Creación de derecho es creación de poder y, en tal medida, un acto de inmediata manifestación de violencia. (Benjamin, 1995, p. 39).
INTRODUCCIÓN
Desde una perspectiva legal, la situación de excepcionalidad, que incluye el control y vigilancia de la población, es un mecanismo de defensa del Estado a fin de enfrentar coyunturas de emergencia como catástrofes naturales, pandemias, guerras o desórdenes públicos, con la limitación temporal de los derechos fundamentales de los ciudadanos; incluso, con la intervención en sus vidas. En el Perú, dicha figura legal apareció en el siglo XX, en medio del enfrentamiento político entre el Partido Aprista Peruano y el gobierno de Luis Miguel Sánchez Cerro, y fue legalizada con las Constituciones de 1932 y 1979, que regulaban la suspensión de las garantías constitucionales y las formas del estado de emergencia y de sitio. Precisamente, bajo el marco jurídico de la Carta Magna de 1979, el gobierno peruano decretó en la década de 1980 un prolongado estado de emergencia en departamentos como Ayacucho, para contrarrestar la violencia desatada por Sendero Luminoso en contra del Estado y la sociedad nacional.1
La ciencia del derecho revela que la excepcionalidad apareció con la consolidación del Estado peruano y tras la formación de un orden jurídico; pero, la experiencia histórica decanta una estrecha relación entre la violencia -el supremo factor que intenta controlar la excepcionalidad- y el mismo Estado desde inicios de la República. Incluso, Abello postula que el poder político es resultado de relaciones de fuerza concretas que han surgido en un momento histórico determinado y persiguen perpetuar las relaciones de fuerza y dominación que se daban en la guerra (2003, p. 71). Por ello, autores contemporáneos como Rabinovich (2012), Méndez (2013) y Sobrevilla (2019) invierten la figura y establecen una relación causal entre violencia y Estado para las primeras décadas de las naciones sudamericanas, cuando los conflictos internos eran la norma y no la excepción.
Mas, dicha relación ¿solo sucedió en el escenario de la guerra o acaso se prolongó al terreno de las disputas judiciales, considerando que en determinadas zonas rurales estallaron numerosos juicios por problemas estructurales, como la propiedad de la tierra? Precisamente, el presente artículo busca reflexionar sobre la relación entre violencia-Estado-derecho a inicios de la República y a partir de un caso concreto relacionado con disputas judiciales protagonizadas por campesinos de las alturas de Huanta, en Ayacucho, una región que en las dos últimos decenios del siglo XX fue el epicentro de la violencia política y vivió en medio de una excepcionalidad decretada por el mismo Estado peruano.
DERECHO, GUERRA Y FORMACIÓN DEL ESTADO PERUANO
Sin lugar a dudas, el Estado republicano que nació de la guerra de la independencia fue una organización débil, carente de centralidad política, sin clase dirigente alguna y con una ciudadanía corporativa que reconoció derechos e identidades de colectivos y no de individuos (Bonilla, 1974; Cotler, 1978; Demélas, 2003; Del Águila, 2013).2 Pero, dicho Estado apareció precisamente en medio de un conflicto violento y prolongado, que empezó hacia la década de 1810 y no concluyó sino a mediados del siguiente decenio, y se consolidó en medio de guerras intestinas que continuaron hasta mediados del siglo XIX. Parafraseando a Charles Tilly (1990), se puede insinuar que el Estado republicano es consecuencia de la guerra o de la excepcionalidad en su máxima expresión.3
Precisamente, es Cecilia Méndez quien recurre a Tilly para postular que en el siglo XIX los campesinos defendían al Estado y «se constituían en Estado al asumir el ejercicio de la violencia que les delegaban los jefes militares en nombre del Estado» (2013, p. 386, el resaltado es de la autora); es decir, en el contexto de las guerras civiles decimonónicas, los campesinos de las alturas de Huanta apoyaban al ejército y al mismo tiempo ejercían funciones de gobierno:
Aunque es común asociar a la guerra con el caos y la anarquía, los oficiales del ejército descansaron abrumadoramente en una población civil organizada […] Las autoridades locales, además de cumplir un rol esencial en la formación de guerrillas, eran un nexo esencial en la logística del ejército y su avituallamiento. Soldados que llegaban a acampar, de lugares lejanos, por cientos y a veces miles, necesitaban lugares para dormir, provisiones y comida; sus caballos querían agua y forraje. Si no hubiera sido por una población organizada, ello no podría haberse obtenido. Estos patrones se replicarían después de la independencia (Méndez, 2013, p. 392).
Sin embargo, al ser implícitas a la formación del Estado, guerra y violencia también fueron generadas por las primeras instituciones del Estado, como el derecho. El Estado y el derecho, al basarse en relaciones de fuerza establecidas «en la guerra y por la guerra», terminan prolongando una situación donde existen partes en conflicto (Foucault, 2001, p. 29).
Como se mencionó anteriormente, el naciente Estado republicano fue una débil organización incapaz de monopolizar el uso de la fuerza por varias décadas. Aun así, postuló ser una regulación cultural (Corrigan y Sayer, 2017)4 al erigirse sobre un andamiaje de legalidades y sobre un sistema de justicia bastante ecléctico, pero orientado a la configuración del orden social (Comaroff y Comaroff, 2009, pp. 34-35).
En efecto, luego de la Independencia, los juicios se realizaron y hasta resolvieron porque existía una tradición jurídica heredada de los tiempos virreinales, lentamente transformada al compás del parsimonioso proceso de configuración republicana. Por ejemplo, en la década de 1830 los jueces que sentenciaban casos civiles a nombre del Estado peruano seguían usando normas como las Siete Partidas del siglo XIII o las Leyes de Indias de 1680 (Aljovín, 2000, pp. 85-86). Aunque con la Confederación Perú-Boliviana aparecieron códigos civiles y procesales (de origen boliviano e influencia francesa), en 1852 se promulgaron los primeros códigos (civil y de enjuiciamiento) de hechura netamente peruana. Con estas leyes, el Estado republicano alcanzó una mayor regulación cultural al normalizar los criterios y procedimientos civiles para jueces y «agentes de pleitos», y al perpetuar el conflicto y la violencia entre litigantes.
