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Anthropologica

versión impresa ISSN 0254-9212

Anthropologica vol.40 no.49 Lima jul./dic. 2022  Epub 27-Feb-2023

http://dx.doi.org/10.18800/anthropologica.202202.002 

Masculinidades en el Perú y América Latina

Algunas reflexiones sobre por qué no se nombra la violencia sexual vivida por hombres

Some reflections on why sexual violence experienced by men is not named

1El Colegio de México - México, jfigue@colmex.mx

2Becaria Sistema Nacional de Investigadores - México, claudia.romero@alumnos.cide.edu

Resumen

En este texto proponemos posibles razones por las cuales el tema de la violencia sexual hacia los sujetos del sexo masculino no es tan estudiado, nombrado y abordado en investigaciones, políticas públicas y campañas para atender y prevenir la violencia que ellos ejercen y la que reciben de otras personas. Combinamos razones teóricas y semióticas con razones políticas e ideológicas. Discutimos la falta de agencia de quienes reciben la violencia, al no reconocerse como posibles víctimas de dichas agresiones sexuales. Consideramos el discurso religioso y jurídico, al reproducir imaginarios de los delitos sexuales y al definir a víctimas y victimarios. Reflexionamos sobre el consentimiento, la frontera entre una agresión y un encuentro sexual acordado y las secuelas emocionales en la persona que vive la violencia. Cada una de las razones comentadas sugiere vertientes de investigación, diálogo y reflexión colectiva sobre la interacción y violencia sexual entre las personas.

Palabras clave: violencia sexual; hombres; silencios; género; masculinidades

Abstract

In this text we propose possible reasons why the issue of sexual violence against male subjects is not so studied, named and addressed in research, public policies and campaigns to address and prevent the violence that they exercise and that they receive from others. We combine theoretical and semiotic reasons with political and ideological reasons. We discuss the lack of agency of those who receive violence, by not recognizing themselves as possible victims of said sexual assaults. We consider the religious and legal discourse, when reproducing imaginaries of sexual crimes and when defining victims and perpetrators. We reflect on consent, the border between an assault and an agreed sexual encounter and on emotional consequences in the person who lives the violence. Each of the reasons discussed suggests aspects of research, dialogue and collective reflection on interaction and sexual violence between people.

Keywords: sexual violence; men; silences; gender; masculinities

INTRODUCCIÓN

El objetivo de este artículo es visitar, desde diferentes perspectivas, algunas de las razones por la cuales percibimos una ausencia de visibilización, reflexión y denuncia de la violencia sexual vivida por hombres en diferentes edades y contextos, lo que contribuye a una falta de prevención de aquella. Creemos que la existencia de «un movimiento feminista cada vez más fuerte» ha permitido y contribuido a denunciar y sacar del silencio la diversidad de agresiones sexuales, físicas, psicológicas, económicas y otras que han experimentado las mujeres en una sociedad androcéntrica y con desequilibrios evidentes en el ejercicio del poder y el acceso a las condiciones de posibilidad para ejercer derechos humanos en los diferentes ámbitos de nuestra cotidianidad. Dichas agresiones pasan por la integridad corporal, por los espacios reproductivos, por las experiencias sexuales, por el diferente acceso al empleo y por condiciones dignas de aquel, entre otras situaciones injustas. Sin embargo, también existe el riesgo de reforzar un enfoque binarista, donde las desventajas identificadas en múltiples mujeres se asocian como contraparte con una lectura de que los sujetos del sexo masculino tienen acceso al ejercicio de sus derechos en todos estos ámbitos y, por ende, no requieren mayor atención, por ejemplo, de acciones afirmativas, hasta que se logre cierto equilibrio con las condiciones mínimas que aseguren a las mujeres el acceso a sus derechos humanos básicos.

No obstante, se corre el riesgo de reproducir lecturas reduccionistas y fragmentadas de la cotidianidad, como si las condiciones de una población no influyeran en las de la otra y viceversa y eso sin ponerlas a competir. Es decir, se ha tratado de combatir la violencia contra las mujeres, en especial, la ejercida por hombres, por lo que verlos solo como victimarios, a ratos, ha impedido abordar como problema la violencia vivida por ellos, a pesar de que en la mayor parte de los homicidios y suicidios (dos formas evidentes de violencia), las víctimas son hombres. Sin pretender competir en magnitudes ni negar que son procesos ­diferentes de violencia (pues la mayor parte de los procesados por homicidio también son hombres), se minimiza reflexionar sobre la mayor convivencia que tienen los hombres con la violencia (vivida y ejercida), y cómo ello puede ir naturalizando la violencia en sus vidas y, por ende, minimizando la empatía y compasión, como destaca Rita Segato (2020) al aludir a la pedagogía de la crueldad, refiriéndose hacia quien vive la violencia.

