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Anthropologica

versión impresa ISSN 0254-9212

Anthropologica vol.32 no.32 Lima jun. 2014

 

ARTÍCULOS

 

Por el curso de las quebradas hacia el ‘territorio integral indígena’: autonomía, frontera y alianza entre los awajún y wampis

 

Simone Garra y Raúl Riol Gala

1 Magíster en Antropología Social por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Correo electrónico: simonegarra@hotmail.it
2 Investigador en formación del Departamento de Antropología Social de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM) Correo electrónico: r.riolgala@yahoo.es

 


RESUMEN

En el marco del proceso de autodeterminación de ‘territorios integrales indígenas’ impulsado por la Coordinadora Regional de los Pueblos Indígenas (Corpi), las organizaciones awajún y wampis han venido definiendo sus territorios en una serie de encuentros intra e interétnicos, objetivando de esta manera la relación que estos pueblos, considerados como unidades sociopolíticas, mantienen con sus respectivos espacios geográficos. En ese sentido, este proceso de autonomización indígena interactúa con los modelos y las instituciones políticas del Estado. En el presente artículo, a partir de nuestra participación en la realización de informes antropológicos destinados a sustentar la demanda de reconocimiento de ‘territorios integrales’, intentaremos describir y analizar las dinámicas de autonomía local, alianzas supralocales y fronteras interétnicas que caracterizan la territorialidad de los awajún y wampis y cómo tales dinámicas se movilizan frente a la presión cada vez más constante de la sociedad nacional y el capitalismo global.

Palabra clave: awajún – wampis – jíbaro – Estado – Bagua - territorios integrales indígenas – autonomía – fronteras interétnicas­– Alianza.

 


ABSTRACT

In the framework of the self-determination process of ‘indigenous integral territories’ led by the Coordinadora Regional de los Pueblos Indígenas (Corpi), the Awajún and Wampis organizations have been defining their territories in a series of intra- and inter-ethnic mee-tings, objectifying their relationship with their respective geographic areas. In this sense, such process of indigenous autonomization interacts with State models and political institutions. In this paper, on the basis of our participation in anthropological reports to support the demand for recognition of ‘integral territories’, we try to describe and analyze the dynamics of local autonomy, supra-local alliances and inter-ethnic borders among the Awajún and Wampis and how such dynamics have mobilized them facing the increasing pressure by the national society and global capitalism.

Keywords: Awajún, Wampis, Jivaro, State, Bagua, indigenous integral territories, autonomy, inter-ethnic borders, alliance.

 


 

Ina apachjiya / Niipa Awinagkamas / Maani mamaninakuyaWawa chikakunuma / Yamai
Bagua Tuwinai / Awiya ejeyiyaInagnak ukuk chamkayá / Jaen ejega ukuk chamkaya Yaun-
chuk muuntaiya / Kasamarca tutainuma / Nuwiya ejegashmakiaWagkaya sapig matiame /
Wagkaya sapig matiame / Wajiu uchijiyaitjiKakagma tijayaitji/ Yatsuchig aidau aidauwa /
Ina nugke manitkami
1
Fragmento de nampet awajún de Pancho Kantuash. Agosto de 2013, cuenca del Cenepa

 

Desde la Conquista hasta nuestros días, la historia de la Amazonía peruana ha estado marcada por sucesivos intentos de colonización e imposición autoritaria de modelos económicos y políticos ajenos a las sociedades indígenas de esta región. En los últimos años, en un contexto mundial de crisis energética, ambiental y financiera, asistimos a una multiplicación de conflictos en torno a la gestión y control de los territorios amazónicos que suelen confrontar dos procesos emergentes: la movilización política de los pueblos indígenas y el desembarco masivo de empresas multinacionales, especialmente de corte extractivista (petroleras y mineras). Es en este contexto donde debemos ubicar el trágico desenlace ocurrido en Bagua (departamento de Amazonas, Perú), en el que el enfrentamiento entre policías y manifestantes —en su mayoría awajún y wampis— dejó un saldo de 34 muertos y cientos de heridos. En el Perú, los principales medios de prensa, así como el gobierno, no dudaron en calificar a estos pueblos como salvajes, refractarios al progreso y el desarrollo, y de estar probablemente manipulados, al ser incapaces de comprender las ventajas del desarrollo. Una visión que nunca ha dejado de caracterizar la mirada de la una parte de la sociedad peruana hacia los indígenas de la Amazonía (Espinosa, 2009).

A lo largo de la historia, los pueblos jíbaros —entre los que se encuentran los awajún y wampis— han venido encarnando este estereotipo de ‘indios bravos’ por su actitud guerrera, su capacidad organizativa y su irreductible autonomía. En las últimas décadas, estos pueblos no han dejado de reivindicar su autonomía político-territorial en el marco de una negociación intensa y permanente con la sociedad nacional. A partir de la promulgación de la Ley de Comunidades Nativas de 1974, y tras un intenso trabajo de demarcación y legalización, los awajún y los wampis han logrado titular grandes extensiones territoriales bajo la forma de ‘comunidades nativas’ y ‘reservas comunales’2. De esta manera, tales pueblos han frenado parcialmente el avance de la colonización de tierra por campesinos, generalmente pobres, llegados desde la sierra y la costa peruana a partir de la década de 1960, y en muchos casos apoyados por el gobierno peruano, que veía en la selva una «tierra sin hombres para hombres sin tierras». El reconocimiento legal de las tierras indígenas, de alguna manera, puso un límite a la expansión de los colonos y permitió la posibilidad de una convivencia relativamente pacífica entre los habitantes de la región3.

En la actualidad, frente a los nuevos actores e intereses económicos en la Amazonía, el modelo de la ‘comunidad nativa’ resulta insuficiente para garantizar los derechos territoriales de estos pueblos. Como señalan García Hierro y Surrallés (2009), este modelo constituyó en buena medida «un invento legal que descomponía artificialmente la integridad territorial de cada pueblo en múltiples piezas, contiguas o no» (2009, p. 13), distorsionando la realidad territorial indígena. La Ley de Comunidades Nativas ha permitido así la titulación de solo una parte de sus tierras, demarcadas como superficies poligonales de pequeños grupos, considerados individualmente como entidades totalmente autónomas.

En este marco legal, los cursos de agua, la fauna y el subsuelo están excluidos de la propiedad indígena, mientras que los suelos y recursos forestales son oficialmente ‘cedidos en uso’. En otra palabras, como refiere Surrallés: «la territorialidad resultante de las tierras así tituladas no se corresponde con los territorios históricamente ocupados por los pueblos indígenas —ni en la forma, ni en la extensión, ni en la calidad— y la legitimidad sobre unos territorios no asegura el ejercicio real del derecho de tenencia» (Surallés, 2009, p. 5). Así que, si bien los pueblos indígenas se vieron obligados a defender los derechos colectivos sobre sus tierras otorgados por la Ley de Comunidades Nativas frente a los intentos de reformar esta ley por el gobierno peruano, hoy en día esta misma legislación resulta carente frente a la fuerte presión que ejercen las multinacionales del oro y del petróleo en esta región.

La reivindicación de ‘territorios integrales indígenas’ nace desde la Coordinadora Regional de los Pueblos Indígenas (Corpi) de Loreto, base de Asociación Interétnica de Desarrollo de la Selva Peruana (Aidesep), y se sustenta en el reconocimiento internacional del derecho de libre determinación de los pueblos indígenas por la Declaración de las Naciones Unidas de 2007. En el año 2008, el gobierno provincial del Datem del Marañón inicia, a través de una ordenanza municipal, el Procedimiento Autónomo de Ordenamiento y Zonificación Territorial para los Pueblos Indígenas de la provincia, indicando que es derecho y tarea de cada pueblo la realización de los planes de gestión territorial. En este marco de acción, Corpi y sus organizaciones étnicas de base comienzan un trabajo de autodeterminación de los territorios integrales, con el fin de conformar una Región Indígena Autónoma en el seno del Estado peruano.

Si bien inicialmente la propuesta fue discutida y elaborada en la provincia de Datem del Marañón (Loreto), la idea misma de territorios integrales implica un espacio geográfico y relacional que no se corresponde con las regiones administrativas del Estado peruano. Por esta razón, en los últimos años los dirigentes awajún y wampis de Loreto han venido encontrándose con sus homólogos de las otras regiones ocupadas por estos pueblos, en particular con los de Condor-canqui (Amazonas), una provincia cuya población mayoritaria pertenece a estos grupos étnicos.