Además de normas y leyes, fue preocupación de gobernantes y caudillos militares establecer tribunales de justicia. En su protectorado, San Martín creó una alta cámara de justicia. La Constitución de 1823 jerarquizó las instancias judiciales cuando todavía no se había derrotado del todo a los españoles: la Corte Suprema a nivel nacional, Cortes Superiores en departamentos, jueces de derecho en provincias y jueces de paz en distritos (Gálvez, 1996). Las primeras cortes superiores fueron creadas en Trujillo, Cusco y Arequipa. La Corte Suprema fue creada en Lima el 19 de diciembre de 1824, diez días después de la batalla de Ayacucho. En otras jurisdicciones como Ayacucho, Puno, Cajamarca, Tacna o Huaylas (hoy departamento de Áncash), las cortes fueron creadas entre 1832 y 1861.5
En suma, leyes, códigos y tribunales se convirtieron en una forma de regulación cultural de parte del Estado, que alcanzó a la población campesina de regiones como Ayacucho, como veremos luego. Dichos elementos del derecho que surgieron del conflicto de la independencia y de las guerras caudillistas debían servir para normalizar a la población mediante el ejercicio del poder, pero también prolongaron el conflicto y la disputa entre litigantes y Estado o entre los mismos litigantes que acudían a los tribunales de justicia. Y entre estos litigantes estaban los campesinos de las alturas de Huanta.
ECONOMÍA CAMPESINA, POSESIÓN DE LA TIERRA E INSURRECCIÓN A INICIOS DE LA REPÚBLICA
Ubicados al norte de la región de Ayacucho, entre los 3000 y 4100 m de altitud, los campesinos de las alturas de la provincia de Huanta conformaban, al iniciarse el siglo XIX, un grupo poblacional integrado por mestizos e indígenas y caracterizado por su realismo.6 Al ocupar las regiones naturales Quechua (3000-3500 m de altitud) y Suni (3500-4100 m de altitud) y explotar los recursos ubicados en la ladera oriental de la cordillera o zona de Selva Alta (1000 m de altitud), participaban de una economía campesina que producía tubérculos, ganado y coca. Dicha economía fue impactada por las reformas borbónicas del siglo XVIII, que buscaban recuperar el control de las colonias ultramarinas por parte de la monarquía española.
En la intendencia de Huamanga, nombre con el que se conoció a la región de Ayacucho al finalizar la era colonial, las reformas ocasionaron una mayor circulación de bienes importados y la llegada de funcionarios y comerciantes peninsulares que se instalaron en la zona para implementar las medidas y hacer buenos negocios. Asimismo, simplificaron e incrementaron la enajenación de tierras realengas para solucionar el déficit fiscal, propiciando la formación de propiedades privadas rurales en manos de españoles, criollos, mestizos e indígenas. En Huanta, por ejemplo, el intendente Demetrio O’Higgins emprendió un proceso de composición de tierras entre 1800 y 1802, llegando a administrar más de 200 solicitudes provenientes de usufructuarios asentados en las quebradas de Buena Lerma y Choimacota. Para evitar conflictos por la propiedad de las tierras, el rey Fernando VII concedió en 1816 una extensión de derechos por diez años a los posesionarios de dichos predios, entre los que se contaba a los indígenas (Méndez, 2014, pp. 130-132). De este modo, se transformó la estructura rural en Huanta y se configuró la propiedad privada.
Las cifras de la época revelan que en Huanta existía una ligera mayoría de contribuyentes con tierra. Los contribuyentes eran los indígenas que cumplían con el pago del tributo per cápita impuesto por los españoles. En 1801, 2582 contribuyentes tenían la propiedad de la tierra y 1795 habían perdido tal condición. Hacia 1815 la cantidad de contribuyentes con tierra y sin tierra había disminuido en cuatro puntos, de modo que existía un promedio de 1,2 campesinos por año que perdían la tierra y, al mismo tiempo, otro promedio de 1 campesino por año que ganaba una posesión rural. Pero, estas cifras se relacionaban con la tasa anual de decrecimiento de la población tributaria, de tal forma que la ofensiva de criollos y mestizos sobre las tierras de los campesinos estaba provisionalmente estabilizada y no era posible la formación de grandes haciendas (Husson, 1992, p. 58; Pereyra, 2020, p. 116). Ante tales circunstancias, es comprensible que los campesinos sientan simpatía por el realismo y enarbolen la defensa del rey en la guerra de la independencia.
Las tierras reestructuradas con la composición de 1800-1802, ubicadas en la ladera oriental de la cordillera andina, cerca del valle del río Apurímac, estaban orientadas a la producción de coca. La hoja era comercializada en mercados como el de Huancayo o Andahuaylas. Para el quinquenio 1785-1789, Hipólito Unanue cifró la producción de Huanta y Anco en 62 680 @ (376 080 pesos) y 2424 @ (14 544 pesos) respectivamente (Sala, 2001, p. 28). Sin embargo, toda esta producción se contrajo con la guerra de la independencia, debido a la interrupción de los circuitos mercantiles. En 1820, el hacendado Antonio de Cárdenas dijo no poder cumplir con sus obligaciones fiscales por
haber estado cerrado por más de diez meses el paso general de Jauja y Guancayo por los disidentes, siendo esos lugares del espendio [sic] con utilidad de la coca que produce dichos partidos en que a los interesados se les ha inferido gravísimos daños y perjuicios (DIREAR, 1820, Leg. 46).
Asimismo, la etapa final del proceso de reestructuración de tierras -iniciado con las reformas borbónicas como vimos antes- parece coincidir con la guerra de la independencia y con la contracción productiva desatada por el conflicto.7 Por ejemplo, las cifras del diezmo o impuesto del 10 % que pagaban los propietarios de las tierras «decimales» disminuyeron en una doble coyuntura: entre 1808 y 1815 y entre 1823 y 1833; es decir, en plena guerra de la independencia y con el levantamiento de los campesinos de la Puna de Huanta (Huertas, 1982).
