INTRODUCCIÓN
En los últimos cuarenta años, la «masculinidad» y los «hombres» se han convertido en temas centrales en los estudios de género, proponiéndose como uno de los ejes estratégicos de la epistemología social contemporánea, ligada a los estudios feministas y de género, sobre todo orientada a proporcionar elementos para el análisis de realidades humanas generizadas y la búsqueda de alternativas en la construcción de relaciones de igualdad entre hombres y mujeres (Ramírez, 2009; Connell, 2002).
Los estudios de las «masculinidades» abrevan de diversos aportes feministas, de planteamientos de las ciencias sociales en general y de la antropología en particular, que permiten reconocer que denominado como «la masculinidad» es una configuración compleja de género. Los estudios realizados parten, hasta ahora, de considerarla como campo simbólico de género y sus vínculos, por ejemplo, con la construcción y ritualidad del cuerpo (Fuentes Ponce, 2009; Ferrándiz, 2002 y 2004), con actitudes, acciones, representaciones, procesos de crisis (Montesinos, 2005; Valdés y Olavarría, 1998), con la hegemonía y poder (Connell, 1995) y sus procesos emergentes y continuidades (del Valle et al., 2002).
Además, han aflorado con intensidad los estudios relacionados con las violencias (Seidler, 2009; Kaufman, 1987), las disidencias y la homosociabilidad (Núñez, 2006), el medio ambiente y la etnicidad (Pérez-Castro, 2003), la migración (Hernández, 2009) y así una gran cantidad de ejes, de los cuales se ha intentado generar estados de la cuestión y exploraciones sobre las fronteras del conocimiento (Ramírez, 2009). Estos, y otros, estudios constituyen aportes para nutrir una plataforma teórica, desde la que es posible plantear procesos de método y metodología útiles en la comprensión de la construcción o subjetivación de género y de las masculinidades indígenas, en los que, sin embargo, es necesario considerar los contextos de sobrevivencia histórica y las resiliencias contemporáneas que se sustentan procesos de la resignificación indígena.
En este sentido, el presente trabajo busca enfatizar aportes teóricos y metodológicos, que pueden contribuir a entender procesos de construcción, significación y ejercicio de las masculinidades indígenas; advertir, en esos procesos, resistencias, quiebres y emergencias patriarcales y heteronormadas, y sus trascendencias sociales y medioambientales en la sobrevivencia y reproducción indígena.
LA PERSPECTIVA DE GÉNERO, LA HISTORIZACIÓN Y LA DESCOLONIZACIÓN
Un primer elemento para considerar es la perspectiva de género, propuesta feminista que, según Ramírez y Uribe (2009), genera explicaciones críticas y profundas sobre el ser hombre y las masculinidades en diversos contextos y sociedades. Agregan que dicha perspectiva «[…] refleja el potencial explicativo del género para analizar la forma como los hombres participan y se relacionan en sociedad, a la vez que proporciona una dimensión nueva sobre los espacios que ocupan y la manera cómo lo hacen» (p. 16).
La perspectiva de género permite entender que las masculinidades definen especialmente los modelos de ser hombre desde posiciones ―y relaciones― en las estructuras sociales indígenas como productos históricos. En el caso de los pueblos indígenas sobrevivientes en México1, ha sido influida por el despliegue del sistema mundo occidental (Dussel, 2000), dando lugar al colonialismo, fenómeno que ha significado la desaparición de gran parte de los pueblos originarios y la sobrevivencia de algunos, aunque ello se de en las peores condiciones avivadas por ordenamientos de género que favorecen la desigualdad y otros motores sociales de opresión indígena.
A la par de la perspectiva de género, es necesario considerar en los análisis del ordenamiento de género y las masculinidades indígenas, una perspectiva histórica y descolonial. Con este dispositivo teórico metodológico, se buscaría hacer lecturas pertinentes de los ordenamientos simbólicos, estructurales y relacionales de las realidades indígenas generizadas, en las que se encuentra contextualizada la reproducción y sobrevivencia de los pueblos originarios contemporáneos. Descubre el universo real ―y simbólico― en el que se encuentra cada uno de los pueblos indígenas sobrevivientes en México.
La sobrevivencia a la que se hace referencia señala conflictos y negociaciones cotidianas en un contexto de interculturalidad vertical, etnizante y racialista. Por ello, la sobrevivencia indígena contemporánea se evidencia como producto de las resiliencias derivadas ante la gama de influencias dominantes provenientes de Occidente, donde se juegan lo considerado étnico, identidad y pertenencia indígena en diversos terrenos de la vida cotidiana.
En este sentido, la perspectiva de género permite entender a la sobrevivencia indígena como un fenómeno complejo, donde se advierte que los procesos de reproducción social, cultural y material corren en paralelo e integrados con un orden generizado. Luego de los quinientos años de resiliencia ante la colonización occidental, ese orden expresa lo masculino y lo femenino desde un guion binario, donde los modelos del ser hombres y mujeres son convencionales al patriarcado y a la heteronormatividad, aunque como parte de las resiliencias, en algunos pueblos originarios en México perviven visiones y prácticas de género no binarias. Tal es el caso del tercer género o muxe (Gómez, 2013), aún vigente entre el pueblo zapoteca de Juchitán, Oaxaca.
Fenómenos como el aludido anteriormente, así como los crecientes movimientos pro derechos de los pueblos indígenas o de los movimientos feministas indígenas (Millan, 2011), entre otros, permiten advertir que las resiliencias indígenas se actualizan y sirven como mecanismos de reivindicación de lo indígena. Por ello, es fundamental que la perspectiva de género se descolonice y contemple un enfoque histórico, que contribuya a reconocer que el hecho de ser hombres y mujeres indígenas se encuentra estrechamente ligado a las estructuraciones y relaciones sociales, económicas, políticas y culturales como productos históricos. En este sentido, hombres y mujeres indígenas no solo son sujetos generizados, sino sujetos históricos, producto de los encuentros y desencuentros con Occidente.
Por tanto, los estudios de las masculinidades y el género de los hombres indígenas requieren un método que hile, en su revisión, reflexión y cuestionamiento, los enfoques descoloniales y las propuestas de la epistemología desde el sur, discurso propuesto por Santos (2018). Con ello se considera la posibilidad de visibilizar la forma en se construye, significa, internaliza y práctica el orden de género y el ser y deber ser de varones indígenas en el contexto de la socialización occidental, entendida no como una fuerza unívoca de aculturación, sino como campo de conflicto y negociación de las identidades originarias.
