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Anthropologica

versión impresa ISSN 0254-9212

Anthropologica vol.40 no.48 Lima ene./jun. 2022  Epub 29-Ago-2022

http://dx.doi.org/10.18800/anthropologica.202201.010 

Temas urbanos

De la casa al barrio y del barrio a la ciudad. Un análisis de las trayectorias urbanas de jóvenes migrantes peruanos en la ciudad de Córdoba, Argentina

From the house to the neighborhood and from the neighborhood to the city. An analysis of the urban trajectories of young Peruvian migrants in the city of Córdoba, Argentina

1Centro de Investigaciones y Transferencia de Rafaela (CONICET y Universidad Nacional de Rafaela) - Argentina, denisezenklusen@gmail.com

Resumen

El siguiente trabajo propone reflexionar sobre la articulación entre migración, jóvenes y espacio urbano a partir de contemplar y reconstruir las formas de habitar, circular y producir la ciudad. Desde un enfoque etnográfico, basado en entrevistas en profundidad, observación participante y recorridos comentados, analiza las trayectorias cotidianas y urbanas de jóvenes migrantes peruanos y peruanas que residen en dos barrios periféricos de la ciudad de Córdoba, Argentina. Los resultados muestran el lugar central que ocupan los y las jóvenes peruanos en los proyectos migratorios familiares y, específicamente, en la producción de tres espacios: la casa, el barrio y la ciudad, al mismo tiempo que estos espacios condicionan los modos de ser jóvenes en la ciudad.

Palabras clave: jóvenes; migración; espacio urbano; trayectorias espaciales; género

Abstract

The following work proposes to reflect on the articulation between migration, young people and urban space by contemplating and reconstructing the ways of inhabiting, circulating and producing the city. From an ethnographic approach, based on in-depth interviews, participant observation and commented tours, it analyzes the daily and urban trajectories of young Peruvian migrants living in two peripheral neighborhoods of the city of Córdoba, Argentina. The results show the central place that young Peruvian men and women occupy in family migration projects and, specifically, in the production of three spaces: the house, the neighborhood and the city. At the same time, these spaces condition the ways of being young in the city.

Keywords: youth; migration; urban space; spatial trajectories; gender

INTRODUCCIÓN

En el campo de las ciencias sociales existe una preocupación por comprender la articulación entre el espacio urbano y la movilidad humana. Dentro de esta amplia temática surge la pregunta por la manera en que los y las migrantes se incorporan a la ciudad. En Argentina, por tratarse de una sociedad marcada por las migraciones internas e internacionales desde la consolidación del Estado-nación, este campo de estudio posee su trayectoria. Puntualmente, desde la década de 1990, las migraciones desde países limítrofes y del Perú han ocupado un lugar central en los estudios migratorios desde una mirada de lo urbano, no solo por su relevancia demográfica, sino por las posiciones que ocupan estas poblaciones en las diferentes ciudades del país (Matossian, 2015; Vacotti, 2017; Canelo, 2018; Perissinotti, 2019).

Sin embargo, la mayor parte de estos trabajos -que tienen como protagonistas a los y las migrantes- lo hacen sesgados por una mirada adultocéntrica. Es decir, son escasas las investigaciones que proponen a los y las jóvenes migrantes como protagonistas centrales de la producción del espacio en la ciudad. Tomando los aportes de los estudios sobre juventudes, autoras y autores como Chaves (2009) y Alvarado, Martínez y Muñoz Gaviria (2009) señalan la importancia de atender a las dimensiones témporo-espaciales que configuran el proceso de producción de las juventudes. Proponen así, que la categoría joven cobra significado únicamente cuando la enmarcamos en el tiempo y en el espacio, es decir, cuando se reconoce como categoría situada en el mundo social en tanto cronotopo (Vommaro, 2017).

Particularmente, en la ciudad de Córdoba1 la migración peruana se convierte no solo en el flujo de América Latina más importante en términos cuantitativos -seguido en relevancia por la migración boliviana2- sino que además, es el flujo donde los y las jóvenes son actores centrales en los proyectos migratorios. Esta migración, que en la década de 1990 se caracterizó por la llegada de mujeres solas y su incorporación al trabajo doméstico remunerado, comienza a presentar -a partir del comienzo del siglo XXI- otras particularidades como la llegada de la familia en su conjunto. Es decir, se produce una mayor diversificación de las dinámicas migratorias. Y esto porque los flujos provenientes del Perú continuaron en este nuevo siglo, pero con otras iniciativas, ya no necesariamente con la causal del ingreso económico que suponía la búsqueda de trabajo, sino que comenzaron a sostenerse debido a las fuertes redes sociales que se instalaron y que permitieron contener y acoger a los recién llegados. Así pues, a aquella migración iniciada por la mujer en la década de 1990, se agregan otras en donde la migración se da de manera conjunta entre todos los integrantes de la familia o donde migra primero la pareja, en ocasiones, con los hijos e hijas más pequeños, para luego reagrupar a los hijos e hijas jóvenes3. De esta manera, los y las jóvenes peruanos comienzan a tener mayor protagonismo en los proyectos migratorios.

Al mismo tiempo que suceden estos cambios en las dinámicas migratorias del flujo peruano, se producen determinadas distribuciones espaciales en las ciudades. Las familias migrantes provenientes de Perú comienzan a ocupar los espacios segregados situados en zonas concretas, y en el caso de Córdoba, en las periferias. En 2012, comencé a realizar trabajo de campo en Los Pinos y, posteriormente en 2014, en Sabattini, dos barrios4 ubicados en la periferia de la ciudad y que surgieron a partir de la ocupación de terrenos fiscales alrededor del año 20105. Los Pinos se ubica en la zona sur de la ciudad de Córdoba sobre lo que era, allá por la década de 1960, un exbasural a cielo abierto. Allí viven familias compuestas por dos o tres hijos, en su mayoría provenientes de Perú, Bolivia y Paraguay, pero también por familias argentinas. Al no ser reconocido por el municipio, la única línea de colectivo que llega tiene la parada sobre la calle principal de un barrio colindante, por lo que las y los vecinos de Los Pinos deben atravesarlo y caminar unas cuadras para llegar a sus casas.

Sabattini también surge de la ocupación de terrenos fiscales próximos a las vías del ferrocarril. Se ubica en la zona este de la ciudad y a metros de la circunvalación6. Al igual que Los Pinos, durante su ocupación se dividieron las manzanas y los lotes, pero dada la necesidad de nuevos lotes para construir, sus calles no son todas transitables para autos -algunas son solo pasillos o calles sin salida- y algunas manzanas presentan diagramaciones irregulares según cómo se fue ocupando el baldío. La mitad de sus habitantes provienen de Perú, específicamente de ciudades como Lima y Trujillo.

