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Anthropologica

versión impresa ISSN 0254-9212

Anthropologica vol.36 no.41 Lima jul./dic 2018

http://dx.doi.org/10.18800/anthropologica.201802.003 

ACTIVISMO

 

Etnografía comprometida en contextos de conflicto armado: lecciones de Bellavista - Bojayá - Chocó y Bahía Málaga - Valle del Cauca - Colombia*

Engaged ethnography in contexts of armed conflict: lessons from Bellavista -Bojayá -Chocó and Bahía Málaga -Valle del Cauca -Colombia

 

María Eugenia Velásquez Prestán1, Natalia Escobar García2, Aurora Vergara Figueroa3

1 Lideresa comunitaria, Bellavista - Bojayá. maevepre08@gmail.com.
2 Universidad Icesi, Colombia. naties26@gmail.com.
3 Centro de Estudios Afrodiaspóricos (CEAF) Universidad Icesi, Colombia. avergara@icesi.edu.co.

 


RESUMEN

El propósito de este artículo es responder a la pregunta acerca de qué implica realizar una etnografía comprometida en contextos de conflicto armado. Las autoras describen sus experiencias etnográficas de casi una década en las comunidades de Bellavista, cabecera y Bahía Málaga - Valle del Cauca, en Colombia. En el artículo se concluye que una etnografía comprometida, en contextos de conflicto armado, debería ser colaborativa, desarrollando relaciones de largo plazo con las comunidades en las que se trabaja.

Palabras clave: Bellavista, Bojayá, Bahía Málaga, etnografía comprometida, etnografía activista, etnografía colaborativa.

 


ABSTRACT

In this article, we reflect upon the question of what does it entail to conduct engaged ethnography in contexts of armed conflict. We describe our ethnographic experiences in Bellavista - Bojayá Chocó and Bahía Málaga - Valle del Cauca in Colombia. Our main conclusion is that engaged ethnography, in contexts of armed conflict, ought to be collaborative developing long-term relationships with the communities in which we work.

Keywords: Bellavista, Bojayá, Bahía Málaga, engaged Ethnography, activist Ethnography, collaborative Ethnography.

 


INTRODUCCIÓN

 

Al llegar a una comunidad hay que hacerse conocer, hay que hacer escuela.
De primas a primeras no se puede esperar que la comunidad entregue información.
Deben hacerse conocer primero.
No es suficiente llegar con chalecos de instituciones
pensando que ya con eso pueden tener lo que necesitan.
Además, es necesario que no lleguen con esas palabras de gente estudiao’,
frases técnicas que nadie entiende
.
También, deben entender que entrevistar a las personas por teléfono
porque alguien conocido le dio el contacto no funciona.
Allí es donde menos información van a conseguir.
Deben acordar con las personas el lugar y el momento para entrevistarlas.
Hay momentos en que en cualquier lugar quieren sacarle información a uno.
En algunos casos, no investigan sobre lo que la persona espera y necesita.
Lo otro es que den a conocer a la gente lo que escriben sobre uno.
Deberían hasta consultar si uno quiere que
el nombre y la foto de uno salgan en lo que van a escribir y publicar.
Deben tener ética en todas sus investigaciones.

María Eugenia Velásquez

 

En las ciencias sociales se ha sostenido por décadas el argumento de la supuesta distancia requerida entre quien produce conocimiento y las comunidades a las que se conoce. Por esa razón, en ocasiones se refieren a estas como objetos de investigación o informantes y, por consiguiente, se defiende la concepción medieval de la objetividad como la forma correcta de desarrollar un proyecto de investigación. Todo aquel que se desvíe de esta postura —hoy clásica— de producción de conocimiento es etiquetado como militante y activista, y en consecuencia se considera que tiene menor rigurosidad académica. Investigar en contextos en los que el conflicto armado ha dejado impactos negativos de largo plazo puede ofrecer pistas para pensar los matices que pueden existir en lo que parecen dos polos de producción de conocimiento.

Escribimos este artículo a tres voces porque consideramos necesario reflexionar críticamente sobre las prácticas de investigación en comunidades que han pasado por situaciones de violencia política y económica. El nodo de nuestro análisis es la responsabilidad que se adquiere con las personas, las comunidades y los territorios a los que nos aproximamos para obtener información. Empezamos con una reflexión que hace María Eugenia, teóloga y lideresa de Bellavista -Bojayá, sobre la pertinencia de las investigaciones etnográficas y cómo llegar a la comunidad. Describimos nuestras experiencias etnográficas de casi una década en las comunidades de Bellavista, cabecera municipal del municipio de Bojayá, en el departamento del Chocó y Bahía Málaga - Valle del Cauca, en Colombia. Ambos casos son muy representativos e ilustran las reflexiones que María Eugenia hace sobre nuestro quehacer.

El presente artículo está estructurado en cuatro secciones. Primero, analizamos algunas concepciones de etnografía sentipensante, colaborativa, militante, comprometida y activista. En la segunda sección, a través del relato de María Eugenia y Aurora, se describe el contexto de la masacre ocurrida el 2 de mayo de 2002 en Bellavista y las maneras en las que se han tejido procesos de investigación en esta comunidad. En la tercera sección se analizan las experiencias de trabajo de campo de Natalia en Bahía Málaga. En la cuarta sección se presentan las reflexiones finales. El texto está escrito a tres voces. En ocasiones, el lector y la lectora encontrarán narraciones en primera persona para hacer referencia a hechos vividos por alguna de nosotras y en la tercera persona del plural para enunciar nuestras reflexiones colectivas.

APUNTES PARA PENSAR LA ETNOGRAFÍA, EL ACTIVISMO Y EL COMPROMISO

Desde su aparición, la etnografía ha sido una herramienta que ha permitido a los investigadores conocer comunidades y formas de vida distintas. Sin embargo, aquellos considerados informantes, que con curiosidad aportaron al conocimiento y el trabajo de los investigadores, en muchas ocasiones quedaron silenciados en las etnografías finales1. En etnografías clásicas ampliamente conocidas muchos científicos sociales obviaron el trabajo de aquellas personas que forman parte del campo de investigación que sustenta sus trabajos. Aunque esta práctica se ha mantenido, nuevas generaciones de investigadoras e investigadores han empezado a pensar en la importancia y la necesidad de llevar a cabo investigaciones etnográficas comprometidas con las historias y las realidades de los pueblos en las que se realizan. Esta intersección entre etnografía, activismo y compromiso ha sido nombrada de múltiples maneras: etnografía sentipensante, militante, comprometida, activista, colaborativa y reflexiva. A continuación presentamos algunas conceptualizaciones destacadas.

En 1979, Fals Borda propuso una sociología sentipensante. Con la crisis de la sociología, planteó la importancia de transformar la manera en que se llevan a cabo investigaciones en las ciencias sociales. Argumentó la necesidad de estudiar las realidades sociales para transformarlas, a través del compromiso que adquirimos como investigadores. Este compromiso surge de la necesidad de dejar de lado la idea de la objetividad científica para actuar por la sociedad de la que las ciencias sociales forman parte. Para el autor, hacer investigación comprometida implica ir más allá de la observación en campo: es dialogar con el territorio, reconocer el conocimiento de campesinos, obreros y trabajadores de los territorios que visitamos. Este diálogo es abierto, sincero, e implica la revisión constante y la autorización expresa del uso de la información recolectada. «Esta relación "dialógica" reduce la brecha entre el sujeto y objeto de la investigación» (2009, p. 295).

Donna Haraway (1988) propuso una perspectiva feminista de producción de conocimiento situado. Ella plantea que es necesario que el objeto del conocimiento sea reconocido como sujeto y agente y no como un recurso de información; requiere el diálogo abierto que comparta el conocimiento de ambas partes, desprendiéndonos de la idea de la agencia única del investigador y su conocimiento «objetivo» (p. 592).

Siguiendo la línea analítica de Fals Borda, el trabajo de Scheper-Hughes (1995) ofrece un aporte a esta manera de hacer etnografía, poniendo en el debate la posicionalidad que como antropólogos y antropólogas debemos asumir. Así, podemos pasar de ser observadores a tener un papel más activo: el de testigos. La autora propone dejar la relación de patrón - subordinado (en el antiguo sentido colonialista), para ser camaradas (con todas las demandas que esta palabra implica) y asumir con responsabilidad las historias y las vidas de aquellas personas que son sujetos de nuestros escritos, cuyas vidas y miserias nos proporcionan un medio de vida (p. 420).