La propuesta plantea un método que apareje la perspectiva de género, la historización y la descolonización para entender a las masculinidades indígenas como parte de sobrevivencia de estos pueblos, en la que se descubren contextos de alteridad étnica, socialización y refuerzo de elementos que contribuyen a la potenciación y reproducción de un ordenamiento de género propio, que podría denominarse como indígena, en el que se reconocen, también, formas patriarcales y heteronormadas, al igual que jirones de antiguas conformaciones de género que podrían menoscabarlas.
Bajo las inquietudes planteadas se descubre el sentido político de la perspectiva de género, que plantea visibilizar, desnaturalizar o deslegitimar dicho orden que se matiza en función de otras categorizaciones, como los de etnia, nacionalidad, clase, edad, generación, posición, ocupación, etcétera. Por lo tanto, al emplear la perspectiva de género en el estudio de las masculinidades no se está cayendo en un reduccionismo, como pretenden señalar algunas críticas a los estudios feministas, o de los estudios de género de los hombres y las masculinidades. Por el contrario, se amplía el foco de análisis y aprehensión de las realidades; al emplearla como una llave para abrir las naturalizaciones que alcanza el orden de género heterosexista, así como para visibilizar sus matices, diversidades, quiebres o crisis por los que atraviesa (Guasch, 2000).
LOS RETOS EN LA INTERPRETACIÓN DEL ORDEN DE GÉNERO DESDE EL BINARISMO
El abordaje en la comprensión epistemológica de las subjetividades masculinas originarias, vinculadas con la sobrevivencia, deben verse como construcciones de género históricas, de ciertas continuidades ancestrales y de emergencias, de convivencias, alianzas y conflictos entre sistemas simbólicos originarios subalterizados y los legitimados como dominantes, que siguen reproduciendo una moral judeocristiana y liberal.
Por tanto, el planteamiento en cuestión constituye un reto epistemológico, puesto que se pretende derivar conocimiento a partir de la (re)lectura histórica, la descolonización y la perspectiva de género, no ausente de dificultades si se continúa haciendo lecturas desde una visión binaria. Como señala Amuchástegui (2008), «descifrar los significados de las masculinidades en estos y en otros tiempos ha significado un reto, pues se está trabajando en un laberinto donde se busca entender, descifrar la subjetividad de hombres […] la identidad (en tanto subjetividad) es parte que debe abordarse como proceso de construcción de sujeto donde el género es ineludible» (p. 47).
Abordar la subjetividad como base de la identidad de los sujetos generizados, como «hombres» o «mujeres», y de otras expresiones que intentan escapar a lo heteronormado, requiere superar la visión binarista del género, para explorar y evidenciar aquellas categorías sociales, que continúan condicionando las realidades de los sujetos indígenas contemporáneos; reconociendo que dichas categorías o fuentes de construcciones de identidades, o de pertenencias, se encuentran en procesos de cuestionamientos, de crisis y emergencias de nuevas fuentes identitarias y de ordenamientos de género (Montesinos, 2005; del Valle et al., 2002).
El planteamiento no binario del género busca cuestionar las concepciones que argumentan que lo «masculino» y lo «femenino» son parte de un dualismo de género, que naturaliza el ser «hombre» y ser «mujer», cuestión que niega y reprime la diversidad de sus expresiones y de formas que buscan escapar a estas disposiciones convencionalmente dispuestas en función de ciertos intereses de dominación, de control, de poder.
La base genealógica de ese ordenamiento se encuentra en el heterosexismo (Guasch, 2000) y el desarrollo economicista, que juntos generan un sistema complejo de convivencia denominado como «patriarcalismo» (Herrera, 2005). Epistemológicamente, el dualismo patriarcal impone dificultades tanto para vivirlo como para entenderlo y aprehenderlo. En el campo de lo cotidiano y lo político se expresa como un complejo difícil de transformar, precisamente por su legitimación que trasciende a su naturalización y reproducción estructural o institucional. Como apunta Bourdieu (2007):
[…] estos dualismos, profundamente arraigados en las cosas (las estructuras) y en los cuerpos, no han nacido de un mero efecto de dominación verbal y no pueden ser abolidos por un acto de magia performativa; los sexos no son meros roles que pueden interpretarse a capricho (a la manera de drag queens), pues están inscritos en los cuerpos y en un universo de dónde sacan su fuerza (p. 127).
Estas consideraciones permiten entender que, cuando se habla de cualquiera de esas dos configuraciones de género, se está refiriendo al orden establecido del género dominante, a las estructuras prevalecientes y no de su renovación, en el que se evidencie la trascendencia binaria. Sin embargo, el feminismo y otros movimientos por la disidencia van logrando procesos de transformación, pese a las resistencias institucionales de ese orden de género (Mogrovejo, Salinas y Gargallo, 2006) que están alcanzando a los contextos indígenas. Así, las disidencias al modelo generizado del heterosexismo y patriarcalismo indígena contemporáneo son un indicador de procesos de transformación en ese orden.
En este contexto los estudios sobre el orden de género, y de las masculinidades indígenas, buscarán privilegiar posturas que señalan que no todos los hombres ejercitan lealtades a la ideología de la dominación masculina y del patriarcalismo (Lomas, 2003; Connell, 1995), ni que estas sean única y exclusivamente internalizadas y practicadas por los varones (Segal, 2008). Según Kimmel (2008, p. 16), entre otros autores y autoras, señala la diversidad de significados y prácticas de ser «hombre», unas debido a la influencia de las diferencias de clase, otras por la etnicidad asumida por los sujetos masculinizados, pero también por la nacionalidad, la edad y las generaciones, entre otras categorizaciones estructurales.
La aportación de la conceptuación de la «diversidad» masculina, según el autor citado, proviene desde movimientos de mujeres de «color», quienes cuestionaron en su tiempo al modelo femenino universalizado y defendido por el feminismo anglosajón, que dejó de lado la condición de las mujeres dedicadas al trabajo doméstico, a su racialización y negritud. Retomando esta coyuntura, alude que: «esta perspectiva permite ver cómo los hombres, dependiendo de situaciones específicas, definen la masculinidad de forma diferente» (Kimmel, 2008, p. 16).
