trabajado como cooperativa. Entonces es un poco heterogéneo: algunos tienen un poco más, otros un poco menos.

¿Qué imagen de la ley emerge de este relato? ¿Y qué nos dice sobre los cambios en el Estado peruano y su régimen legal después del gobierno de Velasco Alvarado? Como hemos visto, en el momento de la fundación de la cooperativa, la ley aparece como un pronunciamiento político de un Estado militar y reformista que tomaba las leyes como un arma para imponer su visión del bien común, y, de paso, para domesticar —o controlar— la organización colectiva. Esta es la historia ya conocida de la Reforma Agraria: una historia en la que el Estado actúa para impedir la expansión y radicalización del movimiento campesino (Caballero, 1977; Matos Mar y Mejía, 1980; Mayer, 2009). Sin embargo, en la historia que nos contaron los campesinos de Huarán, la cooperativa no se representa como producto de la voluntad reformista del Estado, ni tampoco como consecuencia directa de las leyes emitidas por este. Más bien vemos cómo, en diferentes momentos de la historia institucional de la cooperativa, las leyes sirven para facilitar la consolidación de proyectos locales que van adaptándose a los espacios normativos que les ofrece el Estado.

En este sentido, podemos ver la ley como un «don» del Estado, que ofrece la promesa de la justicia (Derrida, 1990). Pero lo que da fuerza a este «don» no es simplemente la promesa de un porvenir— es decir, la justicia que el Estado distribuye. Su fuerza radica, más bien, en su carácter normativo como instrumento que regula, pero no sanciona, la manera en que la gente implementa o interpreta el contenido específico de las diferentes formas jurídicas que la ley les ofrece como posibilidades (en este caso, la cooperativa y la empresa). En el caso de la toma de 1972, esta fuerza normativa de la ley sigue la lógica política de los derechos ciudadanos: los campesinos actúan frente a la pasividad estatal para hacer cumplir los derechos agrarios que el Estado —a través de su ley 19400— les ofrecía4.

Con la reforma neoliberal del Estado en los ochenta y la nueva Constitución de 1993, la fuerza normativa de la ley ya no radica en esta lógica social de una ciudadanía que revindica sus derechos sociales. En el Derecho administrativo y fiscal neoliberal mas bien, la «fuerza de la ley» emerge precisamente de los discursos técnicos con los que el Estado busca universalizar (o «igualar») los derechos individuales dentro de la lógica competitiva del mercado (Plant, 2009).

Desde esta perspectiva, la única opción que el Estado ofrece a los cooperativistas es la conversión en una «empresa» y la repartición de sus terrenos bajo títulos particulares. En este sentido, las acciones de los cooperativistas al repartir sus tierras se adecuan a una lógica jurídica neoliberal según la cual el fin del Derecho es el de consagrar y privilegiar los derechos individuales en el contexto del mercado.

Donde departen con la racionalidad neoliberal, sin embargo, es en el cálculo técnico al que apelan los campesinos para repartir la tierra: no toman el valor abstracto (o monetario) del mercado como la unidad que determinará una redistribución equitativa de la tierra, sino como una unidad calculada en función de lo que cada individuo contribuyó al valor social de una colectividad que ya no goza de personalidad jurídica. Con esta lógica, los cooperativistas logran satisfacer las demandas del derecho neoliberal para impulsar nociones éticas de equidad a través de soluciones técnicas, y al mismo tiempo refuerzan el valor social de la economía moral y el espíritu de colectivismo que ellos identifican como el legado político de la cooperativa.

EL RETO DE LA PARTICIPACIÓN

Esta breve historia de la cooperativa de Huarán ofrece un ejemplo de la creatividad con la que los actores sociales se apropian de los nuevos lenguajes técnicos con que el Estado neoliberal avanza en su proyecto de diseminar una cultura ética basada en los derechos individuales y el (supuesto) universalismo del mercado. Otro foro, tal vez más representativo de este proyecto «ético», es el Derecho administrativo, y las nuevas políticas de la participación y la fiscalización. Los teóricos sociales y antropológicos definen la jurisprudencia neoliberal a partir de tres características: (i) la restructuración de la normatividad jurídica para fomentar una cultura de mercado y los derechos individuales (la llamada «libertad») (Plant, 2009); (ii) la proliferación de legislación no-vinculante cuyo fin es aumentar la «participación» y la fiscalización de los procesos administrativos y presupuestales (Cook y Kothari, 2001; Ewald, 1990; Zerilli, 2010), y (iii) el énfasis en la «sociedad de mercado» como fuente de derecho (Dávalos 2008).