La guerra de la independencia movilizó a los campesinos de las alturas de Huanta en respaldo a los realistas. En 1814, en el contexto de la insurrección de los hermanos Angulo, estos pobladores formaron un regimiento de milicias bajo el mando del coronel Pedro José Lazón, del alcalde Tadeo Lazón, del teniente coronel Néstor Torres y del sargento mayor Pedro Fernández Quevedo, que se juntó a las fuerzas realistas del coronel Vicente González, enviadas por el virrey Abascal para reprimir a los rebeldes. Efectivamente, las tropas despachadas por los insurgentes cusqueños fueron derrotadas en la planicie de Matará el 5 de febrero de 1815 por aquella fuerza combinada de españoles, mestizos e indígenas huantinos (Pereyra, 2016, p. 342). Posteriormente, cuando el ejército de San Martín desembarcó en Paracas y Antonio Álvarez de Arenales dirigió una expedición hacia la sierra central, los campesinos de Huanta nuevamente respaldaron a las fuerzas realistas de Ricafort y Carratalá y se enfrentaron a los morochucos de Cangallo y Pampa Cangallo que fueron movilizados por los patriotas. La buena relación entre campesinos huantinos y españoles se prolongó más allá de la batalla de Ayacucho (Husson, 1992, pp. 82-83).
El accionar político y militar de aquellos pobladores continuó en los años posteriores a la Independencia. En 1827, estos campesinos, en alianza con hacendados, curas, comerciantes y militares españoles y bajo el liderazgo de Antonio Guachaca, se levantaron en armas contra la joven República, ocupando el pueblo de Huanta y amenazando la vecina ciudad de Ayacucho. Pero fueron vencidos por las fuerzas locales del prefecto Domingo Tristán, auxiliadas por los morochucos. Posteriormente, se volvieron a sublevar en 1833 en apoyo al batallón Callao y contra el gobierno de Agustín Gamarra, siendo nuevamente derrotados por fuerzas leales al gobernante. Al año siguiente, apoyaron al presidente Luis José de Orbegoso en la guerra civil contra Bermúdez y en 1836 respaldaron al caudillo boliviano Andrés de Santa Cruz y su proyecto de Confederación Perú-Boliviana. Incluso, luego de la batalla de Yungay, enfrentaron a las fuerzas restauracionistas de Crisóstomo Torrico e invadieron nuevamente Huanta. Después de una dura represión, reconocieron al gobierno de Gamarra y, por ende, al Estado republicano en 1839, a través del Convenio de Yanallay.
Hacia mediados de siglo, cuando terminaron todos estos conflictos, la producción agraria recién inició su recuperación. El aguardiente y la coca fueron los recursos que dinamizaron la producción y el comercio. El crecimiento económico, aunado a la recuperación demográfica, ocasionó una mayor presión sobre la tierra, con la consiguiente aparición de numerosos predios y una nueva transformación de la estructura de la propiedad rural. En Huanta aparecieron 246 pequeñas propiedades en la segunda mitad del siglo XIX, la mayoría ubicada en el extenso valle y orientadas al cultivo de caña de azúcar. En la puna se hallaba otro porcentaje significativo de estas nuevas haciendas que se dedicaban al cultivo de tubérculos y a la ganadería (Pereyra, 2020, pp. 105-106).
Estas nuevas propiedades surgieron a partir de las leyes agrarias liberales de Bolívar y La Mar, que desamortizaban las tierras colectivas para repartirlas entre sus posesionarios a fin de impulsar la producción agrícola para el mercado. En lugares como Huanta, estas medidas ocasionaron una ofensiva de criollos y mestizos sobre las antiguas tierras realengas ahora usufructuadas por los campesinos, con la consiguiente respuesta de estos últimos mediante juicios procesados en los tribunales locales del Estado peruano. Los juicios que, a continuación, veremos precisamente comprometen a los campesinos de las alturas de la provincia.
DISPUTAS JUDICIALES POR LA PROPIEDAD DE LA TIERRA
En la época colonial, los pobladores de las alturas de Huanta pertenecían al ayllu Ccocha, cuyo repartimiento estaba ubicado en el pueblo de San Pedro de Azángaro o Huanta, emplazado en el valle del mismo nombre y que hoy es la segunda ciudad más importante de la región de Ayacucho. El ayllu Ccocha estaba organizado en dos parcialidades o mitades: Hanan, con su sede en Macachacra, y Urin, con su sede en Luricocha. Cada parcialidad era liderada por un curaca encargado de representar a los indígenas, cobrar el tributo y reclutar mano de obra para la mita.8 Sin embargo, en el siglo XVII se había institucionalizado el Cabildo de Indígenas, una organización de origen colonial compuesta por alcaldes, regidores, procurador y escribano, que resolvía los conflictos, controlaba a la población y la defendía de cualquier amenaza externa. Curaca y Cabildo eran componentes básicos de la estructura de poder rural, aunque en la siguiente centuria aquel fue desplazado por el Cabildo en las funciones de control y representación de la población (Vega, 1997).
Como toda población indígena reestructurada en la época colonial, los habitantes de las alturas de Huanta controlaban tierras comunales, pese a que algunas de las familias indígenas se habían instalado en haciendas privadas (Méndez, 2014, p. 199). Al mismo tiempo, ejercían jurisdicción sobre tierras vacas o realengas transformadas en posesión comunal a través de las composiciones de tierras. Algunas de estas tierras habían sido adjudicadas a terceras personas, sin establecer censo alguno. Las posesiones colectivas y las tierras realengas servían para el pago de la contribución indígena y para el sostén de las familias de los mitayos.