Entre los años 2011-2013, bajo la coordinación del antropólogo Alexandre Surrallés, tuvimos la oportunidad de realizar dos trabajos antropológicos para Corpi cuyo objetivo era demostrar la vinculación histórica, material y espiritual de los pueblos awajún y wampis con sus respectivos territorios4. Estos trabajos nos han permitido acercarnos al dinámico complejo de relaciones sociales que caracteriza este proceso de autodefinición territorial, no solo como investigadores sino también como actores participantes. La noción de ‘integralidad’ implica una visión del territorio que va mucho más allá de la titulación de superficies de tierra para acercarse a las cosmologías indígenas. Es la interrelación con y entre los seres del entorno la que permite la existencia de la humanidad. En este sentido, es el conjunto del espacio de vida y de relación con todos sus elementos lo que cada pueblo reclama como territorio, y no tiene sentido separar la tierra, el bosque, los cursos de agua, el aire y el subsuelo de todos sus habitantes humanos y no humanos.

Por otro lado, la noción de integralidad conlleva también restablecer en el marco legal los mecanismos de integración que tienen las comunidades nativas de un mismo grupo étnico en un solo espacio regional, y la necesaria relación de aquellos territorios no titulados que poseen una importancia histórica, material o espiritual para el grupo étnico en cuestión. Esta demanda implicaría, para las organizaciones indígenas, conciliar una doble estrategia: por un lado, seguir utilizando los mecanismos legales existentes para mantener, consolidar o recuperar el control de sus territorios, y por el otro, reclamar un cambio de la legislación nacional y el reconocimiento de derechos internacionalmente reconocidos.

Estos procesos de autonomización frente al Estado y los intereses transnacionales implican también la consolidación de los pueblos indígenas como sujetos políticos reconocidos y capaces de determinar la forma de gobernanza que quieran dar a sus territorios, una vez que estos últimos hayan sido autodeterminados. Entonces, ¿cuál sería la forma de organización política indígena que mejor se adapte a las propias dinámicas socioterritoriales de estos grupos, permitiendo el control autónomo de la integralidad de sus territorios? ¿Las autonomías indígenas implicarían necesariamente un modelo de gobierno interno que reproduzca en una escala más reducida el modelo estatal occidental?

Si bien la respuesta a esta pregunta solo puede venir de los propios pueblos indígenas, sí nos parece necesario reflexionar acerca de las prácticas de autonomía, frontera y alianza que existen en estas sociedades, y de cómo estas se movilizan en el marco de una relación cada vez más constante con el Estado y los actores del capitalismo global. Nos centraremos principalmente en el territorio como espacio de relación entre los seres humanos, aun siendo conscientes de la importancia del otro aspecto fundamental de esta integralidad, es decir, el conjunto de relaciones que estos grupos establecen con el entorno no humano.

Nos preguntaremos cuáles son los vínculos de los grupos locales awajún y wampis, que a mediados del siglo anterior se caracterizaban por un patrón de asentamiento disperso y una marcada atomización, con el conjunto de sus grupos étnicos, y de qué manera estos grupos han venido manteniendo el control colectivo sobre un territorio de amplias proporciones frente a la presión colonial y postcolonial5. Empezaremos con un análisis de las escalas socioterritoriales en las que se mueven las redes de parentesco locales, para luego centrarnos en los awajún y wampis como ‘unidades sociales’ con fronteras recíprocas y, finalmente, abordar este conjunto de relaciones en el marco de la relación con los apach, término generalmente empleado para indicar a los viejos y nuevos colonizadores y, en general, a los que no son indígenas de la Amazonía.

ESCALAS SOCIOTERRITORIALES: GRUPOS LOCALES, COMUNIDADES NATIVAS Y CUENCAS HIDROGRÁFICAS

A lo largo de nuestros trabajos de recopilación de datos para la sustentación de la demanda de territorios integrales, nos dimos cuenta de que para la mayoría de nuestros informantes el reconocimiento y titulación de territorios integrales no implicaría la disolución de las ‘comunidades nativas’ como entidades sociales con cierto grado de autonomía política. Sin embargo, la vida en las aldeas y la adquisición del estatus legal de ‘comunidades’ son fenómenos recientes, producto histórico del contacto con la sociedad nacional. Entonces, ¿por qué los awajún y wampis se muestran tan celosos de la autonomía política de sus comunidades al mismo tiempo que reclaman su integración en un espacio político y territorial más amplio que el de un ‘territorio integral’? Para poder entenderlo nos parece necesario explorar algunas características de la morfología social de estos pueblos, así como también las continuidades que se dan entre las actuales comunidades-aldeas y la organización socioterritorial anterior a la escolarización.

Hacia la mitad del siglo XX, las unidades mínimas de agrupación social, que aquí llamaremos ‘grupos locales’, estaban constituidas por vecindarios de casas dispersas, ubicadas al menos a media hora de camino la una de la otra, ligadas entre ellas por una densa red de visitas, intercambios y apoyo mutuo. Cada casa hospedaba una familia poligénica extensa y los lazos de parentesco entre estas familias vecinas resultaban de la transmisión intergeneracional de la alianza matrimonial entre primos cruzados bilaterales, un sistema muy difundido en la Amazonía y clasificado por los antropólogos como ‘matrimonio dravídico’. Descola (1981, 1983) y sobre todo Taylor (1984), quienes realizaron sus investigaciones entre los achuar ecuatorianos, propusieron un modelo teórico que, con diferentes variaciones (Taylor 1998), sería aplicable a los sistemas de parentesco de los pueblos jíbaros. Este modelo pone énfasis en el alto grado de endogamia que existe entre los grupos locales, que por esta razón son llamados ‘nexos endogámicos’ por los autores mencionados6.

Aunque desprovistos de principios de descendencia, a través de la replicación de las alianzas matrimoniales contraídas en la generación precedente, estos ‘nexos’ mantenían una cohesión interna y el control efectivo de un determinado espacio territorial. En el caso de los awajún y wampis, los grupos estaban asentados principalmente en las partes altas de las cuencas hidrográficas por el curso de las quebradas que descienden de los relieves, como la Cordillera del Cóndor, la Cordillera de Kampagkis o los cerros de Tunta Nain, identificándose principalmente con el nombre del eje hidrográfico que atravesaba su territorio. El patrón preveía desplazamientos periódicos de las casas según las exigencias de la cacería, la horticultura y la recolección, al interior del espacio geográfico controlado por el grupo.

Aunque los grupos locales tendían a la autosuficiencia y poseían un alto grado de autonomía, esto no significaba que fueran unidades cerradas. Si bien el matrimonio endogámico entre primos cruzados era altamente valorizado, nada impedía la alianza matrimonial entre familias pertenecientes a grupos distintos. Tales alianzas permitían la circulación de objetos y noticias y resultaban de importancia fundamental en los frecuentes conflictos que estallaban por infracciones de las reglas matrimoniales y acusaciones de brujería entre chamanes. En esas oportunidades sobresalía la figura del ‘hombre fuerte’, un guerrero de edad avanzada que había incorporado la fuerza de los espíritus ajutap y adquirido el prestigioso estatus de waimako, quien poseía una gran capacidad oratoria y era capaz de liderar el grupo en momentos de dificultad y de enfrentarse exitosamente con los enemigos. A partir de estas características individuales, un hombre podía extender sus lazos de afinidad en los grupos, y por lo tanto, multiplicar sus alianzas político-militares. Sin embargo estos hombres, fuera de su papel central en los conflictos bélicos, no adquirían ninguna prerrogativa social o económica, y sobre todo, no poseían la capacidad para imponer su autoridad por encima del grupo7.

En general, la distribución geográfica de estas alianzas solía y suele corresponderse con la red hidrográfica y la topografía de la región: grupos asentados en las mismas cuencas y subcuencas hidrográficas, o aquellos situados a lo largo de las abras de una misma cadena montañosa, se caracterizan por una mayor cercanía social. En un sentido abstracto, podemos decir que:

[…] a un sistema radial de cuencas, con sus respectivos ríos tributarios y quebradas capilares, se le sobrepone un sistema concéntrico, aunque discontinuo, de caminos que conectan a las diferentes cuencas entre sí, produciendo todo ello una forma reticular a la manera de una tela de araña [...]. La intensidad de relaciones sociales que este tejido reticular distribuye no es uniforme sino que está marcada por nodos de mayor intensidad sustentados por los corredores entre cuencas y facilitados por los vínculos de parentesco siempre presentes como substrato de la espacialidad (Surrallés, Riol, y Garra, 2013, p. 22).

Estas redes de relaciones de parentesco pueden conectar incluso grupos muy distantes geográficamente8.