Mientras en la jurisprudencia neoliberal es la sociedad la que constituye (en teoría) la fuente de derecho y de los valores culturales que supuestamente dan forma al mercado capitalista, el papel del Estado es canalizar este proceso social y participativo a través de las normas técnicas que establecen la viabilidad de proyectos de desarrollo que emergen desde los procesos participativos. Si para la teoría política liberal la soberanía se ubica en el monopolio del Estado sobre el uso de la violencia (Weber), la toma de decisiones (Schmitt) y el Derecho (Hegel, Hobbes), en el campo jurídico neoliberal la soberanía se ubica en la precisión —a la vez detallista y difusa— de los estándares y normas técnicas con que el Estado busca canalizar los mismos aspectos gubernamentalistas —la costumbre, las normas locales, la participación— que la filosofía neoliberal y la jurisprudencia neoliberal asignan a la sociedad local (Poole, 2006). Mientras esta formulación de la soberanía posibilita la recalibración de las nuevas políticas (the rescaling of politics) con las que los movimientos populares responden a los regímenes regulatorios nacionales e internacionales (Bebbington y Humphreys, 2011; Li, 2010; Szablowski, 2007). Con su énfasis en la normatividad técnica sobre los resultados (o impactos) sociales (Plant, 2009) la gobernanza neoliberal intensifica también las formas de ambigüedad e incertidumbre respecto de la interpretación y vigencia de las normas tanto técnicas como legales.

Para entender mejor esta dinámica, tomo el ejemplo de los presupuestos participativos. Aunque sus orígenes remontan a los proyectos izquierdistas de São Paulo en el Brasil (de Sousa, 1998) y Villa El Salvador en el Perú (Remy, 2005), ahora figuran como una pieza central de la política fiscal de los gobiernos neoliberales. En el caso del Perú, donde el proceso de descentralización política y fiscal está dirigido por un Estado centralista que busca consolidar su monopolio histórico sobre el poder jurídico y legislativo (Barrera, 2007; Dickovick, 2006), los presupuestos participativos ofrecen dos ventajas para los gobiernos centrales de turno. Primero, al apelar al ideal democrático universal de la «participación», el proceso presupuestal legitima la distribución de recursos fiscales como un producto derivado de decisiones y normas «locales». En este sentido, conforman una filosofía jurídica neoliberal según la cual la regulación económica debe buscar su fuente legal en las sociedades y normas locales (Dávalos, 2008). Segundo, los presupuestos participativos constituyen un espacio altamente regularizado, en donde la intervención y presencia del Estado gozan de un carácter estrictamente técnico y, por lo tanto, difícilmente cuestionado. Al regular el proceso «participativo» de priorización y evaluación con normas que se basan en estándares, medidas, rubros y números, el Estado proyecta una imagen ideológica del proceso presupuestal como un espacio el en que la política —como esfera dominada por los intereses y el poder— no tiene cabida. Esta distinción se refuerza por la arquitectura legal que rige sobre el espacio del presupuesto: mientras el marco legal que determina quiénes pueden participar es definido por el Congreso, tanto la instructiva que define las normas técnicas para la selección y priorización de los proyectos públicos como el complejo proceso de viabilización mediante el Sistema Nacional de Inversión Pública (SNIP) proceden del Ministerio de Economía y Finanzas (MEF).

Además de la imagen del MEF como una instancia «desinteresada» y puramente «técnica» que esta división de trabajo normativo proyecta, es importante también subrayar el hecho de que no todas las «normas» del MEF —a diferencia de las que vienen del Congreso— tienen rango de ley, y por tanto no tienen carácter vinculante. Es más bien a partir de los mismos criterios técnicos que la normatividad del MEF adquiere su carácter vinculante, aunque no como «leyes» sino a través del SNIP como la instancia «no participativa» que ejerce un control efectivo —y supuestamente «despolitizado»— sobre los presupuestos, los proyectos de desarrollo, y a través de ellos, sobre los gobiernos locales5. Con esta problemática de lo vinculante y lo no-vinculante en mente, tomamos como ejemplo etnográfico uno de los talleres del presupuesto participativo distrital en que participamos en el Cusco en abril y mayo de 2011.