Al respecto Ferrándiz (2002; 2004) plantea que, en el propio campo de la masculinidad, se advierte un calidoscopio de las formas de ser y asumirse como hombre, cuestionando el modelo universal de masculinidad acostumbrado. Sin embargo, los matices de la masculinidad señalan fronteras entre lo convencionalmente creado como masculino, sus diferencias y procesos emergentes. Por tanto, una epistemología sobre las masculinidades indígenas partiría, en primer plano, por hacer una vinculación necesaria con la etnicidad, para que en ese contexto se exploren los procesos de construcción, matización y dinámicas. Apunta la necesidad de explorar los sistemas de género indígenas vigentes y emergentes y, bajo una perspectiva foucaultiana, desde un fundamento genealógico y no de la esencia (Foucault, 1997). El abordaje de las masculinidades indígenas, implican vinculaciones con aquellos procesos de su sobrevivencia, entre ellos los vividos dentro de la movilidad migratoria, fenómeno que se intensificó desde la colonización hasta el presente.
La propuesta de visibilizar la vinculación de los procesos de masculinización y sobrevivencia indígena busca evidenciar la presencia del heterosexismo, y en general del patriarcalismo, en las (re)significaciones y reproducción de lo indígena a través de la historia de las relaciones con occidente, las que se hacen presentes en la contemporaneidad de su sobrevivencia. En estas, se replica un modelo de masculinidad hegemónica, vinculada con la socialización de un orden moral de etnia y género, replicado desde las relaciones conflictivas entre el despliegue del orden occidental y las resistencias indígenas.
Ello alude a reconocer que las masculinidades indígenas son un campo diverso y complejo, derivado de relaciones interculturales y, a la vez, signado por la subalteridad, la racialización y el genocidio. Por tanto, su exploración y comprensión requiere considerar las contradicciones que se dan entre los imaginarios, en la pervivencia de estereotipos que sostienen la etnicización y generización indígena, en la institucionalización de etnia y género, en la acción del sujeto, etcétera, que deriva en procesos de reproducción, reforzamiento o quiebre de dicha fenomenología. Lo que interesa es apuntar los mecanismos de reforzamiento y de aquellas trasformaciones consideradas como emergentes, aunque tales cambios sean juzgados como minúsculos y bajo alcance, o en todo caso explorar su aparente ausencia, como señalaría Foucault (1977).
EL GÉNERO, LA ETNIA Y LOS CONTEXTOS DE GENERIZACIÓN DE LOS SUJETOS
El género es un concepto teórico-metodológico, propuesto por la academia feminista, que permite entender la construcción sociocultural de los cuerpos humanos sexuados desde su anatomía, fisiología y biología. Así, se crea el concepto de sistema sexo-género, donde el género es un principio de poder, pues las diferencias trascienden a la desigualdad, generando la subalteridad de lo femenino, mientras que, a lo masculino, como un orden dominante (Rubin, 1997).
El sujeto generizado desde ese orden es, por tanto, producto de un proceso sociocultural de subjetivación, el cual invita a repensar el binarismo en función de considerar posiciones que evidencien al género como un complejo, que no opaque la diversidad. Señala la necesidad de tomar en cuenta métodos y metodologías que descifren cómo se construyen, significan y practican las masculinidades y las feminidades en las diversas sociedades (Mogrovejo, Salinas y Gargallo, 2006). Olavarría (2001), al hacer referencia a los aportes de diversas investigaciones en el campo del género, señala que «la masculinidad no se puede definir fuera del contexto socioeconómico, cultural e histórico en que están insertos los varones y que ésta es una construcción cultural que se reproduce socialmente» (p. 13).
Los contextos sociales se encuentran ordenados por el género, la etnia y por otras categorías como la edad, la posición o clase, la generación o la nacionalidad, categorías que constituyen instituciones, estructuras y relaciones. Estas establecen urdimbres subjetivantes, por lo que su consideración, en las exploraciones y estudios, son cruciales: permiten conocer los sistemas que ordenan lo simbólico de las masculinidades y feminidades, los cuales están detrás de la cotidianidad de los modelos de ser «hombres» y «mujeres» indígenas.
Por tanto, una definición de masculinidad o de feminidad estaría en función de recocer que el eje central es el género, considerada una categoría sociocultural encargada de subjetivar lo «femenino» o «masculino» a partir de las diferencias biológicas y la preeminencia de un orden generizado desde el heterosexismo. En este sentido, el género se entiende como un campo complejo de ordenamiento sociocultural desde donde se define el ser y deber ser de «hombres» y «mujeres», sus posiciones, condiciones y relaciones en las estructuras sociales, todas ellas generizadas desde el patriarcalismo (Ramírez y Uribe, 2009).
En las dinámicas de la reproducción de la cultura, el género es una fuente de poder, pues no solo define la identidad sociocultural del «macho» y la «hembra» biológicos, sino que trasciende al control de la sexualidad, los cuerpos, los sentimientos y las formas de pensar, a la definición de responsabilidades, mandatos y obligaciones diferenciadas y asimétricas, a la delimitación y significación de espacios y control de la movilidad, establece mecanismos de representaciones sociales, media el acceso, uso, el manejo y el control de los recursos (Kabeer, 2005), es decir, a todo. Es una situación compleja que deviene en legitimaciones, discriminaciones, exclusiones, asimetrías o preferencias entre y por los sujetos generizados, e incluso entre estos y sus relaciones con el ambiente. Estos procesos de generización siguen siendo un reto epistemológico.
ETNIA, GÉNERO Y «MASCULINIDAD HEGEMÓNICA» EN EL ANÁLISIS DE LAS REALIDADES GENERIZADAS INDÍGENAS
Con la inclusión de la categoría analítica de etnia a la perspectiva de género es posible revisar las diferenciaciones que se hacen de lo masculino, sus representaciones y prácticas por los varones y los sistemas simbólicos vigentes en sociedades étnicamente diferenciadas. En la etnia, está vigente la categoría de raza y su aplicación estereotipada a través de la racialización, vinculada con el universalismo y el particularismo de los sujetos. Como apunta Eng (2008), «Explorar la noción de etnicidad supone un gran reto para la masculinidad hegemónica dado que la raza cuestiona el concepto de universalismo y particularismo. El sujeto “universal”, el varón blanco y heterosexual, ya está particularizado en cierto modo, pero la noción de raza [y etnia]2 nos lleva a reflexionar más allá de cualquier presunción universalista. Lo étnico, al igual que los estudios de la mujer, desafía lo hegemónico» (p. 96).
Hilar estas dos categorías pertenece al planteamiento epistemológico intencional para develar las influencias en la (re)construcción, estructuraciones, reforzamientos o emergencias de la subjetividad y las relaciones sociales étnico-genéricas en las sociedades indígenas contemporáneas.