No obstante, se tiende a pensar en la falta de compasión hacia otras personas sobre las que se ejerce violencia y poco se incluye en ello la experiencia del mismo sujeto que la ejerce ―incluso sobre sí mismo―, al no cuestionarla desde su derecho a la integridad, al desarrollar umbrales de tolerancia y al no identificar en la cotidianidad enunciados sobre dicha problemática que pudieran acompañar como referencias lingüísticas y existenciales en el proceso de visibilizarla, problematizarla y confrontarla. Es por ello que, en este texto, nos interesa explorar la pregunta de ¿por qué no se nombra la violencia sexual vivida por sujetos del sexo masculino?

El tema de la violencia sexual vivida por ellos suele ser poco reconocido en la literatura feminista y en los estudios sobre masculinidades que hemos revisado, en los códigos penales de los que tenemos referencias, en las campañas para prevenirla y denunciarla y en los mismos ámbitos académicos que estudian temas afines.

El texto propone como hipótesis de ello diez posibles respuestas que buscan invitar a la reflexión sobre diferentes vertientes de diálogo e investigación. No tienen un orden rígidamente establecido, si bien tratamos de esbozar elementos desde lo social a lo político-social, pasando por lo religioso, lo conceptual y el ejercicio de derechos.

1. NO SE NOMBRA PORQUE SE ASUME QUE NO EXISTE DICHA VIOLENCIA

Los estereotipos y las constantes documentadas sobre la forma en que muchos hombres (heterosexuales) aprenden a vivir su sexualidad (Hernández, 1995; Szasz, 1998; Figueroa, 2013; Monteagudo y Treviño, 2014, entre otros), los lleva a ser imaginados como activos, competitivos, buscando intencional y constantemente encuentros sexuales, e incluso, disfrutando hasta de los encuentros inesperados. Se les imagina, además, como heterosexuales siempre dispuestos a dichas prácticas, además genitalizadas, por lo que difícilmente se les considera siendo «obligados a tener un encuentro que no desean». Incluso, hay experiencias de hombres obligados o forzados, a quienes les sugieren decir que, sí querían el encuentro sexual, para no ser «devaluados como hombres» o, en el caso de que sean personas del sexo femenino las agresoras, que, cambiando la historia, ellos aparezcan como «más hombres» por haber logrado tener sexo con dichas mujeres, muchas veces de mayor de edad que ellos o bien con más jerarquía en sus espacios de convivencia (Martínez, 2018).

La literatura muestra que muchos hombres no nombran ni denuncian una experiencia sexual no buscada, porque lo aprendieron como una experiencia negativa asociada con la debilidad de las mujeres, e incluso, con el mito de que, si un hombre es abusado sexualmente, «se convierte en homosexual» (González, 2019). Por ello, han encontrado hasta sugerencias, recomendaciones o imposiciones de personas cercanas para callarlo, «por el bien de su propia reputación», e incluso, «apoyándose en lo que un hombre puede soportar» (Schifter, 1998).

Asimismo, se podría nombrar el hecho de que indicar un abuso sexual puede conllevar un supuesto desequilibro sexual y emocional, puesto que el no nombrar «a tiempo» la violación, en muchas ocasiones genera la pregunta «¿por qué lo dices ahora y no desde que te sucedió?» (Figueroa, 2018). Esto da pie a interpretar el hecho como un acto inconscientemente cómplice, donde se piensa que el hombre abusado puede gustar de las relaciones homosexuales. Esto no permite que la víctima pueda nombrar lo sucedido con libertad, sino que se prejuzga ante la situación y se le culpa de lo sucedido (igual que se hace con muchas mujeres), por lo que ellos mismos llegan a considerar que el abuso no existió, sino que sus comportamientos provocaron el daño recibido.

2. NO SE NOMBRA PORQUE SE SUPONE QUE LOS DELITOS SEXUALES SON HACIA MUJERES Y PERSONAS DE LA DIVERSIDAD SEXUAL

En la revisión de bienes jurídicos protegidos por las leyes y códigos penales en México, se ha documentado (Szasz y Salas, 2008; Morales, 2008) que aquello que se consideran delitos sexuales son prácticas ligadas a la corporalidad e integridad de las mujeres. Incluso, cuando se piensa en los hombres, se alude a su reputación en el caso en el que sus compañeras o hijas sean agredidas sexualmente, además de los actos de homofobia y transfobia. Según los estudios del derecho, los bienes que se protegen en el tema de la sexualidad son el cuerpo de las mujeres y «la reputación de los hombres». No es extraño conocer de bromas y hasta sanciones de ministerios públicos ante un hombre que alude al hecho de haber sido violentado sexualmente por su compañera, o bien por otra mujer, a pesar de que sería toda una novedad lingüística, ya que este relato no tiene paralelismos en la cosmovisión dominante.