Con el paso del tiempo, las tierras realengas en manos de terceras personas se transformaron en propiedad particular sancionadas por el simple hecho de ser usufructuadas por sus posesionarios, aunque en la memoria de los pobladores indígenas quedaba el recuerdo de la antigua composición colonial que los beneficiaba. Incluso, algunos de ellos conservaban los viejos papeles que certificaban tal composición. La existencia de intereses y recuerdos contrapuestos en torno a un bien preciado como la tierra ocasionó, en corto tiempo, el estallido de disputas y conflictos. La ocasión adecuada apareció en 1814, cuando culminaba una corta experiencia liberal en el imperio español y el gobierno colonial enfrentaba la rebelión de los hermanos Angulo.
En efecto, el citado año, el alcalde del Cabildo indígena de Ccano, Félix Aguilar, demandó ante el subdelegado de Huanta, Bernardino Esteban de Zevallos, a Francisco Aguilar por haber querido despojar a los campesinos de las tierras de Culluchaca y Orccoguasi.9 Tras la presentación de la demanda, el visitador José Jorge de Aguilar y Vílchez desalojó, por decisión del subdelegado, a aquellos y entregó los predios a Blas Aguilar, el hermano del demandante.
Las tierras en disputa eran precisamente tierras realengas posesionadas por la población indígena, o ambicionadas por españoles, criollos y mestizos; incluso por otros indígenas que deseaban transformarse en propietarios privados. Para los campesinos de las alturas de Huanta la solución de la disputa consistía en ocupar de facto las tierras; por ello, aprovecharon la desordenada coyuntura de la Independencia y de las guerras caudillistas para invadir los predios y quedarse con ellos. La nueva demanda que Francisco Aguilar presentó ya en tiempos republicanos evidencia que aquellos no deseaban abandonar la tierra invadida porque la consideraban como suya.
Efectivamente, en 1849, Aguilar, junto con Mariano Palomino, demandaron por usurpación a Mariano Apanccoray y a los hermanos Mariano y Santos Guachaca, señalando que estos últimos habían ocupado las tierras de Orccoguasi «respaldándose a las revoluciones pasadas, sin más derecho que rebeldes, gozando de los favorcillos de aquel tiempo hasta el presente» (DIREAR, 1849, Leg. 36, f. 44v). Con tal frase, los demandantes evocaban la insurrección promonárquica de 1827-1839 y la formación del «gobierno de Uchuraccay» que, entre otras funciones, administraba justicia.
Aceptada la demanda, el juez de paz convocó a una «visita de ojos» en el mismo Orccoguasi para fijar los límites respectivos; pero el acto fue frustrado por los Guachaca que no acudieron a la diligencia y fueron declarados en rebeldía. Luego, se pasó a la audiencia en la que el apoderado de estos últimos, Melchor Vivanco, señaló que sus patrocinados eran los dueños del predio en disputa y que los demandantes en verdad eran los usurpadores, ya que un ascendiente suyo se había apoderado de las tierras del «repartimiento de los indígenas». Sin embargo, el magistrado prestó atención a los instrumentos que mostraron los demandantes y concedió la propiedad de la tierra a Aguilar y Palomino, ya que la consideró como un antiguo predio realengo transformado en propiedad privada en virtud de un acuerdo pactado entre los curacas de la parcialidad de Macachacra del ayllu Ccocha y el indígena Juan Guamán en el siglo XVII.
La sentencia no fue obedecida por los demandados. En 1851, la viuda de Francisco Aguilar, Basilia Cárdenas, acudió nuevamente al tribunal para exigir que los Guachaca y demás compueblanos -sentenciados como usurpadores- desocupen las tierras de Culluchaca y Orccoguasi. El apoderado de este último, Melchor Vivanco, recusó la sentencia y pidió que el caso pase a la Corte Superior de Justicia; pero, el abogado de la apelante, José María Bendezú, desvirtuó la recusación, logró que la sentencia fuese considerada como cosa juzgada y confirmó la propiedad de Aguilar y Palomino. No se sabe si los campesinos desocuparon el predio, pero a partir del escrito presentado por Bendezú al juez de primera instancia -cuyo contenido se consigna más adelante- se deduce que los Guachaca persistieron en su posición, incluso mediante medios violentos.
El juicio descrito en las líneas precedentes no fue el único que sostuvieron los campesinos de Huanta. En 1831, los pobladores de Ayahuanco reclamaron la posesión de las tierras de Pacaycasa, Parobamba, Llamanacc y Pallcca que eran usufructuadas por el sacerdote José Narváez.10 El encargado de representar a los demandantes fue el indígena Francisco Curo, quien exhibió en el juzgado instrumentos coloniales y logró una vista de ojos para el deslinde. Puesto que Narváez falleció en medio del proceso, Curo exigió que la posesión se confiera a los campesinos de Ayahuanco. Luego de transar con el descendiente del demandado, Romualdo Narváez, Curo logró posesionar las tierras junto con sus familiares y otros compueblanos quienes, al no poder retribuir el gasto del litigio con el sacerdote, fueron convertidos en arrendatarios del predio.
Dos décadas después, los campesinos de Mosoccllaccta, representados por el abogado anteriormente mencionado José María Bendezú, acudieron al juzgado de paz de Aranhuay para denunciar a Francisco Curo por usurpación y reclamar la posesión de las tierras de Pacaycasa, Parobamba, Llamanacc y Pallcca. Utilizando viejos papeles del siglo XVII, Bendezú arguyó que Curo y un tal Manuel Oré se habían apropiado del predio y, con el respaldo del tasador de la contribución indígena Cayetano Palomino, habían trasformado las antiguas tierras de mita en hacienda con arrendatarios y renta incluida; es decir, habían privatizado de facto el predio de los de Mosoccllaccta.
En medio del proceso y presionado por una sentencia anterior que lo obligaba a entregar la tierra a sus arrendatarios luego de un año de usufructo, Curo pretendió donar las tierras en disputa a la comunidad de Ayahuanco en 1850. Entonces, el abogado Bendezú arguyó que las tierras pertenecieron al «ayllu mitma», que era la parcialidad ascendiente de sus patrocinados de Mosoccllaccta.