Para que las colaboraciones funcionen, deben articularse alrededor de aspectos nodales de la vida comunitaria. Dagua, Aranda y Vasco (1998) plantean que el trabajo conjunto con y para los guambianos que dio origen a Guambianos. Hijos del arcoíris y del agua demuestra que la investigación y la publicación en coautoría son posibles, siempre que el enfoque de la investigación sea prioritario para la vida de la gente. También aseguran que el trabajo en conjunto no implica la imposibilidad de que los sujetos y sus diferencias se evidencien en el texto final, como así ocurre en el texto (p. 7).

Vincular etnografía y compromiso implica indagar críticamente por los procesos estructurales que determinan las condiciones de vida de las comunidades con las que trabajamos. Al respecto, Charles Hale (2001) sostiene que la investigación activista: a) nos ayuda a entender de mejor manera las raíces de la desigualdad, la opresión, la violencia y condiciones relacionadas del sufrimiento humano; b) se lleva a cabo en cada fase, desde su concepción hasta su diseminación, en cooperación directa con un colectivo organizado de personas que están sujetas a estas condiciones; c) es usada, en compañía con la gente en cuestión, para formular estrategias de transformación de estas condiciones y así lograr el poder necesario para hacer estas estrategias efectivas (p. 15).

López y Rivas (2005) proponen «una manera de pensar y de entender el mundo social en función de las necesidades, los intereses y las conductas específicas de los grupos marginados, explotados y colonizados del mundo» (p. 3). En este texto se expone el proyecto mexicano de la necesidad de la «muerte» del indigenismo institucional. Para esto, los autores indican que una tarea de la antropología mexicana fue dar la pelea desde los márgenes, con antropólogos comprometidos con el cambio y la responsabilidad, por la reivindicación del indigenismo, no para el control de las comunidades étnicas sino para entender la diferencia sin la estigmatización de los pueblos indígenas.

Esta conciencia crítica del entorno debe estar presente en todas las etapas de la investigación. Lassiter (2005) propone entender la etnografía colaborativa como un enfoque de la etnografía que enfatiza de manera deliberada y explícita la colaboración en todos los puntos del proceso etnográfico sin velarlo, desde la conceptualización del proyecto hasta el trabajo de campo, y especialmente a través del proceso de escritura. La etnografía colaborativa invita a los comentarios de nuestros consultores y trata de hacer ese comentario abiertamente parte del texto etnográfico a medida que se desarrolla (p. 16).

Speed (2006) argumenta que:

[…] el compromiso de la investigación activista es imprescindible y productivo. Una investigación crítica y activista puede favorecer la transformación de la disciplina, al orientar la producción del conocimiento y trabajar en la descolonización del proceso de investigación. En vez de ocultarlas, mantiene siempre presentes las tensiones y contradicciones inherentes a la antropología de los derechos humanos, se beneficia de ellas y las convierte en la parte productiva del proceso analítico y político. Finalmente, esta forma de investigación permite combinar el análisis crítico cultural con la acción política, para producir conocimiento empíricamente sustentado, teóricamente valioso y éticamente viable (p. 73).

En el contexto colombiano se han realizado avances en este sentido. Para Rappaport (2007), «la práctica etnográfica colombiana conduce con frecuencia a colaboraciones de largo plazo» (p. 199). Para la autora, la colaboración nutre el pensamiento antropológico. En este contexto, subraya que:

[…] el trabajo en colaboración consiste en algo más que escribir. Mientras que la colaboración involucra frecuentemente el tipo de coautoría promovida por Clifford, más significativo aún resulta el espacio que abre el proceso de coteorización con los grupos que estudiamos, proporcionando tanto a nuestros interlocutores como a nosotros mismos nuevas herramientas para darle sentido a las realidades contemporáneas. En otras palabras, la colaboración convierte el espacio del trabajo de campo entendido como de recolección de datos en co-conceptualización, forzándonos a trasladar el énfasis puesto en la etnografía como escritura hacia la re-conceptualización del trabajo de campo (pp. 200-201).

Consideramos que esto que propone Rappaport ocurre en el proceso de trabajo en Bellavista. En la escritura y reflexión sobre las ideas, textos y argumentos que presentamos en este artículo, el punto de vista de María Eugenia fue trascendental para decidir el sentido, el tono, el propósito y el alcance de cada sección, y para indicar las acciones futuras en esta relación de trabajo. De esta manera, como también plantea Juris (2007), la etnografía militante busca superar la división entre investigación y práctica. En lugar de generar directivas estratégicas o políticas amplias, el conocimiento etnográfico producido en colaboración tiene como objetivo facilitar la activación y la autorreflexión en curso sobre las metas, tácticas, estrategias y formas de organización del movimiento.

Shukaitis y Graeber (2007) indican que la investigación militante no es una tarea especializada, un proceso que solo involucra a aquellos que tradicionalmente se consideran como investigadores. Es una intensificación y profundización de lo político. La investigación militante parte de los entendimientos, experiencias y relaciones generadas a través de la organización como un método de acción política y una forma de conocimiento (p. 9).

Dietz, Cortéz y Selene (2010) analizan cómo la creciente penetración de los saberes científicos en los modos de vida contemporáneos disemina el conocimiento antropológico no solo en las sociedades occidentales que han generado esta disciplina, sino también en las nacientes sociedades nacionales del sur y entre los grupos estudiados por la antropología. En este contexto, las «políticas identitarias» de los actuales movimientos sociales descubren en la apropiación o reapropiación del conocimiento científico una fuente para fortalecer la identidad grupal. En el caso del estudio de los nuevos movimientos indígenas, esta autorreflexividad del actor social tiene que ser asumida y enfrentada por una antropología comprometida. Sin embargo, como dicho compromiso con el actor estudiado no implica la identificación plena con sus objetivos, la tarea de una «doble hermenéutica» amplía el estudio del actor hacia los usos que este hace del conocimiento antropológico (p. 111).

Dietz (2011) argumenta que es necesaria una etnografía reflexiva que incluya una mirada hacia la sintaxis de las estructuras del poder y que contribuya a acompañar a los actores en sus itinerarios de movilización y reivindicación discursiva. También propone una interacción vivencial y de transformación práctica que los sitúa de forma muy heterogénea entre culturas, saberes y poderes. Así, «desde esta mirada etnográfica, la diversidad como herramienta analítica y, a la vez, como un programa propositivo tiene que comenzar por reconocer y descifrar críticamente el sesgo de diferentes identidades colectivas, así como de sus reclamos y reivindicaciones discursivas» (p. 19).

Sieder (2013) indica que, prestando una atención sostenida a las perspectivas y voces de nuestros temas etnográficos, podemos contribuir a teorizar procesos de formación del Estado revelando nuevas configuraciones de gobernabilidad, trazando los efectos de diferentes fenómenos políticos y económicos en contextos específicos. Nuestro trabajo etnográfico colectivo en equipo nos invita a continuar teorizando la interlegalidad, el pluralismo jurídico, la ilegalidad y la gobernanza. Si bien los conceptos de pluralismo jurídico e interlegalidad siguen siendo centrales en nuestro análisis, he sugerido que estos solos pueden ser insuficientes para comprender el papel que desempeñan las soberanías cambiantes y fragmentadas, las ambigüedades legales y la violencia, para asegurar la gobernanza en los pueblos indígenas de América Latina hoy (p. 245).

Segato (2015) indica que la antropología siempre es militante. Al respecto escribe:

El antropólogo muchas veces debe tomar decisiones en cuanto a los procedimientos, y todas las decisiones son arbitrarias: esa elección depende del interés que tenga sobre una u otra cosa. Por lo tanto, la decisión de la elección del marco teórico, del vocabulario, las preguntas y el límite de contexto es una decisión política2.

Este artículo se une a esta conversación argumentando que la etnografía comprometida, en contextos de conflicto, debe ser colaborativa, pues implica involucrarse de manera directa con las comunidades; reflexiva, en tanto interpela las presuposiciones de las y los investigadores, dejando de lado la división investigador - investigado; audaz, en tanto implica asumir riesgos en contextos violento; camaleónica, porque obliga a las y los investigadores a encontrar estrategias que generen el menor impacto posible en las vidas de las comunidades, y perentoria, porque necesitamos visibilizar y aportar en las transformaciones de las realidades de las comunidades que nos acogen y a quienes debemos gran parte de nuestro trabajo investigativo. Por consiguiente, requiere el desarrollo de relaciones de largo plazo e investigaciones pertinentes para la comunidad en que se realizan. A continuación describimos los casos seleccionados. Nos parecen importantes, porque muestran, por un lado, una etnografía en Bellavista-Bojayá un contexto de conflicto armado, tristemente famoso por la ominosa masacre del 2 de mayo de 2002, y por otro lado, una experiencia etnográfica en Bahía Málaga que expone el cuerpo de la etnógrafa como un territorio que puede ser —y en muchas ocasiones es— violentado y se debe reconstruir a través del trabajo de campo.