El hecho de no hacer explícito en las leyes y en las campañas para prevenir el acoso, hostigamiento y abuso sexual, que los sujetos del sexo masculino pueden ser objeto de dicho delito ―aunado a caracterizarlos como victimarios― lleva a quienes viven esta experiencia violenta a no saber cómo procesarla, a pesar de las sensaciones de confusión que les genera, e incluso en algunos casos (Schifter, 1998), a vivir con resentimientos y hasta con deseos de desquitarse de la experiencia vivida y muchas veces callada por su entorno, debido a los tabúes, estigmas de «ser usado como mujer» y además, de asumir que «a un hombre no le afectará tanto como a una mujer», quizás por el valor social que se le ha asignado a la virginidad femenina.

Bourke (2009) documenta tanto el peso diferencial que se da a las posibles secuelas del abuso en función del sexo de la víctima, como a la interpretación sesgada que se hace de quien agrede sexualmente, dependiendo de si dicha persona es hombre o mujer: misógino, salvaje y hasta monstruo cuando son del sexo masculino, mientras que son consideradas psicópatas o esquizofrénicas las mujeres cuando lo hacen. Se llega a hablar de «mujeres masculinizadas» por el tipo de violencia que están ejerciendo y «reproduciendo». Es decir, los criterios de clasificación de las conductas sexuales agresivas están permeadas por estereotipos de género, los cuales se convierten en atenuantes o agravantes de los delitos sexuales analizados, así como de los que buscan prevenirse y sancionarse.

3. NO SE NOMBRA PORQUE SE INTERPRETA QUE EL CONSENTIMIENTO SEXUAL ES DE LAS MUJERES

En la revisión de propuestas para monitorear, identificar y prevenir violencia sexual, se enfatiza la necesidad de asegurar el consentimiento sexual, incluso aludiendo a una perspectiva de género. Cuando decimos «incluso», queremos hacer referencia a que siguen reproduciéndose lecturas donde solo las problemáticas vividas por las mujeres necesitan ser analizadas desde una perspectiva de género, como si los sujetos masculinos no fueran también sujetos de género. A ello se añade la lectura de la actividad y pasividad, ya mencionada, pero ahora asumida como forma de interacción entre ellos y ellas. Es decir, existe poco trabajo para documentar y analizar la participación voluntaria de dos o más personas en un encuentro sexual, si bien en este caso nos interesa destacar la experiencia de los varones.

De acuerdo con diferentes enfoques filosóficos y jurídicos, incluso recuperados por consignas feministas desde «el no es no», solo se puede asegurar que alguien otorgó su consentimiento para una investigación o intervención específica ―en este caso un encuentro sexual―, cuando se pudo asegurar que además de decir que sí, pudo haber dicho que no (Pérez Hernández, 2016). Es decir, si sus opciones se limitaban a aceptar o asumir la interacción, no es viable aludir a consentimiento sexual, sino más bien a una aceptación sexual. Esta no está permeada por la voluntariedad, sino más por coacciones internas o externas (como señala Sánchez Vázquez, 1983). En cambio, si puede comprobarse de alguna forma que la persona tuvo las condiciones de posibilidad para decir que no y prefirió avalar el encuentro, estamos más cerca del consentimiento.

De ser así, las características documentadas sobre la práctica sexual en muchos hombres (sin generalizar) evidencian muchas presiones, incluso a nivel compulsivo (sin querer justificarlos) por los llamados mandatos de la masculinidad (Segato, 2020). Si los sujetos asumen algunos aprendizajes de género como si su deseo sexual fuera algo instintivo e incontrolable, no siempre será sencillo operacionalizar la categoría de consentimiento (Castro, 1998). Sin ser ingenuos, nos llama la atención la respuesta de un hombre procesado por violación en Perú y cuya respuesta se retomó como título de un libro, “Yo actuaba como varón solamente” (León y Stahr, 1995). Podría verse como una justificación, pero a su vez como una dificultad para dar una respuesta negativa, por presiones sociales, por conveniencia personal (explícita), o bien por un aprendizaje nunca cuestionado, quizás hasta que este es sancionado. Bonino (1995) alude a los micromachismos como comportamientos aprendidos e imitados que surgen desde «la dulce inocencia del inconsciente». ¿Se puede pedir cuentas de dicho nivel de introyección?

4. NO SE NOMBRA PORQUE SE ASUME QUE TODOS LOS HOMBRES SON AGRESORES SEXUALES EN POTENCIA

En estrecha relación con el apartado previo, vale la pena mencionar como análisis de un caso crítico el recuperado en el texto Mi experiencia del Fanzine editado por Divergentes (2020), en el que un hombre joven tuvo un acercamiento sexual con una amiga suya, en un entorno de convivencia cotidiana por el compañerismo de labores escolares y de confianza mutua. Sin embargo, en un momento, él comenta que identificó una cara de confusión de ella y le preguntó si quería que se detuviera, y comenta que ella aceptó. Sin embargo, a él le confundió que, días después, ella lo demandó por acoso y que eso le implicó sanciones importantes en el espacio universitario que compartían. Él se preguntaba: «¿qué hubiera sucedido si él la hubiera demandado, pues ella tampoco le preguntó si él quería?».