Desde el discurso señalado, generalmente se concibe que la «masculinidad hegemónica» deba ser adjudicada a varones de piel blanca y heterosexuales, lo cual marca líneas o fronteras simbólicas en la construcción de las subjetividades masculinas negras, mestizas, indígenas, etcétera, así como las construcciones y prácticas de la sexualidad entre estas. Del entrecruzamiento de las categorizaciones señaladas, resulta una diversidad de formas de vivir o concebir la masculinidad. Sin embargo, en cada una de ellas perviven formas de hegemonía masculina que de alguna manera mantienen relación con el modelo hegemónico heterosexista occidental, prácticamente universalizado.
En el orden simbólico de género institucionalizado en los espacios modernos y sus matizaciones en los espacios indígenas, lo «masculino» se continúa magnificando como superior en detrimento de lo «femenino», expresándose en normas o modelos ideales frente a otras construcciones y configuraciones de género y sexuales. Así, lo que se construye como masculino y femenino dentro del proyecto moderno y occidental, trasciende al surgimiento y reforzamiento de las categorías generizadas de «hombre» y «mujer» entre las sociedades indígenas (Connell, 2002; Hernández, 1998; Fuller, 1998a; Mott, 2006). Por tanto, matizadas por la categorización y vivencia de la etnicidad.
Desde ese planteamiento, se asume que en el orden de género prevaleciente, de las resilientes sociedades indígenas contemporáneas en México, persisten, se recrean y se transforman los mecanismos que alimentan las subjetividades de género, cuya tendencia es el favorecimiento de la dominación masculina, pero que se vislumbran procesos emergentes contemporáneos, los cuales no son un fenómeno completamente nuevo, sino que tienen antecedentes en procesos de la resignificación de lo indígena, elemento distintivo de la sobrevivencia indígena desde la colonización y de su vínculo con el orden moderno. En este caso, teóricamente se plantea que las masculinidades indígenas, orientadas y construidas desde un patriarcalismo heterosexista renovado y reforzado desde la influencia occidental, moderna y judeocristiana, se vivirá y asumirá por los varones bajo las condiciones y relaciones asimétricas de etnia derivadas de esos acondicionamientos históricos. Es decir, los procesos de construcción, significación y ejercicio de las masculinidades indígenas se darán en un contexto de conflicto y de negociación, de alta violencia estructural y simbólica derivada de la hegemonía occidental y de la posición subordinada de los pueblos indígenas, donde se evidencia el genocidio, la marginalización y el empobrecimiento, que además condicionan la concepción, la lealtad y vivencia de la etnicidad.
Al transversalizar la dimensión étnica con la visión del género, se aprecia la vigencia de la internalización del modelo patriarcalista occidental entre los pueblos indígenas y se atisban procesos de (re)construcción de sus sistemas sociosimbólicos de género históricos y contemporáneos. Es decir, esa relación provee de medios epistemológicos para escudriñar las subjetivaciones, posiciones y relaciones de género entre los modelos patriarcales de ser hombre y mujer, así como de sus disidencias. Otra cuestión obligada, desde el planteamiento aludido, es la revisión del «desarrollo»3 indígena orientado desde intereses del Estado-nación mexicano, así como las diversas expresiones de la sobrevivencia implementadas por los pueblos indígenas, entre ellas la migración (Díaz, 2012).
PATRIARCADO, HETEROSEXISMO Y ORDENAMIENTOS DE GÉNERO
Los conceptos de «hombre» y «mujer»4 están cargados de significados desde códigos culturales y económicos orientados desde el patriarcado, el heterosexismo, el colonialismo y el capitalismo; concentran las fuerzas de su simbolización, significación y representación, constituyendo la subjetividad y sujeción del sujeto a ese orden generizado normalizado que se yergue en estructuras o instituciones (Connell, 1995).
«Hombre» y «mujer», en tanto construcciones de género heterosexistas, se presentan como modelos monolíticos en los que no hay cabida para el reconocimiento de matices o expresiones diferenciadas. Las trasgresiones de estas configuraciones son manejadas de tal manera que permite el despliegue de pedagogías que señalan el castigo, la corrección, la estereotipación, la marginación, rechazo, etcétera (Lagarde, 1997). En ello se basará la alterofobia generizada del heterosexismo y también matizada en las diferenciaciones sociales.
La alterofobia heterosexista concentra una gama de miedos y rechazos que marcan más las diferencias y desigualdades sociales, entre ellas las definidas por etnia y género. Por ejemplo, la homofobia, el racismo o discriminación étnica, la xenofobia, etcétera constituyen fenómenos implícitos y explícitos o miméticos de un orden social que sirven como mecanismos de reproducción de las diferencias, de marcaje de los límites simbólicos de las subjetivaciones, y del control de los sujetos.
El orden de género heterosexista afecta visiblemente y matizadamente a las «mujeres» de diversos contextos y espacios (Mc Dowell, 2000). Sin embargo, una posición como la que se ha venido proponiendo, busca señalar que esos influjos en las mujeres se matizan de acuerdo con las diversas categorías organizadoras y estructuradoras de las sociedades humanas. En este sentido los propios «varones», vistos convencionalmente como los principales beneficiarios e incluso actores del patriarcalismo, son seriamente afectados (Izquierdo, 2007). Es entonces el patriarcalismo una ideología que crea formas de pensar y vivir desde las asimetrías, las desigualdades, las exclusiones y discriminaciones, de trascendencias drásticas en la cotidianidad de hombres y mujeres.
HISTORIZACIÓN DE LA GENERIZACIÓN DEL SUJETO INDÍGENA: COLONIALISMO, NACIONALISMO Y «MACHISMO»
Con el apoyo de los discursos que se han venido señalando, se busca superar aquellos que suponen al machismo como característica inherente a la cultura mexicana y, por consiguiente, de las masculinidades indígenas que, a través de la estrategia de cristianización y de la homogenización de la ciudadanización nacional, pasan a ser invisibilizadas en el orden sociocultural creado primero como «la colonia» y posteriormente en torno a la emergencia del Estado-nación mexicano. También, al tratar de buscar la genealogía de las masculinidades indígenas contemporáneas, se busca cuestionar aquellas posiciones que las suponen ajenas a los ordenamientos masculinistas occidentales, fomentando un imaginario que logra una visión sesgada de género de las realidades generizadas indígenas.
Al ejercitar una visión histórica y genealógica de la construcción de las masculinidades indígenas, el machismo se descubre como un imaginario producto de la colonización y de la emergencia de la identidad nacional. Según Ramírez (1993), proyecta la subjetivación de las masculinidades indígenas, socializando representaciones y asignaciones generizadas estereotipadas del ser hombre, vinculadas con los desencuentros de género occidentales y originarios y posteriormente en la emergencia de la identidad nacional, pero generalmente creadas y recreadas desde el exterior.
