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Anthropologica

versión impresa ISSN 0254-9212

Anthropologica vol.40 no.48 Lima ene./jun. 2022  Epub 29-Ago-2022

http://dx.doi.org/10.18800/anthropologica.202201.009 

Patrimonio

Patrimonio arqueológico, puesta en valor y restauración en Ollantaytambo

Archaeological Heritage, puesta en valor and Restoration in Ollantaytambo

Pablo García Bengoechea1 
http://orcid.org/0000-0001-6576-8078

1Instituto de Ciencias del Patrimonio - España, peibolg@yahoo.es

Resumen

Este artículo examina la historia de los trabajos de restauración ejecutados en los últimos cuarenta años aproximadamente en el sitio inca de Ollantaytambo, en la región Cusco. La información recogida procede principalmente de entrevistas realizadas con profesionales relevantes para el estudio, así como de trabajo de archivo. Más que detenerse en lo apropiado o no de las soluciones técnicas implementadas desde el punto de vista de los estándares y las expectativas internacionales, el foco se dirige a las razones subyacentes que han motivado cambios en la apariencia física del sitio. Algunos factores que se exploran son los principios de restauración en juego durante las distintas intervenciones, el papel de la fotografía y la visibilidad, la relación entre el patrimonio tangible e intangible y la influencia del turismo en un área inspirada visualmente por los poderosos imaginarios de Machu Picchu. El argumento sostiene que la historia de las restauraciones en el sitio es problemática de tal manera que invita a una reevaluación crítica y a un diálogo con debates internacionales sobre conservación y conceptos y prácticas de restauración, como la autenticidad.

Palabras clave: Ollantaytambo; restauración arqueológica; producción de ruinas incas; puesta en valor; turismo

Abstract

This article examines the history of restoration work carried out over the last forty years or so in the Inca site of Ollantaytambo, in the Cusco region. The information gathered comes mainly from interviews conducted with professionals relevant for the study, as well as from archival work. Rather than dwelling on the appropriateness or not of the technical solutions implemented from the point of view of international standards and expectations, the focus lies on the underlying reasons that have driven changes on the site’s physical appearance. Factors like restoration principles at play during the different interventions, the role of photography and visibility, the delicate relationship between tangible and intangible heritage, and the influence of tourism in an area visually inspired by the powerful imaginaries of Machu Picchu are explored. It is argued that the history of restorations on site is problematic in ways that invite critical reassessment and engagement with international debates on conservation and restoration concepts and practices, like authenticity.

Keywords: Ollantaytambo; archaeological restoration; production of Inca ruins; puesta en valor; tourism

INTRODUCCIÓN

Este artículo traza la historia de los episodios de restauración ocurridos en los últimos cuarenta años aproximadamente en las ruinas incas de Ollantaytambo, en el Valle Sagrado del Urubamba, departamento del Cusco. El argumento principal sostiene que el trabajo de restauración ha sido realizado de tal manera que invita a una reevaluación crítica y a un diálogo con debates internacionales sobre conservación y conceptos y prácticas de restauración, como la autenticidad. No obstante, el objetivo no es tanto determinar hasta qué punto la restauración es correcta desde un punto de vista técnico, sino utilizar este contexto para llamar la atención sobre los factores locales y globales que han hecho posible que la presentación pública del sitio de Ollantaytambo sea la que es hoy en día y que ha sido recientemente objeto de crítica.

La discusión resultante es una reflexión sobre ciertos aspectos teóricos y prácticos relacionados con la restauración. Estos aspectos tienen que ver con nociones de autenticidad, integridad y de especificidad cultural, cuestiones que se someten a escrutinio crítico. Por la tanto, el objetivo es analizar los cambios que Ollantaytambo ha experimentado a través de los años, así como entender las razones, las lógicas y las fuerzas que han estado detrás de estos cambios. En el plano teórico, el artículo se inscribe en toda una tradición de debates globales sobre la naturaleza y las implicaciones de la restauración, todo ello dentro de un marco internacional más amplio de conservación de ruinas y monumentos históricos que está siendo cada vez más cuestionado. Una parte de esta literatura supone una reevaluación de prácticas y conceptos de restauración en perspectiva histórica (Richmond y Bracker, 2009; Jokilehto, 2007). Otra corriente se muestra crítica frente a los efectos de rígidos regímenes de conservación sobre el manejo de los sitios arqueológicos y sobre su definición, usos y presentación para la población residente, así como para audiencias más amplias (Smith y Akagawa, 2008; García, 2018; Asensio, 2014; Gordillo, 2009). Este artículo contribuye a estos debates al resaltar la especificidad de un sitio inca bien conocido, Ollantaytambo, como caso de estudio. También se contribuye, desde la especificidad de Ollantaytambo, al señalar posibles direcciones alternativas para las intervenciones patrimoniales en nuestros días, especialmente en cuanto a estrategias de protección.

Metodológicamente, el artículo es una aproximación a temas polémicos relacionados con la conservación y gestión patrimonial en Ollantaytambo. Se trata de un estudio cualitativo que aporta una serie de ideas y reflexiones susceptibles de ser desarrolladas en el futuro. La mayor parte de la información proviene de entrevistas etnográficas semiestructuradas que el autor, por entonces residente de largo plazo en Cusco, realizó en Ollantaytambo y Cusco con profesionales involucrados en los trabajos de restauración, así como de sus propias observaciones del sitio durante cuatro semanas de trabajo de campo entre mayo y junio de 2018. Por lo tanto, todas las referencias en el texto extraídas de las entrevistas deben tomarse, a menos que se indique lo contrario, como comunicaciones personales. Otra limitación metodológica añadida tiene que ver con la ausencia de registros escritos detallados sobre las intervenciones referidas en el texto, lo cual explica el mayor peso concedido a las entrevistas. Aun así, el trabajo de campo incluyó trabajo de archivo en Cusco, donde el autor tuvo acceso a informes relevantes sobre las intervenciones, elaborados por el Ministerio de Cultura y por el Proyecto Especial COPESCO. Estos informes compensan parcialmente la ausencia de fuentes escritas más específicas. Debido a que algunas de las opiniones expresadas en el texto pueden resultar controversiales, se ha cambiado el nombre del colaborador principal.

ANTECEDENTES

El pueblo de Ollantaytambo, ubicado en el valle sagrado del río Urubamba, a poca distancia de Machu Picchu, es uno de los lugares más visitados de la región. Un río divide el pueblo en dos partes diferenciadas: el centro urbano, conocido como Qosco Ayllu, y el área ceremonial/monumental, dividida a su vez en varios sectores y físicamente dispuesta en forma escalonada desde las alturas de la llamada «fortaleza» hasta las terrazas y los sectores inferiores (figs. 1-3). La proximidad de Machu Picchu, así como la magnitud de su sitio inca, hacen de Ollantaytambo un foco principal de atención de turistas culturales nacionales e internacionales que congestionan el pueblo durante la mayor parte del año. El pueblo ha conservado el que es probablemente el mejor ejemplo de urbanismo inca antiguo, incluyendo la traza original y la cantería. Las calles están organizadas en kanchas incas, con canales que distribuyen el agua limpia de las montañas con fines sanitarios y utilitarios. Aprovechando este hecho, más la cercana presencia de comunidades campesinas quechua-hablantes, la industria turística y la propaganda regional han publicitado Ollantaytambo como una «ciudad inka viva» (en este caso la k funciona como marcador de una supuesta autenticidad cultural ininterrumpida).