Entre las décadas de 1950 y 1970, los ‘hombres fuertes’ de los diversos grupos locales movilizaron sus redes sociales con el objetivo de reunir a la población en lugares de más fácil acceso para los profesores bilingües y los comerciantes: desde las pequeñas quebradas situadas en las cabeceras de las cuencas, la mayoría de la población awajún y wampis se desplazó hacia su confluencia con los ríos más grandes. En algunos casos, los nuevos asentamientos resultaban de la concentración de un grupo local, mientras que en otros, varios grupos cercanos se reunieron, lo que implicó la relativa pacificación entre ellos. Esta pacificación no solo resultó de la obra ‘abnegada’ de evangelización de los misioneros, sino que más bien se produjo porque los awajún y los wampis entendieron rápidamente que constituía la necesaria premisa para la vida en una aldea. Desde la promulgación de la Ley de Comunidades Nativas, a finales de la década de 1970, estos grupos han venido creando asentamientos, demarcando y legalizando sus tierras con el apoyo del Sistema Nacional de Apoyo a la Movilización Social (Sinamos) del gobierno militar de Juan Velasco Alvarado, además de abogados e instituciones indigenistas, dotándose así de una existencia institucional propia. Todo esto dio lugar a una forma particular de ‘democracia directa’ que rige la organización actual de las comunidades, cuyos pilares son la asamblea y los reglamentos comunales.

Desde un punto de vista sociológico, las comunidades nativas awajún y wampis presentan una serie de características poco exploradas por la etnografía contemporánea9. A grandes rasgos, y en función de criterios sociodemográficos, podemos identificar varios tipos de comunidades o agrupaciones sociales: comunidades demográficamente exiguas (50 a 150 habitantes) ubicadas en su mayoría en lugares de difícil acceso como las cabeceras de cuenca o las zonas interfluviales; comunidades-aldeas situadas a lo largo de los ríos principales que cuentan con varios centenares de habitantes; maxicomunidades de entre 800 y 2000 habitantes que suelen albergar escuelas secundarias y otras instituciones públicas. A estas tipologías de comunidades habría que añadir los ‘anexos’, grupos que viven al interior del territorio titulado de la comunidad, pero alejados del núcleo de casas principal, y que han obtenido un reconocimiento formal para obtener ciertos servicios (primeramente la educación primaria), y por último, aquellas familias que siguen manteniendo el patrón de asentamiento disperso aun siendo miembros de la comunidad. Es interesante mencionar que muchos de los grupos awajún y wampis actuales se siguen identificando con las quebradas donde están asentados, utilizando el topónimo para nombrar sus comunidades.

Al igual que los antiguos grupos locales, y a pesar del cambio en el patrón de asentamiento, las comunidades más pequeñas y aisladas siguen siendo grupos de parientes bilaterales ligados entre sí por un matrimonio entre primos cruzados cercanos. Las comunidades-aldeas del segundo y tercer tipo son las que hospedan a la mayoría de la población y resultan de la concentración y multiplicación de los lazos de afinidad real entre grupos cercanos, que anteriormente eran relativamente endogámicos. Tratándose de sectores de la población que tienen más contactos con la sociedad nacional, dentro de estas comunidades el matrimonio entre primos cruzados cercanos ha empezado a estar mal visto y es equiparado con el matrimonio incestuoso entre ‘hermanos clasificatorios’.

La amplitud poblacional de estas comunidades permite efectivamente un cierto margen de elección para los futuros cónyuges, aun excluyendo a los ‘hermanos clasificatorios’ y los ‘primos cruzados demasiado cercanos’. Si bien la prescripción del matrimonio entre primos cruzados reales parece haber desaparecido entre los jóvenes con un mayor contacto con el resto de la sociedad nacional, la mayoría de los matrimonios sigue realizándose al interior de la esfera local comunal, entre personas cuyas conexiones genealógicas corresponden a la categoría de ‘primos cruzados lejanos’, tal y como señalaba Brown (1984) entre los awajún del Alto Mayo10.

Además de esta tendencia a la ‘endogamia comunal’, al interior de las comunidades originadas por la reunión de varios grupos locales podemos notar todavía los rasgos de los grupos ‘fundadores’, que hace treinta años se reunieron para tener acceso a las escuelas. A lo largo de tres generaciones, tales grupos han buscado renovar sus relaciones internas de alianza matrimonial, aun conviviendo y creando lazos entre ellos. Los mismos awajún y wampis, hoy en día, utilizan en español la palabra ‘clan’ para definir estos grupos de parientes y los identifican con los apellidos paternos de los líderes que fundaron las comunidades. Así, por ejemplo se suele decir que en una comunidad X se encuentran dos o tres ‘clanes’, cada uno compuesto por individuos de diferentes apellidos ligados entre sí por vínculos de consanguineidad y afinidad, pero identificados principalmente con el apellido del grupo políticamente más importante. En este sentido, a pesar de la norma de uxorilocalidad hasta ahora rígidamente respetada, y que implica en muchos casos la instalación definitiva de hombres originarios de otros grupos y comunidades, algunos indicios nos hacen pensar en la emergencia progresiva de ciertos principios de ‘linealidad’ ausentes en el contexto anterior a la formación de comunidades.

Tanto la tendencia a la ‘endogamia comunal’ como la replicación de las relaciones de alianza entre grupos tienen que ver también con la menor disponibilidad de tierra para la horticultura. Se trata de un problema relativamente reciente, que concierne principalmente a las comunidades más pobladas ubicadas en zonas de selva alta, donde la pendiente y la erosión de los suelos limitan fuertemente esta actividad. Aunque no existe una institución que ‘privatice’ las tierras entre los awajún y wampis, sí hay normas implícitas y explicitas que regulan su uso según un derecho de prioridad. Las purmas de una familia, si bien no le pertenecen formalmente, tampoco pueden ser utilizadas por otros miembros de la comunidad sin su autorización. Asimismo, el comunero que se traslada definitivamente a otra comunidad pierde sus derechos sobre la tierra que cultivaba, que será repartida entre los otros comuneros. Resulta claro, entonces, que los grupos ya ligados por relaciones matrimoniales tienen el interés de preservar estos lazos y de esta manera no dispersar las tierras sobre las que tienen prioridad de uso en la generación siguiente.

Las tensiones entre estos grupos al interior de la comunidad, así como aquellas entre la comunidad y un nuevo miembro originario de otra comunidad, se expresan frecuentemente en acusaciones de brujería.

En el primer caso —es decir cuando los conflictos involucran dos o más redes de parientes dentro de la misma comunidad—, el conflicto puede terminar en la escisión de la comunidad y la formación de los ya mencionados ‘anexos’. La constitución de anexos es bastante común y parece ser un arreglo ideal para preservar la autonomía política y territorial de los grupos locales, permaneciendo en el marco legal de la comunidad nativa. La frecuencia de estos procesos de fisión de las comunidades nativas awajún y wampis es una clara señal de los límites sociales y ecológicos de la vida en aldeas. En el segundo caso, cuando las tensiones que contraponen al conjunto o gran parte de la comunidad a un individuo llegado por la norma de la uxorilocalidad, se expresan en una acusación de brujería hacia este último. El supuesto brujo es expulsado definitivamente de la comunidad y deberá regresar a su comunidad de origen o buscar otro lugar seguro11.

De esta manera, lejos de constituir unidades sociales cerradas, estas comunidades confirman la flexibilidad y adaptabilidad del sistema social jíbaro ya evidenciada por Taylor (1984) en un contexto histórico en el que se han multiplicado los contactos intra e interétnicos. Entre los awajún y wampis contemporáneos, una serie de factores propician la multiplicación de las ocasiones de contacto y comunicación: entre ellos, la ubicación geográfica en los grandes ríos, los transportes a motor, la escuela, el comercio, las reuniones políticas y los proyectos de desarrollo. La estigmatización del matrimonio entre primos cruzados cercanos, por lo tanto, no solo sería producto de la evangelización impulsada por los misioneros sino que más bien se trataría del efecto de una mayor complejización e interconexión de la sociedad en todos los niveles.

Como sostiene Henley (1996, p. 46), la variabilidad de los sistemas amazónicos tiene que ver en buena medida con las diferencias subregionales y la extensión e intensidad de las comunicaciones. Así, un grupo relativamente aislado, ubicado en las cabeceras de cuenca, apuntará a fortalecer las relaciones contraídas por las generaciones anteriores a través de un respeto más rígido de las prescripciones matrimoniales, mientras que en las áreas caracterizadas por una red de intercambios más compleja habrá una tendencia a diversificar las alianzas matrimoniales. Esto es muy evidente en el caso de los awajún y wampis contemporáneos: las redes de consanguineidad y afinidad real se extienden siempre más allá del grupo local y la comunidad, ramificándose por un área geográfica que normalmente corresponde a un sector de la cuenca hidrográfica.