Es decir, la percepción de que los hombres son agresores sexuales en potencia permea tanto las acciones legales como las campañas preventivas o bien punitivas. En el metro de la Ciudad de México se presentó una campaña que mostraba a hombres con miradas lascivas alertándolos de que así había otros que miraban a sus madres, hermanas y esposas, por lo que se les decía a los hombres que deberían saber que eso es un delito y que serían sancionados si infringían ciertos límites. ¿Podrá darse el paso desde el imaginario del victimario para poder reconocerse como potencial víctima, a pesar de que dicha categoría se ha feminizado (Lamas, 2018), y con ello se ha dificultado que los hombres puedan reconocer agresiones recibidas a sus derechos sexuales, por ejemplo, a su integridad corporal y a su autodeterminación sexual?

En una investigación sobre ciudadanos sexuales (Hirsch y Shamus, 2020), se documentan varios casos análogos que muestran la complejidad de nombrarse víctimas de una agresión sexual, dada la cosmovisión construida desde las referencias lingüísticas y existenciales que conforman la socialización de género, en particular de las personas del sexo masculino ―por nuestro interés específico en este texto―, pero también de todo ser humano en general.

5. NO SE NOMBRA PORQUE SE ASUME QUE A ELLOS LES AFECTA MENOS QUE A LAS MUJERES UNA AGRESIÓN SEXUAL

Bourke (2009) señala que existen menos programas de acompañamiento emocional para varones víctimas de violencia sexual, en buena medida debido a los imaginarios sociales sobre lo que significa tener una práctica sexual o iniciarse en ella, con o sin la voluntad de los sujetos. Al parecer una mujer «pierde algo valioso» e incluso es degradada sexualmente (dependiendo del entorno, por ejemplo, si fue siendo soltera y sin acceder al «mercado matrimonial»), mientras que el hombre es festejado por su experiencia sexual (al margen del riesgo de caer en generalizaciones). Irónicamente, se asume que un hombre «aunque no haya querido» iniciarse o tener determinado encuentro sexual, puede procesarlo como una experiencia positiva en lo que socialmente se espera de él, como varón (Hernández, 1995; Castro, 1998; Sánchez, 2007).

Paralelo a ello, se asume que, si no fue así, «tiene más insumos de valentía y fortaleza» para superarlo y para callarlo (Gallego, 2022). Irónicamente, cuando algunos varones ejercen violencia sexual se propone recurrir a medidas punitivas, pero en menor medida se trabaja para prevenirlo desde la forma en que los hombres vivieron sus primeras experiencias sexuales y lo que estas les significaron, en especial cuando fueron abusados, incluso por mujeres, o cuando fueron novatadas de hombres mayores o más poderosos para enseñarles a vivir su sexualidad, o bien para habituarlos a los rituales de un «auténtico hombre» (Martínez, 2018; Gallego, 2022).

6. NO SE NOMBRA PORQUE ES POLÍTICAMENTE INCORRECTO HACERLO

Las problemáticas del acoso, hostigamiento y violaciones sexuales, documentadas ampliamente en la experiencia de las mujeres, al margen de que no necesariamente se haya logrado prevenirlas, van de la mano de la forma estereotipada de definir la actividad y pasividad en los encuentros e intercambios sexuales, ya que asumen que los sujetos del sexo masculino son quienes toman las iniciativas, además de que se interpreta con frecuencia que la penetración o la intención son los referentes de la definición de violación sexual (Bourke, 2009 y Vigarello, 1999); por ende, se descarta que ellos puedan ser obligados a penetrar, así, que se interpreta que nombrarlo distrae la atención del «severo problema vivido por las mujeres». En diferentes contextos se interpreta como un cinismo que los hombres ―vistos socialmente como potenciales victimarios―, aludan a agresiones contra ellos y, por ende, suele ser interpretada como una distracción a las demandas de las mujeres.

La literatura muestra la resistencia de algunas mujeres feministas al debate sobre el tema, incluso en proyectos donde ya se documentó y exploró el tema con hombres violentados sexualmente, a partir de la figura legal del incesto, como investigó González en un entorno regional de México (2015). Al difundirse este estudio en su versión como libro traducido al español, en el prólogo, solo se enfatiza la experiencia de mujeres y niñas, invisibilizando las narrativas de los hombres (Lagarde, 2019), a pesar de que la autora original incluye un largo capítulo sobre varones que reconocen haber vivido violencia sexual en su infancia o adolescencia (González, 2019). Tiende a decirse que es más grave la experiencia de las mujeres debido a su fragilidad y vulnerabilidad, e incluso, en este prólogo se afirma que es necesario denunciar los casos de incesto para reivindicar el derecho de las niñas y mujeres a una vida libre de violencia, sin hacer mayor referencia a un posible derecho de los hombres en ese sentido, en especial después de haberlo documentado la autora del texto original, al igual que se muestra en el estudio de Martínez (2018), si bien esta autora sí alerta sobre este problema social.