La etnohistoria (Glave y Remy, 1983) nos informa del origen preincaico de Ollantaytambo, antes de que Pachakuti Yupanki lo incorporara por la fuerza alrededor de 1460 a su red personal de propiedades reales después de haberlo reconstruido. ¿Qué pasó con el asentamiento inca y con el centro ceremonial durante la colonia y la república? Los españoles, con sus haciendas y los mestizos continuaron habitando el pueblo, en tanto que el centro ceremonial se abandonó y se convirtió en un área de uso agrícola y ganadero. Los pobladores se abastecieron de las construcciones y las terrazas para proveerse de material de construcción. Todavía en tiempos recientes el sector de Inkamisana se usaba como cantera (Gibaja, 1984).

Figura 1 Plano general de Ollantaytambo con el sector ceremonial a la izquierda y Qosco Ayllu a la derecha. 

Figura 2 Terrazas en el sector ceremonial / fortaleza. 

Figura 3 Vista de Manyaraqui e Inkamisana desde las terrazas. 

A partir de la década de 1970, cuando el Perú se embarcó en un programa a gran escala de puesta en valor de su vasto legado prehispánico para consumo turístico y también con propósitos de construcción nacional (Silverman, 2002; Rice, 2015), la cultura material prehispánica asumió una gran importancia en este proceso como evidencia física de un pasado peruano idealizado.

La recuperación y presentación pública del pasado prehispánico planteaba el tema candente de la restauración: ¿qué versión del pasado material había que exhibir ante el público y qué clase de intervención en su cuerpo físico requería? Lo que estaba en juego aquí era la condición de las ruinas antiguas y qué hacer con ellas. Esto solo formaba parte de un debate internacional mucho más amplio, por el que los países se habían preguntado reiteradamente sobre el rol de sus ruinas premodernas en el presente (Jokilehto, 2007; Arrhenius, 2013). ¿Había que permitir su desmoronamiento como parte de su proceso natural o había que reconstruirlas? Y si fuera este el caso, ¿con qué propósito? ¿Hasta qué punto? ¿Y con qué materiales y técnicas? El Perú tuvo que enfrentar dilemas similares desde su independencia en 1821.

En Ollantaytambo, diferentes profesionales al servicio del Estado (principalmente arqueólogos, pero también arquitectos) han estado a cargo de varios episodios de restauración en los últimos cuarenta años. En la siguiente sección se presta atención particular a un conjunto de intervenciones ejecutadas por el Ministerio de Cultura y el Proyecto Especial COPESCO en el sector ceremonial, principalmente.

CRÓNICA DE UNA RESTAURACIÓN

Entre 1975 y 1980, Unesco promovió el proyecto PER-39 en el sur del Perú, bajo la dirección del arquitecto cusqueño Roberto Samanez con su equipo. Samanez había estudiado restauración monumental en Roma. Según él, el objetivo del proyecto era la incorporación en los Andes de las convenciones de Unesco de 1970 y 1972 a través de la puesta en valor del patrimonio arqueológico comprendido dentro del corredor Cusco-Puno. Ambas convenciones perseguían la generación de ingresos a través del turismo. Los sitios incas ubicados en el valle sagrado del río Urubamba, como Ollantaytambo y Machu Picchu, se situaban dentro del área de influencia del proyecto. Por aquellos años, con el apoyo del INC (antecedente del Ministerio de Cultura) y el financiamiento de Naciones Unidas, se implementó el Plan COPESCO para lograr el desarrollo económico a través de la puesta en valor de los monumentos y su promoción turística.

No era la primera vez que se intervenía en el sitio. Ya en 1936, el arqueólogo peruano Luis Llanos había limpiado parcialmente la fortaleza y había consolidado pequeñas partes de esta. Además, Luis Pardo, otro arqueólogo nacional, realizó excavaciones menores en 1937, 1946 y 1957. Después de eso, el INC y COPESCO restauraron Ollantaytambo en dos fases diferentes: entre 1980 y 1982 se restauró y se puso en valor el sector ceremonial, mientras que Qosco Ayllu fue objeto de acondicionamiento. Una segunda fase, ejecutada por COPESCO entre 1993 y 1998, se concentró en Qosco Ayllu. La novedad de estas intervenciones, como ha observado Protzen (2005), radicaba en la nueva escala de la reconstrucción, que excedía considerablemente meros trabajos previos de consolidación, reparación o restauración.

La arqueóloga Arminda Gibaja estuvo al frente de la intervención de 1980-1982, enfocándose en la conservación. Los objetos de la intervención fueron los sectores inferiores dentro del área ceremonial conocidos como Inkamisana y Manyaraqui, donde se ubicaba la plaza inca original (figs. 4 y 5). En su informe final (Gibaja, 1984), la arqueóloga describió la condición de estos sectores anterior a los trabajos. A menos que se indique lo contrario, la información de los siguientes tres párrafos proviene de este informe. Parte de estos sectores había pasado a ser por entonces propiedad privada, lo que dificultaba las cosas. Gibaja se refirió a Inkamisana como un conjunto de parcelas agrícolas cercadas en mitad de las cuales se hallaban numerosos elementos líticos que no podían moverse debido a su tamaño y su peso. En cuanto a Manyaraqui, el lugar se había convertido en un corral desordenado. Los muros se habían desmantelado y reutilizado para necesidades contemporáneas de alojamiento.

Comparado con el relativamente buen estado de conservación de la fortaleza gracias a los trabajos de limpieza y mantenimiento de Llanos en 1936, Gibaja dio cuenta del estado de abandono de un área monumental degradada por una combinación de factores naturales y humanos. La erosión causada por las condiciones atmosféricas, más el crecimiento incontrolado de vegetación, raíces y árboles, no solo había dañado la estructura física y los materiales, sino que también obstruía la vista del centro urbano desde la fortaleza (fig. 6). El complejo de fuentes en Manyaraqui estaba cubierto de lodo debido a deslizamientos y requería excavación, limpieza y restauración. Además, algunas piedras se habían desprendido de sus estructuras originales y en ocasiones se habían desplazado. Este era el caso de la portada del templo. En este y otros casos no había manera de saber cuál era su posición original. Los residentes no tenían claro si se trataba originalmente de una portada o simplemente de un nicho. Gibaja lamentaba que buena parte del espacio se hubiera convertido en campos agrícolas donde vagaban los animales y que los pobladores hubieran construido incluso una plaza de toros a la entrada del monumento usando las terrazas incas como gradas para acomodar a los espectadores.