Durante el periodo de la colonización, el modelo masculino legitimado se crea en torno a la imagen colonizadora del «hombre» blanco, europeo e hispano, en la que se rescatan valoraciones como la valentía, la osadía, la intrepidez que mostraron los hombres a través de las luchas contra los «bárbaros» y «salvajes», como eran nombrados los indígenas. Esa imagen fue legitimada por los derechos que la corona española concedía a sus súbditos , clasificándolos como «peninsulares» y «criollos», que ya indicaba diferencias en dicho modelo hegemónico y una estructuración de la masculinidad, en la que los varones indígenas quedarían en definiciones ambiguas que ni siquiera ganaban el reconocimiento de humano, o cuando mucho se les adjetivaba como «sodomitas» (Mott, 2006).
La precipitación del orden colonialista devino en parte a las diferenciaciones que se hacían de la ciudadanía hispánica; así, los españoles criollos se rebelaron contra los peninsulares, contra sus instituciones gubernamentales formadas por la monarquía. En el mundo occidental aparece lentamente el orden moderno, que perfila la emergencia del Estado-nación mexicano. Al independizarse las colonias europeas en el continente americano, se recrearon modelos reciclados de la monarquía española contra la cual se socializó la ideología liberal, que permitió que las emergencias de Estados-nación, como el mexicano, se consolidaran como hegemónicas.
Para los pueblos indígenas, la emergencia del Estado nación moderno mexicano no fue ―ni ha sido― menos convulsivo que el de la colonización. Durante esta etapa, que inicia con la independencia y la emergencia de un nuevo orden, el modelo de masculinidad que se eleva como ideal es el del mestizo, que recrea la racialización basada en el color de la piel. La piel blanca o blanqueada será expuesta como ideal en las representaciones del nuevo sujeto nacional, pese a que la imagen oficial del sujeto nacionalista será el del producto de la unión consanguínea y cultural entre las culturas originarias e hispánica (García, 1989).
El mestizo se convierte en el perfil deseado de la nueva nación mexicana, donde la bravura, la entrega heroica, la tenacidad, la valentía y el no miedo a la muerte, que se traduce como el desprecio a la vida, se perfilan como elementos de género de esa imagen de «hombre macho». Por tanto, el machismo será una expresión común que se refiere a la estereotipación masculina; desde el cual se crea y recrea imágenes y representaciones que subjetivan la masculinidad de varones occidentalizados, con un pasado colonialista hispánico (Fuller, 1998b).
El discurso del machismo se encuentra muy cercano a las construcciones nacionalistas del sujeto, por ello la imagen creada y recreada de la sociedad y los varones «mexicanos» o de expresiones culturizadoras de lo «latinoamericano» subsumen las subjetividades implícitas en la diversidad étnica, de género y sexual que caracterizan las realidades de estos espacios. El uso del concepto del «machismo» y su persistencia en el imaginario cotidiano, revela un perfil cultural generalizando de ser «hombre» dentro de las culturas nacionales, esconde las diferencias de este cuando se asume a la identidad nacionalitaria como homogénea.
Existen en el campo de los estudios de las masculinidades algunos estudios que parten de considerar al machismo como una categoría de análisis, de la cual Ramírez (1993) expone sus limitantes al momento de tratar de visibilizar los matices de la masculinidad. En general, el machismo como una visión homogenizadora del ser hombre, lleva a entender que se construye en cultura y no en un elemento cultural. Por ejemplo, Páramo (2005) asumiendo que la sociedad mexicana ha llegado a constituirse en una «cultura machista», señala que «se enfrenta con grandes problemas, lo cual va erosionando su futuro dentro de la sociedad mexicana» (p. 227). Alude, en primer lugar, a que la cultura mexicana es machista en la que se harán presentes todo tipo de expresiones ya señaladas en el machismo se generaliza, aunque intenta matizar ese perfilamiento debido a los supuestos procesos emergentes y a la intensidad diferenciada de dicha «cultura machista» en el conjunto nacional debido, entre otros aspectos a la geografía mexicana, la economía, la educación, la participación de las mujeres en el mercado laboral.
Como se observa, el estereotipo de «macho» y su expresión fenomenológica del «machismo» encierran diversos orígenes y significados, algunos contradictorios con respecto a la valoración del ser «hombre». Crea un sentido de naturalización del ser «hombre», acondicionando su aceptación y aparente tolerancia por el mismo varón y con quienes convive y se relaciona. Por lo general designa aspectos negativos tales como la «fanfarronería», demostraciones de «virilidad» o de «poder masculino», que a su vez contiene una infinidad de adjetivos, entre ellos el ser «enamorador-conquistador de las mujeres», «machín» o «no maricón», «mujeriego-noviero», «defensor de los más débiles», «defensor del honor», «violento», «bebedor de alcohol», «suicida», «potente sexualmente», «irresponsable sexualmente».
Sin embargo, en contraposición a las concepciones negativas se encontrarán expresiones como: «trabajador», «responsable», «cumplidor», «cariñoso», «caballero», «tolerante», «fiel», «hacendoso», «limpio», etcétera, que aparentemente definen un modelo ideal de ser hombre, alejado del concebido como «macho». Desde este sentido, el machismo aparece como una expresión de legitimación del poder masculino con doble discurso, que requiere ser cuestionada y repensada por los propios varones, y obviamente por las mujeres, que en esta tarea ya muchas llevan la delantera.
El centro de las caras paradójicamente binarias del machismo, desde las que se juzga el ser y deber ser masculino, juega con las estructuras simbólicas de género, centradas en el heterosexismo, la xenofobia y la homofobia, que definen una identidad contradictoria entre los varones. Por ejemplo, Gutmann (1998, p. 255) expresa que algunos varones urbanos, como los de colonias populares de la Ciudad De México, muestran contradicción en su conciencia identitaria masculina, que conjuga estereotipos que conforman los ideales de ser «hombres» y «machos» vinculados con la «identidad nacional» mexicana, que logran asimilarse como propios. Es decir que las identidades masculinas viven las contradicciones entre el querer y deber ser, evidenciando las relaciones de conflicto entre la subjetivación poderosa de las estructuras generizadoras y el sujeto subjetivado, fijado y a la vez resistente y, en ocasiones, disidente. Quizá admitir este discurso revele que algunos «hombres» no quieren formar parte de la dominación masculina o de los modelos de género que están obligados a asumir, pero encuentran dificultades para liberarse.