A pesar de que pagaron por los lotes (a un precio mucho más accesible que aquel del mercado inmobiliario formal), las familias que habitan en Sabattini y en Los Pinos no cuentan con una documentación formal que avale la posesión de los terrenos, dado de que se trata de ocupaciones informales7. Los servicios tanto de luz como de agua son irregulares e insuficientes por el mismo motivo. Ambos espacios cuentan con guarderías y comedores comunitarios donde asisten las y los niños y donde trabajan algunas de las mujeres del barrio. La mayor parte de las familias se emplea en el mercado de trabajo informal: talleres textiles, trabajos de cuidados remunerados, en la construcción8 y, al interior del barrio, algunas familias cuentan con despensas o proveedurías. Las trayectorias laborales de quienes allí viven dan cuenta de la dificultad que tienen determinados grupos sociales -en nuestro caso los y las migrantes- en Argentina para incorporarse a ciertos nichos laborales.

Durante el trabajo de campo en esos barrios -y en los primeros relatos de quienes allí vivían- los y las jóvenes migrantes peruanos ocupaban un lugar central en la constitución y consolidación de las casas y de los barrios. Fue así como, inspirada en la propuesta de Chaves y Segura (2015), comencé a preguntarme por el lugar que ocupan estas juventudes en la ciudad y en la sociedad, y esto porque «el modo de construir su lugar social, presente y futuro, se negocia y se disputa en los múltiples encuentros concretos que se desarrollan en el cotidiano de la vida urbana» (p. 20). Las juventudes tratan de desmarcarse de la vida adulta, en parte, conformando sus propias maneras de experimentar la ciudad.

La llegada de los hijos e hijas peruanos a Córdoba abre un nuevo campo de experiencias relacionadas con el lugar que ocupan en la ciudad. En este marco, el objetivo de este escrito es analizar la articulación entre migración, jóvenes y espacio urbano a partir de contemplar y reconstruir las formas de habitar, circular y producir la casa, el barrio y la ciudad, poniendo especial atención en la complejidad de abordar una problemática multidimensional, ubicada en la intersección entre los estudios urbanos, los migratorios y el de las juventudes.

Para ello propongo organizar este artículo en cinco apartados. En los dos primeros, desarrollo las herramientas teóricas y metodológicas en las cuales se apoya esta investigación. Los tres restantes, en donde se ubica el análisis empírico y los resultados, se ordenan en forma escalar: casa-barrio-ciudad. Esta decisión busca visibilizar las tensiones y articulaciones que tejen los y las participantes entre estos espacios y muestra cómo dimensiones sociales como la edad, el género y el origen nacional juegan diferentes roles en cada uno de ellos. Finalmente, se pretende mostrar las continuidades y quiebres en la experiencia de los y las jóvenes migrantes peruanos en cada una de esas escalas en la ciudad de Córdoba, Argentina.

APUNTES TEÓRICOS

En América Latina, la producción y reproducción de las desigualdades sociales está en estrecha relación con la producción de los espacios urbanos (Segura, 2017) y esto ha influido sobre los desplazamientos. Es decir, sobre las posibilidades de circular y trasladarse cotidianamente, así como de apropiarse del espacio urbano, y, por otro lado, en tanto «expulsión material y simbólica» -residencial, laboral y comercial- de ciertos grupos sociales respecto de determinadas áreas o espacios públicos de la ciudad (Blanco, Bosoer y Apaolaza, 2015).

Si habitar un espacio es un proceso social y temporal de construcción de vínculos con otros actores sociales, y también de apropiación, producción, usos y disputas de sentidos y significaciones diversas (Segura, 2013), me interesa indagar sobre las experiencias cotidianas que conforman las trayectorias de jóvenes migrantes peruanos en Córdoba en su recorrido por la ciudad. Este análisis me lleva a indagar en el cómo, con quién, por dónde se mueven y transitan la ciudad.

Desde los aportes de la antropología urbana, Segura (2017) sostiene que la articulación entre ciudad y desigualdad se presenta de un modo complejo. Por un lado, es innegable que las desigualdades entre clases sociales se objetivan en el acceso desigual a la ciudad. Por el otro, y de manera menos evidente, la forma en la que los distintos grupos sociales (mujeres y varones, grupos de edad y orígenes nacionales) experimentan cotidianamente la ciudad -el acceso desigual al espacio urbano, la carga simbólica de los lugares donde residen, los tiempos y los medios para desplazarse, la forma de encontrarse y las interacciones en el espacio público- «es un proceso constitutivo (y no exento de conflictos) de la posición que los distintos grupos sociales ocupan en el espacio social y urbano» (p. 3).

La ciudad no se presenta para todos los actores de la misma manera y atributos como la clase, la edad, el género y el origen nacional nos recuerdan que «la ciudad es más blanda para unas personas que para otras» (Hannerz, 1986, p. 280). En esta línea, Jirón y Mansilla (2013) proponen la metáfora de la «espesura» de la ciudad, para destacar las múltiples barreras de acceso que emergen en ella (no solo vinculadas con las condiciones económicas o de disponibilidad de movilidad y medios de transporte, sino también con barreras temporales, tecnológicas y organizacionales, entre otras), como los efectos variables y sus densidades que se conjugan con diferentes factores y dimensiones de género, etaria y de clase, de los actores involucrados en cada situación. En palabras de Lefebvre (1978), la producción de espacio se da en forma contradictoria y simultánea entre quienes planifican la ciudad y «la forma en la que los grupos y clases sociales crean espacios o participan en la creación de espacios, o, por el contrario, padecen las construcciones o las creaciones de espacios» (Lefebvre, 1978, p. 221). En este sentido, a partir del (des)encuentro con el otro se (re)producen las fronteras materiales y simbólicas en el espacio urbano. Las diferencias de género, clase, de edad y de origen nacional se encuentran por excelencia allí, el lugar donde las diferencias se encuentran, se solidarizan, se dirimen y se tensionan.

Por tanto, la experiencia en la ciudad es diferenciada y desigual. Y, tal como plantean Jirón y Gómez (2018), resulta central atender al rol de la interdependencia, para poder mirar las estrategias de movilidad y la experiencia espacio-temporal de las personas en las ciudades. Este concepto nos invita a observar a las personas siempre en relación -por medio de vínculos emocionales o prácticos- con otras personas que forman parte de sus redes.

Las diversas posiciones que las personas ocupan en estas redes -o fuera de ellas- dependen, en gran medida, del momento de la vida en que cada una está inmersa. En este sentido, comprender los lugares que ocupan los y las ­jóvenes migrantes peruanos en Córdoba implica detenernos simultáneamente en la espesura de la ciudad -con sus contradicciones- y en la interdependencia de personas que forman parte de sus vidas y que, de alguna manera, son quienes otorgan los permisos, los medios para moverse y los acompañamientos en su tránsito por la ciudad.