Inkamisana y Manyaraqui se habían ocupado durante los tiempos coloniales y contemporáneos. Las estructuras habían cambiado de función. Se habían abierto nuevas ventanas y puertas, mientras que otras más viejas se habían desmontado o cerrado, siguiendo criterios utilitarios de los pobladores. Muchos de los cercos levantados para delimitar las parcelas agrícolas tuvieron que ser demolidos. Otros eran privados y precisaban expropiación en el futuro. En la fortaleza, las intervenciones anteriores habían abierto vanos en los muros para facilitar el acceso y la circulación de los turistas. Estas aberturas no existían antes. Junto a esto, se habían construido escaleras para facilitar el acceso a los espacios superiores. También, y bajo condiciones de reocupación continua de los residentes, se habían acomodado hogares en los muros originales abriendo huecos en ellos. Además, algunos muros habían sido agujereados en la búsqueda de tapados.

Figura 4 Excavaciones en Inkamisana (fotografía del archivo COPESCO). 

Figura 5 Inkamisana después de la restauración (foto del archivo COPESCO). 

Figura 6 Manyaraqui (foto del archivo COPESCO). 

Figura 7 Anastilosis en Inkamisana (foto del archivo COPESCO). 

Se usaron técnicas de calzadura para la restauración. El equipo de Gibaja reemplazó el característico mortero inca de arcilla y gravilla por un mortero de cal, arena y una pequeña cantidad de cemento. Para restaurar los muros se siguió la técnica de la anastilosis, proceso mediante el cual un edificio o monumento en ruinas se restaura usando los elementos arquitectónicos originales hasta donde esto es posible (fig. 7), según las recomendaciones de las Cartas Internacionales, particularmente la Carta de Venecia de 1964. En Manyaraqui, las cabezas de los muros se consolidaron con cubiertas para prevenir daño adicional por causa de la lluvia y de otras condiciones atmosféricas adversas.

LOS DEBATES INTERNACIONALES SOBRE RESTAURACIÓN

Los trabajos de restauración en Ollantaytambo no se desarrollaron en un vacío teórico. De hecho, se vieron considerablemente influidos por una larga historia de teoría y práctica de la conservación, particularmente en Europa. Los arquitectos y arqueólogos que trabajaron en el sitio se habían formado en universidades nacionales donde estas teorías y modelos del otro lado del Atlántico circulaban y se enseñaban regularmente. Más aún, algunos de los arquitectos involucrados en el proyecto PER-39/COPESCO habían obtenido becas para estudiar en el extranjero. Era el caso de Roberto Samanez, director del proyecto, quien había estudiado restauración monumental y restauración de pintura mural clásica y renacentista en Roma. Según Samanez, con fondos de Naciones Unidas COPESCO financió cursos de capacitación en restauración y conservación de monumentos para arquitectos y arqueólogos, así como otro curso en restauración de obras de arte para restauradores. El ICCROM (Centro Internacional para el Estudio y la Preservación de la Propiedad Cultural) estaba a cargo de la capacitación.

Como se mostrará más adelante, todas estas circunstancias fueron relevantes para comprender la orientación que guio las intervenciones, así como el impacto en la presentación pública del sitio. De hecho, la figura del arquitecto restaurador asumió un enorme significado durante todo el proyecto. Ellos eran, en teoría, los únicos habilitados para llevar a cabo los trabajos de restauración en el sitio (Gibaja, 1984; Peña, 1998).

Siguiendo a Jokilehto (2007), el Movimiento Moderno de Conservación, que establece la relevancia social contemporánea del patrimonio y los principales conceptos y políticas actualmente en vigor, fue el resultado de una larga historia de debates y prácticas. Sus principios fundamentales de preservación habían sido delineados en la Europa del siglo XVIII y tenía sus raíces en el Renacimiento italiano, si no antes. Algunos de los factores clave eran un nuevo sentido de historicidad que implicaba la separación entre el presente y el pasado, la nostalgia romántica por un pasado perdido, así como la conmoción causada por la destrucción alentada por la industrialización.

Desde el comienzo de los debates, diferentes tipos de prácticas de restauración coexistieron, oscilando entre la destrucción y la modificación de las ruinas, así como su reconstrucción. Hacia mediados del siglo XIX los debates giraban en torno a preguntas como hasta qué punto había que restaurar, o si las mutilaciones y huellas del tiempo debían repararse o no. La influyente teoría de Viollet-le-Duc de la «restauración estilística» se aceptó en Francia y en el extranjero. Esta teoría postulaba la restitución de un edificio a su forma original preexistente, sin importar los cambios ocurridos a lo largo de la historia. En la práctica esto significaba que se podían usar materiales modernos para apuntalar edificios antiguos. Lo que contaba no eran solo las apariencias sino, sobre todo, la estructura (Jokilehto, 2007).

Mientras que Viollet-le-Duc alcanzaba reconocimiento mundial en la segunda mitad del siglo XIX, otros lamentaron la pérdida de la pátina del tiempo en edificios históricos. En Inglaterra Ruskin y Morris reaccionaron contra lo que consideraban la destrucción de la autenticidad histórica del edificio y abogaron por la defensa de su verdad material. Manteniendo a raya el deterioro natural mediante la reparación y el cuidado diario, había que preservar las alteraciones y adiciones históricas. Ninguna imitación o copia estaba justificada, excepto para preservar registros de grandes obras de arte. Para estos teóricos, la antigüedad contribuía a la belleza de la obra de arte, poniendo de esta manera el acento en la historicidad, mientras que al mismo tiempo resaltaban los límites de la restauración científica y de sus abusos técnicos (Jokilehto, 2007).

Desde entonces, la intervención mínima se ha recomendado ampliamente. Central para la teoría del siglo XX, aunque reexaminado en las últimas dos décadas, ha sido el concepto de preservar la «integridad» y la «autenticidad» (u originalidad) del monumento mediante la ciencia. Las últimas tendencias enfatizan el relativismo cultural y la diversidad para adaptar estos conceptos a tradiciones históricas heterogéneas. Pero, al mismo tiempo, el valor de la universalidad permanece como uno de los pilares de la teoría patrimonial. La ciencia y la tecnología han asumido un protagonismo proverbial en las iniciativas de restauración. Ello ha incrementado sustancialmente el alcance y la gama de las intervenciones gracias al conocimiento adquirido y a los nuevos métodos introducidos en la restauración; pero, por otro lado, ha suscitado objeciones cuando la tecnología ha inhibido el uso de métodos y materiales tradicionales, afectando al sentido de autenticidad. Las tendencias modernas en conservación descansan en gran medida sobre el debate entre la autenticidad y la continuidad histórica. Esta última reconoce la necesidad de salvaguardar culturas vivas y conocimiento tradicional, y de esta manera, supone la aceptación del cambio como un principio esencial en el proceso.