El proceso presupuestal toma forma a traves de tres fases que (según nos explicaban en el primer taller) consisten en: (i) una primera, netamente participativa, de sensibilización y priorización; (ii) una segunda, de evaluación técnica6, y (iii) una tercera, de «formalización de resultados», donde representantes del equipo técnico de la municipalidad y de la sociedad civil informan al público sobre los proyectos que han sido seleccionados para el presupuesto distrital, o para derivar a las instancias provincial y regional del proceso presupuestal. Después siguen los procesos en los ámbitos provincial y regional, donde los proyectos solo logran financiamiento si son de carácter «integral» o «regional». Por ser la fase con más «participación», aquí me enfoco únicamente en los talleres que dan inicio al proceso a escala distrital.

La primera fase se inicia con una convocatoria que se distribuye a las comunidades, individuos y organizaciones locales, en un intento por dar una amplia cobertura y representatividad al proceso. Este impulso democrático encuentra su primer límite, sin embargo, en el marco legal, pues el Congreso estipula que solo pueden participar individuos y organizaciones que estén previamente reconocidos en el registro público7. Al final, los que logran participar en el proceso son las ONG, comunidades campesinas, organizaciones de barrio, gremios y otras organizaciones locales (como por ejemplo, la cooperativa de Huarán) que gozan de personalidad jurídica. También se incluyen empresas privadas con fuertes intereses económicos en promover ciertos proyectos de desarrollo u obras «públicas». Juntos, estas organizaciones y personajes constituyen la «sociedad civil» que fiscaliza y monitorea a las autoridades municipales en la toma de decisiones sobre el futuro desarrollo del distrito.

El proceso participativo se inaugura una semana después, con el registro de los participantes en el Taller de Sensibilización. Este primer taller se divide en dos secciones: una primera donde los «participantes» juegan un papel bastante pasivo, al sentarse a escuchar los varios discursos y presentaciones de PowerPoint con las que los funcionarios buscan instruir o «sensibilizar» a «la sociedad civil» sobre la amplia gama de normas, leyes y procedimientos que gobiernan la selección y evaluación de las propuestas de desarrollo, y una segunda, después del refrigerio, donde el público dirige preguntas y comentarios a los funcionarios, pero sobre todo al alcalde (que brilló por su ausencia en la primera parte, la más formal del taller). Los agentes estatales que cumplen el papel de instructores en la primera parte del taller incluían funcionarios municipales y un ingeniero de Instituto Nacional de Defensa Civil (INDECI) que urgía a los participantes a promover proyectos que fomentaran «una cultura de prevención». También una representante de la ONG contratada por Copesco y el Proyecto Vilcanota nos presentó los avances en el «Proyecto de Acondicionamiento Territorial». Otro consultor, también contratado por el Proyecto Vilcanota, nos habló sobre la necesidad de formular proyectos que contribuyeran al mejor manejo de los residuos sólidos (sobre el Proyecto Vilcanota ver la Introducción y los artículos de Harvey y Tupayachi en esta sección temática).

La primera en hablar fue la encargada de la oficina municipal de planificación, a quien voy a llamar «la funcionaria». Después de explicarnos el cronograma coordinado de todo el proceso presupuestal, nos presentó un PowerPoint enumerando las diferentes leyes que conforman el «marco normativo» para el proceso presupuestal8. En lugar de explicarnos el contenido de las diferentes leyes, lo resumió en términos de los tres «principios rectores» que deben orientar todas nuestras deliberaciones: la racionalidad, la priorización y la subsidiariedad. Finalmente, pasamos a una explicación —algo larga y detallada— de los rubros de priorización contenidos en la instructiva publicada el año anterior por el MEF.