METODOLOGÍA DE LA INVESTIGACIÓN

Esta investigación se basa en un trabajo de campo etnográfico realizado entre 2012 y 2018 en Los Pinos y Sabattini, Córdoba. Como resultado de este trabajo obtuve un total de veintidós entrevistas en profundidad llevadas a cabo en dos encuentros con jóvenes varones (diez) y mujeres (doce) entre los catorce y los veinticinco años que migraron desde el Perú (puntualmente de Lima) en el marco de una migración familiar a partir del año 2010 y que residían en estos dos barrios. Las entrevistas en profundidad fueron no directivas y realizadas a partir del método «bola de nieve» a medida que conocía a las familias y, puntualmente, a los y las jóvenes. Fueron ellos y ellas quienes me presentaron a sus pares. También se realizaron ocho entrevistas en profundidad a padres y madres de algunas familias claves en el proceso de investigación. Por medio de la observación participante, obtuve un total de cien registros de campo. Esta estrategia consistió en acompañar diferentes actividades que ellos y ellas llevaban a cabo -como por ejemplo torneos de voley, reuniones con amigos y amigas, juntadas en distintos lugares de la ciudad, visitas a sus casas, comidas y eventos familiares, entre otras-. Finalmente, estas dos técnicas se complementaron con recorridos comentados por distintos espacios de la ciudad: por el interior del barrio, del barrio «al centro» de la ciudad, del «centro» a la universidad o los lugares de encuentro, lo que permitió analizar la manera en que los y las jóvenes otorgaban sentido a determinados lugares.

El uso de diferentes estrategias metodológicas me permitió construir ciertos marcos de confianza para poder acompañarlos en su cotidianidad, acceder a su universo de sentidos y, además, conocer los procesos sociales, económicos y culturales en los cuales se inscriben sus experiencias de vida. Así, accedí al espacio, entendido por ellos y ellas como «más privado» y «familiar», como lo es la casa, al mismo tiempo que los acompañé en sus trayectorias diarias por la ciudad. Es importante señalar, que el trabajo de campo -especialmente cuando se trataba de menores- fue siempre consensuado con las personas adultas responsables. A su vez, y es pos de preservar su identidad, no se usarán los nombres originales de los y las participantes.

HABITAR LA CASA, HABITAR LA FAMILIA EN CÓRDOBA

Para las familias peruanas que llegaron a Córdoba en los dos últimos decenios, la vivienda familiar resulta la materialidad que habilita la concreción del proyecto migratorio (Magliano, Perissinotti y Zenklusen, 2014). Los y las migrantes provenientes del Perú, no bien llegan a Córdoba, en su mayoría van a vivir a las pensiones ubicadas en el centro de la ciudad o se alojan en lo de algún familiar. Dejar de alquilar y conseguir un terreno donde poder construir la casa propia se convierte en un momento crítico de ese proyecto. Además, la obtención del terreno primero, aun de manera informal y precaria, y luego la construcción de la vivienda, resultan factores que aceleran los procesos de reagrupación familiar9.

Tanto en Sabattini como en Los Pinos, el acceso a la vivienda se dio a partir de la toma de tierras fiscales en terrenos que se encontraban baldíos. En sus inicios, la gran mayoría de los vecinos contó con la ayuda de la Organización Techo10 para la obtención de una casa de madera. Con el paso del tiempo, y por medio de estrategias como la autoconstrucción, esa casa de madera se fue transformando en vivienda de material. En los relatos de las familias, la vivienda autoconstruida implicaba no solo un esfuerzo económico sino también físico y emocional. Por tanto, adquiere una significación que no puede ser reducida al uso como albergue ni a lo que representa en términos de valor económico. Se convierte en una parte integral de las familias peruanas, es el lugar de las relaciones sociales que, en este caso, va acompañado del ritmo del crecimiento de los hijos e hijas. Y, para las familias que llegaban desde el Perú, la casa define la historia familiar, ya que resulta un factor clave de la consolidación de los proyectos migratorios y su estadía en el nuevo país.

La centralidad de la casa, su obtención y construcción han funcionado como un punto de inflexión para las familias de los y las jóvenes con quienes trabajé. No solo acompañó el proceso de estabilización de la migración familiar, sino que también permitió la reagrupación de los hijos e hijas que habían permanecido en Perú; la acogida de otros miembros de las familias, como sobrinos y sobrinas que se movilizaron con la intención de estudiar y trabajar en Córdoba; el inicio de actividades productivas familiares, como el caso de los talleres textiles o proveedurías de alimentos que funcionan en el marco de la vivienda familiar, entre otras.

Las trayectorias habitacionales varían en función de las formas de migrar; es decir, si los hijos e hijas viajan con la familia o son reagrupados. En este sentido, se despliega una serie de estrategias habitacionales11 que se definen, tal como señalan otros trabajos para las migraciones en Buenos Aires (Di Virgilio y Gil y De Anso, 2012; Marcús, 2017), en la intersección entre necesidades de las familias y los condicionantes estructurales asociados con las políticas sociohabitacionales y a la dinámica del mercado de trabajo. Así, los y las jóvenes que viajaron con sus padres y madres atraviesan la experiencia de vivir en pensiones; mientras que quienes fueron reagrupados directamente llegan a los barrios hacia donde sus padres se desplazaron luego de que obtuvieran el terreno para construir la vivienda.

Joselin, quien migró cuando tenía once años, me contaba: «Vine con mi mamá y papá. Vivimos en la pensión, en el centro, alquilábamos un cuarto. Pero no podíamos quedarnos ahí. Después nos vinimos para acá [Los Pinos]» (mayo de 2016). Doris, en cambio, viajo con su mamá cuando tenía doce años y su relato también se remite a las pensiones: «Alquilamos un cuarto allá por el centro. Era una habitación arriba de la casa de una señora y abajo trabajaba mi mamá» (diciembre de 2016). La mayoría de los y las jóvenes que viajaron con su familia, no bien llegaron, fueron a vivir a las pensiones y en sus relatos reconocen las limitaciones que supone residir en estos espacios: deben compartir un único cuarto con las personas adultas y acatar ciertas reglas de disciplina, como, por ejemplo, no hacer ruido, no correr, jugar en silencio. Sin embargo, la ubicación de estos espacios residenciales es valorada positivamente por los y las jóvenes, ya que se desdibujan las barreras vinculadas con la distancia y la movilidad. Y esto porque la cercanía del centro de la ciudad facilitaba, por ejemplo, la elección de determinadas escuelas, la proximidad de los hospitales públicos, el acceso a los medios de transporte y la reproducción de la vida cotidiana en general.

En contraposición a lo que propone Marcús (2017) con las migraciones internas hacia Buenos Aires, donde las estadías de migrantes en hoteles-pensiones suelen ser prolongadas aun a pesar del deseo o la ilusión de que sean transitorias, los y las jóvenes migrantes que habitaron las pensiones del centro de Córdoba con su familia afirman que no estuvieron más de un año viviendo allí. La posibilidad de vivir en una casa propia, incluso cuando al inicio sea en extremo precaria, genera cierto alivio tanto para las familias, que comienzan a materializar una de las motivaciones de la migración, como para las hijas e hijos, quienes tienen la expectativa de, en algún momento y pasados varios años, poder acceder a sus propios espacios, como los dormitorios.