Esto es relevante para el caso de Ollantaytambo. En particular, la restauración del sitio estuvo notablemente influida por las teorías de Viollet-le-Duc, que promovían el retorno de una construcción a su supuesta forma original, independientemente de los materiales y técnicas que se emplearan. Estas teorías servían bien a los objetivos de una creciente industria turística que confiaba en gran medida en nociones de una autenticidad des-historizada para atraer el turismo cultural a la zona.

LAS CRÍTICAS A LA RESTAURACIÓN

Esta sección se basa principalmente en dos entrevistas mantenidas con Martín Barrios, arqueólogo del Ministerio de Cultura en Ollantaytambo. La primera entrevista se realizó en el sitio, mientras caminábamos por el sector ceremonial y Qosco Ayllu, que fue ampliada por una segunda entrevista en Cusco unos días después. Otras voces de profesionales que participaron en el proyecto PER-39 se unen a esta conversación a medida que progresa la sección.

Barrios era muy crítico con el trabajo de restauración llevado a cabo en el sitio y de los criterios que se siguieron. Para el sector ceremonial (Inkamisana) señaló una serie de errores, en particular el uso de mortero, gravilla y cal, lo que había borrado el mortero amarillento usado por los incas. Esto iba contra las cartas internacionales para la conservación y restauración (Venecia, 1964) y sobre la autenticidad (Nara, 1994) [ICOMOS, 1994]. Sus efectos sobre la piedra se traducían en la formación de una pátina o mancha negra (fig. 8). «Fue un abuso», declaró Barrios, «una reconstrucción exagerada, a veces sin bases formales o evidencia seria». A su manera de ver, el uso de la cal fue un error. En el pasado se había aplicado en la restauración de Machu Picchu para proporcionar estabilidad y durabilidad, incluso aunque era extraña al material original. Sin embargo, su uso solo había desencadenado la degradación de la piedra, así como la aparición de hongos y líquenes. Para Barrios, el proceso de reconstrucción de Inkamisana había alterado la estereotomía inca al usar un tipo de piedra plana traída de fuera de Ollantaytambo. Como consecuencia de ello, no había manera de diferenciar lo original de lo reconstruido, lo que él, basándose en las recomendaciones de las cartas internacionales, consideraba un mal criterio.

Para Barrios, el objetivo de la restauración había sido mostrar el sitio como un monumento inca. Él mismo advirtió lo paradójico de que, mientras Ollantaytambo era un sitio históricamente inacabado (Paternosto, 1996), algunas reconstrucciones se habían completado. Bajo su punto de vista este tipo de restauración había distorsionado el mensaje, la visión y el método de la arquitectura inca. Ollantaytambo no era solo un sitio inca: también contenía restos preincaicos, coloniales y republicanos. Y, sin embargo, para el arqueólogo las diferentes fases de construcción y períodos históricos en el sitio se habían descuidado, sin ningún tratamiento específico para cada una de ellas; por lo contrario, todas habían sido objeto de la misma intervención genérica. Esto era relevante en la medida en que los diferentes grupos étnicos de las distintas partes del imperio que habían

Figura 8 Restauración en Inkamisana. 

trabajado en el sitio -incluyendo a los yanacona o sirvientes-, cada uno con sus técnicas constructivas diferenciadas, habían dejado una huella en él.

Barrios tocó otros temas adicionales durante nuestro recorrido por el área ceremonial. Por ejemplo, la presencia de piedras descontextualizadas a la entrada de este sector. Igualmente, el uso arbitrario de materiales modernos, como cemento y PVC, que eran muy cómodos y fáciles de manipular pero que no se veían bien. Más aún, la «reinvención» o «fabricación» de algunas fuentes en Manyaraqui cuyo flujo de agua había sido manipulado para agradar al turista (fig. 9). Además de todo esto, un cuestionable uso de la anastilosis, sin evidencia apropiada del material original, así como el uso de cubiertas de protección para estructuras antiguas que tendían a confundirse con los tejados originales (fig. 10).

Figura 9 Fuente en Manyaraqui. 

Figura 10 Cubiertas en Manyaraqui. 

La verdad es que Barrios no estaba solo en la formulación de cargos contra el trabajo de restauración en el sitio. El arqueólogo estadounidense J.P. Protzen, autor de un importante y conocido estudio sobre la arquitectura inca de Ollantaytambo (Protzen, 2005), también ha expresado serias preocupaciones respecto de las intervenciones. Además de desaprobar la nueva escala de la reconstrucción, su opinión es que las estructuras se rediseñaron y reconstruyeron con poca consideración por la evidencia disponible. La (auto)crítica también ha venido del lado de Samanez y de Américo Carrillo, otro arquitecto-restaurador y miembro del equipo de Samanez en aquel entonces. Samanez concordaba con Barrios en que la anastilosis se debería haber hecho de otra manera. Este método está recomendado en la carta de Venecia. Sin embargo, para el arquitecto a cargo del proyecto PER-39, el trabajo se había realizado sin evidencia, siguiendo el cuestionable ejemplo de anteriores restauraciones en Machu Picchu. Carrillo reconoció que usar cal en Ollantaytambo había sido una mala idea. No obstante, cuando el autor la entrevistó en Cusco, Gibaja insistió en que las intervenciones se habían llevado a cabo dentro del marco referencial de las cartas internacionales.

En el curso de las conversaciones con Barrios habían salido algunos temas relevantes. En primer lugar, el rol prominente del arquitecto-restaurador en las intervenciones. Tanto Samanez como Carrillo eran arquitectos-restauradores con formación en restauración. Como ha quedado dicho, el primero había estudiado restauración de monumentos en Roma, donde también se había capacitado en pintura mural clásica y renacentista. Igualmente, Carrillo se había educado en teoría de pintura mural. Esto es importante, porque los arquitectos-restauradores eran los profesionales específicamente nombrados por Unesco para supervisar las intervenciones del PER-39 en Ollantaytambo. La razón de esta preferencia, como explicó Carrillo, era que, contrariamente a los arqueólogos y a otros profesionales autorizados para restaurar, el arquitecto-restaurador poseía una formación conceptual más completa y estaba más al tanto de las diferentes tendencias y escuelas. Claramente, esta preferencia solo reforzaba la orientación artística y esteticista que informaba el enfoque de Unesco sobre la restauración.

Esta diferenciación adquiría todo su sentido dentro del profundo antagonismo profesional en el Cusco, aún vigente, entre arquitectos y arqueólogos. Para estos últimos, los primeros no respetaban la autenticidad histórica del edificio y se tomaban la libertad de modificarlo sin realizar investigación histórica antes. No obstante, si el foco original, como recomendaba la Carta de Venecia, se ponía en la restauración y la consolidación antes que en la reconstrucción, finalmente las cosas no tomaban esa dirección y la reconstrucción parecía haberse impuesto a la restauración en el sector ceremonial. «Tuvimos problemas con nuestros trabajadores y equipo técnico», reconoció Samanez; «Tuvimos que enseñarles la diferencia entre restauración y reconstrucción, menos aún una reconstrucción que pudiera ser engañosa o que estuviera basada meramente en hipótesis».