La postura de Speed de producir conocimiento «empíricamente sustentado, teóricamente valioso y éticamente viable» (p. 73) es particularmente útil para pensar en retrospectiva el trabajo realizado en Bellavista y en Málaga.

Por qué Bellavista y por qué Bahía Málaga

El 2 de mayo de 2002, en un enfrentamiento entre guerrilleros del frente 57 de las FARC-EP y paramilitares del bloque Élmer Cárdenas, más de ochenta personas fueron masacradas en la parroquia de Bellavista - Bojayá. En 2018, las personas que fallecieron no han sido identificadas plenamente. Es decir, que durante dieciséis años se les ha negado el derecho a procesar el duelo de la pérdida de sus seres queridos, el derecho a saber dónde enterraron a cada quien. Dieciséis años después, cerca de 126 personas aún tienen lesiones en sus cuerpos, piezas de la pipeta que explotó en la iglesia, y en su mayoría todavía no han recibido la atención médica y psicológica necesaria. A la fecha, por lo menos ocho personas que estuvieron en la iglesia el día de la masacre han muerto de diferentes tipos de cáncer.

El municipio de Bojayá tiene, según el último censo de población, 9 941 habitantes: 58,4% afrocolombianos y 41,4% indígenas. El 95,86% de la población tiene sus necesidades básicas insatisfechas, dato que se sostiene desde 1993. El 61,4% de la población del municipio de Bojayá cambió su domicilio de residencia por amenazas a su vida, el 20,4% por dificultad para conseguir trabajo y el 10,8% por razones familiares. Solo asistieron a un establecimiento educativo formal el 38,2% de la población de tres a cinco años, el 59,4% de la población de seis a diez años y el 56,4% de la población de once a diecisiete años3. En su cabecera municipal, donde se concentra el 50,4% de la población, no existe un hospital. Hay un centro de salud que debe atender a todos los habitantes del municipio, pero al cual solo se puede acceder por vía fluvial. Si la enfermedad requiere atención de alta complejidad, la población tiene que viajar a Quibdó. El traslado fluvial entre Bellavista y Quibdó toma de tres a cinco horas y cuesta ochenta mil pesos. Si no pueden ser atendidos en Quibdó, deben viajar por los medios disponibles a Medellín, Cali o Bogotá. Para un municipio con un porcentaje tan alto de población con NBI, esto es consolidar un laboratorio de muerte.

Como escribí en 20174, mi relación de investigación en Bellavista empezó en 2006, aunque mi solidaridad empezó en 2002. Escuché por primera vez de Bellavista por la solicitud de un sacerdote de apoyar en la recolección de alimentos y ropa para enviar a la comunidad que había sido masacrada. En ese momento no conocía el entorno; me imaginaba a la gente, su dolor. Recuerdo doblar una blusa negra y pensar en quién la vestiría, quién llevaría su duelo con esta prenda. Era una blusa fuerte, de una tela suave, era elegante. No puedo olvidar la textura, lo que sentí al tenerla entre mis manos. Esa sensación de constante retorno hace que a menudo mi mente esté pensando en la comunidad y en la manera como pueden mejorar sus condiciones de vida.

Mi relación empezó con la usual búsqueda de información. Primero, la etnografía para la tesis de pregrado; luego, la continuación para la maestría y el doctorado. Más de ocho años después, como docente - investigadora y directora de un centro de investigación, mi presencia en este territorio se convirtió en proyectos de investigación multidisciplinar, transdisciplinar y de formación, que cada vez responden más a lo que las habitantes presentan como necesidades sentidas que a mi interés de investigación. Así, hoy, además de libros, artículos y tesis, contamos con escuelas de formación sociopolítica, escuela de periodismo y laboratorio de innovación comunitaria, entre otros. La mayoría de las decisiones han sido tomadas considerando las posturas de Speed, Hale y Sheper-Hughes expuestas anteriormente. Somos testigos, escribimos sobre una cultura con la mayor solidez teórica posible e incidimos en las manifestaciones de inequidad social que allí encontramos.

Siempre es bueno regresar a casa. Viajar a Bahía Málaga era una experiencia de deja vú constante; retornar estaba asociado a la idea de la contribución. Era necesario tener un sustento en la realidad de aquellas cosas que tantas veces leí. No viajaba por la curiosidad turística; estoy muy convencida de que me movía algo más fuerte: el compromiso personal con las historias de las personas que me prestaban sus vidas, la empatía con sus trayectorias, las tertulias con café en las tardes soleadas que con el murmullo de la brisa compartíamos por horas. La interpretación del campo en el transcurso de las estancias juega un papel fundamental para identificar las maneras en que nos aproximamos a la información, a las personas que viven y transitan los territorios en que manejamos los diferentes tipos de informaciones, las cosas que decidimos contar y otras que ocultamos por nuestro bienestar o el de la comunidad misma.

La sensibilidad del campo se adquiere caminando el territorio, y este caminar es posible en la medida en que como investigadoras logremos un nivel de entendimiento que permita no solo acercarnos a la comunidad, sino que nos dé la licencia para transitar también esos territorios cargados de historia que nutren nuestros trabajos.

BELLAVISTA - BOJAYÁ - CHOCÓ, COLOMBIA

Bellavista es la cabecera municipal de Bojayá5. La ciudad más cercana es Quibdó, capital del Chocó. Está localizada a tres o cuatro horas de distancia por el río Atrato. Bojayá está compuesta por diecinueve corregimientos afrodescendientes6 y 52 comunidades indígenas7. El departamento del Chocó tiene treinta municipios8. El municipio de Bojayá fue creado en 1961. Según la tradición oral del municipio, el 16 de julio de 1961 se hizo la celebración de su creación con los fundadores Ángela Martínez, Pío Montoya, Pacífica Alces, Petrona Cuesta y José Primitivo Jaramillo. A continuación relataremos los cambios que experimentamos por las comunidades del municipio de Bojayá entre 1987 y 2017, en un contexto de conflicto armado.

Las condiciones de vida en Bellavista han cambiado significativamente desde su creación. La memoria que María Eugenia tiene de su pueblo es la de una comunidad pacífica donde la gente vivía de la pesca, de la madera, y de la agricultura. Los hombres salían a las selvas a cazar sin temor de nada para el sustento de sus familias; otros se embarcaban a sus fincas a cualquier hora, sin miedo de nada.

En la década de 1980 se viajaba en lanchas desde Cartagena hasta Quibdó. Viajar entre Bellavista y Quibdó solía tomar veinticuatro horas. Las familias conseguían lo que necesitaban para vivir con mucha facilidad; las mujeres traían de todo a vender, los hombres les dejaban artículos a la subida y cuando bajaban se les daba el dinero. Todo era más fácil de conseguir. Se hacían trueques con otras comunidades.

Bellavista era tan pacífica como lo era el río Atrato. En tiempos de fiesta, la gente se embarcaba a cualquier hora, sin temor. La Bellavista de entonces, a pesar de que había sido un pueblo sin violencia, tranquilo, donde se vivía en paz, sin temor a nada, ha sufrido muchos desastres naturales. En 1979 las casas fueron destruidas por un fuerte vendaval que destruyó las escuelas, colegios, entidades y viviendas. En 1991, un fuerte terremoto acabó con dos comunidades vecinas de Bellavista (San José de la Calle y Veracruz). También destruyó muchas casas en el pueblo y las calles quedaron totalmente resquebrajadas. La comunidad sufrió mucho, porque no recibió ayuda del gobierno. La alcaldía se encargó de reubicar a las dos comunidades; cada familia buscó la forma de arreglar sus propias casas.

A pesar de todas estas situaciones vividas por fenómenos de la naturaleza, las comunidades del municipio continuaron con su estilo de vida en paz, en armonía, con tranquilidad, con esperanza de seguir sobreviviendo, recorriendo el río Atrato en las embarcaciones, sin miedo a nada ni a nadie.

Llegada de los grupos paramilitares por primera vez

En 1997, las comunidades bojayaseñas, afrodescendientes e indígenas empezaron a sufrir por causa de la guerra que las afectó. En ese año llegaron por primera vez los paramilitares a Bellavista y a Vigía del Fuerte, pueblo vecino. En horas de la tarde, a las 4:00 p.m. aproximadamente, llegaron entre quince y veinte embarcaciones a gran velocidad, disparando violentamente al pueblo. La Policía les respondió. Los civiles huyeron desesperadamente, sin saber hacia dónde.

Las pangas llegaron al final del pueblo, donde actualmente está el cementerio de Pueblo Nuevo. Estando en tierra, llegaron a hurtar violentamente los árboles frutales, cañas y otros. Las dueñas y dueños, asustados, no podían decir nada.