Todo parece indicar, entonces, que las dinámicas sociológicas actuales siguen operando a partir de los mismos esquemas lógicos que caracterizaban los antiguos grupos locales con el fin de preservar la identidad y la autonomía del grupo local, y al mismo tiempo, multiplicar los lazos de alianzas fuera del grupo. Cada núcleo familiar se articula generalmente y por orden: con el grupo local de parientes y las tierras sobre las que tienen una prioridad de uso; con la comunidad de pertenencia, que implica un territorio colectivo y un marco explícito de derechos y deberes individuales, y con la extensión del grupo de parientes más allá de la comunidad en un ámbito territorial marcado claramente por la red hidrográfica. Así, las diferentes relaciones que se dan entre las diferentes escalas socioterritoriales van conformando una práctica de territorio socialmente integrado. Puesto que en última instancia, como refiere Taylor, al no ser los grupos formalmente limitados sino más bien fusionarse el uno con el otro, se ve reflejada la ideología de cosubstancialidad y parentesco generalizado que caracteriza la identidad étnica de los pueblos jíbaros (Taylor, 1984, p. 103).

LOS OTROS COMO NOSOTROS: IDENTIDADES Y FRONTERAS ÉTNICAS ENTRE LOS JÍBAROS DE LA SELVA ALTA

Analizaremos ahora las dinámicas socioterritoriales que caracterizan a los awajún y wampis en una escala sociológica más amplia, a partir de las reivindicaciones territoriales de estas sociedades en cuanto ‘pueblos’. Como se ha dicho, el proceso de autodefinición de territorios integrales, en el plano jurídico, se sustenta en la Declaración de la Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas de 2007, que reconoce internacionalmente el derecho a la libre determinación de esos pueblos. De esta manera, el ‘pueblo indígena’ asume el valor de sujeto jurídico capaz de determinar la forma de su derecho territorial y el tipo de gobierno o gobernanza que quiere darse. Si bien una identidad colectiva fundada en la ideología de cosubstancialidad y parentesco generalizado emerge claramente en las prácticas y los discursos de cada uno de los grupos en cuestión, la demarcación territorial de las respectivas fronteras étnicas nos parece algo ajeno al pensamiento de los grupos amazónicos. Es interesante, por tanto, ver cómo las relaciones interétnicas se manifiestan y construyen este proceso de demarcación de límites territoriales12.

Como sostiene Barth (1976), los grupos étnicos no son necesariamente unidades portadoras de culturas diferenciadas. Las nociones de ‘identidad étnica’ y ‘cultura’ no constituyen una unidad indisoluble, por lo que pueden ser analizadas de manera independiente. La etnicidad se refiere en principio a las normas que regulan las relaciones entre grupos, aun cuando puedan compartir la mayoría de los rasgos culturales. En el caso de los grupos jíbaros esto es particularmente evidente, ya que los pueblos pertenecientes a este conjunto etnolingüístico presentan una gran homogeneidad cultural, y al mismo tiempo, mantienen una marcada diferenciación étnica entre ellos. Además, estas diferencias no tienen por qué coincidir exactamente con las fronteras étnicas sino que tienen que ver más bien con un conjunto de factores tales como disposición geográfica, características del ecosistema, trayectorias históricas, nivel de contacto interétnico, etc. Asimismo, si tomamos el idioma como elemento diacrítico, encontraremos variaciones dialectales al interior de las mismas ‘unidades étnicas’ y un continuum de similitudes entre unidades étnicas diferentes13.

Todo esto llevaría al antropólogo Philippe Descola a afirmar que la lista de las ‘tribus’ jíbaras podría reducirse a tres (considerando a los shuar y wampis como parte de un mismo conjunto) o extendida a más de una docena (Descola, 1993). Oficialmente, sin embargo, se ha llegado a cierto acuerdo entre antropólogos y lingüistas en la distinción de los grupos pertenecientes al conjunto jíbaro: awajún, wampis, achuar y shuar14, lo que ha terminado ‘cristalizándose’ en las identidades locales. La obra de escolarización de los misioneros —y particularmente de los lingüistas del ILV, quienes fueron los primeros en volcar estos idiomas a una forma escrita— terminó facilitando la apropiación de la escritura por las poblaciones. En este sentido, lo que refiere Anderson (1993) acerca de la importancia de la escritura y la escolarización en la constitución de identidades nacionales podría aplicarse también en nuestro caso, en referencia a este proceso de cristalización de las identidades étnicas.

Analizar la concepción de ‘identidad étnica’ para estos pueblos significa llegar hasta los márgenes del universo social de los antiguos grupos locales, allí donde, al menos idealmente, terminaba la dinámica de conflicto y alianza entre afines potenciales y se entraba en una esfera de alteridad marcada por un tipo de violencia continua y altamente ritualizada. Esta relación se expresaba principalmente en el ritual de la reducción de cabeza o tsantsa, descrito detalladamente por Karsten (1935), en el que principalmente se buscaba la domesticación del espíritu enemigo vencido en el seno del grupo del guerrero victorioso.

Según Taylor (1985), las guerras de este tipo se basaban en una lógica de desequilibrio estructural, una relación característica de las sociedades amazónicas que consideraría la incorporación del Otro como necesaria a la reproducción de individuos y colectivos, dentro de un universo donde las posibilidades de existencia estarían en un número limitado. Y dicha necesidad ‘ideológica’ no podría ser satisfecha por cualquier Otro. Según la autora, la caza de cabezas era un asunto endoétnico; es decir, no se hacía con enemigos que no fueran jíbaros, ni con otros grupos amazónicos, ni con blancos o mestizos. Esta relación privilegiada se manifiesta en tales idiomas en el término shuar o shiwag, cuyos matices semánticos pueden expresar, en un sentido más abstracto, el concepto de ‘gente’; pero en una acepción más particularizada, el grupo que ocupa una determinada área geográfica (p.e. majanú shiwag - la gente del Marañón), y finalmente, el ‘enemigo’.

Así, la relación entre grupos jíbaros sería diferente, según Taylor, de la que tienen con los apach, potenciales enemigos de los cuales hay que defenderse pero quienes, al ser excluidos de la identidad endoétnica, no podrían proporcionar la energía necesaria para la reproducción de las sociedades como tales. Por un lado, esto expresaría la necesidad de que los Otros que proporcionan las potencialidades de existencia sean de alguna manera los Mismos, ya que tendrán que devenir en ‘sí mismo’. Y por otro, que esos Otros no pueden ser demasiado cercanos, porque la unidad tribal no se alimenta de su misma carne: consumir a un pariente, aunque sea potencial, sería un acto particularmente repugnante para los jíbaros (Taylor, 1985). Así, sabemos que esta dinámica de guerras endoétnicas se ha venido produciendo con gran frecuencia entre los awajún y los wampis, sobre todo en la actual región de Condorcanqui. Las expediciones guerreras involucraban principalmente a los grupos locales, bien awajún, bien wampis, cercanos al territorio del Otro15.

Ahora bien, es importante notar cómo las zonas de no man’s land entre awajún, por un lado, y wampis, por el otro, son principalmente territorios montañosos donde se concentra una increíble diversidad de especies animales y vegetales. Para los habitantes indígenas se trata de espacios poblados por una gran cantidad de seres no humanos, ontológicamente considerados como personas (aents), ya que comparten con los seres humanos muchas de sus calidades interiores (autoconciencia, sensibilidad, carácter, palabra, etc.), es decir, tienen lo que en castellano podría traducirse como ‘alma’ (wakan). En algunos casos se habla de ‘pueblos no contactados’, como los tijai y los wampukus, quienes viven refugiados en las partes altas de los cerros, preservando un estilo de vida idéntico al que poseían los antepasados de los actuales awajún y wampis. Y además, las colinas son consideradas animadas por los espíritus de los antepasados.

Una clase particular de estos espíritus son los ajutap o arutam, esencias poderosas y ancestrales cuyo contacto e incorporación confiere fuerza y bienestar a los vivos. Estos espíritus se concentran fundamentalmente en las partes altas de los cerros, y los lugares propicios para entrar en contacto con ellos son las cascadas (tuna) que descienden de estos relieves. Cerros y montañas, por lo tanto, constituyen una doble frontera: ontológica, ya que constituyen el paso de una selva ‘domesticada’ a un universo desconocido poblado por personas y espíritus poderosos y peligrosos, e interétnica, puesto que constituyen los límites geográficos de un tipo de relación marcado por la reciprocidad, y el inicio de un ‘más allᒠdonde vive un Otro humano idéntico a Nosotros.