7. NO SE NOMBRA PORQUE HAY FALTA DE CIUDADANÍA SEXUAL EN LOS HOMBRES

Existen diferentes demandas sociales (pensemos en las derivadas de movimientos feministas, movimientos de la diversidad sexual, grupos étnicos discriminados, entre otros) que han contribuido a generar reivindicaciones en forma de derechos y garantías, a través de reconocer a dichos sujetos como nuevos titulares de derechos, incluso a pesar del supuesto carácter universal de los derechos humanos, reconocidos y acordados desde 1948. La experiencia de discriminación, exclusión y vulnerabilidad en diferentes ámbitos ha llevado a muchas personas a construir plataformas de acción (CEDAW es una de ellas para las mujeres, al igual que la lucha de las sufragistas e incluso, las reformas legales para asegurar a las mujeres una vida libre de violencia) o mecanismos múltiples de crítica a sus exclusiones, como el hecho de eliminar de la lista de enfermedades mentales a la homosexualidad y la transexualidad. Con ello se han logrado acciones reparativas específicas o bien de tipo protector, como la caracterización de crímenes por odio y homofobia, así como los feminicidios.

Paralelo a ello, las mujeres han trabajado en contra del acoso y el hostigamiento sexual, por ejemplo, a través del movimiento Me Too, dentro del cual, si bien han aparecido hombres nombrando su experiencia de acoso, suelen verse con algo de escepticismo por algunos de los argumentos previos relativos a su carácter activo en la sexualidad y hasta por su fuerza física como recurso para defenderse. Es decir, a pesar de que los derechos de la Revolución Francesa se nombraban como «del hombre y del ciudadano», han sido las mujeres y las personas de grupos sociales discriminados (incluyendo hombres no incluidos en las categorías hegemónicas) quienes han buscado visibilizar su especificidad, con el fin de enriquecer las definiciones de derechos.

Lo extraño es que los sujetos de referencia del sistema patriarcal (llámense varones heterosexuales) muchas veces han sido socializados bajo el supuesto de la obviedad (Núñez, 2004 y Figueroa, 2015a) y, por ende, no parece que vivan discriminados ni marginados de las normas sociales y, por ende, en el caso de llegar a percibirlo, es más frecuente que lo silencien, confundidos por sentirse «atípicos», o bien, fuera de la normalidad. En un estudio en Israel, Schwartz (2020) comenta cómo los programas para evitar el machismo no funcionan tan claramente en las escuelas, debido a que los alumnos se sienten más identificados con los comportamientos machistas y sexistas que se ven reproducidos en sociedad, y por ende, los jóvenes para sentirse aceptados socialmente prefieren reproducir esos comportamientos que ser rechazados por las personas de su entorno.

En un estudio sobre ciudadanía sexual en espacios universitarios (Hirsch y Khan, 2020) se incluye la categoría de proyectos sexuales como criterio de referencia para la interpretación de las posibles agresiones sexuales vividas por mujeres y por hombres. Ello confirma una lectura diferencial para unos y otras, lo que permea su caracterización heterogénea de lo que significa una agresión.

Desde la lectura de Cervantes y Citeroni (2008), es necesario aludir a un espectro o rango dentro de los derechos ―a saber, negativos y positivos―, pensándolos en un horizonte continuo desde lo mínimo (no ser agredidos ni violentados) hasta lo máximo (ser reconocidos y respetados en su respectiva diferencia). Por otra parte, Correa y Petchesky (1994) justifican éticamente los derechos sexuales y reproductivos desde el feminismo, destacando que uno de los principios éticos que proponen para ello se centra en la integridad corporal. En este sentido, el feminismo tiene una larga tradición de demandas reivindicativas de la integridad de las mujeres y una de las mismas, hace referencia a «mi cuerpo es mío» y, por ende, «si alguien quiere interactuar con él, necesita del permiso de la mujer en cuestión». Esta consigna ha tenido tanto eco que el colectivo de Boston publicó el libro emblemático Our bodies, our selfs (Boston Women’s Health Collective Book, 2000), el cual ha tenido múltiples ediciones y traducciones a diferentes idiomas, reconociendo ―como diría Merleau Ponty― que no tenemos cuerpo, sino que somos cuerpo y de ahí, la necesidad de vivirlo íntegramente.

El problema es que no existe algo equivalente en la experiencia de los hombres que los acompañe en superar que el cuerpo es una mera coraza (Herrera, 1999), para reivindicarlo como un espacio de identidad que requiere reconocimiento y procesos intencionales de cuidado y de no invasión por otras personas ni por sí mismos (Muñoz, 2006 y Figueroa, 2015b). Foucault habla del cuidado de sí (1994), Bonino alerta de la negligencia suicida (1989), Keijzer ironiza señalando «hasta que el cuerpo aguante» (2003) y Figueroa (2015b) propone alternativas para evitar la omisión de cuidado. Sin embargo, no existe tan claramente un movimiento o propuestas analíticas que reivindiquen de manera explícita la integridad corporal y ciudadanía sexual de los varones, en su diversidad.