La Instructiva para Presupuestos Participativos por Resultados no maquillaba su agenda de recentralizar la toma de decisiones sobre lo prioritario y lo no prioritario. Según «la funcionaria», en el nuevo sistema de Presupuesto por Resultados (PpR), las comunidades y organizaciones locales ya no pueden presentar cualquier «proyectito». Para entrar a la siguiente fase de Evaluación Técnica, las propuestas tenían que caber dentro de por lo menos uno de los rubros de priorización establecidos de antemano por el MEF9. Este «fit» con los rubros se determinaría, además, por un cálculo del puntaje numérico del proyecto. Finalmente, las propuestas también tenían que detallar sus resultados «en el mismo idioma que en el Plan Estratégico», donde las asignaciones presupuestales se hacen por «insumos conectados a productos» (énfasis suyo). Concluyó su presentación señalando que la meta «ahora es gastar con calidad» y con un «enfoque hacia el ciudadano como cliente».

Al presentar con tanto detalle —y con tanta convicción— este confuso panorama de puntajes, rubros, resultados y normas, «la funcionaria» nos invitó a imaginar al Estado local como una instancia que facilitaba la participación ciudadana dentro de un ámbito dominado por la racionalidad técnica y la neutralidad «política» que esta suponía. Nuestra posición vis a vis el Estado era la de «clientes» en un mercado de ideas, gobernado por la racionalidad ‘universalizante’ que subyace a los criterios «técnicos». El tercer principio rector —la subsidiariedad— daba forma material a este «espacio» de participación democrática al invocar la imagen de un Estado (o gobierno) conformado por escalas y competencias claramente diferenciadas.

CORRIENDO RIESGOS

Este bonito sueño del Estado racional y ordenado no duró más allá del refrigerio, cuando el Estado local cumplió con su promesa de tratarnos como clientes al distribuir un almuerzo delicioso y bien servido de pollo, mote y papa dorada. Con los estómagos llenos, entramos a la segunda parte del taller, donde las normas se desvanecieron tan rápidamente como la racionalidad en el diálogo que siguió entre los participantes, el alcalde y los representantes del equipo técnico de la municipalidad. En esta etapa del proceso participativo, los pobladores dejaron atrás las normas para apelar a otra imagen de la autoridad local. De hecho, fue notable ver la rapidez con que el diálogo logró marginar a los consultores, ingenieros y funcionarios, para dirigirse directamente al poder político —y personal— del alcalde. Pidieron al alcalde que les haga obras en sus comunidades, que les traiga maquinaria, que les solucione conflictos, que les construya carreteras. Por un lado, estas intervenciones recalcan la porosidad del poder político en un contexto local saturado de redes de parentesco, compadrazgo, influencias e intereses (ver artículo de Lynch Cisneros en esta sección temática).

Por otro lado, dentro de la lógica política del presupuesto participativo, estas intervenciones también anticiparon los espacios de libre interpretación y creación de «normas» que vendrían en el segundo taller. Lejos de estar «confusos», los participantes interpelaron al alcalde como una autoridad personalizada, y como tal, la indicada para legitimar sus proyectos dentro de un proceso presupuestal que todos entendieron como un espacio social y político y no como un espacio en el que alguien fuera a hacer caso a las efímeras «normas», «rubros» y criterios técnicos articulados en la instructiva del MEF. De hecho, al justificar un proyecto que un participante cuestionó por su poca adhesión a las normas para la prevención y gestión de riesgos mandadas tanto por el MEF como por el ingeniero de INDECI (quien nos había hablado largamente sobre la importancia de evadir los riesgos apenas una hora antes), al alcalde respondió simplemente que «con estos proyectos, a veces hay que correr riesgos».

Unas semanas después, en el segundo taller, esta estrategia —a la vez descarada y bastante creativa— de «correr riesgos» con las normas se articuló con más claridad. «La funcionaria» empezó el taller avisándonos que el MEF todavía no había emitido la instructiva para el presupuesto participativo 2012 y que, por lo tanto, todo el proceso de los talleres tendría una cierta ambigüedad en cuanto que «realmente no sabemos el contenido del marco normativo que rige en el proceso actual». Como contraparte a esta fuente de incertidumbre, enfatizó la existencia del marco legal que «da continuidad y racionalidad al proceso participativo». Al explicar la tensión entre este «marco legal» —cuyo contenido preciso no nos había explicado— y la instructiva inexistente, «la funcionaria» simplemente nos explicó que el Estado siempre «guarda la autoridad y la posibilidad de alterar el proceso». Mientras el alcalde les aconsejaba a los participantes «correr riesgos» con el proceso, las presentaciones de «la funcionaria» dejaron claro que no estaba nada cierto qué riesgos estaban corriendo.