Por tanto, es fundamental encontrar alternativas teóricas y metodológicas para entender a las masculinidades de forma diferenciada que la propuesta desde el machismo, el cual se descubre como un discurso de fácil uso en el lenguaje común, sustentado en la idea de que los «hombres» son naturalmente abusadores y violentos, cerrando toda posibilidad de reconocer a estos como potenciales y reales sujetos afectados (Izquierdo, 2007) y de visualizar, en ellos, otros modelos o formas masculinas o de procesos de transformación y emergencia, aparejados con los contextos que contribuyen a sus identidades generizadas, como los urbanos, los rurales, los indígenas o los nacionales (Fuller, 1998a).
Por ello, el discurso en cuestión presenta pocas opciones para entender las masculinidades, al centrarse, según Rivas (2006) en el «vínculo masculinidad-conducta de riesgo-muerte», señala que el machismo constituye en sí un estereotipo, el cual: «como toda metonimización, es una caricatura que impide comprender las múltiples y complejas formas que adquieren los distintos procesos de construcción de las identidades masculinas en cada uno de los sistemas sexo-género a lo largo y ancho del país5» (p. 249). El señalamiento que hace este autor acerca de la necesidad de tomar en cuenta la diversidad contextual del Estado-nación expresa que no existe una cultura nacional homogénea y, por tanto, es necesario entender cada uno de los sistemas de género para aprehender las construcciones, significaciones y prácticas de la masculinidad.
Un segundo aspecto para tomar en cuenta con el fin de buscar alternativas al discurso homogeneizador del machismo, es el que plantea Núñez (2006) cuando señala que «la masculinidad o la hombría no es una posición de subjetividad ni una identidad del poder patriarcal, estable y homogénea. […] hay diferencias internas profundas y relaciones de poder entre hombres: por clase, etnia, preferencias sexuales, identidades de género (más o menos masculino, más o menos femenino) nivel educativo, ocupación, origen rural/urbano, entre otros elementos» (pp. 50-51).
Con este planteamiento se entiende que, en el propio orden patriarcalista, la generalización del ser «hombre» es matizado. Por tanto, a pesar de que las configuraciones de género, construidas dentro del patriarcalismo y desde el heterosexismo, tienden a ser homogenizadas en los modelos de lo masculino y lo femenino, constituyen procesos de construcción diferenciada. En ellos, subyacen diversos significados y contenidos de género de ser «hombre» y «mujer» (Fuller, 1998a). Tal diversificación se da en términos de lo construido, significado y ejercitado como heterosexual y sus delimitaciones marcadas por la homofobia y el homoerotismo (Núñez, 2006).
LOS DISCURSOS DE LA MASCULINIDAD HEGEMÓNICA Y LA DOMINACIÓN MASCULINA
En la comprensión común del machismo, el concepto de «hombre» ha sido casi igual que el concepto de «macho» derivado de una simbolización de potencia, autoridad, de fuerza y poder desde la naturaleza, como un elemento que le corresponde de por sí al «hombre». Este pensamiento invisibiliza e incluso reprime otras formas de concebir y ejercer la masculinidad por los varones, cuestión que plantea una expresión de estereotipamiento hacia ciertos grupos socioculturales y generacionales de varones, contextualizados por espacios urbanos, periféricos o rurales dentro de los espacios nacionales latinoamericanos, también ligados históricamente con la concepción ibérica del ser macho. En estos estereotipamientos, subyacen procesos de socialización de larga duración, como la occidentalización y de otros elementos culturizadores que se extienden hasta nuestros días entre los pueblos indígenas (Fuller, 1998b; Hernández, 1998). Sin embargo, la presencia discursiva del «machismo», tanto en ámbitos académicos como políticos, en movimientos reivindicativos feministas y en la cotidianidad, da pautas para evidenciar la existencia del sistema u orden de género que reproduce el modelo de masculinidad hegemónica en un habitus de dominación masculina.
Aceptar que existe un orden de dominación masculina, que reproduce un modelo de masculinidad hegemónica, remitiría a entender que existen masculinidades subordinadas y disidentes (Mogrovejo, Salinas y Gargallo, 2006). Por tanto, es necesario reconocer que las masculinidades y, en general, las configuraciones de género, en dicho orden, se encuentran en constante conflicto, cuestión que posibilita la idea de que se encuentran en crisis. En él suceden procesos de cambio que señalan emergencias en los arreglos e identidades masculinas de los varones, a la par de cambios experimentados en las mujeres (Montesinos, 2005; del Valle et al., 2002), que redundan en procesos de construcción subjetiva y en prácticas vinculadas a contextos espaciales e históricos diversos, deviniendo consecuencias o trascendencias diferenciadas en la condición y posición de género de hombres y mujeres.
En este sentido, el uso de conceptos y planteamientos teóricos como el de la dominación masculina (Bourdieu, 2007), masculinidad hegemónica (Connell, 1995) y el de las trasformaciones de género (Montesinos, 2005; del Valle et al., 2003) se convierten en recursos epistémicos de mayor viabilidad para contextualizar y explorar la (re)construcción, (re)significación y ejercicio de la masculinidad de una forma teórica y empírica. Con estas herramientas teórico-metodológicas se pueden rastrear las diversas expresiones de la construcción masculina y sus vínculos, por ejemplo, con los costos de ser «hombre» (Izquierdo, 2007), con las relaciones de género (Bonino, 2007), con el medio ambiente (Pérez-Castro Vázquez, 2003) y de otras expresiones de la vigencia, reproducción o emergencias de dicho ordenamiento de género (Montesinos, 2005).
LA DIVERSIDAD EN LAS MASCULINIDADES Y VIVENCIAS DE GÉNERO DE VARONES INDÍGENAS
La matización de las subjetivaciones de género se origina por la diferenciación de etnia, edad, clase, etcétera, donde:
los significados de la masculinidad varían en las distintas culturas, a lo largo de la historia, entre hombres de una misma cultura, y en el transcurso de la vida. Esto significa que no podemos hablar de la masculinidad como si fuera una constante, una esencia universal, sino más bien como una articulación fluida y en constante cambio, de significados y comportamientos. En este sentido, debemos hablar de masculinidades, reconociendo así las diferentes definiciones que construimos acerca de lo que significa ser hombre. Al pluralizar el término, reconocemos que la masculinidad tiene significados diferentes para distintos grupos de hombres en diversos momentos (Kimmel, 1998, p. 210).