En el patio de la casa de Bernardina, madre de María Eugenia, se reunió casi toda la población con ganas de llegar hasta donde estaban los armados, pero nadie se animaba. Boris, uno de los hermanos menores de María Eugenia, se acercó a ellos. Su acción llevó a que la comunidad se motivara a indagar por la identidad del grupo que acababa de invadir el pueblo. Les preguntaron: «¿Quiénes son ustedes?». Y ellos les respondieron: «Somos las Autodefensas Unidas de Colombia; venimos a defender los pueblos del Atrato». Luego de esta presentación, empezaron a atacar a la comunidad. A los hombres los paraban contra la pared con los brazos arriba y a otros los ponían en el piso para requisarlos. A unos les daban patadas y los trataban con grosería. Tres días después, sacaron a la gente obligada de sus casas para que asistiera a una reunión. La gente acudió con miedo a ese llamado. Lo que dijeron fue que ellos no venían a hacerle daño a nadie, que venían a «hacer limpieza al Atrato». Limpiar era matar. Aquí fue cuando comenzó el sufrimiento, el desplazamiento y el destierro de estos pueblos.

Empezaron a matar a la gente. Los torturaban con motosierra; luego los embarcaban en sus pangas y los tiraban al río Atrato. Las familias no podían reclamarlos, ni llorar ni hacer el duelo —como es costumbre en esta cultura— con el velorio y entierro. Los sacaban de las casas amarrados como animales. Los transportaban en una panga que nombraron «Rumbo al Cielo». Esta práctica infundió mucho miedo, al punto que a las 6:00 p.m. cada familia tenía que encerrarse en su casa sin derecho a reunirse con los vecinos.

Después de tantos sufrimientos, en medio del miedo, las mujeres decidieron reunirse, en compañía de las hermanas agustinas y del párroco Jorge Luis Mazo, para tomar acción en defensa de la comunidad. Para tratar de disminuir el miedo, se formó un grupo de 35 mujeres aproximadamente. Se hizo un reglamento como comunidad diciendo que no se quería la presencia de ningún grupo armado en el territorio. Luego de tener el grupo formado, se empezó a decidir con qué y cómo iba a enfrentarse lo que estaba pasando. Se empezó con unos pequeños bordados como algo que pudiera ayudar a distraer. Se inició en pedacitos de telas, luego se pasó a bordar camisetas, blusones, manteles y atuendos de los sacerdotes (estolas). Luego se decidió el nombre que llevaría el grupo, y entre todas acordaron nombrarse «Mujeres Guayacán».

Ya con este grupo formado y reconocido en compañía de la diócesis, se formuló un proyecto que fue aprobado. Este consistía en una panadería comunitaria con el objetivo de que las mujeres tuvieran algo de dinero. No se trataba de un sueldo, pero les servía para el sustento de sus familias. Con otras comunidades se hizo el mismo trabajo, pero con tiendas comunitarias. Esto se logró con la ayuda de los consejos comunitarios, para que ellos pudieran abastecer hasta lo menor de los alimentos, porque hasta los alimentos eran restringidos por los paramilitares, quienes determinaban qué cantidad podía comprar cada familia (COP 60.000). Si alguna familia compraba más del tope establecido, ellos decían que era comida para apoyar a los grupos guerrilleros. Así se permaneció hasta el año 1999. El 18 de noviembre, en horas de la noche, llegando a la ciudad de Quibdó con el objetivo de comprar carpas y plásticos para acondicionar espacios transitorios de vivienda de algunas comunidades que se habían visto afectadas por las crecientes de ese año, una panga de paramilitares asesinó al sacerdote de la comunidad, el padre Jorge Luis Mazo.

Primer enfrentamiento guerrillero con la Policía

El 25 de marzo de 2000, a las diez de la noche, la guerrilla invadió el pueblo en un enfrentamiento con la Policía. La comunidad tuvo que amanecer debajo de la cama. Esto fue en Bellavista y Vigía del Fuerte [el pueblo vecino]. Combatieron toda la noche hasta el día siguiente, todo el día. Asesinaron a todos los policías de Vigía del Fuerte y a los de Bellavista los tomaron como rehenes. El enfrentamiento fue muy fuerte. Destruyeron el Banco Agrario, la Casa de la Cultura y el Juzgado. A partir de esta fecha los guerrilleros se quedaron comandando la zona por todo el río Atrato, atemorizando a la gente. Se traía la mercancía de Quibdó a Bellavista, y en retenes no legales, que ellos establecieron, obligaban a que los botes arrimaran y quitaban a la gente la gasolina, el gas y los víveres, entre otros. La gente no podía protestar por lo que hacían: solo mirar.

Había una embarcación donde se trasportaban las remesas de las tiendas comunitarias, y ni a esta la respetaban los grupos armados. Las tomaban y las metían al río hasta que las desocuparan. A partir de estos momentos, ONG como Justicia y Paz, la diócesis, el consejo comunitario y la Cruz Roja decidieron hacer acompañamiento a las embarcaciones por el río Atrato para proteger la alimentación de las comunidades. Este grupo armado permaneció en esta práctica en la zona desde 2000 hasta 2002.

El regreso de los paramilitares

El 21 de abril de 2002 llegan de nuevo los paramilitares. Antes de llegar a Bella-vista y Vigía del Fuerte, pasaron por tres puntos donde había fuerza pública.

Ninguno de estos reportó lo que estaba sucediendo; esto fue desde el municipio de Turbo hasta Bellavista. Al mediodía de este 21 de abril, las pangas arribaron en tres puntos de Vigía del Fuerte, entraron por la Policía, por la escuela y por el taller de madera. En el pueblo todavía se encontraban algunos guerrilleros. Estos empezaron a esconderse con el temor de que los enemigos los encontraran. Estos paramilitares devolvieron sus pangas con los motoristas que los habían traído y algunos ayudantes hacia Río Sucio, un municipio del Chocó que queda en la orilla del río Atrato. Los que llegaron a Vigía del Fuerte se trasladaron ese mismo día a Bellavista, por orden del jefe paramilitar alias «Camilo», quien era un capitán retirado del Ejército.

Esta comunidad siempre había rechazado la presencia de los grupos armados. El 30 de abril, en horas de la tarde, en el atrio de la iglesia se reunieron con el comandante «Camilo» para hacerle conocer el reglamento que se tenía como comunidad. Él alcanzó a decir que ellos también eran colombianos, que tenían derecho a estar en cualquier parte. En medio de la reunión, recibió una llamada y suspendió el encuentro. Según los relatos de varias personas del pueblo, en el aeropuerto de Vigía del Fuerte aterrizaron varias avionetas —una de ellas con siglas de las AUC—, en las que se movilizaban varios integrantes y jefes paramilitares «a pasar revista de las tropas y planear sus últimos detalles de la operación». Uno de ellos era el alcalde de Vigía, Wilson Chaverra y alias «el Alemán».

En horas de la noche, alias «Camilo» recogió a su gente y la pasó para el lado de Bellavista. Toda la noche se escucharon ruidos de pangas. La guerrilla se preparaba para un enorme enfrentamiento. Eran entre ochocientos y mil combatientes por la guerrilla que se tomaron todo el municipio.

El 1 de mayo de 2002, a las 6:45 a.m. despertaron a la comunidad los sonidos de las balas. María Eugenia se levantó, y al abrir la ventana, lo primero que vio pasar fue a los paramilitares corriendo. Les preguntó: «¿Qué está pasando?». Ellos respondieron: «Estamos rodeados de guerrilla». Empezó a llamar a sus familiares, que no se habían levantado. Pasó a la casa vecina a hacer lo mismo. Ellos tampoco se habían dado cuenta de lo que estaba pasando.

Los paramilitares corrían con el agua en la cintura, porque el río estaba crecido. La guerrilla tenía el dominio total del pueblo y sus alrededores. Ellos respondían sin importarles la vida de la gente. La comunidad se organizó rápidamente para decidir qué hacer. A la casa de Bernardina llegaron varias familias en busca de refugio, porque los armados se montaron en las casas para combatir con su enemigo. Se les dijo que despejaran el área de los civiles y ellos no escucharon. Esa fue una de las razones por las que los civiles tuvieron que desocupar las casas. Desde este primer día, la población empezó a albergarse en la iglesia y en la casa de las hermanas misioneras. En la casa de Bernardina había varias familias; pasaron toda la noche debajo de la cama y con los colchones alrededor de las paredes sin poder dormir, escuchando ruidos de motores, los pasos de cuando andaban por el agua. La comunidad trataba de que los niños no lloraran. Así pasaron toda la noche hasta el amanecer.