La idiosincrasia de la fuerza de trabajo había sido un factor en juego, pero no era el único. Barrios señaló, como característica típicamente cusqueña, el perfil altamente individualista de los profesionales al frente de las intervenciones, fueran arquitectos, arqueólogos o antropólogos, normalmente en un contexto de gran rivalidad y competencia entre ellos. Cada uno de ellos ejercía un grado de autonomía amplio y organizaba «escuelas» de trabajadores a su alrededor. Sus métodos eran posteriormente transferidos a sus trabajadores. Esta peculiar configuración de escuelas se daba también en el ámbito nacional. En Lima existía también un patrón similar. Se formaban «escuelas» en torno a arqueólogos renombrados, o incluso en torno a instituciones como la Pontificia Universidad Católica y la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Lo que estaba en juego aquí era el prestigio de Lima frente al Cusco. Barrios reconocía que las universidades limeñas trabajaban más la teoría y los métodos en comparación con sus contrapartes cusqueñas.

Tanto Barrios como Carrillo estaban de acuerdo en que un monumentalismo inspirado en modelos europeos se había impuesto en Ollantaytambo debido al liderazgo de los arquitectos-restauradores en las intervenciones. En particular, la influencia del estructuralismo (o restauración estilística) de Viollet-le-Duc se había hecho sentir con fuerza, con su interés en mantener la forma original de un edificio, hasta el punto de poder restituirlo completa y arbitrariamente. En nombre de la unidad de estilo se justificaban las alteraciones en forma de remoción de adiciones posteriores y de modificaciones del original, al igual que el uso de materiales nuevos para sostener la estructura (Jokilehto, 2007). Carrillo lo expresó de esta manera:

Por mi formación en restauración aprendí la intervención estructural. Alterar el material no suponía ningún problema. Por ejemplo, se podía insertar hierro en un edificio prehispánico o colonial mientras se preservara la forma ideal. El monumentalismo era el paradigma dominante en aquellos tiempos.

La formación de Samanez y Carrillo en pintura mural (italiana) tuvo implicancias para la restauración del sitio. Barrios pensaba que la formación italiana de ambos se había traducido en distorsiones y transgresiones. El monumentalismo y el uso de la cal habían sido algunas de ellas. Sin embargo, había también un componente de pintura mural que entrañaba el empleo de químicos en el tratamiento de los muros. Estos procedimientos diferían de una tecnología andina lítica específica basada en un respeto religioso por el material. Para este autor, se trataba también de una errónea conceptualización de los muros incas como superficies planas en dos dimensiones, rebajando la importancia de la notable cualidad táctil, sensorial y espacial de una arquitectura inca en tres dimensiones que, de una manera activa e intencional, compromete los distintos sentidos, además del visual (ver Nair, 2015).

Teniendo en cuenta esta aproximación en dos dimensiones a la restauración, se podría argumentar que la tradición representativa europea, junto al rol protagónico de la fotografía en el turismo de masas contemporáneo, han contribuido a (re)producir una versión de postal de la arquitectura inca en el sitio. Esto no puede sorprender mucho dada la cercana presencia de Machu Picchu, uno de los monumentos más fotografiados y reproducidos del mundo.

MACHU PICCHU

Barrios, Samanez y Carrillo habían enfatizado el ideal del monumento (inca) como sustento de las prácticas de restauración en Ollantaytambo, como si este ideal fuera algo natural. Sin embargo, el concepto de «monumento» había sido producido históricamente (Choay, 2001). Procedía del griego mneme (memoria, memorial) y con la voz latina monumentum había adquirido connotaciones morales y políticas, como para advertir y recordar a los espectadores del poder de los gobernantes. A comienzos del siglo XX el filósofo austriaco Alois Riegl había reflexionado sobre lo que llamaba «el culto moderno al monumento». Riegl distinguía entre el monumento «intencional» y el «no intencional». El primero, propio de los pueblos premodernos, tenía en su origen la intención de recordar y mantener viva la memoria; el segundo, inaugurado en el Renacimiento, carecía de valor conmemorativo. Antes bien, sus valores eran subjetivos y construidos dentro del marco del arte y de la historia del arte occidental. Casi cualquier cosa que revelase el paso del tiempo podía calificar como monumento, y la fragilidad, contrariamente a la permanencia, era su sello de identidad. Si en el monumento intencional la antigüedad era un intento de trascender la distancia temporal, el no intencional, impregnado del valor moderno de la antigüedad y de un sentido de pérdida, era esencialmente un objeto histórico, partido por la separación irreversible entre el pasado y el presente y, por lo tanto, susceptible de convertirse en «patrimonio».

Si existe hoy en día un monumento inca verdaderamente «no intencional» (en el sentido empleado por Riegl), este es sin duda Machu Picchu, que era un memorial en origen, como buena parte de la arquitectura inca imperial. La ascendencia de la reconstrucción de Machu Picchu sobre la de Ollantaytambo merece una exploración más detenida.

Barrios y Carrillo habían llamado la atención sobre el programa de reconstrucción a gran escala de Machu Picchu. Sus estimaciones coincidían: aproximadamente un 70% de lo que se ve hoy día en el célebre sitio inca ha sido (arbitrariamente) reconstruido. La influencia de Machu Picchu sobre los imaginarios cusqueños era (es) enorme. El incanismo, que basa la grandeza pasada y presente de Cusco sobre una identidad inca en buena parte imaginada y construida en torno a los restos materiales del pasado prehispánico, no se puede entender sin este lugar (De la Cadena, 2000). Luis Valcárcel (1981), uno de los indigenistas más influyentes, había establecido en sus escritos la visión canónica de Machu Picchu: era una ciudad sagrada, la culminación de la cultura inca, así como un lugar de comunicación con el cosmos. Su condición de maravilla del mundo se reforzaba y legitimaba simultáneamente a través del turismo internacional. Barrios articulaba este sentimiento de una manera idiosincrática: «Somos machupicchólogos», dando a entender con esto que Machu Picchu se había construido en los imaginarios cusqueños como el epítome de la incanidad (operación que había sido exitosa desde el punto de vista del turismo). «Han inculcado nuestras mentes de incanismo, de regionalismo, y de ahí nuestro chauvinismo», comentó.

En consecuencia, el paradigma de reconstrucción y presentación de Machu Picchu había contagiado todas las demás intervenciones regionales. Un sitio tan cercano a él y tan icónico como Ollantaytambo no podía escapar de ningún modo al hechizo de Machu Picchu. Barrios confirmaba este punto: «El criterio era hacer el sitio lo más inca posible». En la práctica, y siguiendo uno de los presupuestos fundamentales del indigenismo en cuanto a la restauración, tal y como me informó Carrillo, ello implicaba la remoción de todos los elementos coloniales de las construcciones prehispánicas, coincidiendo así con la restauración estilística.