Al finalizar el año, ambos contendores decidieron transar para solucionar el problema y acordaron que Curo quedaba en posesión del predio de Parobamba mientras que las otras tierras pasaban a manos de los pobladores de Mosoccllaccta. Por su parte, el apoderado de Ayahuanco, José Antonio Meneses, exigió la posesión de las tierras de Tantayocc para sus representados, reclamo que quedó en el aire ya que el proceso culminó con la conciliación.
ARGUMENTOS MORALES Y PROTAGONISMO CAMPESINO
Los casos judiciales de las líneas precedentes describen una tensa disputa que involucró a diferentes pobladores de las alturas de Huanta (Culluchaca, Orccohuasi, Ccano, Ayahuanco y Mosoccllaccta) con terceras personas (criollos o mestizos) en torno a la posesión de la tierra. Para individuos como Aguilar o Narváez, las tierras eran suyas en tanto habían sido conferidas a sus ascendientes por los curacas en el siglo XVII y, por lo tanto, transformadas en propiedad privada. Al contrario, para los campesinos de las alturas de Huanta, las tierras eran comunales y su posesión colectiva se remontaba a la época colonial, en tanto sirvieron para el cumplimiento de ciertas obligaciones como el mantenimiento de los mitayos coloniales y sus familias. Por tal motivo, en el transcurso de la primera disputa, los Guachaca -quienes fueron demandados por Aguilar y Palomino, como vimos anteriormente- mostraron una supuesta cédula real del siglo XVI y un testamento de inicios del siglo XIX como pruebas tangibles de sus argumentos. La cédula, aparentemente dada por el rey Carlos V en 1541, sentenciaba que «los pastos, montes i aguas como son las tierras altas de puna, como Iquicha [sic] y Allccasencca inmedios ahogos y otros nombres sean comunes en las nuestras Indias» (ADRAAy, 1541, Folder 6, f. 55r). Es decir, creaba la posesión colectiva del común de indios en una época muy temprana, cuando los conquistadores españoles guerreaban entre sí y todavía no existía el Virreinato del Perú.
No obstante, el testamento que acompañaba a esta cédula real, supuestamente emitido en 1805, privatizaba las tierras de Culluchaca y Orccoguasi a favor de los Guachaca:
En las punas de Iquicha [sic] a los ocho días del mes de junio de mil ochocientos cinco, por ante mí el ciudadano don Mariano Añaños, juez de paz de este distrito, testigos de mi actuación a falta de escribano, la parte don Mariano Huachaca, Tiburcio Huachaca, Hilario Huachaca, Pascual Huachaca, Andrés Huachaca, Julián Huachaca, Manuel Huachaca, Martín Huachaca, Candelaria Huachaca, Feliciano Huachaca. De los colinderos limita por el sur Cachi Urccuna, Uchuypunco Ccasa, Qato Puncuccasa, Calvario Punta, Ilulluchaccasa, limita por el esta Tayaccasa, colinda [sic] de Aguilar, Rumicruz Ccasa, Yanahuillca de Cuchillada,, Osccoccocha, Ponco Huaycco, limita por el norte Cceropampa a las orillas del río Chacahuaycco, Tnaccohuaycco, Chilca Pucyu a las orillas del río, Incacorral Pampa a las orillas del río, Ochcocho Huaycco, Tendachayocc Punta, que se encuentran a los colindas en totalmente del terreno de rodeo que se dividen las tierras de este nombre, son los mismos que los Huachaca han poseído de tiempo en comunidad, que tienen su derecho por los mencionados i se hallan por reconocidos de mitad, o de comunidad de los Huachaca. El juez de paz de Iquicha, testigos o actuarios. Don Mariano Añaños (ADRAAy, 1541, Folder 6, f. 50).
No es posible determinar la autenticidad de estos instrumentos mientras no se observen los originales, pues en el siglo XIX los campesinos exhibieron solamente copias. Pueden ser apócrifos, ya que mencionan una figura como las tierras comunales (tierras de repartimiento) que recién aparecerá con los virreyes Hurtado de Mendoza y Francisco de Toledo, además del «distrito de Iquicha», una jurisdicción que emergió en la década de 1830, cuando los campesinos de las alturas de Huanta ocuparon un territorio para escapar de la represión posterior a la sublevación promonárquica y al amparo de una identidad (iquichanos) inventada en el transcurso de esta insurrección (Méndez, 2002, p. 23). Sin embargo, en el transcurso del proceso judicial aparecen como importantes porque configuran un argumento moral para la defensa campesina de las tierras, que valoraba la antigüedad de los títulos y la posesión colonial junto a la herencia familiar, antes que el respaldo al antiguo régimen.11 En todo caso, los campesinos extraen del antiguo régimen aquel enunciado que les permita legitimar la propiedad de las tierras en los tribunales del Estado republicano.
También los litigantes de Mosoccllaccta recurrieron al pasado colonial para probar su propiedad de las tierras que disputaban con Narváez y sus vecinos de Ayahuanco. Ellos exhibían una composición del siglo XVII, otorgada por el compositor Antonio de Oré y refrendada por el virrey Melchor Portocarrero Lasso de la Vega en 1692, que les confería las tierras de Guamanccacca y Llocra, cerca de Vizcatán, y un pedido de 1767 del curaca Bernardo Sulca Inga para la posesión de los predios de Parobamba, Pacaycasa, Cantuyocc y Pallcca. Además, con estos instrumentos intentaban demostrar que estas tierras fueron destinadas por el común para el pago de la contribución, cuando el contenido de la composición dice lo contrario. Se trataba de tierras realengas vendidas por la Corona a los indígenas,
cuyos títulos obtiene el suplicante y para que ninguna persona inquiete ni perturbe a los indios de su comunidad en la posesión tan antigua y legítima que tienen de las referidas tierras y sean lanzados de ellas las personas que las detentasen (DIREAR, 1849, Leg. 5, f. 3v).