En cualquiera de las aproximaciones, vale la pena recuperar lo encontrado en un proyecto entre siete países (de tres continentes) de la primera parte de la década de 1990 (desde el International Reproductive Rights Research and Action Group), donde se buscaba identificar el proceso por el cual las mujeres se apropiaban de sus derechos en el espacio de la reproducción. Los hallazgos (Petchesky y Judd, 1998 para los siete países y Ortiz Ortega, 1999, para el caso de México) mostraban la constante en los diferentes grupos de mujeres de que, si después de vivir desigualdades, violencias o discriminaciones, estas las nombraban y socializaban con otras personas, era frecuente que encontraran quienes habían vivido situaciones similares y, por ende, después de consolarse mutuamente, no era extraño que se propusieran hacer algo para evitarlas entre ellas y con otras mujeres. A partir de ello, se establecían redes simbólicas que les permitían un proceso de empoderamiento, así como de resistencia, transgresión y potencial transformación respecto de lo que las había unido. Con ello, se iban reconociendo como ciudadanas en dichos espacios reproductivos. Algo similar podemos identificar en la ciudadanía sexual de las personas que integran la diversidad sexual, precisamente porque el motivo de la discriminación, violencia o desigualdad en el acceso a ciertos satisfactores mínimos es la experiencia de su sexualidad alejada de los modelos hegemónicos.

La pregunta que valdría la pena hacerse es: ¿los sujetos del sexo masculino, en general, incluidos dentro de una identidad heterosexual, en lo particular, tienen introyectadas desventajas o violencias, tanto en lo reproductivo, como en este caso en el ejercicio de su sexualidad? Sobre lo reproductivo, hemos dialogado constructivamente desde hace tiempo (Figueroa, 1998 y 2005) a partir de las críticas que se ha hecho a la propuesta de derechos reproductivos en la experiencia de los varones, por lo que valdría la pena problematizarlo ahora desde los aprendizajes que se han documentado como «imposiciones de género» o bien mandatos sexuales de su masculinidad en la experiencia de dicha población (Hernández, 1995; Szasz, 1998; Figueroa, 2013; Monteagudo y Treviño, 2014, entre muchos otros). Es decir, ¿lo viven los varones como algo natural o como un entorno de ambivalencias y potenciales desventajas que no saben cómo cuestionar o que inconscientemente aceptan? Desde ahí, podríamos buscar alternativas para la ciudadanía sexual de dicha población y sobre su falta de agencia para cuestionar algunas agresiones sexuales.

8. NO SE NOMBRA PORQUE LE FALTA FUERZA POLÍTICA A LA AUTODETERMINACIÓN SEXUAL REFERIDA A LOS HOMBRES

El concepto de política en la sexualidad indica la relación de dominio y subordinación que puede existir entre las mujeres y los hombres, por la lógica binaria esencialista que existe en algunas teorías de género, donde se subraya que lo masculino busca asegurar el dominio sobre lo femenino, donde la violencia juega el papel de un sistema de control social sobre las mujeres (Mesok, 2018). No obstante, cuando añadimos la variable de autodeterminación sexual, nos percatamos de que los hombres, al ser un grupo que no se considera «minoría», no tienen el derecho de autodeterminarse de forma reflexiva, puesto que pareciera que estos ya están representados o construidos por medio de la masculinidad hegemónica, lo cual genera un esencialismo sobre lo que es el hombre (rasgos sexistas y machistas) y no lo que el propio hombre se cuestiona ser. Con lo anterior, no se niega que la masculinidad indique una serie de comportamientos que representan el actuar de los varones; no obstante, sería necesario cuestionar ¿los hombres que han sufrido violencia sexual se autodeterminan sexualmente de la misma forma que aquellos que no han sido violentados?

Maria Eriksson Bazz (2018) indica que los abusos sexuales cometidos contra hombres en contextos de guerra son desapercibidos, debido a que las características de esta violencia no son semejantes a las características que tiene la violación cometida hacia mujeres en entornos bélicos; es decir, la violencia sexual se ha centrado en los casos de mujeres, lo que ha ocasionado un silencio hacia los abusos que viven los varones. Esto ha generado que en la política dominante y la comprensión académica del tema de abuso se convierta en una guerra de género. En esta, se enfatiza el dominio de los hombres sobre las mujeres, provocando lo anterior: que las victimas masculinas sean vistas como sujetos incómodos que rompen con lo esperado por ser seres penetrables (aunque también son seres mutilados, castrados, esterilizados o esclavizados sexualmente, otras formas de violencia sexual contra el género masculino). De allí que se observe la necesidad de analizar y dialogar categorías de la ética feminista sobre los temas de violencia sexual hacia los hombres, puesto que la agenda de los diversos feminismos pareciera que, en ocasiones, dificulte que los varones se autonombren, critiquen, piensen y reconstruyan después de haber vivido una experiencia traumática.