Después del refrigerio siguió la «lluvia de ideas», donde los participantes se dividieron en grupos temáticos de trabajo para discutir y calificar las propuestas que cada uno traía al presupuesto. Nos hicieron formar grupos según cuatro «ejes de desarrollo»: Desarrollo Social, Desarrollo Económico, Medio Ambiente y Acondicionamiento Territorial, e Identidad y Ciudadanía. La gran mayoría de las propuestas e ideas que los participantes traían en mano tenía que ver con carreteras, puentes y otros proyectos de infraestructura. La casi completa falta de correspondencia entre los temas de los grupos y las propuestas mismas creó una situación en que muchos participantes pasearon de grupo en grupo, en una especie de «mercado de proyectos», a ver qué grupo los acogía.

El grupo en el que participamos correspondía al eje de medio ambiente. En las casi tres horas en que nos reunimos, los participantes del grupo propusieron una amplia variedad de proyectos, incluyendo escuelas, carreteras, puentes y la construcción de un nuevo cerco al cementerio rural. La meta de cada grupo era la de priorizar los proyectos de sus miembros, aplicando el sistema de puntajes de la Instructiva del MEF. Así, por ejemplo, dábamos entre uno a cinco puntos según la población beneficiaria y lo que el proyecto aportaba a los rubros definidos en el presupuesto por resultados (reducción de la desnutrición infantil, gestión de riesgos, medio ambiente, etcétera). Lo curioso es que terminamos asignando el máximo puntaje (veinticinco, o sea cinco en cada rubro) a casi todos los proyectos, incluso los que contemplaban construir simples carreteras.

Como argumentos para apoyar el muy alto puntaje los participantes mostraron bastante creatividad al interpretar los rubros. Por ejemplo, en la discusión de un proyecto para construir un nuevo cerco al cementerio de dos comunidades campesinas, miembros de nuestro grupo presentaron —entre risas—, como «argumento técnico» para su alto puntaje en el rubro medio ambiente, el hecho de que «los muertos pueden servir de abono». Para justificar el alto puntaje asignado al mismo proyecto en el rubro de «número de beneficiados», argüían —con más seriedad— que «los muertos pagan por sus certificados de difunto, y como ellos son los beneficiados [el proyecto beneficia], a muchos muertos». Lejos de ser ironías o anécdotas chistosas sobre los procesos que constituyen el gobierno local, estas actitudes —de humor, cinismo y esperanza— que circulan y marcan el proceso participativo nos llevan a la médula de un proceso presupuestal cuya fuerza política radica en la creatividad con la cual los participantes manejan los lenguajes técnicos con que el Estado busca imponer su propia visión del «desarrollo» y el gasto público.

CONCLUSIONES

El proceso del presupuesto participativo ofrece un espacio en donde la etnografía puede aportar nuevas perspectivas sobre la normatividad jurídica neoliberal (Diez, 2009; Vincent, 2010). Si solo enfocamos en los decretos legales que forman el marco normativo del proceso presupuestal, lo que resulta es un proceso mediante el cual el neoliberalismo busca —como maquinaria ideológica— generar procesos de participación dominados por la racionalidad técnica y la lógica del mercado. Pero al seguir en detalle los ritmos, sentimientos, aspiraciones y frustraciones que dan forma a los talleres participativos, logramos entender que la normatividad fiscal y administrativa implica un doble juego. Por un lado, desde la perspectiva del Estado, la «ley» y la norma son instrumentos cuya utilidad radica en su flexibilidad. Como nos advirtieron en los momentos previos a entrar en la lluvia de ideas, «el Estado siempre guarda la autoridad y la posibilidad de alterar el proceso». Pero, por otro lado, los actores sociales asumen el reto de tomar el espacio abierto por las mismas ambigüedades e incertidumbres producidas por estos marcos normativos.