Así, con estos argumentos morales elaborados a partir de procesos históricos del antiguo régimen, los campesinos valoraban la antigüedad de sus títulos y resaltaban continuidad entre las posesiones de sus ancestros coloniales y las tierras que reclamaban como su propiedad decimonónica.12 Por supuesto que los funcionarios judiciales del Estado republicano dudaron de estas hiperbólicas filiaciones coloniales-republicanas y optaron por sentenciar a favor de posesionarios privados como Aguilar o Palomino. Asimismo, se preocuparon por sancionar el motivo intrínseco de los pleitos: la propiedad de la tierra, siguiendo la tradición jurídica del momento; es decir, combinando jurisprudencia de variada procedencia. En el pleito que involucraba a los campesinos de Ayahuanco, los litigantes optaron por conciliar, pero uno de ellos no dejó de proclamar la continuidad colonial en la posesión de las tierras.
Además, con estos argumentos morales los campesinos de las alturas de Huanta elaboraban un suerte de discurso histórico que debía de ser usado como un arma de combate para identificar históricamente al contrincante y avasallarlo en el escenario judicial mencionando su discontinuidad en el tiempo (Foucault, 2001, p. 69). En tal sentido, no solo el Estado, sino los mismos campesinos transformaban el proceso judicial en un conflicto que prolongaba la larga guerra decimonónica en la que participaron. No se olvide que los pobladores de Culluchaca, Orccohuasi, Ccano, Ayahuanco y Mosoccllaccta apoyaron a los realistas en la emancipación y se comprometieron en la sublevación promonárquica de 1827-1839. Dicha conflictividad se proyecta y representa, por ejemplo, en el pugilato verbal que los personeros, apoderados y abogados de ambas partes sostuvieron en el proceso. En 1850, luego de que Basilia Cárdenas exigiera que los Guachaca desocupen las tierras de Culluchaca y Orccoguasi, apareció en el juzgado Mariano Guachaca y a través de su apoderado Melchor Vivanco pidió al juez que se le exima de la responsabilidad de contestar a Cárdenas porque su escrito «era obscuro» (DIREAR, 1850, Leg. 36, f. 9r.). El «agente de pleitos» retrocedió al punto inicial de la controversia para minimizar el pedido de la demandante cuestionando nuevamente la legitimidad de la sucesión que beneficiaba a Francisco Aguilar con la posesión del predio. El abogado de Cárdenas, José María Bendezú, retrucó con arresto los argumentos de su colega Vivanco y en un último e intenso escrito presentado ante el juez de primera instancia precisó lo siguiente:
Por decreto del 21 de junio de 1853 de fojas 22 el antecesor de usted ordenó se justiprecien los terrenos litigiosos. En efecto, infinidad de veces se han dirigido cartas, órdenes a los jueces de paz, pero jamás han podido ni pueden constituirse a aquellos lugares por miedo a los Guachaca y Apanccoray, hombres crueles y malvados que se ríen de los magistrados. Últimamente se comisionó al juez de paz de Tambo don José Villavicencio, más ni este ni los otros han tenido valor de hacer se cumplan las órdenes del juzgado (DIREAR, 1853, Leg. 36, f. 37r).
La actitud conflictiva de los Guachaca le confería a la disputa judicial un cariz bélico, no solo por la experiencia beligerante de estos litigantes -dicha familia había liderado la sublevación promonárquica de 1827-1839, como veremos luego- sino porque se asume que es un medio para lograr un fin considerado justo, cuyo empleo no plantea problemas, puesto que el individuo ejerce también un poder de facto. Como dice Benjamin, la justicia es el criterio de los fines y la legalidad es el criterio de los medios:
Pero, si se prescinde de esta oposición, las dos escuelas [derecho natural y derecho positivo] se encuentran en el común dogma fundamental: los fines justos pueden ser alcanzados por medios legítimos y estos pueden ser empleados al servicio de los fines justos (1995, p. 15).
Por lo tanto, la posesión de la tierra es considerada como un fin justo y, en tal representación, la violencia como medio legal aparece como posible y hasta pertinente para la justicia y el derecho. En suma, el derecho y la política aparecen como la prolongación de la guerra por otros medios.
Es interesante constatar que los campesinos de las alturas de Huanta decidieron o aceptaron tramitar los pleitos por la tierra en las instancias judiciales del Estado peruano. Al acudir a los tribunales no solo asumieron y cumplieron la ritualidad judicial, sino que replicaron la tradición jurídica de amalgamar normas de distinto origen para darle el ropaje legal a sus argumentos históricos y morales (Pereyra, 2022, pp. 232-233), siempre acompañados de sus apoderados y abogados.
Se puede refutar la participación campesina en el proceso judicial dada su situación de iletrados y argüir que el «agente de pleitos» consultó las normas, preparó los alegatos, elaboró los argumentos y asistió a las audiencias de forma unilateral. Pero ello no es del todo preciso, pues los campesinos estuvieron al tanto de los detalles del proceso y de las leyes a partir de su vínculo permanente con el letrado, llegando a compartir con él la autoría de las ideas y argumentos que presentaban en el proceso y que se ajustaban a las normas y a la ritualidad judicial. Además, participaron de las audiencias al asistir como demandantes, demandados o testigos y confrontar los alegatos de la parte contraria o las decisiones del juez. En tal sentido, con los juicios del siglo XIX sucedió lo mismo que con las actividades notariales de la colonia: en aquellos los campesinos se convirtieron en coautores del proceso y en sujetos de la escritura sin necesidad de manejar las fórmulas judiciales, llegando a «escribir por manos ajenas» (Burns, 2005, p. 45).
LAS AUTORIDADES JUDICIALES Y LOS LÍDERES CAMPESINOS
Los juicios estudiados se desenvolvieron principalmente en juzgados rurales como el de Aranhuay y ante funcionarios o jueces provenientes del mismo entorno local o provincial. Por lo tanto, cabe preguntarse por las autoridades que administraron los pleitos a nombre del Estado.