Ejemplo de lo anterior es el taller de expertos del año 2013, convocado por la representante especial de la Secretaria General sobre la violencia sexual en los conflictos. Dicho documento afirmó que el enfoque político en los abusos contra las mujeres y las niñas genera un obstáculo para combatir la violencia sexual contra hombres, debido a que el debate sobre género se ha desdibujado y a menudo se ha subsumido en una lucha necesaria por los derechos de las mujeres, frente a la indiferencia histórica a la subordinación generalizada de las mujeres. Por lo tanto, el enfoque discursivo y político resultante de la violencia sexual y de género como una cuestión de derechos de la mujer se ha convertido en una barrera para la prevención y la respuesta a la violencia sexual relacionada con los conflictos contra hombres y niños (Becerra, 2018).

Por otra parte, Kirby (2018) destaca que la violencia sexual contra los hombres suele ser poco discutida hasta por los propios hombres, quienes piensan que ese tipo de abuso sucede con menos frecuencia con respecto a la violencia sexual contra mujeres. Asimismo, la violencia sexual contra hombres se suele relacionar con rituales de novatadas adolescentes o con la feminización de los varones, debido a que el ser abusado implanta la categoría de pasividad, inferioridad y emasculación en las víctimas. Por ende, la herida en la masculinidad (ser feminizado) puede provocar que los hombres evadan el enfrentamiento de la vivencia, la reconstrucción y la formación de conceptos que les permitan nombrar y reconocer la experiencia de abuso, ya que la omisión de lo sucedido pareciera permitir, socialmente, enmascarar las preocupaciones y dudas que surgen tras la violencia sexual, aunque ese silencio podría generar problemáticas de salud como el alcoholismo, drogadicción, comportamientos sexuales compulsivos, depresión, ansiedad o incluso, pensamientos suicidas.

9. NO SE NOMBRA POR FALTA DE REFERENCIAS EN DISCURSOS RELIGIOSOS A AGRESIONES SEXUALES A LOS HOMBRES

Uno de los referentes simbólicos y moralmente valorativos de la cultura latinoamericana es el de la religión católica, sin ser este el único. Podemos afirmar que parte de la cosmovisión dominante en esta región del mundo tiene a personajes católicos como referencias formativas, como «la madre virgen» y, a la par, el peso de la culpa alrededor de ciertos comportamientos humanos, como el ejercicio mismo de la sexualidad, del cual está excluida la denominada «sagrada familia». De hecho, desde el antiguo testamento, se presenta una concepción androcéntrica al nombrar uno de los mandamientos dirigido a regular el deseo sexual hacia las mujeres (del prójimo), asumiendo una lectura heterosexual en la que el destinatario de dicho precepto es un hombre. A la par, la alusión a una trinidad en masculino, invisibiliza a las mujeres como autoridad, pero a la par las reafirma como personajes sexualmente deseables.

En ese tenor, es necesario reflexionar sobre el problema de la pederastia, tanto en términos del sexo de las personas agredidas (mayoritariamente del sexo masculino) y en el de la persona agresora (hasta la fecha mayoritariamente varones), como en el entorno de los silencios que guardan quienes la sufrieron, quizás por los aprendizajes de género asociados a personajes de dicho sexo. Es decir, por no contar con palabras para nombrarlo por el temor a ser descalificados como hombres y por no tener muchos antecedentes al respecto (Figueroa, 2018). A ello se añade que la visión androcéntrica nombra a la mujer deseada como pecaminosa, pero no al sujeto masculino como objeto de deseo de alguien más. Es decir, un pederasta fue interrogado por la razón por la que la mayor parte de sus víctimas eran del sexo masculino y su respuesta fue que «con las mujeres sí es pecado»1. Así, la misma normativa androcéntrica del ámbito religioso deja de considerar la necesidad de proteger a los hombres de ese delito ―o bien, «pecado» en sus propios términos―, pues ellos son la parte activa de los encuentros sexuales.

10. NO SE NOMBRA PORQUE NO EXISTEN CATEGORÍAS Y MARCOS TEÓRICOS PARA INTERPRETARLA

Un elemento relevante de la literatura sobre violencia sexual es que se ha construido desde una perspectiva que identifica a las mujeres como potenciales víctimas, con la especificidad de lo que socialmente significan las mujeres como sujetos sexuados y como objeto de un deseo sexual, pero además con el entorno de desigualdades de género, de poder, de fortaleza física, así como de dobles moralidades relacionadas con la sexualidad y de valores vinculados con las uniones conyugales como criterios de «reparación de agresiones sexuales».