La cuestión antes planteada marca la necesidad de contemplar la diversidad de situaciones que condicionan la subjetividad masculina y los ejes comunes que la identifican con la hegemonía y subalteridad. A través de este planteamiento se reconoce que la construcción, significación y práctica de las masculinidades son dinámicas, multifactoriales, históricas y contextuales. Hernández (1998) señala que, en el caso de los pueblos indígenas y afroamericanos, que perviven en la subordinación étnica en los diversos contextos de los Estados-nación latinoamericanos, se reproduce un modelo de masculinidad hegemónica, que define como «identidades étnicas subordinadas» e «identidades masculinas hegemónicas», de consecuencias diversas. También señala las concernientes a las mujeres. La autora aludida indica que: «la autoadscripción a un grupo culturalmente discriminado conduce a la conformación de identidades étnicas subordinadas, según el nivel o estadio de conciencia de pertenencia o rechazo por el que cada individuo o grupo social transita» (p. 218 ). Sin embargo, aun al interior de estos grupos se evidencian diferenciaciones. Así, la autora plantea que «existe una jerarquización socialmente aceptada de las decisiones de los hombres, e incluso cierta permisividad cultural de comportamientos masculinos arbitrarios. La legitimación de la autoridad del hombre por encima de la mujer conduce a la construcción cultural de identidades masculinas hegemónicas» (Hernández, 1998, p. 218).
Como se expone, la exploración sobre las masculinidades indígenas requiere entender que son configuraciones, significaciones y prácticas de género complejas. Tomando las aportaciones discutidas, se puede entender que estas no solo se definen en torno a sus vínculos estrechos con el orden masculinista, heterosexista y patriarcal resiliente indígena, sino que se matizan por las diferencias históricas, contextuales y culturales (Kimmel, 1998). Por tanto, debería cuestionarse la forma en que se entienden y aplican los términos de «macho» y «machismo», así como el de «hombre» o «mujer», el de lo «masculino» y «femenino» indígena, cuando se centran en la monotonía heterosexista occidentalizante, que producen y reproducen sujetos acordes con ese sistema (Mogrovejo, Salinas y Gargallo, 2006), cuyo motor es el juedeocristianismo, el liberalismo, el capitalismo y el patriarcado, desde donde se promueve el modelo generalizado de la masculinidad hegemónica e ideas acríticas del pensar y ser varones (Rivas, 2006; Gutmann, 1998) o mujeres (Gargallo, 2006; Mogrovejo, 2006).
Las designaciones de «macho» (no en el sentido biológico) y «machismo», que refieren al orden masculinista naturalizado desde la colonización, reconocen que ser «hombre» o ser «mujer» en contextos indígenas, forma parte del despliegue de los sistemas mundo occidental y capitalista; pertenecen a procesos de construcción de género, centrados desde el heterosexismo y el patriarcalismo, como grandes estructuras simbólicas hegemónicas. Siguiendo a Foucault (1995; 1994; 1982) en estas se encontrarían los condicionamientos de la subjetivación y fijación del sujeto, pero no homogéneos, ni monolíticos, sino caleidoscópicos, sobre los que hay que apuntar que la emergencia o la resignificación de contenidos de género, considerados ancestrales, resurgen, se reinventan y trascienden a los cánones del binarismo del género.
Por tanto, ser «mujer» o ser «hombre» en contextos indígenas pertenece a procesos de subjetivación sociocultural en los que se advierte el conflicto, negociación y resistencia entre el orden moderno y lo considerado indígena. En general, este contexto es sobrevivencia y resiliencia para los pueblos originarios en México, donde parecen borrase los asideros de la identidad indígena a la par de la reproducción de representaciones, asignaciones y mandatos dominantes. Al interior de esos pueblos, ese ordenamiento generizado otorga estatus de reconocimeinto a varones y mujeres que los asumen, muestran y practican. Como señala Rubin (1997), esas simbolizaciones, representaciones, estructuras y relaciones de género se encuentran revestidas de poder.
CONSIDERACIONES FINALES: RETOS EN LA COMPRENSIÓN DE LAS MASCULINIDADES INDÍGENAS
Las propuestas discursivas de la dominación masculina, la masculinidad hegemónica y el de las masculinidades diversas, constituyen aportes epistémicos en los intentos de entender a las masculinidades indígenas contemporáneas. No obstante requieren de lecturas descolonizadoras para entender los significados y repercusiones de las masculinidades indígenas y, en general, de las identidades de género producidas en el contexto del despliegue e internalización de los sistemas mundo occidental, capitalista y patriarcal. Con ello será posible adentrarse a entender campos de lo político, lo económico, lo ambiental, la sexualidad y la vida cotidiana, en general, de hombres y mujeres indígenas. Se trata de revelar cómo se construyen y viven las identidades, las posiciones y condiciones de género de varones y mujeres indígenas en las asimetrías étnicas, la racialización y a través de las estrategias de su reproducción histórica y contemporánea.
Con esos discursos, enfocados desde la descolonización, se busca develar la trastocación del orden de género indígena, a partir de revisar la complejidad de las masculinidades, y de sus resignificaciones, de las formas de significar y ejercer el poder entre hombres y mujeres, sin dejar de lado cuestionamientos en torno a sus costos hacia las mujeres, pero también en los propios varones y sobre la reproducción y sobrevivencia étnica. Además de evidenciar expresiones de género que intentan superar lo heteronormado y sobre otras consecuencias no visibilizadas, como las propias de una economía y de relaciones sociales y ambientales divergentes al capitalismo. Es decir, con estas aproximaciones teóricas se intenta integrar un dispositivo epistémico mínimo, para contribuir a entender y visibilizar las vigencias del orden patriarcal y aquellos procesos emergentes que señalen sus fracturas desde las masculinidades. Se trata de poner a las masculinidades como centro de análisis y cuestionamiento de la sobrevivencia indígena, exponiendo a los “hombres” de estos contextos como sujetos y objetos del orden patriarcal indígena, cuyos efectos son multidimensionales.
Con los discursos señalados, sobre todo el expuesto y elaborado por Bourdieu (2007) acerca de la dominación masculina, se pone de manifiesto la presencia del género como expresiones de poder en lo simbólico, lo estructural y la cotidianidad. El autor citado, señala que esto sucede: “[…] cuando los dominados aplican a lo que les domina unos esquemas que son el producto de la dominación… cuando sus pensamientos y sus percepciones están estructurados de acuerdo con las propias estructuras de la relación de dominación que se les ha impuesto, sus actos de conocimiento son, inevitablemente, unos actos de reconocimiento, de sumisión (p. 26, p, 28).