Pese a ello, el momento en el que llegan a Sabattini y Los Pinos es un momento crítico. Algunas familias arribaron en sus inicios y formaron parte de la toma de los terrenos, su ocupación y la organización de los barrios. Otras familias, en cambio, llegaron luego de estos procesos a partir de la compra de un lote. En ambos casos, para los y las jóvenes las primeras impresiones están asociadas con las materialidades de las casas. Dana, quien migró junto con su mamá y su hermano, me explicaba: «La casa al principio era de madera; después, con la ayuda de mi tío, fue de material y más grande» (octubre de 2016). La casa de Dana comprende dos espacios: el de la cocina y una habitación donde duerme en una cucheta con su hermano y su mamá. Si bien aparecen ciertas contras respecto del traslado desde las pensiones (ubicadas en el centro) hacia los barrios donde se consiguió el terreno para construir la vivienda (ubicados en las periferias), el paso de la pensión a la casa propia es configurado como positivo para la familia en general, y para los y las jóvenes en particular.

Para las familias, las primeras casas de madera suelen ser espacios pequeños que cuentan con una habitación para la cocina y otra para las camas. En esa habitación suelen dormir todos juntos al comienzo. Al igual que en las pensiones, es en esos espacios compartidos donde las personas adultas ejercen mayor control sobre sus hijos e hijas. Por ejemplo, con el horario para mirar televisión, para limpiar, para ir a dormir. Sin embargo, con el tiempo las casas se van readaptando y transformando, utilizando formas creativas (aunque no por eso dejan de ser precarias) de resolver la falta de espacio y la llegada de nuevos miembros de la familia. En relación con esto último, la reagrupación de los hijos e hijas implica una reorganización de la vida familiar que no solo se da a partir de la construcción de la casa, sino que la casa también comienza a transformarse a partir de la llegada de los hijos e hijas.

En los relatos de los y las jóvenes emerge la ilusión de que al migrar se encontrarán con un contexto mejor al que vivían en Perú. No obstante, la primera imagen, tanto del barrio en su conjunto como de sus casas en particular, es de desilusión. Edith, quien viajó con su papá y su pareja con trece años en 2013, me contaba de lo «raro» que le resultó llegar a Sabattini: «No había nada, solo la casita de madera. Al principio yo dormía en el comedor después me hicieron una piecita» (septiembre de 2016). Recuerdo similar menciona Patrick, quien viajó con su familia con diez años en 2009: «No había nada, solo estaba esta habitación y mi papá hizo aquella [mientras me señala con el dedo otra habitación]. Dormíamos todos juntos y yo en el Perú dormía con mi hermano» (agosto de 2016). Por su parte, Angie cuenta cómo se fue modificando la casa con el paso del tiempo y con su llegada. Ella fue reagrupada junto con su hermano, con diez años, en 2010. Al comienzo, señala que era de madera y estaban todos «amontonados» porque la casa era «chiquita […] Después hicieron esa habitación de ahí. Y ahí fui yo a dormir con mis otros hermanos. Después mi padrastro hizo dos habitaciones más, una para mí sola, porque soy mujer y era la más grande» (octubre de 2016).

Las experiencias de habitar las casas tanto en Sabattini como en Los Pinos están en constante comparación a cómo eran sus casas en el Perú. Así, está siempre presente la situación previa a la migración, la cual se contrasta con su primera impresión respecto de la llegada al barrio: «No había nada» o «Dormíamos todos juntos». Al mismo tiempo, especialmente para quienes fueron reagrupados, los adultos generaron en los y las jóvenes ciertas expectativas e ilusiones -alimentadas a través de las llamadas por teléfono- respecto de los lugares donde iban a vivir. Esto no quiere decir que las condiciones estructurales de vida en el Perú difieran radicalmente de las de Argentina. Por el contrario, da cuenta de la consolidación previa de los espacios donde habitaban en origen, también barriadas populares.

Con el paso del tiempo, los barrios, al igual que la casas, se fueron ampliando y construyendo a medida que llegaban familias. Así, al momento de las entrevistas, la mayoría de los y las jóvenes contaba con sus propias habitaciones o habitaciones compartidas. Sus padres fueron construyendo nuevos espacios en los terrenos gracias a cobrar algún subsidio12 o ahorrar un poco de dinero. De todos modos, es importante subrayar que esto no siempre sucede así. Las mejoras edilicias no solo están condicionadas por la situación económica de las familias, sino también por las ocupaciones de las y los adultos, tanto respecto del ingreso económico como de los conocimientos que esas ocupaciones otorgan. Así pues, aquellos que se dedican al rubro de la construcción tienen mayores facilidades para avanzar en las mejoras de la propia vivienda familiar.

Como señala Magliano (2017), la vivienda -como el barrio- es indisociable de ciertas trayectorias laborales en las cuales se insertan los migrantes peruanos recientes en la ciudad de Córdoba. En particular, el trabajo de construcción resulta fundamental en la producción de los espacios donde se desenvuelve su vida cotidiana. Al igual que señalan trabajos sobre las barriadas del Perú (Sáez Giraldez, García Calderón y Roch Peña, 2010; Driant y Riofrío, 2014), el proceso de evolución de estas viviendas parece nunca acabar, pues las familias están siempre ante una nueva construcción en la que se acumulan materiales para una pared que se está efectuando en el momento. Y esto se debe a que las familias edifican sus viviendas según sus necesidades y posibilidades: resulta evidente que estas no se construyen al mismo tiempo.

A su vez, la cantidad de habitaciones -pero especialmente los dormitorios- no solo dependerá de las trayectorias laborales y de las posibilidades económicas, sino también de la composición familiar en términos de género y de edad. Con el paso del tiempo, y a medida que los hijos y las hijas crecen, son las mujeres quienes tienen prioridad en la consolidación de una habitación para ellas. La edad establece la división de los espacios: los más pequeños suelen dormir con las personas adultas, mientras que los y las jóvenes comparten espacios. Por su parte, son los jóvenes varones quienes comienzan a ayudar13 -y a aprender el oficio- en la construcción a los adultos, lo que lleva a que algunos procesos de transformación de la casa se den de manera más rápida. Así, con el paso del tiempo y la consolidación del proyecto migratorio familiar, a aquellas primeras impresiones de desencanto que recordaron los y las jóvenes sobre sus casas, se contraponen nuevos discursos en donde comienzan a señalar algunos parecidos -vinculados con la espacialidad y la materialidad- con aquellas casas que habitaron en origen.

Lo planteado hasta aquí permite dar cuenta de la centralidad de la obtención de la vivienda en los proyectos migratorios de las familias peruanas, pero puntualmente, el lugar que ocupan los y las jóvenes en la transformación de esas viviendas. Son actores claves en tanto que no solo a partir de ellos y ellas es que se modifica, sino que además es con su ayuda -especialmente de los varones- que sucede esa transformación. Asimismo, detenernos en la casa nos permite observar el dinamismo, que se traduce en respuestas creativas a las carencias que distinguen a los espacios donde residen, de las familias para readaptarse a los cambios de esos proyectos: el nacimiento de un nuevo miembro de la familia, la reagrupación de los hijos e hijas o el arribo de familiares se materializa -muchas veces con limitaciones- en el espacio de la vivienda. La casa se consolida como el espacio donde los y las jóvenes interactúan con la familia y donde se desarrolla parte de su vida en la ciudad.