Por otra parte, poco se han documentado las humillaciones a los hombres de quienes dichas mujeres son parejas, hijas o familiares, entre otras dimensiones. Zalewski, Drumond, Prügl y Stern (2018) señalan y alertan que pretender usar los mismos marcos teóricos y las categorías asociadas a la interpretación de las agresiones sexuales a las mujeres, para interpretar agresiones sexuales a sujetos del sexo masculino, ha mostrado sus limitaciones, tanto por etapas de vida y contextos (por ejemplo, en entornos de enfrentamientos bélicos), como por las formas físicas de violencia (no limitadas a la penetración, sino incluso a la castración, o bien a la humillación y agresión hacia personas cercanas, a veces de manera presencial, como en la cárcel de Abuh Grahib y en otros ámbitos), construida desde una forma de invasión a su intimidad y «a sus propiedades». La literatura reciente muestra las lagunas teóricas ―y diríamos que hasta políticas y lingüísticas― para dar cuenta y monitorear esta compleja experiencia referida a ellos, sin problematizar las referencias epistemológicas, teóricas, metodológicas y lingüísticas a las que se recurre, a partir de las especificidades fisiológicas e identitarias de la heterogeneidad de sujetos titulares de derechos sexuales.

REFLEXIONES FINALES

En este texto pretendemos sistematizar y poner a discusión algunas vertientes de reflexión sobre posibles razones por las que el tema de la violencia sexual hacia los sujetos del sexo masculino no está tan estudiado, nombrado y abordado en investigaciones, en acciones de política pública e incluso en campañas para atender y prevenir tanto la violencia que ellos ejercen, como la que reciben de alguna persona más. No pretendemos que sea exhaustiva nuestra lista, pero sí tratamos de combinar razones teóricas y semióticas (por la falta de categorías y términos para visibilizar una experiencia) con razones políticas (como la consideración de que sea más relevante y urgente la violencia vivida por las mujeres e incluso, que se vea como cínico y hasta políticamente incorrecto aludir a los varones como víctimas), pero a la par, con una falta de legitimidad o conciencia de las propias personas que reciben la violencia, ya que desde su lenguaje y cosmovisión, parecieran no ubicarse ni reconocerse como posibles víctimas de la violencia sexual.

Otra dimensión que consideramos es el discurso religioso y el discurso jurídico, ambos significativos dentro de la creación y justificación de imaginarios alrededor de lo que es la violencia sexual y los delitos asociados a ella, así como en la identificación de quiénes pueden ser víctimas y quiénes victimarios. Otra dimensión que recuperamos es la del consentimiento como frontera a ser identificada entre una agresión sexual y un encuentro sexual acordado, si bien pareciera que el análisis de las personas que participan no se hace de manera heterogénea, al aludir al consentimiento sexual, en función del sexo-género de quienes participan en encuentros sexuales y por ende, eso influye en la valoración moral, jurídica y política para interpretar la violencia sexual. Dos dimensiones adicionales que consideramos tienen que ver, por una parte, con las secuelas emocionales en la persona que vive la violencia sexual, y por otra, que algunos (en masculino) sujetos tienen mayormente la posibilidad de ser agresores sexuales, por «su sexo-género».

Consideramos que cada una de las razones esbozadas y comentadas detona y abre vertientes de investigación, diálogo y reflexión colectiva sobre la interacción sexual entre personas, independientemente de su sexo biológico y de su identidad sexual y de género.

Sin embargo, la omisión de las referencias sobre la violencia sexual vivida por sujetos del sexo masculino, al relacionarse con la política (dinámicas de poder y hegemonía), ocasiona que la ley tenga una connotación conservadora donde se defienden los comportamientos masculinos, lo que provoca que se generen y refuercen modelos violentos de masculinidad, que no permite concebir a los hombres una autodefinición diferente de la normalizada, tanto por hombres como por mujeres (Schwartz, 2020). Lo anterior estimula la omisión de la violación para ellos, puesto que legal y socialmente el no cumplir con los estereotipos de masculinidad implica acusar al abusado de ser femenino y esto, pareciera, impide que los varones se vuelvan conscientes de que tienen la oportunidad de cuestionar sus aprendizajes de género dentro de las estructuras machistas en las que se desenvuelven.

Asimismo, pareciera que en los hombres que han vivido violencia sexual existe una ausencia para repensar el abuso, las repercusiones de estas en su identidad y la conformación de otros elementos de su personalidad, después de haber sufrido una violación. Esto señala la necesidad e importancia de desdibujar las nociones machistas hegemónicas para dar paso a una construcción/reconstrucción de su autodeterminación sexual, lo cual puede generar nuevos comportamientos masculinos, nuevas formas de interpretar las vivencias de abuso, mayor empatía a víctimas de violencia sexual y, sobre todo, un cese de violencia sexual contra y entre hombres y mujeres.

Un debate más incluyente y complejo analítica, política y lingüísticamente sobre ello, permitiría que más varones se percatasen de que aprendizajes de género suelen dañar a las personas de su alrededor y a sí mismos, por no darse la oportunidad de comunicar sus necesidades de respeto, reconocimiento y disfrute de sus respectivas integridades corporales como sujetos sexuados.

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Recibido: 30 de Abril de 2022; Aprobado: 12 de Diciembre de 2022

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