Los expedientes judiciales nos proporcionan datos al respecto. Por ejemplo, el pleito por las tierras de Culluchaca y Orccoguasi fue visto por primera vez en 1814 -al finalizar la era colonial y el primer interregno liberal- por el subdelegado del partido de Huanta Bernardino Esteban de Zevallos. Bajo la égida del sistema de intendencias, los subdelegados fueron las principales autoridades en los partidos, encargados de administrar justicia en lo civil y penal especialmente entre la población indígena, además de cumplir con algunas funciones similares a las de los intendentes en sus respectivas jurisdicciones. Pero, en el interregno liberal, los Cabildos Constitucionales les arrebataron gran parte de sus funciones, pues los nuevos órganos de gobierno empezaron a encargarse de los diversos asuntos relacionados con la hacienda, guerra, policía y justicia ordinaria (Guarisco, 2011). Además, terminaron completamente subordinados al jefe político y militar de la intendencia, al encargarse del reclutamiento de milicianos por disposición de este.
Los Cabildos Constitucionales se instituyeron en poblaciones con más de mil habitantes; y en la zona rural, los Cabildos de indígenas asumieron diversas funciones políticas, militares y judiciales relacionadas con la situación de guerra. Al formarse las guerrillas, se encargaron de reclutar hombres, abastecer con recursos y recolectar tributos. Alcaldes y regidores asumieron la jefatura de las guerrillas, o los líderes de las partidas se transformaron en autoridades del Cabildo. Todo este proceso ocasionó el traslado del poder del centro urbano a la periferia rural, algo que Annino ha denominado como «ruralización de la política» (2010, pp. 235-283). Precisamente, ello ocurrió en las alturas de Huanta.13
Efectivamente, en las dos disputas judiciales, las autoridades indígenas del Cabildo jugaron roles importantes al motivar la demanda, contactar a los testigos o recusar las decisiones del magistrado. Por ejemplo, cuando el teniente Gerónimo de Loayza confirió posesión de las tierras en disputa a Blas Aguilar (hermano de Francisco Aguilar), también comunicó a la población campesina la resolución del subdelegado de Huanta en los siguientes términos:
En dicho paraje, día, mes y año cité y notifique al alcalde de naturales don Melchor Guaylla, a sus regidores Cayetano Romero, Thomas Guicho, alguaciles mayores del dicho pueblo, colindantes Juan Vicaña, Fernando Guasaca, Pascual Vicaña y Thomas Guamán generales en sus personas, en particular y en general explicándoles en su lengua índica y por interpretación del subteniente Alejo Vivanco, a mayor abundamiento que entendieron y no firmaron por no saber y firma con dicho subteniente a ruego de ellos y por testigo (DIREAR, 1812, Leg. 5, f. 46r).
Al mismo tiempo, observó que los indígenas usufructuaban también los predios realengos de Ilicapata y Pucara. Entonces procedió a notificarlos para que reconozcan a un español, Lorenzo Guerrero, como el dueño de dichas tierras y le paguen arrendamientos,
… y el alcalde y los otros le hicieron conocer su malicia y que se compusieren con los dueños. Especialmente Valerio Guamán, Prudencio Guachaca y otros alcaldes pasados afirmaron que siempre los han notificado para que se abstuvieran y dejasen libres y con todo habían aumentado barbechos y mediante estas justificaciones y por los autos que esclarecen la verdad de sus linderos prenotados, les amparé en derecho y debidamente y usando de equidad notifiqué a dichos indios que se compareciesen con los dueños a que dentro de ocho días comparecerán con documentos ante el señor subdelegado a deducir el derecho que tuviesen con apercibimiento… (DIREAR, 1812, Leg. 5, f. 49r).
Cabe precisar que en la primera cita cuatro campesinos son denominados como «generales en sus personas» por desempeñar tal vez alguna función militar en el contexto de la guerra por la independencia.14 Años después, los alcaldes y regidores de Mosoccllaccta y Ayahuanco reclamaron ante el juez la propiedad de las tierras de Pacaycasa, Parobamba, Llamanacc y Pallcca y contrataron a sus abogados para el proceso. Los campesinos de Ayahuanco, al exigir que el predio de Pacaycasa quede en sus manos, presentaron el siguiente escrito al juez de paz de Aranhuay:
Certificamos todas las comunidades mayores y menores, desde el alcalde hasta la última comunidad […] y decimos la verdad por nuestras tierras de mita que han sido poseídas desde nuestros antepasados padres, como aclaran las comunidades de los pueblos de Mayhuavilca, Pampa Coris, Huarcatán y Putis y no ser pertenecientes nunca por nunca a la comunidad de Mosoccllaccta, cuando esta gente ha sido bajo el gobierno de Marccaraccay antes de su pueblo ahora pocos años, como podían haber sido estas dichas tierras pertenecientes a ellos y como no pleitearon a don Manuel Narváez quien muchos años estaba manejando llamándose por su hacienda cuando el dicho señor a varios de Mosoccllaccta los degollaba sus ganados por sus daños o herbajes y no tuvieron valor de rescatar, ni hablar ni ir en defensa de las mencionadas tierras… (DIREAR, 1849, Leg. 5, f. 78r).
Como se habrá notado, en ambas disputas judiciales, alcaldes y regidores cumplieron funciones importantes al exigir la propiedad de las tierras, participar del proceso y relacionarse con los funcionarios coloniales o republicanos encargados de la administración de justicia. Es que en la etapa tardo-colonial, el Cabildo indígena se había institucionalizado para regular el acceso a la tierra, representar a los indígenas ante el poder colonial y organizar las guerrillas para la guerra de la independencia. En la era republicana, unos Cabildos se transformaron en municipalidades reconocidas por el Estado; algunas de estas llegaron a convertirse en municipalidades distritales (Diez, 1998). No obstante, desde la colonia y a lo largo de todo el proceso, los Cabildos no dejaron de ejercer poder: un poder proveniente de la participación de alcaldes y regidores en la Independencia o en las guerras civiles y que después fue reconocido por el Estado al aceptarlos como intermediarios con quienes interrelacionarse.