LA ESPESURA DEL BARRIO: LA FRONTERA ENTRE LA CASA Y LA CIUDAD

Sabattini y Los Pinos se constituyen como espacios de frontera dentro de la espesura de la ciudad que (atendiendo a una escala espacial: casa, barrio, ciudad) los y las jóvenes atraviesan diariamente para adentrarse en ella. Ambos barrios se ubican en la periferia, por lo que acceder a ellos depende de condiciones más estructurales, como el acceso o la llegada de líneas de colectivos. Las primeras impresiones de las casas de los y las jóvenes -como vimos en el apartado anterior- no pueden escindirse de las primeras impresiones de su llegada a estos barrios.

Estos espacios, como ya mencioné, se consolidan a partir de un proceso de ocupación de tierras fiscales. Por tanto, al momento de su conformación no contaban con los servicios públicos y los que poseían eran irregulares. En los relatos de las diferentes familias y de los y las jóvenes con quienes trabajé -y a la luz de algunas investigaciones (Blondet, 1986; De Soto, 1987; Perissinotti, 2019, Torres y Ruiz-Tagle, 2019)- emergió con fuerza la trayectoria familiar de ocupación de tierras que adquiría sentido en el contexto particular de América Latina en general y el Perú en particular. Así, la conformación de los barrios no era algo nuevo para varias de las familias con las que trabajé. Como señala De Soto (1987), en las grandes ciudades peruanas, la vivienda informal construida en el marco de tomas de terrenos constituyó históricamente el modo mayoritario de acceso al espacio urbano para los peruanos y peruanas de bajos recursos que llegaban desde zonas rurales hacia las grandes ciudades. En efecto, si bien la mayoría de los residentes de Los Pinos y Sabattini arribaron a Córdoba desde Lima, prácticamente todos ellos habían transitado con anterioridad por procesos de movilidad interna de ciudades más pequeñas.

Los y las jóvenes con quienes trabajé crecieron y vivieron en las históricas barriadas de Lima, actualmente ya consolidadas, con forma de aglomerados o grandes barrios, con características diferentes de aquellas primeras ocupaciones: casas de material, calles pavimentadas, servicios. Sin embargo, en las trayectorias de padres y madres, la experiencia de vivir allí -y en muchos casos de ser ellos y ellas los gestores de esos espacios- se convierte en un «saber hacer» -en términos de Tarrius (2000)- que es aprehendido e incorporado y que encuentra conexión con la ocupación de tierras en Argentina y, particularmente, en Córdoba. Ese «saber hacer» comienza, en cierto modo, a ser transmitido generacionalmente, en principio, a través de ciertas prácticas que realizan las personas recién arribadas a estos espacios. Carmen fue reagrupada por su mamá en 2010 con diez años. El relato de su primera impresión sobre el barrio está marcado por lo que implicaba recoger agua: «Cuando estaba en Lima, mi mamá por teléfono me decía: “Mirá, nosotros tenemos que ir a recoger”. “¿Cómo recoger agua?”. Y cuando yo vi el lugar me sorprendí, porque yo creí que no era así. No había calles, ni luz. Las casas eran como de madera, no había árboles. Igual, ahora nada que ver» (mayo de 2016). En un relato similar, Jeremy, quien viajó con su familia, me contaba: «Me acuerdo del agua, que yo con mi hermano nos íbamos a traer agua de la punta de allá del barrio. Porque había tres caños en todo el barrio, en la esquina de allá, en la principal ahí había uno y el otro no me acuerdo dónde estaba. Y toda la gente iba hasta allá a traer el agua con sus baldes. Nadie tenía agua en su casa» (septiembre de 2016).

Los y las jóvenes, independientemente de la forma en que se incorporan al proyecto migratorio, deben involucrarse en las dinámicas familiares que supone vivir en estos espacios de relegación urbana. Así, recolectar agua fue una de las primeras tareas que comenzaron a realizar quienes llegaron cuando los barrios estaban en su etapa constitutiva y no contaban con ningún servicio14. La espesura de lo urbano cobra densidad en estos barrios desde sus inicios, donde emergen fronteras de tipo material vinculadas con el acceso a los servicios esenciales. Lentamente las familias despliegan diferentes estrategias para poder sortearlas y los hijos e hijas son actores claves. Recolectar agua se trató de un trabajo que no habían hecho antes y que vivieron con cierta reticencia. Esta primera experiencia se repite en el relato de otros y otras jóvenes que arribaron a Los Pinos y Sabattini cuando no contaban con ningún tipo de servicio, allá por los años 2009 y 2010. Mujeres y varones debieron recolectar agua por igual, especialmente los días de verano. Los varones se sumaron también al desmalezamiento y limpieza del barrio.

Consolidados estos espacios y pasado el tiempo, comienzan a aparecer otras barreras vinculadas con el transitar por el barrio. Así, varones y mujeres viven diversas experiencias con respecto a los modos de ocupar, transitar y usar los espacios comunes. Estas diferencias se manifiestan en los lugares que suelen transitar con mayor frecuencia varones -como las calles donde los fines de semana juegan al fútbol o voley- y por mujeres -aquellos más próximos a las casas donde se reúnen a conversar, a escuchar música o a hacerse las uñas-. Tanto en Sabattini como en Los Pinos, los y las jóvenes peruanos carecen de un espacio de encuentro por eso las calles y los patios de las casas suelen ser lugares de reunión. El barrio se convierte en este segundo espacio de tránsito en la ciudad de los y las jóvenes y en un nuevo espacio de socialización donde se establecen otros vínculos diferentes al que se dan al interior de las casas. Aquí se establecen relaciones con pares jóvenes también migrantes.

Estas nuevas interdependencias que establecen los y las jóvenes en ocasiones llevan a que los permisos que negocian no solo sean para salir de la casa familiar, sino también del barrio. Es importante volver a señalar que las únicas personas que circulan por ambos espacios -Los Pinos y Sabattini- son aquellas que allí viven. Tal vez algún pariente que vive en otros lugares los visite, pero no resultan espacios de circulación de personas ajenas a estos lugares, por lo que se genera cierta protección de moverse en su interior, sobre todo en horarios diurnos, en tanto «se conocen todos», lo que no implica considerar a estos barrios como espacios armónicos y sin conflictos. Si el barrio es el espacio donde los y las jóvenes tienen permitido estar siempre; esto dependerá de con quién se junten, dónde se junten y las actividades que realicen allí. En reiteradas ocasiones escuché a las madres decir que no les gustaba que se juntaran con ciertos vecinos.