Al día siguiente, que era el 2 de mayo, seguía la gente pasándose de una casa a otra. Del barrio Pueblo Nuevo se fue toda la población civil a buscar refugio a la iglesia. Este mismo día, Bernadina le dijo a María Eugenia: «No podemos dejar que nos acaben, tenemos que hacer algo». Se reunieron algunos hombres de la comunidad y fueron a hacer una llamada a la Cruz Roja. Al llegar al Telecom, la guerrilla ya tenía el local por su cuenta y no los dejaron llamar. La comunidad estaba encerrada, nadie sabía lo que estaba pasando, solo se escuchaban los golpes. Los pueblos vecinos decían: «Dios mío, ¿qué está pasando en Bellavista?». A las 10:15 a.m. se escuchó un golpe. Minutos después dijimos: «Dios mío, ¿qué pasó?». Luego de un rato llegó un joven que había estado en la iglesia, herido y sin poder hablar. La gente, desesperada, le preguntaba qué había pasado. Él no podía responder. Minutos después dijo: «Acabaron con la gente que estaba en la iglesia». Los heridos que se podían movilizar huyeron de la iglesia hacia la casa de las hermanas agustinas.

Luego escucharon decir que la guerrilla iba a atacar las casas. Por esa razón, empezaron a llegar personas gritando y llorando. El médico del pueblo, Marcelo, estaba desesperado porque ya no sabía qué más hacer. No tenía ningún implemento de curación para atender a las personas lastimadas. Las heridas las amarraban con toallas y cobijas. La gente estaba desesperada, porque quedaban muchas personas en la iglesia y no sabían si estaban vivas ni en qué estado habían quedado.

En la casa de Bernardina se convocó una reunión de emergencia con una preocupación: «¿Para dónde vamos? ¿Qué vamos a hacer?». Entre todos decidieron movilizarse para Vigía del Fuerte. La pregunta era cómo ir de un lado del río al otro. Un grupo, en compañía del padre Antún Ramos, abordó un bote y cruzó el río Atrato hacia Vigía en medio de las balas, porque los grupos armados no dejaron de disparar. El resto de las personas, acompañadas por las hermanas misioneras y el diácono Antonio Mena, se quedaron coordinando para organizar canoas. Los primeros a los que embarcaron fueron los heridos; de esta forma llegaron al pueblo vecino. El pueblo los recibió brindándoles hospedaje, ropa y alimentación, pero los enfrentamientos no paraban.

Muchas de las personas que estaban en la iglesia corrieron hacia el monte; algunos iban heridos, entre estos el sacerdote Janeiro, que estuvo perdido por casi tres días. Otras personas alcanzaron a llegar a la casa de las hermanas misioneras, pero no aguantaron más y murieron.

En la noche del mismo día, una señora llamada Minelia, quien padece una enfermedad mental, al ver lo sucedido, entró a la cocina de la casa cural y preparó agua con sal para sobar y darles de tomar a los heridos que quedaron en la iglesia. Algunos cuerpos quedaron destrozados y ella fue quien empezó a armarlos, pegando los brazos, las piernas y la cabeza de una de las víctimas fatales.

Al día siguiente, el 3 de mayo, un grupo de hombres de la comunidad regresaron a la iglesia a rescatar a los heridos que se habían quedado. Los muertos fueron recogidos el 5 de mayo. Los echaron en bolsas y fueron enterrados en una fosa común. Hubo una familia que pudo realizar un entierro adecuado a dos de sus miembros que fallecieron en la iglesia. A las personas que corrieron para el monte les tocó dormir en los árboles, para esperar el amanecer. Algunos llegaron a la ciénaga y otros a la Loma, un pueblo vecino, donde también fueron acogidos por la comunidad. Los heridos recibieron los primeros auxilios en el hospital de Vigía del Fuerte.

El destierro

A partir del 5 de mayo la comunidad empezó a desplazarse a la ciudad de Quibdó. Esto fue muy triste para todos: saber que estaban dejando todo tirado: «nuestros muertos, nuestras cosas». Esto se hizo en botes, donde se viajó todo el día y no se alcanzó a llegar a Quibdó. Fueron alojados en albergues; algunas personas se hospedaban en casas de familiares y otras en pueblos vecinos de Quibdó. Las personas que estaban trabajando directamente con la diócesis, como las hermanas misioneras, sacerdotes y los evangelizadores tuvieron que hacer visitas a las familias para saber dónde se estaban alojando y en qué situación se encontraban.

Para recibir cualquier ayuda humanitaria de emergencia del gobierno, las familias tenían que pasar todo el día haciendo fila, con sol o aguacero, escuchando malas frases y caminando de un lado para otro. A partir de ese momento, cada comunidad empezó a organizar un comité para coordinar las reuniones y establecer acuerdos. En un colegio de Quibdó cedieron un salón para hacer las reuniones. Todos los días se hacían reuniones para evaluar la situación y tomar decisiones. Entre junio y julio de 2002, por sugerencia de funcionarios de Acción Social, que ya no querían que permanecieran en Quibdó, se consideró la posibilidad de retornar. Ante esta propuesta, la comunidad respondió indagando por quién brindaría la seguridad. La comunidad estaba dispuesta a retornar pero no en ese momento, no hasta saber cuál era el respaldo que se tendría.

Entre las múltiples reuniones que se hicieron, el gobierno propuso reubicar el pueblo, con el argumento de que no podían invertir dinero en una zona con alto riesgo de inundación. La comunidad buscaba que se repararan las viviendas y que se hiciera un muro de contención para evitar el derrumbe de las calles. Pero se hizo caso omiso a esta recomendación y se dijo que se construiría un pueblo nuevo en el cual serían reubicados. En el mes de agosto empezó la preparación para retornar con exigencias específicas hacia el gobierno. Se solicitó retornar con garantías de seguridad, alimentación y energía, «que fuese un retorno digno».

El día 1 de septiembre del mismo año, se retornó a Bellavista en lanchas, botes y pangas. Las comunidades del río Atrato recibieron a la comunidad con cantos, coplas, versos y chirimía para darle una voz de aliento. A las 8:00 p.m. se llegó a Bellavista. Los recibieron con antorchas, porque el pueblo estaba sin energía. Esto fue muy triste para todos, porque fue como recordar el primer día, el día de la masacre. Las ayudas humanitarias de emergencia fueron recibidas durante tres meses, a pesar de que las familias que estaban en las casas vivían con mucho miedo. No se sentían seguros, los soldados hacían hostigamiento constantemente. Estar así era como vivir y recordar lo que había ocurrido el 2 de mayo. Esos hostigamientos eran muy duros, porque no se había superado el miedo que se sentía. La población estaba en una condición de extrema vulnerabilidad.

Reubicación

En 2006, cuando el supuesto pueblo nuevo ya estuvo listo, el gobierno empezó a presionar a la comunidad para pasarse. La comunidad decía que no quería mudarse hasta que no estuvieran las casas con todas las condiciones que se habían acordado. Entre mayo y junio de mismo año empezaron a trasladarse algunas familias y la alcaldía. Esta última lo hizo para presionar a la comunidad. Por las lógicas de la naturaleza, se inundó el río; en ese momento la gente se vio obligada a pasarse. Esto ocurrió entre julio y septiembre, cuando muchas casas estaban sin terminar. En el pueblo viejo quedaron tres familias, las hermanas agustinas y la parroquia. María Eugenia fue la última en trasladarse, el 28 de octubre del mismo año. Quince años después, su casa es la única que queda en pie como testigo de todo lo que allí ocurrió.

Aunque esta comunidad ha sido declarada como un caso emblemático del conflicto armado, la población aún vive en condiciones de pobreza extrema. Algunos autores argumentan que muchas de las intervenciones realizadas en esta comunidad han tenido un impacto negativo. Al respecto, Gómez (2016) sostiene que las acciones realizadas han generado daño que «provoca el Estado, pero también, aunque en menor medida proviene de trincheras "amigas", como la cooperación nacional internacional [... y esto] ha generado nuevas relaciones de dependencia y subordinación de la población respecto a los "financiadores" de sus ayudas; han generado conflictos internos en las comunidades entre beneficiarios» (pp. 72-73).

 

 

 

 

Llama la atención que, en conversaciones con algunas personas de la comunidad, se menciona como una acción dañina la producción y publicación de algunos libros, artículos en revistas indexadas y columnas en periódicos que han puesto en riesgo la vida de sus pobladores. En parte, a este tipo de experiencias responde el argumento de María Eugenia con el que comenzamos este texto.