Llama la atención la mención a los Guachaca en la disputa por las tierras de Culluchaca y Orccoguasi. Ellos formaban parte de una familia que residía en las alturas de Huanta y se dedicaba a la agricultura y al arrieraje. Así, en el expediente aparece primero Prudencio Guachaca como «alcalde pasado» de Ninaquiro. Luego, se menciona a los hermanos Mariano y Santos Guachaca como demandados. Pero el testamento aparentemente apócrifo de 1805 menciona a otros integrantes de la familia: Tiburcio, Hilario, Pascual, Andrés, Julián, Manuel, Martín, Candelaria y Feliciano Huachaca.
Sin duda, se trata de parientes (¿hermanos, primos, hijos o sobrinos?) del célebre líder Antonio Guachaca. Según Cecilia Méndez, este fue un arriero probablemente nacido en la hacienda de Uchuraccay que presumía haber recibido el grado de general del virrey La Serna (2014, p. 83). Agrega Husson que su carrera empezó en 1814, cuando combatió a los insurgentes cusqueños bajo el mando de Pedro José Lazón. Además, lo identifica como un líder carismático y prestigioso, interesado en defender el estatus que había adquirido del sistema colonial (1992, pp. 82-86).
Después del levantamiento de 1827, Guachaca adquirió protagonismo político al encabezar una organización que cumplía funciones de Estado y a la que se conoce como «Gobierno de Uchuraccay». Este era una suerte de gobierno regional con sus propias autoridades y leyes, que se encargaba -entre otras cosas- de cobrar tributos, movilizar gente para el ejército campesino y administrar justicia en las disputas por tierras. Al respecto, Cecilia Méndez menciona que el arriero y comerciante huantino Manuel Leandro fue nombrado por Guachaca como gobernador y subdelegado de Acón y como tal resolvió tres disputas por tierras donde se cultivaba coca (2014, pp. 263-265). A estas agréguese el caso de las tierras de Culluchaca y Orccoguasi, en el que también intervino la jefatura de Guachaca.
Como vimos anteriormente, en 1849 los mestizos Aguilar y Palomino acusaron a los hermanos Mariano y Santos Guachaca por usurpar las tierras de Orccoguasi en el contexto del levantamiento de 1827-1839. Sus testigos precisaron tal afirmación:
…primitivamente poseyeron [las tierras] los Aguilares, pero desde el tiempo de las revoluciones, prevalidos de unas autoridades que ya no tienen voces cómo explicar, se han apoderado intereses ajenos, titulándolos patriotas por haber prestado sus servicios en alguna manera a la nación, quitando vidas si se oponían a esta revolución y que son tierras mitayas. Y por el recelo de que les corra detrimento en sus vidas, han guardado silencio hasta el tiempo pacífico como el presente, con la confianza de que, según sus papeles poderosos, la sentencia declarada por el señor juez subdelegado doctor don Bernardino Esteban de Cevallos […] habían de ser restituidos (DIREAR, 1849, Leg. 36, f. 44.v).
Con la frase «prevalidos de unas autoridades que ya no tienen voces cómo explicar», los quejosos y sus testigos evocaban al «Gobierno de Uchuraccay». De seguro que el líder de esta jefatura favoreció a sus parientes con la propiedad del predio. Para ello interpretó de forma extensiva e interesada la anterior sentencia del subdelegado de Huanta Zevallos, pese a que dicha resolución favorecía a los ascendientes de Aguilar y Palomino y perjudicaba a los pobladores de la puna de Huanta.
CONCLUSIONES
En medio de una coyuntura de reactivación productiva, crecimiento demográfico y mayor presión sobre los recursos, los campesinos disputaron la posesión de las tierras realengas a través de juicios que se realizaban en las instancias rurales del sistema tardo-colonial o en tribunales del naciente Estado republicano. Para dichas disputas designaron a sus abogados, reunieron viejos papeles y construyeron un discurso histórico particular que sirvió como argumento moral para litigar contra mestizos como los Aguilar o entre sí mismos.
Este argumento moral, que valoraba la supuesta continuidad entre las posesiones de los ancestros coloniales y los reclamos de los campesinos decimonónicos, sirvió como arma de combate para un proceso judicial donde se identificaba y avasallaba al contrincante. En efecto, litigantes como los Guachaca, quienes intervinieron en la Independencia y en la rebelión promonárquica de 1827-1839, desarrollaron una actitud belicosa en medio del juicio, como prolongando la guerra en el escenario judicial.
Dichos juicios, además, sucedieron en medio de una excepcionalidad permanente: cuando arreciaba la lucha por la independencia, culminaba la rebelión promonárquica de 1827-1839 o estallaban conflictos que confluyeron en la Confederación Perú-Boliviana; es decir, en el transcurso del proceso de formación del Estado republicano, no exento de conflictos y violencia, pero también con una regulación cultural desplegada en el ámbito judicial y que llegó a poblaciones rurales como los campesinos de las alturas de Huanta.
Por lo tanto, en el caso estudiado en las páginas precedentes, el derecho reproduce la violencia y engendra más violencia, de tal modo que lo legal y lo letal no dejan de animarse mutuamente, tal como Jean y John L. Comaroff (2009) observan en su análisis sobre las sociedades contemporáneas de África, Asia y América Latina.
Pero, en el caso visto anteriormente, la violencia que origina la excepcionalidad no es un mecanismo de defensa del Estado, sino es la causa de un Estado republicano que pretende constituirse como autoridad de dominación y, al mismo tiempo, reproducir y perpetuar las relaciones de fuerza implícitas a la guerra. No en vano Michel Foucault invirtió la famosa tesis del teórico de la guerra Carl von Clausewitz y postuló que la política era la continuación de la guerra por otros medios (2001, p. 29).
En tal contexto, campesinos como los Guachaca vieron en el proceso judicial el mecanismo adecuado para conectarse al Estado y continuar batallando contra los oponentes identificados, pero ahora dentro de los márgenes del mismo Estado republicano y de su orden jurídico en construcción.