Sin embargo, la falta de espacios de reunión hace que los y las jóvenes pasen la mayor parte del tiempo en sus casas y que las salidas más negociadas sean fuera de los barrios. Además, las actividades que llegan de las agrupaciones políticas y sociales con presencia activa en los barrios rara vez están destinadas a la juventud. En su mayoría, son programas dirigidos a madres o a las infancias. A esto se suma que los y las jóvenes no encuentran sencillo conseguir permisos de los adultos para salir fuera de los barrios. Si bien los varones tienen mayores flexibilidades para obtenerlos, esto no significa que los padres y madres no ejerzan un control sobre las movilidades de ambos.

A la hora de moverse dentro y fuera del espacio barrial, la preocupación de los adultos por lo que les pueda suceder a las jóvenes está siempre presente. Condiciones estructurales, como la poca frecuencia del transporte público, la inseguridad percibida por la falta de presencia policial y por la ubicación en zonas alejadas hace que sobre el cuerpo de las jóvenes pesen mayores restricciones. Nancy me contaba durante una conversación: «Está peligroso el asunto, los taxis no entran hasta acá porque también les roban. Cuando salgo de noche mis papás me suelen buscar o llevar a la parada de colectivo. No me gusta mucho, pero si no, no me dejan» (abril de 2017).

Esta inseguridad, sobre todo por las noches, se expresa en la poca circulación de personas, la falta de iluminación de las paradas de colectivo más cercanas, los peligros del cruce de las vías del ferrocarril necesario para el ingreso a uno de los barrios (Sabattini) y de una importante avenida sin ninguna señalización para el cruce peatonal. Por otra parte, no hay viviendas cerca de donde se encuentran las paradas. Este contexto lleva a que las personas adultas ejerzan ciertos cuidados sobre sus hijas: las buscan, les otorgan permisos para salir solo durante el día y, si es de noche, debe ser siempre en compañía de un familiar varón.

Desde la mirada de los adultos, las mujeres deben ser cuidadas en la ciudad en tanto estarían sujetas a mayores peligros relacionados con la condición de género, entre los que destacan el temor a robos, ataques sexuales y agresiones. Los varones, por su parte, estarían más expuestos a situaciones de consumo de droga o mala junta, y hacia ese aspecto apuntan los controles. Ambas visiones actúan sobre sus movilidades, tanto dentro de los barrios como fuera de ellos. En esta línea, si bien el barrio es el lugar donde viven, para acceder a él, irse de allí y transitarlo -especialmente por las noches- se requiere un «manual de cuidados y precauciones», en este caso, regulado por los adultos.

En otra oportunidad, Jeremy me contó que su mamá no lo dejaba ir a jugar a la play a casa de unos vecinos: «No quiere que vaya a jugar a la play, no le gusta que me junte con esos chicos. Me tengo que quedar en casa» (agosto de 2016). La frase de Jeremy se refuerza con los dichos de varias mujeres en una reunión en el barrio, en 2015, donde expresaban que había cada vez más droga y alcohol en los varones de Los Pinos y que las madres no hacían nada.

Si bien Sabattini y Los Pinos es el espacio donde transitan los y las jóvenes, en su interior se constituyen fronteras, límites y bordes que marcan los espacios en donde pueden moverse. Estos espacios están constituidos, en primer lugar, por los imaginarios de los padres y las madres que ubican a ciertos otros(as) e identifican a determinados lugares como inseguros y peligrosos. Así se definen lugares accesibles, permitidos y buenos, y aquellos otros inaccesibles, prohibidos y malos. Es desde esos imaginarios que se constituyen formas de nombrar (y estigmatizar) estos sitios y a los sujetos sociales que los habitan. Así, los y las jóvenes tienen habilitados ciertos circuitos, dentro y fuera de los barrios. Sin embargo, y al mismo tiempo aparecen los imaginarios sociales de esos otros de la ciudad que miran a estos jóvenes que habitan estos espacios desde una idea de inseguridad.

En este sentido, para los y las jóvenes migrantes aparecen dos fronteras con espesuras diferentes ancladas en diferentes clivajes sociales. Por un lado, aquellas fronteras construidas y definidas por la mirada adulta de cómo, por dónde y con quién circular en el barrio. Por el otro, la frontera simbólica que implica vivir en espacios «relegados» y alejados de la ciudad, que los constituye como sujetos estigmatizados por el solo hecho de habitar allí. De esta manera, para estos y estas jóvenes, los clivajes de clase -pero también de origen nacional- operan fuertemente en el entrar, salir y transitar el barrio.

LA CIUDAD PARA LOS Y LAS JÓVENES MIGRANTES O EL «AFUERA» DEL BARRIO

Hasta aquí he mostrado la manera en que los y las jóvenes viven su casa y cómo el barrio se convierte en esa frontera que media con la ciudad, al mismo tiempo que tiene sus propias fronteras. Pero ¿qué sucede cuando estos jóvenes provenientes del Perú transitan por otros espacios diferentes del barrio? ¿Y cómo se constituye esa red de interdependencias en la ciudad? En el transitar por la ciudad aparecen otras marcas de diferenciación que no solo están asociadas al origen nacional o a lo barrial, sino también a la pertenencia de clase y al género. El barrio, en su escala más pequeña, permite cierta circulación. No obstante, salir de allí implica asumir otras prácticas de movilidad.

Las prácticas cotidianas de los y las jóvenes y sus territorios de ocio están íntimamente relacionadas con sus amistades, con las que comparten tiempos y espacios cotidianos. En la ciudad, esas amistades -a diferencia del barrio- están atravesadas por los vínculos escolares o universitarios que sostienen. Con ellos y ellas se juntan en el «centro», realizan diferentes recorridos e interactúan con la ciudad de forma autónoma. Al constituirse esas relaciones por fuera del barrio es probable que se vinculen con jóvenes cordobeses.

Ahora bien, el ámbito en que se desarrolla la cultura de pares presenta variaciones según el sector social de procedencia. Los padres y las madres, en muchos casos, desconocen a sus amistades por fuera del barrio. Esta situación lleva a que los permisos de salida sean más severos, en especial para las mujeres cuando supone trasladarse fuera de los límites del barrio. Angie, quien al momento de la entrevista contaba con dieciséis años, me contaba: «No me dejan salir y tampoco a un boliche. La última vez solo me dejaban ir si iba mi hermano» (octubre de 2016).

En el caso de los varones, si bien tienen que negociar con los padres y madres, los permisos suelen ser más laxos: «Pido primero permiso. Pero sí son de darme permiso. Pero como hago todo lo del colegio, me dejan y siempre me dan el permiso» (septiembre de 2016), relataba Jeremy. Sus palabras condensan las de otros varones y permiten entrever que obtienen los permisos con mayor facilidad que las mujeres. En cambio, ellas deben negociar constantemente esos permisos. Los miedos que recaen sobre sus movilidades se asientan, de nuevo, en su condición de género, en lo que implica ser una mujer, joven, que habita las periferias urbanas, que debe caminar sola por determinados lugares y circular por ciertos espacios de la ciudad. En la mayoría de los casos -como el relato de Angie- los permisos se flexibilizan dependiendo de si se movilizan en compañía de algún hermano, primo o familiar varón.