El alcalde, en este sentido, cumple su rol al expresar su resolución de gestionar proyectos a pesar de los riesgos que implica. Los participantes también cumplen su rol al lanzarse a la libre interpretación de normas y rubros cuyo carácter «técnico» marca como categorías que son, a la vez, no cuestionables e ininteligibles en términos de las necesidades locales y las prioridades de su vida cotidiana. Es a través de estos procesos afectivos y políticos de apropiación de un futuro, a la vez incierto y lleno de promesas, que las leyes dan forma a lo que cuenta como «lo político» en la sociedad neoliberal. Si a veces la política se manifiesta como una forma de resistir al Estado, en otros casos se manifiesta a traves de las actitudes y afectos de desafío con los que los participantes en presupuestos locales interpretan (y se burlan de) los lenguajes técnicos con que el Estado central busca imponerse. En otros casos, como el de Huarán, la política pasa por la insistencia en insertar valores como la justicia social y el colectivismo, que los actores sociales mantienen como el legado de una larga historia andina de negociaciones —y resistencias— con el Estado peruano.

¿Cuál es la imagen del Estado y de la Ley que emerge de este proceso normativo? Por un lado tenemos el discurso —y por lo tanto la imagen— del Estado neoliberal como una entidad participativa, cuya legitimidad se fundamenta en las decisiones, valores y normas culturales de la sociedad local en su papel de fiscalizador de los recursos y procesos que vienen a constituir «el Estado». Valga decir que esta imagen cuadra perfectamente con la jurisprudencia neoliberal, según la cual el Estado cumple un papel pasivo en la canalización y formalización de los valores «emprendedores» que caracterizan la sociedad del mercado (Dávalos, 2008; Plant, 2009). En este sentido, entonces, el presupuesto participativo valoriza un proceso de desterritorialización de la ley en dos sentidos:

Primero, las mismas normas del MEF priorizan proyectos que conjugan territorios, clientelas y presupuestos que rebasan —y a veces amenazan— el distrito, la provincia, y la comunidad. Al promover proyectos «integrados» y rubros que muchas veces no reflejan (ni nacen de) las necesidades locales, el marco normativo da origen a una variedad de nuevas formaciones sociales que cruzan y compiten con los diferentes niveles del gobierno. El mejor ejemplo de esto son las múltiples variedades de organizaciones mancomunadas y de «empresas sociales» que se articulan alrededor de los presupuestos participativos, específicamente para pasar «por encima» de los gobiernos regionales y locales en la búsqueda de los capitales privados y públicos que ellos necesitan para avanzar sus proyectos. En este sentido, podemos decir que el proceso presupuestal contribuye a poner en jaque al imaginario del Estado de derecho como una jerarquía territorial.

Segundo, la poca claridad sobre procedimientos y sanciones permite a los políticos y actores locales proponer proyectos que a veces discrepan con los mismos rubros y normas emitidos por el gobierno central. A veces estos proyectos apuestan por el fortalecimiento de sensibilidades políticas, colectivas, e incluso izquierdistas, y por lo tanto a otros imaginarios del desarrollo. En otros casos, sirven simplemente para mejorar las múltiples modalidades de corrupción que también forman parte de la «creatividad» administrativa que las mismas normas anticipan y fomentan.

¿En qué difiere la creatividad con la que los participantes en el presupuesto participativo toman como «suyas» las normas y leyes del Estado, de la creatividad con que los campesinos reformulaban —y hacían efectivas— las leyes de la Reforma Agraria en el caso de la cooperativa de Huarán? Como hemos visto, la promesa jurídica de los «derechos agrarios» tomaba fuerza en Huarán a partir de la tremenda voluntad que los campesinos demostraron para hacerse «contar» como voz y parte de una ley que el Estado aprueba en su nombre. A partir de esta historia podemos distinguir dos visiones complementarias de la relación normativa que (se supone) une a «la ley» con la justicia. Para el Estado militar (y los que hablaban en su voz), el campesinado figuraba como benefactor pasivo de una ley que les prometía justicia en forma de una redistribución de la tierra. Las leyes, en esta visión estatista, formaban parte de un contrato en el que el Estado se legitimaba a través de normas (apoyadas en sanciones) que protegían los derechos ciudadanos de los campesinos. La historia que nos contaron ese día en Huarán, sin embargo, cuestiona esta visión de la ley como el «don» del Estado para enfatizar el papel activo de los benefactores en la implementación de la ley. En esta visión de la «ley», son las normas locales las que definen lo que es justo y correcto, aunque su implementación se realiza en nombre de la ley del Estado (i.e., de la Reforma Agraria).