Si los límites ontológicos se caracterizan por un continuum de sociabilidad (Descola, 1989) y son frecuentemente traspasados por los seres humanos en las experiencias del sueño y de la visión, algo parecido se podría decir de los límites interétnicos, ya que las relaciones de guerra entre los humanos constituían un marco de relaciones sociales susceptibles de evolucionar hacia relaciones pacíficas de alianza e intercambio. Si bien en última instancia la existencia misma de los dos conjuntos étnicos (awajún y wampis) se basaba en una recíproca exclusión de la posibilidad de alianza matrimonial, las expediciones guerreras implicaban a menudo la captura de niños y mujeres, quienes eran adoptados y ‘consanguineizados’­ por el grupo del raptor. Y, con el paso del tiempo, podían llegar a constituir la base para nuevas relaciones de alianza entre el grupo de origen y el grupo de adopción de las personas raptadas, jugando así un rol importante en las redes de intercambio entre áreas geográficas distantes. De esta manera, la evolución de los raptos de guerra en alianzas conllevaba una redefinición de los equilibrios socioterritoriales en un nivel intra e interétnico. Dos grupos locales vecinos, respectivamente awajún y wampis, podían incluso ayudarse militarmente en ocasión de un conflicto entre grupos locales16.

Si no tomamos en cuenta la gran flexibilidad de estas dinámicas de frontera, no podríamos entender cómo, en las últimas décadas, los awajún y los wampis han pasado de ser enemigos étnicos a fieles aliados políticos. Esta alianza se inicia oficialmente en la década de 1970 con la creación del Consejo Aguaruna Huambisa, y se ha ido fortaleciendo con la participación conjunta de ambos pueblos en las luchas políticas para la demarcación de las tierras, las reivindicaciones de derechos y servicios públicos, los proyectos de etnodesarrollo, y más recientemente, la resistencia a las políticas neoliberales del gobierno peruano. La continuidad entre las dinámicas socioterritoriales descritas y la relativamente reciente alianza política entre awajún y wampis se expresan claramente en el establecimiento de los límites de los territorios integrales.

En una reunión en la comunidad de Galilea del río Santiago, en junio de 2013, cuyo objetivo era la convalidación del proceso de autodefinición del territorio integral wampis y particularmente de los límites recíprocos entre awajún y wampis en el Bajo Santiago17, los líderes wampis solicitaron que toda la cuenca fuera reconocida como parte del territorio integral wampis, puesto que la ocupación awajún en el Santiago se remontaría apenas a la mitad del siglo XX. Esta idea había generado una serie de rumores entre los awajún en los días anteriores a la reunión; entre ellos, que los wampis tenían la intención de desalojarlos del Bajo Santiago y reapropiarse de toda la cuenca. Pero sería precisamente uno de los ancianos awajún del Santiago, Sabino Petsa, descendiente de la familia que fundó la comunidad de yutupis, quien utilizando argumentos históricos pusiera fin al debate. Según refirió el señor Petsa, el asentamiento de los awajún en el Santiago fue el resultado de uno de estos raptos de guerra que evolucionó en una relación de alianza consolidada en el tiempo. Sus palabras lograron apaciguar las tensiones iniciales, llegando a provocar incluso que los awajún presentes en la reunión afirmaran poseer ellos también ‘sangre de los dos pueblos’. Así, en nombre de la defensa de sus respectivos territorios, todos los líderes presentes reivindicaron la unión entre los dos pueblos y, finalmente, se aceptó por unanimidad la propuesta de declarar toda la cuenca del Santiago como parte del territorio integral wampis, en el pleno respeto de los derechos territoriales de las comunidades awajún ubicadas en la cuenca del Santiago.

De esta manera, vemos hasta qué punto las ‘antiguas guerras’ expresaban y renovaban una identidad común que podía incluso resultar en la alianza y la cosubstancialidad real de estos grupos enemigos. A través del actuar de los antiguos waimako, en una época en la que los contactos con los apach empezaban a ser cada vez más intensos y coercitivos, podemos ver reflejado cómo los wampis y los awajún establecieron una estrategia política común cuyo objetivo principal es el mantenimiento de un fuerte control territorial. El proceso de autodefinición de Territorios Integrales Indígenas, lejos de crear artificiosas limitaciones entre grupos étnicos vecinos, estaría entonces renovando una alianza que llevaría más de medio siglo.

LA FRONTERA CON EL APACH: ENTRE LA APROPIACIÓN Y EL RECHAZO

La complejidad socioterritorial de las agrupaciones awajún y wampis no podría comprenderse claramente sin analizar también las relaciones que ha establecido con la sociedad colonial y envolvente el heterogéneo mundo de los apach. Con este término se designa generalmente tanto a los habitantes no indígenas de la región descendientes de comerciantes hispanohablantes, migrantes andinos o costeños, como a los peruanos y los ‘gringos’ que llegan periódicamente a su territorio con el objetivo de realizar negocios, proyectos de desarrollo, estudios, obras de infraestructura, actividades extractivas, etc. Ahora bien, como evidencia Greene (2009, p. 81), el término apach implicaría una ambigüedad relacional. Desde un punto de vista puramente etimológico, es una forma referencial y respetuosa para dirigirse a los ancianos, pero cuando se utiliza para referirse a los foráneos suele denotar distanciamiento y desconfianza. La combinación de ambas acepciones expresaría bien la relación oscilante entre la acogida, la apropiación y el rechazo que los jíbaros —y los amerindios en general— tienen hacia los viejos y nuevos conquistadores.

Para ambos pueblos, el largo y tenso proceso de contacto y los sucesivos intentos de conquista, colonización y expansión apach han terminado conformando una historia de relaciones fluctuantes entre la negociación, el intercambio y el rechazo, en el que se sucedían protestas, ataques y rebeliones. El apach, de esta forma, no solo resulta un extraño en el sentido de la cosubstancialidad y el parentesco generalizado característico de cada conjunto jíbaro18, sino que también se coloca dentro de un sistema de relación jerárquico en la posición de dominación económica o política. Sin embargo, frente a esta permanente amenaza de ‘captura’ y ‘depredación’ de la sociedad colonial, los pueblos awajún y wampis han sido capaces de establecer alianzas cuya escala —aunque dependerá de la dimensión del conflicto— ha llegado incluso a alcanzar una articulación interétnica.

A continuación haremos un breve repaso por los episodios históricos más significativos de estos procesos de coalición interétnica, en los que se manifiesta la continuidad de las dinámicas relacionales con la sociedad apach que llegan hasta el día de hoy. Destacaremos, asimismo, que la memoria colectiva de estos procesos de alianza militar, tal y como hemos visto en el anterior capítulo, está jugando un rol importante en la conformación de los ‘territorios integrales’ de estos pueblos vecinos.

El primer episodio nos remonta a la época de la Conquista. Si en los momentos iniciales las poblaciones indígenas del Alto Marañón aceptaron colaborar con los conquistadores en la extracción de oro fluvial con el fin de obtener herramientas como hachas y machetes, en seguida las condiciones de trabajo inhumanas, la proliferación de epidemias, los castigos y la ‘caza del indio’ obligarían a los grupos jíbaros a plantearse la huida a zonas inaccesibles de la selva y, desde allí, organizar la resistencia frente a los conquistadores (Taylor, 1988; Santos Granero, 1992).

El antropólogo Santos Granero, al analizar el proceso de resistencia en el Alto Marañón durante los siglos XV y XVIII, distingue una primera fase de ‘luchas defensivas’ de los grupos locales y una segunda fase de ‘confederaciones militares interétnicas’ de gran magnitud, entre las que menciona, como uno de sus principales ejemplos, el «gran levantamiento jíbaro» de 1579-1599, que culminaría con la destrucción de los principales poblados coloniales de la región (1992, pp. 212-214).

Según él, este levantamiento tomaría la forma de «un estado de guerra permanente […] que resultó de la concertación de voluntades de una serie de líderes locales, que en conjunto lograban movilizar contingentes de hasta quinientos a mil guerreros. Esta concertación tenía probablemente un carácter temporal y terminaba una vez cumplido el objetivo militar perseguido» (1992, p. 219). Tras una serie de ataques coordinados y generalizados, los jíbaros pudieron cerrar el tránsito de los conquistadores en buena parte de su territorio, lo que daría lugar a la creación de una ‘frontera de guerra’ que duraría hasta los siglos XVIII y XIX. En esa época se sucedieron ataques esporádicos de los jíbaros a misiones y poblados cristianos, e intentos frustrados de pacificación y evangelización de las autoridades coloniales.