La ciudad establece fronteras simbólicas -o barreras urbanas, como decide llamarlas Segura (2017)- que hablan de una espacialidad fragmentada donde se reduce la posibilidad de accesibilidad y de circulación para ciertos grupos de jóvenes, en especial mujeres, que viven en determinados lugares y donde la espesura de la ciudad adquiere mayor densidad.

Ahora bien, más allá de los permisos que obtienen para salir del barrio, los y las jóvenes acceden y circulan por ciertos lugares dentro de la ciudad. En ese acceso y circulación emergen fronteras simbólicas de género, de clase social y de origen nacional que determinan y condicionan los lugares por los que se mueven y aquellos por lo que no. Los y las jóvenes migrantes, en sus trayectorias por la ciudad, buscan construir un lugar, su lugar, en el presente y en el futuro (Chaves y Segura, 2015). Y el modo de construir ese lugar, en la ciudad y en la sociedad, se negocia y disputa en los múltiples y diferentes encuentros que desarrollan en la cotidianidad de la vida urbana.

En una oportunidad, acompañé a Angie a la muestra de carreras de ciudad universitaria. Mientras caminábamos me dijo que «mucha gente, muchos chicos, es como que hay diferencias, como que hay de todo tipo». Angie estaba sorprendida por la cantidad de jóvenes que había en el salón de la universidad y no podía poner en palabras aquello que le llamaba la atención. Y agregó: «Es como si fueran de distinta clase social. No, no es clase social, es como si fuera […] como si tuvieran ¡distintas culturas! Como si cada uno fuera distinto culturalmente» (septiembre de 2016). En otra situación de campo en el año 2017, Anton -un joven de catorce años- me cuenta que en la escuela se encontraban con un proyecto de emprendimientos: «A nosotros se nos ocurrió hacer como unos monederos. Esta semana fue la reunión con todas las escuelas como para mostrar lo proyectos. Cuando llegamos y vimos a los chicos de las otras escuelas yo le dije a mi hermana: “parecemos negros”» (diciembre de 2017).

Los y las jóvenes, al igual que el resto de la sociedad, naturalizan estos discursos y estas prácticas racializantes. De este modo, cuando Anton comparte con su hermana «somos todos negros» o cuando Angie me habla de «distintos», están hablando de una pertenencia de clase y de una doble construcción de un otro, que los señala a ellos y ellas como «negros» y al cual se autoadscriben en oposición a un otro.

En la provincia de Córdoba, estas prácticas racializadas se encuentran institucionalizadas bajo el Código de Faltas. En el año 2003, el gobernador José Manuel De la Sota impulsó una reforma en el marco de una serie de políticas de prevención que se lanzaron en toda la provincia. En 2004, impulsado por el reclamo social de «tolerancia cero» para la inseguridad, se adoptaron diversas medidas y la policía empezó a jugar un rol fundamental en la prevención del delito. El Código de Faltas establece una serie de contravenciones que habilita a la policía a detener, juzgar y sancionar algunas conductas con penas de multa o arresto, tales como el «merodeo sospechoso».

Estas ambigüedades esconden una característica de todos los sistemas penales: la selectividad. En este caso, la selectividad intencionada de su aplicación tiene como preferentes a los varones jóvenes de sectores populares en tanto son vistos como «sospechosos». Esta normativa resulta central para comprender la circulación de determinados jóvenes por la ciudad ya que se impone como una barrera simbólica y material que establece quién es la persona sospechosa plausible de ser detenida. De esta manera, la «portación de rostro» es una expresión de uso corriente en Córdoba que remite al ejercicio de estigmatización y de persecución de la que son objeto los jóvenes de los sectores populares, sobre todo varones, a partir de ser identificados y detenidos en la vía pública por «merodeo»15.

Aun cuando mis interlocutores no tuvieron un conflicto puntual con la policía en sus circulaciones por la ciudad, lo cierto es que están muy alertas frente a esa posibilidad. Como me sugirió en una oportunidad uno de ellos: «Conozco varios compañeros que los llevaron por la cara». A su vez, son comunes las historias sobre cómo sus padres, quienes se desplazan cotidianamente en moto a trabajar, a menudo son frenados por controles policiales. Frente a este reconocimiento, los y las jóvenes migrantes despliegan un conjunto de estrategias para circular sin sobresaltos por la ciudad. La más usual es evitar determinados horarios y lugares configurados como «vedados» o «ajenos» para determinados sectores de la población.

Un día de semana, acompañé al hospital a Geraldine, una joven que migró a lo de su tía en 2014 con diecisiete años. Caminando a la parada del colectivo, le dije: «Vamos por esta parte». Se trataba de una calle del barrio Nueva Córdoba, un barrio ubicado entre el centro y ciudad universitaria. Inmediatamente me dice: «No vengo nunca por acá, como que no paso, no sé. Hay un montón de negocios de ropa de chicas, es como si fuera otra ciudad» (noviembre, 2018).

Los y las jóvenes migrantes peruanos de Sabattini y Los Pinos, entonces, circulan y transitan por aquellos espacios que sienten cercanos y en donde también circulan sus amigos y, de alguna manera, los hace sentir entre pares. Como me contaba Gian: «Y vamos a algunos lugares que quedan cerca de la escuela que nos guste y que no sea tan caro, porque yo no tengo mucha plata encima, mis papás no me dan y a veces me dan la vianda. Y los fines de semana a la Isla de los Patos» (agosto de 2016).

En varios registros, la Isla de los Patos, espacio construido como «peruano» en pleno barrio Alberdi, emerge como uno de los lugares preferidos de reunión los fines de semana. Allí, las fronteras simbólicas se diluyen para dar lugar a la circulación de estos jóvenes. Por las noches, tanto jóvenes de Los Pinos como de Sabattini, eligen para salir los boliches del «centro» a los cuales también asisten sus compañeros de clase que viven fuera de sus barrios. Finalmente, las Cuatro Esquinas, una plaza ubicada próxima al centro, al barrio Alberdi e incluso a las escuelas a las que asisten, es el espacio donde transcurre gran parte de sus encuentros. Al mismo tiempo, en este punto confluyen diferentes líneas de colectivo que lo convierte en un lugar accesible para quienes llegan de o se van a Los Pinos o Sabattini.

Los espacios por los cuales transitan los y las jóvenes migrantes peruanos están dados por una pertenencia de clase e incluso de origen nacional. Sin embargo, en este «orden urbano», varones y mujeres recorren de manera diferente la ciudad. El género opera fuertemente cuando este «orden» está determinado socialmente por la construcción de los espacios como seguros o inseguros. Así, las jóvenes peruanas circulan por Córdoba de una forma particular que incluso la incorporan y naturalizan: de día, por donde hay gente, con permiso de las personas adultas o acompañadas por hermanos o primos. En cambio, los varones circulan con mayor libertad. Sus permisos son más flexibles y lo pueden hacer solos. Sin embargo, deben estar atentos a otras situaciones y lógicas que se vinculan, por ejemplo, con aquello que se mencionó como la figura del «merodeo».