A continuación presentamos el caso de Bahía Málaga, cambiando la perspectiva analítica con el fin de reflexionar sobre algunas lecciones para realizar etnografía comprometida, tanto con la comunidad que habita un territorio como con el cuerpo mismo de quien investiga como el primer territorio que se habita.

BAHÍA MÁLAGA - VALLE DEL CAUCA - COLOMBIA

Bahía Málaga es un corregimiento del municipio de Buenaventura, costa pacífica del Valle del Cauca, siguiendo la línea de la costa de norte a sur, después de las Bocas del San Juan, departamento de Chocó, donde se forma el archipiélago de la Plata, integrado por 32 islas que constituyen el nicho ecológico más importante del litoral pacífico (Lozano, 2008).

Está constituida por cinco veredas, distribuidas en doce asentamientos y seis consejos comunitarios: Puerto España y Miramar, La Barra, Ladrilleros, Juanchaco y la ensenada de Málaga, y es considerada zona de frontera. Cuenta con alrededor de 4000 habitantes9, en su mayoría conformados por comunidades afrodescendientes e indígenas —wounaan—, muchos de ellos llegados de las afluentes de los ríos Calima, San Juan, Yurumanguí, y los poblados chocoanos de Orpua y Sibirú.

Las poblaciones de Juanchaco y Ladrilleros tienen una vocación principalmente turística. Son poblaciones pensadas para los turistas, hoteles, restaurantes, y la disposición de todo en torno al turismo ambiental y cultural. Juanchaco posee el muelle turístico, que es el paso obligado para entrar a la bahía. Ladrilleros, el pueblo vecino, está ubicado sobre el acantilado, con algunos caminos de acceso a las playas cuando la marea esta baja.

La Barra es el único pueblo de Bahía Málaga con playa durante veinticuatro horas, y el segundo en obtener título colectivo. El fuerte oleaje que se genera cíclicamente ha generado la constante destrucción y reconstrucción del pueblo, cada vez más adentro en la ensenada. La conexión de La Barra con los esteros y la desembocadura del río San Juan, límite con el Chocó, facilita la movilidad de todo tipo de actores, generando un ambiente de tensa calma.

La ensenada de Málaga, organizada como consejo comunitario legalmente constituido, está compuesta por cuatro grandes asentamientos: La Sierpe, Mira-mar, La Plata y Mangaña. Hasta hace poco, la comunidad de Chucheros también pertenecía al consejo comunitario de La Plata. Sin embargo, de acuerdo con lo que relatan algunos líderes, hubo intervención, una división interna, y ahora son otro consejo comunitario.

 

 

Los cinco consejos comunitarios de Bahía Málaga nacieron en la década de 1990, con el impulso de la Ley 70 de 1993, a lo largo del Pacífico colombiano. El primer consejo comunitario en lograr el título colectivo fue el de La Plata, con una extensión de 30 323 ha y una ampliación de 9228 ha lograda a finales de 2012. Los consejos comunitarios de Juanchaco y Ladrilleros, aunque organizados y reconocidos legalmente, no poseen título colectivo debido a los procesos de poblamiento de los asentamientos de la bahía y las migraciones.

En 2010, un artículo de prensa presentó el proyecto de los empresarios de Valle del Cauca de construir un puerto de aguas profundas en Bahía Málaga. Llegué a Bahía Málaga, ese año motivada por temas territoriales que, para ese entonces, enfrentaban las comunidades. Previamente me había contactado con los líderes de los consejos, y aunque me dieron bastante libertad para escribir el proyecto —sabiendo que eventualmente cambiaría—, conté con su incondicional apoyo desde el principio: me acompañaron y discutíamos con frecuencia el rumbo del trabajo.

Los primeros viajes al lugar estaban motivados por la disputa de la construcción del puerto. Sin embargo, mis visitas etnográficas me llevaron a entender que el problema, en últimas, no era la construcción o no del puerto: detrás de eso había una lucha por los derechos territoriales de las comunidades étnicas, una lucha en la que los consejos comunitarios se sentían en una pelea de ellos solos contra el Estado. El resultado de ese primer encuentro con el campo no solo me dejó un aprendizaje, sino también lazos de amistad y compromisos de colaboración muy fuertes que hasta hoy, 2019, se mantienen. También quedan las preguntas que aún contienen la curiosidad por saber de qué manera se producen las territorialidades étnicas y quién media en los conflictos étnicos donde las territorialidades se ven superpuestas, desafiando el establecimiento estatal.

 

 

Desde el primer momento en la comunidad, la percepción de sentirse observada es constante. Esta sensación se hace tan cotidiana como el ejercicio de escribir, hasta que, finalmente, se incorpora. Los primeros seis meses de trabajo fueron muy difíciles, porque esperaba encontrar la información rápidamente, asaltaba a las personas con preguntas que solo yo entendía, pensaba que hablaban en los mismos códigos. Creí erróneamente que el trabajo de campo incluía hacer exactamente lo que la gente hacía, incluso tomar viche10 a pesar de ser alérgica al alcohol. Cuando cambié mi forma de entender el campo como un lugar que permitía pensar sobre el territorio sin siquiera nombrarlo, todo empezó a fluir de mejor manera. A esto se refiere María Eugenia en la apertura de este artículo.

La exploración inicial en esta comunidad fue para explicar las luchas territoriales de los consejos comunitarios poniéndolos en bandos de buenos y malos, donde los buenos eran los consejos comunitarios y las comunidades indígenas que peleaban en contra del Estado por los derechos adquiridos en 1991 con el nuevo régimen político administrativo, y los malos los empresarios y los militares —quienes representaban al Estado—. A estos últimos, les motivaba el desarrollo económico, sin medir las consecuencias para las comunidades indígenas, los consejos comunitarios y sus «culturas». Mi pregunta de investigación cambió a medida que entendí que las comunidades étnicas son agentes que entran a negociar con actores estatales, militares, empresarios, y que no necesariamente sufren procesos de despojo con la llegada de megaproyectos de desarrollo económico. Así empecé a preguntarme cómo estas territorialidades que se superponen en los datos oficiales del Estado se materializan en los territorios y, además, llegan a acuerdos entre actores para poder mantener la fortaleza de las organizaciones en medio de las dificultades legales que enfrentan. A continuación relato el aprendizaje que transformó mi agenda de investigación y la manera de entenderme como investigadora en campo.

Durante el trabajo de campo, viajaba a Bahía Málaga cada quince días. Me interesaba entender sobre todo los conflictos territoriales, la manera en que los diferentes actores entendían el territorio, de qué manera las comunidades, consejos comunitarios y juntas de acción comunal mediaban sus conflictos para resolver la superposición territorial. Me encontraba en una zona altamente turística, pero también en un territorio marcado históricamente por la violencia, grupos armados que transitaban entre los esteros y el mar se daban todo tipo de licencias sin que la Armada Nacional, con base naval en la zona, interviniera. Esto lo supe algún tiempo después, cuando llevaba casi dos años recorriendo los territorios.

La violencia durante el trabajo de campo podía sentirse sin que yo pudiera explicar claramente cómo. La sensación de estar siendo observada, las advertencias de las mujeres sobre por dónde transitar, sentirme insegura estando sola y percibir el peligro constantemente. Era algo que no consideré importante durante el desarrollo del trabajo ni en mis observaciones de campo, pues no formaba parte de mis intereses de investigación. Asumí que, como mujer, estaba expuesta al acoso y a la vulnerabilidad, pero como antropóloga debía registrar los datos que formaban parte de mi investigación, obviar la información sobre los hechos violentos y seguir el curso de mi trabajo.

En algún momento, el trabajo de campo me enfrentó con mi posición: pude pensar en mi subjetividad sin que esto fuese considerado en el texto final de la primera publicación de mi proyecto de tesis de pregrado11. Los primeros años de trabajo de campo conseguí hospedaje con Héctor, un señor de edad que vivía en una cabaña alejada del pueblo12. Durante una de mis estadías más largas, en temporada alta, algunas personas llegaron para hospedarse con nosotros, Héctor era permisivo en cuanto a lo que se podía y no se podía hacer ahí. Las personas entraban y salían, había libertad para hacer cualquier cosa. Después de casi quince días en los que él perdió el control de la casa, cansado y enojado, nos echó a todos. Luego se disculpó. Sin embargo, la situación era tan tensa que decidí no volver ahí. Andrés, una de las personas designadas por los líderes de Ladrilleros para acompañarme durante el trabajo de campo, a quien yo consideraba mi amigo, dijo que Sebastián —su hermano mayor— administraba unas cabañas en el centro del pueblo. Él me conseguiría hospedaje ahí

Viajé a Cali y volví a Ladrilleros una semana después. Me acomodé en las cabañas que administraba Sebastián. Era la primera vez que dormía sola. Tenía miedo: aún me da miedo la oscuridad. Andrés se ofrecía a acompañarme, dormía en otro cuarto y eso estaba bien. Andrés y yo pasábamos mucho tiempo conversando. En una ocasión estábamos hablando, era de noche y él se me tiró encima, como si quisiera besarme. Yo no quería. Usé toda mi fuerza, me cogí de la cama de arriba del camarote y con mis piernas le hice fuerza para mantenerlo alejado. Él no se rendía. Sentí miedo, desesperación y angustia, pero me pude levantar. «Por qué todo con usted tiene que ser a la fuerza», dijo Andrés. No le dije nada, salí de la habitación y no volví hablar con él.