Ya en el siglo XIX, con el auge del caucho, se produjeron nuevos flujos significativos de población hispanohablante hacia el Alto Marañón. Se trataba, sobre todo, de comerciantes de jebe, pieles de animales y otros productos forestales, que igualmente fueron vistos en un principio por los pobladores indígenas como potenciales socios de intercambio y una oportunidad para asegurarse fuentes de aprovisionamiento de los ya codiciados productos de los apach. Así, al principio los caucheros establecieron con los indígenas relaciones de alianza (casándose con las hijas de los ‘hombres fuertes’ de cada cuenca) e intercambio (productos manufacturados por bolas de jebe). Sin embargo, estas relaciones se basaban en intercambios desiguales, ligados al sistema de deuda por enganche o de peonaje. Esto, sumado a la progresiva implantación de formas de control social (autoridades militares y religiosas), degeneraría en abusos cada vez más frecuentes y generalizados, creando así las condiciones para otra sublevación.

Si bien la memoria de estos eventos sigue viva en las narraciones orales de los ancianos awajún y wampis del alto Marañón, la única publicación hasta la actualidad acerca de este levantamiento es la del jesuita Guallart (1990). El autor ubica estos eventos entre 1905 y 1915, a través de una serie de relatos de ataques contra los patrones caucheros y sus gendarmes que fueron coordinados por los ‘hombres fuertes’ de las diferentes cuencas hidrográficas de la región: Marañón, Cenepa, Chiriaco, Nieva, Santiago y Morona. Su relato coincide parcialmente con lo escrito por el líder awajún Gil Inoach, en un texto aún no publicado19. En ambas narraciones se pueden ver claramente dos dimensiones interrelacionadas en el proceso de movilización para expulsar a los caucheros del territorio de ambos pueblos: el rol de los líderes militares indígenas en la organización de los ataques coordinados a los puestos caucheros, y la articulación socioterritorial interétnica y regional en función de una escala de cuenca hidrográfica20.

Asimismo, tanto Guallart como Inoach hablan de un período de fuertes conflictos al interior de las coaliciones indígenas inmediatamente después de la expulsión de la mayoría de los patrones caucheros. Tales conflictos entre grupos se originaron tanto por factores endógenos —es decir, antiguos rencores y venganzas no cumplidas, acusaciones de brujería, rivalidades entre guerreros— como por el impulso de los agentes externos, interesados en retomar el control económico de la región. Así, los patrones sobrevivientes, junto a los militares, fomentaron el tradicional faccionalismo de los jíbaros armando a los grupos para que se pelearan entre ellos, nombrando autoridades indígenas para pacificar la región y comisionando operaciones de represalia sobre aquellos ‘hombres fuertes’ que continuaban oponiéndose a su presencia. Pasados algunos años, nuevos comerciantes de jebes y pieles lograron instalarse en la región, principalmente por la necesidad de la población de tener fuentes de aprovisionamiento de armas, herramientas y objetos de los apach (Guallart, 1990).

Es en este marco donde debemos ubicar la progresiva escolarización de la población de la población awajún y wampis, impulsada en la década de 1950 por jesuitas y evangelistas. Según los testimonios de los ancianos del Santiago y el Cenepa, acudir a las escuelas fue en gran parte una elección estratégica de los jefes de familia en su intento por aprender herramientas (fundamentalmente castellano y matemáticas) que les pudieran servir para instaurar relaciones más igualitarias con el resto de la sociedad peruana, representada en ese entonces por los militares y los comerciantes. Así, la aceptación de las escuelas puede ser interpretada como una forma de apropiación de una fuente de poder externa: «la lengua del enemigo»21, que terminó dotando de nuevas formas de agencia a los pobladores awajún y wampis.

De esta manera, en 1977 se creó el Consejo Aguaruna Huambisa (CAH), el cual representaría un papel central en los procesos de apropiación de herramientas legales y organizativas para sus propios fines. El objetivo de su nacimiento fue la articulación de los diversos grupos locales en torno a la idea común de la ‘defensa de los territorios’ de ambos pueblos, frente a los progresivos procesos de colonización por agricultores migrantes llegados en su mayoría de la sierra y la costa, y al fuerte interés por explotar sus territorios que empezaban a mostrar las empresas transnacionales. Y, como señala Greene, también hay que ubicar este proceso en un marco nacional e internacional de ‘indigenidad emergente’ que involucraría a una gran heterogeneidad de actores tanto nacionales como internacionales: misioneros españoles y norteamericanos, militares nacionalistas e indigenistas, cooperantes europeos de izquierda, ambientalistas, agencias de desarrollo y ONG. Sin embargo fueron los grupos y líderes locales, así como los profesores bilingües awajún y wampis, los que dieron vida y protagonizaron este proceso organizativo y de reivindicación de derechos.

El CAH se organizó bajo una forma federativa que se fundaba en la reunión asamblearia de los representantes de las comunidades de las principales cuencas, una forma de ‘democracia directa’ análoga a la que rigen las relaciones políticas al interior de la comunidad. Sin embargo, a finales de la década de 1980 comenzaría a fragmentarse en una serie de organizaciones locales. Las diversas cuencas empiezan a crear sus propias organizaciones, principalmente por la necesidad de autonomía de los grupos locales aliados en cuencas y subcuencas hidrográficas.

De ese modo, en la actualidad encontramos más de veinte federaciones de comunidades entre los awajún y wampis. Sin embargo, no estamos de acuerdo con Shane Greene cuando considera que «el simple número de organizaciones, [...] para una población indígena relativamente pequeña es asombroso [...]. Es una señal y síntoma claro de la incorporación de aguarunía a la hegemonía de la taquigrafía burocrática practicada por los Estados-Nación, las ONG y las grandes corporaciones» (Greene, 2009, p. 228). Si bien existe una clara apropiación de las herramientas legales y administrativas por parte de los awajún y wampis, nos parece que el gran número de organizaciones que hay actualmente debería entenderse también a la luz de la dinámica oscilante entre la autonomía local y la integración socioterritorial.

En este sentido, la necesidad de integración de grupos, comunidades y organizaciones volvió a manifestarse durante las protestas amazónicas de 2008 y 2009. Según el Informe de la Comisión en Minoría para investigar y analizar los sucesos de Bagua:

[…] la particularidad de esta movilización consistió en que, para promover la unidad y asegurar un mayor control de los líderes, los manifestantes organizados en comités o grupos comunales acordaron formar un comité de lucha por encima, sin supeditarse a las estructuras organizativas. De ahí que a la cabeza de los comités formados no estuvieran sus dirigentes» (Manacés y Gómez, 2010, p. 48).

A medida que se fueron sumando todas las cuencas a la movilización, incluidas las comunidades awajún de Cajamarca, se conformaban comités comunales y distritales. Finalmente, se acordó establecer un nuevo comité (general), bajo el nombre de «Comité de Lucha de los Pueblos Jíbaros».

Sin embargo, después de la derogación de los decretos, el gobierno peruano y las empresas extractivas implementaron una política claramente orientada a dividir el movimiento indígena amazónico a escala tanto nacional como local. Tal estrategia de seducción y captación de líderes, grupos locales, comunidades y federaciones se viene produciendo a través de ofertas de dinero, objetos, becas escolares y servicios, y al mismo tiempo se complementa con un claro intento de criminalización y aislamiento de los individuos y grupos que se mantienen firmes en la oposición a las empresas extractivas (Barclay, 2012). Tal y como en la época del caucho, los logros parciales de esta política de divisionismo deben ser interpretados, por un lado, a la luz de las dinámicas sociológicas internas awajún y wampis, y por el otro, a partir de una situación de mayor dependencia de estas sociedades.