Si, como se ha explicado, la ascendencia de Machu Picchu tuvo una considerable influencia sobre las intervenciones en Ollantaytambo, falta por explorar en más detalle qué fuerzas contribuyeron a construir Machu Picchu como un ícono inca desde su «descubrimiento» en 1911. Siguiendo a Cox (2012), la expedición de la Universidad de Yale liderada por Hiram Bingham tenía por objetivo último la recolección de artefactos para sus propias colecciones. Para legitimar tal propósito, la universidad confió en la virtud y autoridad universal de la ­ciencia. Por tanto, la ciencia (arqueología) fue el primer paso para visibilizar Machu Picchu en tanto que monumento y, en consecuencia, objeto coleccionable. A través de la limpieza, reconfiguración y reconstrucción de la ahora redescubierta «ciudad perdida», había que hacer desaparecer el tiempo para convertirla en un monumento ahistórico e intemporal digno de la ciencia (Cox, 2012).

Otra práctica científica, objetiva y ampliamente utilizada en la expedición de Bingham -la fotografía- no solo contribuyó a la circulación internacional de Machu Picchu: conjuró también un encuadre específico de una ciudad «perdida y escondida tras las cordilleras» (Cox, 2012). Para Cox (2014), la fotografía, como un potente fijador de pueblos y de la historia, introdujo a Machu Picchu en lo que Salvatore (2003; ver también Gómez, 2007), al comentar la dependencia de imperios informales y hegemónicos de prácticas representacionales, ha llamado el «campo dominante de la visibilidad».

Volveremos a este punto más adelante. Por ahora, parecería como si Machu Picchu hubiera sido «fabricado» intencionalmente como ruina inca y que esta fabricación que había empezado con la ciencia y la fotografía hubiera sido continuada más tarde por el incanismo, la restauración y el desarrollo turístico. La «invención» de Machu Picchu no es una excepción en modo alguno. No faltan ejemplos de elementos «fabricados» en los Andes, así como en otras partes. En los Andes, uno de los casos más sonados es el de la reconstrucción de Tiwanaku efectuada por Posnansky en la cuenca del lago Titicaca, donde se movieron piedras a gran escala de un lugar a otro sin evidencia de su posición original (Sammells, 2012). En Europa, el estudio de Cócola (2014, 2015) sobre el barrio gótico de Barcelona evidencia la exitosa operación orquestada por las élites políticas y económicas de la ciudad en el siglo XX. Esta operación convirtió el barrio que rodea a la catedral en un monumento «gótico», siguiendo la restauración estilística promovida por Viollet-le-Duc en el siglo XIX, modelo que negaba el carácter del monumento como documento histórico. La agenda de las élites urbanas era doble: primero, afirmar los orígenes de Cataluña en la legendaria Edad Media, y segundo, promocionar Barcelona en el extranjero como un destino internacional de primera clase. Cócola (2014) señala que el mercado turístico y sus reglas absorbieron gradualmente la función política de la fabricación.

Si la «invención» de monumentos había servido fines políticos y económicos en Tiwanaku o Barcelona, Machu Picchu, Ollantaytambo y otros monumentos incas «fabricados» mediante la puesta en valor se prestaban a la misma lógica. El incanismo es la ideología política que sostiene esta fabricación con su retórica de una identidad inca para los cusqueños contemporáneos anclada en las viejas ruinas. Es la misma ideología que llevó a algunos trabajadores en Ollantaytambo, como recordaba Barrios, a tratar de emular -e incluso superar- a sus predecesores incas para hacer el sitio «lo más inca posible». La industria turística había capitalizado esta retórica al promover el valor del «pasado» en los proyectos de restauración. Samanez ilustraba este punto:

Enfrentamos la oposición de los agentes turísticos. No les gustaba el hecho de que nuestra restauración no era una réplica o copia exacta del original. Su idea era volver a lo inca, como en otras intervenciones o incluso en Machu Picchu, donde se había aplicado la anastilosis sin evidencia de las ubicaciones originales.

PUESTA EN VALOR Y TURISMO

El «campo dominante de la visibilidad» también funcionaba en Ollantaytambo. Permeaba la filosofía y la práctica de la puesta en valor, en tanto que implicaba la conversión de ruinas en monumentos (visibles) y su presentación pública. Después de todo, como sostiene Herring (2013), la comprensión occidental del arte inca había girado en torno a temas de visibilidad e invisibilidad, de inteligibilidad e ininteligibilidad, en la medida en que el carácter abstracto de la forma visual inca había supuesto un desafío considerable para la naturaleza icónica, textual y representacional de la tradición artística occidental (Paternosto, 1996; Dean, 2006). Si, tal y como Samanez y Barrios habían concurrido, Ollantaytambo había sido fabricado como un monumento para el turista, entonces se podría argumentar que una mirada turística homogeneizadora (ver Urry, 1990) había informado silenciosamente el trabajo de restauración para producir un sitio indefectiblemente «inca monumental» para ser aprehendido y consumido. La mirada turística es heredera de una visualidad occidental que, desde una perspectiva postcolonial (Salvatore, 2003; Fabian, 2014; Pratt, 2007), había funcionado históricamente como una herramienta cognitiva ideológica de cara a incorporar al «otro» a la hegemonía política occidental a través de distintos dispositivos de representación, tales como mapas, libros y dibujos.

Barrios expresó una profunda preocupación por los procesos de puesta en valor implementados en la región Cusco en aquellos años del proyecto PER-39 y en los que vinieron después. Para él, el problema no era solo que se hubieran inspirado en modelos europeos como malas imitaciones y sin haberse adaptado a la realidad local. Era también que su horizonte temporal era corto y que estaban diseñados solo para los arquitectos. La investigación arqueológica e histórica se había descartado o minimizado. Con el tiempo se dieron cuenta de que las intervenciones tenían que ser interdisciplinares. «Ahora es diferente», comentó Barrios, «el componente de investigación en los proyectos arqueológicos es más consistente, pero todavía estamos bajo la influencia de tendencias foráneas».

En el Perú, como en otros muchos países, la relación entre la puesta en valor del patrimonio cultural y el turismo es de naturaleza simbiótica. En las últimas décadas el Perú ha experimentado un enorme impulso en el desarrollo turístico, en tanto que el turismo cultural se ha convertido en fuerza motriz de la economía peruana, así como en un instrumento de la política estatal para proyectar una cierta imagen del país en el extranjero (Cánepa, 2013; Babb, 2010; Baud and Ypeij, 2009). Para Barrios, este extendido -y a menudo incontrolado- desarrollo ha tenido su costo, tanto en la mercantilización del legado prehispánico como en su integridad y originalidad, tal y como se definen en las cartas:

La consecuencia del desarrollo turístico para los procesos de puesta en valor implementados en la región Cusco es que demanda nuevos circuitos, nuevos lugares para visitar que requieren la puesta en valor. Los arqueólogos están desesperados por recuperar nuevos sitios para el turismo independientemente de cuán bien o mal lo hagan. El planeamiento es pobre y a corto plazo, con el resultado de proyectos errados. El proceso tecnológico se ve negativamente afectado. La expectativa de un acondicionamiento rápido incentiva el uso de materiales y tecnologías modernas que reemplazan a los tradicionales de cara a obtener mayor consistencia en menos tiempo.