Esta situación se repetía de diferentes maneras, pero formaban parte de mi vida privada. Como mujer, pero no como etnógrafa, no debía permitir que estos eventos afectaran el destino de la investigación. Durante mi trabajo de campo, desde 2010 hasta 2013, obvié el hecho de que la violencia me golpeaba en la cara diariamente. Decidí que era fortaleza no mostrar mi debilidad en campo, en una disciplina androcéntrica.

Después de este hecho, volví al campo. Llevaba más de dos años trabajando y primó mi trabajo de investigación. Miento si digo que no tenía miedo de estar ahí sola, pero aun así estaba decidida a continuar. Cambié la estrategia y empecé a hablar más con Daniel, líder del consejo comunitario de La Plata Bahía Málaga. En menos de dos meses estaba fuera de Ladrilleros.

El trabajo en La Plata era gratificante: los líderes y yo estábamos en constante comunicación, discutíamos, debatíamos diversos temas y leíamos los avances etnográficos. Como parte de sus actividades políticas, ellos hacían lobby y conseguían recursos de diversas agencias para el impulso de proyectos etnoecoturísticos. En La Plata sentía muchísimo más miedo. La fuente de energía era una planta eléctrica que encendían diariamente de 6:00 a 10:00 p.m. Me encontraba sola, viviendo en una cabaña del proyecto comunitario de turismo sostenible. Había una persona encargada de mi alimentación, y el consejo comunitario asumió el costo de mi hospedaje y mi transporte hasta Juanchaco. Con ellos encontré el oxígeno que necesitaba para el trabajo; sin embargo, aun en La Plata, sentí el acoso.

A pesar del ambiente dinámico que sentía escribiendo, caminando y aprendiendo durante mis estadías, Daniel prohibió a los lancheros que yo visitara La Plata acompañada por un hombre, pues consideraba que yo no necesitaba más compañía que la de los hombres del consejo comunitario. Ellos hacían comentarios inapropiados sobre mi cuerpo y se acercaban de maneras que me hacían sentir incómoda. Daniel tenía suficiente control en su territorio: era una persona muy respetada y asumió la responsabilidad de no permitir que los hombres de la comunidad se acercaran de manera inapropiada a mí. Se encargó de mi seguridad mientras trabaje ahí.

Tuve que asumir una posición frente a comentarios como que mi cuerpo era un tema de dominio público, cómo me veía y las cosas que hacía en campo. La manera en que me veían las personas me marcó como una mujer «disponible». No me gustaba el trato, tampoco los comentarios ni los acercamientos. Sin embargo, mis preguntas no giraban en torno a la subjetividad en campo, o cómo me podía sentir yo en el territorio. Mis preocupaciones en ese momento tenían que ver con las múltiples identidades en la bahía, la manera en que se viven los territorios, la forma en que crean conflictos territoriales, cómo las comunidades estaban mediando esos conflictos que, al parecer, al Estado se le salen de las manos, cuál es el papel de la Armada Nacional en la integración de los territorios con un los planes nacionales de seguridad, interdicción, lucha contra el narcotráfico, los proyectos de desarrollo económico nacional anclados justamente en Bahía Málaga. Así que finalmente obvié esto que estaba en torno de mí para fijar mi energía en este trabajo que me hace sentir amor por lo que hago, por las personas con quienes había generado lazos de compañerismo y colaboración tan fuertes y que me hacían sentir en casa cada tanto. Es cierto que el campo me dolió bastante, pero no podía simplemente ponerme por encima de las vidas y las realidades de aquellos con quienes me comprometí años atrás. Así completé el trabajo de campo en 2013 e inmediatamente escribí.

«BUSCANDO LO QUE NO SE LE HA PERDIDO»: APRENDIZAJES DE BELLAVISTA Y BAHÍA MÁLAGA

Hacer investigación en contextos de conflicto armado, así como habitar estos territorios, no es una tarea sencilla: implica una apuesta política. Como cuando optamos por temas de investigación que resultan «más cómodos», «más fáciles», «más estratégicos» o «de moda». Asumir mi subjetividad en campo me llevó mucho tiempo. El campo me hizo crecer, me golpeó de diversas maneras y me dejó aprendizajes que hoy me ayudan a tener una posición enérgica frente al quehacer como científicas sociales y a nuestro quehacer como mujeres en campo.

Las lecciones aprendidas, antes que un manual de metodologías de investigación y técnicas de conseguir información, me dejaron la experiencia personal de hacer campo sola. Empecé a pensar en mí, no como un cúmulo de identidades que se pueden separar y luego unir, sino como la suma de las identidades que me construyen como mujer, como antropóloga, como investigadora y etnógrafa. Los líderes de Bahía Málaga me llamaban cariñosamente «experta» o «nativa» para hacerme sentir parte de la comunidad, lo que desde el principio me hizo sentir en casa, me generó un sentimiento de empatía grande hacia sus luchas y sus intereses como comunidad, y ellos me abrieron las puertas de sus casas, en todo el sentido de la palabra.

Después de ser víctima de violencia sexual, la experiencia en campo me enseñó que no era suficiente mostrarme fuerte cuando mi debilidad era yo misma; negándome a tomar una posición desde el principio, que mi situación sentimental era tema de conversación, la etiqueta de la «disponibilidad» era mi marca personal, y que los hombres se sentían con el derecho de pasar límites que yo enérgicamente había puesto para ellos. Desarrollé mecanismos de autodefensa: me escabullía entre la gente, evitaba hablar de mi vida privada, mis gustos y mis aficiones, evitaba al máximo descubrir mi ubicación y comunicar mis planes inmediatos con las personas a mi alrededor. Ocultaba mi situación económica y no decía con precisión la cantidad de gente con la que vivía, evitaba caminar sola, y en mi última estancia conseguí un teaser eléctrico. Dormía con este en la mano por si tenía que reaccionar rápido. Tenía rutas de escape y había hablado con algunas personas para identificar cuando estuviera en peligro. Esto podría sonar paranoico, pero el sentimiento de vulnerabilidad era grande13.

Luego de la experiencia en trabajo de campo, es momento de reflexionar desde y sobre la investigación científica como un campo de lucha, donde se construyen relaciones y se negocian condiciones. La fuerza la conseguí del dolor del campo, que es visceral y no se entiende de la misma manera en todos los campos: este se siente cuando las cosas no son como esperamos, y aun así, dejamos parte de nuestra alma en los territorios que nos han visto crecer como investigadoras.

Volvemos a campo las veces que sean necesarias por los sentimientos, las relaciones de colaboración, los compromisos que van más allá de nuestra subjetividad. Es necesario este compromiso no solo en el campo: sobre todo en las aulas. Es importante ser abiertas con la información y las experiencias de otras y otros investigadores que aportan en el entendimiento del campo como un lugar de disputas, que no es más que una disputa personal en la que, como investigadoras, nos enfrentamos a nosotras mismas, entramos en conflicto con lo que aprendemos y las situaciones que vivimos. Las clases de metodologías de la investigación nos enseñan técnicas de recopilación para ordenar la información: en qué momento hacer entrevistas, cómo hacer «observación participante», qué es la etnografía, qué es lo éticamente correcto, cuál es nuestro compromiso con los «informantes» y las comunidades que nos dan acceso a la información, y la responsabilidad con ellos para, de alguna manera, mejorar sus realidades.

Como antropóloga, considero que es importante enseñar abiertamente los riesgos del campo sin convertirnos en terroristas de campo, enseñar ante todo la responsabilidad con nosotros mismos, el amor y el compromiso propio de hacer un trabajo éticamente responsable, reduciendo los riesgos durante su desarrollo. Es de suma utilidad, además de los textos de metodologías, la asignación de textos con reflexiones que generen debates sobre experiencias en campo. Dos ejemplos de eso son Moreno (1995): Rape in the Field: reflections from a Survivor, que narra su experiencia en campo con su asistente de investigación, y Sharp y Kremer (2006) The Safety Dance: Confronting Harassment, intimidation, and Violence in the Field muestran la importancia de la implementación de protocolos de seguridad para los investigadores de la misma manera en que se manejan los protocolos y la regulación para los informantes desde las universidades.