En conclusión, la frontera entre los apach y los awajún y wampis de la selva alta es el producto de una relación de quinientos años fundada en dos procesos diferentes y convergentes de alterización. Por un lado, y parafraseando al filósofo Enrique Dussel, la sociedad estatal y capitalista, desde sus orígenes, incluye dialécticamente (de una forma violenta y práctica) al Otro como parte de lo Mismo, siendo así sistemáticamente negado como Otro, y forzándolo a incorporarse a la Totalidad dominadora como un simple instrumento (Dussel, 1994, p. 41). Como hemos visto, esta forma de inclusión que convierte en inferior al Otro resulta de un proceso inicial de seducción cuyo objetivo final es la dependencia económica y política del sujeto colonizado. Y por otra parte, aunque los awajún y wampis han demostrado a lo largo de la historia una fuerte atracción en la apropiación de las herramientas del Otro colonial (hachas, machetes, escopetas, ropa, y más recientemente escritura, idioma, derechos y formas organizativas), no por ello se han asimilado o sometido totalmente ni al Estado ni al mercado. De hecho, en determinados momentos críticos de esta historia de relación, esta voluntad de preservación de lo Mismo llega a expresarse en el alejamiento o el rechazo violento del Otro, un «dualismo en desequilibrio» (Levi-Strauss, 1991) claramente reflejado en la mitología de estos pueblos22.

Finalmente, nos parece importante subrayar que las dinámicas del conflicto activan una lógica análoga a la de las ‘sociedades segmentarias’ de otras regiones del mundo, pese a la ausencia de linajes y principios de filiación unilinear. En las sublevaciones generalizadas contra los apach, los segmentos socioterritoriales jíbaros (grupos locales, subcuencas, y cuencas hidrográficas, conjuntos étnicos) se movilizan como unidades para integrar conjuntos más amplios. Estas confederaciones coyunturales tendrían como objetivo la preservación de la autonomía político-territorial del conjunto frente a lo que es percibido colectivamente como un enemigo común y externo. Fuera de este objetivo, nada impide que estos segmentos regresen a un estado de autonomía y hasta de faccionalismo recíproco.

A MODO DE CONCLUSIÓN

La propuesta de territorios integrales indígena, iniciada por la organización regional Corpi-Loreto, ha impulsado un inédito proceso de autodeterminación territorial en el Perú que rápidamente ha traspasado las fronteras de la región de donde partió, discutiendo así la propia configuración administrativa del Estado-Nación.

Al no poseer un concepto rígido y estático de límites territoriales sino entender las fronteras más como una relación social que como una delimitación geográfica, la visión territorial de los awajún y wampis suele construir dinámicas de inclusión y exclusión como algo flexible y ambivalente. Sin embargo, desde la llegada de los conquistadores y los primeros intentos de colonización, las poblaciones jíbaras que se opusieron empezaron a responder a la conquista con una frontera más rígida frente a ese extranjero extremo y sumamente peligroso que era el europeo. Sería ya en el siglo XX, sobre todo desde la entrada en vigor de la Ley de Comunidades Nativas, cuando la lógica de la demarcación se constituyó como una importante herramienta de defensa territorial frente a la presión constante de sucesivos frentes expansivos nacionales y globales, lo que ha provocado un proceso de familiarización con la idea de límites territoriales demarcados.

Hoy, con el reconocimiento internacional del derecho a la libre determinación de los pueblos indígenas, la integración de las comunidades en un solo espacio regional sobre la base de una misma filiación étnica expresa una necesidad vital en el actual contexto de depredación extractivista transnacional23, al mismo tiempo que una reivindicación histórica. De esta manera, el hecho de tener que ‘objetivar’ su compleja vinculación con un territorio social, cartografiándolo y trazando fronteras étnicas de manera concordada con los pueblos cercanos, hace que los pueblos awajún y wampis, entre otros, parezcan estar acercándose cada vez más a la noción de nación24.

Según Benedict Anderson, la nación sería «una comunidad política imaginada como inherentemente limitada y soberana» (Anderson, 1993, p. 23). Esto es, formada por una unidad y cohesión territorial y una sola totalidad suprapolítica social: el Estado-Nación. Los Estados modernos reclaman así su derecho exclusivo sobre el territorio y se imaginan a sí mismos como «grandes familias» (Grimson, 2000) que se sitúan por encima del resto de familias, parentescos y relaciones que habitan los territorios, y sobre las que pueden ejercer un poder coercitivo basado en una idea trascendental. Sin embargo, esta idea, como hemos visto, difiere bastante de las dinámicas socioterritoriales y políticas de los pueblos awajún y wampis.

En términos generales, podemos decir que lo que produce y reproduce la existencia de los grupos socioterritoriales sería una doble dinámica de conflicto e intercambio, que partiendo desde un nivel microlocal (el grupo local) llega hasta un nivel sociológicamente más amplio (conjunto étnico), pasando por el nivel intermedio de cuenca. Pero este proceso de articulación entre las diversas escalas se produce sin que exista una completa subordinación de unas sobre las otras, pues en cada nivel se guarda un alto grado de autonomía. Por tanto, a la hora de hablar de territorios integrales —y por lo tanto de representatividad y gobernanza territorial—, resulta fundamental considerar la tensión estructural entre estos dos polos: el valor de la autonomía de cada núcleo doméstico y de cada grupo y la articulación en un conjunto sociológico mucho más amplio, particularmente frente a aquello que se percibe como una amenaza colectiva. Esta dialéctica se pone de manifiesto en las fuerzas centrípetas de las alianzas políticas y las centrífugas de los procesos de faccionalismo.

De este modo, el equilibrio —siempre por conquistarse— entre la dualidad de lo local y de lo global nos recuerda algunas de las conclusiones de Pierre Clastres con relación a la continua recreación y multiplicación de la realidad social que llevan a cabo estos pueblos y que los convertiría en «sociedades contra el uno, contra el Estado» (Clastres, 1978). Así, las dinámicas socioterritoriales analizadas vienen a incidir en cierta imposibilidad para la creación y concentración de un poder externo de subordinación de los grupos a una totalidad. La escisión de grupos sociopolíticos puede verse así como una forma de control social en el que la hegemonía termina siendo expresada en función de finalidades locales, puesto que, después de un proceso de integración ante una amenaza común, los grupos locales vuelven a reclamar de nuevo una mayor autonomía y control territorial. Y la integración de los grupos en un solo territorio integral oficialmente reconocido no tiene por qué implicar la concentración de la autoridad de decisión en las manos de un grupo de delegados, sino que correspondería más bien a una confederación de grupos relativamente autónomos y organizados geográficamente según la red hidrográfica.

En el contexto actual, y frente a los fuertes intereses y presiones económicas en la Amazonía peruana, los pueblos indígenas se ven abocados a buscar nuevas formas de autogobernanza, acordes con sus dinámicas socioterritoriales y con la preservación de los medios de subsistencia de la población. El reto que tienen, por tanto —y del que participa directamente la construcción de territorios integrales— sería el de llevar a cabo la articulación para la defensa y el pleno disfrute de su territorio, sin llegar a convertirse en «un germen de la trascendencia, es decir, una base de poder, un símbolo del Estado» (Viveiros de Castro, 2011, p. 907, traducción nuestra). Si finalmente ocurriera esto último, creemos, sería otorgar una gran ventaja para su posible captura y asimilación a los poderosos agentes económicos y políticos que amenazan la misma existencia de los pueblos indígenas.

 

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  1. Nuestros abuelos / Comenzando por Nieva / han luchado y luchado / Hasta llegar a la topa que se divide en dos / Hoy llamada Bagua / Hasta allí llegaron / Hasta allá estaban terminando / Hasta Jaén estaban terminando / Los antiguos lo hicieron / En el lugar llamado Kasamarca / Hasta allí llegaron / Por qué tener miedo / Por qué tener miedo / Somos hijos de valientes / Somos nietos de waimako / Hermanitos les invito a ustedes / Luchemos por nuestro territorio (traducción nuestra).

  2. Según el Directorio de Comunidades Nativas, en el Perú existen 194 comunidades awajún y 23 comunidades wampis, sin contar anexos, ni comunidades por inscribir y/o titular (IBC, 2012), además de las reservas comunales Tunta Nain y Chayu Nain.

  3. Sin embargo, en varias ocasiones los intentos de expansión de los colonos dentro de las comunidades nativas awajún y wampis han provocado diversos conflictos, como el de la comunidad de Naranjos en el año 1997, donde los awajún reaccionaron violentamente a la invasión de sus tierras, después de que sus intentos por hacer valer sus derechos territoriales fueran ignorados por las autoridades gubernamentales. En el caso de las comunidades de la región del Alto Mayo (San Martín), los awajún optaron por parcelar y alquilar sus tierras a los agricultores colonos, perdiendo paulatinamente el control sobre ellas. Finalmente, cabe señalar que dentro de los territorios awajún y wampis existen centros poblados mestizos que siguen constituyendo polos de migración de comerciantes, trabajadores y agricultores originarios de otras regiones, y que mantienen relaciones económicas y políticas tensas con las comunidades nativas circundantes.