Sin embargo, tal vez el principal problema desencadenado por una indiscriminada puesta en valor del legado material prehispánico y colonial concierne al dominio social. Frecuentemente, estos procesos se han implementado a expensas de la población local que vive dentro o cerca de los sitios, como ilustraba el informe de Gibaja. La literatura sobre el Perú (García, 2017, 2018) documenta casos de exclusión y desplazamiento de pobladores en el valle sagrado cuando los paisajes arqueológicos indígenas se patrimonializan y se transforman en «sitios» para la investigación científica y el consumo turístico.

CONSIDERACIONES FINALES

En el curso de las conversaciones, Samanez, Carrillo y, especialmente, Barrios habían expresado la opinión de que, en general, la restauración de Ollantaytambo había sido parcialmente defectuosa porque las intervenciones no habían respetado siempre las cartas internacionales, particularmente el principio de intervención mínima. También era defectuosa porque los modelos que se siguieron eran foráneos y porque habían hecho un ícono de una ruina inca cuyos significados para los pobladores no necesariamente coincidían con aquellos predicados por un discurso autorizado del patrimonio (García, 2018; Smith, 2006).

Sin embargo, había un punto apenas insinuado por Barrios relativo a la falta de adecuación de los trabajos a la realidad local que merece la pena ampliar y que concuerda con documentos oficiales más recientes, como la Declaración de Quebec (2008) sobre la preservación del espíritu de un lugar a partir de la reintegración orgánica de los elementos materiales e inmateriales del patrimonio. Se puede argumentar que la restauración fue inadecuada sobre todo porque no tuvo en cuenta una tradición andina de construcción, destrucción, enterramiento y reciclaje que deja poco margen para conceptos contemporáneos consagrados (si bien, de nuevo, reexaminados en los últimos años) en la restauración internacional, como la originalidad (o autenticidad) y la integridad. Estos conceptos emanan de una tradición cultural y ontológica europea informada por una concepción linear del tiempo y de la historia que entraña un sistema específico de relación entre el pasado y el presente. En este sistema, el presente se aleja progresivamente del pasado, en tanto que el tiempo se mueve hacia adelante siguiendo la flecha del progreso.

Dentro de semejante marco temporal la fractura es irreversible y con ella adviene un sentido de pérdida y nostalgia. Afirmar la originalidad y la integridad en obras de arte y monumentos solo es un síntoma de este anhelo por un pasado ya desaparecido, como si por medio de estos artificios ideológicos proyectados sobre la cultura material se pudiera reestablecer automáticamente el contacto directo con el pasado. A pesar de opiniones modernas que quieren considerar también los añadidos posteriores en las obras de arte como auténticos, la originalidad todavía presupone una cierta clase de forma material preexistente prístina e intacta en algún momento de la historia, la cual es recuperable en ocasiones a través de la investigación y la práctica científicas. No obstante, si pensamos cuántas veces un muro inca «auténtico» habría sido probablemente refaccionado por los mismos incas, quienes a su vez habían reciclado material constructivo de los pueblos que conquistaron o de los que les precedieron, la noción de originalidad se disuelve. Si pensamos en cómo los incas enfatizaron el sentido de proceso y las temporalidades dinámicas por encima de la forma y la permanencia, entonces los regímenes agresivos de conservación cultural en los sitios incas parecerían sospechosos, por lo menos, cuando no contradictorios.

De la misma manera, el paradigma actual dominante de conservación internacional, construido culturalmente, solo oscurece otras comprensiones y modos de cuidar de los objetos basados en el deterioro y la desintegración antes que en la preservación (Clavir, 2009). De hecho, es posible sostener que la restauración y la preservación en sí mismas, como práctica fundamentalmente occidental, es históricamente ajena a los Andes, donde sitios, edificios y objetos significativos no se excavaban o restauraban, sino que se enterraban regularmente (o se construían sobre estructuras anteriores), o incluso se quemaban, y no era raro (¿e intencionado?) que se dejaran inacabados, como en Ollantaytambo, Tiwanaku (Kolata, 1993) o Pikillaqta (Makowski, 2019).

En la tarea de buscar nuevos paradigmas para la protección y el manejo de sitios en los Andes será útil consultar documentos más recientes elaborados por Unesco, especialmente la Recomendación del Paisaje Histórico Urbano (Unesco, 2011). Este documento representa un giro desde un énfasis en los monumentos arquitectónicos al reconocimiento de la importancia de los procesos sociales, culturales y económicos en la conservación de valores urbanos. El documento refleja una conciencia de las carencias de los regímenes y enfoques de conservación convencionales en escenarios urbanos cada vez más complejos y en rápida evolución. La sustitución de la noción de «centro histórico» por la de «paisaje histórico urbano» es un paso adelante en el camino hacia soluciones de gestión del patrimonio más integradas y comprehensivas. Este enfoque de paisaje abarca un contexto urbano más amplio con sus escenarios geográficos e incorpora la dimensión intangible del patrimonio representada por elementos como la diversidad y la identidad. Además, incentiva procesos de participación de diferentes actores con intereses contrapuestos.

Todas estas consideraciones parecen muy razonables en comparación con regímenes de conservación estrictos y autoritarios mucho más limitados en su alcance. Un sitio como Ollantaytambo, especialmente el núcleo urbano, se beneficiaría de ellas sin duda, así como de un tratamiento general de paisaje cultural. Ello aliviaría las tensiones temporales y sociales derivadas de la imposición arbitraria de una «zona arqueológica» sobre el entramado urbano. No obstante, el documento se construye sobre -y valida- documentos anteriores y cartas donde los conceptos de originalidad, integridad y demás continúan operativos. Más aún, se sigue confiando en presupuestos y categorías contestadas como las de «significación cultural», «universalidad» (aplicada a valores y prácticas patrimoniales) y «desarrollo sostenible» (Babb, 2010).