La dominación masculina constituye una expresión que da cuenta del poder generizado y legitimado como autoridad, donde el «principio masculino aparece como la medida del todo» estableciendo un orden entre dominados y dominadores en el (des)concierto de género, como:
una construcción social arbitraria de lo biológico, y en especial del cuerpo, masculino y femenino, de sus costumbres y de sus funciones, en particular de la reproducción biológica, que proporciona un fundamento aparentemente natural a la visión androcéntrica de la división de la actividad y de la división sexual del trabajo y, a partir de ahí, de todo el cosmos. La fuerza especial de la sociodicea masculina procede de que acumula dos operaciones: legitima una relación de dominación en una naturaleza biológica que es en sí misma una construcción social naturalizada (Bourdieu, 2007, p. 37).
A través del discurso de la dominación masculina ―planteada en los términos antes descritos―, se reconoce que existe un orden de género en sociedades concretas y contextualizadas, con occidente como las nacionalistas, o de aquellas históricamente ligadas a esta, como las indígenas (Fuller, 1998b). El concepto aludido muestra la complejidad de la construcción, significación y ejercicio de las masculinidades y las feminidades, que redunda en la represión de otras formas de género, refuerza una relación asimétrica y desvalorizante sobre lo femenino que se naturaliza, se reproduce y se ejercita tanto entre «hombres» como por «mujeres», aunque los efectos entre ambos sean diferenciados y explícitamente nefastos sobre las mujeres. Este entramado invisibiliza los efectos contra los propios varones, a quienes se ha ubicado en los discursos académicos y políticos, como los principales beneficiarios de dicho orden e incluso como factores de riesgo (de Kejzer, 1997).
El uso de propuestas como la de la dominación masculina devela la reproducción y reforzamiento de un modelo de masculinidad que se yergue hegemónico (Connell, 1995). Aquí, el discurso de la masculinidad hegemónica permite entender que, dentro de las sociedades humanas, hay una diversidad de masculinidades, pero sobre todo masculinidades subordinadas y contra hegemónicas, suscritas en procesos históricos. Connell (2002) señala, en el caso australiano, que las masculinidades fueron construidas a través de la colonización y el exterminio indígena y menciona que «existen otros modelos de masculinidad, pero no se les respeta de la misma manera, es más algunos de ellos se encuentran estigmatizados activamente» (p. 2).
Estos discursos son aportes de las ciencias sociales, desde el género, que constituyen importantes conocimientos para entender las formas de ser «hombre» o «mujer» indígenas, quedando cada vez más claro que son procesos de construcción cultural diversos, reproducidos desde un orden heterosexista (Guasch, 2000), de disidencias y resiliencias conflictuales. De aquí la importancia, como indica Connell (2002), de estudiar dicho proceso como «fuente importante de conflictos y violencia entre los hombres» (p. 2), revelando así su trascendencia en la convivencia humana, en concreto de la vida indígena. Las disidencias y resiliencias son producto del conflicto, la negociación intercultural.
Tal reproducción, situada entre la resignificación, resistencia y resiliencia indígena, no es producto del azar, sino como parte de la instrumentalización ideológica, como el liberalismo y las doctrinas como la judeocristiana (Guasch, 2000, Seidler, 2000). En estos contextos, señala Núñez (2006) que:
Muchos varones son oprimidos, discriminados por otros hombres y mujeres, y privados no sólo de los beneficios simbólicos como hombres, sino de su dignidad humana. Los discursos racistas, clasistas, homofóbicos e integristas de género sirven para clasificar a los varones según su poder simbólico. Los discursos dominantes de la hombría muchas veces niegan la identidad de hombres a muchos machos humanos (p, 51).
Los planteamientos expuestos, permiten develar los encajonamientos de género y las dificultades de las sociedades contemporáneas para construir otros modelos diferentes o distantes de los legitimados (Maffia, 2006). Reconocer que los varones (machos humanos) son masculinizados bajo un modelo dominante de ser «hombre», comienza por reconocer que la masculinidad hegemónica es producto del sistema patriarcalista, lo cual conduce a entender que:
el proceso de hacerse hombres a partir de un dato biológico, también llamado proceso de masculinización, no es homogéneo. Los discursos de la hombría o la masculinidad son fuerzas históricas y sociales, cambian con el tiempo, son diversos y contradictorios y son objeto de disputa en vida cotidiana. Los hombres somos socializados en estos escenarios discursivos, contradictorios y, por lo tanto, los procesos de subjetivación (y las subjetividades y sujeciones que resultan de estos procesos) no son homogéneos, ni unitarios, ni estables. (Núñez, 2006, p. 50).
Por tanto no es una cuestión ligada, al menos no completamente, a lo que se ha definido como «naturaleza» y que continuamente se busca achacar o recurrir a esta para explicarla o justificarla (Adair, 2008) o para definirla como proceso evolutivo, como lo proponen algunos autores como Sluzki (1999). Como alude Bourdieu (2007), la masculinidad no es natural, sino naturalizada y convertida como parte de un habitus bajo complicados mecanismos de la cotidianidad que la ritualizan y la hacen pasar por desapercibida. Así, la comprensión de las masculinidades radica en las dificultades para entender su diversidad, influenciada a través de procesos culturales complejos e históricos.
El resultado es un ordenamiento del género matizado por diversas concepciones de cultura, atravesará todo lo cotidiano, que en el caso de los sujetos generizados indígenas, podrá ser rastreado en la historia de la construcción de las subjetividades resilientes, de las significaciones espaciales de sus sobrevivencia. En ese orden parece descubrirse la resignificación de la dominación masculina contemporánea, que expresa resabios de la colonización en fenómenos concretos como: la tipificación de la violencia doméstica, violencia contra las mujeres, matrimonios pactados, feminicidios, tráfico humano, que incluye la mercantilización y prostitución de mujeres y varones menores de edad, el embarazo en edades tempranas, homofobia y alterofobia, empobrecimiento, entre otras expresiones ligadas a procesos de transformación, reproducción y sobrevivencia contemporánea.
En este contexto se perpetúa el reto de cómo advertir y entender las emergencias de las identidades en las posiciones y condiciones de género indígenas, especialmente el de las masculinidades, como producto de la resiliencia indígena ante la intensificación de las relaciones entre lo local y lo global, evidenciadas en la internalización del paradigma capitalista, la migración, la innovación tecnológica, la escolarización convencional a ese orden, las redes sociales y de más cambios que caracterizan al mundo contemporáneo.