En el nuevo contexto jurídico y en la nueva topografía del Estado descentralista, las apropiaciones «culturales» (o políticas) de la ley como un espacio de creatividad política ya no se legitiman —como era el caso en el ejemplo de Huarán— en referencia a principios de justicia que se nutren en la sombra del Estado. Más bien, la filosofía neoliberal que nutre al Estado neoliberal niega la mera posibilidad del concepto de la justicia social (e.g., von Hayek, 1978). Si hay continuidad en las actitudes con que los campesinos se aproximan a «la ley», dicha continuidad ahora se materializa en el contexto de una normatividad jurídica en la que la responsabilidad por la implementación de «la ley» se ha dispersado y despersonalizado (tecnificado). Si para los campesinos que formaron la cooperativa de Huarán el reto era poner en marcha proyectos locales al margen de los poderes jurisdiccionales de autoridades estatales, ahora para los participantes en el presupuesto participativo el reto es moverse entre las múltiples escalas, tanto territoriales como discursivas, en que el Estado neoliberal ejerce su poder a través de la nueva normatividad técnica y administrativa.

 

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  1. Sobre las razones para la revocación del decreto ley 19400, ver Matos Mar y Mejía (1980, p.329).

  2. En Huarán, como en muchas otras haciendas afectadas por la Reforma Agraria, la hacienda ejercía su poder a partir del control del agua. Al dejar sin afectación a los terrenos bajo riego, el ministro dejó intacto el poder del terrateniente.

  3. En su entrevista, el dirigente también detalló las otras acciones que tomaron para esta «recanalización» de la ley. De ellas, la más importante era la redistribución del agua a partir de la re-ingeniería (o desvío) de la acequia principal de Huarán. La toma de la hacienda Huarán se hizo famosa como un caso emblemático de la Reforma Agraria a partir de la película Kuntur Wachana, de Federico García Hurtado (García Hurtado, 1977).

  4. En este sentido, el caso de Huarán conforma una dinámica histórica en que los campesinos andinos «colonizan» las leyes del Estado para construir su propia soberanía. En estos casos no es la resistencia abierta al Estado y sus leyes lo que predomina, sino una lógica de ciudadanía en que la ley sirve para avanzar proyectos «populares», precisamente porque es vista como un espacio abiertamente interesado y político (Méndez, 2005; Poole, 2012; Stern, 1993).

  5. A partir de 2010, a través del decreto supremo 097-2009, el MEF introduce una disposición transitoria estableciendo que todo proyecto de inversión pública debe contar con un perfil elaborado y registrado en el Banco de Proyectos del SNIP. Al imponer límites técnicos a los proyectos que podrian ser considerados en los procesos presupuestales participativos, el MEF buscaba delimitar las prioridades de la inversión pública y definir las necesidades de las regiones desde la perspectiva del gobierno central.

  6. A diferencia de los talleres públicos que se realizan en la primera y tercera fases, en la segunda fase el equipo técnico de la municipalidad trabaja a puertas cerradas para certificar que los proyectos cumplan con los requisitos a la vez técnicos y legales del SNIP.

  7. Aunque este requerimiento se justifica por la necesidad de asegurar la representatividad de los participantes, varias personas nos comentaron los límites que este impone a la participación. Por un lado, limita la participación a organizaciones que ya comparten los mismos conceptos políticos sobre lo que constituye «la representación», y por otro demanda costosos trámites que pueden demorar hasta dos años.

  8. DL 276890, 27783, etcétera.

  9. Los rubros para priorización en la Instructiva de 2011 eran (i) desnutrición infantil; acceso de la población a identidad; (ii) enfermedades no transmisibles; (iii) enfermedades transmitidas por zoonosis (?) (iv) tuberculosis y VIH/SIDA; (v) seguridad alimentaria; (vi) gestión integral de recursos naturales; (vii) Reducción de vulnerabilidad y atención a desastres, y (viii) prevención y control del cáncer.