REFLEXIONES FINALES

Ambos casos nos han dejado grandes lecciones. En medio del conflicto armado interno los casos aquí analizados nos dejan múltiples reflexiones sobre lo que implica hacer etnografía. Nuestro argumento central es que conducir investigaciones etnográficas debe implicar un compromiso con las comunidades en las que estos procesos se lleven a cabo. Proponemos entender que una etnografía comprometida, en contextos de violencia, debe ser colaborativa, por lo tanto requiere el desarrollo de relaciones de largo plazo.

Este tipo de práctica etnográfica es:

Reflexiva

Las relaciones que se construyen durante el trabajo de campo comprometen nuestros trabajos por la interacción constante con las personas que hacen parte de nuestras preguntas, pero que también nos interpelan en los diferentes momentos de la investigación. Es necesaria la implementación de etnografías más comprometidas con el campo y sus significados y menos con nuestros intereses personales de acumulación de logros académicos. La reflexividad es, además, una invitación para las lideresas y líderes de los distintos lugares que visitamos, para construir diálogos y pensamientos críticos frente a la manera como investigamos, pero también al modo en que reproducimos sus realidades a través de nuestros ojos.

No sobra decir y repetir, cuantas veces sea necesario, la importancia de generar un diálogo sincero, abierto y responsable con quienes nos abren las puertas de sus hogares, consejos comunitarios y comunidades sobre la información que utilizamos, la manera como la utilizamos, y cómo construimos ese conocimiento que necesariamente debe pasar por sus mentes y sus manos. Este diálogo también debe ser interno. La invitación es siempre a la colaboración, a la solidaridad como proyecto político, a la entrega para quienes dan sentido a nuestro trabajo y a la manera como entendemos el mundo.

Audaz

«Usted se puso en esa situación», «Yo de usted no me hubiera metido allí», «Parece que usted sabía para dónde iba y se metió», «Usted para qué va a volver para allá», «Usted está buscando lo que no se le ha perdido». Este tipo de expresiones emergen, con frecuencia, cuando hablamos en espacios académicos sobre los riesgos a los que, como científicas sociales, estamos expuestas, desde las aulas hasta los campos de investigación. Es por esta razón que hacer trabajo de campo es una tarea que requiere valor, no solo para salir de las zonas de confort, sino también para adquirir compromisos y relaciones de largo plazo con los territorios y quienes lo habitan y transitan e involucrarse en las vidas de aquellos que nos reciben con sus vidas. Nuestro compromiso implica también prestar nuestros lápices, cuadernos, notas y diarios para plasmar sus vidas y hacer lo que sea necesario, para que las cosas no sigan igual una vez que nosotras estemos de vuelta en nuestras casas. No decidimos ponernos en situaciones difíciles en campo. Lo que para muchos académicos supone ponernos en una situación anómala de riesgo significa en muchas ocasiones la vida misma de los hombres y mujeres que habitan y recorren los territorios. Aquello que a nuestras y nuestros colegas les suena poco objetivo, irresponsable, arriesgado —o, por qué no decirlo, estúpido— significa para nosotras involucrarnos, prestar nuestros cuerpos para sentir el dolor y el sufrimiento del otro a través del relato etnográfico entendido como un cuerpo de escritura (Dass, 2010).

Camaleónica

Trabajar en contextos de conflicto armado obliga a las y los investigadores a encontrar estrategias que generen el menor impacto posible en las vidas de las comunidades y para protegerse a sí mismas. Esta manifestación de la práctica etnográfica puede influenciar en los lugares donde se realizan las entrevistas, el llevar pública o privadamente el diario de campo y la grabadora, y las decisiones sobre qué espacios del territorio transitar, cómo, con quién y con qué propósito. Tomar las decisiones pertinentes pueden hacer la diferencia entre la vida y la muerte de quien investiga y de quienes aceptan aportar a la investigación.

Perentoria

La importancia de estos trabajos se genera por la deshumanización de las humanidades. Construidos como científicos, olvidamos el compromiso y las personas detrás de los procesos organizativos, la información y las vidas que se esconden entre las líneas de nuestros trabajos, mientras los reflectores de la academia aplauden al científico o a la científica frente al atrio. Esta debe ser una crítica constante que nos hagamos frente a nuestro deber como investigadores.

 

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* Este artículo es una reflexión colectiva escrita en tres momentos. La primera versión de este texto se presentó en el taller internacional «Repensando la Antropología para las Políticas Públicas y la Práctica Antropológica», realizado en La Habana, Cuba, entre el 1 y 3 de diciembre de 2015. Agradecemos a Rosilín Bayona Mojena, Denni Blum, Raymalú Morales Mejía, Laurie Frederik y Charles Hale por todo el apoyo brindado en el marco de esta conferencia. Las investigaciones que sustentan esta reflexión se realizaron entre 2006 y 2016. Aurora Vergara agradece a la diócesis de Istmina - Tadó, al programa de pregrado en Sociología de la Universidad del Valle, al programa de doctorado en Sociología de la Universidad de Massachusetts, a la Universidad Icesi, y a la Fundación Ford por el apoyo académico y financiero brindado en el desarrollo de los diferentes momentos de estas investigaciones. Particularmente, las conclusiones metodológicas presentadas aquí se derivaron en el desarrollo del proyecto titulado «In defense of ownership», financiado por la Universidad Icesi en 2015. Natalia Escobar presentó el argumento desarrollado aquí para optar por el título de magister en Estudios Sociales y Políticos de la Universidad Icesi. María Eugenia Velásquez Prestán presentó algunos apartes de esta reflexión en la Universidad de Chicago el 25 de mayo de 2017 en el marco del proyecto «Grief as resistance: Racialized State Violence and the Politics of Black Motherhood in the Americas».

1 Para ampliar, ver Malinowsky, B. 1986. Los argonautas del Pacífico occidental. Barcelona: Planeta - De Agostini.

2 http://comhum.com.ar/portada/rita-segato-la-antropologia-siempre-es-militante/ (accedido por última vez el 15 de abril de 2017).

3 http://www.bojaya-choco.gov.co/apc-aa-files/39363061393663383338636263346631/bojaya.pdf.

4 Al respecto ver Vergara-Figueroa, A. (2017). Afrodescendant resistance to deracination in Colombia: Massacre at Bellavista - Bojayá - Chocó. Cham: Palgrave Macmillan.

5 Ver anexo 1. Mapa de Bellavista - Bojayá - Chocó.

6 El Tigre, La Boba, San José de la Calle, Puerto Martínez, Veracruz, Puerto Conto, Corazón de Jesús, Caimanero, La Loma, Río Cuía, Piedra Candela, Pogue, Napipí, Carrillo, Santa Cruz, Isla de los Palacios, Opogadó, Mesopotamia, Pueblo Nuevo.

7 Puerto Antioquia, Nambua, Unión Cuití, Salina, Unión Baquiaza, Playita, Playa de Oro, Playa Blanca, Egorókera, Nuevo Olivo, Túngena, Chanú, Mojaudó, Charco Gallo, Santa Lucia, Pichicora, Lana, Peñita, Guayabal, Punto Alegre, Cedro, Hoja Blanca, entre otros.

8 http://www.igac.gov.co/wps/portal/igac/raiz/iniciohome/MapasdeColombia

9 DANE, anuario estadístico del Valle del Cauca. Censo 2005.

10 Bebida tradicional, hecha con fermento de caña.

11 Escobar García, Natalia. (2017). El oro no siempre es dorado: Bahía Málaga, estrategias de turistificación en el Pacífico Colombiano. Investigación y Desarrollo, 25(2), 34-60. https://dx.doi.org/10.14482/indes.25.2.10958. http://www.scielo.org.co/scielo.php?script=sci_isoref&pid=S0121-32612017000200034&lng=en.

12 Los nombres que aparecen en esta sección del artículo son seudónimos

13 Una versión extendida de esta experiencia y mis reflexiones puede leerse en Escobar Natalia. 2018. ¡No es mi culpa! enfrentando el acoso sexual y la violencia de género en trabajo de campo. Cadernos de Campo (Revista dos alunos de pós-graduação em antropologia social da USP). http://www.revistas.usp.br/cadernosdecampo/article/view/141752/149908. DOI 10.11606/issn.2316-9133.v27i1p256-273.

 

 

Anexo 1. Mapa de Bellavista - Bojayá

 

 

 

Anexo 2. Mapa de Bahía Málaga - Valle del Cauca

 

 

Recibido: 2017-09-28.

Aprobado: 2018-04-20.

 

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