Adicionalmente, parece dar por supuesto que todos los actores parten de una situación de igualdad en cuanto a las relaciones de poder, lo que no siempre es el caso ciertamente. En Ollantaytambo, como en los Andes y en otras tradiciones no occidentales, lo «culturalmente significativo» puede discrepar de valores dominantes y se decide normalmente por personas no indígenas con el capital político y cultural para hacerlo. Más aún, los críticos del patrimonio (Kirshemblatt-Gimblett, 2004; Meskell, 2002) han subrayado las tendencias etnocéntricas y homogeneizadoras dentro de Unesco y de otros organismos internacionales del patrimonio. La tensión no resuelta entre lo local y lo global asoma todavía en el documento, a pesar de declaraciones en favor de la diversidad cultural y las escalas regionales. En Ollantaytambo ello se traduce en la subordinación sistemática de las acciones patrimoniales a las directrices internacionales, mientras que a los «actores» locales apenas se les reconoce y se les trata como objetos pasivos (y normalmente molestos) de tales acciones. Además, el documento enfatiza el potencial del patrimonio cultural para fomentar el crecimiento sostenible en los ámbitos urbanos.

Por descontado que esto no tiene nada de malo, todo lo contrario. No obstante, tal énfasis puede activar inadvertidamente dinámicas de turistificación y mercantilización de los distritos históricos, así como la diferenciación social. Este es precisamente el caso de Ollantaytambo y de otros sitios andinos, donde el uso y abuso del patrimonio prehispánico como vector de desarrollo económico mediante el turismo cultural explica la urgencia por procesos de puesta en valor indiscriminados y cuestionables. Con todo esto en mente, ¿qué tipo de intervención patrimonial sería apropiada para un sitio como Ollantaytambo?

En primer lugar, el núcleo urbano no debería tratarse como «zona arqueológica», ni siquiera como «centro histórico». Estas categorizaciones temporales solo perpetúan la desafortunada separación entre el presente y el pasado contemporáneo, que se resuelven en relación jerárquica con implicancias sociopolíticas. En tanto que el pasado prehispánico se sitúa por encima del presente mediante su patrimonialización, las necesidades y las personas contemporáneas permanecen relegadas. A su vez, este modelo de preservación genera fricción y conflicto ya que no garantiza la protección del pasado material. En lugar de eso, se podría conseguir mayor protección permitiendo a los residentes acometer trabajos de renovación y mantenimiento en sus hogares dentro de parámetros más flexibles y negociables de los que existen ahora. No se deberían prohibir y castigar las invasiones en la «zona arqueológica», puesto que responden a dinámicas sociales actuales en curso que pueden aliviar la presión sobre el centro urbano. Más bien deberían manejarse y ordenarse adecuadamente.

En cuanto a los restos arqueológicos, sería mejor que se reciclaran o se deterioraran mediante su reutilización antes que forzar su destrucción a manos de los residentes cuando estos se enojan con el Ministerio de Cultura por las restricciones que se les impone en sus propias casas, como sucede hoy en día. Ciertamente este enfoque que se sugiere requeriría que los profesionales del patrimonio abandonaran conceptos dominantes de autenticidad e integridad y que reevaluaran críticamente sus propios conceptos del patrimonio. De modo análogo, ameritaría una perspectiva no monumental en Qosco Ayllu (así como en el sector ceremonial), que ya no debería promocionarse como «pueblo inka viviente», sino como una localidad andina habitada por gente contemporánea orgullosa de su legado, pero al mismo tiempo con expectativas perfectamente racionales de estándares de vida decentes y de control sobre su propio paisaje cultural.

En cuanto al sector ceremonial, las ruinas se han convertido en formas cerradas y estáticas mediante su patrimonialización. Es esencial que, en sintonía con una tradición andina dinámica y con su condición inacabada, sigan evolucionando y adaptándose a diferentes usos y funciones, además del turismo. En este sentido, un manejo compartido entre el Ministerio de Cultura y la comunidad sería deseable y cumpliría dos fines. Primero, garantizaría que la comunidad se beneficie económicamente de las ruinas; segundo, permitiría la participación local en actividades y estrategias de protección, promoviendo así un verdadero sentido de identificación con el sitio (ver Chirinos, 2021). Además, el sitio ya no debería ser un «sitio». Debería recuperar, en línea con la Declaración de Quebec, su antigua condición de lugar. Contrariamente a los sitios y a los destinos, los lugares conservan una cualidad de identidad, sociabilidad y devenir histórico (Augé, 2008). Esto significa que prácticas socioculturales y políticas consuetudinarias actualmente prohibidas, como la actividad agropecuaria y las reuniones comunales, deberían permitirse, si bien de una forma regulada. En cuanto a las prácticas de restauración, deberían cuidar de no borrar un sentido de paso del tiempo y de proceso, por ejemplo, cuando se limpia toda la vegetación de las estructuras y los senderos.

CONCLUSIONES

Este artículo ha reflexionado sobre unos cuantos temas y acciones concernientes al patrimonio arqueológico de Ollantaytambo. Se ha detenido en las condiciones teóricas y materiales bajo las cuales se desarrollaron algunos episodios de ­restauración en lo últimos cuarenta años en un contexto de crecimiento turístico. Este trabajo ha sido objetado sobre la base fundamental de que respondía a tendencias foráneas que no honraban una tradición andina específica de cuidar de la cultura material. Por lo contrario, se aplicaron modelos europeos procedentes de una larga historia de debates teóricos y prácticas. Estos modelos descansaban sobre una aproximación monumental a las obras de arte del pasado, así como sobre una tradición artística visual que en gran parte ha convertido estos objetos artísticos en íconos.

Junto a ello, los regímenes patrimoniales dominantes en Ollantaytambo solo han reforzado la fractura entre el pasado y el presente. También han generado fricción y conflicto social por su incapacidad para integrar los elementos tangibles e intangibles del patrimonio, por subordinar a los pobladores contemporáneos y sus necesidades a las expectativas del turismo cultural y el desarrollo económico, y por no conceptualizar los sitios y centros históricos como paisajes culturales.

El turismo cultural convierte monumentos no intencionados en intencionados. Ollantaytambo -como Machu Picchu y otros muchos sitios incas puestos en valor- se ha construido como tal. La arquitectura inca era mnemónica en origen. Los sitios y los edificios se construían para recordar más fácilmente a los gobernantes (Nair, 2015). Su propósito conmemorativo se ha resignificado con su patrimonialización. Ahora son los turistas y los guías los que asignan significados nuevos y arbitrarios a los restos materiales del pasado. Si estos edificios se erigieron originalmente para vencer al tiempo, para reintegrar el pasado al presente al mantener viva la memoria (Arrehnius, 2003), su incorporación a la industria del patrimonio les ha fabricado un nuevo marco temporal, marco que violenta una temporalidad andina que resiste el tiempo lineal y que funde el pasado con el presente de distintas maneras. En lugar de eso, estas ruinas descansan ahora sobre la producción de distancia temporal, de un pasado legendario y remoto para destacar su otredad y su valor de antigüedad y hacer de ellas preciadas mercancías. La restauración, como artefacto normalizado y manipulador del tiempo del proyecto político occidental, ha sido parte integral de este retorno deliberado, y rentable, a un pasado inca perdido.

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Declaración: El autor declara contar con la autorización de difusión académica libre de todo material (información e imagen) contenido en el artículo.

Recibido: 23 de Marzo de 2019; Aprobado: 04 de Julio de 2022

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