  4. El trabajo de autodefinición territorial y el pedido de reconocimiento legal de los territorios integrales se organizan en tres etapas. La primera es el trabajo cartográfico, realizado por un equipo indígena, para establecer la extensión territorial de cada pueblo, lo que implica una serie de acuerdos previos entre las comunidades y las organizaciones de los pueblos que comparten ciertos territorios de frontera; la segunda etapa está constituida por el informe antropológico, y la tercera es un informe jurídico, que a partir del material elaborado en las dos etapas anteriores sirve para sustentar la titularidad del pueblo indígena sobre este territorio, en el marco de los derechos reconocidos internacionalmente.

  5. Solo el territorio integral awajún tendría una extensión de cerca de 35 000 km2 y abarcaría cuatro departamentos del Perú: Cajamarca, Amazonas, San Martín y Loreto. Además, debemos tener en cuenta que al interior de este gran espacio territorial, así como también en el del pueblo wampis, existen ciudades y centros poblados de diversa magnitud que, en conjunto, son habitados por una gran heterogeneidad de pobladores, muchos de ellos no indígenas. Sin querer entrar en detalles, nos gustaría señalar cómo las organizaciones indígenas involucradas en la conformación de los territorios integrales se debaten entre considerar estos espacios como ‘islas’ al interior de sus territorios, donde habitan indígenas y no indígenas, y a las que denominan ‘territorios multiétnicos’, o bien como parte integrante de sus territorios, pero respetando el pleno ejercicio de los derechos adquiridos por sus actuales habitantes.

  6. Sin embargo, como demuestra Taylor, la endogamia dentro de estos ‘nexos’ no era total y el matrimonio se fundamentaba también en una serie de manipulaciones y variaciones que «la estructura interna puede tolerar sin romperse» (1985, p. 105).

  7. Hay que tener en cuenta que la propia conformación social basada en el conflicto ejerce también como un límite para la acumulación de alianzas políticas, y tal y como se consiguen se pueden volver a perder (Mader, 1999).

  8. Uno de estos testimonios, por ejemplo, nos habló de largos viajes entre el Alto Comaina y el río Nieva para convocar a los aliados en los conflictos intergrupales.

  9. Desde un punto de vista ecológico-material, el nuevo patrón de asentamiento que representaban las comunidades, unido a un mayor involucramiento en la economía de mercado, y el boom demográfico registrado en las últimas décadas, han supuesto para una parte de los pobladores graves consecuencias: una drástica reducción de animales de caza y especies de recolección y una cada vez menor disponibilidad de suelos para la horticultura, escenarios negativos ya previstos por Descola hace más de tres décadas (1981, 1983). Además, en las comunidades awajún y wampis más pobladas se han registrado tasas alarmantes de desnutrición, algo impensable hace treinta años (Berlin y Berlin, 1979). Para más información sobre los problemas que ha representado la creación de comunidades, mirar el texto de Surrallés y García Hierro (2009) y el reciente artículo de García Hierro (2012).

  10. Tales datos se encuentran confirmados por una encuesta realizada por Simone Garra en 2013 en tres comunidades awajún con una población de trescientos a quinientos habitantes. Los datos de la encuesta arrojan el resultado de un 70% de matrimonios entre individuos pertenecientes a la misma comunidad cuyos padres se trataba de ‘cuñados clasificatorios’ (saig).

  11. Esto no quiere decir que casarse fuera de la comunidad comporte necesariamente un peligro. Además, las dinámicas de acusaciones de brujería tienen que ver con una multiplicidad de factores que trascienden los objetivos del presente trabajo.

  12. A pesar de ser conscientes de la importancia de la frontera nacional que divide Perú y Ecuador y de sus repercusiones en las dinámicas de relaciones entre los awajún y wampis peruanos, por un lado, y los shuar ecuatorianos, por otro, su inclusión en el análisis excede las dimensiones de este artículo. Sirva, no obstante, comentar que, por contraste, la frontera nacional ha supuesto y supone un límite mayor que el contacto interétnico, aunque no insalvable, dado que a pesar del conflicto entre ambos países durante casi cinco décadas se han venido dando relaciones transfronterizas, sobre todo entre los wampis y los shuar, que se sienten parte de un conjunto étnico común.

  13. Por ejemplo, el idioma hablado por los wampis del curso medio del río Santiago se asemeja en parte al idioma awajún del Marañón y no coincide exactamente con el de los wampis más cercanos de la frontera con Ecuador, que a su vez no difiere del idioma de los shuar ecuatorianos de Morona-Santiago. Entre los awajún también encontramos diferencias dialectales debido a la extensión de su territorio, por ejemplo entre los chapi shiwag de los ríos Potro, Apaga y Cahuapanas, los de Alto Marañón y los de Cenepa.

  14. Sobre la inclusión de los grupos candoshi y shapra al interior de este conjunto, existe cierto debate por las marcadas diferencias idiomáticas que existen entre estos grupos y los que hemos mencionado arriba. Algunos investigadores, como Surrallés (2007), aceptan la hipótesis sobre el origen común de los idiomas jíbaro-candoa e incluyen a los candoshi y shapra entre los jíbaros por las continuidades culturales que existen entre estos grupos y su participación en un conjunto de dinámicas sociales interétnicas de escala regional.

  15. Los awajún de la parte alta de la cuenca del Cenepa, y principalmente aquellos asentados en el Alto Numpatkain y el Alto Comaina, por las quebradas Shámata, Achuim, Teisha y Kanam (Kanampa), estaban involucrados en este tipo de enfrentamiento con los shuar de las pendientes occidentales de la Cordillera del Cóndor. Asimismo, este tipo de conflicto se dio entre los vecinos wampis y awajún, y sobre todo, entre los grupos asentados en las dos laderas de los cerros de Tunta Nain, entre la cuenca del río Cenepa y la cuenca del Santiago, y más al norte entre los awajún de los afluentes izquierdos del Alto Cenepa y los wampis de los ríos Ayambis, Chinganaza y Cashpa.

  16. En el Cenepa recogimos varios relatos que refieren de enfrentamientos de este tipo entre grupos awajún, donde una de las partes había convocado a sus aliados wampis.

  17. En el bajo Santiago encontramos algunas comunidades awajún y otras comunidades mixtas awajún-wampis. En términos generales, al sur de la comunidad de Yutupis hay una mayoría de población awajún, mientras que toda la parte norte de la cuenca del Santiago, hasta la frontera con Ecuador, está ocupada por los wampis.

  18. Si bien, como refiere Greene (2009, p. 83) para el caso de los awajún, con el paso de las generaciones y la corresidencia continuada, los apach pueden llegar a ser considerados como awajunmagau, literalmente «vueltos awajún». Y un mismo procedimiento equivale para los wampis. Actualmente podemos encontrar en ambos pueblos varias de estas personas, asimiladas a la vida comunitaria, que provienen de matrimonios mixtos originados en la época del caucho o, más recientemente, de matrimonios con migrantes andinos y costeños.

  19. Gil Inoach, documento basado en una entrevista realizada en 2004 a Walter Cuñachi de la comunidad de Nazareth.

  20. El documento de Inoach refiere los nombres de algunos de estos ‘líderes de cuenca’: teets en el río Buchigkis (actualmente Chiriaco), tukup en el río Nieva, sejekam en el Cenepa y wampis sharian en el Kanus (Santiago).

  21. Además, Greene (2009) menciona que la castellanización y la alfabetización resultaron fundamentales para acceder con mayor facilidad a muchos objetos de los apach.

  22. Uno de los autores (Garra, 2012) propone una interpretación de este tipo del mito jíbaro de Kumpanam y Apajuí. Efectivamente, este mito se ha venido revitalizando en un momento de fuerte confrontación entre los awajún del Cenepa, por un lado, y la empresa minera Dorato-Afrodita y el Estado, por el otro, enfatizándose un dualismo que tiende al rechazo y al alejamiento del Otro.

  23. Nos gustaría subrayar que una de las estrategias que usan sistemáticamente las empresas multinacionales de extracción en su afán por hacerse con el control de territorios consiste en la búsqueda de acuerdos individuales con líderes y comunidades sobre proyectos que terminan afectando a una extensión mayor de colectivos. Esto contribuye a la necesidad de un mayor control colectivo sobre la integralidad del territorio por los pueblos indígenas.

  24. Es interesante señalar que, en Ecuador, el pueblo shuar está reivindicando una identidad de nación, en el marco regional de un complejo proceso de conformación de Estados plurinacionales. En el Perú, donde recientemente se está empezando a reconocer la figura jurídica de pueblos indígenas, la idea de Estado plurinacional parece aún muy lejana.