REFLEXIONES FINALES

A partir de un trabajo de campo etnográfico, este artículo buscó ser un aporte al cruce entre jóvenes, migración y espacio urbano. Puntualmente, me centré en el análisis de tres espacios por los cuales transitan los y las jóvenes migrantes peruanos en la ciudad de Córdoba: la casa, el barrio y la ciudad. En cada uno de ellos, emergieron diferentes lazos y relaciones que los y las jóvenes fueron tejiendo, así como barreras y fronteras que delimitan y condicionan los espacios por los que pueden moverse -en términos materiales y simbólicos- lo que otorga diferentes espesuras al habitar y transitar la ciudad.

La casa de las familias migrantes adquiere múltiples significados, tanto para varones como para mujeres, pues es el lugar donde se expresan los vínculos familiares, de género y generacionales. En ella, los y las jóvenes identifican las transformaciones producto del paso del tiempo y la consolidación del proyecto migratorio. De algún modo, es el lugar que les asegura la permanencia en el lugar de destino. Al mismo tiempo, allí transcurren sus primeras experiencias laborales, en tanto los trabajos que realizan se desarrollan en el marco de la casa.

Con el barrio sucede algo similar: en principio se presentó como una frontera entre la casa y la ciudad, como el lugar donde nada sucede y de aburrimiento, tal como sugirieron mis interlocutores. Sin embargo, mi presencia continua en Los Pinos y Sabattini me permitió reconstruir los cambios en esas percepciones, al compás de las transformaciones que se daban en ambos espacios. La presencia de los y las jóvenes resulta central en la construcción y consolidación de estos espacios. En tanto, las transformaciones de las casas -así como el crecimiento del barrio- son posibles a partir de su presencia. Son ellos y ellas quienes forman parte y son productores de estos espacios, a la vez que el vivir allí condiciona sus trayectorias.

En cuanto a los recorridos por la ciudad, el foco puesto en las trayectorias de jóvenes migrantes ofreció herramientas para visibilizar las fronteras materiales y, fundamentalmente, simbólicas que se levantan en los ámbitos urbanos y que establecen una espacialidad fragmentada donde se reduce la posibilidad de circulación y accesibilidad para determinados grupos, entre ellos, los y las migrantes de determinados orígenes nacionales y posición de clase. Como observé, las formas de circulación por la ciudad de los y las jóvenes migrantes peruanos que habitan las periferias de Córdoba se encuentran, además, atravesadas por los diferentes clivajes sociales. Así, no es lo mismo ser mujer que varón joven migrante en relación con lo que significa moverse por la espesura de los urbano.

En este sentido, podemos hablar de la existencia de un orden urbano que regula el modo de hacer uso de la ciudad, que instituye una estructura de interacción dominante de los sectores empobrecidos con el espacio urbano y que al mismo tiempo sanciona la presencia de un conjunto de pertenencias sociales en la ciudad. La ciudad de Córdoba levanta barreras (materiales y simbólicas) en los diferentes lugares y cada una de ellas se ve alterada cuando se observa a través de condiciones socioculturales individuales o grupales que pueden ser de tipo etario, de género, de origen nacional o de etapa dentro del ciclo de vida, entre otros. Estas características socioculturales profundizan estas barreras y tienen impacto sobre la forma diferenciada en que los y las jóvenes provenientes de Perú experimentan la ciudad al mismo tiempo que la (re)producen. Las diferentes barreras adquieren cada vez mayor espesura a medida que se va de la casa, al barrio y a la ciudad, es decir, a medida que ese espacio «más privado y familiar» se convierte en un espacio «más público» y en donde los y las jóvenes se van encontrando con la mirada de un otro. Y es en la espesura de la ciudad donde despliegan un conjunto de estrategias que al mismo tiempo que negocian, disputan o crean un orden urbano diferente.

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1Córdoba es la ciudad capital de la provincia argentina homónima. Luego de Buenos Aires, es la segunda ciudad con mayor población.

2La población de origen boliviano constituye una corriente migratoria antigua en Córdoba, de allí el importante número de personas nacidas en Bolivia (Falcón Aybar y Bologna, 2013).

3Para ampliar sobre la articulación entre las trayectorias migratorias de los hijos e hijas y las formas de migrar de las familias peruanas a la ciudad de Córdoba (Argentina), ver Zenklusen (2021).

4Si bien en términos formales —urbanos y legales— podrían entenderse estos espacios bajo la categoría «asentamiento informal», en la experiencia cotidiana de quienes allí residen, los vecinos y las vecinas deciden nombrarlos y resignificarlos bajo la categoría barrio.

5Para ampliar sobre estos barrios y su conformación ver: Magliano, Perissinotti y Zenklusen (2014) y Perissinotti y Zenklusen (2014).

6Se trata de un anillo periférico que rodea a la ciudad de Córdoba y que conecta con las diferentes vías y rutas de acceso a la ciudad.

7En las grandes ciudades de América Latina y de Argentina, específicamente, la vivienda informal construida en el marco de tomas de terrenos ha constituido históricamente el modo mayoritario de acceso al espacio urbano para las personas de bajos recursos.

8En Argentina, los mercados laborales no solo están generizados sino también etnicizados. Históricamente la migración proveniente de países limítrofes y del Perú se han incorporado a determinados nichos laborales. Puntualmente, en las últimas dos décadas, los trabajos domésticos y de cuidado remunerado, la construcción y los talleres textiles se convirtieron en los espacios —informales y precarios— donde la migración proveniente de Perú se incorporó (Rosas, 2010; Canevaro, 2014; Falcón y Bologna, 2013; Borgeaud-Garciandía, 2017; Mallimaci y Magliano, 2018; Zenklusen, 2019).

9De los y las jóvenes con quienes trabajé me encontré con dos modalidades o formas de migrar en el marco de un proyecto migratorio familiar: quienes viajaban con su familia y quienes lo hacían por medio de un proceso de reagrupación una vez que sus padres se encontraban viviendo en la ciudad (Zenklusen, 2020).

10Organización latinoamericana sin fines de lucro.

11El concepto de estrategias habitacionales alude a las decisiones que toman las familias y los objetivos que ellas persiguen en materia de hábitat (Di Virgilio y Gil y De Anso, 2012, p. 158).

12Por medio del Plan Vida Digna de la provincia de Córdoba, vigente desde 2016, varias de las familias con las que trabajé pudieron mejorar los baños y ampliar las viviendas.

13Para profundizar en la categoría nativa de ayuda, ver Zenklusen (2019).

14La consolidación del barrio en el tiempo llevó a que los vecinos y vecinas, por medio de reclamos, comenzaran a gestionar los servicios. Esto implicó movilizaciones, circulación por diferentes entidades públicas y vinculaciones con organizaciones sociales y políticas.

15Para ampliar sobre estos temas en la ciudad de Córdoba, ver Bonvillani (2013).

Recibido: 14 de Julio de 2020; Aprobado: 12 de Julio de 2022

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